Una (nueva) cartografía del documental latinoamericano1
Por María Luisa Ortega
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Resumen
El objetivo de este artículo es explorar algunas de las tendencias temáticas, estéticas y discursivas más relevantes en el cine documental latinoamericano. No podrá ser más que una incompleta cartografía, con algunas presencias y muchas ausencias. Pero esperamos que sirva al menos en la identificación de determinados referentes que proponen nuevas formas y miradas, para poner de manifiesto la riqueza y diversidad de un paisaje en el que conviven pasado y presente y de un cine que experimenta incansablemente para pensar la realidad y pensarse a sí mismo en el mundo contemporáneo.
Palabras clave
Cine documental, Nuevo Cine Latinoamericano, historia, estética.
Datos del autor
María Luisa Ortega es Doctora en Filosofía y profesora de la Universidad Autónoma de Madrid. Forma parte del comité de dirección de la revista Secuencias y es asesora de programación de Cines del Sur (Granada). Es autora del libro Espejos rotos. Aproximaciones al documental norteamericano contemporáneo (2007) y co-autora de otros dedicados al cine documental.
Fecha de recepción: 10 de abril de 2011
Fecha de aprobación: 22 de mayo de 2011
El cine latinoamericano, a diferencia de otras cinematografías como la española, posee una poderosa tradición documental, aún cuando hasta tiempos recientes no haya conseguido visibilizarse y reconocerse como tal. Los estudios académicos vienen apuntando al documental como una práctica fílmica aparentemente periférica en relación con la ficción (y por ello relegada, como en otros lugares, en la historiografía dominante), pero que sin embargo permite reconstruir para América Latina una historia de continuidades, frente a las fracturas que la tradición del cine de ficción arrojaría; y también como una forma de expresión que ha caracterizado a la cinematografía de la región y reconocible en el exterior a través de sus mejores productos, aun cuando lo haya hecho en ocasiones desde la mirada reduccionista del cine militante y el testimonio social2. El cine de lo real —el documental y el noticiario— habría sido un sustrato estable para el desarrollo del cine latinoamericano en el que los cineastas, los profesionales y la industria del continente se refugiarían y experimentarían sus formas expresivas en países o en períodos en que la ficción parecía un sueño inalcanzable.
Quizá no sea necesario recurrir a esa literatura, y simplemente a la memoria cinematográfica, para reconocer que el documental latinoamericano fue punta de lanza del cine internacional en determinados momentos de su historia. En los años sesenta y setenta, el Movimiento del Nuevo Cine Latinoamericano propicia que América Latina entre en la “historia del cine” y un rápido ejercicio memorístico de sus títulos más emblemáticos situaría unos cuantos documentales en la lista, lo que no ocurriría si realizáramos la misma operación con otros “nuevos cines” del período. Así, películas como La hora de los hornos (Fernando Solanas y Octavio Getino, Argentina, 1966-1968), La batalla de Chile (Patricio Guzmán, Chile, 1975-1979) o la filmografía del cubano Santiago Álvarez se hallan indisociablemente ligadas a la imagen del mejor cine latinoamericano tout court, sin necesidad de adjetivos. La prioridad del documental —concepto que entonces desbordaba los tradicionales contornos de definición de un género—3 estaba sin duda ligada a la necesidad del testimonio y la documentación de la miseria y el subdesarrollo que propugnaban los manifiestos iniciales, y a la agitación, análisis y desenmascaramiento de los culpables de esa realidad en la segunda fase activa y agresiva que presidiría los discursos de sus representantes desde mediados de la década de los sesenta. Los convulsos y esperanzados tiempos en torno al 68 eran terreno abonado para la exaltada recepción de sus propuestas en Europa.
Pero también es cierto que estas películas exhibían un excepcional maridaje entre la vanguardia estética y política que exploraba nuevos lenguajes, en algunos casos con relecturas de otras vanguardias cinematográficas —como la soviética— y, en todos ellos, buscando su camino en relación dialéctica con realidades sociales y prácticas cinematográficas propias, entre ellas las desarrolladas por el cine de lo real anterior. Del mismo modo, este momento de efervescencia del documental en América Latina dejará un legado con el que dialogarán las generaciones posteriores, constituyendo una tradición donde es posible identificar las continuidades y las rupturas.
Esta tradición, por momentos soterrada y que puntualmente emerge a la superficie con gran visibilidad —como lo hizo en los años sesenta y como lo hace en los últimos años— posiblemente explique la vitalidad expresiva, estética y discursiva que el documental latinoamericano exhibe en esta primera década del siglo XXI, homologable a la que manifiestan otras cinematografías en el que dicha práctica cinematográfica ha gozado de continuidad y escuelas con identidad propia. “El mañana empezó ayer”, titulaba José Carlos Avellar —crítico e historiador brasileño— un lúcido artículo dedicado a seis documentales señeros estrenados en salas comerciales en Brasil a lo largo de 2003, mostrando que los logros y las innovaciones en el lenguaje del documental contemporáneo no podían entenderse sino a la luz de sus diálogos con el pasado4. Pero el hecho de que esos documentales se hubieran exhibido en los cines, dentro de un sistema de distribución comercial, pone de manifiesto, además, que el documental en América Latina en los últimos años ha experimentado mutaciones contagiadas o en paralelo a los procesos observados en otras latitudes5.
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Estrellas
(Federico León y Marcos Martínez, 2007)
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En términos de circulación y visibilidad, la salida del documental del reducto televisivo al que había estado confinado en los años ochenta, para ocupar un espacio en las salas comerciales como no había hecho en toda su historia, es un fenómeno que irrumpe con fuerza en Estados Unidos en la década de los noventa y que veremos reproducirse en otros muchos países y por motivos parecidos —entre otros, a las transformaciones de las propias televisiones—6. A su vez, se produce en concomitancia con la aparición de formas diversas de producción independiente, entre otras la intensificación, en aquellos lugares donde ya existían, de productoras especializadas y su creación donde no las había. En América Latina, ejemplos como el de la productora Cine Ojo en Argentina, creada a mediados de los ochenta pero que eleva el vuelo en la década siguiente, demuestran que se han abierto nuevos canales que hacen viable económicamente la especialización en el documental7.
A esta viabilidad han contribuido otras pantallas en las que el documental se ha hecho extraordinariamente visible y que se han convertido en una vía complementaria de distribución a los circuitos y redes tradicionales. Nos referimos a los festivales. A nivel internacional, el Premio Especial del Jurado a En Construcción (José Luis Guerín, 2001) en el Festival de San Sebastián y la Concha de Oro para Fahrenheit 9/11 (Michael Moore, 2004) en Cannes, fueron acontecimientos por los que llegaba a la opinión pública un fenómeno conocido en los círculos especializados, dado que venía produciéndose desde hacía algunos años en los festivales dedicados al cine independiente8: cuando se abría una puerta al documental, aunque fuera pequeña y efímera, este demostraba que podía competir con la ficción en términos de igualdad. Mientras, a lo largo de todo el mundo se multiplicaban los certámenes dedicados al cine de lo real multiplicando las pantallas por las que el público, y también los especialistas de la crítica y la academia, se familiarizaban con sus nuevos lenguajes y reconocían los aires de experimentación y renovación que al cine en su conjunto estaba aportando el documental.
En América Latina se configuraba un similar escenario. El BAFICI (Buenos Aires Festival Internacional de Cine Independiente), punto de referencia ineludible en la última década, no sólo ha mantenido una decidida política de incluir documentales en su sección oficial a concurso, sino que pareciera que son estos los favoritos de quienes fueron designados para juzgarlos: tres documentales se alzarían con el primer premio en las ediciones de 2005, 2006 y 2008 –El cielo gira (Mercedes Álvarez, España), En el hoyo (Juan Carlos Rulfo, México) e Intimidades de Shakespeare y Víctor Hugo (Yulene Olaizola, México) respectivamente–, en 2007 el Premio Especial del Jurado recaía en un documental argentino, Estrellas (Federico León y Marcos Martínez), en 2009 ganaba el certamen uno de los más soberbios y deslumbrantes ejercicios de diálogo entre el documental y la ficción, Aquele querido mês de agosto (Miguel Gomes, Portugal), y la edición de 2010 lo hacía Alamar (Pedro González Rubio, México), un film que de nuevo se movía entre ambas orillas, aunque bajo un modelo de representación menos innovador. Huelga señalar que todas ellas son producciones que podríamos denominar iberoamericanas y competían con algunos de los títulos más destacados del cine independiente internacional.
Al mismo tiempo, la creación de festivales especializados no ha dejado de crecer exponencialmente. Podríamos comenzar nuestra cuenta con el pionero Festival de Documental de Mérida (Venezuela) fundado en 1968, en plena efervescencia del Movimiento del Nuevo Cine Latinoamericano y punto de encuentro y discusión teórica y programática de los cineastas en la época. Pero será E tudo verdade (Brasil, 1996) el primero en dar carta de la naturaleza del fenómeno que venimos describiendo, seguido cronológicamente por el Fidocs (Festival Internacional de Documental de Santiago de Chile, 1997), DocBuenosAires (2000), DOCDF (Festival Internacional de Documental de la Ciudad de México, 2005), Festidoc (Festival de documentales de Asunción, Paraguay, 2005) o DocBol (Muestra Internacional de Cine y Vídeo Documental, Bolivia, 2008), por citar algunos ejemplos. La lista podría seguir ampliándose con otros certámenes y muestras a lo largo del continente, incluidos los de vocación itinerante, como Ambulante Gira de Documentales, nacido en 2005 por iniciativa de Gael García Bernal, Diego Luna y Pablo Cruz9.
