From Nro 15

Artículos

Presentación del dossier. Sexualidades en el documental contemporáneo: nuevos marcos y transformaciones.
Por Romina Smiraglia y Lucas Martinelli (editor@s). Págs. 1-4

Yo nena, yo princesa: la representación de la niñez trans en la no ficción audiovisual argentina.
por Agostina Invernizzi. Págs. 5-27

Memorias de una revolución excluyente: exilio y sexopolítica en El hombre nuevo de Aldo Garay.
por Ezequiel Lozano. Págs. 28-46

Géneros inoperantes: porno, poder y ciudad en Ideología (2011) y Nova Dubai (2014).
por Lucas Martinelli. Págs. 47-66

Cambios de marco y diversidades sexo-genéricas en el documental argentino: un análisis retórico y enunciativo de La hora de los hornos y Rosa Patria.
por Guillermo Olivera. Págs. 67-94

Retratos de la dignidad humana. Entrevista a Aldo Garay.

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Lucas Martinelli

Aldo Garay es un documentalista uruguayo que desde la década del noventa trabaja, entre otras cosas, en el registro de la comunidad travesti de Montevideo. Uno de mis primeros acercamientos a su producción fue por medio del cortometraje: Señorita candidata (2010). Recuerdo haberme apasionado por una afirmación de la identidad sexual que no estaba solo vinculada al arcoíris de la marcha del orgullo, a los productos y sub-productos de lo “gay”, sino a un conflicto con mayor afinidad al imperativo de la subsistencia, a la necesidad de lo político y a la vindicación de la clase social como una instancia indispensable para considerar cualquier tipo de identidad de género. A partir de allí, estuve cautivado por una mirada comprometida con el registro sensible de aquellas personas que cruzan las fronteras del género y la sexualidad, sin perder jamás el humor, ni la voluntad de mantener la dignidad de los márgenes. Todo aquello que entra en la cámara conduce a una desautorización de lo que los discursos del consumo tienden a inducirnos. El valor de la vida se afirma lejos del tener, cerca del afecto que nos otorga el pertenecer a un espacio en común.

En invierno de 2016 mantuvimos una conversación vía Skype, en la que oír sus comienzos con el cine, sus premisas del documental y comentarios sobre sus películas, pudo derivar en el siguiente escrito.

 

¿Cuáles son tus primeros acercamientos al cine como espectador?

Situaría mi experiencia de niño con el cine a través de la televisión. Recuerdo haber visto muchos westerns. Tengo imágenes muy claras en la memoria, por ejemplo, Lee Van Cleef fue el primer actor del que aprendí el nombre. Mi pasión empezó en la adolescencia, entre los doce y catorce años, en la Cinemateca Uruguaya. Ahí empecé a ver un cine que no sabía que existía. Por ejemplo, Pier Paolo Pasolini o Jorge Polaco que estaba prohibido en Argentina. De este último vi Diapasón (1986), En el nombre del hijo (1987) y Kindergarten (1989). La cinemateca fue mi escuela, allí me formé como espectador. Ya que ver cine es una forma de aprender. En el noventa estudié con César De Ferrari, un cineasta que regresaba del exilio a Uruguay y había trabajado en México con Paul Leduc. El curso duró un año, conseguí una Sony High 8 y me dediqué a hacer.

¿Qué fue lo primero que hiciste con esa cámara?

Hacía registros sin ningún tipo de planificación y te diría, hasta sin sentido. No tenía la idea de hacer algo concreto. Pero entre la mezcla de cosas, hice mi primer mediometraje: Yo, la más tremendo (1995). La sucesión de registros, sucesos y entrevistas me hizo caer en la cuenta de que podía encontrar un relato contenido. Fue bastante accidental. Surgió a través de la confianza. En esos años, donde vivía y aún vivo, el barrio Palermo de Montevideo, se formó la primera comunidad de travestis. Era un acontecimiento llamativo y explosivo para un barrio. El dueño era un gallego que tenía un almacén y alquilaba las habitaciones de la pensión. Lo que hice fue acercarme y hacer algunas amigas. Una vez que conseguís entrar en una comunidad, no hay nada excepcional, las cosas suceden naturalmente. En el inicio no era consciente de hacer un documental y ni siquiera sabía cómo hacerlo.

¿Qué más filmabas en ese momento?

Actos, marchas políticas, graffitis. Salía a grabar algunos recitales. Hacía cortos experimentales y de ficción que nunca terminaban. Básicamente filmaba todo lo que se me cruzaba. Bastantes clishés: la rambla, tormentas en la playa y ese tipo cosas.

¿Cómo terminó sobresaliendo, entre todo eso, el registro de la comunidad travesti?

Si bien no tenía claras algunas de las premisas que hoy me parecen ineludibles en cualquier película documental, ese registro se destacaba por varias cosas. Allí había historias, personajes definidos, ricos en el sentido de las contradicciones y de la valentía, sobretodo porque en ese momento era más difícil la asunción trans. Lo que decantó fue la épica. Había cosas para describir que trascendían el hecho mismo del travestismo. Ese aspecto fue lo que más me interesó. No hacer un regodeo sobre alguien que decide tomar la imagen del sexo opuesto, eso es un anécdota, hay que ir más allá de eso.

Me hablás de premisas, ¿Cuáles serían tus premisas para el documental?

Hoy lo primero que persigo es contar una historia y que no sea la mía. No me afilio al documental en primera persona. Me gusta contar, intentar ordenar el caos de una vida o de muchas vidas. Dar un orden y dotarlo de una épica, de pequeñas luchas. Por ejemplo por casarse o volver a ver la familia.

La construcción de un personaje que sea impulsado a lograr algo que pueda ser aparentemente muy chico o insignificante. A nivel de recursos, todos los recursos son válidos, menos esa voz off donde el director cuenta lo que le pasa por la cabeza. Solo la use en el prólogo de El casamiento, porque me invitaron a ser el padrino y lo conté como parte de una introducción del relato. No me interesa ponerme como eje principal de las historias, sino contarlas con los recursos que me brindan los protagonistas directos.

¿Cómo trabajás la puesta en escena y la recreación de situaciones?

Propongo deliberadamente. En su mayoría, tengo puestas donde puedo saber lo que sucede porque ya he visto anteriormente hacer esa situación que podríamos definir como situaciones de rutina de personaje. Le explico al personaje que si lo hace como siempre no es falto a la realidad. Este es un tipo de puesta. La otra es como tirarse al vacío. Situaciones que la persona no hace habitualmente, pero le gustaría hacer. Entonces planificamos para que eso suceda y se apela a pactar con la realidad y el hacer. Fluctúo entre las dos técnicas.

Respecto a la utilización del archivo, en El hombre nuevo aparece un dato que no es personal, sino que forma parte del archivo de un estado.

A mí me gustan muchos los archivos, pero aquellos que son originales, no como insert o ilustración, sino con un peso narrativo en sí mismo. Ese es un caso excepcional, si bien no era necesario ver a Stephania/ Roberto niño para creer la historia que cuenta, era importante que ella se cotejara con ese niño y ese pasado. Ella no había visto ese material, pero si recordaba esa situación donde encaró a los comandantes que lideraban el proceso de alfabetización y les reclamó por sus alfabetizandos. Le habían dicho que eso fue televisado. Entonces hice la gestión en la cinemateca de Managua, preguntando por estos programas que se llamaron “De cara al pueblo”. Y apareció allí, mientras visionaba unos U-matic. Ese material que ve Stephania fue encontrado media hora antes de que lo vea. No fue un archivo preparado, que tuviera posibilidad de tratar. Ya que ni siquiera lo pude sacar y lo tuve que filmar directamente del monitor.

En ese sentido, resulta llamativa la cantidad de pantallas que aparecen.

Ella mira mucho la televisión en la vida real y en el documental por ese medio se ve a sí misma. Es como si su vida que se representa en la pantalla fuera la de una estrella de cine. Es un recurso en función de su personalidad. Ella es propensa al acting y la sobreactuación, se autorepresenta. En definitiva todos nos autorepresentamos y estamos en la construcción de un personaje y ella se coteja permanentemente con lo que le gusta o no de su pasado. Por ejemplo, a mí me interesa la cuestión de que el contacto de Stephania con su hermano se haya dado a través de Facebook y lo visual. Stephania se da cuenta que su hermano es religioso porque está con la biblia encima, por medio de las fotos que lo autorepresentan y hacen un cuento en sí mismo. El Facebook es un falso documental de sí.

¿Qué podrías decirme respecto al documental latinoamericano que retrata la pobreza y la precariedad, en relación con el mercado y los países con mayores recursos que buscan programar este tipo de cosas?

Es cierto que desde afuera, sobre todo para Europa, eso ha sido una carta de presentación para el cine latinoamericano. Nací en un barrio bastante pobre, yo mismo vengo de una familia pobre. Así que no puedo entender y jamás haría eso de vender tu condición o lo que te tocó, para acceder a premios o festivales. Creo que hay muchas formas de acercarse a realidades complejas. La mayoría de los personajes que he retratado son pobres. Pero hago un retrato de la dignidad, no de la pornomiseria. Intento ser justo y respetar los marcos de realidad, en medida de los personajes, no hacer un regodeo de las miserias. Al contrario, intento resaltar la épica. Son personajes que están al margen, con cosas para contar y lo hacen muy bien.

Un tema del que se evita hablar es que muchas veces para hacer este tipo de documentales se accede a presupuestos, a través de concursos. Por ejemplo, tanto para El casamiento como para El hombre nuevo, escribí un guion y ganó en el ICAU. Entonces, te encontrás con determinada cantidad de dinero para hacer un documental sobre alguien que, en realidad, no tiene para comer. Esto es un conflicto permanente, te tiene que hacer pensar determinadas cosas. Es injusto porque el sistema es injusto. Pero no hay que conformarse con eso, en estos casos me asocié con los personajes y les dejé en claro que ese dinero era para hacer una película, no comprar una casa o un terreno. Al mismo tiempo, si no fuera por esto, no se podría ganar algo. Si un camarógrafo cobra, si un sonidista cobra, por qué no puede cobrar quien protagoniza la historia, cobrar y asociarse por futuras ganancias.

Más allá de una cuestión monetaria, lo que queda en estos casos es un acto de reparación hacia esas vidas. Verlas desde un lugar diferente, como una especie de herramienta para ellas. Si realmente quisiera hacer sensacionalismo o impactar en audiencias primermundistas pudiera haberlo hecho de un modo más espectacular. Accedí a situaciones que hubiesen sido más vendibles. Pero hubiesen sido deshonestas con la confianza de Stephania. Si alguien te confía cosas, cree que la vas a cuidar. Hay situaciones que no podían ir de ninguna manera. Pero si las pienso desde el lobby de los festivales o desde lo espectacular comercial podían estar. También entiendo que quizás a mucha gente, así como está, le parezca fuerte o que vea un regodeo con las situaciones vulnerables. Pero te aseguro que hay cosas que pueden ser peores. Para mí no hay nada fuerte. Te puedo decir que es un relato justo y hasta suavizado.

¿Cómo pensás tu producción en relación a los estereotipos que existen sobre las travestis que, muchas veces, las toman desde una dimensión superficial, solo asociada al show y al exhibicionismo?

Me interesan los aspectos particulares y no ir a la generalización. Intento retratar lo particular. Me afilio a tomar la individualidad de cada una y no ir por el lado de los estereotipos. Si bien los estereotipos entran, están marcados por la mirada singular. Por ejemplo, el interés por la política de Stephania o Antonella en Señorita candidata es una rareza dentro de la comunidad travesti. Hay una escena de la marcha de la diversidad y la cámara está arriba de Stephania, no hay un seguimiento a alguien más, es un modo de mostrar lo particular en medio de una comunidad.

La vejez aparece en casi todos tus trabajos. ¿Por qué?

La experiencia que tengo con la vejez es que es uno de los retratos más libres que he hecho. En determinada edad exponer los sentimientos hace entrar en zonas impunes que no se permiten las personas en otras edades. Algunos viejos cuando les llegan los años entienden de qué va esto de vivir. Hay niveles de reflexión muy sencillos y profundos a la vez. Algunas personas tienen la capacidad de tener una perspectiva de lo que fue su vida y de su sentido. Las personas que he retratado, me enseñaron que cada uno hace lo que puede y muchas veces la vida es como es ser un buen surfista, acompañar la ola y no se puede hacer mucho más. Me conmueve y emociona bastante ese estado de la vejez entre la paz y la libertad.

Volviendo a El hombre nuevo, hay una escena muy interesante que es el registro ritual evangélico al que Stephania se predispone.

Es curioso, porque los pastores pentecostales que llevan adelante la iglesia generaron una memoria afectiva que Stephania traía de niño. Nicaragua tiene una presencia religiosa muy intensa, te diría que casi el noventa porciento practica la religión evangélica. La familia escucha mucho la palabra del pastor y él ordenó que ella tenía que volver al origen, al vientre de la madre, para que Stephania pueda volver a ser Roberto.

¿Y te dejaron registrar eso?

Si. Estaban convencidos de que era lo que iba a pasar. Y no solo eso, sino que era lo justo. Para ellos no había conflicto alguno con la cámara.

Para finalizar me gustaría que me digas algo sobre el significante del título: “El hombre nuevo”.

Este título lo medité muchísimo. Siempre fui consciente que ponerle El hombre nuevo al retrato de una chica travesti podía ser interpretado como un acto de provocación, sobre todo con la generación de los sesenta y setenta, donde se sabe que hay mucho pragmatismo y gente que puede sentirse agraviada o agredida. De hecho, tuvo algunas reacciones contrarias, hubo militantes de organizaciones de izquierda en Montevideo que se manifestaron en contra. Pero me pareció que el título era perfecto. Sobre todo al releer el manifiesto del che que habla de una humanidad nueva, de la construcción de un hombre distinto, más justo, solidario y sincero. Mucho de estos valores los encarna la historia que protagoniza Stephania. La épica revolucionaria no está en el centro, por medio de una lucha personal e individual para ser aceptada, vivir en la sociedad, acceder a un trabajo y que esa familia acepte lo que ella ahora es. Ahí también hay una lucha por una humanidad nueva, con otro tono, en otras trincheras y con otra perspectiva.

La vida narrada

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Brian Winston[1]

Traducción de Soledad Pardo

Grierson quería reservar el término “documental” para la descripción exclusiva de una forma particular de cine de lo real, superior a los newsreels, los travelogues, el cine educativo y similares. Lo que haría del documental algo diferente, más allá de una cierta cualidad de observación, era su necesidad de “poderes y ambiciones muy diferentes en la etapa de organización”.[2] Estos “poderes y ambiciones” se tornaron importantes a través de la segunda palabra de la definición de Grierson –“tratamiento”.

“Tratamiento” se utilizó como sinónimo de “dramatización”. “La dramatización creativa de la realidad” fue una de las primeras “demandas del método documental”, como sostuvo Rotha.[3] El “tratamiento” o la dramatización (en ocasiones también llamado “interpretación”) refleja el deseo y el interés del documentalista por utilizar material de actualidades para crear un relato. Grierson sabía que “el mundo real de nuestra observación” podía filmarse y estructurarse sobre esas bases para ser dramático. La realidad estructurada dramáticamente era exactamente lo que él había visto perspicazmente en el trabajo de Flaherty. Era lo que distinguía claramente a las películas de Flaherty de otros intentos previos en el terreno del cine de lo real.

0a7ab30c-5734-495d-a9bd-8dcc3a6ac1d8Considero que la reputación de Flaherty es exagerada, pero curiosamente sus defensores –como Richard Barsam[4]– no suelen prestarle atención a su única contribución real e indiscutible al desarrollo del cine. En lo que parece haber sido un destello de genialidad mientras volvía a filmar su metraje esquimal (las primeras pruebas se habían perdido en un incendio), Flaherty entendió la necesidad de hacer surgir el drama de la realidad que estaba siendo observada (o mejor aún, que estaba siendo construida a través del proceso de observación). Esto era muy diferente a imponer un drama desde afuera, como había hecho Curtis en la película In the land of the head-hunters (1914). En vez de filmar un melodrama occidental de ficción Flaherty rodó la supuesta vida cotidiana de una familia esquimal. No impuso ningún melodrama externo, y eso es crucial. Los dos primeros rollos de Nanook son una serie de “postales” de una sola toma, cuadros con múltiples tomas y dos secuencias más largas. Las “postales” son retratos de Nanook y Nyla o uno o dos planos de cosas tales como “Las misteriosas tierras de Barren”, como indica el intertítulo, el armado de una fogata con musgo, una caminata hacia el río, la alimentación de los niños por parte del vendedor de pieles, Nanook haciendo payasadas con el gramófono, etcétera. Estas viñetas se componen de entre tres y once planos. Por ejemplo, se utilizan tres planos para cubrir la llegada del kayak de Nanook a la orilla, tres que muestran cómo se cubre el kayak con piel, los que muestran las pieles en el puesto de venta, o los once planos que muestran al gran bote de cuatro remos partiendo, atravesando las aguas y arribando al puesto.

También hay dos secuencias extensas. En la primera, que dura cinco minutos y veinte segundos, Nanook va a pescar entre los témpanos de hielo. Hay treinta y tres planos incluyendo seis intertítulos. En la segunda Nanook y sus compañeros cazan morsas. Esto dura cinco minutos y tiene cuarenta planos, incluyendo siete intertítulos.[5]

Las “postales” y las viñetas establecen conjuntamente el ambiente del film. En el modo en el que Flaherty utilizó algunas de estas proto-secuencias se hallan los inicios de una narración. Tomemos la llegada de Nanook en su kayak: eso establece el puesto del vendedor de pieles, que es la locación de una serie de otros eventos –la actividad comercial, la alimentación de los hijos de Nanook y las payasadas de éste. Hay, por lo tanto, poco sentido de la continuidad temporal y sin dudas ninguna relación causal entre estos elementos. En otras palabras, hay una cronología solamente porque todas las películas durante el acto de proyección son necesariamente cronológicas; pero no hay causalidad.[6] La mayor parte de estas “postales” y viñetas es, para utilizar un término de Gérard Genette[7], iterativa: es decir, representan una instancia narrativa o un evento o actividad que puede leerse como una instancia típica de ese evento o actividad.

En un texto realista lo iterativo es un elemento crucial, que contribuye al sentido de representación de la realidad del texto que experimenta el lector. Vemos a Nanook encendiendo una fogata a base de musgo, por ejemplo, pero eso representa su costumbre habitual de encender fogatas. Por supuesto, en el cine “la expresión concreta de la textura única de cada momento”[8] crea la idea de la dificultad iterativa, y sin embargo esas tomas son demasiado breves para ser vistas como singulares y específicas. Además, su efecto iterativo a veces se refuerza a través de los títulos que tienden a generalizar, por ejemplo, “Este es el modo en el que Nanook utiliza musgo como combustible”.

