Por Jorge Ruffinelli*
Resumen
Marta Rodríguez es la más importante documentalista colombiana. Junto a su esposo Jorge Silva (1941-1987) comenzó su carrera cinematográfica con Chircales (1968-1972), rápidamente reconocido como un “clásico” del cine latinoamericano. Posteriormente filmó y editó más de una docena de films que documentaron las realidades de su país desde el punto de vista de los olvidados y explotados (los indígenas colombianos, los campesinos, los pobres, las mujeres trabajadoras). Su trabajo en el cine es un ejemplo supremo de las preocupaciones ideológicas y estéticas del más alto orden. Varias de sus películas implicaron riesgos personales. Este ensayo se centra en todo su trabajo prestando atención tanto a cuestiones estilísticas, así como a la representación social y política.
Palabras clave
Marta Rodríguez, Jorge Silva, documental militante, cine latinoamericano
Abstract
Marta Rodríguez is the best Colombian documentary filmmaker. Together with her husband Jorge Silva (1941-1987) she started making films with Chircales (1968-1972), already considerad a «classic» in Latin American cinema. She subsequently shot and edited more than a dozen films documenting her country’s realities from the view-point of the forgotten and displaced, i.e., indigenous Colombians, peasants, the poor, women laborers. Her work in filmmaking is an example of the highest aesthetic and ideológical concerns. Several of her films implied rísks for her life. This essay focuses on her entire work with attention to the stylistics as well as to societal and polltical representation.
Keywords
Marta Rodríguez, Jorge Silva, activist documentary, Latin American cinema
Datos del autor
Jorge Ruffinelli es profesor en la Universidad de Stanford (California). Especialista en literatura latinoamericana, es director de la revista Nuevo Texto Crítico y autor de trece libros y más de quinientos artículos, reseñas y críticas en revistas de todo el mundo. Durante los años noventa su trabajo crítico se ha centrado en el cine latinoamericano: Patricio Guzmán (2001) es su libro más reciente y está terminando Encyclopedia of Latin American Cinema.
Al final de su artículo sobre Marta Rodríguez, en El cine del Tercer Mundo, Alberto Elena desea: “Es de esperar que pueda en breve proseguir su lúcido discurso cinematográfico, que en una ocasión ella misma definiera como una tentativa de ‘recuperación crítica de la historia a través de la memoria popular’” (1993: 320).
Marta Rodríguez lo consiguió. Después de un lapso en buena parte motivado por la tragedia personal de perder a su compañero de vida y de trabajo, el fotógrafo Jorge Silva (1911-1987), Marta Rodríguez volvió al documental con energía incansable y espíritu analítico. Entre las películas más recientes han de contarse Amapola, la flor maldita (1996) y Los hijos del trueno (1998), realizadas en combinación con su hijo Lucas Silva, así como Nunca más (2001), filmada junto con Fernando Restrepo Castañeda. Historia admirable de un documentalista, la de Marta Rodríguez. Historia que revisaré aquí con pasos largos.
Marta Rodríguez y Jorge Silva se conocieron y encontraron en los años sesenta y formaron una dupla creativa coherente de gran fuerza. Eran los años del “cine combatiente» o «militante», como ellos mismos lo llamaban (Valverde, 1978: 353), cuando los documentales en dicha línea estaban señalados no sólo a retratar situaciones sociales sino a denunciarlas para promover su cambio. Las de los sesenta y setenta fueron dos décadas largas, signadas por obras mayores que parecían iluminar el camino a las demás, La hora de los hornos (1968) de Solanas y Getino en los sesenta, y La batalla de Chile a lo largo de los setenta (1973-79). Si ésas eran las «catedrales» del documentalismo, las «iglesias» estaban hechas por brasileños, colombianos, salvadoreños, argentinos… No está de más llamarlas «iglesia», y añadirle «combativas», en lo que respecta a Rodríguez y Silva, entre otras cosas porque eran paralelas al compromiso de los sacerdotes del Tercer Mundo, y en su caso más específicamente al activismo del Padre Camilo Torres. Marta Rodríguez conoció a Torres en Francia, cuando se buscó a sí misma y se encontró precisamente en el documental, junto a Jean Rouch, el gran maestro[1].
Posteriormente, el cine de Marta Rodríguez, a medida que se iba desgranando en una y otra película, recorrió festivales y fue reconocido por su fuerza, su originalidad, el cuidado de su imagen, pero ante todo por lo que resultaba de todo eso: la habilidad para rescatar la «memoria popular», por dejar que sus propios personajes reales dieran cuenta de sus profundas tragedias personales y colectivas.
A raíz de la repentina muerte de Jorge Silva en 1987 salieron a la luz algunas páginas íntimas que este hombre y fotógrafo extraordinario escribiera sobre ambos. Nadie mejor que él hubiera podido definir en palabras el singular vínculo que lo relacionaba con Rodríguez:
Sin anillo de bodas ni ataduras, errábamos por insólitos sitios, mientras aprendíamos este complejo, horrible. Bello, deshonesto y corrompido país, pero andábamos en eso de aprendernos pareja, de reconocernos en la libertad que guiaba nuestros pasos y en nuestra piel descubrimos el país, y en el país un cine y en el cine todo aquello que éramos y no éramos, reconociendo los elementos de que estábamos hechos vos v yo cuando éramos el más largo camino, y el azar era el único punto de referencia (en Verejano, 1987: 31).
El origen social de Silva fue humilde, pero ese mismo origen le impulsó a construirse a sí mismo como persona. Marta Rodríguez lo recuerda y sintetiza su biografía de manera elocuente y objetiva:
[En el 65 conocí a Jorge]. Jorge era una persona que ya había hecho cine, había hecho un documental que se llama Los días de papel. Jorge tiene un origen muy pobre, proletario. Jorge es hijo de una indígena que emigra del Huila a un puerto en el río Magdalena, Girardot. Su padre era un tipo que tenía hijos por todo el río, de esos tipos que… Bueno, Jorge nunca tuvo padre. Y su madre era sirvienta, empleada, como llaman aquí, «sirvienta», esa palabra tan despectiva, analfabeta… / Entonces Jorge era muy frágil por la miseria, se enfermaba mucho del estómago y le dijeron a la mamá que se vinieran para Bogotá. /Jorge escribió una novela que desgraciadamente se refundió por ahí. Él narra en esa novela cómo se viene con su mamá y una medio hermana, en tren, a esta ciudad helada. Girardot tiene un clima de 30 grados. / Llega a esta nevera de Bogotá, su mamá es una sirvienta en la Candelaria, un barrio antiguo. Eran Jorge y su hermana, y a Jorge le quitan el nombre porque el hijo de la dueña se llamaba Jorge. El patrón y el sirviente le ponen José. Él era como el mandadero, el niño que cuidaba los pájaros. Hasta que la señora dice: ¡Dos chinos comen mucho, no me los aguanto! Y lo mandan al Amparo de niños. / Se educa en el Amparo de niños como hasta la adolescencia. Es una época muy dura, él escribió un guión para una película, pues quería hacer una película sobre el Amparo. Del frío, del hambre, de que le daban frijoles llenos de gorgojos, de la soledad, de la falta de la mamá. / Cuando sale se pone a trabajar como albañil para ayudar a la mamá. Pero como él no estudió sino hasta tercero de primaria, se la pasaba en la Luis Ángel Arango y era una persona que leía mucho, era un lector impresionante. / Entonces encuentra un tipo que le da trabajo como reportero en la Associated Press. Luego encuentra otro amigo, «el negro Forero», igual de proletario que él y hacen una película muy linda que se llama Los días de papel. Es una película sobre un niño muy pobre, con una cometa toda rota, como Chircales, de una hoja de papel, y un niño muy rico (Ramiro Puerta, el de Toronto, le hizo de niño rico. Ramiro luego me decía: Marta yo era el niño de Los días de papel de Jorge). / Hace esa película y entonces yo lo conozco. Lo conocí en un cineclub que hay aquí en la Alianza Francesa, que siempre hay pequeños cineclubes. Allí se la pasaba Jorge y yo le dije: quiero hacer los Chircales. Y como Jorge no tenía ni trabajo, ni nada, el hacia sólo cine y leer, pues era completamente libre y me dijo vamos a hacer los Chircales. Durante cinco años la hicimos. / Yo creo que la pasión más grande que tuvo en la vida Jorge fue el cine. Había hecho cine en cooperativa con su amigo Forero. Esa película nunca la terminó, la editó pero está sin sonido. Y luego trabajamos veinte años. En toda la obra mía esta él presente, ahora tengo al hijo, a Lucas [2].