Los objetivos de Ambulante son un magnífico exponente de los nuevos tiempos y encarnan un significativo híbrido en el que convergen diferentes dinámicas. Por una parte, cumple con las funciones tradicionales del festival de cine independiente dando visibilidad a producciones que de otra forma no tendrían una distribución significativa y promocionando la producción con fórmulas similares a las del habitual mercado o al fondo de financiación. Además, Ambulante se convierte en agente directo de distribución (a través de Canana Distribución) otorgando a los cineastas y productores un porcentaje de los beneficios de taquilla obtenidos de las proyecciones dentro y fuera de México. Pero, y este es el punto que nos gustaría destacar, su vocación por descentralizar la distribución mediante el formato itinerante va asociada a la multiplicidad de los circuitos de exhibición para el documental, en la que se contempla la sala comercial pero también una amplia red de sedes —institutos académicos, centros culturales, museos— que se apoya en organizaciones sociales de todo tipo. En Ambulante, por tanto, conviven viejas y nuevas realidades. Porque si el documental independiente (o de autor) en América Latina ha encontrado nuevos espacios en el circuito de festivales y salas comerciales, con estas pantallas conviven otras de larga raigambre en una tradición que conformó una parte de su bagaje (creadores, públicos, lenguajes) al calor de los cine-clubs universitarios y proyecciones clandestinas o alternativas auspiciadas por organizaciones políticas o sociales. Hoy estos circuitos siguen activos, en paralelo a los anteriormente descritos. Algunas producciones que continúan en la senda del cine militante prefieren seguir transitando las redes alternativas, aunque no todas renuncian a otras vías de distribución. Y la radicalidad expresiva de la no ficción encuentra ahora además, como en otros lugares del mundo, un nuevo escenario en los museos y los centros de arte contemporáneo, apertura a la que han contribuido las sinergias y simbiosis entre cineastas y artistas (audio)visuales.
Tras el esbozo de ciertos marcos de la visibilidad del documental en América Latina en los últimos años, llega el momento de explorar algunas de las tendencias temáticas, estéticas y discursivas más relevantes. No podrá ser más que una incompleta cartografía, con algunas presencias y muchas ausencias. Pero esperamos que colabore al menos en la identificación de determinados referentes que proponen nuevas formas y miradas, para poner de manifiesto la riqueza y diversidad de un paisaje en el que conviven pasado y presente y de un cine que experimenta incansablemente para pensar la realidad y pensarse a sí mismo en el mundo contemporáneo.
1 Entre la tradición y la postmodernidad
El documental latinoamericano se ha identificado de manera dominante con el cine social y político. Sin duda, este fue y sigue siendo uno de los motores del cine de lo real en la región, aunque en su práctica ha experimentado algunas trasformaciones en los últimos años.
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Tierra sublevada, oro impuro
(Fernando Solanas, 2009)
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Quizá podamos iniciar nuestra andadura por dos autores clásicos, citados en las páginas precedentes, muy activos en la última década en la esfera documental: Patricio Guzmán y Fernando Solanas. El primero es uno de los documentalistas latinoamericanos más reconocidos, cuya trayectoria presenta constantes identificables al igual que una evolución en su lenguaje que permite inscribir sus obras recientes en algunas de las tendencias destacadas, como veremos posteriormente. Fernando “Pino” Solanas es un cineasta igualmente ineludible para la cinematografía latinoamericana que, sin embargo, desde mediados de los años setenta firmaría sólo películas de ficción. Significativamente, en 2004 realiza Memoria del saqueo, un documental de urgencia, como lo fue su emblemática película de 1968: “La tragedia que nos tocó vivir con el derrumbe del gobierno de De la Rúa —afirma el director en su web— me impulsaron a volver a mis inicios en el cine, hace más de 40 años, cuando la búsqueda de una identidad política y cinematográfica y la resistencia a la dictadura me llevaron a filmar La hora de los hornos.” Con ocasión de la premier mundial de esta película en el Festival de Berlín, Solanas recibiría el Oso de Oro honorífico a toda su trayectoria de manos de Joschka Fischer, todo un gesto entre dos viejos militantes que lidiaban ahora con nuevas realidades. A esta película seguirían La dignidad de los nadies (2005), Argentina latente (2007), La próxima estación (2008) y Tierra sublevada: Oro impuro (2009) para construir un completo fresco de la Argentina contemporánea marcada por el “quiebre” de 2001 que, como otrora señalaba con dedo acusador a los culpables, pero que, como no lo hicieran sus documentales de los años sesenta y setenta, consigue en La dignidad de los nadies —posiblemente el mejor de la serie— trasladar la capacidad del pueblo argentino para resistir y superar las consecuencias de un sistema económico arrasado.
El caso de Solanas es significativo porque encarna uno de los factores que ha reactivado la producción documental sociopolítica contemporánea: el sentimiento de un nuevo estado de emergencia, provocado por el neoliberalismo económico y el arrastre de un sistema socialmente injusto, al que se vuelve a responder con el arma de un cine capaz de documentar la miseria, compartir las luchas a pie de calle y generar conciencia entre los espectadores. Argentina será un epicentro de referencia para este tipo de producción que dialoga con el pasado del cine militante —y producirá películas que le rinden homenaje, como Raymundo (Ernesto Ardito y Virna Molina, 2003)— pero que al mismo tiempo innova en sus modelos. Los movimientos populares que estallaron tras la crisis de 2001, a menudo consignados con la etiqueta “piqueteros”, se vieron acompañados por el videoactivismo practicado por un conjunto de colectivos de producción documental al que suele asociarse esa misma denominación, aun cuando algunos de estos grupos existían anteriormente. El perfil de este movimiento es demasiado amplio y complejo para dar cuenta de él en estas páginas,10 pero diríamos que, en líneas generales, siguen la vocación contra-informativa, la producción colectiva y la circulación alternativa, actualizando sus modos de operación y sus lenguajes al contexto contemporáneo marcado por las nuevas tecnologías y formas discursivas. No obstante, algunos largometrajes producidos en este contexto sociopolítico han logrado visibilidad internacional más allá de estos circuitos, como Grissinopoli (Luis Camardella y Darío Doria, Argentina, 2004) y Corazón de fábrica (Virna Molina y Ernesto Ardito, Argentina, 2008), ambos sobre los procesos de colectivización y autogestión obrera, y apuestan, en ¿Se escucha? (Marcel Czombos y Yoni Czombos, 2005) por la experimentación formal y visual y el diálogo con dispositivos radicales del documental contemporáneo, como la inserción de actores.
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Grissinopoli
(Luis Camardella y Darío Doria, 2004)
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En la década anterior, y con prolongación en la actual, irrumpe no obstante un elemento que en el cine militante latinoamericano clásico era de alguna manera periférico: el problema indígena. Las formas en las que el documental latinoamericano visibiliza a estos ciudadanos doblemente excluidos (por su pobreza y por su raza) mantiene un diálogo con una doble tradición: aquella del documental social y político que concibe el film como un medio y no un fin en sí mismo, medio por el que los protagonistas representados experimentan un proceso de toma de conciencia; y la surgida de determinadas prácticas etnográficas que apuestan por la autorrepresentación —ligada a la autogestión indígena— cediendo la cámara al otro. En el contexto del Nuevo Cine Latinoamericano, Chircales (Marta Rodríguez y Jorge Silva, Colombia, 1972) encarnó este maridaje, mientras surgían diferentes iniciativas de talleres de capacitación cinematográfica destinados a poblaciones indígenas y trabajadores que se intensificarían con la llegada del vídeo. A la sazón, Marta Rodríguez poseía una formación antropológica, y en las últimas dos décadas ha venido realizando documentales en co-producción con comunidades indígenas. Estas experiencias surgieron de los talleres realizados con Iván Sanjinés, hijo del gran cineasta boliviano Jorge Sanjinés, uno de los promotores de las redes de producción y distribución del cine y el vídeo de los pueblos indígenas que se extienden hoy por todo el continente 11.
De estas dinámicas surgieron en los años noventa algunas pequeñas joyas como A arca dos Zo’é (Vicent Carelli y Dominique, 1993)12 que, sin pretenderlo, eran el mejor homenaje al Jean Rouch de Jaguar (1957-1967). Pero quizás el proyecto más paradigmático donde el audiovisual aunaba autorrepresentación y autogestión fuera el Proyecto de Medios de Comunicación de Chiapas Promedio y otros grupos de producción vinculados al Frente Zapatista de Liberación Nacional, considerada la primera revolución posmoderna por la utilización de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación. En los últimos años procesos políticos como el que han llevado a Evo Morales a la presidencia de Bolivia se han visto acompañados por documentales que, compartiendo o ajenos a estas prácticas de co-producción indígena o autogestión, combinan la mirada antropológica, social, política y económica. Podrían citarse tres títulos que, como jalones distantes, sirven para delimitar un amplio territorio: Üxüf Xipay/El despojo (Dauno Tótoro, Chile, 2004), documental de corte periodístico que reconstruye la lucha del pueblo mapuche a lo largo de los últimos 120 años;13 Cocalero (Alejandro Landes, Argentina-Bolivia, 2007), potente retrato de Evo Morales filmado durante la campaña electoral, presentado en los festivales de Sundance, Pusan, Guadalajara, Miami y Mar del Plata y estrenado en salas comerciales de diferentes países (incluida España); e Inal Mama, sagrada y profana (Eduardo López Zavala, Bolivia, 2008),14 donde la hoja de la coca es el hilo para articular la mirada etnográfica y los entramados sociales del narcotráfico.
