Vueltas de manivela. Recuerdos de un cazador de imágenes


Por Félix Mesguich

Traducción de Soledad Pardo


Mesguich

Carta-Prefacio de Louis Lumière


¿Cómo podría yo, mi querido Mesguich, rechazar el testimonio de estima que, por el contrario, le otorgo con gran alegría al presentarles a los lectores esta colección de recuerdos tan pintorescos y vivos?

Usted fue, no lo olvido, uno de nuestros primeros colaboradores cuando se trataba de dar a conocer el pequeño molino de imágenes que había nacido en Monplaisir; y recuerdo su entusiasmo, cuando lo vi partir con el aparato para tomar vistas bajo el brazo, hacia esa nueva y original cruzada que fijó su destino.

Evocar los comienzos del cinematógrafo, con los cuales usted estuvo fuertemente     involucrado, me ha permitido regresar a un pasado ya lejano. ¡Qué contraste sorprendente, si nos trasladamos a aquel fin de año de 1895, entre el modesto subsuelo del Grand Café, donde nuestro viejo amigo Clément Maurice se desvivía por asegurar el éxito de aquello que no era por entonces sino una simple curiosidad, y los palacios magníficos donde se presenta actualmente para miles de espectadores, cautivados por este arte nuevo que ha alcanzado un lugar tan grande en la vida moderna! Yo mismo estaba al principio bien lejos, lo admito, de presentir la fuerza atractiva que debían ejercer sobre las masas las proyecciones animadas.
Usted me ha procurado el agradable placer de hacer con el pensamiento un viaje por el mundo. No dudo que todos aquellos que lean esta obra tendrán, como yo mismo, el más vivo interés por seguirlo en sus excursiones y vivir con usted los múltiples y curiosos incidentes de ruta de los cuales ha sido a menudo el principal y valiente actor. De su libro se desprende una bella lección de energía. Este volumen merece el gran éxito que le deseo de todo corazón.
Louis Lumière

