Mariano Véliz
Resumen
Dos documentales dirigidos por Ulises Rosell, Bonanza (en vías de extinción) (2001) y El etnógrafo (2012), permiten contrastar diversas políticas figurativas de la otredad presentes en el documental argentino contemporáneo. Por una parte, en ambos textos fílmicos se postulan reflexiones en torno a la visibilidad. En este sentido, la recuperación de las categorías teóricas y críticas propuestas por Georges Didi-Huberman y Jean-Louis Comolli ilumina la posibilidad de analizar esta visibilidad en relación tanto con un marco histórico-social orientado a la visibilidad absoluta como con elecciones político-estéticas. Por otra parte, también resulta central la problemática de lo audible. Por este motivo, la exploración de ambos films puede partir de la asignación de la voz a, y la circulación de la palabra entre, los actores sociales.
Palabras clave
Otredad, políticas figurativas, cine documental, visibilidad, audibilidad.
Summary
Two documentaries directed by Ulises Rosell, Bonanza (en vías de extinción) (2001) and El etnógrafo (2012), allow contrast different figurative politics of otherness in contemporary Argentine cinema. On one side, in both films are postulated reflections around visibility. In this sense, the recovery of theoretical and critical categories proposed by Georges Didi-Huberman and Jean-Louis Comolli allows analyze this visibility in relation to a historical setting tending to the absolute visibility and in relation to a political and aesthetic elections. On the other side, the problem of audibility is also central. For this reason, the study of both films focuses on the attribution of the voice and the circulation of the word between social actors.
Key Words
Otherness, figurative politics, documentary film, visibility, audibility.
Resumo
Dois documentários dirigidos por Ulises Rosell, Bonanza (en vías de extinción) (2001) e El etnógrafo (2012), permitem comparar diferentes políticas figurativas da alteridade no documentário contemporâneo argentino. Por um lado, em ambos os filmes surgem reflexões sobre visibilidade. A este respeito, a recuperação das categorías críticas e teóricas do Georges Didi-Huberman e Jean-Louis Comolli possível analisar essa visibilidade em relação a um contexto histórico tendendo a visibilidade absoluta e em relação a eleições estéticas e políticas. Por outro lado, também é central a problemática da audibilidade. Por este motivo, o estudo de ambos os filmes leva em conta a atribuição de voz e a circulação da palavra entre os atores.
Palavras-chave
Alteridade, políticas figurativas, documentários, visibilidade, audibilidade.
Datos del autor
Doctor en Historia y Teoría de las Artes (FFyL, UBA), investigador del Instituto Interdisciplinario de Estudios sobre América Latina. Docente de las carreras de Artes, Letras y Diseño de Imagen y Sonido de la UBA. Un primer esbozo del artículo fue presentado en el I Congreso Internacional de Geofilosofía del Cine en julio de 2015.
Fecha de recepción: 10 de octubre de 2015.
Fecha de aprobación: 1 de noviembre de 2015
“un filme solo tendrá justeza política si devuelve su lugar y su rostro a los sin nombre, a los sin parte de la representación social habitual”
(Georges Didi-Huberman, Pueblos expuestos, pueblos figurantes, 163).
La variabilidad de las políticas figurativas de la otredad presentes en el cine documental argentino contemporáneo fisura cualquier intento de sistematización. Ante la multiplicidad de estrategias y frente a la disgregación de las modalidades de abordaje, me propongo analizar dos films realizados por un mismo cineasta, Ulises Rosell, para explorar en ellos las tensiones derivadas de la configuración visible y audible de la alteridad. Indagar sobre la conformación de cierto régimen de visibilidad y de determinada política de lo audible constituye un punto de acceso privilegiado para evaluar las diversas maneras en las que el documentalismo argentino reciente se imbrica con la problemática de la otredad. Al respecto, la oscilación entre Bonanza (en vías de extinción) (2001) y El etnógrafo (2012) permite analizar el quiebre de la transparencia de la representación documental, central en los regímenes escópicos televisivos-informativos, y retomar el debate en torno al carácter visible y audible de la otredad[1].