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Grissinopoli
(Luis Camardella y Darío Doria, 2004)
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Sin embargo, ha sido en el documental que podríamos denominar social donde las formas de hacer cine “en colaboración”, cediendo las cámaras a los protagonistas, ha dado sus mejores frutos. Uno títulos relevantes de la década, O prisionero da grade de ferro (Paulo Sacramento, Brasil, 2004), se gestaba en 2001 a partir de un taller de formación audiovisual con una veintena de presos de Carandirú, en ese momento el mayor presidio de toda América Latina. Al año siguiente, el penal será desmantelado como consecuencia de la represión brutal de una revuelta que había tenido lugar diez años atrás. Pero lo que fue aquella cárcel brasileña había quedado registrado en una serie de “autorretratos”, apropiado subtítulo de la película, filmados por los propios reclusos. En ellos, el color, el optimismo y capacidad de organización de los internos contrasta con la foto en blanco y negro que inscribe la identidad penal. Se insertarán también entrevistas a miembros del sistema penitenciario, así como registros en los que vemos cómo se preparan o realizan las filmaciones, desvelando el proceso y marcando una cierta tensión autorreferencial, elementos característicos del documental contemporáneo. Estos elementos figurarán también en un film mucho menos conocido, Los nadies (Sheila Pérez Giménez y Ramiro García, Argentina, 2005), en el que niños y adolescentes de la calle filman sus rutinas cotidianas y se autorretratan bajo la forma de la entrevista, sin empacho para hablar o mostrar sus experiencias con las drogas, las peleas y los conflictos con otros habitantes de las periferias urbanas olvidadas. Como insertos a los autorretratos y a las secuencias en que los jóvenes se transmutan en reporteros de su entorno cámara en mano, los directores nos muestran, desde encuadres construidos y distantes, las formas de trabajo y el proceso por el que los “nadies” acometen la filmación de su documental en primera persona.
Como conjunto de retratos podríamos calificar a un grupo de títulos excepcionales que nos permiten radiografiar las formas más interesantes en las que ha mutado el documental social que prolonga y explora las vías del testimonio y el cine directo. Uno de los grandes nombres del documental latinoamericano, y nos atreveríamos a decir del cine contemporáneo sin más, el brasileño Eduardo Coutinho,15 celebraba la llegada del nuevo milenio con Babilonia 2000 (2001), filmada en la favela del mismo nombre la tarde-noche de fin del año 1999, y realizaba al año siguiente Edifício Master (2002), en este caso introduciendo a su pequeño equipo de filmación en el microcosmos cotidiano de los pobladores de este inmueble de Copacabana. En ambas películas, Coutinho resulta el mejor maestro de la entrevista entendida a la manera del cinéma vérité, como catalizadora de una nueva realidad en la que quien filma y el sujeto filmado se transforman en su interacción en la pantalla; donde la palabra y el gesto registrados deparan momentos absolutamente mágicos e inesperados y acceden a realidades no visibles, como lo son los sueños y las esperanzas.
Frente a la naturalidad y frescura con que los personajes se desnudan ante Coutinho, Juízo (2007) de la también brasileña Maria Augusta Ramos, prolonga la potencia del cine directo entendido como lo hiciera Raymond Depardon en Delits Flagrants (1994) y con similar temática. El sistema judicial (que la directora abordara en su film anterior, Justiça, 2004), es sometido a una demoledora mirada desde la cámara fija en el trípode y encuadres estáticos milimétricamente construidos. A esta planificación contribuye el hecho de que los protagonistas que vemos en el film —adolescentes acusados de diferentes delitos y sometidos a confinamiento preventivo en una cárcel de menores— no se hallen interpretando su propia vida, sino la de otros jóvenes que, como ellos, sufren exclusión y desamparo social. Actores, por tanto, actuando conforme a un guión. A diferencia de lo que mueve a Coutinho al uso de actores en Jogo de cena (2007, cf. infra), en este caso es la prohibición por ley de filmar a los menores en procesos la que obliga a utilizar este dispositivo que confía en la capacidad de los intérpretes para desvelarse en una vida que podría ser la suya. El film hará de la necesidad virtud, consiguiendo una depurada forma fílmica en la que rezuma la deshumanización y el control sobre los cuerpos que impone el sistema.
Cerraremos este epígrafe con uno de los documentales más premiados y reconocidos de la última década: En el hoyo (Juan Carlos Rulfo, 2006), mejor película en el BAFICI y Miami; mejor documental en Sundance y Guadalajara, entre otros galardones. En él se pone de manifiesto cómo bajo una temática —los obreros que trabajan en la construcción del conocido como Segundo Piso del periférico de la Ciudad de México— que parecería diseñada para el documental social canónico, la película se aleja considerablemente de los parámetros del mismo. Sin duda alguna, el film puede leerse en clave tradicional, pues la fractura social y étnica atraviesa su metraje: los protagonistas afanados en un proyecto estrella para aliviar el tráfico de la megalópolis nunca podrán comprarse un coche, como relatan ellos mismos con humor; se referirán a Rulfo como “güero” inscribiendo así la diferencia de color que distingue al director de los sujetos a los que filma, entre los que predomina el elemento indígena. Pero estos componentes se presentan como matices, en su segundo plano y tensando el relato, no como centro de un discurso de denuncia. Interesan más, como en los films de Coutinho, el retrato de los gestos, las acciones y el humor cotidianos, los relatos plagados de dignidad, romances y sueños, y las revelaciones sorprendentes de los personajes —como el de Natividad, la única protagonista femenina, que nos habla bajo el elevado en construcción de sus creencias en seres inmateriales, como esas almas que, según dice una leyenda mexicana, el diablo pide para que los puentes no se caigan—. Así, la realidad y sus azares —bajo la ventana de Rulfo se perforaba el último hoyo de la emblemática obra emprendida por López Obrador— serán sólo la materia prima inicial de un film que busca revelar la poética de lo cotidiano impregnada en la dureza del trabajo y de la vida en la urbe. Rulfo concluirá la película con un prodigioso alarde visual: un último plano secuencia que sobrevuela la construcción durante más de siete minutos. Este, como otros segmentos del documental, ve intensificada su fuerza con la potente banda sonora de Leonardo Hieblum, trabajada sobre los ruidos rítmicos y de percusión de la construcción y el caos sonoro de la ciudad.16
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La desazón suprema, retrato incesante de Fernando Vallejo (Luis Ospina, 2004)
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2 Entre el retrato y el autorretrato
Podríamos afirmar que el retrato es un género que el documental de autor ha practicado de forma sistemática al menos desde los años sesenta como forma de representar la vida de los otros, frente al relato biográfico propio de los productos televisivos. En los últimos años asistiríamos, no obstante, a una trasformación significativa en el tratamiento. En primer lugar, el retrato en el documental contemporáneo tiende hacia la fragmentación visual, temporal y discursiva frente al relato orgánico y a mostrar el rastro de la producción de la representación con signos autorreferenciales más o menos explícitos. A menudo, el personaje se convierte en un objeto esquivo imposible de aprehender definitiva y globalmente, una suerte de puzle que el film desiste desde el inicio en resolver para incidir en las piezas que lo componen. En muchas ocasiones, los grandes nombres son sustituidos por personajes anónimos, por el rostro desconocido, buceando en la microhistoria y la historia familiar. Y, finalmente, el retrato será un locus propicio para practicar el autorretrato implícito o explícito del cineasta.
En 1997 llegaba como una bocanada de aire fresco ¿Quién diablos es Juliette? (Carlos Marcovich, México, 1997), film que gozaría de una importante circulación y reconocimiento internacionales.17 Su director, uno de los mejores directores de fotografía del cine mexicano, se iniciaba en la realización con un fascinante objeto cinematográfico de difícil clasificación. El personaje principal —la joven Yuliet Ortega, jinetera cubana de 16 años, abandonada por su padre emigrado en Estados Unidos— se presenta como un enigma desde el mismo título a través de una factura fílmica fragmentaria, errática y dubitativa en su proceder y donde la frescura, la inocencia y la jovialidad de Yuliet está en tensión con otro retrato esquivo, el de la meditativa modelo mexicana Fabiola Quiroz que, puntuando el metraje, se interroga por el valor de belleza femenina y las huellas de la ausencia paterna, elementos de contacto entre las experiencias vitales de ambas. La película, ajena a cualquier estructura orgánica o predecible, se construye desde el pulso de la experiencia de la filmación, del contacto físico con los personajes y el entorno, la presencia cómplice tras la cámara de Marcovich —con quien Yuliet flirtea en ocasiones y ante quien los niños realizan sus performances en las calles de La Habana— y de eventos puntuales propiciados por la propia realización del film, como el encuentro de la joven con su padre en Nueva Jersey.
El aire fresco y desinhibido en la relación cómplice con el protagonista caracterizarán también otro de los mejores y más innovadores retratos del documental latinoamericano contemporáneo: Gabriel Orozco, un proyecto fílmico documental (Juan Carlos Martín, México, 2002). El film apuesta también por una estructura inestable, la heterogeneidad en los soportes (35 mm., 16 mm., super 8, high 8 y vídeo digital) y una edición ágil y vigorosa realizada a partir de noventa horas de material filmado a la manera de una home movie, sin un objetivo predeterminado, y siguiendo al artista mexicano en sus viajes por el mundo. La relación entre el cineasta y el reconocido artista mexicano se manifiesta cómplice, cercana y en ocasiones juguetona en beneficio de un retrato a contracorriente del documental de arte y con momentos de revelación mágicos (como la secuencia del monólogo de Orozco recostado en una hamaca en la playa de Chacahua), pero al mismo tiempo compuesto desde la fascinación por el proceso de creación artística del que el proyecto fílmico de Juan Carlos Martín es una suerte de espejo.18 Con todo ello convivirán entrevistas con comisarios, críticos y valedores internacionales de Orozco, piezas que complementan la reflexión que la película propone sobre la identidad cultural, nacional y política en el mundo contemporáneo y sobre la mexicanidad de manera fascinante y novedosa para el espectador.