Juntos, Rodríguez y Silva filmaron siete documentales, la excelencia del primero de los cuales fue de inmediato reconocida (Paloma de Oro en el Festival de Leipzig): Chircales (1968-1972, 42 minutos). Sigue siendo uno de los documentales colombianos máselocuentes de la realidad social y política colombiana. Desde su inicial exhibición en 1968 en Mérida (Venezuela), es un modelo de cine comprometido, de documental construido como un instrumento de concienciación e influencia para el cambio. Singularmente, Chircales se había iniciado como un proyecto de investigación social por un grupo de estudiantes orientado por Camilo Torres (quien poco después se uniría a la guerrilla). Hacer este film les llevó a Rodríguez y Silva cinco años, desde su primer contacto con la región hasta acabar de editarlo. Uno de esos años debieron convivir prácticamente con los trabajadores alfareros, y la introducción de la cámara para la filmación fue casi el resultado de la confianza generada a través del tiempo y la solidaridad.
El film comienza con imágenes de la ciudad: la Plaza Bolívar, soldados patrullando las calles, discursos electorales y triunfalistas, una voz “oficial» afirmando que no hay desigualdades sociales en Colombia, la llegada de Rockefeller. Durante las elecciones, un viejo votante se define «liberal» porque su padre había sido liberal, pero concluye escéptico en que “nada ha quedado de la política y de los presidentes”. El verdadero tema del film es esa nada: la pobreza absoluta y patética de los ladrilleros de origen campesino que han llegado a los cinturones de miseria de la capital y allí son explotados igualmente que en el pasado. “Del latifundio agrario al latifundio urbano”, señala un narrador desde la banda sonora y explica la estructura social y laboral que domina su producción: un terrateniente que alquila sus tierras a un arrendatario que controla la producción, y los obreros asalariados, que carecen de los “medios de producción o del producto final de su trabajo”. Viven, en resumidas cuentas, de un pago minúsculo para su estricta supervivencia.
Rodríguez y Silva eligieron a la familia de Alfredo y María Castañedo para registrar sus vidas humildes. Sin duda, las imágenes más imborrables del film corresponden a los niños cargadores de ladrillos. Desde que aprenden a caminar, son dispuestos como bestias de carga para ayudar en el trabajo familiar. Lejos de cualquier infancia ideal, protegida, llena de juguetes, estos niños padecen como esclavos de un régimen social, más cruel de lo que nadie pudiera imaginarse. Chircales registra la vida cotidiana de la familia y su propio registro es su comentario. Unas pocas secuencias fueron reconstruidas: el final, cuando la familia es despedida de la finca, y la primera comunión de la hija mayor, así como su deambular vestida en blanco, como ella soñaba[3]. En esta última secuencia, el film parece salir de su propio marco realista, pero el efecto es eficaz porque demuestra la «humanización» de sus criaturas, los sueños o esperanzas humildes de la adolescente.
A diferencia del típico dispositivo testimonial (“dar voz al quien no la tiene”), Chircales no se ocupa tanto de recoger los «testimonios» de sus protagonistas como sus imágenes, poderosas y convincentes para el propósito del film. De todos modos hay algunos de esos relatos: la visita de María al médico, quien le aconseja, sin más ayuda, que deje de “botar tantos limosneros al mundo” (ella ya tiene 11 hijos), o el final, cuando después de muchos años de trabajo para el arrendatario, éste los echa de su tierra y los convierte nuevamente en emigrantes desclasados y marginales. El film acaba con la imagen desolada de la familia en camino a otra tierra de nadie, pero esa imagen es compensada por una frase realista de Camilo Torres: “La lucha es larga, comencemos ya”.
La militancia de los años sesenta, incluido este film, ayudó a un cambio –por mínimo que fuese– de la suerte de los trabajadores, quienes conquistaron el derecho a la organización gremial. La última parte de Chircales, que no fue filmada, debió haberse hecho por estos mismos trabajadores exhibiendo la situación posterior, así como sus logros sindicales.
A este documental le siguieron Campesinos (1975) y Planas: las contradicciones del capitalismo – Testimonio de un etnocidio (1971, 32 minutos). Campesinos fue realizado entre 1970 y 1975 y se conoció sólo en ese último año. Por su lado, Planas no puede significar ni valorarse sólo por sus logros o sus defectos técnicos, su convencionalidad o su innovación en el género documental, ni siquiera por sus intenciones. Una valoración del cine activo (o de acción) implica la misma historia de su producción, ya que no se trata de un producto para contemplar pasivamente en una sala de festivales, sino para ayudar a cambiar el mismo mundo que la cámara registra[4]. Ese mundo es el de Planas, una región en los Llanos orientales de Colombia, con seis mil indígenas y una muy desigual distribución de la tierra: 380 mil hectáreas en manos de 75 colonos, de las cuales 190 mil les pertenecen a sólo diez colonos, mientas que las 14 mil supuestamente de los indígenas, aunque mínimas en comparación, son igualmente el objetivo de la rapiña de los colonos.
El documental comienza comparando el otro pasado «colonial» con el presente. La Conquista española, contada por los mismos indígenas, supuso «el saqueo, la explotación y el asesinato masivo» de los indios. Lo mismo sucede ahora, dice el narrador en off: «Hoy, como hace siglos, continúa la explotación y la persecución». Una serie de titulares de periódicos apoyan la denuncia desde la banda sonora. El documental se apoya momentáneamente en ellos como en «otros» documentos. En gran medida, Planas es un relato (desde la cámara y desde la grabadora), y en la misma medida impone su discurso explicativo.
Rodríguez y Silva se aproximaron a este tema sorteando los escollos de una situación laboral y política candente, que les resultaba a ellos mismos arriesgada. Cuando iniciaron su filmación, Planas estaba ocupada por el ejército en obvia complicidad con los colonos y en detrimento y represión de las reivindicaciones campesinas e indígenas. Como trabajadores, éstos se habían comenzado a unir en una cooperativa desde 1966, gracias a la iniciativa de Rafael Jaramillo Ulloa y quince indígenas, y dos años después la Cooperativa Agropecuaria contaba con 400 socios y un centro de atención médica, y representaba un «peligro» para los intereses de los patrones colonos. La «reacción» por un lado persiguió a Jaramillo tildándolo de «comunista», y por otro atentó contra la organización indígena y utilizó al ejército como brazo represor y asesino.
