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En la XXIII edición del Festival de Cine de Lima (FIC), celebrado en agosto de 2019, un grupo de largometrajes documentales indagó en diversos personajes clave de la izquierda peruana, revisitando contextos sobre la opresión, dirigencia y lucha social en los años 60 y 70. De ese grupo, comentaré El viaje de Javier Heraud (Javier Concuera, 2019), Hugo Blanco, río profundo (Malena Martínez Cabrera, 2019) y Tempestad en los Andes (Mikael Wiström, 2014)1. Al apostar por tramas que proponen una revisión histórica, estos documentales actualizan un pasado de justicia social que los discursos oficiales republicanos han demonizado desde hace mucho tiempo. Esta estigmatización fue acentuada aún más tras la catástrofe que significó el conflicto armado interno (CAI) y el surgimiento de Sendero Luminoso.
Oficialmente, se considera que el CAI tuvo lugar desde fines de los años 70 hasta el 2000, entre el grupo marxista-maoísta-leninista Sendero Luminoso y fuerzas militares y paramilitares comandadas por el Estado. Esta guerra declarada por Sendero Luminoso tuvo lugar mayormente lejos de Lima, en los Andes y en la Amazonía. En ésta también participaron poblaciones campesinas que se organizaron y se defendieron, sufriendo sus propias fracturas2. El costo social fue de más de 69.000 muertos y desaparecidos, la mayoría de los cuales pertenecían a poblaciones rurales y quechuahablantes andinas.
En sintonía con un ambiente cultural que desde Lima buscó hacer inteligible una guerra que la capital poco conocía, una creciente producción documental desde inicios del 2000 propuso imaginarios que abrieron grietas a la paz neoliberal de los gobiernos post-CAI. Surgieron documentales que reconstruyeron los hechos más cruentos sobre la guerra, siguiendo un discurso de defensa por los derechos humanos y subrayando el continuum de las desigualdades sociales (raciales, de clase y de género) que el CAI puso a flote. A esta línea temática se unió una mirada más personalizada que desafió lecturas simplistas, rígidas y polarizadas sobre la guerra3.
Veinte años después del CAI, una producción documental independiente de corte activista presenta una temática más variada que aborda las injusticias del presente desde distintos enfoques. Frente a esta diversidad, los documentales reseñados aquí plantean lo siguiente: un enfoque generativo sobre el pasado, por el cual éste no es visto como una condenada herencia nacional que debe ser superada para salvar el presente, sino como un periodo del cual recuperar una vertiente de cambio social que fue distinta al fundamentalismo y a la tendencia genocida de Sendero Luminoso. De ese modo, estos documentales retoman, con un enfoque mucho menos épico, un cine activista de los 60 y 70 (de breve desarrollo) que reivindicó un momento de refundación nacional en su tiempo, como fueron las tomas de tierra y el fin del latifundismo en el campo. Esta crítica se centrará en esta perspectiva generativa sobre el pasado que los documentales mencionados proponen en sus diversas expresiones formales y narrativas, así como en las audiencias que convocan.
El viaje de Javier Heraud cuenta la vida del poeta limeño Javier Heraud, nacido en 1942, quien a los 21 años murió acribillado en la selva peruana durante su primera acción guerrillera como miembro del Ejército de Liberación Nacional. Su historia se narra a través de su sobrina nieta, Ariarca, cuya participación propicia el encuentro de dos generaciones, una joven, encarnada por ella misma, y otra, contemporánea del tío, compuesta por familiares, amigos, camaradas y testigos de sus últimos días. Además de las conversaciones de Ariarca con estos personajes, otro hilo narrativo lo constituye una voz en off masculina que lee poemas de Heraud. Junto al estilo conversacional y al aspecto literario, el documental acude a una serie de elementos visuales que, a través de las conversaciones mencionadas, despliegan aspectos íntimos sobre la vida del protagonista, como fotografías, zapatos, cartas y retazos de poemas, y pinturas que Ariarca realiza para sintetizar lo aprendido.