Las dos secuencias más extensas, por otro lado, son relatos con una clara hermenéutica, en el sentido barthesiano del término. Barthes define el código hermenéutico en la narrativa como “una variedad de eventos azarosos que pueden formular una pregunta o demorar su respuesta”.[9] ¿Tendrá éxito Nanook en su búsqueda de alimento? En cada una de estas dos secuencias Nanook se marcha por mar. Somos testigos de su arribo a un sitio de caza y de sus preparativos. Luego mata a la presa y comienza el viaje de regreso. La respuesta en ambos casos es: “¡sí, tiene éxito!”.

Pero estas secuencias no están integradas de ninguna manera en el material iterativo que las rodea o las precede. En líneas generales los dos primeros rollos de la película son una selección más o menos azarosa de escenas de la vida esquimal, algunas más específicas que otras, que presentan a Nanook y su familia. Lo que ocurre veintitrés minutos después, a continuación del intertítulo “Winter…” (“Invierno…”), es muy diferente. Bill Nichols ha afirmado lo siguiente: “el documental opera en el pliegue entre la vida vivida y la vida narrada”.[10] Y es la “vida narrada” lo que vemos ahora, por primera vez, en Nanook.

A primera vista puede parecer que Flaherty simplemente está continuando con su estrategia cinematográfica previa. Vemos a Nanook junto a su familia emprendiendo un viaje por tierra. Atrapa a un zorro, construye un iglú, caza una foca, pierde el control sobre sus perros, queda atrapado en una tormenta de nieve y finalmente encuentra un iglú deshabitado.  Hay una diferencia entre estas secuencias y la mezcla anterior, sin embargo, y es considerable. En primer lugar, todos estos eventos forman parte de un mismo viaje. En el progreso de ese viaje impera un fuerte sentido temporal, con al menos dos días y noches muy bien delineados. Incluso las viñetas iterativas de la vida en el iglú y alrededor de él –por ejemplo, Nanook jugando con su hijo, enseñándole a disparar con arco y flecha- están integradas en este relato.

a-diary-for-timothyAdemás, y en absoluto contraste con la primera parte del film, estas secuencias son interdepedientes en sentido causal. La familia emprende el viaje para poder cazar. No consiguen alimentarse del zorro que captura Nanook, y por ende necesitan cazar una foca. Los perros se pelean por la carne de foca, lo cual provoca que Nannok demore la búsqueda de un refugio. Luego la tormenta de nieve los pone en peligro y deben correr hasta encontrar refugio en un iglú deshabitado. Esta diégesis puede leerse como un ejemplo de la noción de “transformación” como un principio fundamental del relato, en términos de Tzvetan Todorov.[11] El equilibrio de la vida de la familia en el puesto, donde tienen alimento y refugio, se quiebra con la llegada del invierno y la necesidad de emprender un viaje.[12] Luego Nannok resuelve el problema consiguiendo nuevamente alimentos y refugio.

También se puede utilizar el sistema analítico de Barthes. Su concepto de hermenéutica puede aplicarse fácilmente tanto a los últimos cincuenta minutos de Nanook como a las dos secuencias anteriores. Los interrogantes, que surgen en parte a través de las imágenes pero más directamente a través de los intertítulos, crean una serie de enigmas textuales para captar la atención del espectador. A medida que la película avanza se plantean preguntas más específicas al interior del interrogante general acerca de las posibilidades de supervivencia de la familia. ¿Se alimentarán? ¿La pelea de los perros implicará una demora fatal? ¿Encontrarán refugio? Como no es lo que sucede en las primeras escenas de pesca y caza, esas preguntas ahora despliegan una cantidad de acontecimientos específicos. Incluso hay un cierre cuando la familia se instala a salvo y se alimenta, por la noche, después de luchar contra la tormenta.

Nanook también muestra esa “lógica en el comportamiento humano” que Barthes[13] transforma en el código proairético del relato. Con la serie de eventos que eligió para hilvanar en estos rollos de película Flaherty construye un clímax melodramático perfecto, que surge de las sucesivas actividades que lleva adelante Nanook al cazar la foca y alimentar a sus perros al tiempo que se desata la tormenta. Estas actividades se convierten en “una serie de acciones naturales, lógicas, lineales”.[14] Podemos notar, además, que un tercer sistema de análisis del relato también “funciona” para Nanook. La conclusión de William Guynn[15] es que el sistema sintagmático de Christian Metz, desarrollado para el cine de ficción, se puede aplicar fácilmente a esta película.

Esta demostración de cómo construir a partir de un (supuesto) material de observación un texto que tiene todas las características de un drama de ficción es la contribución más importante de Flaherty al cine. No hay que subestimar esto, ya que lo reunió en “la etapa de organización”, a partir de diversos elementos que había filmado varias veces y en orden diferente, incluso quizás para objetivos diferentes. La esencia de la contribución de Flaherty es el haber entendido no solamente cómo manipular su material “cotidiano” sino también qué necesidad dramática se impuso sobre esa manipulación. Él estaba obedeciendo a las exigencias de estructuración de una película de ficción de varias bobinas de aquella época. Como indican los subtítulos para un capítulo en un antiguo manual de guión: “secuencia y consecuencia, causa lógica y solución completa, clímax sostenido, todas las expectativas satisfechas”.[16] Eso es exactamente lo que ocurre en Nanook luego de “Winter…” (“Invierno”…).

Esto es, entonces, el “tratamiento”. La comprensión de Grierson de la necesidad de dramatización, sin embargo, nos lleva inmediatamente lejos de una visión del documental como algo absolutamente opuesto al cine de ficción. De hecho, para Grierson es precisamente la cualidad ficcionalizante del relato –la “forma dramática- lo que constituye la marca distintiva del documental. Dado que compartía un relato dramático, sin embargo, el documental se deslizó, casi sin fricción, dentro del cine de ficción como una especie de género. El triunfo taxonómico de Grierson fue hacer su especie particular de cine de no ficción, el género de no ficción, permitiendo al mismo tiempo que los films utilicen la significativa técnica de dramatización ficcionalizante.

Crono-lógica

El desarrollo del documental, entonces, dependió significativamente del descubrimiento de fórmulas dramáticas para convertir lo cotidiano en un drama. Flaherty utilizó el modelo del viaje para conseguirlo. Charles Musser[17] sostiene que el primer tema del documental fue un viaje a China, aparecido en una exhibición secuenciada de diapositivas de linterna mágica ilustrada de fines del siglo XVII. Esto no debería sorprendernos. Los viajes y los relatos van juntos: “Partir/viajar/arribar/permanecer: el viaje está completo. Finalizar, llenar, juntar, unir” -uno podría decir que es el requisito básico para lo legible, donde “legible” significa “lo que se puede leer… un texto clásico”.[18]

humphrey-jenningsEl menospreciado pero popular travelogue estaba basado esencialmente en viajes de filmación, pero el viaje también aparece en diversos documentales “superiores” –desde el épico desfile de los Bakhtiari en Grass (1925), pasando por el viaje de los pescadores en Drifters (1929), hasta las andanzas alienadas e irónicas de Buñuel en Tierra sin pan (Las Hurdes) (1933), y otras. Las películas sobre viajes resolvieron el gran problema narrativo de lo real –el cierre. ¿Cómo deberían terminar esas películas? Obviamente, una película sobre un viaje termina con el fin del viaje. Otra solución bastante simple era construir el film de modo tal que durara, en apariencia, lo que duraba algún período de tiempo con un cierre determinado bien definido culturalmente –un día, por lo general.

Esto se convirtió en el modo preferido del documental para capturar la experiencia urbana en el cine. Las tomas (generalmente capturadas durante meses, o incluso años) se organizaban en grupos temáticos, y esos grupos temáticos se disponían de modo cronológico. El caos del mundo moderno se moldeaba, de esa manera, como un día en la vida de una ciudad –una aproximación vagamente cronológica, orientada por los sucesos”.[19] Como en Berlín, sinfonía de una gran ciudad (Walter Ruttman, 1927), la trayectoria del film va desde la mañana, pasando por el día laboral, hasta el entretenimiento nocturno. Incluso Dziga Vertov, quien se oponía a la idea del cine de ficción por motivos ideológicos y sostenía que estaba evitando la narración, hizo un documental urbano, El hombre de la cámara (1929), que sitúa “El despertar” antes de “Comienzan el día y el trabajo”, que a su vez está antes de “La jornada laboral”. El “Día” de la película concluye con “Finaliza el trabajo, empieza el tiempo libre”, aunque hay que admitir que muchas de estas últimas actividades también suceden bajo la luz del día.[20] Vertov comprueba la regla. Para la mayoría de los documentalistas el día era un principio de organización tan atractivo como el viaje.

Tomemos en trabajo sobre la guerra de Humphrey Jennings.[21] Hay un espesor en los modos en los cuales Jennings y su editor Stewart Mc Allister entrelazaron las imágenes, una intuición asociativa, que aparentemente es capaz de hacer creer a algunos que películas como Listen to Britain (1942) presentan un “estilo no narrativo” o una “ausencia de montaje narrativo”.[22] Aún así, por una razón, las tomas en las secuencias de esta película están montadas de manera clásica. Hay cortes que coinciden en la pareja que está sentada durante la secuencia del salón de baile; en los soldados que cantan en el tren nocturno; y en Myra Hess cuando toca el piano en un concierto. Es un poco exagerado sostener que aquí no hay narración, incluso antes de considerar la estructura general del film.

Sorensen afirma, siguiendo la observación de Dai Vaughan, que la película está “organizada en torno de un ciclo de 24 horas”;[23] pero de algún modo las consecuencias de esto se resisten. El elemento cronológico no fue algo agregado durante la “etapa de organización” en la sala de montaje.  El film fue concebido alrededor del tiempo, como revela el tratamiento: “Son las nueve y media -los niños ya están en la escuela … A las diez y media la BBC comienza a “Llamar a todos los trabajadores” … A las doce y media el ruido de las máquinas de escribir en los ministerios y oficinas de Londres disminuye”.[24] Además, esto era una respuesta a las instrucciones, que ordenaban hacer una película sobre la serie de conciertos al mediodía de la National Gallery, que se consideraba de por sí “demasiado aburrida”.[25] El ciclo de tiempo fue la clave para la dramatización.

Esto es extremadamente importante:

Como se ha establecido claramente en la reciente narratología, lo que hace única a la narración entre los demás tipos de texto es su “crono-lógica”, su doble lógica temporal. La narración implica un movimiento en el tiempo no solo de modo “externo”  (la duración de la presentación de la novela, la película o la pieza teatral), sino también “interno” (la duración de la secuencia de eventos que constituyen el argumento).[26]

La “crono-lógica” interna de Listen to Britain emerge de su patrón diurno, fuertemente inscripto, en este caso de una tarde a otra. Ese patrón compensa la debilidad proairética.

Esto ocurre habitualmente. Lo diurno no es simplemente una de las formas principales con las que los documentalistas dramatizan la realidad; también funciona para reintroducir la lógica narrativa del código proairético en películas como ésta, en las que personajes individuales dan lugar a una serie cambiante de sujetos que representan colectivamente a la masa. Guynn sostiene:

El texto documental rara vez presenta la economía funcional característica del cine de ficción. … La motivación, ese pretexto causal que parece emerger del relato sin esfuerzo, es precisamente lo que falta en ciertos puntos del relato; las unidades no se convocan entre sí para componer una inexorable lógica de tiempo. Por el contrario, los segmentos tienden al cierre, al cortocircuito de su potencial narrativo.[27]

El autor sostiene que estos huecos se llenan habitualmente con comentarios orales (o, podemos agregar, anteriormente con intertítulos), Más que eso, sin embargo,  se llenan con una “inexorable lógica de tiempo”, a saber, el patrón diurno. Es por esto que, como señala Guynn, Jennings “se enorgullece” de evitar comentarios o “cualquier clase de lenguaje mediador de este tipo”.[28]

Diseñado en parte para su consumo en Estados Unidos y el Commonwealth, Listen to Britain plantea una gran pregunta hermenéutica sobre el estado de la moral de Gran Bretaña durante el bombardeo alemán de 1940 y 1941, incluyendo el tema de qué tan bien está sobreviviendo el entramado social. (Londres “no está quedando en ruinas”, escribió Jennings en su tratado[29]). Cada toma y cada secuencia son la evidencia, para el espectador, de cómo deben responderse esas preguntas. La importancia propagandística de ofrecer respuestas positivas a estos enigmas es clara. Y este elemento narrativo se expresa en, a la vez que se afirma y se fortalece por, el uso del tiempo.

En Jennings la imaginación del poeta/pintor luchaba con la inevitable prisión cronológica del cine. Por ejemplo, en el verano de 1940 estaba planeando un cortometraje en el que el tema de los hombres que marchaban a la guerra se iba a contar a través de las imágenes familiares encontradas en las paredes de una remota casa rural:

En las paredes hay retratos, fotografías, acuarelas de hombres –sobre todo hombres– ingenieros y soldados volviendo a los días de Robert Stephenson y Crimea – pequeños fragmentos enmarcados de colores militares – fotos de puentes de ferrocarril – hombres de uniforme y hombres cuando eran niños.[30]

Jennings sabía que esto debía funcionar como drama, por eso, hábilmente, sugirió que estas imágenes estuvieran intercaladas en la calma de una sobremesa nocturna, con los niños dormidos y los adultos escuchando la sinfonía “Midi” de Haydn, mientras pone en montaje paralelo a “los bomberos que salen de campo de aviación cercano”. La película y la música llegan a su punto culminante cuando “los bomberos ya están en la frontera de la costa blanca”.

En la película que efectivamente hizo ese año, London can take it! (1940, realizada con Mc Allister y Watt), había no solo un patrón diurno, del atardecer a la mañana, sino la estructura agregada de un informe periodístico norteamericano, escrito por Quentin Reynolds, del Colliers Weekly, como banda sonora. Construir estas complejidades entre sonido e imagen contra una lógica temporal se convirtió en el sello distintivo de Jennings, algo que se vio con mayor claridad en A diary for Timothy (1945) (editado por Jenny Hutt, quien ofició de asistente de Mc Allister una sola vez).

listen-to-britain05_600La complejidad visual de su estilo maduro se sostiene en este film por una “crono-lógica” perfectamente simple. Diary toma los sucesos del último invierno de la guerra –fundamentalmente el ataque de Arnhem y la Batalla de las Ardenas– y las entrelaza alrededor de las primeras semanas de un bebé cuyo nombre da el título al film. El comentario de la película, a cargo de E. M. Forster y probablemente el más elegante que se haya escrito hasta ahora para un documental británico, no es tanto el diario de Timothy como una cronología de conversación y observación paternal:

En aquellos días antes de Navidad las noticias eran malas y el clima estaba espantoso. Muerte y oscuridad, muerte y neblina, muerte a través de esas pocas millas de agua para nuestra propia gente y para otros, para gente esclavizada y herida –el ruido de la batalla cada vez más fuerte, y la muerte llegaba por telegrama para muchos de nosotros en esa víspera de Navidad.

Las estrategias de Jennings ilustran bien la fuerza de la prisión de la narración en la cual la demanda griersoniana de un “tratamiento” encierra el documental realista. La suya es la obra más poética e impresionista, y aún así generalmente tiene una base fuertemente temporal. Todas las películas relevantes sobre la guerra excepto una están estructuradas de esta manera, y sus dos films de 1943 (The silent village y Fires were started) eran de hecho ficciones guionadas que mantenían su conexión documental solo porque utilizaban actores no profesionales llevando a cabo acciones supuestamente históricas (y/o típicamente) determinadas (y, por supuesto, porque estaban producidas por unidades de cine documental estatales).

No-relato: funciona mejor en la cabeza que en la pantalla

Se podría objetar que, al margen de las fórmulas melodramáticas de Flaherty, estas formas narrativas “simples” –viajes, días– son de hecho demasiado simples para ser identificadas como tales. En realidad no son más que una suerte de consecuencia automática de la temporalidad fundamental del cine (su “crono-lógica” interna); nada más. Voy a refutar esta idea. En la obra de Jennings hay un cortometraje que a pesar de su brillantez es una vívida prueba de que la hegemonía de la narración no puede derribarse fácilmente.

En Words for battle (1941) Jennings “coloca” siete textos, dichos por Laurence Olivier, contra las imágenes fílmicas, a la manera de un compositor que le pone palabras a una música para hacer una canción. Mi punto es que aquí Jennings y Mc Allister abandonaron la causalidad y la “crono-lógica” (o al menos las redujeron al mínimo), e igualmente produjeron una película efectiva. La lista de escritores citada es cronológica (por orden de nacimiento), de Camdem a Churchill, solo con Lincoln fuera de lugar. Se insinúa un movimiento en la película desde una introducción que ofrece una descripción general de Gran Bretaña (Camdem) como una tierra que valora la libertad y la tolerancia (Milton) hacia referencias a la guerra más específicas; primero los niños, a quienes evacúan con Blake de fondo; luego actividades de adultos –con Browning; y luego muerte y destrucción con forma de bombardeo, y un funeral, con Kipling.[31] Esto último, “Cuando los ingleses comenzaron a odiar”, da pie a la resistencia de Churchill en su discurso de que “no debemos rendirnos jamás”, mientras que el Discurso de Gettysburg de Lincoln de alguna manera nos reconduce a Milton. Todo esto sugiere que las secuencias están aseguradas en sus respectivos lugares por algo más que la fecha de nacimiento del autor de las palabras y que no se podrían reorganizar fácilmente, pero esta lógica no está reforzada por ninguna otra clase de cronología u otro patrón en la banda de imagen. Por ejemplo, se ve un atardecer en medio del film porque el poema que se está citando en ese momento (“Home thoughts, from the sea”, de Browning) hace referencia a un ocaso, no porque estemos en el medio de una estructura “de atardecer a atardecer” al estilo de Jennings.

Words for battle representa el fin de un camino bastante corto. Fue la sucesora de una obra similar, The first days (1939), que Jennings co-dirigió con Harry Watt y Pat Jackson. Esta película no tiene ni la “crono-lógica” ni la constante densidad palabra/imagen de Words for battle, y por lo tanto, como afirmó Watt, “No tenía forma. No era una buena película”.[32]

A pesar de haber sido más exitosa, Words for battle no se convirtió en un modelo, ni siquiera para el propio Jennings. Por el contrario, como hemos visto, Jennings y Mc Allister se volcaron hacia estructuras cronológicas y Words for battle, con su cronología extremadamente vaga, constituye una excepción. A pesar de esto para algunos la película es una pieza de “extraordinario virtuosismo” cuyo “efecto es irresistible”; en gran medida, considero yo, por las palabras (y por el modo en que Olivier la dice).[33] Fundamentalmente, sin embargo, reducir tanto el potencial organizador del tiempo era una estrategia demasiado peligrosa. Resultó más fácil crear una garantía con la forma de una cronología.