Las atrocidades del ejército llegaron al Senado de Colombia, pero el resultado fue nulo. Mientras los medios de prensa elogiaban al ejército y un programa crítico de televisión era censurado, los indígenas llegaron a la conclusión de que las vías «legales están cerradas». Como dice una mujer: “Para nosotros los indígenas no hay ley, para los blancos hay ley”. Y no se equivocaban. La represión en Planas continuó, con el ejército exterminando sistemáticamente a los «capitanes» (líderes) de cada grupo indígena, para sustituirlos por sus simpatizantes.
Burlando la vigilancia del ejército, Rodríguez y Silva realizaron este documental y le imprimieron un tono políticamente radical. A diferencia de Chircales, en que la gran fuerza del documental está en las imágenes poderosas (¿qué discurso de denuncia puede sustituir a las imágenes de los niños de cinco años acarreando ladrillos, como pequeños esclavos?), Planas busca su fuerza en el análisis, tanto o más que en la mostración. El análisis es el que compara la época de la Conquista con el presente, y el que introduce la denuncia de los crudos intereses económicos y de poder en el exterminio de esta población indígena (la concesión de su territorio a compañías norteamericanas de prospección petrolera). Aunque también «da voz» a los campesinos y espacio para que éstos denuncien haber sido torturados por parte del ejército, la fuerza de ese testimonio se atenúa ante la recreación de algunas secuencias, y por el hecho de que algunas entrevistas fueron realizadas más tarde en Bogotá, por no haber podido ser realizadas in situ.
Además de una denuncia directa sobre un hecho específico, histórico, que estaba sucediendo en el mismo momento de su filmación, Planas consigue el noble esfuerzo de dignificar a sus personajes. El modo poderoso que el film tiene de contrarrestar los prejuicios étnicos y sociales respecto a los indígenas (el narrador señala que los indígenas son denominados «irracionales» por los blancos más retrógrados, y la consigna implícita, y a veces explícita, consiste en solucionar el «problema» indígena con el genocidio) consiste en exhibir su cotidianidad. La cotidianidad humaniza. De ahí el tiempo de pantalla dedicado a mostrar un modo diferente de pensamiento «científico» entre los indígenas cuando éstos convierten la yuca, pese a sus elementos tóxicos, en alimento fundamental. Cómo ellos consiguen, con la forzosa carencia de sofisticados laboratorios químicos, eliminar el veneno de la yuca. En otras escenas, las mujeres tejen, los hombres trabajan la tierra. En su cotidianidad, no se distinguen de ningún otro campesino del mundo occidental, a quien nadie osaría llamar «irracional». En este sentido, Planas colabora magníficamente en dignificar la imagen pública de los indígenas. Y también en dignificar el ejercicio del cine documental.
En 1980 Rodríguez y Silva dieron a conocer La voz de los sobrevivientes, documental de 16 minutos. La represión de indígenas de la región del Cauca por el ejército y los terratenientes, en la década de los setenta, motivó este documental crudo, elemental y directo. Por una parte, se trató de presentar los seis puntos centrales del «Programa» del Consejo Regional Indígena (CRIC) del Cauca: 1) Recuperar nuestras tierras; 2) ampliar los resguardos; 3) fortalecer los Cabildos indígenas; 4) no pagar «terrajes»; 5) hacer conocer las leyes sobre indígenas y exigir su justa aplicación; y 6) defender nuestra historia, nuestra lengua y nuestras costumbres. Sin embargo, el documental no abunda ni en estos temas ni en la historia del movimiento, y se concentra, mejor, en la circunstancia de la visita a la región de una comisión de Amnesty International para recabar testimonios sobre torturas a campesinos. Un relator (campesino) plantea en síntesis la historia del CRIC, surgido entre 1970 y 1971, historia que se resume en la represión por parte del ejército y en las muertes sucesivas de líderes campesinos. En toda esta primera parte, La voz de los sobrevivientes es un recuento de la organización y las muertes violentas de los dirigentes de comunidades y cabildantes a manos de los «pájaros» (nombre común, originado en el período de la Violencia, para designar a los asesinos a sueldo).
De inmediato el documental se dedica a filmar una sesión del Comité de AI. Aunque todos los testimonios a presentar debían hacerse por escrito, el documental recoge al menos el testimonio directo de cinco campesinos víctimas de la tortura militar, entre ellos dos mujeres. Mientras las víctimas (los «sobrevivientes» del título) refieren sus historias de dolor, la cámara recorre los rostros de los integrantes del Comité, y se detiene en ellos con close-ups. No hay expresividad en esos rostros de individuos dedicados a registrar la historia de las víctimas –en todo caso, una gestualidad de atención humana y respetuosa hacia los testimonios. En contraste, las dos mujeres le confieren al documental la expresión más patética de sus experiencias, aunque en sentidos diferentes y complementarios. Mientras la primera de ellas, más joven, se refiere a las torturas sufridas durante nueve meses de detención, y ante todo a las psicológicas, la segunda, más madura, plantea la decisión de luchar contra la injusticia, aún al precio de la vida. Viuda, cita a su esposo, tan decidido como ella a la pelea. “Seguiré luchando contra gobierno y terratenientes, que son una sola persona”, dice con calma y firmeza. Y el documental concluye con el primer plano de su rostro surcado de arrugas, curtido, sufrido. La voz de los sobrevivientes no es un documental tan cuidado y elaborado, en sus imágenes o en su denuncia, como otros anteriores y posteriores de Rodríguez y Silva, y así y todo resulta coherente con la conducta fílmica de su obra, con la voluntad de los cineastas de emplear el cine como un arma constructiva, de concienciación social y política.
Filmada entre 1978 y 1981, Nuestra voz de tierra, memoria y futuro (109 minutos) fue tal vez la película más creativa del binomio Rodríguez-Silva en tanto su opción fílmica fue más allá de la forma documental o de la investigación antropológica. Aunque el compromiso social y político de los autores está asumido con respecto a las comunidades indígenas del Cauca colombiano, esta vez se propusieron ahondar no sólo en las condiciones laborales y sociales sino en la interioridad ideológica de sus protagonistas, expresando esa interioridad con verdadera poesía y plasticidad. La «ideología» no es solamente «política», aunque finalmente ella resulta predominante no importa cuantas vías simbólicas se tomen, porque la propuesta tiende a bucear en los miedos y en las representaciones del imaginario indígena. Para reconstruir ese imaginario, Rodríguez y Silva se valieron de máscaras y maquillaje con que representaban, ante todo, al Diablo y a los Terratenientes.