A su vez, una aproximación a la otredad atenta a la repartición de lo sensible[2], es decir, a la puesta en circulación de lo que puede escucharse y verse, implica una variación sobre el vínculo arte-política. En este sentido, toda reflexión acerca de las figuraciones de la otredad conduce a interrogar la precisión, o la justeza, política de esa propuesta. En contraposición con ciertas figuraciones convencionalizadas y cristalizadas de la otredad de clase (aquellas que oscilan, básicamente, entre la criminalización y la victimización[3]), se pretende recuperar ciertos textos fílmicos que experimentaron con la posibilidad de introducir un quiebre en el universo de esas representaciones codificadas. Esa ruptura en el orden de las continuidades puede adquirir distintas manifestaciones, aun en el interior de la filmografía de un mismo cineasta. De este modo, el artículo se apropia de una certeza esgrimida por Jacques Rancière: una política de la estética emerge cuando “las formas nuevas de circulación de la palabra, de exposición de lo visible y de producción de los afectos determinan capacidades nuevas, en ruptura con la antigua configuración de lo posible” (2013: 65).
Bonanza (en vías de extinción): el retrato singular de la otredad
El estallido de las políticas neoliberales producido en Argentina desde la clausura del siglo XX impulsó la emergencia de un cine documental potentemente testimonial. En ese contexto, se instaló la necesidad de dar visibilidad a las periferias del cuerpo social y a los sujetos arrasados por la crisis. La atención a esa urgencia condujo a la proliferación de documentales dedicados a la observación empática de estos actores sociales.[4] Esta mostración se complementó con una estrategia de invisibilización del realizador. La presencia ausente del documentalista se concibió como el requerimiento clave para posibilitar la cesión de la imagen. En gran medida, estos documentales descansaban en una asunción: la visibilización constituía en sí misma un gesto político revulsivo que desbarataba las políticas de invisibilización instauradas por el neoliberalismo y sus derivas estéticas. El borramiento discursivo, extensión del económico y social, fue refutado por el cine documental argentino a través de la implementación de un régimen escópico centrado en la asignación de visibilidad a las subjetividades minoritarias y del establecimiento de políticas de lo audible organizadas en torno a la atribución de la voz narrativa y argumentativa a estos actores de los contornos sociales.[5] De manera simultánea, otra corriente documental retomó la senda de las experimentaciones del cine de concientización social representado por la Escuela Documental de Santa Fe, y su radicalización por parte del cine militante realizado desde fines de los años sesenta, a través de la proposición de documentales fuertemente argumentativos y orientados a la persuasión de sus espectadores[6]. En el marco de estas búsquedas, Bonanza (en vías de extinción) (Ulises Rosell, 2001) permite percibir tanto la heterogeneidad de las propuestas estéticas circulantes como la posibilidad de agrietar las estrategias dominantes.
El subtítulo del documental introduce una hipótesis contundente acerca del universo social abordado. La familia Muchinsci habita unas ruinas compuestas por los restos más degradados del capitalismo. Sus integrantes (“Bonanza” y sus hijos Norberto y Verónica) son en sí mismos un descarte de la estructura capitalista. Existentes en un territorio exterior al sistema económico productivo, comercializan autopartes de vehículos derruidos y montan un local callejero de venta de animales. En el ejercicio documental emprendido por Rosell, los desperdicios de los autos conforman naturalezas muertas que materializan la devastación socio-económica y entran en tensión con la prolífica naturaleza circundante.
Los actores sociales son caracterizados como participantes de un estado de naturaleza. En el film se despliega una atención minuciosa a sus tareas cotidianas y a su intercambio fluido con los animales que los rodean. Desde las innumerables mascotas familiares hasta las yacarés y aves que cazan y venden, pasando por las liebres que cazan y comen, los integrantes de la familia Muchinsci establecen una convivencia armoniosa y conflictiva con la naturaleza de (y en) la que viven. Así, se asiste a un estilo de vida en el que confluyen los excedentes de la modernidad capitalista y el arcaísmo de la caza y la pesca.
Si bien la construcción de Bonanza se basa en la observación continua de estos actores sociales y sus condiciones socioeconómicas y culturales, este posicionamiento resulta agrietado mediante la configuración de un dispositivo óptico y sonoro que complejiza la mera observación y problematiza la confianza en el acceso irrestricto a la otredad. En esas fisuras se encuentra la clave para desmontar la imposición contemporánea del régimen escópico informativo de la visibilidad absoluta. En este sentido, resulta necesario recuperar el abordaje propuesto por Jean-Louis Comolli en Corps et cadre (2009). En los artículos allí reunidos, Comolli reflexiona en torno a la obligatoriedad actual de hacer “todo” visible. Esta configuración del mundo como espectáculo se organiza en torno a tres ilusiones: la ilusión de totalidad, la ilusión de continuidad y la ilusión de plenitud. En el marco de esa tendencia a lo visible de alcance ilimitado, se introduce la exigencia de la visibilización de la otredad. Al respecto, Comolli se pregunta si esta exigencia, en apariencia gestada como una reacción ante las políticas de invisibilización y desaparición operadas desde el poder, no puede funcionar como una herramienta de control y destrucción. Atento a este riesgo, interroga la posibilidad de pensar nuevas estrategias de visibilidad, recursos innovadores de participación en el espacio público, en la circulación de imágenes y en la proliferación de discursos que evadan el funcionamiento reticular de las instituciones. En esta dirección, Bonanza puede constituir un territorio idóneo para analizar ciertos procedimientos que permiten desarticular la observación y generar políticas figurativas de la otredad alejadas de la mencionada obligación de la visibilidad absoluta.