En la medida en que no es narrativa, Words for battle representa una forma apenas efectiva y, como era de esperar, nunca fue muy explotada. Aún así, se ha insistido en la posibilidad de esas películas de ser efectivas como prueba de la diferencia del documental. Los ejemplos de “no relato” nunca son el caso, sin embargo. Por lo general son obras simplemente mal estructuradas, más que ejemplos de una forma alternativa y convincente de “no narración”. Por ejemplo, un libro de texto estándar sostiene que Gap-toothed women (Les Blank,  1987) carece de narración, pero tiene una trayectoria narrativa oculta.[34] Finalmente:

No se puede decir que el documental demande una semiótica diferente, porque nos enfrentamos al simple hecho de que los documentales están llenos de relatos y que al contar sus historias estos textos apelan muy “naturalmente” a estructuras significantes que el cine de ficción creó para sus propios usos.[35]

Aunque parece obvio que los documentales cuentan historias, en particular porque eso es lo que los documentalistas dijeron que estaban haciendo, esto fue frecuentemente ocultado. Pero también estaban declarando, en una campaña de relaciones públicas de facto de eficacia duradera, que eran diferentes a los realizadores de ficción. Así, un antiguo historiador pudo escribir, curiosamente, lo siguiente acerca de Nanook, Grass y Chang (1927): “Ninguna de estas películas contó una historia de acuerdo a los patrones aceptados por los estudios”,[36] cuando de hecho eso es exactamente lo que hicieron. El tiempo no trajo nuevas percepciones.

En su lugar se desarrolló un tropo que tiende a asumir que el documental demanda estructuras formales diferentes. La diferencia del documental en este sentido está casi tácitamente aceptada. Está asumido que los documentales son “no-narrativos” y que, por lo tanto (en algunos círculos), ni siquiera son películas “reales”. Metz, por ejemplo, afirma: “Quitemos ´drama´ y no hay ficción, no hay diégesis, y por ende no hay película. O hay solamente un documental, un film exposé[37]. El “solamente” toma partido de un modo bien claro. En un clima como ese no sorprende que se considere que el documental carece de requerimientos narrativos –incluso un cierre, por ejemplo.[38]  “En el género documental no se supone que los finales deban ser ´claros´”.[39]

Los análisis académicos que sugieren diversas taxonomías formalistas de los sub-géneros del documental, como el “cine categórico” y el “cine retórico”, no argumentan satisfactoriamente que esas formas tengan mucho sentido tanto para los realizadores como para el público, o que por cierto en la mayor parte de las circunstancias producen realmente películas visibles. Esas declaraciones acerca de la excepcionalidad del documental tienen un estilo post hoc ergo propter hoc [causalidad falsa]. Dado que a grandes rasgos el documental es claramente diferente a la ficción, debería diferir a nivel formal, incluso en sus estrategias narrativas. Esto es lo que permite estas lecturas “automáticas” (como si así fueran) de esa diferencia –sin ver los cierres donde los hay, sin ver los esquemas temporales donde los hay, incluso sin ver drama, solo “exposés”,[40] etc.

nanookw_originalUn documental “no-narrativo” es un oxímoron, pero eso sucede porque el relato –aunque no necesariamente limitado a conceptos tradicionales de causalidad crono-lógica– es inevitable. Los actuales conceptos extendidos de relato le permiten a un film como Words for battle evitar prácticamente todos los rastros de temporalidad y causalidad y aún así “funcionar” como una especie de narrativa. El relato se ve como una tendencia organizadora en cualquier texto, y entre éste y su consumidor. Esto, entonces, acomoda mucho más que la narración basada en el tiempo, sea simple o compleja. Después de todo, el “código hermenéutico” de Barthes permite “una variedad de sucesos azarosos que pueden tanto formular una pregunta como retrasar su respuesta”, enlazando así la atención de los lectores/espectadores del mismo modo en que lo hace la narrativa tradicional.[41]

Meir Sternberg llega tan lejos como para considerar al relato como “el juego de suspenso/curiosidad/sorpresa entre lo representado y el tiempo comunicativo”.[42] Monika Fludernik “inhabilita el criterio de la mera secuencialidad y la conexión lógica como cuestiones centrales en la narración”.[43] Para ella las visiones de mundo compartidas, las percepciones sociales, las convenciones narrativas y receptivas –lo que el público aporta a la tarea de deconstruir cualquier texto- pueden crear un relato.

La inevitable presencia de la narración en el documental significa que ésta no es un marcador de ficcionalidad: no se puede considerar que los documentales son idénticos a las películas de ficción porque son relatos. La narración es, si se quiere, una característica heredada compartida por la ficción y la no-ficción. Apoyo la postura de quienes consideran que la narración parece expresar una fundamental tendencia humana a contar historias. Algunos creen que “una voz narrativa impregna virtualmente cada género y medio de discurso humano, desde novelas y telenovelas hasta sermones, discursos de campañas políticas, publicidades, informes periodísticos, tratados históricos y conversaciones cotidianas.[44] Si la narración es inevitable, no puede por sí misma socavar las afirmaciones de verdad porque no está limitada a la ficción. Bill Nichols está en lo correcto cuando se opone a aquellos que utilizan la necesidad de ficcionalizar para argumentar en contra de las afirmaciones de verdad del documental.[45] Para que un argumento como ese sea sólido hace falta que exista un modo del discurso que no cuente historias. Si ese modo no existe, y me inclino a pensar que así es, entonces claramente la propensión del documental a la narración es irrelevante en cuanto a su afirmación de verdad. La narración es inevitable y, por lo tanto, la afirmación de verdad tiene que estar localizada en otra parte, y lo está: en la recepción, no en la producción. El punto es que todos los esfuerzos para negar la narración en el documental derivan en películas que, tal como observa Dai Vaughan, siempre funcionan «mejor en la cabeza (del cineasta) que sobre la pantalla (para el público)».

Prefiero tomar la posición que describe Guynn:

Llegamos a la conclusión, entonces, de que lo que distingue al documental del film de ficción no es la simple presencia o ausencia de un relato. La narración nunca está ausente en los documentales, incluso si su presencia está más o menos marcada. Tampoco podemos asignarle al documental un modo particular de narración, dada la heterogeneidad de sus textos. … Algunos documentales se parecen mucho a las películas de ficción en tanto despliegan sus estructuras básicas de significación en muchos niveles textuales; otros marcan su distancia adoptando estas estructuras episódicamente o limitándolas a ciertas funciones textuales.[46]

La última oración es: “La narración nunca está ausente en el cine documental”. Es el factor esencial que diferencia al documental de la observación, es un factor determinante de la creatividad del documental.

Notas

[1] Agradecemos a Brian Winston la cesión de su texto. Publicado en el libro editado por él mismo, The Documentary Film Book (Londres: BFI-Palgrave MacMillan, 2013). Versión revisada del texto “Treatment: Documentary as Drama”, publicado en Claiming the Real ll. Documentary: Grierson and Beyond (Londres: BFI, 2005), pp. 107-27.

[2] John Grierson, “First Principles of Documentary”, en Forsyth Hardy (ed.), Grierson on Documentary (Londres: Faber, 1979 (1932), p. 145.

[3] Paul Rotha, Documentary Film (Londres: Faber, 1966 (1935)), p. 105.

[4] Richard Barsam, The Vision of Robert Flaherty: The Artist as Myth and Filmmaker (Bloomington: Indiana University Press, 1988), pp. 20-3.

[5] Estos números corresponden a una copia de Films Incorporated de la restauración  de 1976 (hecha por David Shepard) con una banda sonora especialmente compuesta para el moderno sexteto clásico que se añadió (véase la nota de Ruby en: Paul Rotha, Robert J. Flaherty: A biography, editor Jay Ruby (Filadelfia: University of Pennsylvania Press, 1983). p. 2). Se puede encontrar una historia más completa de las múltiples versiones de Nanook, incluyendo una descripción de Shepard de su trabajo, en Steve Dobi, ‘Restoring Robert Flaherty’s Nanook of the North‘, Film Librarians Quarterly, vol. 10, n° 1/2, pp. 6-18.

[6] David Bordwell, Narration in the Fiction Film (Madison: University of Wisconsin Press, 1985), pp. 80-7 –Hay traducción al castellano: La narración en el cine de ficción (Barcelona: Paidós, 1996); Edward Branigan, Narrative Comprehension and Film (Londres: Routledge, 1992), pp. 11-12; Seymour Chatman, Coming to Terms: The Rhetoric of Narrative in Fiction and Film (Ithaca, New York: Cornell University Press, 1990), p. 9.

[7] Gérard Genette, Narrative Discourse: An Essay in Method, trad. Richard Howard (Ithaca, New York: Cornell University Press, 1980), pp. 113-60.

[8] Robert Stam, Robert Burgoyne and Sandy Flitterman-Lewis, New Vocabularies in Film Semiotics: Structuralism, Post-structuralism and Beyond (Londres: Routledge, 1992), p. 122.

[9] Roland Barthes, S/Z,  trad. Richard Miller (Oxford: Blackwell, 1990), p. 17. Hay traducción al castellano: S/Z (Buenos Aires: Siglo XXI, 2009).

[10] Bill Nichols, “Questions of Magnitude”, en John Corner (ed.), Documentary and the Mass Media (Londres: Edward Arnold, 1986), p. 114.

[11] Tzvetan Todorov, Introduction to Poetics (Minneapolis: University of Minnesota Press, 1981), pp. 41-5.

[12] En el infinito debate sobre “la reconstrucción” que hace Flaherty del pasado idealizado de un esquimal, este punto de inflexión en la trama esencialmente improbable -la celebración de la llegada del invierno ártico a través de un viaje- se ha pasado por alto. Formulado de ese modo, el argumento de Nanook parece algo improbable, pero eso es de hecho lo que Flaherty  nos dice explícitamente que está sucediendo. De ese modo, sin embargo, la realización del viaje no es más improbable que el hecho de que el invierno ártico, al parecer, no cambia las condiciones de iluminación. Llega el invierno pero no la oscuridad del Ártico -por  obvias razones. Desde luego, reemplazar «Invierno…» por otro título resolvería estos problemas.

[13] Barthes, S/Z, p. 18.

[14] Ibid., p. 158.

[15] William Guynn, A Cinema of Nonfiction (Rutherford, NJ: Fairleigh Dickinson [Associated Universities] Press, 1990), pp. 50-1.

[16] Eileen Bowser, History of the American Cinema: The Transformation of Cinema, 1907-1915 (New York: Scribner’s, 1990), p. 257.

[17] Charles Musser, History of the American Cinema: The Emergence of Cinema, The American Screen to 1907 (New York: Scribner’s, 1990), p. 21.

[18] Barthes, S/Z, pp. 105, 4, en cursiva en el original.

[19] William Uricchio, “Object and Evocation: The City Film and Its Reformulation by the American Avant-Garde (1900-1931)”, ponencia no publicada expuesta en la Sociedad de Estudios sobre Cine (Society of Cinema Studies), Montreal, 1987.

[20] Vlada Petric, Contructivism in Film: The Man with a Movie Camera (Cambridge: Cambridge University Press, 1987), p. 73.

[21] Grierson le admitió a regañadientes a Sussex que Jennings era un poeta menor. (Elizabeth Sussex), The Rise and Fall of British Documentary [Berkeley: University of California Press, 1975], p. 110). Al Movimiento Documental realmente no le gustaba Jennings. Grierson fue duro al comentar más sobre él: «Jennings era una persona muy afectada… No tiene el sentido interno del movimiento que tiene Basil Wright… La idea es que no tenía sentido del olfato» (ibíd., p. 110). Más allá de lo que esto pueda significar, una cosa es segura: Jennings era efectivamente un poeta publicado, aunque póstumamente. Se puede agregar que Jennings correspondió a esa hostilidad. En una carta se refería a «Rotha y otros de los niñitos de Grierson» (Mary-Lou Jennings [ed.], Humphrey Jennings: Filmmaker, Painter, Poet [Londres: BFI, 1982], p. 27).

[22] Alan Lovell y Jim Hillier, Studies in Documentary (New York: Viking, 1972), p. 89; Bjom Sorenssen, “The Documentary Aesthetics of Humphrey Jennings”, en John Corner (ed.), Documentary and the Mass Media (Londres: Edward Arnold, 1986), p. 57.

[23] Dai Vaughan, Portrait of an Invisible Man: The Working Life of  Stewart McAllister, Film Editor (London: BFI, 1983), p. 89; Sorenssen, “The Documentary Aesthetics of Humphrey Jennings”, p. 57.

[24] Jennings, Humphrey Jennings, p. 30.

[25] Vaughan, Portrait of an Invisible Man, p. 85.

[26] Chatman, Coming to Terms, p. 9.

[27] Guynn, A. Cinema of Nonfiction, pp. 76-7.

[28] Ibid.

[29] Jennings, Humphrey ]ennings, p. 30.

[30] Ibid., p. 26.

[31] Lovell y Hillier, Studies in Documentary, p. 84.

[32] Sussex, The Rise and Fall of British Documentary, p. 117.

[33] Geoffrey Nowell-Smith, “Humphrey Jennings: Surrealist Observer”, en Charles Barr (ed.), All Our Yesterdays: Ninety Years of British Cinema (London: BFI, 1986), p. 320; Lovell y Hillier, Studies in Documentary, p. 85.

[34] David Bordwell y Kristin Thompson, Film Art (New York: McGraw-Hill, 2004), p. 123. Hay trdución al castellano: El arte cinematográfico: Una introducción (Barcelona: Paidós, 1995).

[35] Guynn, A Cinema of Nonfiction, p. 70.

[36] Benjamin Hampton, A History of the Movies (New York: Dover, 1970 [1931]), p. 422. [Originalmente: A History of the American Film Industry: From its beginnings to 1931 (New York: Covicim Friede).]

[37] Christian Metz, Film Language: A Semiotics of Cinema (New York: Oxford University Press, 1974), pp. 94, 194.

[38] Se ha dicho de esto que no es una necesidad absoluta del documental. Véase, por ejemplo, el trabajo de Dudley Andrew en Concepts in Film Theory (New York: Oxford University Press, 1984), p. 45. La película de la que habla Dudley Andrew es el documental biográfico General Idi Amin Dada (Babet Schroeder, 1975).

Andrew sugiere que Schroeder tenía “ciertos reparos para dar un cierre formal porque no era solo un documental sino también una biografía de un ser vivo. Pero los relatos en primera persona y los informes de testigos presenciales (que comienzan en la tradición europea, considerablemente, con el relato que hace Odiseo de su viaje, contado a los feacios), siempre tuvieron este problema. Esas historias personales, que incluyen tanto la Commedia de Dante como la Vita de Cellini, se convirtieron sin embargo en «la forma natural de la narración mimética” (Robert Scholes y Robert Kellogg, The Nature of Narrative [New York: Oxford University Press, 1966], pp. 73 and 250). Como tales, son ciertamente capaces de alcanzar el cierre formal; tanto que aún las últimas palabras in medias res de Cellini («da poi me n’andai a Pisa»; «después me fui a Pisa») funcionan como un «golpe final» barthesiano (Barthes, S/Z, p. 188). Cito esta observación de Andrew como un ejemplo de cómo los académicos que se dedican al cine (casi) dan por sentada la diferencia narrativa del documental.

[39] Branigan, Narrative Comprehension and Film, p. 98.

[40] Exposiciones o exhibiciones [N de la T].

[41] Barthes, S/Z, p. 17.

[42] Meir Stemberg, “Universals of Narrative and their Cognitivist Fortunes (1)”, Poetics Today vol. 24, n° 2, 2003, p. 28.

[43] Monika Fludemik, Towards a ‘Natural’ Narratology (Londres: Routledge, 1996), p. 19.

[44] John Lucaites y Celeste Condit, “Re-constructing Narrative Theory: A Functional Perspective”, Joumal of Communications, vol. 35, n° 4, Otoño 1985, p. 90.

[45] Bill Nichols, Representing Reality: lssues and Concepts in Documentary (Bloomington: Indiana University Press, 1991), p. 107. Hay traducción al castellano: La representación de la realidad (Barcelona: Paidós, 1997).

[46] Guynn, A Cinema of Nonfiction, p. 154. De modo general Guynn ofrece una aplicación del sistema sintagmático de Metz a una variedad de documentales. Esto le permite argumentar (ibíd., p. 48) sobre cuantos sintagmas narrativos, en oposición a los no narrativos, están presentes en un variedad de documentales clásicos. La capacidad de persuasión de esto obviamente depende de qué tan convincente puede parecerle a uno, en primer lugar, la eficacia del abordaje de Metz.

Between sisters (Manu Gerosa, 2015)

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En los primeros minutos de Between sisters, el primer largometraje en solitario del italiano Manu Gerosa, tiene lugar una escena que, a pesar de su aparente ligereza, resulta crucial para leer las claves de esta hermosa película. Con la luz de las lamparillas aún encendidas, las hermanas Ornella y Teresa Boldrini, rondando los 70 la primera y casi nonagenaria la segunda, vestidas de camisón y tumbadas en la cama, están ya listas para dormir después de un día de playa en la costa del Adriático. Ornella le pregunta al director “¿Necesitamos tener las luces encendidas toda la noche?”, a lo que Gerosa, escoltado tras la cámara, le responde: “Sí, mamá”. “¿Pero qué está haciendo?”, interviene Teresa. “Una película, una comedia”, responde Ornella divertida. Teresa se deja contagiar del humor de su hermana y estalla en una carcajada, para añadir: “¿Cómo, una película porno?”. Las Boldrini no pueden contenerse ante la situación. La escena, hilarante y sutilmente surrealista, rezuma ante todo intimidad, la intimidad en la que se mueven unos personajes que se saben retratados por la mirada comprensiva (pero no condescendiente como va quedando claro a medida que avanza el film) de un cómplice, el hijo y sobrino Emmanuele, Manu, Gerosa.

Pero más allá del tono, este fragmento de Between sisters supone la constatación de una clara geometría que reserva un lugar a cada uno de los protagonistas de esta historia. Estamos ante un triángulo que abren Ornella y Teresa, como personajes de la película, y cierra Manu Gerosa, el tercer vértice en cuestión. La mirada del cineasta, audaz y facilitadora a partes iguales, acabará otorgando una dimensión renovada a la relación entre las hermanas.

Sobre esta relación de confianza, transparencia y afecto, Gerosa construye una película tan estilizada como emotiva. Las cotas de intimidad que alcanza el film desde su arranque son sólo el anticipo de un clímax al que el director conducirá, y acompañará sabiamente, a las hermanas Boldrini al final de la cinta.

La película de Gerosa se encuentra totalmente inscrita en el presente. Sin embargo, sobre el registro de la vida cotidiana planea la sombra de un secreto familiar: ¿Quién es verdaderamente el padre de Ornella? ¿Están ambas unidas por la sangre? ¿Qué impide a Teresa responder a su hermana cuando ésta la interroga? Es justamente en la voluntad del director de contribuir a quebrantar este secreto donde la película cobra toda su fuerza y reclama su naturaleza propia. Between sisters se emparenta directamente con la tradición de otros títulos de los cines del yo que se valen de la inmersión en los conflictos familiares particulares para condensar otros más universales.