Un juego muy intenso de cotejos y paralelismos entre los relatos orales del presente y los testimonios indígenas de la Conquista española, más las representaciones escultóricas ecuestres de aquellos Conquistadores, le permite a los autores emplear, recalcar (aunque no exista mucho desarrollo) uno de sus motivos favoritos: que la masacre de indígenas característica del violento proceso de Conquista y Catequización no se detuvo en una época pasada, sino que, bajo otras formas o maneras, llega hasta el presente. Sólo que esa historia tiene dos vías, y así como los indígenas fueron las víctimas del robo y pillaje de sus tierras, muchas de las cuales pasaron al dominio de la Iglesia, también el pasado podía poner en manos de los indígenas del presente algunos títulos de propiedad de 1795 que fundamentaban una «recuperación» de propiedades. La película narra ambos movimientos oscilatorios: el despojo a los indígenas por parte del capitalismo (los terratenientes) y los movimientos de reivindicación social de las víctimas.
Lo que hace particularmente interesante –y fascinante– el nuevo enfoque de los cineastas es su propia capacidad de renovación, que a su vez ellos también vieron y valoraron en sus personajes (Nacer de nuevo, 1987,31 minutos). Ese cambio de rumbo hacia un cine cuya puesta en escena es otro modo de ver la realidad indígena y campesina, fue decidido por la propia realidad cuando Rodríguez y Silva visitaron la hacienda «Canaán’, que había sido reapropiada por los indígenas. Allí, en la cocina, escucharon una historia estremecedora de fantasmas (el Mito de la Huecada): cómo unos jinetes en busca de vacas perdidas fueron a dar a una zona remota de los cerros donde las encontraron, pero encerradas en un brete por el Diablo. La película recrea esa misma escena: son los trabajadores quienes hablan sobre el diablo, y los autores quienes lo ponen en escena. Sin embargo, más que las folklóricas historias del Diablo contadas por los campesinos en muchas partes del mundo, aquí los mismos indígenas reconocían claras asociaciones entre el Diablo y los Terratenientes, y hasta se referían al pacto mefistofélico: “Algunos ricos se han enriquecido porque han tenido contacto con el Diablo, y el Diablo les ha dado plata”. Rodríguez y Silva buscan un difícil equilibrio entre lo testimonial y esta suerte de «realismo mágico» del imaginario[5].
La puesta en escena es muy elaborada y por eso va más allá de simplemente «ilustrar» una conseja, un relato de supersticiones. Su juego consiste también en comparar la figura del Terrateniente con la de la estatua ecuestre de un conquistador, identificando implícitamente las dos épocas a través del simbolismo. Pero como la lucha por la tierra (que es el tema central de la película) no puede desvirtuarse en una serie de relatos de fantasmas, la «finca salada», la «Malahora», el «Mal viento» (a su vez magníficamente adaptados al hermoso paisaje de neblinas), en la banda sonora se incluye un campesino indígena analizando y desmitificando el elemento «metafísico» como un dispositivo simbólico con que referirse al imperialismo norteamericano, o a la clase social de los Terratenientes.
La expresividad formal de esta película no se restringe a la puesta en escena de los relatos mágicos. Todo el film denota un cuidado plástico innegable, con intensos primeros planos de rostros, manos y pies curtidos por la tierra. La cámara misma investiga, como si quisiera horadar en una realidad densa, sea la de los rostros indígenas o la de los militares. Sólo que en este segundo actante, la película cumple el hallazgo de un par de secuencias admirables por su oportunidad y elocuencia política. Una es el homenaje que la Academia Colombiana de Historia les tributa a un grupo de militares de graduación, agradeciéndoles su “noble función docente”. Esa vergonzosa escena contrasta con el desconocimiento colombiano de la historia indígena. Estos mismos lo declaran: “Desconocemos nuestra historia. No nos la enseñan”, al punto de que el 12 de octubre tiene un significado negativo para ellos: “Para nosotros es día de luto, desgraciado, porque destruyeron nuestra civilización, nuestra raza”. La otra secuencia tiene que ver justamente con el Día de la Raza, cuando desde la banda sonora se reproduce otro vergonzoso discurso de un locutor, quien señala que el Día de la Raza celebra en todo caso una raza inexistente porque “indios ya no tenemos”.
Aunque no existe triunfalismo político e ideológico en las películas de Rodríguez y Silva, su enfoque es positivo porque se trata de una mirada de lucha permanente. De ahí su vinculación con la CRIC y hasta cierto punto su dependencia, en cuanto a los contenidos políticos, del Consejo Regional Indígena, cuyos miembros aparecen también aquí, recobrando haciendas o denunciando el asesinato de 48 dirigentes asesinados a lo largo de su corta historia como movimiento. También resulta importante para el documental cerrarse en torno a la figura ideológicamente robusta de Gertrudis Lame, viuda del líder Justiniano Lame, asesinado. “No nos vamos a quedar durmiendo”, dice la mujer, con un espíritu curtido de desafío. Y basa esa promesa en los ideales de su marido, que ha hecho suyos y de sus hijos. “No nos morimos de miedo. Para morir, hemos nacido –pero luchando. No nos acobardamos. Justiniano nunca les enseñó timidez a sus hijos”.
La innegable belleza de Nuestra voz de tierra, memoria y futuro no proviene simplemente de un cuidado fotográfico y una puesta en escena imaginativa y expresiva; eso importa, pero lo que más aporta a esa belleza está en la virtud de haber sacado de la interioridad de sus personajes la belleza de espíritus indoblegables. La verdadera reivindicación humana. En un mundo de pobreza y dolor, existe al menos esa riqueza. Y con elocuencia, entusiasmo y compromiso, Rodríguez y Silva han sabido trasmitirla al espectador. Por eso, Nuestra voz de tierra, memoria y futuro es una de las películas verdaderamente fascinantes de América Latina.
A este film le siguió otro, más «creativo» en sentido convencional, por utilizar la ficción junto al documental: Nacer de nuevo (1987). Presentado en tanto proyecto a Focine como un corto de ficción, Nacer de nuevo corresponde a una nueva etapa en la obra fílmica de Marta Rodríguez. Viuda ya entonces de Jorge Silva, la película le está dedicada de una manera significativa: “Jorge, continuaremos tu obra mientras exista un explotado en Colombia”. Más que una dedicatoria es una promesa y una afirmación de vocación.
En todo caso, la ambigüedad entre el documental directo (o incluso elaborado) y el cine de ficción queda subsumida en el personaje central de esta película tan excepcional como las anteriores. En Armero, un «pueblo maldito» porque el Papa lo maldijo a raíz de la muerte violenta de un sacerdote, estalla el volcán y el pueblo queda en ruinas, convertido en un pueblo fantasma. Entre los muchos damnificados, María Eugenia Vargas, una anciana de setenta y un años, es, entre otras cosas, una actriz nata. No necesita script:ella habla todo el tiempo y sus expresiones y lenguaje resultan vivos, enjundiosos, pujantes. Tal vez «en la vida real» hubiera sido una abuela insufrible, por mandona, y aquí se incluye un par de secuencias en que revela ese carácter, por ejemplo cuando hace levantar de la cama a su vecino Carlos, acusándolo de haragán y coqueteando con él ya que el hombre la «pretende».