Esta exigencia de hacer completamente visible a la otredad suele justificarse en función de un derecho a la imagen. En Pueblos expuestos, pueblos figurantes (2014), Georges Didi-Huberman despliega un análisis de este derecho a partir de la recuperación de la estética benjaminiana. Si en su célebre “La obra de arte en la era de su reproductibilidad técnica” (1936) Walter Benjamin plantea la oscilación entre el valor cultual y el valor de exposición como eje para estudiar la historia del arte, Didi-Huberman se apropia de esta tensión para pensar el arte y la política contemporáneos. En consonancia con lo planteado por Benjamin, el valor de exposición, en este sentido, puede constituir un criterio válido para evaluar el funcionamiento de las democracias modernas. Si estas ejercitan una práctica distributiva de lo visible y lo invisible, lo audible y lo inaudible, lo perceptible y lo imperceptible, son las responsables de dejar ensombrecidos, ocultos o no representados, a numerosos sectores sociales. Pero, a su vez, si cada uno puede reclamar legítimamente su derecho a la imagen, eso no regula el uso que puede hacerse de esta. Por este motivo, Didi-Huberman precisa que esa reivindicación “puede llevar tanto a lo mejor como a lo peor, según que los pueblos sean simples juguetes puestos en escena por un jefe (pensemos en el ejército de trabajadores de El triunfo de la voluntad de Leni Riefenstahl) o los auténticos actores de su exposición (pensemos en las muchedumbres de Octubre o La huelga)” (2014: 28). Ante esta disyuntiva, Didi-Huberman interroga las formas posibles de hacer visibles a quienes carecen de exhibición o son víctimas de las representaciones institucionales impuestas sobre ellos. Si bien asiente que el cine puede apropiarse del deber de dar visibilidad a la otredad, postula que en ese intento corre una serie de riesgos difíciles de sortear, como la sumisión de los actores sociales a los estereotipos circulantes, su criminalización o su opuesto complementario, su victimización.
En este sentido, en Bonanza se lleva a cabo una estrategia que entra en sintonía con las implementadas en otros documentales argentinos recientes: la valoración de la extrema singularidad de los actores sociales. Al respecto, en un análisis de Estrellas (Federico León, Marcos Martínez, 2007) y Copacabana (Martín Rejtman, 2006), Ana Amado puntualiza una diferencia entre los abordajes actuales y los recurrentes en el Nuevo Cine Latinoamericano de los años sesenta: en tanto en este se propendía a la síntesis y cada personaje se concebía como una condensación de un grupo, una clase o una época, en el cine contemporáneo “importa más pensar en personajes singulares que plantean una interrogación particular al mundo (Estrellas), o permiten interrogar al mundo y sus formas a través de sus experiencias (Copacabana)” (2009: 182)[7].
En este caso, “Bonanza” no solo está individualizado, sino que el documental se concibe como su retrato. El registro detenido de su rostro desmantela cualquier resabio estereotípico. Así, se privilegia una estrategia potente para resistir desde la imagen a su propia capacidad, o tendencia, a la construcción de tipos: el retrato como género permite asignar, desde el título, un nombre al sin nombre y una imagen al no representado o exhibido. A su vez, no se trata de un retrato que particularice solo su rostro, sino que concibe al cuerpo entero como rostridad. En esta dirección, resulta conveniente recuperar el estudio de la serie fotográfica “Faces”, de Philippe Bazin, tramado por Didi-Huberman (2014). El autor, allí, discrimina dos estrategias de encuadre que descomponen los esgrimidos desde el poder institucional: un encuadre de detalle, focalizado en la conformación del rostro como residuo y resistencia, y un encuadre ampliado, dedicado a relevar la imbricación de los cuerpos y los espacios. En Bonanza, el retrato bascula entre ambas modalidades, aunque se privilegia el encuadre ampliado que logra convertir al cuerpo entero en objeto del retrato y, al mismo tiempo, incluye al entorno como parte de este. El plano general, aun en su alternancia con los primeros planos, permite así inscribir la exclusión en los rostros y los cuerpos, así como en los espacios y los objetos.
