Prólogo
A veces se habla de vocación. Fue el azar quien decidió la mía, el azar
de una relación familiar y también la coincidencia de que había sido
liberado del servicio militar cuando la invención de los hermanos
Lumière, puesta a punto a fines del año 1895, comenzaba su desarrollo,
un desarrollo tímido al principio pero que no se detendría.
Haber sido uno de los modestos artesanos, en una época en la que nadie
podía prever semejante amplitud, haber sido el alumno atento de los
inventores y haberme consagrado con toda mi alma al trabajo que elegí,
me da cierto orgullo.
Fue de modo imprevisto, por ende, como fui lanzado a la carrera cinematográfica.
Otros preparan su camino desde su infancia. Para mí, nada debía atraer
mi juventud hacia lo que determinó mi destino, ya que el cine era
desconocido en aquel entonces. No es la linterna mágica de nuestros
padres, primera idea de la proyección, la que podía desarrollar tal
ambición. En esa época apenas imaginábamos que, inerte y sin relieve,
gracias al descubrimiento de los hermanos Lumière, ella se animaría y
adquiriría esa condición indispensable en toda vida: el movimiento.
Evocando la existencia agitada, pero rica en visiones y sueños, que he
vivido a través del vasto universo, pienso que no eran solamente las
imágenes que desde sus comienzos el cine ponía en acción, sino también
los operadores encargados de aprovisionarlo.
Entre ellos, yo fui uno de los primeros.
Cuando veo cómo se transformó la misión del “cazador de imágenes”, no
puedo dejar de pensar en el pasado. La velocidad de las comunicaciones
ha encogido el mundo y, si admiro la importancia de los medios que
disponen mis sucesores de hoy en día, también pienso, sin ninguna
amargura, que diré lo mismo con cierto placer, y tal vez con cierto
orgullo, de mi vida de antaño.
¡Ah! cuando nos poníamos en marcha por alguna esquina aislada y lejana
de nuestro planeta, no llevábamos acompañantes. No era una expedición.
Ninguna otra ayuda más que los pocos empleados contratados en el lugar,
en condiciones a veces difíciles. Me recuerdo por montes y valles, en
países desconocidos, cargando mi pesado trípode y esa rueda mágica con
la cual “rodé” en todas las latitudes y puse en vidriera al mundo en las películas.
¡Solo! Sí, estaba solo, o casi. Tenía que pensar todo, preparar el
itinerario, buscar el alojamiento, transportar los accesorios,
encontrar los temas, tomar las vistas, revelar los negativos, fijar los
positivos y, frecuentemente, ejecutar la proyección.
Época mal conocida, tiempos heroicos, en los cuales no puedo pensar sin conmoverme.
¡Era joven, y tenía fe!
Y si alguna vez durante esos años -que no vinieron sin duras pruebas-
me atacó, si no una duda, al menos una cierta inquietud por el porvenir
de ese arte nuevo al cual me había vinculado, no fue más que una
debilidad pasajera que no tardó en desaparecer.
Volvía a empezar con más entusiasmo.
Atravesé todos los mares y, como el judío errante, caminé sin cesar por
todos los continentes; pero mientras éste último conservaba para sí
mismo, como alimento de su sueño interior, la visión de los
espectáculos siempre renovados que le ofrecía el universo, mi ambición
ha sido guardarlos en mi caja de imágenes para que otros hombres,
hermanos míos, sientan toda su belleza y participen de mis emociones.
Viajero incansable, contemplé los más bellos paisajes y me incliné
sobre los vestigios más representativos de las antiguas civilizaciones.
Poetas y literatos escribieron volúmenes sobre sus temas. Mi tarea
estaba limitada por el objetivo. La misma consistía, simplemente, en
fijar los aspectos fugaces del mundo, a medida que mi cámara – a
dieciséis imágenes por segundo- las registraba al ritmo de mis
peregrinaciones.
Intentando reconstruir todo ese pasado, no disimulo en absoluto las
dificultades de esta tarea: la manivela siempre me resultó más familiar
que la pluma, y tengo la sensación de que me resultaría más fácil dar
la vuelta al mundo otra vez que describir los zigzags de mis viajes.
Tal vez sea incapaz de revivir los episodios en su vivacidad primera,
con mis sorpresas, mis entusiasmos y mis conmociones, pero el deseo me
tienta a hacer la prueba.
Leyendo últimamente la Historia del Cinematógrafo de mi amigo Michel Coissac,1
obra sumamente documentada, me llamó la atención el siguiente párrafo:
“Cuando, cómodamente instalado en un sillón, ve desfilar sobre la
pantalla las más variadas escenas que los audaces y valientes
operadores fueron a fijar sobre el film a la jungla, la sabana o la
soledad congelada de las regiones polares, el espectador se toma la
molestia de reflexionar sobre toda la paciencia y resistencia que hizo
falta para llevar a buen término ese trabajo, y los asiduos visitantes
de las salas de cine no serán los últimos en sorprenderse al ver allí
los peligros a los cuales exponen ciertas tomas de vistas”.
Voy a esforzarme por mostrárselos.
La pasión de la profesión lleva a imprudencias audaces de las cuales
sería vano enorgullecerse, porque en el momento no somos conscientes de
ellas. Más tarde, cuando nos “damos cuenta” de las mismas, notamos los
riesgos que tomamos.
Pero al transportar a mi lector treinta y siete años atrás no tengo la
única intención de ligarlo a mis alegrías o infortunios, ni tampoco a
los peligros que pude afrontar, en los cuales la salvación vino a veces
de un poco de suerte. Quisiera simplemente evocar para él numerosas
escenas que tocan la historia o tienen originalidad, que matan cada día
un poco más el progreso de la civilización.
Pero, al hacer de esta manera el balance de una larga carrera, llego a
veces a preguntarme: “¿mi tarea ha sido, al menos, útil?” Con
seguridad, creo poder responder hoy en día afirmativamente, porque pude
revelar en su “forma visual” a toda una generación los paisajes de
nuestro planeta y las costumbres de sus habitantes más lejanos, en su
exacta realidad, algo que nadie había hecho hasta ese momento.
Aquellos que me lean hasta el final, verán de cuantos films actuales los míos han sido precursores.
No sin emoción voy a proceder a segmentar la larga cadena de recuerdos
de “mi vida vagabunda”. Encontré postales enviadas a los míos,
documentos recogidos en el lugar, algunas cartas de embajadores
extranjeros, mi vieja libreta militar -con sus hojas recubiertas de
múltiples sellos consulares- y también algunos diarios de ruta,
desgraciadamente muy incompletos.
Esas páginas amarillentas me ayudarán a realizar el “montaje” de esos
primeros reportajes cinematográficos, que deseo “soldar” entre sí, en
un relato breve pero fiel.
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