Algunos de estos rasgos del documental de Juan Carlos Martín —el vínculo especular entre el cineasta y el personaje y la reflexión sobre la conflictiva relación del artista latinoamericano con su realidad nacional— caracterizan también La desazón suprema: retrato incesante de Fernando Vallejo (Luis Ospina, Colombia, 2004). Luis Ospina filma al controvertido escritor colombiano en México, país en el que vive voluntariamente exiliado desde hace años, por la demonización que su figura sufrió en Colombia por la supuesta mirada envenenada que su literatura proyecta sobre la realidad nacional. Aun cuando es menos innovador en su factura fílmica, el documental consigue un retrato de Vallejo en el que se desvanecen todos los tópicos sobre el personaje, registrado en claves de intimidad y vida cotidiana que lo relevan como un ser lúcido y marcado por el sufrimiento. Hacia el perfil familiar y desconocido escondido tras el rostro público camina también Salvador Allende (Patricio Guzmán, Chile, 2003), un film que parte de una sorprendente ausencia: no existen biografías dedicadas al presidente chileno, una de las figuras clave de la historia del siglo XX. La película de Patricio Guzmán se mueve entre el retrato y la biografía, entre la imagen íntima y familiar que construyen los testimonios cercanos y el mito que Allende encarnó, un viaje entre lo privado y lo público en el que el cineasta se inscribe en primera persona como partícipe de los sueños y esperanzas truncadas.
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La desazón suprema, retrato incesante de Fernando Vallejo
(Luis Ospina, 2004)
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Como vemos, algunos de estos retratos documentales propician la reflexión sobre la historia y sobre la identidad nacional a través del vínculo cómplice del cineasta con el protagonista y del movimiento entre lo público y lo privado. Uno de los mejores ejemplos de cómo estas preocupaciones podrían ser trabajadas en el documental hibridando biografía y autobiografía se manifestó en Carmen Miranda. Bananas is My Business (Helena Solberg, Estados Unidos-Brasil, 1995), un deslumbrante film que exhibía algunos de los rasgos paradigmáticos del documental contemporáneo: la enunciación en primera persona de la cineasta en la voice-over y el uso de actores. Sin renunciar al valor de una biografía que buceaba en los secretos y el sufrimiento oculto tras un rostro que todos recordamos sonriente y en un cuerpo cimbreante coronado por sombreros desbordantes de frutas, el relato en torno a Carmen Miranda se movilizaba, sin embargo, desde la subjetividad de la directora. Su voz desde el inicio del film nos revela el conflictivo lazo que une a Helena Solberg con el mito: la fascinación y el amor de los brasileños por una figura emblema de la nación para el resto del mundo, pero al mismo tiempo imagen artificial y edulcorada de su cultura; y el vínculo con una mujer, que como la propia Solberg, vivía su condición de brasileña desde la distancia, desde Estados Unidos. La voz está plagada de otros muchos matices que inscriben la identidad de género femenina y también la identidad de clase, aquella por la que la cultura popular encarnada por la cantante y actriz debería mirarse con recelo y sin embargo se experimenta como propia. Así el retrato no puede construirse sino como producto de la mirada subjetiva, de los sueños y de la imaginación de la directora que se ven corporeizados en el film a través de la actriz que sustituye el cuerpo de Carmen Miranda, cuerpo que veremos sólo en sus máscaras públicas, en las películas que protagonizó y en las revistas que relataban sus devenires como estrella.
La relación entre la cultura popular y la identidad es también eje rector de uno de los documentales más destacados e innovadores de esta última década, que igualmente trabaja la forma del retrato de manera fragmentaria y fractal, y su personaje como un objeto esquivo del que nunca lograremos una imagen íntegra: Yo no sé qué me han hecho tus ojos (Sergio Wolf y Lorena Muñoz, Argentina, 2003). En ella, los cineastas buscan atrapar las huellas de un mito olvidado, Ada Falcón, una célebre intérprete de tangos y actriz de la edad de oro del cine popular, quien en los años cuarenta, tras un supuesto desengaño amoroso, decide abandonar una carrera artística en pleno apogeo y apartarse del mundo en una suerte de reclusión religiosa. La película adopta la estructura de film en proceso, muy característica del documental contemporáneo. La presencia de Sergio Wolf en la pantalla conduce la indagación de las huellas fílmicas y sonoras, de los lugares míticos —teatros, locales radiofónicos— en los que Ada fraguó su fama y de los que apenas queda nada en la cartografía urbana de Buenos Aires. También la búsqueda de la propia Ada, que quizá siga aún viva en su retiro voluntario. La tonalidad del thriller —otro de los hallazgos retóricos y discursivos del documental contemporáneo— contagia el proceso de investigación en torno al pasado y el posible presente de la estrella desaparecida, y el film noir lo hace con la voz teñida de nostalgia y el pathos de hombre fascinado por el mito de los ojos verdes que mueve al personaje de Sergio Wolf en su pesquisa, sobre todo en la primera parte del film. Este se construye sobre la clave de la ausencia. Entre otras, la ausencia de imágenes de la cantante, paliada y evocada por el montaje de fragmentos apropiados de numerosas películas de los años treinta y cuarenta que se editan con secuencias específicamente filmadas (y, en ocasiones, con el recurso a actores) para funcionar de forma rimada con las imágenes de archivo. En la segunda parte, la búsqueda será la del cuerpo vivo que finalmente se encontrará. El mito de Ada Falcón y su memoria, construida a partir del olvido y la ausencia de huellas, establece un vínculo entre generaciones, sustentado en una identidad acrisolada por la cultura popular y sus industrias —la música, el cine, la radio—. Pero el tango, su pasado y su presente, ha dado lugar también a un film introspectivo e íntimo en el que el retrato genera el autorretrato. Hablamos de Por la vuelta (Cristian Pauls, Argentina, 2002) donde la figura del músico Leopoldo Federico da lugar a un ensayo cinematográfico, cuya fragmentariedad, estructura errática y dubitativa viene generada por el propio acto de escritura del director.
Un último conjunto de retratos documentales emblemáticos de la producción latinoamericana contemporánea nos conduce hacia el espacio familiar, otro de los tropos recurrentes de la no ficción internacional de los últimos años. Aunque pudieran abordarse en nuestro siguiente epígrafe, podemos señalar aquí algunos títulos que comparten con los anteriores ciertos rasgos estilísticos o retóricos. Así, el hijo de Glauber Rocha realizará en Rocha que voa (Eryk Rocha, Brasil, 2002)19 la evocación de la figura paterna ausente y de la generación de aquellos cineastas que soñaban con convertir el cine en un instrumento para transformar y descolonizar América Latina (Julio García Espinosa, Fernando Birri o Tomás Gutiérrez Alea, todos ellos reunidos en el film, junto a otros viejos amigos, para recordar a Rocha). Y lo hace desde la contemporaneidad audiovisual más radical: planos de detalle extremos y distorsiones de los rostros en las entrevistas, desenfoques, incesantes movimientos de cámara, collage y montaje de imágenes de texturas heterogéneas componen la banda de imagen, mientras un registro sonoro de 1971 con la voz de Glauber interactúa con la fragmentación visual.
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En un tono diferente pero igualmente innovador en su factura, la mexicana Yulene Olaizola filma, en uno de los documentales con más éxito en el circuito internacional de festivales, Intimidades de Shakespeare y Víctor Hugo (2008), a su abuela doña Rosa, cómplice y confidente, en sus rutinas cotidianas en la pensión que regenta, desde hace años, en la esquina de las calles Shakespeare y Víctor Hugo en Ciudad de México. Pero el protagonista no será ella, aunque su rostro presida el metraje, sino un ausente, un hombre joven que habitó la pensión tiempo atrás y murió prematuramente, cuyo enigma nunca llega a desvelarse. Cada testimonio de quienes lo conocieron, cada confidencia, aumentará el misterio y la especulación en torno al personaje (seductor, excéntrico, homosexual, quizá también un asesino en serie marcado por una infancia traumática), en ese especial microcosmos de la casa donde aún se respira su presencia a través del recuerdo. La película participa así de esa querencia por el thriller que el documental contemporáneo exhibe y que renuncia a las clausuras narrativas unívocas en pro de las múltiples interpretaciones posibles de la historia20.