En la repartición de lo visible llevada adelante en Bonanza, la atribución de visibilidad a los actores sociales se contrapone a una configuración notoria del fuera de campo. De este modo, el documental no solo quiebra el régimen escópico de la visibilidad absoluta, sino que adquiere sentido a través de su intervención sobre la distribución instaurada de lo perceptible. Así, aquello que se presenta como ausencia en el documental es lo que está omnipresente en los paisajes urbanos y en las imágenes del consumo. Rosell construye la potencia del fuera de campo a través de la emergencia en el cuadro de los descartes del capitalismo. Esos objetos derruidos figuran lo ausente: la sociedad de consumo de donde provienen esos materiales, el centro urbano del que proceden las mercancías cuyos restos pueblan el asentamiento precario donde vive la familia Muchinsci. El afuera invisibilizado (los incluidos, el consumo, la ciudad), sin embargo, no deja de actualizarse por la irrupción permanente de sus resabios. El mapa social de los márgenes, al igual que sus habitantes, se conciben como los remanentes no buscados del capitalismo circundante.[8]
En relación con los riesgos derivados de las políticas figurativas basadas en la visibilización, es posible recuperar un interrogante que asedia los artículos de Comolli: ¿cómo evitar que hacer visibles a los actores sociales suponga su puesta en peligro? Al igual que Didi-Huberman, Comolli prioriza la vulnerabilidad derivada de la exhibición. La visibilización puede propiciar la clasificación y el control, así como la persecución y el exterminio. En concordancia con esta preocupación, en Bonanza se asiste a la instauración de otro procedimiento tendiente a diluir el efecto disciplinario del régimen escópico de la visibilidad absoluta: la negativa a ubicar espacialmente el asentamiento de los actores sociales. La supresión de las coordenadas espaciales promueve el resguardo de la otredad, su evasión en relación con el dispositivo visual policial-informativo.
Los procesos de repartición de lo visible encuentran su complemento en los que regulan el acceso y la circulación de la palabra. En esta dimensión, se acentúa la solidaridad con los actores sociales. Esta empatía se manifiesta en distintas dimensiones, como los elementos gráficos que reproducen la oralidad (“La Vero” al presentar a la hija), la cumbia como música extradiegética[9] y la recurrencia al subtitulado cuando la calidad del sonido no permite la correcta comprensión de lo dicho.
A su vez, la política de lo audible se concentra en la puesta en circulación de la palabra de estos actores sociales. Bonanza se apoya en la movilización de la palabra, en la asignación de un rol discursivo activo a estos actores habitualmente silenciados y que no disponen de la posibilidad de hacer oír su voz. Y no se trata solo de la voz de “Bonanza”, sino también de las de sus hijos y otros integrantes de la comunidad donde viven. Esas voces, presentadas como falsos monólogos o como diálogos a los que asiste el cineasta, inscriben en el cuerpo del documental las hablas populares y las inflexiones locales.
Sin embargo, esas palabras evaden tanto la tentación de la victimización como la justicia de la denuncia. No se trata de discursos que expliciten un reclamo por sus condiciones materiales de existencia, ni se incluyen referencias al universo exterior recluido en el fuera de campo. De este modo, en Bonanza se problematiza la relación conflictiva entre lo dicho y lo no dicho. Alejado de la declamación y la declaración, “Bonanza” solo esgrime, sobre el desenlace, un diagnóstico relativo al proceso agravado de degradación social. En esa conclusión, huye de la posibilidad de ser percibido como representante auto-erigido de los sin nombre; aunque exhibe, en la ausencia de la denuncia verbal, las fotos de su infancia y de la niñez de sus hijos. En esas imágenes del pasado se materializa el gesto de caída, la decadencia de los cuerpos, los rostros y los espacios.
En este relevo entre la palabra y la imagen, entre lo visto y lo no dicho, se manifiesta una política figurativa de la otredad enfocada en problematizar el régimen escópico policial-informativo de la visibilidad absoluta y dedicada a intervenir en la reconfiguración de lo audible. Ante el diagnóstico sumario introducido por el subtítulo del documental (en vías de extinción), se manifiesta la capacidad del arte para propiciar una exposición de los pueblos atenta a desmontar la distribución de lo visible y lo audible instaurada desde el poder. En esa apropiación se cifra, finalmente, la posibilidad de modificar el territorio mismo de lo pensable y lo actuable.