Ornella y Teresa Boldrini: uno de los mayores logros de Between sisters es el dibujo de unos potentes personajes femeninos con altas probabilidades de perdurar en la memoria del espectador. Dos mujeres cuya identidad parecerá no obstante confundirse con el desempeño de sus roles dentro de la familia. Ornella, 20 años más joven que Teresa, dedica buena parte de su tiempo y energía a cuidar de su hermana, a la que el deterioro de la edad ha convertido en un ser frágil y demandante. La cámara de Gerosa filma las rutinas del cuidado, al que se suma al tiempo una empleada extranjera, anclando así a estos personajes a un universo doméstico y femenino: la vejez, la dependencia, el cuidado y las concesiones vitales ante las obligaciones familiares se filtran desde una experiencia vinculada al género. La vivencia de un secreto como el que media entre las Boldrini puede ser compartida más allá de las diferencias por cualquier otra familia. Como también lo puede ser el otro mundo que Gerosa presenta, el del retrato de una Europa envejecida, el del cuidado de los mayores a manos de mujeres, el del miedo a la muerte y al olvido.

Más allá del secreto, el pasado sólo se cuela tímidamente a través de una fotografía de una joven Teresa en el salón de casa, o un comentario sobre su vida amorosa. La película se edifica sobre la simplicidad de las situaciones y acciones cotidianas: un viaje a la playa, la visita del médico, un paseo por el parque de su ciudad, la norteña Rovereto, instantes de un presente que la película trata de horadar con su delicada tenacidad. La sobriedad del estilo de Gerosa permite no obstante que aflore la hermosura, la tensión y también la ternura.

Presente todo el tiempo desde una posición casi invisible, el director materializa frente a la cámara la conexión entre esos dos vértices del triángulo que son Ornella y Teresa. Así, otra secuencia angular de Between sisters es la que enfrenta ya cerca del final a las hermanas ante el secreto que las bloquea. Detrás de la cámara, el Gerosa hijo-sobrino y director. Una vez más, Ornella le pregunta a Teresa por qué no le desvela ese gran secreto que guarda. Between sisters se transforma así en una historia sobre las últimas oportunidades, sobre las opciones que debemos darnos para poder comunicarnos verdaderamente con aquel que tenemos más cerca. Esta secuencia atestigua también cómo la película misma se ha convertido en un nuevo vínculo entre los tres vértices, las hermanas Boldrini y el director. Un triángulo abierto al que se suma ahora un cuarto vértice: el espectador.

Alejandro Alvarado y Concha Barquero

Ficha Técnica

Director y guionista: Manu Gerosa. Productores: Hanne Phlypo, Antoine Vermeesch. Cámaras: Manu Gerosa,Salva Munoz, Federico Scienza. Montaje: Alejandro de la Fuente, Jan Decoster. Música: Jean-Philippe Collard-Neven. Productoras: Clin d’oeil Films, Oneworld DocuMakers. Origen: Italia, Bélgica y Qatar. Duración: 78 min. Año: 2015.

De Occidente (Juliane Henrich, 2016)

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¿Qué dicen de nosotros los espacios que construimos para habitar? ¿Cómo nos van construyendo, sin que lo sepamos? ¿Quiénes conforman ese «nosotros»?, y «¿quiénes son «los otros», entonces? Todas esas preguntas y muchas más son las que Juliane Henrich se hace en De Occidente, primer largometraje de esta joven realizadora alemana dedicada a pensar desde el cine los vínculos entre urbanismo, ideología y memoria, en el que recorre ciudades y rutas alemanas en un viaje que es tanto espacial como temporal, y también -y sobre todo- histórico y político.

En De Occidente, el «nosotros» (como en cualquier otro caso) tiene límites precisos: una Alemania occidental que se pregunta por sus vecinos del otro lado y que, aun unificada, sigue cargando con las marcas de su escisión. Henrich recorre un territorio que deja ver en su arquitectura las cicatrices de la historia mientras va recordando la época (¿lejana?) en que descubrió, de niña, que las diferencias entre «norte» y «sur» no eran equivalentes, en su país, a las que separaban «oriente» de «occidente», y que «occidente» era una palabra que implicaba (e implica) muchísimo más que una dirección en el espacio.

Es en el espacio, sin embargo, donde Henrich elige indagar en busca de las señales materiales de estas construcciones simbólicas, sus causas históricas y sus consecuencias políticas; en las calles, las autopistas, los edificios públicos y las viviendas de esa Alemania de posguerra que una y otra vez parece querer arrasar con los vestigios del pasado y que, al mismo tiempo, no parece poder dejar de caer en las mismas viejas trampas.

Pero De Occidente, al contrario de lo que suele pensarse -prejuiciosamente- del cine que se acerca a la arquitectura y el urbanismo, no es una película estática sino dinámica, casi en permanente movimiento: la cámara de Henrich va y viene en distintas direcciones, atravesando y rondando esos espacios grises, testigos silenciosos de la historia y sus transformaciones. Como si las tensiones entre una y otra Alemania pudieran hacerse eco en las formas del film, en los vaivenes de sus travellings y sus panorámicas. Recorriendo las líneas arquitectónicas, acompañándolas o haciéndolas entrar en colisión, despertando rimas visuales y contrastes sutiles, Henrich va construyendo un ritmo donde lo inanimado cobra una vitalidad inesperada, al tiempo que se carga de melancolía y de preguntas. De Occidente nos invita a redescubrir el espacio urbano a través del cine, develando en él esa carga simbólica e ideológica y a la vez tan concreta, que tantas veces queda invisibilizada por la cotidianeidad y que sin embargo marca, irremediablemente, nuestra experiencia.

Y así como se adentra en la historia a través del espacio, De Occidente también se sumerge en el pasado: los recorridos geográficos capturados por la imagen se transforman también, a través de la voz, en un auténtico viaje en el tiempo. La voz de Henrich conduce el relato; un relato en primera persona fuertemente centrado en la memoria y que va y viene entre lo íntimo y lo público, entre la historia personal y la Historia con mayúscula. La imagen, por momentos, acompaña ese repliegue y pasa del interior al exterior, de los enormes espacios abiertos a los pequeños objetos que habitan una casa. Henrich rastrea en sus recuerdos cómo se fueron configurando, en su mirada de niña de los ochenta, las diferencias y conexiones entre una y otra Alemania, y recuperando esa mirada infantil desde el presente nos invita a desnaturalizar y revitalizar dilemas que hoy ya parecen obvios o superados.

En De Occidente, voz e imagen, pasado y presente, se entrelazan, se separan, corren en paralelo y vuelven a encontrarse una y otra vez; somos nosotros, muchas veces, los encargados de completar sus asociaciones, de leer sus paradojas, de sacar nuestras propias conclusiones y plantearnos nuestras propias preguntas. De Occidente demanda un espectador activo porque su potencia radica, en buena parte, en su sutileza: en el trabajo a partir del detalle, en las líneas que va trazando entre planos e ideas. Y es que, como buena ensayista audiovisual, Henrich entiende que el cine es, entre tantas otras cosas, un modo de pensar el mundo y de hacer visible, asible y conceptualizable aquello que en el devenir de la historia y de lo cotidiano a veces se fosiliza o se nos escurre de entre las manos, sin que nos demos cuenta.

Griselda Soriano

Ficha técnica

De Occidente (Aus westlichen Richtungen) Dirección, guión, cámara, montaje, producción: Juliane Henrich. Música: Manuela Schininá. Sonido: Clarissa Thieme, Janika Herz. Origen: Alemania. Duración: 61 minutos. Año: 2016.

70 y pico (Mariano Corbacho, 2016)

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A primera vista 70 y pico es un documental en primera persona en el que el realizador emprende una búsqueda personal para intentar esclarecer algunas zonas oscuras respecto de la identidad de su abuelo Pico y sus nexos con la última dictadura cívico militar. Pico es Héctor Corbacho, quien fuera por entonces decano de la Facultad de Arquitectura y Urbanismo (FAU) de la Universidad de Buenos Aires. Dictaba clases, también, en la Escuela de Mecánica de la Armada. A Corbacho se lo señala como cómplice civil del gobierno dictatorial y se tiende sobre él un manto de sospechas sobre la entrega de estudiantes y trabajadores de una facultad que cuenta con 130 desaparecidos, todos militantes políticos. ¿Qué hay debajo de ese manto/velo que recubre a Pico?

Si ese fuera el planteo general de la película, no sería poco, en absoluto. Sin embargo, hay que reconocer que 70 y pico es, además de una indagación personal, familiar, incluso histórica, una indagación sobre la identidad de la imagen. Durante los primeros minutos del film se proyectan sus principales interrogantes: ¿Qué es una imagen? ¿Cómo se construye? ¿Cuántos significados puede tener una misma imagen?

La secuencia de apertura intercala los títulos con emblemáticas imágenes del Río de la Plata. La cámara sobrevuela el Río, como lo hicieron los muertos que yacen ocultos en sus aguas, pero aquí el destino último es otro y las aguas turbias, con los destellos que les imprime el sol terminan sobreimprimiéndose con la imagen del edificio de la facultad, sitio de las preguntas imposibles, de las respuestas necesarias.

La película se compone de imágenes de archivos, históricos y familiares, conjugadas con documentos y con múltiples entrevistas a personas implicadas en la historia de diversas maneras: Cecilia Ulrich (realizadora de un documental anterior sobre el tema), investigadores, etc. Héctor Corbacho también ocupa el lugar de entrevistado. Esta integración de la mayor cantidad de voces posibles le quita al film cierto peso de subjetividad; si bien el protagonista es una figura totalmente cercana al director, el hecho de que este se ubique como un investigador permeable a todas las escuchas supera la posible parcialidad en la que podría caer un proyecto de estas características. No en vano Mariano Corbacho enuncia hacia el final “no me quedó nada por preguntarle a mi abuelo.”

Algunos de los militantes de aquellos años explican, por momentos, la dificultad para dar testimonio frente al nieto de la persona que reconocen como responsable de la desaparición de sus compañeros. Otros hablan abiertamente. Pico manifiesta su orgullo porque fue el único que enfrentó a los montoneros dentro de la Facultad de Arquitectura. Los militantes reconocen el valor de su lucha y la reivindican. Cada uno, desde su lugar actual en la historia defiende su posición en aquella Historia.

Así, en un recorrido que va de lo particular a lo general, los primeros entrevistados son los familiares. En esta parte de la película (Mi familia y Pico) resulta notorio cómo los planos del relato familiar son tomas incómodas, primeros planos que no pueden contenerlos, se descentran, se van de cuadro, se los ve fragmentados. Se manifiesta en la composición de la imagen la dificultad del encuentro en la comunicación. El propio director de la película y sus dos hermanos representan las diferentes posturas sociales respecto de la construcción de la Memoria:

Mariano: ¿Por qué pensás que yo tengo estas inquietudes y entre vos y Tamara no se ha generado este cuestionamiento?

Hermano: A vos te inquietan demasiadas cosas y tenés que saber los por qué de todo. (…) No sé, tildame a mí y a Tati de conformistas, pero a mí si me dan una respuesta, bueno listo, es la respuesta. Vos no quedás conforme con las respuestas.

Hermana: No tengo ni idea de lo que pasó. Yo lo conozco como mi abuelo. (…) Todos repiten qué es lo que pasó, pero no saben qué es lo que paso. Hay pocas personas que saben (…) Yo no sé qué pasó. Son cosas que no me interesa saber. Pico es mi abuelo, yo lo veo como mi abuelo y como mi abuelo siempre se portó de diez.

Las entrevistas a Pico comunican no sólo por lo que dice, también aportan información, por ejemplo, en el sonar de las campanas de la Iglesia de San Benito, ubicada en las proximidades el Hospital Militar. En ellas Pico expone su visión sobre determinados valores que supone se veían amenazados en los setentas, como por ejemplo la concepción de familia tradicional. En estos diálogos pasado y presente tienen lugar, así como también la recurrencia de Pico a la explicación de sus acciones en pos de la defensa de la Universidad. Esta postura funciona como contrapunto de las diferentes voces que enuncian el proyecto educativo y el perfil de profesional que desde la FAU se intentaba construir y motivo por el cual la facultad resultó un foco de preocupación para el proyecto militar. En ese sentido, en la sección “Historia” del sitio web oficial[1] de la película se lee: “La mirada sobre el plan de estudio, sobre la forma de enseñanza y sobre la práctica profesional, encerraba toda una manera de concepción de sociedad y de vida futura. Dar cuenta en detalle de aquellos proyectos, como a su vez de quienes lo encarnaron y de qué manera, resulta una tarea impostergable. La Facultad de Arquitectura y Urbanismo de la Universidad de Buenos Aires durante los años 60’ y 70’, tiene todavía mucho para decir”.

Mariano, que por momentos se reconoce en el rostro de su abuelo, pero en otros lo desconoce, también realiza a lo largo del film un camino de lo individual a lo colectivo y en la pregunta por la propia identidad, que no puede eludir las huellas de la historia y en este caso signan a su propia familia, construye una voz propia que se nutre de muchas voces. Finalmente, ante el silencio del abuelo que en determinado momento decide dar por finalizadas las entrevistas y muere a los pocos meses, el director decide incluir el acto en homenaje en los detenidos desaparecidos de la FAU con el grito de ¡Presentes!

Frente la pregunta fundamental sobre quién es Corbacho las voces se superponen y cobra fuerza el texto que acompaña al comienzo los interrogantes sobre la identidad de la imagen: “Una imagen es una forma de representación, una representación conformada a partir de una interpretación previa. Un dibujo, una fotografía, una filmación. Son imágenes, imágenes construidas de reinterpretaciones de la realidad.” 70 y pico es la toma de palabra en la construcción identitaria que como país debemos seguir dando. 70 y pico nos recuerda también que hay imágenes que debemos seguir construyendo, deconstruyendo e interpretando porque muchas la veces la pregunta sobre quién es resulta sustituible, o parte necesaria, de la pregunta sobre quiénes somos.

Viviana Montes

Ficha técnica

Dirección: Mariano Corbacho. Producción: Mariano Corbacho, Juan Pablo Diaz, Martín de Dios. Guión e investigación: Juan Pablo Diaz. Cámara: Martín de Dios. Montaje: Martín de Dios, Juan Pablo Diaz y Mariano Corbacho. Música: Martín Aratta. Sonido Directo: Juan Pablo Diaz, Martín de Dios, Sol Ticera, Lautaro Strumminger, otros… Color: Laura Viviani. Post-Sonido: Hernán Gerard. Gráficas y Web: Rodrigo López. Duración: 103’. Año: 2016.

[1] www.setentaypico.com

Las rupturas del 68 en el cine de América Latina

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Mariano Mestman (coordinador), Buenos Aires, Ediciones Akal, 2016.

Gustavo Aprea

las-rupturasLas rupturas del 68 en el cine de América Latina plantea un examen de la cinematografía producida en nuestro continente durante la década del sesenta del siglo pasado. Para ello, parte del año 1968 que aparece como un punto de giro en el que se hacen evidentes tendencias que, en algunos casos, se despliegan a lo largo de más de una década y que, sin dudas, tienen una incidencia fundamental que se prolonga durante los años siguientes. El libro desarrolla un modelo de revisión crítica e historiográfica y, ya desde la “Presentación”, a cargo del coordinador del volumen Mariano Mestman, recorre y problematiza estudios previos sobre el tema. Luego aparece una serie de ocho artículos que analizan las transformaciones en cada una de las principales corrientes cinematográficas nacionales. Finalmente, se plantean tres estudios comparativos que permiten dar cuenta de algunas de las relaciones que se observan entre los cineastas y las obras de diferentes países, en el marco de las disyuntivas que el cine latinoamericano enfrentó en “la encrucijada del 68”.

Mariano Mestman compila y edita este conjunto de trabajos de especialistas académicos sobre el tema que, en su inmensa mayoría –excepto el del brasileño Ismail Xavier–, fueron escritos especialmente para esta ocasión. El conjunto de la obra analiza fenómenos diversos desde varias perspectivas disciplinares, pero termina conformando una mirada integrada sobre un período crucial de la historia cultural latinoamericana. A través de diferentes vías, los autores estudian un conjunto de fenómenos coincidentes, trabajando sobre distintos factores que permiten dar cuenta de niveles complejidad que no habían sido señalados en abordajes previos.

Puede hablarse efectivamente de una relectura del cine del período en Latinoamérica, ya que los movimientos, las instancias autorales y los films examinados, han sido discutidos por los propios realizadores, la crítica y la historia del cine desde el momento mismo de su emergencia. Más allá de continuar esta línea de indagaciones y debates, Las rupturas del 68 en el cine de América Latina establece una modalidad de análisis que avanza sobre algunos de los tópicos en los que se basaron las interpretaciones de una etapa central en el desarrollo de las cinematografías nacionales y en la conformación de un proyecto de cine de alcance continental. El programa que desarrolla el volumen “se propone como una contribución a la bibliografía sobre el cine, la cultura, la política y los debates intelectuales de los años sesenta-setenta en América Latina” (53). Con este objetivo se redimensiona el propio concepto de Nuevo Cine Latinoamericano con el que desde un principio se englobó una serie de procesos creativos que implican quiebres políticos, estéticos y culturales.

En la “Presentación”, Mestman sintetiza la revisión de la bibliografía previa y discute criterios fundamentales para la interpretación de un momento fundacional en la práctica, la crítica y la teoría cinematográfica latinoamericanas. La puesta en cuestión de los límites del período abordado y del sentido de la elección del año 1968 como centro del que parten investigaciones, aparece como un elemento organizador de las lecturas realizadas y creador de una perspectiva de conjunto. Si bien establece una concordancia general, advierte que los límites de la etapa estudiada no coinciden en los diferentes países. Para el abordaje de las versiones latinoamericanas de lo que desde el punto de vista de la historiografía se conoce como “la larga década del sesenta”, deben considerarse tanto las dinámicas de las transformaciones políticas, culturales y estéticas de cada país, como los desarrollos previos de sus cinematografías y las diversas formaciones de los realizadores.

En el marco de esta periodización de contornos irregulares, también se tiene en cuenta la relación de las cinematografías locales con dos fenómenos que exceden el ámbito latinoamericano: el auge del Cine Moderno y la radicalización política que tiene como epicentro los intentos revolucionarios que a lo largo del año 68 recorren buena parte de Europa, Asia y América. El debate estético-político relacionado con estos sucesos también ocupa un lugar privilegiado para la conformación del cine en Latinoamérica, pero adquiere rasgos propios en función de las características que cada campo cultural cinematográfico va desarrollando. Se trata de la incorporación de estas discusiones a debates muchas veces previos, que involucran más variables que los intentos de construcción de una nueva cinematografía. En este sentido, puede afirmarse que Las rupturas del 68 en el cine de América Latina interpreta a los cines latinoamericanos más allá de la clásica lectura del Nuevo Cine Latinoamericano como un fenómeno generalizado en toda esta área que aparece solo como una versión de la radicalización político-estética de los sesenta/setenta. A través del análisis de las transformaciones del campo cinematográfico, los autores construyen una mirada que abarca las dinámicas del cambio cultural en los diversos países.

La construcción de una perspectiva que sostiene el proyecto latinoamericanista, no se basa en posturas esencialistas que apelan a una base cultural uniforme. Por el contrario, se sostiene a partir del análisis de los intercambios efectivos que se produjeron entre los cineastas (festivales, circulación de films, publicaciones y debates públicos) y la sincronía que se observa entre las diversas rupturas que tuvieron lugar durante el período estudiado. A su vez, tal como plantea Mestman, el proyecto de construcción de un cine latinoamericano, se enmarca dentro de una perspectiva más amplia: el tercermundismo. Sobre estas bases, los artículos del libro desarrollan interpretaciones parciales que permiten dar cuenta de la complejidad cultural que sostiene los debates, las obras y la constitución de nuevos públicos a lo largo de más de una década, y a través del continente.