En 1992 el documentalista brasileño João Moreira Salles comenzaba a filmar a Santiago, otra suerte de enigma para el director, un hombre que trabajó como mayordomo en la casa de la distinguida y rica familia Salles21 durante treinta años. En 2005, una vez fallecido su protagonista, decidiría trabajar sobre aquel material para componer Santiago (2007). El film recogía aquellas filmaciones en blanco y negro de las conversaciones cara a cara con este peculiar y extravagante personaje de origen ítalo-argentino, revelando la que fue su pasión y ocupación secreta durante años: la sistemática recolección, archivo e interpretación, de documentos relativos a las familias de más rancio abolengo del mundo, soñando quizás en formar parte de ese universo. Las montará manteniendo los silencios incómodos, la repetición de las tomas y las órdenes que el director da, a veces de forma airada, a su personaje. Así, en ellas se manifiesta igualmente la fractura, la distancia y el recelo que separaba a los dos sujetos situados a un lado y otro de la cámara. Ambos convivían en la misma casa pero habitaban mundos inconmensurables y se hace palpable la relación de poder determinada por el pasado. Esta tensión marcada por la diferencia de clase y la relación patrón-empleado, nos dice el director en diferentes entrevistas, no fue percibida hasta el proceso de montaje, con el tiempo trascurrido operando a favor de la complejidad y la ambigüedad del film, proceso en que decide asimismo incorporar su voz en primera persona, reflexionando sobre la naturaleza del quehacer documental. Resulta así un film que transpira incomodidad y desazón, quizá por la naturaleza terapéutica que su autor le atribuye, y un devastador retrato/autorretrato de las fracturas y diferencias de clase que rara vez se representan en el documental brasileño. De hecho, esta película supone un giro en la trayectoria del cineasta, reconocido por títulos como Notícias de uma guerra particular (1999, codirigida con Kátia Lund), sobre la violencia de favela, o Entreatos (2004), que seguía la campaña presidencial de Luíz Inácio Lula da Silva, un proceso lleno de esperanzas de transformación social que también registrará Eduardo Coutinho en Peôes (2004) alternando sus imágenes con los recuerdos de quienes fueron compañeros de lucha obrera y sindical del futuro presidente.22
Del mismo modo, el documentalista chileno Cristián Leighton dará un giro similar en su trayectoria para incorporar una primera persona radical, comprometida e incómoda, tomando, en este caso, a la directora japonesa Naomi Kawase como espejo y/o catalizador de la misma. Kawase-San (2009) se presenta así como homenaje a un cine capaz de exhortar los fantasmas traumáticos y dolorosos de la historia y las relaciones familiares por el que Leighton se enfrenta a su conflictiva relación con su padre y palia la ausencia, los silencios y el sufrimiento a través de las conversaciones llenas de ternura con su abuela paterna, a la que filmará (entre viaje y viaje) en sus últimos días de vida. La figura de Kawase en el film es un objeto esquivo, más evocado que representado, presente sobre todo a través de los fragmentos de sus películas en la medida en que el pathos autobiográfico de estos va catalizando el enfrentamiento del cineasta a su pasado familiar con traumas latentes cuyas heridas tal vez la película —instrumento terapéutico, como lo considerara Salles— haya abierto definitivamente y contribuido así a su futura cicatrización.
Leighton no se enfrentará nunca cara a cara con su padre, como si lo hará la joven cineasta cubana Susana Barriga, en uno de los últimos descubrimientos: el cortometraje The Illusion (Cuba, 2008),23 un desasosegante y desgarrador retrato/autorretrato donde la directora registra, ocultando su cámara, el encuentro con su padre, exiliado en Inglaterra, cuyo rostro ella ni siquiera logra recordar. La ilusión del encuentro pronto se desvanecerá ante un sujeto que se niega a recibirla, la acusa de ser espía del régimen cubano y terminará urgiéndola a cambiar su nombre y olvidarse de él. Las precarias imágenes del film (oscuras, desenfocadas) trasladan al espectador la incertidumbre y el temor previos, en las calles de un Londres nocturno y agresivo para el extranjero, y la dureza de los gestos y las palabras del padre cuyas traumáticas experiencias pasadas parecieran invalidarlo para cualquier acto de comunicación y reconciliación.
3 Familia y memoria
Las evocaciones y reconstrucciones de la historia y la genealogía familiar han sido otro de los tropos recurrentes del documental contemporáneo, también en América Latina, como se ha podido percibir en algunos de los títulos señalados hasta ahora. Juan Carlos Rulfo había evocado en el mediometraje El abuelo Cheno y otras historias (México-Cuba, 1995) el universo latente en la literatura de su padre recreando, a través de la memoria de los casi centenarios supervivientes, el mundo violento que su abuelo vivió. El abuelo Cheno había sido una figura silenciada por su hijo Juan, quien se convertiría en el eje y objeto de búsqueda difícil de aprehender en el siguiente proyecto fílmico del cineasta, el largometraje Del olvido al no me acuerdo (1999), que desde el mismo título apuntaba a ese lugar conflictivo entre el recuerdo y el olvido, topos en el que el documental contemporáneo forcejea con esos “pretéritos presentes” que constituyen la memoria, que Andreas Huyssen identificara como la preocupación central de la cultura en las sociedades occidentales desde los años ochenta.24
En 1997 Patricio Guzmán filmaba La memoria obstinada (Francia-Chile), film inaugural del tropo memorístico que ha marcado la representación de la historia traumática del continente en el documental de la última década. En ella, el documentalista chileno regresaba a su país desde el exilio para pulsar, en primera persona y acompañando con su voz a la de otros que se obstinan en recordar, la fractura social y las heridas aún abiertas por el golpe de estado del general Pinochet y el régimen dictatorial; y lo hacía utilizando como catalizador de la memoria traumática del evento las imágenes de su célebre La batalla de Chile (1975-1979) hasta entonces no proyectada en Chile (primero, por la censura de la dictadura; luego, por el miedo). La batalla... era un film de historia, construido por la urgencia de explicar desde el futuro, bajo la forma de un gran flashback,25 los procesos que habían desembocado en el golpe de estado, aun cuando el tiempo de la enunciación de la voice over y la inmediatez del impresionante directo de sus imágenes situaran al espectador ante la “historia haciéndose” en presente. Ahora, en La memoria obstinada, la inmediatez de las imágenes se sustituye por la mediación del recuerdo y también del olvido: las imágenes han cedido en su función de ventanas directas al mundo para formar parte de ese “álbum de fotografías familiares” —como a Patricio Guzmán le gusta denominar al documental en su conjunto26—, un repositorio audiovisual cuyo carácter material, atravesado por el tiempo y por las lecturas y memorias que proyectamos sobre él, se hace presente. Las imágenes de La batalla… funcionan en La memoria… como parte de ese álbum, al igual que las fotografías circulan entre las manos de los personajes del film como objetos con los que conjurar el recuerdo y también las lagunas y el olvido.
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Tierra sublevada, oro impuro
(Fernando Solanas, 2009)
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A la estela de Guzmán, otros supervivientes de las dictaduras del Cono Sur y sus brutales maquinarias de represión optarán por el tropo de la memoria conjugada en primera persona, frente al de la historia política y militante, para enfrentar el pasado traumático colectivo. La también chilena Carmen Castillo se había enfrentado al pasado doloroso en La flaca Alejandra (1993), apodo de Marcia Merino, militante del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) que se quebró en la tortura y denunció a sus camaradas, entre ellos a Miguel Enríquez, líder del movimiento y compañero de Carmen Castillo. La cineasta, exiliada en Francia tras sobrevivir al enfrentamiento con los militares que costaría la vida a su compañero y a su secuestro, embarazada de su primer hijo, se acercaba a este icono de la traición bajo un doble registro: comprender el proceder de “la flaca Alejandra” y explorar las formas de expresión del discurso femenino. En los testimonios de otras compañeras, el dolor y la vivencia prevalecían sobre la racionalización y la abstracción masculina al relatar la historia de la militancia política. En Calle Santa Fe (Chile-Francia, 2007) los tropos paradigmáticos del documental de la memoria en primera persona se hacen mucho más patentes. Se inicia con el relato de un nuevo regreso a Chile para filmar y el siempre contradictorio encuentro, en términos emocionales, con el entorno familiar y con la sociedad chilena y sus medios de comunicación para los que nunca dejará de ser “la viuda de…”,27 para tomar después como eje central el acontecimiento traumático por excelencia: la muerte de su compañero en la casa clandestina de la calle Santa Fe. La exploración de los lugares en sus detalles y el diálogo con vecinos del barrio se mueven incesantemente entre el deseo de conocer detalles insignificantes quizá para la gran historia pero trascendentes para ella —cómo se salvó, quien la llevó al hospital herida— y la exploración del proceso de la memoria, de cómo esos eventos, lugares y personas modulan su identidad actual. Una operación similar en este movimiento entre el deseo de saber y el sentir en presente las huellas del pasado se encuentra en Decile a Mario que no vuelva (2007), del veterano cineasta uruguayo Mario Handler,28 quien regresa de su exilio en Venezuela, movido quizá por la urgencia de saldar cuentas pendientes antes de que su vida termine, para conocer los detalles de la experiencia de aquellos compañeros “que se quedaron” —soportando largos años de cárcel y tortura— y la forma en que unos y otros se enfrentaron física y psicológicamente a ella, para escuchar a los verdugos con el fin de comprender los mecanismos de la represión y también para pensarse a sí mismo frente a estos relatos, conjurando tal vez el sentimiento de culpa de haberse librado de dicha experiencia. El título del film recoge la frase de unos de sus amigos encarcelados, aquella que lo salvo de la represión pero que determina también de forma traumática su vida y su identidad presente, carente de una parcela de la historia y de una memoria que comparten los compañeros de generación a los que el film, en alguna medida, rinde homenaje sin nostalgias ni emociones impostadas.
Pero posiblemente sea el documental de la posmemoria —realizado por quienes no vivieron en primera persona el golpe traumático de las dictaduras pero cuyas vidas e identidades se vieron condicionadas inexorablemente por él— el protagonista indiscutible de la última década. Y la producción argentina, filmada por hijos de desaparecidos, es el lugar en el que el documental se ha mostrado más decidido a experimentar en sus lenguajes visuales y discursivos en este terreno.29 Dentro de ella, el largometraje de Albertina Carri, Los rubios (2003) supuso una verdadera conmoción que no sólo produjo una ingente producción escrita en torno al film dentro de Argentina,30 sino que ha se ha convertido en uno de los documentales más discutidos y analizados de los últimos años en la crítica y los estudios académicos especializados a nivel internacional. El trabajo de Albertina Carri —hija del sindicalista e intelectual Roberto Carri y Ana María Caruso, desaparecidos a manos del autodenominado Proceso de Reorganización Nacional cuando la directora tenía tres años— era una respuesta explícita a la producción documental testimonial hasta entonces imperante sobre la dictadura, especialmente aquella propiciada en el entorno de las asociaciones de hijos de desaparecidos, con las que Albertina no quiso nunca colaborar al no sentirse representada ni interpelada por ella.31 Su punto de partida era, frente a la memoria y el deseo de conocimiento, la experiencia determinante del no recuerdo —“yo no me acuerdo de nada”, repetirá como leitmotiv el film— y la sospecha sistemática sobre el valor del conocer, del saber qué ocurrió realmente.