Lo más singular de María Eugenia Vargas se cifra en dos aspectos. Uno es el lenguaje y la idiosincrasia, que la hacen única. Su español es inusual en un personaje iletrado como es ella, y el ingenio de su habla enriquece aún más la expresión. El otro es su actitud ante la vida. Aunque pobre y arrojada a vivir en una carpa (dentro de una cancha de fútbol) por los «desastres soberanos», demuestra una alegría de vivir como nadie de su edad, y acaso tampoco nadie menor que ella: “Tengo 71 años y quiero vivir 100 para reponer lo que perdí en la avalancha”, aclara. El contraste con Carlos no podría ser mayor. El hombre, de 76 años, vive acostado en su catre, sin ánimo de levantarse. Acepta incluso que le gustaría morirse. No tiene ya nada que esperar, que hacer. Un día ella se viste primorosa, con el vestido que Carlos le había regalado, y salen juntos a pasear por el pueblo. Sin embargo, el cine es coto prohibido. “No me gusta el cine porque no quiero volverme loca”, afirma, luego de narrar que una pareja entró alguna vez al cine y el hombre, al salir, estaba loco.
María Eugenia vive rodeada de animales. Los alimenta porque, como recuerda un dicho de su padre, “El que come y el que caga no se muere”. Uno de esos animales domésticos es una gallina: la llama la «Cubana» porque se la envió Fidel Castro. Aunque no se aclaran las circunstancias, deben haber estado referidas al siniestro de Armero y a la solidaridad cubana con las víctimas. De todos modos, funciona magníficamente la incongruencia de obsequios entre Fidel Castro y María Eugenia Vargas. Ella afirma que alguna vez retribuirá el obsequio enviándole a Castro una cadena de oro. En gran medida el rasgo peculiar de esta película proviene de haber hallado a un personaje singular sobre el que construirse. El personaje encarna muchas cosas entrañables: las creencias míticas que no oscurecen una visión lúcida de lo real, el tesón de vivir, un discurso claro y tajante sobre la pobreza y la falta de respuesta de los gobernantes.
Todos estos rasgos eran, de un modo u otro, los que el cine de Rodríguez y Silva perseguían en sus personajes, y aquí se encuentran oportunamente encarnados en Vargas. El simbolismo del título implica un resurgir del desastre, una especie de Ave Fénix que resurge de los escombros. Claramente es el caso de María Eugenia Vargas y el espectador puede fácilmente encontrar la razón de que lo sea, a través de la fuerza vital de esta mujer. Pero también lo es, en segundo plano, de Marta Rodríguez, quien tras perder a Jorge Silva tuvo que encontrar, también ella, los caminos para «nacer de nuevo». Esta película era un trabajo de ambos, y por ello no sólo se acredita la fotografía a Silva, sino que, al final, aparece el cineasta en algunas fotos fijas junto con su personaje. Vargas señala en la conclusión del film, “Uno tiene que tener valor hasta para morirse”, mientras el film recoge la imagen de Jorge Silva como un tributo que demuestra un admirable valor equivalente –del personaje central y de la autora– para vivir.
El último documental que hicieron juntos Rodríguez y Silva fue Amor, mujeres y flores (1987, 52 minutos), y tiene la fuerza de denuncia pletórica de todos los anteriores. La ironía del título es también una «ironía de la vida». Con innegable sentimiento romántico, tantas veces el imaginario masculino ha asociado estas tres presencias reales y simbólicas: el amor, las mujeres, las flores. El documental va más allá, no necesariamente a desmitificar la simbología o las costumbres rituales en torno a las flores y al amor, sino a analizar, en términos humanos, «¿cuánto cuesta producir belleza?» Y para eso investigan, registran, filman, la industria de la floricultura en su país, una industria millonaria, de exportación, que inesperadamente implica enfermedad y muerte. Una de las trabajadoras sintetiza el problema con una frase letal: “Detrás de cada flor hay una muerte”.
Los documentalistas usan profusamente, desde la banda de sonido, una entrevista realizada con uno de los mayores inversores en la industria. No importa que su acento sea marcadamente extranjero, aunque la connotación política implícita es también obvia. Mientras en esa entrevista se habla con orgullo del desarrollo de la floricultura en Colombia, a lo largo de dos décadas, en cambio sí aparecen diversas mujeres trabajadoras testimoniando sus padecimientos: leucemia, epilepsia, pérdida de la vista, abortos. La causa aparente: los fumicidas empleados en el tratamiento de la tierra y de las plantas, los productos químicos como Tiodan, Paration o Antracol, que, aunque prohibidos en los Estados Unidos o en países europeos por su efectos nocivos sobre las personas, en Colombia y otros países latinoamericanos prosperan bajo el sello de las mismas productoras internacionales (como Bayer).
Diferentes testimonios de intoxicación de parte de los hombres fumigadores, así como de las mujeres que cortan y luego preparan las flores manualmente, llegan al mismo resultado: “Uno va envejeciendo prematuramente. En las flores, un año de trabajo es un año menos aún de vida”. En este sentido, el documental da la oportunidad a las trabajadoras para expresar sus condiciones de trabajo y su relación con los trastornos de la salud. Como es casi de rigor en el documental de testimonio, el cine está dedicado a dar la voz a quienes no la tienen.
La condición del documental de choque y denuncia implica un punto de vista, una toma de partido. No se trata de una investigación periodística en que cada denuncia es acometida desde diversos ángulos, sin dejar fuera precisamente el costado científico. ¿Es posible desde un punto de vista científico que los productos químicos produzcan ‘leucemia» y «epilepsia», o se trata de diagnósticos apresurados de un cuerpo médico poco interesado en proteger la salud de los campesinos? En cualquiera de los casos, la situación es dramática, y el documental no pierde tiempo ni energía bizantina más allá de su investigación básica, casi contextual, o antropológica, ni entra a «decidir» sobre los presupuestos reales de la relación enfermedad-trabajo.
Esto es importante porque configura una visión del cine, una idea clara sobre cuál es la función de éste, ante todo en un género tan sinuoso como el documental. La noción de cine que transpira Amor, mujeres y flores pone a éste al servicio de un grupo numeroso de explotados. Los explotados pueden serlo porque sus patrones abusan de la relación salario-trabajo, o porque los dueños de los medios de producción no respetan humanamente la salud y la vida de sus empleados. Una de las trabajadoras emplea un símil eficaz para mostrar esta discordancia: “Uno es como una flor. Debe cuidarse, como ella”. La práctica, sin embargo, es opuesta. Para crear belleza, la belleza de la flor, la medicina «preventiva» son los fumicidas que destruyen la tierra a la vez que a los enemigos biológicos de la flor. La belleza de una flor está protegida, cuidada. Quienes no lo están son las mujeres que trabajan con ellas. El mito romántico se deshace. Si para el imaginario masculino, las mujeres son metafóricamente flores, lo cierto es que en la realidad resultan las víctimas de la flor. Pero el mito continúa.
El 11 de mayo de 1978 estalla una huelga contra la empresa Bogotá’s Flowers Ltda. Los trabajadores determinan su “cese de actividades en defensa de nuestros intereses”. Tras 55 días de paro, la empresa pasó a manos de los trabajadores. La película registra ese momento emocional, en unas pocas entrevistas. “Tenemos que estar unidos para poder seguir”. La historia no culmina tan fácil: tiempo después el ejército desaloja a los trabajadores y la empresa es retomada por sus antiguos dueños. De todos modos, sin triunfalismos, el sentido de la película, aquello que la justifica, reside en que los trabajadores se organizaron por sus derechos y el film acompañó esos reclamos. Sin embargo, se trata también de un film «herido». En un breve epílogo emocional desde la banda sonora, Marta Rodríguez da cuenta del fallecimiento de Jorge Silva, a los 46 años, el 28 de enero de 1987. Gracias a ese epilogo, Amor, mujeres y flores se convierte en el testamento político y cinematográfico de un fotógrafo que se convirtió en uno de los cineastas más activos, talentosos, apasionados y comprometidos de su época.