Los casos nacionales

David Oubiña, en “El profano llamado del mundo”, estudia el proceso de ruptura y transformación que se produce en Argentina en torno a 1968. El ensayo plantea que en ese año se alcanza “el punto culminante de intercambios” (73) entre el cine de intervención política y el ligado a las vanguardias estéticas. A partir de este momento se profundiza el proceso de confrontación y separación entre las distintas tendencias innovadoras que surgen en el ámbito de los lenguajes audiovisuales. Uno de los ejes del artículo es el análisis de las diversas corrientes del “cine político” y sus propuestas, de emergencia sincrónica al estreno de La hora de los hornos (Fernando Solanas y Octavio Getino), durante el Festival de Pesaro del 68. Oubiña revisa un amplio espectro de corrientes que va desde las expresiones más ligadas a la estética del Cine Moderno –como el “cine de escritura” bressoniana de Invasión (Hugo Santiago, 1969), o el “cine de música” de The players vs. Ángeles caídos (Alberto Fisherman, 1969)–, hasta el cine experimental próximo al Instituto Goethe de Buenos Aires y las propuestas filmadas en súper 8 por jóvenes cineastas como Claudio Caldini. Ubicado dentro, en los márgenes o por fuera de la institución cinematográfica, este conjunto de experiencias estéticas disímiles coexiste hasta fines de los sesenta. Más allá de señalar las evidentes diferencias y debates entre las corrientes, Oubiña se ocupa de las conexiones entre ellas y las analiza a partir de la tensión que se produce entre las posturas políticas implícitas o explícitas y las propuestas estéticas. En este sentido, el texto recupera algunos de los diálogos del período en torno a las posibilidades y formas que debía adoptar una innovación de los lenguajes audiovisuales deseada por todos. En el caso argentino, la radicalización política frente a las políticas represivas de las dictaduras de Onganía, Levinsgston y Lanusse, interrumpe las posibilidades de intercambio y lleva a la confrontación directa entre las diversas vanguardias cinematográficas.

En “La estética transculturadora de una revolución frustrada”, Javier Sanjinés se focaliza en los momentos iniciales del grupo boliviano Ukamau. El artículo relaciona las actividades y transformaciones propugnadas por Jorge Sanjinés y sus compañeros, con los debates que se desarrollan durante el siglo XX en la zona andina en torno a la identidad nacional y el lugar que las culturas indígenas ocupan en ellas. A partir de la aparición del Movimiento Nacionalista Revolucionario de 1952 y su reivindicación del campesinado, la polémica adquiere una nueva dimensión, pero no logra superar una concepción racista de identidad. Sobre esta base cultural y el desarrollo incipiente de un cine boliviano impulsado por el MNR, el grupo Ukamau realiza la primera parte de su producción. Basándose en una minuciosa revisión de los trabajos críticos previos y las reflexiones de los propios cineastas, Sanjinés describe una transformación en el modo de abordaje y representación de las problemáticas indígenas, cuando entran en tensión las pretensiones de universalidad y modernidad de una propuesta estética cinematográfica, con las formas y pautas culturales andinas. Teniendo como punto de partida una mirada eurocéntrica, en una primera instancia pueden leerse los primeros films como Ukamau (1965) o Yawar malku (1969) en función de un proceso de “transculturación desde arriba”, según las categorías de John Beverly. Esta postura permitió a Jorge Sanjinés y sus compañeros denunciar los atropellos cometidos por los militares tras la degradación del MNR, pero, pese a la visibilización de las culturas de los sectores marginados de Bolivia, no logran que éstos participen del debate público y se sientan representados. A partir de El coraje de este pueblo (1971), el grupo Ukamau logra superar lo que califica como “vicios de la verticalidad y el paternalismo” (147). Se inicia así una etapa de transculturación desde abajo” –siempre en los términos de Beverly–, en la que la propuesta estética incorpora la cosmovisión indígena a través de los testimonios, la recuperación de la memoria colectiva y el registro de situaciones planteadas por las comunidades participantes.

“Alegorías del subdesarrollo”, el ensayo de Ismail Xavier, explora las formas alternativas que se producen en la cinematografía y la cultura brasileñas alrededor del año 68. La coyuntura que analiza está marcada por la crisis que durante la década del sesenta atraviesa el Cinema Novo como propuesta de renovación del cine en Brasil y el agravamiento de la situación política en un momento en que recrudece la escalada represiva de la dictadura militar iniciada en 1964. Las expectativas de transformación social que habían surgido en la primera mitad de los sesenta fracasan frente a la realidad del golpe de estado. La presencia de los militares en el poder choca con los proyectos culturales que buscaban insertarse dentro del campo popular y reivindicar una perspectiva nacional. Según Xavier, tanto la evolución de los directores del Cinema Novo hacia una reivindicación del lugar autoral en relación con el mercado, como la aparición de nuevas tendencias estéticas como el Tropicalismo y el Cinema Marginal, internalizaron creativamente la crisis por la que la cultura pasa de la “«promesa de felicidad» a la contemplación del infierno” (154). Aunque el artículo realiza una revisión amplia de la filmografía del período, plantea como films emblemáticos Terra em transe (1967), mojón fundamental en el desarrollo de la obra de Glauber Rocha, y O bandido da luz vermelha (Rogério Sganzerla, 1968), iniciadora del Cinema Marginal. En estas dos películas y en la cinematografía crítica de fines de los sesenta se produce un distanciamiento del pensamiento teleológico que caracterizó al proyecto del Cinema Novo, y se registra la fuerza de la utilización de alegorías como figuras que estructuran los relatos. En los nuevos directores que, como Rogério Sganzerla, aparecen en esos años, la crisis de la teleología de la historia lleva a una ruptura más radical que en algunos casos conduce a posturas apocalípticas. En ese sentido, la alegoría puede funcionar principalmente en el plano temático –tal como la utilizan los realizadores que vienen del Cinema Novo–, o como sostén de una antiteleología que se convierte en un principio formal que articula la narración –tal como plantean los nuevos realizadores. Se desarrolla así un nuevo episodio de la oposición entre la cultura nacional y la extranjera, que viene desarrollándose desde la aparición del Modernismo en los años veinte.

En “Crítica y crisis en el Nuevo Cine”, Iván Pinto recupera las polémicas que se dan en el Nuevo Cine Chileno y que se amplían a una dimensión continental en los festivales de Viña del Mar entre 1967 y 1969. Para ello analiza tanto los debates como los films, y da cuenta de la “emergencia de un cine que entonces no solo ha querido transformar las estructuras sociales, sino también remover las propias, someter a crítica el propio cine” (185). Las diversas propuestas de resolución de la tensión entre las miradas políticas y las posiciones estéticas se dan en los años previos a la llegada al poder de la Unidad Popular, encabezada por Salvador Allende en 1970. Pinto ubica el caldo de cultivo para la explosión del Nuevo Cine Chileno en 1969, en los debates que se vienen realizando en el terreno del cine universitario, los cineclubes y la bohemia intelectual. Como ejes de la discusión y expresiones de posturas diferenciadas, rescata tres films: El chacal de Nahuel Toro (Miguel Littín, 1969), Valparaíso, mi amor (Aldo Francia, 1969) y Tres tristes tigres (Raúl Ruiz, 1968). A partir de la reconstrucción de la vida de un asesino múltiple narrada con un estilo documentalizante, la obra de Miguel Littín somete a una operación crítica al sistema expresivo a través de un montaje abrupto. Por su parte, Aldo Francia narra la historia de cuatro niños marginados en tono documental, pero rompe con el dispositivo clásico sustrayendo del centro de la escena las situaciones patéticas, procurando evitar el miserabilismo. En ambos realizadores es evidente un intento de doble desmitologización, que cuestiona tanto la representación de las relaciones sociales como la ambición de representación realista transparente del cine clásico. Pese a las intenciones de los autores, Pinto recupera lecturas críticas contemporáneas que encuentran una mitologización del pueblo en las propuestas del cine militante del período. En este sentido, la obra de Raúl Ruiz implica un grado mayor de ruptura. En ella se desarrolla una “poética de la inestabilidad” (209), que involucra tanto el nivel argumental como la puesta en escena, que realiza una indagación sobre las relaciones sociales en el Santiago de los sesenta, a través de la historia de tres personajes que tienen una postura que no involucra una épica militante sino que se pierde en cierta rutina cotidiana.

“En torno a Camilo Torres y el Movimiento Estudiantil” de Sergio Becerra, plantea una mirada sobre el cine de Colombia a través de la figura determinante de Camilo Torres que moldea el Movimiento Estudiantil y el desarrollo del documentalismo de la época. A partir de la acción del sociólogo y sacerdote Camilo Torres Restrepo, que pasa del ámbito académico (Universidad Nacional) a la política para culminar en su muerte en la guerrilla del ELN, Becerra encuentra una base común entre el origen del documentalismo colombiano y el cine militante que se desarrolló desde las universidades con destino a audiencias populares. El lugar liminar de la figura de Torres en la cinematografía colombiana orientada hacia la problemática social, parte de una paradoja. No hay registros colombianos sobre su imagen, palabra o acción: sólo se conserva su presencia en una entrevista del documental francés Camilo Torres (Bruno Muel y Jean-Pierre Sergent, 1965). Ni siquiera se sabe dónde está su cadáver. La falta de su cuerpo y la escasez de sus representaciones, se oponen a la fuerza de las ideas que impulsan a los intelectuales hacia el compromiso político. Es así como Chircales (Jorge Silva y Marta Rodríguez, 1968-1972), film clave en la redefinición del documentalismo colombiano, surge gracias a la participación de Marta Rodríguez, una de los directores en un proyecto de trabajo comunitario impulsado por su profesor Camilo Torres. En él, a partir de la vida y labor de una familia de ladrilleros, se describe la lógica del funcionamiento de explotación capitalista según Marx. Por su parte, la reivindicación de la imagen del sacerdote guerrillero se entronca con una serie de manifestaciones estudiantiles que buscan acceder a públicos populares y movilizarlos. Dentro de este contexto, se consolida un cine militante que visibiliza a los sectores postergados de la sociedad y resignifica los registros de los medios masivos que pretenden sostener la hegemonía de la clase dirigente.

En “Revolución intelectual y cine. Notas para una intrahistoria del audiovisual”, Juan Antonio García Borrero indaga sobre las contradicciones y debates que se producen durante el período en el Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográficos. Para interpretar este momento complejo, estudia las relaciones que se desarrollan cotidianamente entre los realizadores, los dirigentes del cine cubano y el Estado. García Borrero analiza dos tendencias en el cine cubano producido por un estado revolucionario que se define como socialista. Por un lado, la versión impulsada por el gobierno y sostenida por Alfredo Guevara, director del ICAIC, que busca la construcción de una épica nacional revolucionaria que sostenga la política oficial de construcción del Hombre Nuevo del socialismo. El 68 es declarado como “Año del Guerrillero Heroico” en homenaje al Che Guevara y, a la vez, rememora el centenario del comienzo de la guerra por la independencia. En ese marco se produce un cine de recuperación del pasado cubano que incluye films de propaganda dogmática, como las obras maestras Lucía (Humberto Solás, 1968) y La primera carga del machete (Manuel Octavio Gómez, 1968), que se enmarcan dentro de una estética moderna próxima a la del Nuevo Cine Latinoamericano. Al mismo tiempo, un grupo de realizadores –tales como Tomás Gutiérrez Alea (Memorias del subdesarrollo, 1968), Sara Gómez (En la otra isla, 1967; Una isla para Miguel, 1968) y Nicolás Guillén Landrián (Coffea Arabica, 1969)–, sostiene una mirada crítica frente a la estética oficial y buscan discutir los problemas de la sociedad revolucionaria. Gutiérrez Alea define su disputa afirmando que “El verdadero enemigo ya no se manifiesta claramente, sino que se registra dentro de cada uno de nosotros” (281). Ambas tendencias son avaladas por Alfredo Guevara, que proyecta desarrollar una industria fílmica que sirva de base y referencia para el Nuevo Cine Latinoamericano. Además del apoyo del ICAIC, las dos corrientes tienen rasgos en común: la crítica al cine como espectáculo, destinado al entretenimiento; y, la defensa de un proceso de radicalización de la revolución. Las tensiones descritas se mantienen hasta 1971, cuando termina por imponerse la posición impulsada por el gobierno. García Borrero cuenta que el punto de partida para el avance de la consolidación de una lectura dogmática de la estética y la realidad se puede detectar en el mismo 68 cuando se realiza un Congreso de la Cultura en el que Fidel Castro propone la subordinación de la cultura a las necesidades políticas de la Revolución. Sin embargo, entre las dos fechas el cine cubano desarrolla una mirada crítica respecto de su sociedad ligada a una estética de vanguardia.

“El 68 cinematográfico”, de Álvaro Vázquez Mantecón, presenta un panorama sobre la forma en que el movimiento estudiantil mexicano transformó el modo de concebir el cine para una generación de jóvenes directores. Con este objetivo revisa los antecedentes del cine político en México, los debates entre los realizadores y las transformaciones sociales que “el 68” produjo en la sociedad. En el país con la mayor industria cinematográfica de América Latina, desde fines de los años cincuenta aparecen producciones independientes que buscan una renovación estética ligada a las propuestas del Cine Moderno y una mirada crítica sobre la realidad social. Esta búsqueda es sacudida por el movimiento estudiantil mexicano que explota entre agosto y setiembre, y culmina en la masacre de Tlatelolco. Se genera entonces una conmoción dentro del ambiente intelectual que impulsa a la radicalización de los estudiantes y a un cine militante. Desde el mismo momento del comienzo de la movilización el cine es utilizado como instrumento de contrainformación por cineastas independientes (Paul Leduc y Rafael Castanedo), que trabajaban en el registro de los preparativos de las olimpíadas, y por los alumnos de la escuela de cine de la UNAM. Tanto las denuncias de las víctimas, como las evidencias de la represión estatal, generan una fractura en el campo intelectual que necesariamente se expresa dentro de diversas instancias del cine mexicano de la época. La masacre de Tlatelolco está en la base de la aparición de un cine militante que se desarrolla y relaciona con el Nuevo Cine Latinoamericano a través de los festivales de Viña del Mar y Mérida. A su vez, dentro del ámbito de la contracultura fílmica, se trabaja en torno al movimiento del 68 y sus consecuencias para la sociedad mexicana. Pese a los esfuerzos realizados, la problemática ligada a la rebelión contra el estado mexicano no llega a los públicos masivos. Aún aquellas intervenciones dentro del cine comercial como La montaña sagrada (Alfredo Jodorowsky, 1972), Naufragio (Juan Humberto Hermosillo, 1977) o Canoa (Felipe Cazals, 1976), ocupan un lugar marginal frente a las audiencias masivas.

Cecilia Lacruz, en “La comezón por el intercambio”, estudia un rasgo global del cine militante de los sesenta en el contexto uruguayo: la construcción del relato de la lucha revolucionaria. Una de las características propias del cine que comienza a producirse en Uruguay, es su origen ligado a las instituciones educativas (Universidad de la República, Escuela de Bellas Artes), a los cineclubes y a la revista político-cultural Marcha. La autora dirige su atención más hacia a esas instancias de mediación y procesos de configuración del relato revolucionario, que hacia aspectos ya muy estudiados como la creación de la Cinemateca del Tercer Mundo en Montevideo durante 1969, o los films militantes Me gustan los estudiantes (Mario Handler, 1968) y Liber Arce liberarse (Departamento de Cine de Marcha, 1969). En este sentido, Lacruz recuerda el origen de la experiencia cinematográfica en Uruguay sostenida por la financiación estatal con objetivos pedagógicos. Dentro de este contexto, resulta emblemática la trayectoria de Mario Handler, que comienza con films de divulgación científica, desarrolla cortos sobre conflictos sociales como Cañeros (1965) y realiza un documental sobre la crisis que vive la sociedad uruguaya a través de un personaje marginado en Carlos: memoria de un caminante (1965). La crítica a este trabajo y la censura de Elecciones (1967), impulsan a Handler hacia la actitud militante de Me gustan los estudiantes. En 1967, el Festival de Cine de Marcha, que viene desarrollándose desde fines de los cincuenta, presenta un programa de cine revolucionario latinoamericano y del Tercer Mundo –hasta entonces desconocidos en Uruguay– en lugar de los grandes autores modernos como Bergman o Antonioni. De la confluencia entre las líneas de difusión del Nuevo Cine Latinoamericano sostenidas por Marcha, y la radicalización del cine universitario, se va construyendo la nueva mirada militante sobre el cine. Se genera así una política cultural cooperativa que tiene su órgano de difusión, Marcha; sus centros de exhibición, el cineclub y la universidad; y un maestro, Mario Handler. De esta manera se coproducen y exhiben los nuevos films militantes como Liber Arce liberarse o Refusila (Grupo de Estudiantes de Arquitectura, 1968) sobre los movimientos estudiantiles en el que se resignifican imágenes sobre los acontecimientos narrados como modo de intervención política que definirá a la Cinemateca del Tercer Mundo.

El documental, la televisión y la industria cultural

En “Mérida 68. Las disyuntivas del documental”, María Luisa Ortega rescata los antecedentes, describe el lugar de los festivales de cine durante los sesenta, y revive las discusiones y los films que participaron del encuentro de cineastas realizado en Venezuela. La autora recupera una doble afirmación de identidad para el cine en Mérida: el documentalismo y el latinoamericanismo. Los diálogos en el festival se producen en el marco de la construcción de una conciencia continental, y en torno del lugar que se le otorga al documento en el que “la irrupción de lo real como desestabilizador activo y positivo de la anterior organicidad de la obra artística y cinematográfica ocupa en la gestación de las nuevas estéticas” (356). En el contexto de los festivales contemporáneos a Mérida, como la Mostra di Pesaro, los films son considerados hechos políticos realizados con medios cinematográficos. Esta perspectiva implica que las obras no deban ubicarse solo al margen de la producción comercial, sino por fuera del sistema capitalista. Por esta vía, se procura que el nuevo cine llegue a sus espectadores para enfrentarlos con sus propias realidades, venciendo las dificultades de realización y la comprensión de las nuevas estéticas presentadas. La lógica de la organización de Mérida 68 sostiene una tradición de base griersoniana por la que los festivales forman parte de la agenda de relaciones internacionales y privilegian el cine no comercial para el conocimiento entre los pueblos a través de la cultura. Desde esta perspectiva, el documental se define por el grado de compromiso político, sin importar si lo representado es la realidad misma o su reconstrucción, puesto que la veracidad está garantizada por la intención de los realizadores. Esto implica una crítica a las visiones “objetivas” de la realidad que se sostienen por fuera de un compromiso político. En este sentido, Mérida se presenta como un umbral en el que se sintetizan discusiones previas y a la vez se abre un camino para propuestas estético-políticas que se desarrollan en los años siguientes: la de un “cine imperfecto”, del cubano Julio García Espinosa; o la teoría del “Tercer Cine”, de Solanas y Getino. Luego de revisar las principales películas presentadas en Mérida, Ortega señala que las opciones documentales presentadas en el festival proponen una idea –extensible al Nuevo Cine Latinoamericano como corriente estética– de documento como espacio en el que se exhibe y resiste la lógica del enemigo ideológico, aunque afirma que aún no se evaluó la efectividad política y estética de la propuesta.