El etnógrafo: la mediación (maquínica y subjetiva) hacia la otredad
El ejercicio de carácter pseudo-etnográfico emprendido en Bonanza resulta un auto-referente de confrontación para El etnógrafo. El diálogo entre ambos documentales gira en torno a una pregunta que explicita Comolli en Corps et cadre: ¿es posible pensar estrategias que no impongan la desaparición de la voz propia para hacer oír la voz del otro? ¿Es posible posicionar la propia voz como mediadora de la voz del otro? En este sentido, todo acercamiento a las políticas figurativas de la otredad se sostiene sobre una reflexión acerca del funcionamiento del dispositivo cinematográfico y del discurso documental. La concepción de Comolli del cine como una máquina de visión y, por lo tanto, de carácter ideológico, conduce a la necesidad de precisar y marcar la mediación maquínica. Si “ver” en el cine implica siempre “ver a través de”, entonces se impone el deber de pensar de qué maneras el cine interroga sus propias formas de ver. Este requerimiento inscribe un dilema estético y político relevante: cualquier texto fílmico que invisibilice tanto sus condiciones de existencia como el funcionamiento del dispositivo cinematográfico, se entronca, tal vez a su pesar, con las tecnologías informativas, los regímenes escópicos de la visibilidad absoluta y las diversas modalidades de espectacularización y mercantilización de la imagen.[10]
En vinculación con esta necesidad de problematizar la construcción documental y la posición (no solo) enunciativa del cineasta, en El etnógrafo se ensaya una estrategia centrada en el establecimiento de una estructura triangular. Así, el film se articula en torno a las múltiples relaciones conflictivas que se traman entre la comunidad wichi Lapacho Mocho, el antropólogo inglés John Palmer y el documentalista. A diferencia de la búsqueda de una aproximación directa, aquí se postula la imposibilidad de un acceso irrestricto a la otredad radical.[11] La recurrencia a la triangulación no solo conduce al quiebre de la tradicional estructura binaria que regula la relación Mismo-Otro, conservada lateralmente en Bonanza, sino que señala los procesos de mediación (maquínica y subjetiva) inevitables en estos enlaces. La recurrencia a Palmer como figura material del entre-medio permite evadir el peligro de convertir a Rosell en un etnógrafo y promueve la multiplicación de los vínculos de alteridad. Cada uno de los integrantes de la mencionada tríada funciona como Otro para los demás. En esa proliferación, se subraya el carácter relativo y mudable de las figuras de lo Mismo y lo Otro. Sin embargo, en todos los casos, John Palmer se ubica en un territorio lindero y resulta concebido como un confín que marca tanto la cercanía como la distancia entre los actores.
El antropólogo no solo constituye un nexo, sino que la propia visibilidad de los wichis depende de su percepción. El antropólogo funciona como un filtro visual que permite acceder a la comunidad Lapacho Mocho. En una escena clave, se recurre al procedimiento del plano-contraplano para configurar el punto de vista perceptivo de Palmer. A un primer plano de su rostro, mientras viaja en un vehículo, le sigue un plano subjetivo del paisaje visto desde el interior del transporte. De esta manera, el film experimenta con la posibilidad de conformar una subjetividad también en términos visuales. Esta emergencia de una percepción subjetivada pone de manifiesto el interés por compartir la mirada del antropólogo. Así, el acceso siempre parcial a los wichis señala con precisión el límite de lo visible. La visión tendida sobre los integrantes de la comunidad resulta ineludiblemente fragmentaria y lateral. La mirada de Palmer anticipa, duplica y distorsiona la mirada documental. Este primer filtro que obstaculiza el acceso a los wichis instaura una crítica al imperio contemporáneo de lo visible. De este modo, el documental dirigido por Rosell se pliega a la denuncia propuesta por Comolli acerca de la ingenuidad de creer en la potencia irrecusable de hacer visibles a los Otros.
En este sentido, en El etnógrafo no sólo se plantean diferentes estrategias para evadir ese riesgo, sino que se asiste a las consecuencias de los regímenes de la visibilidad absoluta. La comunidad Lapacho Mocho se encuentra atravesada por una paradoja: no ser vistos parece condenarlos a desaparecer, pero, a su vez, cuando las instituciones los hacen visibles, se incrementa aún más este peligro. Hacer perceptible a la comunidad implica dar comienzo al ejercicio del poder reticular institucional y su potencia exterminadora. La fijación espacial y las taxonomías policiales son habilitadas gracias a la visibilización. La llegada de la justicia argentina supone el inicio de la regulación burocrática y fotográfica de sus identidades.[12]
Ante la inminencia de esta amenaza, al igual que en Bonanza, la estrategia del documental consiste en desmantelar la hegemonía de la visibilidad absoluta a partir de un empleo sistemático del fuera de campo. Así, se recupera la concepción del cine como un arte sustractivo. En contraposición con la lógica aditiva de los regímenes escópicos de carácter informativo y policial, el cine compone los procesos de atribución de sentido mediante distintos recursos de sustracción. En el repertorio de sus procedimientos sustractivos, el fuera de campo detenta un espacio privilegiado. La alternancia de lo presente y lo ausente, lo visible y lo no visible, lo actualizado y lo no actualizado, resulta nodal en la configuración documental. Al respecto, Comolli señala que esta “disyunción conjuntiva” es la articuladora del discurso cinematográfico, en oposición al funcionamiento del discurso televisivo (passim 2012).