Con la muerte de Silva llegó el tiempo del duelo, así como el de terminar los trabajos que habían realizado juntos. Hay un hermoso poema de Víctor Gaviria (poeta y cineasta colombiano) que reflexiona, ante la muerte de un amigo, sobre las tareas que dejó sin hacer. Y el poema sugiere que las retomen todos (Gaviria, 1980). En el caso de Silva, nadie mejor que Rodríguez para continuar la tarea, dado que ella era al menos la mitad del esfuerzo, la mitad del mérito.
En 1992, Marta Rodríguez e Iván Trujillo (hijo de Jorge Sanjinés) se encargan de la edición de Memoria viva, que fue filmada por los propios indígenas y cuyo tema es el trágico registro de una masacre.
Más tarde, Marta Rodríguez retoma su vocación, esta vez al lado de su hijo, al que entrena y protege al mismo tiempo. La época es diferente. Ha cambiado algo fundamental. Ya no es posible mantener el mismo estilo del cine «combatiente» y manejar un lenguaje antiimperialista como su usaba en los años sesenta y setenta. El cine seguirá siendo comprometido con la sociedad, Estados Unidos sigue siendo un intruso a través de corporaciones y el ejército. En el panorama nacional colombiano el tráfico de drogas ha pasado a primer plano. Los «narcos» construyen su propio imperio, corrompen al país. La guerrilla subsiste, toma fuerza. Los militares aceptan la ayuda norteamericana. Los paramilitares se asumen como un ejército ilegal de asesinos, al punto de que Estados Unidos, después de septiembre de 2001, se ve precisado a declararlos «terroristas». En este contexto ya no es la lucha política por el poder –de grupos progresistas, de izquierda– lo que guía una vocación de cine desde su costado ideológico. Es la defensa de los «derechos humanos». Al menos en las últimas tres décadas, el tema de los «derechos humanos» empieza a tener una primacía en el mundo. Las víctimas siguen siendo las mismas, o pertenecientes a un mismo sector –campesinos, indígenas, trabajadores–, pero el discurso para enfocar su problemática será diferente.
También empieza a ser diferente el medio a utilizar. Silva era un fotógrafo y no había usado el video en sus documentales. A partir de los noventa, los altos costos de producción y las estrategias de filmación fueron obligando a los documentalistas a utilizar el video en vez del cine. El desarrollo tecnológico y la transferencia de tecnologías hicieron del formato digital, si bien no un substituto en calidad de la fotografía, sí una alternativa digna.
Amapola, la flor maldita (1996, 31 minutos) es la primer película en video que Marta Rodríguez emprende junto con su hijo Lucas Silva. En Amapola, la flor maldita Rodríguez y Lucas Silva replantean los términos de la problemática indígena siguiendo los planteamientos de éstos mismos. Los indígenas guanbianos fueron «utilizados» por los traficantes. Aunque siempre mal remunerado, el cultivo de la amapola redundaba en mejores beneficios económicos para los indígenas y campesinos. No los sacaba de la pobreza inmemorial, pero los ayudaba, aparte el hecho de que la amapola formaba parte de su propia cultura agraria. La tierra, fatigada por más de dos siglos de explotación continua, se había vuelto inservible económicamente para plantíos lícitos pero cada vez más magros. Entonces el ejército no solamente llegó a reprimir y a incinerar los plantíos, sino también a fumigarlos con poderosos herbicidas de carácter experimental.
El documental integra titulares de periódicos y noticieros de televisión sobre el tema candente de las fumigaciones y sus efectos nocivos sobre la salud. Las nuevas políticas de gobierno tendieron a combatir el cultivo de amapola sin otras consideraciones, siguiendo directivas de Estados Unidos. Lentamente, sin embargo, diversas voces de protesta comenzaron a alzarse, desde el punto de vista médico (niños nacidos deformes a causa del daño ambiental), desde el punto de vista de la cultura regional (los poderosos herbicidas no sólo destruyeron plantíos de marihuana y de amapola, sino de plantas medicinales utilizadas tradicionalmente durante cientos de años), y desde el punto de vista de los derechos étnicos e individuales. La película misma se propone como una de esas voces de protesta y de alerta.
Por eso, lo más eficaz del documental y sus planteamientos, es el cambio de énfasis propuesto. Por una parte, los líderes indígenas consideran la coca como una «planta sagrada» de su cultura. Ellos no inventaron la industrialización, su conversión en droga de exportación (ante todo a los mercados de Estados Unidos y de Europa), no obstante lo cual la represión sólo parece existir en su territorio. Dentro de la lógica de combate contra uno de los problemas más graves que afronta el mundo industrializado (la drogadicción), la represión directa no ha dado resultados. “Tiene que haber una solución, no [la de} fumigar”, señala un indígena. Es educación y apoyo económico del gobierno para una conversión agraria lo que las etnias necesitan, ya que la «reforma agraria» jamás pasó por sus territorios, y la pobreza los empuja a buscar la salida económica con los cultivos «ilícitos». Como en alguna secuencia del documental señala un líder indígena, la «autoridad» de los Cabildos ha ido desapareciendo ante la violencia. La vara de autoridad no tiene ningún efecto ante las armas mortíferas de los narcotraficantes.
Aunque la solución a estos problemas está lejos de aparecer, el documental no cae en el derrotismo a la vez que evita cuidadosamente el triunfalismo. Fiel a la práctica de un cine documental lúcidamente esperanzador, la película de Marta Rodríguez culmina con las palabras de una mujer fuerte (un dispositivo que aparece para cerrar otros de sus documentales). En la última secuencia, una líder arhuaca, Leonor Zalabata interpreta las prácticas fumigatorias como una «justificación del poder» frente a las exigencias norteamericanas, al tiempo que define la índole permanente de su esfuerzo o lucha: “La política siempre se aplica a [se ensaña con] los territorios más débiles. Ellos nos han creado una política de resistencia, y nosotros la hemos desarrollado”.
Excelente afirmación dialéctica: la represión produce la resistencia, y la cultura de resistencia busca y encuentra sus vías de supervivencia. El documental (como señal de supervivencia y renovación de una práctica necesaria) podría definirse en términos similares. La represión crea un cine de resistencia, y ese cine encuentra a su vez los medios para sobrevivir v seguir luchando.
