Una
precisa descripción de planos puede más que mil imágenes. Hacer
filosofía del cine, o un estudio del cine que nutra a la reflexión
filosófica, es un logro original, pero Cine y percepción de lo real
es mucho más que eso. Edgardo Gutiérrez indaga en algunas problemáticas
comunes a todo el cine, buceando por la ontología tantas veces llamada
a cuento desde André Bazin, pero pocas veces estudiada llana y, sin
embargo, profundamente tomando “partido por la inmanencia” (23).
Gutiérrez no aborda específicamente el “cine documental” pero sí a
problemáticas que lo acosan, o a las que acosa, recuperando conceptos y
autores que por ser característicos de la filosofía o la historia del
siglo XX (Sigfried Kracauer, Maurice Merleau-Ponty, Gilles Deleuze) no
dejan de echar luz sobre los debates que involucran al cine y lo real.
El autor —Doctor en Filosofía por la Universidad Nacional de Córdoba,
docente de las facultades de Filosofía y Letras (Universidad de Buenos
Aires), Arte (Universidad Nacional del Centro de la Provincia de Buenos
Aires) y el Instituto Universitario Nacional de Arte— hace partir su
estudio de la tesis: “la virtud del hacedor no consiste en saber contar
cuentos con oficio, sino en saber mostrar el mundo en su más pura
materialidad” (22). En el desarrollo de los siete capítulos del libro
desgrana esta afirmación metódica, suave pero contundentemente,
poniendo bajo la lupa la problemática relación entre eso que llamamos
“cine” y lo que entendemos por “mundo”.
Los dos primeros capítulos los dedica al estudio teórico de los
términos con el auxilio de Merleau-Ponty, Deleuze y Pier Paolo
Pasolini, de quien puede retomar la vieja cuestión desbrozada por el
italiano entre cine de “prosa” y de “poesía” (distinción utilizada
productivamente en el último apartado para el estudio del cine
argentino). Luego se consagra a tomar obras maestras del cine que
tienen mucho para decirle a la filosofía y a los filósofos: en el
tercer y el cuarto capítulo indaga en los universos construidos y
reflexiones pergeñadas por Andrei Tarkovsky en Solaris y Stanley Kubrick en La naranja mecánica.
Por otra parte, en el quinto y el sexto texto, se examina la
problematización de los principios de la civilización europea a través
de aquellos que han realizado una “etnografía autocrítica”, Peter
Greenaway y Werner Herzog, “el que dirige la mirada hacia el interior y
el que la dirige hacia el otro” (23). Por último el capítulo que cierra
el trabajo está dedicado al estudio del cine argentino a propósito de Los muertos (2004) de Lisandro Alonso. La búsqueda de lo propio, en la tierra propia, con ojos y oídos propios
es el camino que toma Gutiérrez para desentrañar, o al menos aclarar en
algo, el interrogante sobre la afirmación siempre suspendida de lo que
significa “cine argentino”. La valía del libro, o una de ellas,
está en el hecho de recuperar sin ambages el estudio de la “percepción
de la cosa en sí misma” y la producción de las imágenes —en tiempos
aciagos para todo aquel que ose mencionar la palabra “realidad” cuando
habla de representaciones cinematográficas—. En el extremo de la
relación entre realidad y representación se encuentra el maestro ruso:
“el cine-ojo del precursor Vertov habría sido el primer paso, el primer
instrumento de la materia para filmarse a sí misma. Un cine que muestra
cada porción de la materia desde cada porción de la materia. Un cine no
antropocéntrico” (33). En ello reside una de las claves en la que no
han reparado la gran mayoría de los estudios de cine, sus indagaciones
han estado profundamente pregnadas de un antropocentrismo acérrimo que
no les permite siquiera considerar que en el cine no se trata sólo de
“punto de vista”, que las inflexiones de la naturaleza se hacen
presentes. Presente en Vertov, como en todos los demás aunque el
antropocentrismo siga tirando fuerte. Gutiérrez indaga en esas
inflexiones que hacen a la conjunción materia-imagen en el terreno en
que la autoridad del realizador se diluye con los imperativos de lo
real.
Por otra parte, pero relacionado a lo anterior, el autor indica que “en
lo ordinario de la vida tendemos a perder de vista el valor estético de
tal mundo, tendemos a perder de vista la percepción no conceptual”
(46). Eso “insignificante”, usando términos pasolinianos, es lo que
está cargado de significaciones: el cine permite detenernos en formas y
sensaciones que devienen de esa “percepción no conceptual”,1
de aquello que no es mediado por las convenciones. A diferencia de la
pintura, el cine podría darnos imágenes de lo real, allí en el terreno
en que el realizador pierde pie y porción de dominio. A lo largo
de los siete capítulos Gutiérrez nos guía por los senderos de sus
reflexiones sobre la percepción y el cine con el coraje del erudito que
conoce bien el campo en el que está parado y no hace alarde de ello.
Cuando algunos sólo dan giros él avanza y dice sin vergüenza, “mundo
puro de la percepción”, “cine que describe, que muestra lo que es”,
“imagen directa de una geografía natural y humana” (105); y todo ello
en una misma página en el capítulo en que habla sobre cine argentino.
Ojalá hubiese más Gutiérrez(s) en el área de los estudios de cine, que
no le tengan miedo o asco a la cita de Kracauer: “el arte de una
película proviene de la capacidad que tenga el creador para leer el
libro de la naturaleza” (106). Así finaliza Cine y percepción de lo real.
|
1 Eso,
por ejemplo, puede ser percibido en las imágenes del mejor Herzog: “(…)
en la materialidad de esas imágenes ópticas y sonoras puras de la
naturaleza –apunta Gutiérrez–, y en las imágenes en las que nos mira la
mansedumbre de los pobladores originarios de América, en lo que reside
el auténtico valor de esas obras, no en las palabras ni en los
pensamientos” (96).
|