Sin embargo, este dinamismo multimedia no genera un mayor vuelo narrativo que eche otras luces sobre el aura ya existente en torno al poeta-guerrillero, sobre todo para el imaginario limeño de clase media. Este vuelo al ras se expresa en el título. “El viaje” responde a la trayectoria de vida de Heraud que el filme recrea linealmente. A esta técnica, que en un documental biográfico se hace previsible, se suma un tono melancólico. Éste se manifiesta en la predominancia de colores fríos y tenues, en una musicalización que es dramática y notable pero reiterativa, así como en la recreación de una Lima anclada en la imagen criolla de esos años y muy poco parecida a la abigarrada del presente. Tanto la narración lineal como el estilo adquieren brevemente un ritmo más agitado al aproximarnos al segmento histórico del Heraud guerrillero, en el cual se narra su paso por Cuba, donde estudió cine y alimentó su pasión por la justicia social. Sin embargo, la película no amplía estos aspectos más politizados de la vida del protagonista, perdiendo la oportunidad de abrirse a otros cauces menos nostálgicos para narrar el pasado y establecer una conexión clara con las urgencias del presente. Con ello, pierde también la oportunidad de brindar un relato diferente a las generaciones jóvenes, con el cual perturbar a la figura mítica de Heraud construida por los miembros de su generación. En ningún momento del documental deja Heraud de ser el héroe romántico, sin defectos, dudas o contradicciones.
Cabe destacar dos escenas que sugieren algunas claves para criticar la memoria que ésta misma reproduce. En una conversación entre Ariarca y Héctor Béjar (también exguerrillero), este último reflexiona sobre su generación: «Éramos chicos educados para los libros». Esa diferencia de clase también se deja ver cuando Béjar señala que, al apostar por las armas, pretendieron ‘convencer’ a las comunidades campesinas, que ya estaban en plena lucha por la tierra, para que las tomasen. El comentario de Béjar es elocuente sobre las paradojas de un sector de la izquierda de esos años: se trató, por un lado, de acompañar al movimiento campesino, pero, por otro lado, de liderarlo. Esto que ha sido un problema dentro de cierto sector, en relación con las causas populares que se propusieron defender, se deja sin cuestionar en el documental. En la misma conversación, Béjar expresa el compromiso personal de cuidarse «de no hacer nada que pueda perjudicar la memoria de ellos», sus compañeros fallecidos. En otro momento, la esposa de un fotógrafo que registró la escena del asesinato de Heraud refleja esa ética. Le explica a Ariarca que su deseo antes de morir es quemar los negativos no revelados sobre la tragedia. Señala: «Ésas son las armas que ellos traían, para qué las voy a exhibir, para que me los juzguen de guerrilleros». Estas dos escenas son desaprovechadas para indagar en el sentido de heroicidad que promueve el documental y ofrecer una reflexión metafílmica del género como constructor de una memoria.
En términos de la audiencia, la circulación del documental en el Perú ha sido principalmente en salas comerciales de Lima y en algunas de provincias. En Lima, donde tuvo mayor tiempo de exhibición, las proyecciones se localizaron en distritos que convocan primordialmente a espectadores de clase media. Podemos suponer que dentro de este grupo social habrá quienes vivieron esos ideales de los 60; habrá también quienes, más jóvenes (como Ariarca), desean conocer la generación de sus padres y sus abuelos. En este punto, hay que reconocer que la audiencia de la película se establece en concordancia con una perspectiva restringida sobre esos años, que termina atenuando una reflexión política para hacer que el periodo recreado sea digerible para un determinado sector. Para una audiencia posiblemente más diversa, con intereses políticos e históricos más acentuados, el documental tiene el mérito de rescatar para el cine peruano actual un horizonte político que ha sido relegado, como el de las guerrillas de los años 60. Recientemente, la película ha alcanzado una audiencia más amplia, a través de una proyección televisada, y en redes mediante el canal cultural del Estado.
Si El viaje de Javier Heraud se fundamenta en la admiración del personaje retratado, en Hugo Blanco, río profundo, esta admiración incondicional no existe. El documental, el segundo de la cineasta cusqueña radicada en Viena Malena Martínez Cabrera, cuenta la vida de otro actor clave de los años 60, el militante trotskista Hugo Blanco, hijo de trabajadores y figura histórica de las movilizaciones campesinas por la recuperación de tierras en el sur andino. El documental sustenta su narrativa en base a archivos periodísticos, a testimonios de camaradas y actores sociales del momento, incluyendo la perspectiva del propio Blanco. El documental es inquisitivo, de revisión histórica y modo testimonial. Su linealidad narrativa alude a una exploración que cuestiona una imagen esquematizada de líder y guerrillero que el saber común ha atribuido a su protagonista. Junto al cuestionamiento de Blanco como mito, el documental se propone visibilizar una lucha campesina que, como las guerrillas de los 60, quedó al margen de la historia.