Con y contra el cine y la televisión” de Mirta Varela, analiza los usos de las imágenes audiovisuales generadas en torno a los movimientos de protesta que explotaron en 1968 y 1969. A través de esta vía, compara las relaciones entre el cine y la televisión durante el período en diversos países. En el Mayo Francés del 68, la rebelión obrero-estudiantil es ocultada por la televisión controlada por el gobierno, mientras buena parte de los realizadores cinematográficos se pliega y colabora con el movimiento. En el desarrollo de la lucha, los cineastas se unen a trabajadores ORTF y generan imágenes de contrainformación que, de todas maneras, no aparecen por los medios masivos. En Brasil, el cine se ubica en oposición a la dictadura, mientras la TV deforma información en favor del gobierno. Dentro de este contexto, se destaca la experiencia de Glauber Rocha con el programa de la TV Tupi Abertura (1979), en el que se exacerban los rasgos del discurso televisivo (auto exhibición, fragmentación y ambigüedad) y que resulta una propuesta innovadora, anticipando rasgos de la televisión posterior. Argentina enfrenta la cuestión de la representación del Cordobazo de 1969. Las imágenes que se registran son tomadas por canal 10 de la ciudad de Córdoba. Solo a través de ellas, construidas acentuando el efecto de toma directa, se forma el archivo con el que trabaja el cine político de los setenta en el que la rebelión obrero-estudiantil ocupa un lugar central. Por el contrario, durante la rebelión estudiantil y la masacre de Tlatelolco en México, los estudiantes registran los acontecimientos y buscan utilizarlos como contrainformación frente a los ataques y deformaciones de los hechos de una televisión aliada al gobierno. Esta situación da lugar a una serie de reflexiones, discusiones y prácticas sobre las relaciones entre el papel del cine y de la televisión. Varela observa que, en general, las imágenes generadas siguen el modelo del “directo”, tal como es registrado por los camarógrafos de los noticieros de TV. Se piensa esta estética como una capacidad para captar “algo de lo real”, ya sea como registro de acontecimientos públicos o perfomances ficcionales. En este sentido, los límites entre imágenes cinematográficas y televisivas no son de carácter estético sino de producción y circulación. Las imágenes televisivas tienen fuerza porque pueden trabajar con un efecto de simultaneidad entre su producción y exhibición. Sin embargo, pierden poder cuando son sometidas a una fuerte censura institucional. Por el contrario, el cine carece de esta cualidad pero sus realizadores en ese momento histórico gozan de una libertad inimaginable en la televisión. Más allá de esta tendencia general, el artículo rescata como disruptivos la puesta de Glauber Rocha en Apertura, y el proyecto de televisión pensado por Jean-Luc Godard a partir del pedido del gobierno anticolonialista de Mozambique.

Paula Halperín, en “Industria cultural e identidad nacional. Dos films emblemáticos”, rescata películas de dos directores clave del cine moderno de principios de los sesenta: Martín Fierro (1968), del argentino Leopoldo Torre Nilsson –mentor de la Generación del 60–, y Macunaíma (1969), del brasileño Joaquim Pedro de Andrade, uno de los promotores del Cinema Novo. Antes de señalar sus diferencias, Halperín destaca algunos elementos en común que condicionan a las películas. Ambas son producidas en un contexto marcado por la crisis de la industria cinematográfica; se realizan con un alto nivel de censura institucional, y cuentan con financiamiento estatal por parte de las dictaduras militares. A su vez, toman dos clásicos de sus respectivas literaturas, que se asocian con la construcción de una identidad nacional: Martín Fierro de José Hernández, y Mancunaíma de Mario de Andrade. Además, ambos textos son recuperados por las vanguardias estéticas de sus países. En este sentido se puede pensar que, dos directores con una prestigiosa carrera cinematográfica, producen sus films buscando articular una reflexión sobre la búsqueda de una identidad nacional, con la rentabilidad industrial y el acceso a un público popular. Esta actitud implica la ruptura con sus posiciones estético-ideológicas previas: la crítica de las instituciones burguesas por parte de Torre Nilsson, y la representación cuasi documental del Brasil ignorado, en la obra Joaquim Pedro de Andrade. A esto debe agregarse el trabajo con géneros antes despreciados: melodrama, para Torre Nilsson; y la comedia popular o pornochanchada para de Andrade. Junto con la recuperación de géneros populares, ambos apelan a personajes/actores ligados a la emergente cultura televisiva. A través de estos mecanismos logran, simultáneamente, una amplia repercusión popular y las críticas de defensores del cine moderno o testimonial. De diferentes maneras, los directores desarrollan un cine épico que se opone a las propuestas de la modernidad cinematográfica. A través de personajes marginados, se busca una identidad nacional en un momento que se mueve en la tensión entre la represión estatal y la radicalización política de los intelectuales. De esta manera, se genera un nuevo tipo de producción que combina el prestigio del “autor”, con el acceso a audiencias masivas: por esta vía se abre una etapa en la que se debilita la diferencia entre alta y baja cultura. En el caso brasileño, la apuesta de Macunaíma coincide con el desarrollo de un movimiento cultural más amplio, el Tropicalismo, que señala una ruptura dentro de la estética brasileña. La propuesta de Torre Nilsson anticipa una forma de pensar el cine en la que se apunta, al mismo tiempo, a la legitimación estética y a la audiencia masiva, que se repite en la experiencia paralela a Martín Fierro, desarrollada por los nuevos directores/productores que se nuclean en el Grupo de los Cinco.

En términos generales, Las rupturas del 68 en el cine de América Latina desarrolla una visión amplia de la producción intelectual de nuestro continente durante un período clave para la conformación de los distintos campos cinematográficos nacionales. Además de considerar las diferencias que dan cuenta de la complejidad del fenómeno abordado, la compilación de Mestman se sostiene sobre un hilo conductor que se desarrolla siempre tensionado entre las propuestas de renovación estética y la mirada crítica sobre la sociedad. Esta relación contradictoria que recorre el arte del siglo XX, en este caso es recuperada en el contexto específico de los intentos de construcción de una cultura latinoamericana en la que las vanguardias estéticas se relacionan conflictivamente con las vanguardias políticas. A través del análisis de uno de los ejes fundamentales del debate intelectual de la época, esta perspectiva genera una interpretación inteligente del período sin dejar de exponer la complejidad de un fenómeno que se nos presenta, simultáneamente, como lejano en el tiempo –parece una etapa cerrada diferente a la nuestra–, y próximo a nuestra cultura, desde el momento en que encontramos elementos de continuidad con sus problemas y propuestas.

Las voces del cambio. La palabra en el documental durante la Transición en España

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Laura Gómez Vaquero, Madrid, Ayuntamiento de Madrid, Documenta Madrid, 2012.

Paola Margulis

voces-1-tapaToda transición presupone una evaluación del pasado. Las voces del cambio. La palabra en el documental durante la Transición en España de Laura Gómez Vaquero establece una cartografía del documental español postdictadura que cifra sus tendencias y narrativas pero que también, sin proponérselo, establece criterios generales que resultan útiles para ser pensados en relación a las transiciones por las que atravesaron otros países. En efecto, la revisión de largos períodos históricos; el énfasis en el testimonio y en dar la palabra a agentes diversos –en algunos casos marginales-; la emergencia de nuevas identidades y, finalmente, el desencanto, son algunas de las marcas que permiten establecer puentes entre diversas cinematografías en los períodos postdictatoriales de las últimas décadas del siglo XX.

Si los trabajos sobre el documental en las transiciones tienden, en general, a focalizar en los quiebres entre dictadura y democracia y el modo en que éstos afectan la producción audiovisual, Las voces del cambio[1] tiene el mérito de contemplar también las continuidades que efectivamente existen entre uno y otro régimen. En un período caracterizado por el testimonio “(…) pertenecient[e] tanto a especialistas como a profanos, a personajes conocidos y anónimos, etc.” (17), el trabajo de Gómez Vaquero opta acertadamente por construir una vía de análisis centrada en el seguimiento de las diversas voces que marcaron una época de cambios. Esto quiere decir que la autora parte de las mismas características de su objeto –la palabra- para organizar sus herramientas de estudio, inscribiendo en simultáneo dicho análisis textual en la serie social. Estos recursos, además de brindar sistematicidad a un período del cine español que no había sido trabajado hasta el momento con tanta exhaustividad, logran poner en sistema los discursos con su contexto, organizando un trabajo de gran densidad conceptual.

El análisis que emprende Laura Gómez Vaquero liga el crecimiento del documental a la democratización en España, lo cual habría traído consigo la incorporación del discurso del opositor y el interés por el sentir de la calle por parte de aquellos sujetos anónimos cuyo testimonio no habría sido tenido en cuenta con anterioridad. El resultado es una minuciosa cartografía organizada en dos partes que considera el modo en que estos films se relacionan con su tiempo: “la primera se ocupa de aquellas [propuestas] que encontraron en la revisitación del pasado reciente su principal baza, donde el punto de partida fue el cuestionamiento –o no- del discurso oficial franquista; la segunda se centra en estas otras propuestas que optaron más bien por captar las transformaciones de un presente cambiante para revalidar o cuestionar el que se estaba convirtiendo en discurso oficial, cada vez más presente en los medios generalistas, ocupados en promover el consenso y en celebrar la recién estrenada libertad” (17). Este criterio que articula las diversas voces y su relación con la temporalidad en la que se inscriben, se muestra como una herramienta efectiva para ordenar una producción profusa y heterogénea, sirviendo además para dar cuenta efectiva de los cambios que se estaban produciendo en la sociedad española durante la transición. Por otra parte, la diversidad de la producción documental en los años de postdictadura no le quita coherencia a esta perspectiva sino que, por el contrario, destaca la plasticidad de las categorías utilizadas para sistematizarla, aportando matices a la lectura sobre un período de dinámicas transformaciones.

Hacer memoria

La primera parte del libro se titula “Hacer memoria: el encuentro entre la palabra y el pasado” y aborda la tendencia que se genera en los medios a partir de la muerte del caudillo Francisco Franco a “consumir memoria”. Según explica Gómez Vaquero, esta perspectiva habilita la re-lectura de distintos momentos históricos –como la guerra civil española y el franquismo en general- que, hasta entonces, habían sido moldeados para integrar los relatos oficiales o que directamente fueron descartados de las versiones oficiales. Mientras algunas propuestas apostaron por la continuidad –salvaguardando y actualizando relatos que habían conformado el discurso franquista-, otros se propusieron romper con dicho discurso desde el cuestionamiento de los relatos legados. Nota la autora que entre estas nuevas narrativas sobre la Guerra Civil surgidas a partir de la muerte de Franco, la mayor parte se posiciona del lado de los vencidos. A su vez, el proceso de renovación legislativo en aspectos como la censura habría incentivado el cuestionamiento de la mirada sobre la historia impuesta por el régimen y el relevamiento de aspectos de la historia reciente que habrían sido conscientemente desatendidos o tergiversados.

El análisis formal de los films enmarcados en este período y, fundamentalmente, la puesta en contexto de las voces que los componen, logra explicar el por qué del impacto de estos documentales, que en muchos casos resultan sumamente convencionales. Más allá de sus diferencias, impera en ellos la alternancia entre el empleo de la entrevista y de la locución acompañada por imágenes de archivo. Algunos documentales como Reflexiones de un salvaje (Gerardo Vallejo, 1978), rompen este esquema al vertebrarse alrededor de la voz de su realizador. Otras piezas, como las elaboradas por Basilio Martín Patino también se apartan de la perspectiva de la voz objetiva, proponiendo en cambio una diversidad de voces con estatus diferentes, y apelando también al montaje dialéctico como medio para evidenciar y deconstruir el discurso franquista.

Junto a esta tendencia revisionista, puntualiza Gómez Vaquero, emergió otro tipo de documentales que centró su interés en sacar a la luz los traumas de una sociedad que habría vivido sometida a un sistema represivo intolerante ante lo distinto. Los usos y abusos del régimen franquista aparecen cuestionados en Queridísimos verdugos (Basilio Martín Patino, 1973), un film realizado en la clandestinidad que aborda el tema de la pena de muerte en España durante el franquismo, y que rescata los testimonios de un mundo que hasta entonces era considerado oscuro: el de los ejecutores del garrote vil. El asesino de Pedralbes (Gonzalo Herralde, 1979) plantea una crítica a las instituciones represivas, dándole la palabra a José Luis Cerveto, quien habría sido responsable de un doble asesinato.

La potencia de la voz como herramienta de análisis se vuelve particularmente evidente al abordar ciertos documentales en los que el testimonio asume un giro inesperado, integrando experiencias que hacen a la vida pública y privada de los distintos agentes. Según explica Gómez Vaquero, esto se observa en especial en el seguimiento de un cine que incorpora la palabra ligada a la develación de las constantes de la vida familiar de los españoles durante la dictadura, evidenciando el modo en que dicha institución también estaría cruzada por el influjo de las directrices franquistas. El libro aporta un interesante análisis de El desencanto (Jaime Chávarri, 1976), el cual expone los puntos de cruce entre “lo real y lo imaginado” (109) a través del testimonio, y su cercanía en algunos casos al melodrama. En un tono similar al largometraje sobre la familia Panero, Función de noche (Josefina Molina, 1981) también transmitiría los pensamientos, sentimientos, dudas y decisiones de sus protagonistas, la actriz Lola Herrera y su ex marido Daniel Dicenta, indagando sobre la identidad privada y pública de estos personajes, y aportando también a la discusión sobre el lugar de la mujer durante el franquismo.

Resulta interesante el lugar que la investigación le atribuye a lo popular en el período postdictadura, lo que permite integrar una serie heterogénea de films que reúne o alude a expresiones de la cultura subalterna. Según la autora si “(…) la palabra hablada fue ensalzada durante el postfranquismo como síntoma de los cambios sociales y políticos que el país estaba asumiendo, no lo fue menos la palabra cantada” (131). En ese sentido, el libro emprende un recorrido por distintos documentales que abordan la música popular como una alternativa al discurso oficial, pero también como una forma evocativa del recuerdo. Conviven en este apartado obras sobre Raphael –con escaso cuestionamiento del pasado- junto con trabajos más reflexivos como Canciones para después de una guerra (Basilio Martín Patino, 1971) -que discute los relatos franquistas a través de uso de materiales de archivo-, y el retrato y homenaje de la vida del cantautor antifranquista Chicho Sánchez Ferlosio a través de los films Ópera prima (Fernando Trueba, 1980) y Mientras el cuerpo aguante (Fernando Trueba, 1982). La función de las tradiciones populares es recuperada en Rocío (Fernando Ruiz Vergara, 1977) documental que aborda la romería, pero que a su vez se adentra en un tema tabú: las matanzas indiscriminadas durante los primeros días de la Guerra Civil por los partidarios del bando rebelde.

En relación al tema de lo nacional, la autora marca un punto de inflexión en la aprobación de la Constitución en diciembre de 1978 que reconoce el derecho a la autonomía de las regiones que componen España y afirma que: “[d]esde 1978 se ponen en marcha dos estrategias para contrarrestar la unicidad del discurso franquista en torno a la idea de nación: de una parte, desvirtuar o recontextualizar aquellos rasgos de identidad nacional que habían sido considerados como representativos del carácter español hasta esos momentos; y de otra, poner en evidencia la existencia de las diferencias regionales o locales” (157, resaltado corresponde al original). Según destaca Gómez Vaquero, la cuestión de la lengua propia –euskera y catalán principalmente- se vuelven centrales en films como La nova canço (Francesc Bellmunt, 1976) y Euskal Herri Musika (Fernando Larruquert, 1980).

Voces en presente

La segunda parte del libro se titula “Voces en transición. El presente se impone al pasado” y se aboca al seguimiento de distintas propuestas que pretenderían dar continuidad al cine militante de la última etapa del franquismo, incorporando nuevas fórmulas en sintonía con el emergente contexto político y social. Según aclara Gómez Vaquero, la mayoría de estos documentales habla del espacio que ocupan la ilegalidad y la disidencia política, registrando actos, conductas y modos de vida que discuten la legalidad y la oficialidad vigentes. Este cine, conviviría con otro tipo de manifestaciones inspiradas en un sentimiento de liberación, interesado por lo que sucedía en las calles, otorgando a distintos eventos e identidades una visibilidad inédita. Según explica la autora: “[p]or medio del recurso del extrañamiento, la distancia y el silencio (frente a la palabra), estos largometrajes preludian el fin de una etapa en la que la relación con el tiempo (y de este con la palabra) era directa y cumplía una función clara” (204).

En la segunda parte el análisis se detiene en un punto fundamental: la clausura de las expectativas abiertas por el fin de la dictadura. En dicho contexto el desencanto surge ante “(…) el fin de una etapa de esperanzas y proyectos para aquellos que esperaban de la clase política más de lo que esta aportó” (203). Esta atmósfera se traslada, según el entender de la autora, al homenaje a aquellos que formaron parte de la oposición franquista, a la reconstrucción del camino de la euforia al desencanto, y al registro de lo que sucedía en las calles, captando las discrepancias existentes en una sociedad en absoluto uniforme ni reconciliada. Estas producciones recuperan el legado de las propuestas disidentes y clandestinas de finales de los años setenta y principios de los ochenta. Algunos de sus responsables, como Pere Portabella y Joaquín Jordà, habían participado del cine militante realizado al margen de la industria y recurrirán, en muchos casos, a mecanismos discursivos similares. Según explica Gómez Vaquero, la ocupación del espacio público y la posibilidad de filmar en la calle pondrían fin a las prácticas clandestinas que durante los últimos años del franquismo concebían el sólo registro de aquellas expresiones de disidencia como un ejercicio de libertad y de oposición al régimen. Desde esa perspectiva, el libro describe y analiza films que configuran ámbitos de libertad ajenos a los sistemas de poder como Porque llegaron las fiestas (Jesús Sastre, 1980) sobre la fiesta de San Fermín.