En El etnógrafo, tres dimensiones espaciales, pero también culturales, sociales, ideológicas y estéticas, se configuran a través del recurso al fuera de campo. En primer lugar, el país de origen del antropólogo, Inglaterra. Este fuera de campo resulta conformado por una llamada telefónica a su madre y por la llegada de unos regalos que ella envía desde allí. La importancia del diálogo es notable porque señala el relato épico que se construye, a la distancia, sobre el trabajo de Palmer. Este carácter épico se distingue de la percepción construida por el documental desde la cotidianeidad. En el relato elaborado por su madre, John es el héroe que consigue derechos para los wichis, concebidos como una entidad pasiva e indefensa. Esta primera articulación del fuera de campo colabora con la definición inicial del antropólogo como Otro en el marco de la comunidad wichi.
En segundo lugar, también el espacio del poder económico que se apropia de las tierras se configura como fuera de campo. En el documental no se muestra a las empresas de origen chino, aunque radicadas en la capital, dedicadas a la expoliación del suelo, pero sí a los subordinados encargados de llevar a cabo sus tareas en ese territorio. En su aparición corporal se manifiesta el abismo que se abre entre John, los wichis y los dominios desde los que se opera el poder del capital. Así, se asiste a la marcación topográfica de esa relación de otredad estallada, multiplicada. De esta manera, se precisa la existencia de una batalla identitaria centrada en definir quién es el Otro en esa tierra: los wichis, John (definido como su aliado y vocero) o los representantes del poder económico.
En tercer lugar, al igual que en Bonanza, el espacio de la enunciación cinematográfica permanece en un fuera de campo conformado por las miradas y los testimonios de Palmer y los wichis. Sin embargo, su importancia es capital dado que establece la mencionada tríada que desregula el funcionamiento del vínculo Otro-Mismo. A su vez, una reflexión sobre la repartición de lo visible en El etnógrafo debe subrayar el pudor de los wichis y su estrategia de no sostener la frontalidad de la mirada. En este gesto recurrente se asiste a una nueva distribución de lo visible, dado que los sujetos visibilizados son renuentes a mirar a sus interlocutores (tanto a John Palmer como a los entrevistadores, a pesar de que las entrevistas son presentadas como falsos monólogos). En la interacción de estas tres manifestaciones del fuera de campo se asienta un régimen de lo visible atento a subrayar sus propias limitaciones. De este modo, en la práctica sustractiva emprendida en El etnógrafo se señala la necesidad de puntualizar lo ausente, lo no representado, y se postula a lo invisible como condición de posibilidad de lo visible.
En concordancia con esta estética sustractiva, la política de lo audible puesta en juego también indica la conformación de un acceso parcial, fragmentario e incompleto a la otredad. En su inicio, la voice over en inglés de John Palmer anticipa el abismo idiomático que se presentará, a lo largo del documental, como trazo lingüístico de la alteridad. El idioma inglés lo posiciona en un espacio otro tanto en relación con la comunidad Lapacho Mocho como en relación con su inclusión en un documental argentino. La otredad se piensa, en esta instancia inaugural, en términos discursivos. A partir de allí, dado que el antropólogo es trilingüe, se concibe no solo como un enlace, sino como un traductor. La voz de los wichis se introduce en el documental a través de la mediación de Palmer. Su carácter lindero se manifiesta también en esta vinculación con el lenguaje. Al mismo tiempo, los tres idiomas articulados en El etnógrafo se enlazan, mayoritariamente, con alguna dimensión experiencial diversa: el español está orientado a reponer la biografía del antropólogo; el inglés resulta básicamente empleado como lenguaje filial, dado que es el usado con su madre y con sus hijos; el wichi aparece en el diálogo con su pareja y con los miembros, y entre los miembros, de la comunidad.