El segundo documental de Rodríguez y Lucas Silva fue Los hijos del trueno (1998, 54 minutos). Los habitantes de la región del Cauca le entregan, a este documental doloroso, sus personajes fundamentales: indígenas de extracción humilde, trabajadores de la tierra a merced de la indiferencia de los gobiernos nacionales, así como de la furia de los fenómenos naturales. En rigor, las dos preocupaciones centrales del documental giran en torno al registro de las luchas sociales por los derechos en tanto etnias y en tanto trabajadores, y también sobre los resultados devastadores de un terremoto sucedido en 1994. Un tema tiene relación con el otro, siquiera porque ambos se conjuntan para mantener a esta extensa población en los niveles más bajos de la pobreza, al tiempo que muchos luchan, con creciente conciencia sobre su propia humanidad. Esta conciencia proviene de movimientos como el del CRIC (Consejo Regional Indígena del Cauca), que aparece como una continuación del activismo social y político de los años treinta por las reivindicaciones laborales. En todo caso, en los noventa, a un paso del nuevo siglo y del nuevo milenio, el CRIC es el interlocutor indígena con un gobierno que al menos no puede dar la espalda a estas etnias. La conciencia también proviene de trabajos concretos, pequeños pero de enorme dignificación, como la enseñanza primaria dirigida a los niños. Una de las secuencias más conmovedoras del documental incluye el testimonio de una joven maestra de primaria, quien perdió a sus hijas durante el terremoto y sin embargo continúa su actividad dedicada a los niños sobrevivientes.
Aunque es obvia la simpatía política del documental sobre sus personajes, resulta claro también el hecho de que esa lucha está prácticamente desprovista de ideologías políticas, salvo en referencia a los derechos. Su politización se desenvuelve en torno a la doctrina de los derechos humanos. La crítica a Estados Unidos es clara y necesaria, y aquí se centra en el hecho de que sigue siendo un intruso en la cultura ancestral: el cultivo de la amapola era tradicional hasta que sólo en tiempos recientes fue considerado ilícito. Otra vez, son los Estados Unidos los que dejan caer el peso de su influencia para combatir el narcotráfico, sin considerar que hay una estructura económica (la bajada del precio de los productos tradicionales vis-a-vis el alto precio de la cocaína y heroína) que se traduce en miseria campesina y necesidad de prosperar.
La política de represión no soluciona el problema del agro; tal vez los millones de dólares dedicados a combatir el narcotráfico fueran más eficaces dedicados a transformar las estructuras económicas básicas de la región. Otras contradicciones podrían ser más anecdóticas o circunstanciales, pero de todos modos interesantes, como la de que la lucha antidroga estuviese en manos de un militar (McCaffrey), veterano de la guerra de Vietnam en la que los Estados Unidos empleó napalm. La CRIC se opone a la fumigación masiva con productos tóxicos que generan defectos de nacimiento y enfermedades. Esos productos son el nuevo «napalm» de una guerra que continúa.
El terremoto de 1994 resultó en 1500 muertos y más de mil desaparecidos. Las comunidades indígenas vieron derrumbadas sus casas y escuelas. Operaciones gubernamentales de salvataje ayudaron a desplazar a las victimas, pero los muertos no resucitaron, y la pobreza siguió en las orillas de la miseria. A consecuencia del terremoto los geólogos calificaron una amplia zona como «roja» (de alto riesgo), que los campesinos deberían evacuar. La resistencia a hacerlo se debió a profundos sentimientos de arraigo, y a la incertidumbre sobre los «saberes» ajenos: de ahí que los indígenas hicieran sus propias consultas a sus sabios, y muchos consideraran religiosamente como un «castigo de Dios» aquel movimiento telúrico. En todo caso, los proyectos no consistieron en abandonar la tierra sino en fortalecerla: las plantas anti-derrumbes como la cabuya ayudan al suelo en los momentos más críticos.
A lo largo de su producción de cine y de video, Mana Rodríguez ha mostrado una realidad que la «modernidad» del país se niega a contemplar: la vida de las etnias indígenas en su larga lucha cotidiana e histórica. Lo que un film como Los hijos del trueno ayuda a comprender es que hay otras concepciones, diferentes y hasta poéticas en su propio sentido, sobre la relación del individuo con la tierra, o sobre la tierra misma. Como uno de los maestros explica, la tierra tiene cuerpo, igual que los seres humanos. Elocuentemente, la película comienza mostrando unas manos viejas, que no sólo simbólica sino realmente han trabajado toda una vida, han empuñado banderas sindicales, habrán cobijado a sus hijos. La melancolía que este documental puede despertar en sus espectadores tiene que ver con la sensación de reinicio que tienen todas las luchas sociales. Aunque el CRIC tenga 26 años de activismo, aunque las luchas por los derechos se iniciaran hace más de seis décadas, todavía es necesario realizar manifestaciones, cerrar carreteras, empuñar garrotes para que un ministro llegue y dé nuevas esperanzas, hable de otro convenio y de otras medidas que, esta vez sí, ayudarán a mejorar la vida de los más desheredados.
Varios años dedicaron Marta Rodríguez y Fernando Restrepo Castañeda a documentar el conflicto de los «desplazados» en un documental apropiadamente titulado Nunca más (2001, 56 minutos). En 1997 casi mil familias, con un total de cuatro mil personas fueron «desplazadas» de sus tierras originales en la región del Chocó, que había sido su región nativa durante décadas, desde que tenían memoria. “Sacar a un campesino de su tierra es como arrancarle el alma”, dice una mujer campesina, y sabe de qué habla. Aunque emigraciones ha habido siempre en la historia de la humanidad, la del Chocó (así como muchas otras) ha sido forzada por intereses nunca aclarados. En este caso, dada la biodiversidad de la zona, que la hace naturalmente rica, sin duda había diferentes intereses y motivos, desde trasnacionales a nacionales, orientados por la codicia territorial e impulsados por la guerra vesánica que ha asolado a Colombia durante muchas décadas.
Marta Rodríguez y Fernando Restrepo Castañeda se internaron por la región y elaboraron un documental grávido de denuncia social y política. Aunque no buscan un «culpable» o un «chivo expiatorio» (la expulsión ocurrió durante el gobierno de Samper y continuó en el de Pastrana), es claro por los testimonios que el ejército envió por delante, como brazo mercenario, a las huestes máss feroces de «paramilitares» dirigidos por el Comandante Carlos Castaño.
Una parte del documental, podría decirse, es testimonial de las circunstancias más brutales e inhumanas con que paramilitares invadieron la zona y expulsaron a sus habitantes, dejando una estela sangrienta de muertos sin provocación. Sólo la «sospecha» y la fácil acusación de «guerrilleros» motivaban el asesinato más cruel, narrado por testigos con todos sus detalles. Una zona de pescadores, habitada por mujeres y niños desde que sus esposos habían salido a la pesca, fue asumida como «guerrillera» por la ausencia de los hombres, y las mujeres y niños tratados como tales, es decir, en condiciones infrahumanas.
Sin embargo, el documental equilibra su estilo y busca su propia identidad como género, más allá del propósito primario y elemental de la denuncia. La denuncia es importante porque se trata del único documento (validado y enriquecido por unas escasas tomas «de archivo» de programas de noticias, filmadas inmediatamente después de la masacre) que revela el problema de los derechos humanos conculcados con absoluta impunidad. Al final del documental se indica, buscándose su razón de ser: “Si el documental es la recuperación de la memoria, que esta historia sirva… para que en Colombia estos crímenes no queden impunes”.