Como forma de expresión de ambos principios fundacionales, la película experimentaba con todo tipo de recursos visuales y retóricas expositivas tendentes a la incertidumbre, la fragmentación y la autorreferencialidad: el sujeto de la cineasta escindido entre su cuerpo y su voz en la película y el doble en el que se proyecta, la actriz Analía Couceyro que, como nos dice la película en sus primeros minutos, interpretará a Albertina Carri en el film; el uso de la animación con muñecos playmobil para evocar los relatos imaginarios de la directora en torno a la ausencia de sus padres; la errática estructura de búsqueda que pareciera sumarse al recurso de la pesquisa en torno a la desaparición, pero que vulnera todas las expectativas al respecto; y la desconstrucción y muestra del proceso de producción del film que hibrida lo documental (los ensayos con Analía, la denegación de la ayuda económica del Instituto de Cine y Artes Visuales, INCAA, por “su falta de rigor documental”) y la autoficción (la actriz como Albertina en los trabajos preparatorios de la película). Así, la película renuncia a la reconstrucción histórica, a la denuncia de los culpables y también a la autorrepresentación como víctima para construirse desde la duda frente a la certeza y apostar por la representación y recreación de las fracturas, los vacíos y las contradicciones que se hallan implicadas en la construcción, siempre inestable y en proceso, de la identidad; una identidad sin duda marcada por el acontecimiento traumático, pero también por el cine en el que Albertina Carri encuentra otra familia que se autorrepresenta en la última y célebre secuencia de Los rubios: los miembros del equipo de la película se alejan del espectador ataviados con pelucas rubias. Pues como “los rubios” eran conocidos los Carri en el barrio, no porque fuera este el color de su pelo sino porque eran “diferentes”.
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Agarrando pueblo
(Carlos Mayolo y Luis Ospina, 1977)
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Entre los numerosos títulos de esta corriente temática y discursiva, dos películas producidas antes y después de Los rubios son relevantes como jalones de la misma: Papá Iván (María Inés Roqué, Argentina-México, 2000) y M (Nicolás Prividera, 2007). Papá Iván fue realizada por la hija de Juan Julio Roqué (conocido en la clandestinidad como Iván, fundador de las FAR en Córdoba y uno de los principales líderes de Montoneros), quien pierde a su padre con diez años y se exilia junto a su madre en México, país en el que gesta este documental que podría considerarse el primero filmado por un hijo de desaparecidos de la dictadura argentina.32 El relato en primera persona de la directora se inicia con la lectura de la carta que su padre les envió al entrar en la clandestinidad. Las palabras que papá Iván dejaba a sus hijos para que, en caso de su muerte, comprendieran las razones de sus decisiones vitales, nunca llegarán a paliar esa ausencia en la hija, que no busca en el film encontrar al héroe militante muerto. La película alterna el discurso intimista e introspectivo, escrito a caballo entre la epístola y el diario, con el testimonio bajo la forma de entrevistas a su madre y a compañeros de Montoneros, a quienes en ocasiones incomoda e instiga con las preguntas que aspiran a encontrar al hombre tras la máscara del militante, al padre que apenas recuerda a través de los detalles y gestos cotidianos que no están registrados en las memorias oficiales de la resistencia al régimen dictatorial. Y, como ocurrirá en Encontrando a Víctor (Natalia Bruschtein, México-Argentina, 2005), otro documental filmado por una hija de desaparecidos en la Argentina y criada en México,33 sobre el relato subjetivo en torno a la ausencia paterna planea también el desarraigo y la fractura impuesta por el exilio, otro parámetro de la identidad de las cineastas en tanto sujetos enunciadores, palpable en el mismo habla marcada por el país de acogida.
M es, por su parte, una suerte de respuesta a Albertina Carri y su aparente autismo respecto al papel sociopolítico y de acción en la esfera pública que este cine, para Prividera, aún está destinado a desempeñar. A diferencia de los casos anteriores, la causa de Marta Sierra, madre desaparecida de Nicolás Prividera, fue una causa menor, y por tanto desatendida, en los procesos de reconocimiento de víctimas de la dictadura, al no tratarse de una militante reconocida, y este es uno de los motores discursivos del film. El documental comparte rasgos estructurales y estilísticos con las películas anteriores: la escritura en primera persona, en ocasiones introspectiva y autorreferencial pero también irritada e iracunda en el caso de Prividera, el uso de imágenes de archivo familiares, la construcción fragmentaria y la estructura de búsqueda, a veces laberíntica y compleja, en torno a la historia de una ausencia. Pero en M prevalece el deseo de conocimiento y de lucha contra el olvido dentro de su generación, antes que el de autoexpresión individual, de construir una contra-memoria o posmemoria plural que desvele, tras los discursos oficiales de la resistencia montonera, los intersticios y zonas de sombra que la historia de Marta Sierra permitía iluminar.
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Agarrando pueblo
(Carlos Mayolo y Luis Ospina, 1977)
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El álbum de fotografías familiares que el documental contemporáneo ha compuesto en los últimos años se ha modulado y conjugado en otros registros que desvían su foco de la gran historia política y social de América Latina, aunque esta permanezca siempre como un sustrato. En 1994 se producían dos películas que anunciaban el giro del documental latinoamericano hacia la historia familiar y marcadas por un tono lúdico, irónico y reflexivo respecto a la tradición fílmica: El diablo nunca duerme (Lourdes Portillo, EEUU-México) y La línea paterna (José Buil y Marisa Sistach). En El diablo nunca duerme, paradigma, para muchos, del documental posmoderno,34 Lourdes Portillo hibridaba el thriller y el melodrama destilados en primera persona para rastrear, a través de un laberinto de chismes y secretos familiares, el misterio que rodea la muerte del tío Oscar, un rico hombre de la frontera cuyo ecosistema social también exploraba. La línea paterna componía su banda de imagen con las películas familiares rodadas por el abuelo del director en las primeras décadas del siglo XX, mientras la voice over de José Buil construía un relato que viajaba entre la historia familiar (y por extensión, del México rural de la época) y la historia de las propias imágenes, toda una reflexión en torno al dispositivo fílmico y su interacción/transformación de las relaciones en el espacio privado.
En la última década, las películas del director argentino Andrés di Tella se han convertido en referente ineludible del cine de lo real que aborda, en primera persona y bajo los parámetros más solventes del documental contemporáneo, la historia familiar. La televisión y yo (2002) articulaba en un relato de búsqueda, movilizado inicialmente por una fractura y ausencia en los recuerdos compartidos por su generación —los programas de la televisión argentina que el forzado exilio de su padre en 1966 le impidieron ver—, dos historias construidas a retazos que ofrecían un sinuoso fresco histórico de la Argentina en los tiempos de bonanza: la de Jaime Yankelevich, introductor de la televisión en Argentina y la de su abuelo, el empresario Torcuato di Tella, entre cuyos activos figuró la fabricación de televisores. Pero ambas se convertían en artefactos propios para explorar los procesos de conformación de la identidad y de la memoria individual en el contexto de la historia colectiva que se interroga sobre el proyecto naufragado del país. En Fotografías (2007) el lenguaje fílmico y los parámetros compositivos se sofistican y complejizan para rastrear en este caso las huellas de la figura materna, originaria de la India. Las fotografías de la madre en una vieja caja que su padre le entregó, los objetos personales exhumados del arcón del desván y las películas familiares operan como primeros nodos desde los que tejer una compleja red de referencias. Unas ligan Argentina con la India a través de historias familiares ajenas; otras, la memoria y los relatos en torno a su madre con los viajes reales de Andrés al país de origen de la familia materna; y finalmente, las películas que quiere rodar su hijo Rocco con dinosaurios y platillos volantes con las que filma Andrés o los “bollywoods” que produce un primo lejano hasta entonces desconocido. Todo ello será el sustrato de la fascinante reflexión sobre la identidad del cineasta, marcada por aquel temprano descubrimiento, durante el exilio de su padre en Gran Bretaña: en su rostro los demás veían un rasgo que nunca fue capaz de asumir, su condición de “hindú”. Pero esta será sólo una de las muchas piezas del puzle por las que el sujeto, en constante construcción, se piensa a sí mismo en el documental.