Esta disgregación lingüística se complejiza por su imbricación con los diferentes planos de procedencia de las voces. Si la entrada al documental se realiza a través de una voice over, luego se apela a falsos monólogos en español, a la voz en off en inglés de la madre en una conversación telefónica, a los diálogos registrados en wichi, a las declaraciones de Qa’tu en español, a los relatos en wichi que Palmer traduce. Tres de estas dimensiones de lo audible merecen destacarse. Por una parte, si se mencionó que la observancia de la cultura del pudor wichi conduce a la no correspondencia de la mirada del cineasta, una situación semejante se produce en el dominio sonoro: la voz apenas susurrante, esquiva a los volúmenes altos, se desliza en el documental y plantea una política de lo audible centrada en lo esbozado y sugerido. Por otra parte, las leyendas de la tradición wichi están ineludiblemente referidas por los contemporáneos o por el antropólogo. De esta manera, se precisa la relación de superposición y/o relevo que se establece entre la voz de Palmer y la de los wichis. Finalmente, se incluye un relato en primera persona de Qa’tu, el wichi acusado de haber violado a una menor[13]. Si bien en esta escena, clave en la economía argumentativa de El etnógrafo, se acepta la política de ceder la palabra a la otredad, ese riesgo es conjurado por la vinculación crítica que se postula entre su testimonio y lo visible. La no correspondencia entre la palabra y la imagen (conformada por imágenes de carácter casi abstracto) introduce un quiebre en la transparencia del testimonio y dificultad la mera asignación de las vías materiales del cine a estos actores sociales alterizados. En todos los casos, se conforma una política de lo audible dedicada a cartografiar los quiebres de las voces, la no transparencia de los discursos, los conflictos lingüísticos que emergen en toda relación con la otredad.
Las políticas figurativas de la otredad pueden variar entre la grieta sutil que desarma la cesión de la imagen y la palabra practicada en Bonanza y la inclusión de mediaciones (maquínicas y subjetivas) elaborada en El etnógrafo. Al respecto, debe tenerse en cuenta que en los diez años que median entre los dos documentales dirigidos por Rosell se llevó a cabo en Argentina no solo un desmontaje de las políticas neoliberales radicalizadas durante los años noventa, sino una intervención continua sobre las tradiciones del cine documental. A diferencia de las respuestas iniciales propuestas ante la irrupción de la crisis del 2001 (oscilantes entre la actualización del cine político latinoamericano y el cine observacional, del que Bonanza es en parte deudor), en El etnógrafo se evidencia ya una notoria desconfianza en torno al alcance estético y político del simple registro.
Más allá de las diferencias existentes, en ambos films se exploran las potencialidades de las estéticas sustractivas y se reflexiona en torno a los regímenes de lo visible y las políticas de lo audible que regulan la figuración de la alteridad. Así, se retoma el valor de indagar la distribución de lo sensible en su proximidad con los límites de lo pensable y lo actuable. En este sentido, el cine documental puede constituir un territorio apropiado para desmantelar las estrategias informativas centradas en la visibilidad absoluta y para desorganizar la circulación cristalizada de los discursos. En la puesta en valor de la tensión entre lo dicho y lo no dicho, lo visto y lo no visto, lo percibido y lo no percibido, se vislumbra la potencia de las políticas figurativas fragmentarias y laterales, implementadas por cierto documentalismo argentino contemporáneo, para dar cuenta de la complejidad del vínculo entre la mismidad y la otredad.
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Notas
[1] La categoría “régimen escópico”, propuesta por Christian Metz en El significante imaginario: psicoanálisis y cine, se propone explorar la especificidad de la forma de mirar del cine y su imbricación con determinados condicionamientos sociales. Martin Jay recupera y complejiza la categoría metziana en Campos de fuerza y Ojos abatidos. Allí, Jay sugiere la necesidad de desarrollar un estudio de la visualidad que incluya, y exceda, los términos fisiológicos y fenomenológicos. En su argumentación, la visión debe analizarse en su confluencia con diversas dimensiones sociales y culturales, así como tecnológicas e ideológicas.
[2] Jacques Rancière plantea, en los distintos ensayos comprendidos en El destino de las imágenes (2011), Las distancias del cine (2012) y El espectador emancipado (2013), su concepción del arte como una práctica distributiva de lo sensible. En este sentido, el arte y la política coincidirían en su capacidad para intervenir en la circulación de la palabra y la imagen. En ambos casos, su eficacia depende de la posibilidad de articular procedimientos que desafíen las reparticiones de las voces y los cuerpos, los espacios y los discursos, implementadas desde el poder.
[3] Una referencia ineludible al respecto lo constituye “Criminalización y culturización de la pobreza” de João Camillo Penna (2009). También pueden consultarse los ensayos reunidos en Más allá del pueblo de Gonzalo Aguilar.