En el contexto de análisis de la segunda mitad de la década del setenta, en el que lo viejo convive con lo nuevo, Las voces del cambio dedica todo un amplio apartado a aquellos films que abordan historias de “(…) homosexuales, drogadictos, prostitutas, locos y demás personajes considerados marginales (…)” (235). Si durante los tiempos de Franco estos casos eran víctimas de criminalización, en el contexto de la transición “(…) el ámbito de la cultura marginal se convierte en uno de los espacios más idóneos para el cuestionamiento despolitizado, pero no por ello menos incisivo, de un nuevo tipo de oficialidad” (235). En dicha vertiente se circunscribe el análisis de films como La tercera puerta (Álvaro Forqué, 1976), y Ocaña, retrat intermitent (Ventura Pons, 1978) sobre la homosexualidad. El libro también le destina un lugar de importancia a las manifestaciones contraculturales de la “nueva juventud” a través del rock progresivo y psicodélico en el caso de Canet Rock (Francesc Bellmunt, 1976) y el rock urbano en Nos va la marcha (Manolo Gómez Pereira, Raimundo García Fernández, y José M. Berástegui, 1979). Acercándose al final del volumen, el análisis de estos films permite corroborar que “los tiempos estaban cambiando” (257). Esta idea se desprende de los nuevos códigos corporales, de vestimenta y de consumo musicales relacionados con estas prácticas contraculturales; pero también y fundamentalmente, al modo en que se posiciona e interactúa la cámara, mucho más espontánea y cercana a los participantes de dichos eventos.

En el epílogo, Laura Gómez Vaquero sintetiza los lineamientos del libro y enfatiza las dos grandes tendencias que evidencian más claramente el cambio: por un lado, la presencia de rasgos de subjetividad que implicarían la configuración de formas híbridas –como se observa en El desencanto, Función de noche y Ocaña, retrat intermitent-; mientras que por otro, destaca la importancia dada a las nuevas expresiones de la cultura popular –materializadas en films como Canet Rock y Nos va la marcha. Estas observaciones terminan de completar la extensa cartografía en torno del documental español durante la transición, anunciando el modo en que ciertas tendencias modernizadoras atravesarían su horizonte próximo, a partir de su incorporación a una constelación cultural que se insinúa más amplia, compleja y cambiante.

A través de un trabajo riguroso, capaz de integrar lo diverso con coherencia, el análisis de Laura Gómez Vaquero contribuye a la recuperación de una polifonía de voces y sentidos que no siempre logró suficiente visibilidad en su momento de enunciación. La decisión de situar estas miradas en relación al compromiso con su tiempo, se muestra como una opción por demás adecuada para pensar el cambio, contribuyendo a una caracterización e interpretación acabada de los sentidos que marcaron a toda una época.

Notas

[1] De aquí en más nos referiremos al libro como Las voces del cambio.

Visualidad y dispositivo(s). Arte y técnica desde una perspectiva cultural

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Alejandra Torres y Magdalena Inés Pérez Balbi (comps.), Buenos Aires, Universidad Nacional de General Sarmiento, 2016.

Pablo Piedras

visualidad-y-dispositivos-tapaEl lanzamiento del libro compilado por Alejandra Torres y Magdalena Inés Pérez Balbi, bajo el sello de la Universidad Nacional de General Sarmiento (UNGS) es una noticia sustantiva para la consolidación y enriquecimiento de un área de estudios en constante crecimiento durante la última década en nuestro país: aquella que vincula el arte con las nuevas tecnologías. Sin embargo, la perspectiva de esta investigación es precisa respecto de los objetos abordados y los marcos teóricos utilizados, y así lo sintetizan Torres y Pérez Balbi en la presentación del volumen: “Este libro pretende abordar los cruces discursivos entre arte(s) –literatura, fotografía, cine, pintura, artes experimentales–, medios técnicos y comunicación masiva” (9) centrándose en casos de estudio que han tenido lugar en la Argentina desde la década de los sesenta. La aproximación teórica, siempre según las autoras, es de orden inter y transmedial, ya que considera la imagen como parte de la cultura visual actual y se adopta como eje conceptual la noción de dispositivo técnico y social. El repaso por las diferentes contribuciones que componen el texto permite comprobar que desde el punto de vista epistémico, los autores se aproximan a sus objetos apoyados en herramientas teóricas concentradas en la interdisciplina y en la multidisciplina, de acuerdo con los horizontes y preguntas que los casos de estudio solicitan. Este aspecto es una cualidad relevante si se considera la flexibilidad de marcos y enfoques necesarios para explorar un territorio artístico y medial contemporáneo en permanente transformación e innovación, pero también remite a las particularidades de una publicación en la cual se vuelcan los resultados de un proyecto de investigación financiado por la UNGS y la Agencia Nacional de Promoción Científica y Tecnológica (ANPCyT), con dirección de Alejandra Torres, en el que participaron académicos con diversas formaciones y procedencias.

Existe una serie de nociones y conceptos fuerza que atraviesan transversalmente el libro, aunque con diversas apropiaciones y usos. Nos referimos, principalmente, a la noción de dispositivo(s) –enunciada como central desde el título de la publicación– que se articula solidariamente con nociones como interfaz, visualidad, mediatización y cultura visual. Justamente, la Parte 1 del volumen, “Conceptos y debates sobre visualidad y dispositivo”, se plantea como objetivo establecer el horizonte teórico y las discusiones capitales que se dieron en torno de los conceptos anteriormente mencionados.

La contribución de Mario Carlón es sumaria y cartográfica ya que reconstruye los debates que rodearon a las nociones de la teoría de la mediatización moderna y contemporánea –soporte, dispositivo, lenguaje, medio, interfaz, medios convergentes, etcétera– desde los años sesenta hasta nuestros días. Más allá de señalar cuestiones fundamentales en torno a la discusión sobre el dispositivo –las vertientes semiótica y foucoultiana, que se desarrollan en otros capítulos– Carlón demuestra una preocupación recurrente por aterrizar estos debates (provenientes especialmente de la academia europea) en el campo de los estudios sobre medios de comunicación y semiótica en la Argentina y América Latina. Resulta de particular interés el desarrollo –que generalmente se extiende en las notas al pie de su texto– respecto de la consolidación de esta área de estudios en nuestro país gracias al aporte de figuras señeras como Eliseo Verón, Oscar Steimberg, Oscar Traversa y José Luis Fernández y su particular diálogo con referentes clásicos como Christian Metz y Roland Barthes y posteriormente con Jean-Marie Schaeffer, Philippe Dubois y Henry Jenkings.

Carlón esboza un problema que repercute en los capítulos posteriores y es quizás uno de los mayores desafíos de los análisis vinculados a los medios contemporáneos: el ataque a la indicialidad de los dispositivos visuales desde dos frentes. Aquel que niega a las máquinas la posibilidad de producir sentido, colocando todo el peso en los actos de lectura por parte de los receptores (idea del dispositivo “inerte” de Verón) y aquel que señala la oposición analógico/digital y la supuesta crisis de la indicialidad (confundida esta con analogía, según el autor) que aparecería tras el arribo de lo digital.

La segunda contribución de orden estrictamente teórico es la de María de los Ángeles Rueda, quien desde el comienzo del texto indica que su intención es elaborar “una reseña de los principales itinerarios del desarrollo teórico seguido respecto de la teorías de la imagen, la historia del arte y la cultura visual” (25). Si bien convoca a la atención la ambición de esta propuesta, el interés de Rueda es más bien sintético y se refiere a desmontar los cánones de la historia del arte tradicional en tanto disciplina, cuestionando su genealogía y el modo de construir un relato hegemónico sobre las imágenes. La historia del arte “a contrapelo” como la caracteriza la autora, se compone del detalle y de los indicios, elude generalizaciones (la práctica de la microhistoria de Carlo Guinzburg es una de sus palancas teóricas) e incorpora la cultura de masas, por lo cual hace énfasis en el conocimiento técnico, en la reproductibilidad y en la mediatización. Rueda concluye en que el espacio de conocimiento generado en torno de la denominada “cultura visual” es el más indicado para construir una concepción del arte más inclusiva y múltiple ya que permite “la posibilidad de articular el análisis de la pintura (arte rectora de la modernidad) con diversos medios y dispositivos visuales” y de “encontrar en la industrias culturales[1] […] rasgos estéticos, regímenes de visibilidad, imaginarios culturales, medios expresivos” (28).

La Parte 2 del libro, “Literatura y experimentación en los años sesenta” se compone de los capítulos de Claudia Kozak y Alejandra Torres. Si el aporte de Rueda cuestionaba los cánones de la historia del arte tradicional a través de una necesaria reinscripción de los medios técnicos en el marco de una compleja trama simbólica e imaginaria capaz de ser interpretada a través de los estudios visuales, Kozak efectúa una operación similar respecto de los paradigmas establecidos en la literatura. El título enuncia concisamente el foco de su propuesta: “Experimentación y desafuero (anotaciones sobre algunos conceptos para empezar a leer tecnoliteratura latinoamericana)”. Según la autora la literatura se enfrenta en el siglo XX a un problema de legitimidad ligado al desvanecimiento de sus funciones tradicionales, que radicaría por una parte “en la puesta en crisis del sentido, del lenguaje y de la experiencia y, por la otra, del cruce entre lenguajes, ‘disciplinas’ artísticas, autores y lectores, arte y no arte, en el marco de unas culturas globalizadas de fuerte carácter audiovisual” (35).

Kozak explora una de las formas del desafuero, del “salirse de sí” de la literatura, conectada a la experimentación transmedial que tiene lugar en la producción y lectura de las tecnoliteraturas. Surge aquí nuevamente uno de los ejes que atraviesa todo el libro y que ya describimos en la intervención de Carlón: las máquinas, lo técnico, no son solo medios “inertes” o “neutrales” sino que son modos de pensamiento y conforman proyectos para construir mundos, impactar sobre las consciencias y modelar imaginarios sociales. La autora define con precisión el horizonte desde el cual deberían leerse las tecnoliteraturas basado en una política de las translenguas. Esta política atiende a una serie de parámetros de lectura e interpretación que se han trastocado en los últimos años con la migración del lenguaje en contextos transnacionales dentro del marco de una “cultura digital globalizada”, en la que medios, tecnologías y dispositivos se imbrican y transforman constantemente hasta desestabilizar sus propios espacios de origen.

En este capítulo se percibe una estructura que se replica en los subsiguientes textos del libro: tras el desarrollo teórico (o la contextualización histórico-cultural) de las nociones nodales vinculadas con los objetivos del proyecto de investigación, se prosigue con el análisis de uno o varios casos. Aquí Kozak se aproxima a la experiencia de Omar Gancedo en su obra IBM publicada en la revista Diagonal Cero en el año 1966. Según la autora esta es una las primeras manifestaciones de poesía electrónica a nivel nacional. No pretendemos en esta reseña reproducir el riguroso análisis que se realiza de este poema tecnoexperimental (se trata, en realidad, de tres poemas visuales), pero sí deseamos subrayar que el entrecruzamiento de lo técnico y lo literario está fuertemente marcado por una impronta que, lejos de solazarse en un mero ejercicio de descomposición y recomposición del lenguaje mediante la aplicación de un soporte tecnológico de escritura, involucra en la obra elementos reflexivos que perturban políticamente la percepción e interpretación de los ocasionales lectores/receptores.

Alejandra Torres, por su parte, dedica integralmente su texto a examinar con rigor la colaboración creativa entre el escritor Julio Cortázar y el diseñador Julio Silva. Aunque ambos trabajaron juntos en una serie de obras –que Torres se encarga de consignar–durante las décadas del sesenta y setenta, el objetivo del capítulo es comprender los modos en que fueron pensadas y perfiladas las primeras ediciones de La vuelta al día en ochenta mundos (1967) y Último round (1969). El abordaje de la autora presenta un especial interés toda vez que retoma la obra de un escritor que ha sido profusamente transitada por la crítica y el análisis literario nacional e internacional, pero que tal vez no ha merecido la suficiente atención respecto de su articulación con el diseño, la gráfica y los medios técnicos, con la notoria excepción de El libro de Manuel (1973) y su consabida (y tardía) apropiación de la técnica del pastiche literario.

Evitando caracterizar estas obras abrevando en el conjunto de etiquetas que se les asignaron en su época, Torres considera estas colaboraciones en tanto “dispositivos de visualidad” y retoma así una de las nociones estructurantes del libro optando por la definición de Giorgio Agamben vía Foucault. La idea-fuerza plasmada promediando el texto señala que las dos obras de Cortázar-Silva “dan cuenta muy especialmente de la concepción de los materiales, dado que son formatos que desafían las clasificaciones y proponen revisar las formas de visualidad que despliegan: las cuestiones gráficas y tipográficas; las mutaciones, los diálogos y las confrontaciones entre la palabra y la imagen, tanto fotográfica como pictórica” (50). La poética que Cortázar desarrolla en buena parte de su literatura, sustentada en una particular concepción de lo fantástico y de lo insólito, encuentra puntos de confluencia con sus ideas respecto del dispositivo fotográfico ya que este “posibilita la apertura a una realidad más ampliada” (54). El poder del dispositivo no solo reside en registrar la realidad sino en su capacidad de inscribir en lo real y dar a ver aquello que resulta imperceptible para el ojo humano (una formulación, a nuestro entender, fielmente alineada con los presupuestos de las vanguardias históricas y con los manifiestos de Dziga Vertov).

La Parte 3 del libro se titula “Fotografía más allá de la foto” y dispone de dos ensayos que estudian los usos de la fotografía en entornos artísticos no convencionales como el caso de los denominados “libros de artista”. Lo que podría ser una debilidad de la publicación, dado que ambos capítulos abordan la misma obra, se convierte sin embargo en una fortaleza porque los acercamientos resultan convergentes y complementarios. Humanario (Sara Facio, Alicia D’Amico, Julio Cortázar, 1966-1976), en palabras de Paula Bertúa –autora de uno de los capítulos– es una “serie de fotografías tomadas a los internos de los hospitales psiquiátricos Moyano, Borda y de Open Door […] El desencadenamiento de esas imágenes diseña toda una imaginatio plástica compuesta por sujetos en éxtasis, crucifixiones, actitudes pasionales, todas ellas posturas del delirio” (71).

El texto de la autora mencionada precede al análisis de la obra con un recorrido de orden histórico, artístico y cultural respecto de las trayectorias de Sara Facio y Alicia D’Amico en la fotografía desde los años sesenta y, particularmente, examina su involucramiento en la vertiente del ensayo fotográfico, desde cuyas coordenadas puede leerse Humanario. Bertúa recobra la formulación de Eugene Smith para definir los rasgos del género cuyo elemento dominante es “la búsqueda del otro, una disposición para la alteridad que difumina las fronteras entre el sujeto que fotografía y el objeto fotografiado” (69). La reconstrucción del contexto social, cultural y político y su puesta en relación con Humanario permite comprender, por un lado, la politicidad divergente y alternativa con la que se hallaba comprometida este proyecto en un periodo dictatorial marcado por las persecuciones y la censura, pero también, ilumina el rol catalítico que tuvo esta iniciativa en el contexto de la formación del Consejo Argentino de Fotografía. En esta línea, Bertúa indica que “Humanario puede considerarse inaugural de una línea expresiva que a partir de los años ochenta seguirían artistas como Eduardo Gil, Ariana Lestido o Marcos López” (73). La autora se aboca en la última parte de su capítulo al análisis minucioso del funcionamiento del dispositivo textual y visual, prestando especial atención a las relaciones (casi nunca reconciliadas) entre imágenes y texto, en tanto estrategia estética, ética y política que obtura una “referencialidad directa”, complejiza así la representación de una otredad radical y evita al mismo tiempo la acción de la censura.

El capítulo de María Fernanda Piderit Guzmán se organiza en dos grandes líneas. En primer lugar, define los marcos epistémicos sobre los cuales bascula la fotografía a partir de la segunda mitad del siglo XX. Señala los caracteres eminentemente ideológicos y políticos en relación directa con la experiencia humana –lejanos a cualquier idea de objetividad– de los que está investido el dispositivo (aquí las referencias teóricas obligadas son Walter Benjamin y Susan Sontag) y, en segundo término, se preocupa por delimitar el territorio del llamado “fotolibro”. Después de examinar el origen del concepto vinculado al libro de artista, Piderit Guzmán se detiene en las diversas acepciones que existen sobre el ensayo fotográfico, anclando sobre todo en la propuesta de W. J. T. Mitchell para quien este género es “una conjunción literal de fotografías y textos, normalmente unidos por un propósito documental, a menudo político, o periodístico, en ocasiones científico (sociológico)” (61). No obstante, la autora toma posición y considera más pertinente utilizar el término de fotolibro, toda vez que en América Latina el ensayo es más bien un género literario, por lo tanto se desprende de cualquier carga positivista/objetivista en pos de valorar el énfasis en la subjetividad autoral y en subrayar las potencialidades creativas por sobre la meramente reproductivas.

En segundo término, la autora emprende un análisis de la obra que, ilustrado con fotografías y con fragmentos del texto de Cortázar, coloca el eje en el desbroce del problema de la “fisionógmica”, concepto del positivismo cientificista que remite “a la clasificación de diferentes tipos de seres humanos a partir de los rasgos externos de la apariencia física” (64). En sintonía con la conclusión a la que arriba Bertúa, la intervención de Facio, D’Amico y Cortázar –en la cual el dispositivo es puesto al servicio de la deconstrucción de los saberes clínicos y de las instituciones que disciplinan los cuerpos– efectúa combinaciones que acentúan las tensiones entre el lenguaje verbal y el visual y, en el acto de desplazarse de la mera documentación, la obra se convierte “en un testimonio de resistencia y de lucha política […] y en una metáfora que alude a la situación política de nuestras sociedades en los años que fueron alienados por las dictaduras de las décadas de 1970 y 1980” (67).

La Parte 4, “Cine y experimentación” reúne las colaboraciones de Mario Alberto Guzmán Cerdio y Brenda Salama, ambas abocadas a examinar aspectos ligados al cine experimental vernáculo. No obstante, como sucede de manera saludable a lo largo de todo el libro (lo cual demuestra la claridad de las prerrogativas por parte de las compiladoras), la propia noción de cine experimental y otras aledañas están puestas en entredicho y en discusión.

En “Diálogos entre literatura y cine experimental: Capricho, de Silvestre Byrón”, Guzmán Cerdio plantea inicialmente los elementos distintivos del cine experimental en relación con otras formas fílmicas, como, por ejemplo, el cine narrativo industrial. Se percibe en el texto del autor una llamativa necesidad de defender la legitimidad del campo, una tendencia común en otros textos críticos y académicos sobre este tipo de cine en la Argentina. Cierto es que el cine experimental ha adquirido tradicionalmente un lugar periférico tanto en el marco de los estudios sobre audiovisual como en los circuitos de distribución, exhibición y legitimación de obras audiovisuales de nuestro país, pero creemos que sería interesante interrogarse –en la segunda década del siglo XXI– hasta qué punto lxs realizadoras y realizadores de dicho cine han construido una identidad alternativa no solo en términos de divergencias expresivas estético-narrativas, sino a partir del repliegue de la difusión en un círculo más bien restringido de conocedores de la materia.

Por otra parte, destacamos los pasajes del texto de Guzmán Cerdio en los que evita definir el cine experimental sobre la base de su contraposición con el modelo narrativo hegemónico clásico-industrial, e intenta focalizar su argumentación en las cualidades propias del objeto de estudio. En palabras del autor “al matizar las rígidas dicotomías que caracterizan al cine experimental, es posible distinguir que sus operaciones no se constituyen en contra de una posible narración, sino que más bien aparecen actuando sobre el ámbito de la percepción y los bordes entre prácticas artísticas para incidir sobre diferentes posibilidades narrativas” (80).

