Ganadora del Premio Internacional de Comunicación Audiovisual Francisco Ayala, La mirada plural reúne una serie de ensayos de Santos Zunzunegui, catedrático de la Universidad del País Vasco, con el fin de meditar en torno al momento actual del cine.
La premisa es remontarse atrás en el tiempo, condición necesaria para pensar el presente. Lejos está la postura de Zunzunegui de tomar al pasado en forma nostálgica, como si todo tiempo pretérito fuera mejor. El autor nos advierte que esa lamentación en torno a la pérdida de influencia del cine en manos de la televisión o, actualmente, de lo “audiovisual”, ha sido durante largo tiempo, según el autor, el discurso habitual de muchos estudiosos del cine. La búsqueda que emprende Zunzunegui a lo largo de las páginas es aquello que distingue, lo singular, del arte cinematográfico: el flashback que propone se asienta en el deseo de encontrar las marcas identificatorias que se encuentran relativamente veladas en el período actual. Los ensayos presentados tienen como objetivo responder una pregunta: “¿Puede encontrarse algún ejemplo de autores y obras que, sin ignorar la situación en la que se encuentra hoy el cine, se planteen, de manera abierta, los problemas que trae consigo el encontrar fórmulas actuales para heredar la tradición, prolongándose de manera creativa?” (16). Heredar la tradición y alcanzar alianzas con las demás artes, es la respuesta que el autor plantea desarrollar en los textos.
“Nuevas visiones de viejos maestros” se titula la primera parte. Allí agrupa sus escritos en torno a varios realizadores, algunos de ellos olvidados, otros arduamente trabajados, que, a pesar de pertenecer al contexto del cine clásico, fueron y seguirán siendo modernos. Esta sección se inicia con un cineasta “casi clásico”: Gregory La Cava. Director que despreciaba los guiones cerrados, La Cava se caracterizó por la improvisación y auténticas reescrituras del material que se le entregaba. Las diferentes obras que este singular realizador emprendió en la RKO durante la década de 1930 le sirven a Zunzunegui para preguntarse sobre las “cuestiones de estilo”. Sin dar una respuesta definitiva, poco tiene que ver el estilo cinematográfico con el “estilo del hombre”, leyendo así las películas en clave biográfica, entonces éste no es sino “la manera irrepetible y singular mediante la que una obra se estructura tanto en su superficie sensible como en sus elecciones de significación” (36). El minimalismo lacaviano, sostiene Zunzunegui, apunta a borrar “cuidadosamente sus huellas dejando a su paso apenas un sutil movimiento del aire” (37), como si el arte del cine fuera no mostrarlo todo.
Un trabajo similar efectúa el autor al abordar, en el segundo escrito, la figura de Val Lewton. “Pasajes espectrales. El ciclo de terror de Val Lewton en la RKO (1942-1946)” no sólo le sirve para reflexionar en torno al “Cine B” de aquel estudio, sino también sobre los artistas que lo acompañaron (Jacques Torneaur o Robert Wise, por ejemplo). En ese sentido, su obra como productor se inscribe en una variante del mito del “cuerpo frankensteiniano”: para impulsar películas con magros presupuestos, el cineasta se vió obligado a “llevar a cabo múltiples operaciones de predación que alcanzan tanto al cuerpo de otros filmes como al de la cultura en general” (43). Parte de esa “predación” se encuentra en la utilización recurrente de las convenciones del relato victoriano de fantasmas y de obras radiales que habían acompañado los duros años de la depresión. Bajo esta idea, el cine de Val Lewton posee un doble movimiento: permite pensar lo fantástico en el cine como también lo fantástico del cine.
El tercer y cuatro maestro revisitado, es decir el tercer y cuarto ensayo, se refieren a Jean Renoir y Luis Buñuel respectivamente. El análisis de La Carrosse d’Or (Jean Renoir, 1952) le sirve a Zunzunegui para volver a uno de los tópicos del cine de Renoir: el uso del espacio. En ese sentido, por más que “finja edificar” otros discursos, toda película no habla más que de su propia y particular puesta en escena, en otras palabras, como afirma el autor, todo film nos invita a pensar de que no hay “otra realidad que la que se construye con los materiales alquímicos del simulacro” (60). En el recorrido por el cine de Buñuel el camino optado es similar. En ese ensayo, Zunzunegui se pregunta qué nos revela Buñuel del mundo más allá de la realidad: el director aragonés resulta ser el más radical de todos ya que su cine mira frontalmente la opacidad del mundo y al desvelar su horror, calla ante su misterio.