[4] En la célebre taxonomía propuesta por Bill Nichols en La representación de la realidad, se trata de documentales que participarían de la modalidad de observación, definida como aquella que “hace hincapié en la no intervención del realizador. Este tipo de películas ceden el ‘control’, más que cualquier otra modalidad, a los sucesos que se desarrollan delante de la cámara” (1997: 72).
[5] En un breve repaso podrían mencionarse Yatasto (Hermes Paralluelo, 2011), Parador Retiro (Jorge Leandro Colás, 2008), Unidad 25 (Alejo Hoijman, 2008), Caja cerrada (Martín Sola, 2008), Puentes (Julián Giulianelli, 2009) y Pulqui, un instante en la patria de la felicidad (Alejandro Fernández Mouján, 2007). En “El arte de la observación”, Javier Campo propone un lúcido análisis del cine de observación latinoamericano contemporáneo. En “La observación y el acontecimiento”, Emilio Bernini, Tomás Binder y Silvia Schwarzböck realizan una entrevista a tres realizadores de documentales de observación: Alejo Hoijman, Gastón Solnicki y Jorge Leandro Colás.
[6] Los documentales dirigidos por Fernando Solanas en este período, Memorias del saqueo (2004), La dignidad de los nadies (2005), Argentina latente (2007) y La próxima estación (2008), entre otros, funcionan como representantes privilegiados de esta tendencia. Se trata de documentales que participan de la modalidad expositiva definida por Bill Nichols (1997).
[7] Gustavo Aprea, en “Dos momentos en el uso de los testimonios en autores de documentales latinoamericanos”, lleva adelante un ejercicio comparativo entre documentales realizados por un mismo conjunto de cineastas latinoamericanos (Mario Handler, Fernando Solanas y Octavio Getino, Patricio Guzmán y Eduardo Coutinho) en dos períodos diferentes: la fase de auge del cine político, básicamente comprendido entre las décadas del sesenta y el setenta, y el cine contemporáneo realizado en la clausura del siglo XX y los años transcurridos del siglo XXI. En su análisis de Chile, la memoria obstinada (Patricio Guzmán, 1996), Aprea condensa un aspecto clave derivado de esta confrontación: “Los que cuentan su historia ya no son solo la expresión de un grupo social. Son individuos reconocibles cuya experiencia personal se conecta con la de otros para darle forma a una memoria colectiva, que lejos de aparecer como homogénea se presenta como un espacio de contradicciones y conflictos” (2010).
[8] Si el fuera de campo constituye un recurso clave para pensar el funcionamiento del dispositivo de lo visible, también resulta nodal para evaluar la no introducción en el cuadro de los integrantes del equipo técnico y del realizador. Si bien “Bonanza” mira esporádicamente a un interlocutor invisible, el cineasta se constituye también como una ausencia. En este sentido, Bonanza parece coincidir con un diagnóstico extendido en el cine argentino de la clausura del siglo XX: la cesión de la imagen y la palabra requiere la (parcial y tentativa) supresión del cineasta.
[9] Aunque se trata de música compuesta por Kevin Johansen, y no música perteneciente a una banda dedicada específicamente a la cumbia.
[10] La exploración de las condiciones de producción y de la configuración del discurso documental puede relacionarse con la expansión de la modalidad reflexiva en la taxonomía propuesta por Bill Nichols. Entre los documentales reflexivos del período pueden destacarse: Los rubios (Albertina Carri, 2003), Yo no sé qué me han hecho tus ojos (Lorena Muñoz y Sergio Wolf, 2003), Cándido López, los campos de batalla (José Luis García, 2005), Fotografías (Andrés Di Tella, 2007).
[11] Debe tenerse en cuenta que entre los wichis y el realizador y su equipo se establece una distancia social, lingüística, cultural, religiosa y étnica.
[12] En el documental se privilegia el caso de Qa’tu, preso por haber formado pareja y mantenido relaciones sexuales con una menor de edad indeterminada. El caso ilustra las dificultades, o imposibilidades, de evaluar las costumbres de la comunidad wichi a partir de las regulaciones impuestas por la justicia argentina. En su caso se condensa tanto la concepción de una otredad radical como el mencionado peligro de ser visibles ante los representantes del poder institucional.
[13] Mónica Tarducci explora, en “Abusos, mentiras y videos. A propósito de la niña wichi”, la complejidad de esta acusación. Allí, la autora despliega un análisis notable de las tensiones existentes entre los abordajes relativistas y universalistas en relación con la violación de derechos.