La muerte de Augusto Pinochet en diciembre de 2006 en el Hospital Militar de Santiago de Chile provoca reacciones encontradas en un país castigado no solo por una larga dictadura militar, sino por la impunidad de su responsable más notorio. Tras evadir los intentos de juzgarlo por delitos de lesa humanidad a nivel nacional e internacional, Pinochet fallece en su país a causa de un infarto de miocardio. Cuando su muerte es inminente, Perut + Osnovikoff (así firman sus obras) sacan las cámaras a la calle para registrar las reacciones populares. Nada de lo que muestran puede reducirse a un simple contraste entre pinochetistas y anti-pinochetistas, ni entre tristeza y júbilo. En medio del duelo, los primeros también celebran una especie de victoria, coreando “Y no se suicidó” en referencia al presunto final de Salvador Allende durante el asalto de las tropas de Pinochet a La Moneda en 1973. Los segundos, por su parte, festejan con un regocijo atenuado por las circunstancias de inmerecida dignidad que rodean a la muerte del dictador.
La película alterna escenas de actos multitudinarios con acercamientos extremos a ciertos individuos. Los rituales populares se muestran como espectáculos públicos cuyos protagonistas son tanto los sujetos participantes como el ejército internacional de camarógrafos televisivos reunido para recoger estas imágenes históricas. Entre éstos, en los espacios delimitados para periodistas a las puertas del hospital en las horas previas a la defunción, o en el balcón de prensa de la Escuela Militar del Libertador Bernardo O’Higgins, se instala la cámara del documental que nos ocupa. Cuando se separa de las demás, es para pasar del panorama general a extensos planos-detalle de los rostros y manos de los fervientes seguidores de Pinochet y, en menor medida, de sus oponentes. Por su exagerada cercanía, estos planos –que ya constituyen la marca estilística del cine de Perut + Osnovikoff– se asemejan a los del microscopio que, al mostrar de cerca los componentes de un espécimen, nos hacen perder la noción de la totalidad del organismo en cuestión. Las imágenes conminan a la mirada del espectador a penetrar en el espacio íntimo del sujeto –el interior de su boca, por ejemplo– y al hacerlo despojan de significado al acto público: el rezo del rosario, por ejemplo, se transforma en un gesto grotesco, en una hilera de dientes imperfectos, en unas finas arrugas rodeando unos labios pintados.
El documental se apoya en cuatro personajes cuyas historias se intercalan con las escenas de celebración y duelo de las multitudes. Otilia Carrillo es una vendedora de flores de papel que pierde el quiosco del cual provienen los exiguos ingresos con los que mantiene a su familia enferma. Ella culpa explícitamente a los gobiernos democráticos del infortunio, exponiendo sus circunstancias personales como ejemplo de una injusticia que no habría ocurrido durante el régimen de Pinochet. Juan González, un hombre de avanzada edad que preside la Asociación 11 de Septiembre, sufre una pérdida sobre todo afectiva: sus palabras y las fotos que adornan su casa hablan de una infatuación personal con Pinochet. Manuel Castro y Manuel Carrillo, ambos anti-pinochetistas, son mucho más marginales. Castro, un cuidador de coches alcohólico, es arrastrado a las celebraciones en estado de ebriedad; a medida que avanza la película se vuelve cada vez más incoherente y menos consciente del motivo de la celebración. Carrillo, un viejo militante socialista venido a menos, rememora su papel de testigo de la muerte de Allende. En todo momento, el film evita tomar partido, esquivando deliberadamente las referencias a los detenidos desaparecidos. No estamos ante un testimonio, sino ante una ventana desde la que solamente atisbamos retazos de la sociedad chilena en un momento histórico.
Mientras en la calle la cámara aparenta observar y transmitir de manera neutral, grabando con espontaneidad, luz natural y sonido ambiente, los cuatro individuos son sometidos a una meticulosa puesta en escena, a un complejo montaje y a un intermitente desacoplamiento e la imagen y el sonido. El espectador comparte la incomodidad con los personajes, especialmente durante los planos-detalle estáticos que registran los más mínimos movimientos nerviosos de sus caras mientras sus voces en off relatan sus más íntimos sentimientos. Otilia y Juan se presentan mayormente en sus entornos domésticos, como si formaran parte del decorado: ella con el rostro enmarcado por una de las coronas de flores que fabrica; él en el sillón de su salón, rodeado de figuritas de porcelana y retratos de Pinochet, tan inanimado como estos objetos. Manuel Castro y Manuel Carrillo, por el contrario, son filmados sobre todo en exteriores: el primero aparece a menudo frente a una pared amarilla y un auto estacionado, mientras el segundo se sienta en un desvencijado sillón ante su precaria chabola, variando su vestuario de una escena a otra. Con su disfraz de Papá Noel espera convertirse en “una amenaza para el Estado, vestido así” (de rojo), pero solo consigue que los turistas quieran retratarse con él. El énfasis en los cuerpos vivos, a cuyo patetismo y extravagancias se puede acercar la cámara tanto como desee el realizador, contrasta con el cadáver de Pinochet dentro del ataúd, cubierto por una barrera de cristal.
En 2009, el BAFICI realizó una retrospectiva de la obra de Perut + Osnovikoff. Entonces, Fernando Chiapussi escribió que los realizadores “hablan de una verdad difícil de admitir: una parte importante de la población chilena sigue justificando la dictadura” (Catálogo BAFICI, p.414). En 2011 regresaron para corroborar estas palabras con un documental que no propone imparcialidad: en La muerte de Pinochet, la facción pinochetista tiene historias mucho más interesantes y coherentes que contar. Se trata de un film donde los polos opuestos no son simplemente políticos: la política pone de manifiesto los contrastes entre documental y ficción, entre puesta en escena y registro espontáneo, entre vida y muerte, entre individuo y masa.
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