Un primer segmento de la película está dedicado a contextualizar históricamente la trayectoria de Blanco como activista ligado al movimiento campesino. Con este objetivo, se despliegan fotografías, documentos jurídicos, imágenes de archivo y testimonios de quienes lo conocieron o escucharon algo sobre él. En este segmento el filme no acude a la simple reproducción de imágenes o relatos sobre el pasado que dé la impresión de que exista un archivo y una verdad establecida sobre una época. La presencia de Martínez Cabrera (visual y en off, observando negativos y visitando archivos deteriorados) da cuenta de una actitud reflexiva que rechaza una mirada despersonalizada sobre la historia, mostrando el compromiso de desafiar lo que entendemos sobre ésta. En varios momentos un montaje que proyecta fotografías e imágenes de archivo de asambleas campesinas transmite la necesidad de examinar un pasado para afrontar sus huellas silenciosas en el presente.
En la segunda parte, menos archivística y más testimonial, el Blanco de carne y hueso complejiza los mitos en torno a él. El recorrido espacial de la primera parte entre Cusco y Lima, que la directora realiza como parte de su labor investigativa, se repite, pero ahora de la mano del activista cusqueño. Lo vemos participando en charlas, interactuando con la gente de Cusco, acompañando las luchas sociales anti-extractivistas, contando anécdotas sobre su paso por el congreso peruano, reflexionando sobre el Zapatismo y la crisis medioambiental del presente. En numerosas ocasiones, Blanco critica públicamente el papel de líder que se le ha atribuido, señalando que esa visión es propia de una sociedad vertical que coloca al individuo por encima de las acciones colectivas. Asimismo, separa sus acciones militantes de cualquier afán partidista, de las guerrillas de los 60 (en las que participó Heraud) y de Sendero Luminoso. El resultado de este estilo inquisitivo que se sostiene a lo largo de la película es una lectura del pasado que se desvincula de la iconicidad de los ‘héroes’. Asimismo, se trata de una lectura que, sin miedo, se enfrenta a los traumas del presente, a las barreras que impone la censura pública e interiorizada para hablar sin tapujos sobre un pasado que, todavía en el Perú, poco se conoce. Así, no hay recaudos en mostrar a un activista carismático, rotundo en sus valores, cercano todavía a la población campesina, reflexivo sobre su activismo y crítico de las crisis actuales.
Sin embargo, el tema del deslinde de Blanco de la opción armada y guerrillera de otros sectores de la izquierda se vuelve repetitivo. Este ‘tropiezo’ en la edición es un detalle que no oscurece los méritos del filme. Quizá el mérito más importante de Hugo Blanco sea que formula una mirada que es crítica de una visión reduccionista sobre un momento político. Lo hace desde una posición que no es partidista sino independiente y dinámica, que refleja las inquietudes propias de una generación cuyo marco interpretativo quedó marcado por el CAI.
Otro mérito es la distribución del filme, en donde la documentalista ha optado por una estrategia de difusión alternativa, la cual es coherente con lo que señala en un momento de su película: «No son las imágenes del movimiento campesino las que recorren el mundo». Sin contar con una distribuidora, la directora ha llevado el filme a provincias, a centros culturales y a lugares sin pantallas, acudiendo a organizaciones locales para realizar proyecciones de tipo cine foro en persona y online. Mediante esta gira incansable, Martínez Cabrera ha respondido inmediatamente a la urgencia de restituir esta historia a sus protagonistas en zonas andinas-rurales y quechuahablantes, donde se están estableciendo conexiones intergeneracionales con el fin de ahondar en la historia propia. En la función en La Convención (Cusco), zona que fue foco precisamente de las tomas de tierra, el filme tuvo 1.700 asistentes entre los que se encontraban activistas de la época, jóvenes e incluso niños.