La segunda parte, “Utopías y desgarros”, tiene como protagonistas a Jean-Luc Godard y Bernardo Bertolucci. Al primero le dedica un ensayo “en tres movimientos” que se inicia con À bout de soufflé (1960) y culmina con las Histoire(s) du cinéma (1998). En el medio, el movimiento Allegro agitato e apassionato assai, lo dedica al Godard post mayo del ‘68. Al referirse a las Histoire(s)…, Zunzunegui piensa a dicha obra como “Monumento” debido a su dimensión y alcance: obra magna y total, este monumento puede ser visto como una personalísima enciclopedia del siglo XX. Al cine de Bertolucci, Zunzunegui lo hace dialogar con sus contemporáneos, analizando las primeras obras del italiano al calor político de la década de 1960. De este modo, se encuentran citas, alusiones y “conversaciones” con sus contemporáneos tanto de Italia como de Francia.
Bajo el título de “Extraterritoriales”, la tercera parte agrupa los ensayos dedicados a Aki Kaurismäki, Claude Lanzmann, la dupla Straub-Huillet y Manoel de Oliveira. Sin detenernos a mencionar cada ensayo, podríamos agruparlos en torno a las cualidades estilísticas que frecuentan todos estos autores: minimalismo expresivo, ruptura de formas, hacer ver y hacer escuchar el poder de la palabra, la memoria, la duración, son algunos de los tópicos que Zunzunegui considera en el recorrido sobre sus obras.
“De un observador lejano” es el título de la cuarta parte, en ella se aboca a los tres maestros del cine japonés. El recorrido va de Akira Kurosawa a Kenji Mizoguchi, deteniéndose previamente en Yasujiro Ozu. Mientras que con el primero, la discusión se plantea en torno a sus encuentros con el cine de occidente, el de Ozu es un ensayo que se concentra en el proceso de depuración formal-conceptual, observando cómo el maestro nipón convertía ideas en imágenes y éstas se depuraban film tras film, alcanzado una fusión entre lo sensible y lo intangible. Por último, con Mizoguchi el punto de análisis se encuentra en el “plano sostenido”, es decir, el uso del plano secuencia que el japonés sitúa como base estilística. El trayecto analítico que Zunzunegui propone para este realizador se centra en el pasaje de la “pequeña forma” (del plano secuencia) a la grande: el tejido de los diferentes planos –y en ellos los espacios– crean capas de profundidad que, “como una “estructura hojaldrada” (202), conforman el film.
Finalmente, en la quinta y última parte, “Cuestiones de teoría”, Zunzunegui aporta diferentes debates para comprender los diversos modos de entender y discutir el cine desde la segunda mitad del siglo pasado. Repasa así algunas de las posturas de las Nuevas Olas en torno a los nuevos realismos (el Free Cinema) y los aportes de Cahiers du cinéma (sobre todo la política de los autores). También las implicancias del Festival de Pesaro y el surgimiento de la “nueva crítica” que traerá al cine las influencias del marxismo, el estructuralismo y el psicoanálisis, como también de la semiología y la semiótica. Mención aparte merece el trabajo de Gilles Deleuze en torno a la “idea del cine”, a quien se le dedica un capítulo.
A lo largo de los diferentes ensayos, el autor retoma los aportes y particularidades del cine clásico, moderno y contemporáneo. Claramente, al plantearse tal ambicioso objetivo, Zunzunegui está lejos de buscar respuestas concretas a sus inquietudes. El libro en su totalidad, aunque sería deseable una mayor conexión entre sus capítulos, busca dar un impulso que amplíe y extienda el alcance y profundidad del debate alrededor de la pregunta por la actualidad del cine. |