Así y todo, el documental es lo que se propone y mucho más, porque también en la forma, curiosamente, depende de sus sujetos. Su sujeto es el grupo social mencionado, los campesinos «refugiados» debido a una guerra, pero la cultura campesina a su vez se le impone al documental y éste, cuya tarea específica consiste en registrar, registra. ¿Y qué registrar? Las canciones con que el grupo «recupera su memoria» y, al modo de los «corridos mexicanos», cuenta los hechos una y otra vez. Nunca más recurre a este expediente y no como una «puesta en escena» (lo cual sería legítimo como modalidad moderna del género) sino como un gesto disciplinado v obediente ante su sujeto. Un trío femenino una vez, un hombre otra, una tercera vez otro hombre, son varios los «artistas» campesinos que crean o repiten (como los aedas) la «historia» de la cual han sido víctimas. A falta de medios periodísticos, a falta de archivos, bibliotecas y museos, esta gente pobrísima, que ni calzado tiene, mantiene la memoria gracias a su peculiar forma de arte. Y no sólo ésa, sino también el teatro, la representación, por ejemplo cuando se refieren a un programa de recuperación y signan cada concepto (verdad, libertad, justicia, solidaridad y fraternidad) con cintas de diferentes colores, y los explican y representan. La sociedad analfabeta «escribe» a su manera, y el documental funciona como una escritura sobre otra escritura.
Además es importante añadir otra más: los dibujos infantiles. Estos también abundan en «imaginar» a los paramilitares arrasando, matando, y los helicópteros militares de apoyo sembrando muerte desde el cielo. El dibujo es un arte, y aunque infantil, éste no está desprovisto de talento y de belleza. La belleza mortífera de la imaginación que reproduce el drama real.
Nunca más está muy bien organizado en su estructura interna y en el uso de sus dispositivos, que no se agotan en los señalados hasta aquí. Es informativo (la información proviene, como en los antiguos ejemplos de la antropología, de los «informantes», los individuos más articulados que pueden reconstruir la historia con mayor elocuencia), es dramático y emocional (las mujeres que narran cómo sus esposos fueron secuestrados y asesinados), es doloroso (ante todo, por las miradas de los niños), pero en ningún momento resulta intrusivo, ni abusa de los participantes, al contrario, éstos parecen dominar el medio de comunicación.
Toda historia de masacres corre el riesgo de la amplificación tremendista, y sin embargo, en bocas de los testigos y narradores locales, el relato, sin dejar de ser trágico, es a la vez cotidiano, absolutamente verosímil. Y si se llega a este resultado es también porque la estructura de Nunca más no es derrotista ni de simple denuncia. El ciclo visual se cierra con un texto (además del ya citado sobre la naturaleza del documental), que informa sobre la circunstancias de los desplazados: “Tras arduas negociaciones con el estado, los más de 2000 desplazados de la cuenca del Cacarica han ido retornando a sus tierras en dos asentamientos: Nueva Vida y Esperanza en Dios”.
Es, y a la vez no es, un «final feliz», pero lo que no es de ningún modo es un final de derrotados. La supervivencia se explica por una gran energía vital, por una ideología fuertemente vinculada al terruño, por valores formados y hasta formulados a través de ritos y modalidades artísticas como las citadas. Estos campesinos golpeados, asesinados, desplazados, subsisten a fuerza de su empuje y tenacidad. Esos valores poco visuales pero de existencia inequívoca son los que Marta Rodríguez y Fernando Restrepo Castañeda consiguieron expresar, y son los que hacen que Nunca más trascienda sus propias circunstancias y, tal lo sugiere su título, se ofrezca como un emblema.
Todos estos son ejemplos de una práctica documental sostenida a lo largo de una, varias vidas. Y de vidas dedicadas al documental, así como a ayudar a mejorar las vidas de los «condenados de la tierra». La obra fílmica y de video de Marta Rodríguez (en sus varias colaboraciones) prueba una vez más que el documental, cuando nace vivo, no muere, nace de nuevo, pervive, ayuda a vivir.
*El presente artículo fue publicado originalmente en la revista Secuencias (nº 18, segundo semestre de 2003) y se publica con autorización de los editores y del autor.
Bibliografía
Álvarez, Luis Alberto (1988), Páginas de cine Vol. 1, Editorial Universidad de Antioquía, Medellín.
Elena, Alberto (1993), El cine del Tercer Mundo. Diccionario de realizadores, Ediciones Turfan, Madrid.
Gaviria, Víctor (1980), «Reflexiones de velorio», en La luna y la ducha fría: poema, Universidad de Antioquia, Medellín.
Lenti, Paul (1996), «Chircales», en Timothy Barnard y Peter Rist (eds.), South American Cinema, Garland, Nueva York-Londres.
Valverde, Umberto (1978), Reportaje crítico al cine colombiano, Editorial Toronuevo, Bogotá.
Vejarano, Juan José (1987), «Homenaje /Jorge Silva», en Cinemateca 7, julio.
[1]“Yo viví en España por los años cincuenta durante cuatro años, mi familia se fue a vivir allá y me tocó la posguerra. Llegue en el año cincuenta y tres y estudiaba sociología -que no era sociología, eran Encíclicas papales, entonces eso era lo que se estudiaba en España. Arranqué para París porque no me aguantaba más y me encontré con los curas obreros. Trabajé en París en el año 57 con curas obreros españoles. Teníamos un servicio de acogida en la estación de autobús porque había mucho obrero español que salía a Bélgica para trabajar en las minas de carbón. Allá estaba Camilo. Camilo los recibía en Lovaina, donde estudiaba sociología. Así conocí a Camilo. Luego él regresa a Colombia en el 58 y yo regreso al mismo tiempo. Al regresar él buscaba sociólogos para hacer trabajos de investigación y me fui a trabajar con él. En el 59 Camilo, con el sociólogo Orlando Fals Borda, abre la primera facultad de sociología de la Universidad Nacional y yo entré allá a estudiar sociología” (Entrevista inédita).
[2] Entrevista inédita (1999).
[3]Esta secuencia, advirtió Paúl Lenti, parece inspirada por L’Atalante (1934), de Jean Vigo. A Rodríguez siempre le fascinó Vigo (1996: 250).
[4]La distribución del cine latinoamericano, en el caso del documental, es un ejemplo único en el mundo, en la medida en que muchas veces los cineastas enviaban copias de sus films a las comunidades, sindicatos, asociaciones vinculados con el tema y las luchas sociales y políticas, para la discusión, el análisis y a su vez para una mayor difusión de esas obras y sus contenidos. Esto mismo sucedió muchas veces con los documentales de Rodríguez y Silva.
[5]Luis Alberto Álvarez señaló que ésta “es la primera película realmente mágica” en el cine colombiano. Y destacó los valores formales de la película, contrastándola con el cine del cineasta boliviano Jorge Sanjinés: “El montaje, la estructura, la dialéctica de las imágenes son, sin lugar a dudas, expresión artística, lo cual no puede decirse siempre del cine de Sanjinés. Hay imágenes de belleza excepcional, insólitas, buscadas sí se quiere”. Y citó declaraciones programático-estéticas de Jorge Silva sobre su concepción del cine: “nuestro cine debe ser hermoso, tan hermoso como sea posible. Ya es hora de que tratemos cuidadosamente las imágenes, el sonido, la estructura narrativa, la música. Es hora de que busquemos medios especialmente expresivos que permitan transmitir la realidad de modo impresionante. Antes no nos importaba mucho, no teníamos dinero, éramos pobres. Mejor dicho: todavía somos pobres, pero no por eso tenemos que escribir mal, fotografiar mal, montar mal. Intento hacer un cine político que sea tan bello como sea posible” (1988: 27-31).