El tercer documental de esta crítica, Tempestad en los Andes, del director sueco Mikael Wiström4, se abre con Josefin, una joven de origen sueco que viaja a Perú para saber quién fue Augusta La Torre, su tía ya fallecida, una de las fundadoras de Sendero Luminoso y esposa de Abimael Guzmán (líder máximo de Sendero Luminoso). Una vez en Perú conoce a Flor Gonzáles, hija de un dirigente campesino de Andahuaylas (Andes peruanos), cuya familia vivió de cerca las crueldades de la guerra. Flor perdió a su hermano, Claudio. Éste fue acusado falsamente de terrorista y asesinado extrajudicialmente en la infame masacre del penal El Frontón en 1986, orquestada por el gobierno de turno. El encuentro entre ambas se genera por iniciativa del documentalista, quien aparece en pantalla para presentarlas.
El documental aborda una trama doble basada en la búsqueda de estos dos personajes por la verdad sobre lo qué pasó con sus parientes, cuyos cuerpos nunca fueron encontrados. Ambas tramas se entretejen narrativamente debido a la presencia en pantalla y por fuera de ella (mediante voz en off) de Josefin. Por lo demás, los personajes representan posiciones distintas y hasta opuestas: mientras que Josefin se caracteriza por su mirada dudosa e ingenua sobre la guerra, Flor ha vivido esta guerra en carne propia junto a su familia. Mientras Josefin pretende derribar los mitos familiares que idealizaron a su tía, Flor forma un mismo frente con sus parientes y es clara en responsabilizar a los líderes de Sendero Luminoso, como La Torre, y al Estado por la muerte de su hermano.
Las tensiones generadas entre Josefin y Flor tras conocerse constituyen otro subtema que recorre el filme. A medida que a Josefin le invade la pena y una culpa ajena por lo sucedido en la guerra, Flor reafirma su condena hacia Sendero Luminoso, hasta el punto de expresar que no quiere relacionarse con la pariente de uno sus cabecillas. Se desatan así emociones intensas que, por momentos, llegan a ser redundantes y reiterativas respecto al sufrimiento que un conocimiento sobre el CAI ocasiona en Josefin.
Junto a este nivel subjetivo, el documental desarrolla un recuento histórico a través de un despliegue de dibujos, fotografías y testimonios que nos remontan a un pasado más allá de la guerra. En la línea narrativa de Josefin, a través de entrevistas realizadas por ella misma, se nos revelan detalles poco conocidos sobre La Torre: se nos habla de su familia terrateniente en Ayacucho (epicentro de la guerra), donde creció y se forjó cierta conciencia social antes de conocer a Guzmán. Por su parte, la familia Gonzáles plantea una línea que se desarrolla más que la anterior y que constituye su lado opuesto. A través de esta línea se nos cuenta su lucha por la tierra y contra la explotación laboral en el campo. Para ello el documental mezcla conversaciones entre la familia y otros miembros de la comunidad donde ésta vivió con fotografías tomadas por el mismo Wiström durante los años 60 y 70. En una segunda aparición en pantalla, el director devuelve estas fotografías a los retratados muchas décadas después.
Un acierto del documental es insertar estos testimonios sobre las tomas de tierra en una larga historia de opresión que nos lleva hasta la conquista española, subvirtiendo así un enfoque común que remite al contexto inmediato del surgimiento de Sendero Luminoso para explicar los desastres de la guerra. Este flashback o digresión histórica incluye dibujos sobre el periodo colonial realizados en el siglo XVII por el escritor indígena Guamán Poma de Ayala. El documental coloca estos dibujos seguidos de imágenes de archivo que revelan la condición de pobreza y explotación vivida por las poblaciones campesinas durante el latifundismo ocurrido en plena época republicana. Este segmento afirma una continuidad entre un pasado colonial y un periodo de violencia reciente, abarcando, además, otros contextos de luchas socialistas y anticoloniales desarrolladas en otros países. Así, esta sección, localizada a mitad del documental y que una banda sonora destaca dramáticamente, cumple con reivindicar un periodo de movilización campesina que poco se conoce o que se ha silenciado.