Cerraremos este recorrido incompleto y tentativo por los vericuetos tejidos entre la memoria y las historias familiares con un film que destila muchos de los tropos analizados y creemos, además, juega con nuestras expectativas como espectadores de la tradición que hemos intentado reconstruir. Nos referimos a La quemadura (René Ballesteros, Chile-Francia, 2009),35 un film de fascinante factura cuya sinopsis reza: “La madre del director se fue de Chile hace 26 años. Ni él ni su hermana la volvieron a ver. Desapareció en el silencio familiar, en el del padre y de la abuela que los crió. Su único rastro fue una pequeña biblioteca de la editorial Quimantú, libros prohibidos y quemados bajo la dictadura militar chilena. Los niños han crecido: él es documentalista; la hermana, archivista. Ahora van a intentar comprender, reparar, dar un cuerpo a la voz telefónica de la madre, para terminar con el hechizo del miembro fantasma de la familia”. Con estos mimbres, esperaríamos un nuevo relato en torno a las rupturas familiares provocadas por la dictadura, pero aunque el film nunca desvela las razones de la huida de la madre a Venezuela, todo apunta a que nada tuvieron que ver con la política. De nuevo nos encontramos ante un documental tejido bajo los parámetros del thriller posmoderno que practicara Lourdes Portillo en El diablo…, plagado de hilos de los que tirar y pistas que conducen a resoluciones inciertas de los secretos familiares y trazan un complejo laberinto que los protagonistas de la pesquisa recorren a través de los gestos y silencios de los que no quieren recordar, de las palabras de quienes sí lo hacen pero tienen poco que aportar a la historia y de la materialidad de las imágenes como únicas huellas de un pasado común que parecía feliz: las frágiles y deficitarias fotografías familiares que la hermana de René conserva y restaura como preciados tesoros.
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Estrellas
(Federico León y Marcos Martínez, 2007)
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4 A vueltas con la representación
Como decíamos al inicio, la existencia de una tradición posibilita el que las prácticas fílmicas dialoguen con su pasado y se giren sobre sí mismas, a veces de forma introspectiva y ensimismada, otras con vocación lúdica y reflexiva sobre el propio medio que las acoge. Esta última centrará nuestra atención en estas páginas finales.
El denominado falso documental, el fake, fue para el documental contemporáneo internacional desde los años ochenta un artefacto idóneo para desenmascarar, bajo la forma de la impostura, las convenciones y las retóricas por las que la representación documental lograba convencer al espectador de la veracidad de su discurso, y también recurso para la reflexión sobre ciertos topos temáticos y genéricos recurriendo al juego y la parodia. En la cinematografía latinoamericana no ha tenido tantos practicantes como en otras latitudes, pero tiene destacados ejemplos. Un tigre de papel (2007), último largometraje del cineasta colombiano Luis Ospina, cuya filmografía revela un incansable espíritu irónico, crítico y lúdico, relata la supuesta historia del también supuesto introductor del collage de las artes plásticas en Colombia, Pedro Manrique Figueroa. Recurre a la habitual intervención o reconstrucción de archivos fílmicos y documentales, la estructura de rigurosa investigación y a las entrevistas, testimonios en los que se mezcla lo que realmente ocurrió con minuciosos detalles y anécdotas sobre un personaje que es pura ficción, para propiciar un apasionante recorrido (desde 1934 hasta 1981, fecha en la que se pierde el rastro de Figueroa) por las relaciones entre el arte y la política en Colombia en vinculación con historia internacional del socialismo y el comunismo. “Cinéma Mentiré”, dice un inserto en la película, paródica referencia al cinéma vérité. Pero la película no pretende contar mentiras, sino proponer una reflexión microhistórica, desde la experiencia autobiográfica, sobre los sueños, las expectativas y las desilusiones de la izquierda colombiana. “En tiempo de confusión —nos dice su director en su página web—, los falsos documentales ayudan a desarrollar estrategias reflexivas que los convierten ya no en distintos de la ficción, sino en marcadores de realidad”, y así la figura de Pedro Manrique se convierte en un mecanismo para establecer conversaciones con el pasado en un tiempo presente y poner bajo sospecha cualquier práctica que pretenda crear realidades verdaderas.
En 1977 Luis Ospina junto a Carlos Mayolo filmaron un lúcido e irónico alegato contra la “pornomiseria” que caracterizaba la mirada del cine internacional sobre América Latina, titulado Agarrando pueblo. A su estela, el documental argentino Estrellas (Federico León y Marcos Martínez, Argentina, 2007) relata una peculiar aventura, la de una no menos insólita compañía de actores de una villa miseria. La empresa partía de la lúcida reflexión de su líder Julio Arrieta: son incesantes las visitas de grandes productoras internacionales buscando locaciones miserables en nuestros barrios, escenarios que después pueblan de “falsos pobres”, actores profesionales disfrazados que imitan nuestras vidas y de ello no sacamos ningún beneficio, demostremos que somos capaces de ser mejores actores que ellos. Y así los vemos, ingeniándoselas y luchando por poner en pie la compañía y mejorar sus capacidades profesionales y empresariales, discutiendo sobre la naturaleza del actor y la interpretación y demostrando, en suma, que los habitantes de las villas miseria y la favela son mucho más que sujetos sociales excluidos y víctimas inactivas ante el sistema. La película se presenta, así, como subversión del estereotipo del cine miserabilista y como una reflexión sobre la interpretación y la representación que, sin énfasis, convierte su discurso en autorreferencial.
Todo ello estaba ya anunciado en Babilonia 2000, documental ya citado del brasileño Eduardo Coutinho: todo brasileño llevaba un actor dentro, afirman varios de sus personajes en el film, y el director propiciaba los espacios y los escenarios para la expresión de dicha identidad larvada e invisible para el cine al uso. Pero la preocupación por la actuación y la representación de Coutinho alcanzará sus máximas cotas en el excepcional Jogo de cena (Juego de escena, 2008). El film se abre con un anuncio en el periódico solicitando candidatas para el casting de un documental, mujeres dispuestas a relatar su vida. Veintitrés serán las mujeres que veremos en el escenario de un teatro vacío siendo entrevistadas sucesivamente, sin más aditamentos ni transiciones, por el maestro Coutinho. Una tras otra contarán retazos de historias en torno al amor hacia el teatro y la interpretación, la maternidad o las relaciones paterno- filiales donde lo trascendente y lo trivial se entrecruzan en fluido y espontáneo diálogo con el cineasta. El espectador familiarizado con el cine brasileño reconocerá entre ellas algunos rostros muy conocidos junto a otros absolutamente anónimos, pero será incapaz de componer el puzle que asocia el cuerpo que habla con la historia que narra y juzgar si la emoción, la risa o las lágrimas surgen de la rememoración real o de la actuación. Porque además las historias se repiten y asistiremos a la magia por la que el mismo relato se encarna en diferente cuerpo y voz adoptando diversos matices, gestos y sentimientos. La película no nos desvela su trastienda —la recogida de testimonios reales y su virtual “guionización”, el reparto de los papeles, los ensayos con las actrices profesionales y amateurs—, pero tampoco su lenguaje es absolutamente transparente: en ocasiones la entrevista incluirá el potencial “descarte” de la toma en el que la actriz confiesa sus miedos antes de enfrentarse al famoso cineasta, en la cual muestra las lágrimas artificiales que llevaba preparadas en caso de no poder estar a la altura de las demandas emocionales del director. No obstante, el espectador cómplice del juego olvidará en muchas partes del metraje el artificio y se entregará al placer de la escucha de vidas ajenas. Por todo ello, Jogo de cena es posiblemente una de las mejores películas latinoamericanas de la década e inimitable, no sólo en sus presupuestos, sino por la capacidad de Coutinho de llevar adelante con tal solvencia una arriesgada empresa que apunta como pocas a los inciertos márgenes entre la ficción y la realidad a través del más paradigmático recurso del cine documental.
Podrían citarse algunos otros títulos donde el problema de la representación y la actuación planean en el discurso o en los recursos fílmicos y estéticos. Pero debemos concluir y lo haremos con el último film de la directora chicana Lourdes Portillo, una película modesta, juguetona y desenfadada titulada Al más allá (2008). En él, una supuesta documentalista —interpretada por la actriz Ofelia Medina— recorre las costas de Quintana Roo (México) en las que de cuando en cuando aparecen bultos sospechosos que desaparecen al poco tiempo y que los pescadores de la zona niegan recoger del agua o conocer su procedencia y destino, aunque todo apunta a que su contenido contribuye sustancialmente a su mísera economía de supervivencia. No hay mucho más que relatar de su contenido “documental” porque la gracia del film estará en la forma en que la supuesta directora conduce su pesquisa con su equipo, los guiños autorreferenciales que se establecen con el estilo inconfundible de Lourdes Portillo —“filma el cielo”, indicará al cámara la ficticia documentalista, signo que provocará la sonrisa en el espectador cómplice que recuerda los recurrentes cielos en rotundos contrapicados de sus películas anteriores— y la escena situada hacia el final del metraje donde el equipo discute acaloradamente sobre la naturaleza del documental. Así, Lourdes Portillo como otros muchos documentalistas latinos ha demostrado en los últimos años una concepción de la práctica documental sin parámetros preconcebidos ni corsés, capaz de ponerse en cuestión como forma de representación de la realidad pero al mismo tiempo siendo implacable en su compromiso (ético, político y social) para pensarla. |
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Una versión reducida de este ensayo se encuentra publicada en Weinrichter, Antonio (comp.) (2010), .Doc. El documentalismo en el siglo XXI, San Sebastián, Festival de San Sebastián.
2 El libro editado por Paranaguá, Paulo Antonio (ed.) (2003), Cine documental en América Latina, Madrid, Cátedra, es el mejor ejemplo de ello, al ser además la primera obra publicada en castellano que se propone reconstruir dicha tradición desde una mirada global.
3 Sobre este punto, puede verse Ortega, María Luisa (2008), El 68 y el documental en Cuba, “Archivos de la Filmoteca”, nº 59, junio, 75-91, especialmente 78-80.
4 Avellar, Jose Carlos (2003), Amanhã començou ontem/Demain a commencé hier, “Cinémas de l’Amérique Latine”, nº 11, 95-112.