Prólogo
A veces se habla de vocación. Fue el azar quien decidió la mía, el azar de una relación familiar y también la coincidencia de que había sido liberado del servicio militar cuando la invención de los hermanos Lumière, puesta a punto a fines del año 1895, comenzaba su desarrollo, un desarrollo tímido al principio pero que no se detendría.
Haber sido uno de los modestos artesanos, en una época en la que nadie podía prever semejante amplitud, haber sido el alumno atento de los inventores y haberme consagrado con toda mi alma al trabajo que elegí, me da cierto orgullo.
Fue de modo imprevisto, por ende, como fui lanzado a la carrera cinematográfica.
Otros preparan su camino desde su infancia. Para mí, nada debía atraer mi juventud hacia lo que determinó mi destino, ya que el cine era desconocido en aquel entonces. No es la linterna mágica de nuestros padres, primera idea de la proyección, la que podía desarrollar tal ambición. En esa época apenas imaginábamos que, inerte y sin relieve, gracias al descubrimiento de los hermanos Lumière, ella se animaría y adquiriría esa condición indispensable en toda vida: el movimiento.
Evocando la existencia agitada, pero rica en visiones y sueños, que he vivido a través del vasto universo, pienso que no eran solamente las imágenes que desde sus comienzos el cine ponía en acción, sino también los operadores encargados de aprovisionarlo.
Entre ellos, yo fui uno de los primeros.
Cuando veo cómo se transformó la misión del “cazador de imágenes”, no puedo dejar de pensar en el pasado. La velocidad de las comunicaciones ha encogido el mundo y, si admiro la importancia de los medios que disponen mis sucesores de hoy en día, también pienso, sin ninguna amargura, que diré lo mismo con cierto placer, y tal vez con cierto orgullo, de mi vida de antaño.
¡Ah! cuando nos poníamos en marcha por alguna esquina aislada y lejana de nuestro planeta, no llevábamos acompañantes. No era una expedición. Ninguna otra ayuda más que los pocos empleados contratados en el lugar, en condiciones a veces difíciles. Me recuerdo por montes y valles, en países desconocidos, cargando mi pesado trípode y esa rueda mágica con la cual “rodé” en todas las latitudes y puse en vidriera al mundo en las películas.
¡Solo! Sí, estaba solo, o casi. Tenía que pensar todo, preparar el itinerario, buscar el alojamiento, transportar los accesorios, encontrar los temas, tomar las vistas, revelar los negativos, fijar los positivos y, frecuentemente, ejecutar la proyección.
Época mal conocida, tiempos heroicos, en los cuales no puedo pensar sin conmoverme.
¡Era joven, y tenía fe!
Y si alguna vez durante esos años -que no vinieron sin duras pruebas- me atacó, si no una duda, al menos una cierta inquietud por el porvenir de ese arte nuevo al cual me había vinculado, no fue más que una debilidad pasajera que no tardó en desaparecer.
Volvía a empezar con más entusiasmo.
Atravesé todos los mares y, como el judío errante, caminé sin cesar por todos los continentes; pero mientras éste último conservaba para sí mismo, como alimento de su sueño interior, la visión de los espectáculos siempre renovados que le ofrecía el universo, mi ambición ha sido guardarlos en mi caja de imágenes para que otros hombres, hermanos míos, sientan toda su belleza y participen de mis emociones.
Viajero incansable, contemplé los más bellos paisajes y me incliné sobre los vestigios más representativos de las antiguas civilizaciones. Poetas y literatos escribieron volúmenes sobre sus temas. Mi tarea estaba limitada por el objetivo. La misma consistía, simplemente, en fijar los aspectos fugaces del mundo, a medida que mi cámara – a dieciséis imágenes por segundo- las registraba al ritmo de mis peregrinaciones.
Intentando reconstruir todo ese pasado, no disimulo en absoluto las dificultades de esta tarea: la manivela siempre me resultó más familiar que la pluma, y tengo la sensación de que me resultaría más fácil dar la vuelta al mundo otra vez que describir los zigzags de mis viajes. Tal vez sea incapaz de revivir los episodios en su vivacidad primera, con mis sorpresas, mis entusiasmos y mis conmociones, pero el deseo me tienta a hacer la prueba.
Leyendo últimamente la Historia del Cinematógrafo de mi amigo Michel Coissac,1 obra sumamente documentada, me llamó la atención el siguiente párrafo: “Cuando, cómodamente instalado en un sillón, ve desfilar sobre la pantalla las más variadas escenas que los audaces y valientes operadores fueron a fijar sobre el film a la jungla, la sabana o la soledad congelada de las regiones polares, el espectador se toma la molestia de reflexionar sobre toda la paciencia y resistencia que hizo falta para llevar a buen término ese trabajo, y los asiduos visitantes de las salas de cine no serán los últimos en sorprenderse al ver allí los peligros a los cuales exponen ciertas tomas de vistas”.
Voy a esforzarme por mostrárselos.
La pasión de la profesión lleva a imprudencias audaces de las cuales sería vano enorgullecerse, porque en el momento no somos conscientes de ellas. Más tarde, cuando nos “damos cuenta” de las mismas, notamos los riesgos que tomamos.
Pero al transportar a mi lector treinta y siete años atrás no tengo la única intención de ligarlo a mis alegrías o infortunios, ni tampoco a los peligros que pude afrontar, en los cuales la salvación vino a veces de un poco de suerte. Quisiera simplemente evocar para él numerosas escenas que tocan la historia o tienen originalidad, que matan cada día un poco más el progreso de la civilización.
Pero, al hacer de esta manera el balance de una larga carrera, llego a veces a preguntarme: “¿mi tarea ha sido, al menos, útil?” Con seguridad, creo poder responder hoy en día afirmativamente, porque pude revelar en su “forma visual” a toda una generación los paisajes de nuestro planeta y las costumbres de sus habitantes más lejanos, en su exacta realidad, algo que nadie había hecho hasta ese momento.

Aquellos que me lean hasta el final, verán de cuantos films actuales los míos han sido precursores.
No sin emoción voy a proceder a segmentar la larga cadena de recuerdos de “mi vida vagabunda”. Encontré postales enviadas a los míos, documentos recogidos en el lugar, algunas cartas de embajadores extranjeros, mi vieja libreta militar -con sus hojas recubiertas de múltiples sellos consulares- y también algunos diarios de ruta, desgraciadamente muy incompletos.
Esas páginas amarillentas me ayudarán a realizar el “montaje” de esos primeros reportajes cinematográficos, que deseo “soldar” entre sí, en un relato breve pero fiel.

-------

1 Histoire du cinematographe, Editions du cineopse, París, 1925.