Sin embargo, hay que reconocer que se simplifican algunos puntos en el camino. Por ejemplo, en el caso de La Torre predomina una mirada amable de parte de quienes la conocieron: se la retrata como una mujer joven, sencilla, inteligente, ‘bonita’, que se dejó llevar por las convicciones violentas de su esposo. Se atenúa de esa manera una agencia política propia y, por último, se deja sin mencionar las decisiones que ella tomó durante la guerra hasta su fallecimiento. Al final, Augusta sigue siendo una figura mítica. Asimismo, cuando la narración se centra en los efectos de la guerra, existe una tendencia a retratar a los campesinos y quechuahablantes como sujetos pasivos en medio de un fuego cruzado. Vemos por momentos a gente quebrándose ante las cámaras al relatar las crueldades que padecieron. Con estas escenas, la película corre el riesgo de que el espectador limeño o de ciudad, que constituye la audiencia a la que mayormente ha llegado el filme, recodifique una imagen miserabilista de las poblaciones rurales andinas que ya existe en el imaginario nacional.
A estas simplificaciones se suma el hecho de que la perspectiva que guía al espectador en el desarrollo de la historia es la de Josefin. Cuando no está presente en pantalla, se encuentra en voz en off guiando la narrativa histórico-nacional y la ligada a los Gonzáles. De esa manera, la película privilegia para el espectador una forma de empatía representada por una posición que, aunque solidaria con la lucha de la familia de Flor, se desencadena en el fuero individual, en un proceso progresivo de duda, culpa y condena moral hacia Sendero Luminoso. La posición que presenta Josefin contrarresta, paradójicamente, la crítica social que la historia de los Gonzáles propone, con la cual se nos convocaba a reconocer las desigualdades económicas, jurídicas y sociales, y a romper con esos silencios que persisten a lo largo de la historia nacional.
Como resultado, tenemos un documental que genera un sentido de empatía a través de la posición pura e ingenua de Josefin, con la que un espectador que poco o nada conoce sobre el CAI, o que asume que la guerra pasó allá lejos en el campo, puede fácilmente identificarse. Quizá para ese espectador su reacción se limite a una especie de transformación individual, que depende del reconocimiento del dolor de un ‘otro’ en lugar de una mirada que desafíe esta autocomplacencia o reconozca las ‘zonas grises’ que dejó la guerra5. Dicho esto, la película tiene el mérito de proponer para el debate una mirada que distingue las luchas campesinas de la destrucción que generó la guerra declarada por Sendero Luminoso. Asimismo, visibiliza un clamor por la justicia como expresión de grietas históricas que nos llevan más allá de la guerra sin desestimar este periodo. Ahora bien, si pensamos en el acceso de la gente a estos aportes, Tempestad en los Andes no tuvo una amplia circulación nacional tras su aparición. Su exhibición ha sido mayormente capitalina, en festivales como el FIC, en recintos universitarios y en el Lugar de la Memoria, así como en algunas ciudades de provincias. Cinco años después de su lanzamiento, se encuentra disponible en línea.
A modo de conclusión, estos tres documentales coinciden en plantear, cada uno a su manera, una revisión de un periodo clave en el imaginario nacional para generaciones que desconocen un horizonte largo de lucha social en los años 60 y 70. Así, cada uno de ellos revisa testimonios de lucha y el legado de tres actores políticos claves de esa época: Javier Heraud, Hugo Blanco y el sector campesino que luchó por la toma de tierras. Estas películas reabren una posibilidad crítica para el presente mediante un enfoque generativo sobre el pasado que no cancela sus anhelos y propuestas de cambio. Al hacerlo, proponen un enfoque que es distinto a otros imaginarios documentales sobre el CAI. A diferencia de algunas visiones, sin duda relevantes, que apuestan por una reconstrucción histórica o por perspectivas circunscritas al plano de la guerra, estos documentales proponen una discusión compleja sobre los silencios de la historia en contra de un discurso predominante que todavía insiste en polarizar, simplificar y censurar algún debate sobre el pasado. No es sorpresa que estos tres documentales, y más recientemente Hugo Blanco, hayan sido acusados de apología del terrorismo por exmilitares y políticos conservadores que pretenden evitar cualquier interrogante sobre las injusticias sociales. Ahora bien, estas películas hacen debatibles estas perspectivas históricas desde estrategias distributivas que, en algunos casos, limitan el impacto sociopolítico que puedan tener. En este punto, resalto nuevamente el esfuerzo de la directora de Hugo Blanco por apostar por canales alternativos de distribución con enfoque en provincias, promoviendo conversatorios entre activistas, intelectuales y público local. Martínez Cabrera ha afrontado éticamente la necesidad de restituir estas memorias; una restitución que debe ir más allá de las limitaciones de un mercado de cine anclado en el consumo capitalino y en la ficción como género privilegiado. Mientras que estos desafíos en la distribución y circulación han sido asumidos relativamente por festivales de renombre como el FIC, cineastas y comunicadores independientes vienen democratizando la difusión y producción del documental a escala nacional y regional, a la altura de un momento en el que es imperativo afrontar las injusticias de larga duración para entender las crisis actuales.