5 Tomando el caso brasileño como ejemplo, podemos ver un crecimiento exponencial de los estrenos de documental en sala: 1 en 1996 y 2 en 1997; 23 en 2006 y 28 en 2007. Véase el anexo con los documentales brasileños estrenados en cine incluido en Consuelo Lins y Cláudia Mesquita (2008), Filmar o real. Sobre o documentário brasileiro contemporáneo, Río de Janeiro, Zahar.
6 Un iluminador texto sobre estos procesos en el caso norteamericano se halla en la introducción de Zimmermann, Patricia (2000), States of Emergency: Documentary, Wars, Democracies, Minneapolis, University of Minnesota Press.
7
Sobre Cine Ojo, véase Toledo, Teresa (comp.) (1995), Cine-Ojo. El documental como creación, Valencia, Filmoteca de la Generalitat Valenciana; y Brodersen, Diego y Eduardo A. Russo (comps.) (2007), Cine Ojo. Un punto de vista sobre el territorio de lo real, Buenos Aires, Ediciones Gráficas Especiales/BAFICI. Se halla en preparación un volumen monográfico coordinado por Eduardo A. Russo que verá la luz a lo largo de 2011.
8 Sundance sería el mejor ejemplo de cómo la etiqueta de cine independiente va decantándose hacia la legitimación de ciertos nombres y estilos del nuevo documental (aquel que no premia la Academia de Hollywood) desde mediados de los años ochenta. Algunos datos y reflexiones al respecto pueden verse en Ortega, María Luisa (2007), Espejos rotos. Aproximaciones al documental norteamericano contemporáneo, Madrid, Ocho y Medio/Documenta Madrid, especialmente 15-17.
9
El festival se organiza desde la asociación civil no lucrativa Documental Ambulante A.C., en colaboración con Canana (productora de García Bernal, Luna y Cruz), Cinépolis y el Festival Internacional de Cine de Morelia.
10
Un primer y lúcido balance fue realizado en Ricagno, Alejandro (2003), La vuelta de la revuelta/Le revolte remonte, “Cinémas de l’Amerique Latine”, nº 11, 48-66, y se ha venido produciendo una amplia literatura al respecto. Véanse, por ejemplo, Bustos, Gabriela (2006), Audiovisuales de combate. Acerca del videoactivismo contemporáneo, Buenos Aires, La Crujía, y De la Puente, Maximiliano y Pablo Russo (2007), El compañero que lleva la cámara. Cine militante argentino, Buenos Aires, Tierra del Sur, o el catálogo de colectivos, grupos y realizadores de documentales y audiovisuales de intervención política (1990-2006) incluido en Susana Sel (comp.) (2007), Cine y fotografía como intervención política, Buenos Aires, Prometeo.
11
Sobre Marta Rodríguez y estos proyectos, véase Cruz, Isleni, “Marta Rodríguez” en Paranaguá, op.cit., 206-213.
12
Sobre este cortometraje surgido del programa Vídeo nas aldeias, financiado por una ONG noruega, véase también el libro de Paranaguá, op.cit., 407-409.
13
Está producido por Ceibo Producciones, un colectivo de comunicadores e investigadores que han “elegido su oficio para molestar”. http://ceibo-producciones.blogspot.com
14 Sobre esta película, véase el análisis de Dagron, Alfonso Gumucio (2009), “Olhares desinibidos/Miradas desinhibidas” en Paranaguá, Paulo Antonio, Miradas desinhibidas. El nuevo documental iberoamericano, 2000-2008, Sociedad Estatal de Conmemoraciones Culturales.
15 El único libro dedicado, hasta el momento, al director, escrito por una de sus colaboradoras principales, es Lins, Consuelo (2004), Eduardo Coutinho-televisão-cinema e vídeo, Río de Janeiro, Jorge Zahar.
16 En su análisis del film, Jorge Ruffinellli señalará como su mejor valor la forma en la que Rulfo hace funcionar la película en dos niveles de representación, el realista (el hoyo perforado) y el simbólico (el hoyo que en lenguaje coloquial designa a la tumba). Cf. “En el hoyo” en Paranaguá, op.cit., 136-143.
17 En 1998 compitió por el Tiger Award en el Festival de Róterdam y obtuvo el Latin American Cinema Award en Sundance. Consiguió dos Ariel, a la mejor edición y la mejor opera prima, y otros galardones en los certámenes de La Habana, Cartagena y Guadalajara. El guion estaba co-firmado por Carlos Cuarón. Entre los trabajos de Carlos Marcovich como operador pueden destacarse El callejón de los milagros (Jorge Fons, 1995) y Comandante (Oliver Stone, 2003).
18 Véase un análisis más extenso del film en Elena, Alberto, “Gabriel Orozco, un proyecto fílmico documental” en Paranaguá, Paulo Antonio (ed.), Cine documental en América Latina, 440-442.
19
Véanse análisis más detallados del film en Avellar, Jose Carlos, Amanhã començou ontem/Demain a commencé hier, op.cit., y Carvalho, Luiz Fernando, “Rocha que voa” en Paranaguá, op.cit., 443-446.
20 Véase un análisis pormenorizado de la película en Tuñón, Julia, “Intimidades de Shakespeare y Víctor Hugo” en Paranaguá, Paulo A. (ed.), Miradas desinhibidas. El nuevo documental iberoamericano, 2000-2008, op.cit., 144-151.
21 João y su hermano, el también cineasta Walter, son hijos del banquero y diplomático Walter Moreira Salles.
22 João Moreira Salles ha sido el productor de varios films de Coutinho, como Babilônia 2000 (1999), Edifício Master (2002) y este film.
23 El film obtuvo el Premio DAAD en la Berlinale en 2009, entre otras menciones y galardones en diferentes certámenes latinoamericanos.
24 Huyssen, Andreas (2002), En busca del futuro perdido. Cultura y memoria en tiempos de globalización, México, Fondo de Cultura Económica.
25 Esto se aplica a las dos primeras partes del documental tripartito, “La insurrección de la burguesía” (1975) y “El golpe de Estado” (1977).
26 “Un país, una región, una ciudad, que no tiene documental, es como una familia sin álbum de fotografías”, es una frase recurrente en las entrevistas y conversaciones con el director. Citamos tal y como está recogida en Ruffinelli, Jorge (2001), Patricio Guzmán, Madrid, Cátedra, 8.
27 Carmen Castillo dedicará también una parte del metraje a reflexionar cómo se vio obligada a ejercer dicha condición (frente a cualquier otra identidad) por todo el mundo en los primeros años de su exilio en los actos que el MIR organizaba. A diferencia de Patricio Guzmán o de Mario Handler, Carmen Castillo comenzaría su carrera cinematográfica en el exilio en Francia, con El muro de Santiago (1983). En el momento del golpe de estado, Castillo trabajaba en el Palacio de la Moneda junto a Beatriz Allende, asesora del presidente.
28 Otro de los nombres importante del Movimiento del Nuevo Cine Latinoamericano autor de títulos emblemáticos como Elecciones (1967) y Me gustan los estudiantes (1968).
29 Sobre el documental argentino de la posmemoria, concepto acuñado y desarrollado para la memoria del Holocausto en Hirsch, Marianne (1997), Family Frame: Photography, Narrative and Postmemory, Cambridge, Harvard University Press. Véase la magnífica tesis doctoral, aún inédita, de Quilez, Laia (2010), La representación de la dictadura militar en el cine documental argentino de segunda generación, Tarragona, Universitat Rovira i Virgili.
30 Un ejemplo paradigmático de su impacto en la Argentina fue el debate suscitado por el film en el seno de la revista “Punto de Vista”, dirigida por Beatriz Sarlo, lanzado por el crítico texto de Kohan, Martín, La apariencia celebrada (abril, 2004), al que contestaría Macón, Cecilia, Los rubios o del trauma como presencia (diciembre, 2004) en la misma publicación con contra-réplica de Kohan. Una muestra de las reacciones en la crítica internacional puede verse en Ruffinelli, Jorge (2005), “Documental político en América Latina: un largo y corto camino a casa (década de 1990 y comienzos del siglo XXI” en Casimiro Torreiro y Josetxo Cerdán (eds.), Documental y vanguardia, Madrid, Cátedra-Festival de Málaga, 2005, 285-347.
31 Algunos títulos significativos del documental argentino sobre y/o hecho por hijos de desaparecidos serían: H.I.J.O.S. (Francisco Zinzer, Argentina, 2000), (h) historias cotidianas (Andrés Habegger, 2000), HIJOS, el alma en dos (Marecelo Céspedes y Carmen Guarini, 2002), Panzas (2000) y Che Vo Cachai (2002), ambos de Laura Bondarevsky, y Nietos (Identidad y memoria) (Benjamín Ávila, 2004).
32 En el mismo año Andrés Habegger, hijo de desaparecidos, realizaba en Argentina (h) historias cotidianas. María Inés Roqué es egresada del Centro de Capacitación Cinematográfica (CCC) de México, y este documental, de menos de una hora de duración, fue su película de graduación.
33 También egresada del CCC de México.
34 Véase, por ejemplo, Charles Ramírez Berg, Latino Images in Film. Stereotypes, Subversion and Resistance, Austin, University of Texas Press, 2002, capítulo ocho. Sobre este film y la filmografía anterior de Lourdes Portillo, véase Rosa Linda Fregoso (ed.), Lourdes Portillo. The Devil Never Sleeps and Other Films, Austin, University of Texas Press, 2001.
35 El film obtuvo el premio Joris Ivens, destinado a la mejor opera prima, en el prestigioso festival Cinéma du Réel en París, así como el primer premio de la competición internacional de Documenta Madrid en su edición de 2010, habiendo competido anteriormente en la Sección Oficial Internacional del BAFICI.
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