Claudia A. Arteaga
Fichas técnicas
El viaje de Javier Heraud
Dirección: Javier Corcuera. Guión: Javier Corchera. Montaje: Martin Eller. Imagen: Mariano Agudo. Música: Pauchi Sasaki. Sonido: W. Ilizarbe, J. Figueroa, D. Zúñiga, D. Zayas. Producción: Quechua Films Perú, La Mula Producciones. Origen: Perú y España. Duración: 96 minutos. Año de producción: 2019.
Hugo Blanco, río profundo
Dirección: Malena Martínez Cabrera. Montaje: Malena Martínez Cabrera y Alexandra Wedenig. Imagen: Gustavo Schiaffino. Sonido: O. Mustafá, G. Deniro, C. Pino. Producción: Malena Martínez Cabrera. Origen: Austria y Perú. Duración: 108 minutos. Año de producción: 2019.
Tempestad en los Andes
Dirección: Mikael Wiström. Montaje: Göran Gester, Mikael Wiström. Imagen: Iván Blanco, Göran Gester. Música: John Renkdal. Sonido: Mario Adamson. Producción: Månharen Film & TV, SVT (Televisión Sueca) y Casablanca Films, con apoyo de SFI (Instituto de Cine Sueco), YLE (Televisión Finlandesa) y NRK (Televisión Noruega). Origen: Suecia y Perú. Duración: 100 minutos. Año de producción: 2014.
Notas
1 Los dos primeros tuvieron su estreno nacional en la FIC. El documental de Concuera fue seleccionado como película inaugural mientras que el de Cabrera estuvo en competencia. Por su parte, la película de Mikael Wiström fue presentada dentro de una retrospectiva dedicada a este director. Este grupo estaría conformado también por La revolución y la tierra (Gonzalo Benavente, 2019) y Máxima (Claudia Sparrow, 2019). Sin embargo, estos documentales se programaron en muy pocos horarios y su circulación más allá del FIC se restringió a otros festivales, razones por las que la autora no ha tenido acceso a ellos.
2 Véase de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación (2003) Informe final, Lima, CVR, y el libro de Kimberly Theidon Entre prójimos: el conflicto armado interno y la política de reconciliación en el Perú, Lima, Instituto de Estudios Peruanos, 2004.
3 Para un entendimiento más amplio de estas tendencias y otras, consultar el libro de Pablo Malek Enfoques, discursos, y memorias: producción documental sobre el Conflicto armado interno en el Perú, Lima, Grupo Editorial Gato Viejo, 2016, y el artículo de Karen Bernedo “Postmemoria y disidencia: dos experiencias del cine documental realizadas por parientes de militantes de Sendero Luminoso y el MRTA”, en El Perú desde el cine: plano contra plano, L. Kogan, G. Pérez y J. Villa (eds.), Lima, Universidad del Pacífico, 2017.
4 Este director de origen sueco tiene una historia de cercanía con el Perú que no se limita a este documental. Como fotógrafo, siguió las tomas de tierra en Apurímac, en donde conoció a Samuel Gonzáles, padre de Flor. Posteriormente, como realizador, regresa al Perú para dirigir tres documentales sobre la vida de una familia de bajos recursos en Lima durante los años 90 y 2000. Tempestad en los Andes es su cuarto documental desarrollado en el Perú.
5 Aquí sigo el argumento sobre la empatía planteado por Alexandra Hibbett en “La problemática centralidad de la víctima en la memoria cultural peruana”, en Pasados contemporáneos. Acercamientos interdisciplinarios a los derechos humanos y las memorias en Perú y América Latina, L. de Vivanco y M. T. Johansson (eds.), Madrid, Iberoamericana/Vervuert, 2019, 149-165.