Antes de analizar el cortometraje Capricho (Silvestre Byrón, 1991) Guzmán Cerdio recompone el contexto cinematográfico y cultural en el cual produce Byrón y puntualiza una noción teórica que será su recurso fundamental a la hora de abordar la obra citada. De acuerdo con Irina O. Rajewsky, una referencia intermedial “es una estrategia de construcción de sentido que utiliza las estrategias propias de un medio […] para evocar, tematizar o imitar elementos y estructuras de otro medio” (citado en pág. 83). En esta línea –la relación entre medios no es reproductiva sino creativa y dialógica– el autor coloca las diferentes experiencias fílmicas de Byrón que se han nutrido de la literatura para focalizarse, finalmente, en Capricho. Esta obra recupera el cuento El Horla (1887) de Maupassant no con el fin de trasponerlo de un medio a otro, sino con el objetivo de hacerlo operar en la descomposición y reflexión sobre el propio dispositivo cinematográfico que sostiene la producción de sentido del cortometraje.

La órbita sobre la cual se mueven los intereses de Brenda Salama es la del formato super-8 y, particularmente, la de aquellos artistas, denominados “superochistas” –la autora señala con precisión cómo el uso del término ha basculado entre lo eminentemente técnico y lo estético– que acudieron a ese paso reducido para realizar sus obras, posando su mirada especialmente en realizadores que iniciaron sus carreras en la década de los sesenta (Claudio Caldini, Narcisa Hirsch y Marie Louise Alemann, entre otros) y arribando a las producciones de figuras actuales como Ernesto Baca, Sergio Subero y Andrés Denegri.

El texto de Salama se destaca por realizar un paneo histórico informado sobre los “formatos de cine subestándar” que resulta instructivo y didáctico por la vocación que demuestra la autora en explicar con detalles técnicos las especificidades de cada uno de los formatos, como así también el funcionamiento de las cámaras, los proyectores y las características del revelado. Tratándose de un libro que tiene al dispositivo como una de las principales zonas de indagación, resulta por demás enriquecedor un capítulo en el que se esboza una suerte de historia técnica sintética de los artefactos y sus insumos. Tras la recuperación de ciertos hitos vinculados al desarrollo de los formatos de cine no estandarizados, la autora efectúa un cuestionamiento a cierta propensión de la crítica “especializada” para aglutinar bajo el rótulo “superochista” una serie de expresiones fílmicas que difieren –radicalmente en algunos casos– en sus búsquedas e ideas estéticas. Después de efectuar el análisis de un conjunto de obras heterogéneas en el que demuestra sus objeciones, Salama plantea algunos interrogantes que en sí mismos exponen la complejidad inherente al abordaje del cine experimental: “¿Un film puede ser considerado como perteneciente a la tradición experimental por el simple hecho de estar realizado en super-8? ¿Es la materialidad, el formato, el aspecto tecnológico lo que define al cine experimental? ¿Por qué se relaciona el formato fílmico con el pasado?” (98).

En la Parte 5, “Archivos: cine documental y museo” se examinan los diferentes valores y funciones que han tenido las imágenes del pasado para la construcción de la historia y la memoria tanto en el territorio de los documentales audiovisuales (capítulo a cargo de Juan Pablo Cremonte), como en la institución/dispositivo Museo (capítulo de Flavia Costa).

El texto del Cremonte revisa, en sus primeras páginas, las diferentes acepciones a ideas sobre la noción de dispositivo (Aumont, Foucault, Fernández, Traversa, entre otros), algunas de las cuales ya habían sido abordadas en los capítulos precedentes. La conexión con el cine documental la efectúa vía Christian Metz[2] y sus transitadas formulaciones sobre la “escopofilia” que se produce en el espectador cinematográfico debido a la exacerbación de su capacidad de visión a la que lo somete el dispositivo fílmico. El “amor por la visión” que supone la escopofilia, según Cremonte podría situarse en paralelo al “amor por el conocimiento”, o “epistefilia”, cualidad que caracteriza el nexo entre la obra y el espectador en las películas documentales según lo expresado en el clásico libro de Bill Nichols (1997).[3] La reflexión sobre las funciones de las imágenes en el cine documental lleva al autor a sostener, en línea con Gustavo Aprea, que “los dispositivos funcionan como transmisores de un saber del emisor al receptor en el contexto de una escena enunciativa asimétrica” (107). Posteriormente, en el ensayo se distinguen tres estatutos de la imagen con funciones diversas en los discursos del cine documental: la “imagen analógica”, la “imagen-registro” y las “imágenes icónicas”. Así, el autor pone a prueba esta clasificación para analizar los modos en que se construyen argumentaciones sobre el mundo histórico en documentales realizados durante los últimos quince años cuya temática es el peronismo. Como corolario de su exploración Cremonte comprueba que el cine documental cada vez precisa menos de los valores testimoniales de las imágenes analógicas tradicionales para sostener un conocimiento con intenciones de veracidad sobre el referente y puede incluso recurrir a imágenes creadas digitalmente sin por esto perder su fiabilidad.

En “Dispositivo-museo y agencia cultural”, Flavia Costa retoma la hipótesis de Giorgio Agamben según la cual “el mundo está siendo convertido en un museo recorrido por espectadores-turistas. El museo aparece aquí como un dispositivo privilegiado del capitalismo espectacular, cuya principal función consiste en crear un espacio separado donde se captura la posibilidad de usar libremente las cosas” (citado en pág. 118). Siguiendo la estela teórica del filósofo italiano, Costa se refiere a la mutación que el dispositivo-museo ha sufrido en las últimas décadas en las sociedades occidentales y su impacto en las formas de experiencia individual y colectiva. Siempre con la autora, la “museofobia” de los primeros tres cuartos del siglo XX se ha convertido, en la última etapa, en una “museofilia”, un hecho que se comprueba cuantitativamente en el crecimiento del número de museos en la Argentina entre los años 2008 y 2009 y que interpreta, nuevamente con Agamben, como una acelerada “museificación del mundo”. Este aspecto, por otro lado, se alinearía con el devenir imagen de la sociedad del espectáculo teorizada por Guy Debord.[4] Así es como Costa afirma que “espectáculo y museo son las dos caras de un dispositivo común, las dos caras de una misma imposibilidad de usar. Lo que ya no puede ser usado es consignado al consumo o a la exhibición espectacular-museística. El dispositivo museo captura el valor de uso y lo convierte no solo en valor de cambio, sino en valor de exhibición” (122).

A través de su capítulo Costa desanda el árido camino de comprender cuál es la función, el propósito cultural y el valor diferencial del dispositivo-museo en tiempos de mundialización y transnacionalización de la cultura y cuáles son sus posibilidades de articularse en el entramado mediático, social y tecnológico que caracteriza al mundo contemporáneo. En este marco, la autora define con suma perspicacia la encrucijada de esta institución:

El museo se enfrenta a la aceleración tecnológica, social, cultural y perceptiva provocada por las tecnologías audiovisuales e informáticas, y tiene que responder a ella con estrategias dobles, de asimilación y rechazo: por un lado, debe volverse “amigable” para las nuevas audiencias globales de estudiantes, turistas, internautas, consumidores de cultura just-in-time; por otro, debe ofrecerles algo diferente, singular, que permita –tanto al museo como a sus visitantes– mantener su estatuto de “otra cosa”, diferente de un simple espectáculo televisado (123).

Lamentablemente el capítulo de Costa, por las limitaciones propias de su extensión, no aborda experiencias museísticas concretas para examinar las tensiones anteriormente esbozadas en contextos institucionales, políticos y sociales múltiples.

La Parte 6, “Otra videodanza: mediatización y transmedialidad” se compone del análisis de dos casos muy disímiles vinculados con la videodanza. En primer lugar, Mariel Leibovich concentra su atención en el uso de los elementos propios de este lenguaje en la última obra de Leonardo Favio (Aniceto, 2008). La autora adopta una definición elástica, un canon inclusivo, considerando dentro de esta categoría a todas aquellas manifestaciones que son “danza para la pantalla”, lo cual incluye obras en fílmico (como la de Favio) y obras grabadas por distintos dispositivos electrónicos como webcams, celulares, tablets y, obviamente, cámaras digitales. Tras historiar la etapa de nacimiento de la videodanza en la Argentina, Leibovich justifica la elección de Aniceto dada su condición excepcional: se trata de la última película de un director proveniente del sistema del cine convencional, considerado una de las figuras más importantes dentro del campo del cine argentino, pero sin una experiencia previa en el terreno de la “danza para la pantalla”. Esta afirmación requiere ser relativizada si tenemos en cuenta que, además de que el enamoramiento del Aniceto y la Francisca (en la primera versión del film) “se baila y no se cuenta” –la autora revisa las ideas del clásico ensayo de Oubiña y Aguilar–, Favio había demostrado su pericia para la representación coreográfica de los cuerpos en Nazareno Cruz y el lobo (1975) y Gatica (1993).

Leibovich acertadamente señala la coherencia de esta obra con el sistema poético y representacional de Favio, indicando, entre otros elementos, el modo en que Aniceto entrecruza caracteres de la cultura popular (su gusto por lo kitsch sintetizado en la canción interpretada por su hijo Nico Favio) y de la cultura de elite (la danza clásica, la música de Chopin y las composiciones originales de Iván Wyszogrod para la película). Sin embargo creemos que la simbiosis entre lo popular y lo culto adopta otra tónica en este film, toda vez que el sistema de la danza clásica es el que domina la narrativa de la obra y esto, tal vez, explique el escaso número de espectadores que la película recibió en su corto paso por las salas comerciales.

“Dispositivo e interfaz: incidencias en la performance visual del mundo contemporáneo” se titula el extenso y riguroso capítulo de Alejandra Ceriani. En su introducción se exponen los dos ejes del texto. En primer lugar, indagar las transformaciones en las corporalidades y las miradas que se generan con el impacto de la expansión de los nuevos dispositivos e interfaces. En segundo lugar, colocar en diálogo el enfoque teórico precedente con el análisis de una experiencia práctica denominada Webcamdanza, en la que se ponen en juego interacciones entre intérpretes con dispositivos e interfaces de registro del movimiento.

El interés de Ceriani es comprender el complejo campo de experiencias que se abren para el cuerpo humano en los entornos informatizados, mediante las relaciones con interfaces y dispositivos. Así, los dispositivos cumplen un rol central en los procesos de subjetivación. La autora adhiere a las ideas de Vilém Flusser (el soporte teórico fundamental da la primera parte del texto) para dar cuenta de cierta sospecha que desde el paradigma moderno ha existido respecto de la tecnología, en palabras del ensayista y filósofo checo se trata de “la desconfianza del viejo hombre, subjetivo, que piensa en forma lineal y tiene conciencia histórica, frente al nuevo, el que se expresa en los mundos alternativos y que no puede ser comprendido con categorías tradicionales” (citado en pág. 139).

El análisis de Webcamdanza profundiza en los vínculos que surgen entre el cuerpo real, el cuerpo virtual y las interacciones de la mirada gracias a la intervención de un dispositivo y de una interfaz que la autora describe con precisión, incorporando incluso un gráfico ilustrativo en el que se percibe el uso de espejos pero también la convivencia espacial y temporal de los equipos de registro y exhibición. La percepción del cuerpo de la performer y, por lo tanto, la concepción misma de sujeto se colocan en crisis a partir de esta experiencia, así como también se ponen en juego otras competencias y regímenes de visibilidad desde el punto de vista del espectador y la frontera misma entre intérpretes y receptores.

Para finalizar, la Parte 7, “Activismo y dispositivo”, también cuenta con dos contribuciones. Marina Féliz efectúa una reconstrucción histórica de la apropiación de las nuevas tecnologías para la denuncia y activismo político del Movimiento de Trabajadores Desocupados (MTD) de la denominada “Masacre de Avellaneda” (2002), en la que fueron asesinados por el gobierno de Eduardo Duhalde los militantes piqueteros Darío Santillán y Maximiliano Kosteki. La propuesta del texto de Féliz es estudiar la formación de un “poder popular medial” (155) consistente en activar artísticamente mediante diversas plataformas un conjunto de acciones de testimonio, denuncia y memoria en relación con la violencia política estatal que significó la masacre. En este sentido la apropiación tecnológica le permitió al MTD (un movimiento social estrechamente vinculado con lo territorial) expandir el espacio público y su arco de operaciones hacia la esfera virtual. Así, después de 2002, “la estrategia territorial local se modifica y se vuelve global” (157). En dicho proceso, sitios de contrainformación como Indymedia Argentina tuvieron un papel decisivo y Féliz examina justamente el funcionamiento no solo de las estrategias de producción participativa de contenidos, sino aquellas ligadas con la circulación y recepción de estos. Sobresale la intercomunicación constante entre los espacios territoriales y virtuales, ya que la expansión desplegada por parte de la militancia en internet del MTD retorna al espacio público en formas artísticas que tienen lugar en diversas manifestaciones y actos callejeros.

El último capítulo del libro “Reenvíos. Cruces entre activismo artístico e Internet en la Argentina (2005-2011)”, a cargo de Magdalena Inés Pérez Balbi, profundiza aún más en los alcances artísticos y políticos de las estrategias de intervención que se apropian de las nuevas tecnologías para llevar adelante sus acciones. Su texto se organiza en torno de dos ejes que se exponen en las primeras páginas: activismo artístico e internet y activismo artístico y cultura visual. Aquí es relevante destacar el enfoque crítico de la autora que da por tierra con los abordajes ingenuos y celebratorios que no atienen a las relaciones de poder asimétricas inherentes a los medios y el control que sobre estos imponen las corporaciones del rubro.

En sintonía con el primero de los ejes señalados, Pérez Balbi marca su interés por un uso particular de la web: “aquel que no la utiliza como mero medio de difusión de producciones realizadas en otro espacio […] sino aquellas que buscan el blanqueamiento de la caja negra (para tomar la metáfora flusseriana de la imagen técnica), como ‘anticipación (poética) de lo posible que subyace aún latente en el poder constituyente de la multitud’” (173). Respecto de la relación entre activismo artístico y cultura visual, la autora toma distancia de las dos críticas más frecuentes que suelen citarse sobre la profusión de imágenes y los efectos ideológicamente nocivos y alienantes que estas tendrían para los sujetos –se refiere a la idea de “espectacularización de la cultura” de Guy Debord y a la noción de la imagen como simulacro de Jean Baudrillard– dado que se asientan en una concepción especular-reproductiva de la imagen y no la consideran “como forma del pensamiento y la expresividad, como elemento constitutivo de la división de lo sensible” (174). Recuperando las formulaciones de Jacques Rancière y Maurizio Lazzarato, la autora sostiene que “el mal de las imágenes no reside en una proliferación anestésica […] sino en la selección de un discurso dominante […] que lleva a un ‘monolingüismo’” (174).

Sin embargo, estos reparos críticos no invalidan –en todo caso, llaman la atención sobre el territorio complejo en el cual se inscriben los fenómenos analizados– las posibilidades expresivas y los alcances políticos que el uso de los nuevos medios habilita para el activismo artístico. Así lo demuestra la autora en su examen de diversas experiencias de colectivos artísticos y militantes para reinscribir en el debate público los casos de Maxi y Darío y de la desaparición de Jorge Julio López; y los trabajos de intervención del espacio público a través de la web Posturbano y Rastrogero.

Para concluir, Visualidad y dispositivo(s). Arte y técnica desde una perspectiva cultural se destaca por ofrecer un panorama teórico y analítico actualizado sobre una problemática que, por el momento, cuenta con escasas publicaciones en el campo editorial argentino. En relación con la labor de las compiladoras, merece la pena señalarse que la estructura del libro refleja un equilibro notable (siempre complejo en un volumen de varios autores) para exponer desarrollos conceptuales cohesionados con los análisis de casos provenientes de diversas manifestaciones artísticas y culturales.

Notas

[1] Todas las itálicas dentro de las citas textuales pertenecen al original.

[2] Metz, C. (1975). “El decir y lo dicho: ¿hacia la decadencia de un cierto verosímil?”, en AA. VV, Lo verosímil, pp. 17-30. Tiempo Contemporáneo: Buenos Aires.

[3] Nichols, B. (1997). La representación de la realidad. Paidós: Barcelona.

[4] Debord, G. (1995). La sociedad del espectáculo. La Marca Editora: Buenos Aires.

El nuevo cine latinoamericano de los años sesenta. Entre el mito político y la modernidad fílmica

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Isaac León Frías, Lima, Universidad de Lima, Fondo Editorial, 2013.

María Emilia Zarini

el-nuevo-cine-latinoamericanoLa noción de Nuevo Cine Latinoamericano [NCL] llega hasta nuestros días como una bocanada de largo aliento. Fresca, como de la primera exhalación allá por 1967 y 1969, parece inagotable. Y lo es, puesto que sigue oxigenando el pensamiento y los estudios sobre cine con una potencia creciente desde aquellos días. El exhaustivo trabajo de Isaac León Frías así lo confirma. Un estudio sin condescendencias con la leyenda dorada del NCL, que a la vez no oculta el compromiso apasionado que cultiva su autor desde que asistió como joven crítico de la revista peruana Hablemos de cine a los célebres festivales de Viña del Mar en los que se impuso el tan mentado concepto. Un trabajo, por ende, íntegro y exigente tanto en la revisión pormenorizada de las abundantes citas que recupera de investigaciones previas, como en el conocimiento cabal de una filmografía que, bajo el rótulo de “política” o “militante”, se presume homogénea, mientras es diversa y compleja, al punto de poner en jaque el carácter uniforme y compacto del “movimiento regional” que se le atribuye a la cinematografía latinoamericana producida durante 1967-1975. El autor propone una lectura rigurosa, personal y controversial para revisar y resignificar la “historia oficial” de la categoría en cuestión en pos de una valoración que se pretende más justa y ecuánime.

A fin de confeccionar y publicar una investigación que supere el estudio sobre una cinematografía determinada, sobre la obra de un autor o sobre una temática en particular, Frías asume la tarea de una pesquisa de carácter comparativo aplicada a los cines de América Latina entre finales de los sesenta y mediados de los setenta, con una visión de alcance integrador reconociendo, desde luego, el antecedente que representa en esta línea los trabajos de Paulo Antonio Paranaguá. Con un enfoque global, el autor se plantea “aportar luces para entender un poco más qué ocurrió en esos años de conmoción en algunos de nuestros países, cómo se perfiló la noción de nuevo cine, en qué medida se diferenció del anterior, qué alcance tuvo, cuáles fueron sus rasgos distintivos y sus diferencias” (26). En este sentido, propone una redefinición de la univocidad con la que ha sido abordada la producción latinoamericana para llegar a especificar con un mínimo de precisión los límites de ese vasto territorio y sus particularidades teniendo en cuenta además, el diálogo sostenido con la modernidad cinematográfica, principalmente europea, una variable central en su perspectiva de análisis.

En efecto, poner en suspenso la ligazón de los nuevos cines con los proyectos políticos (enfoque que suele priorizarse) permitió al autor entenderlos como propuestas inscriptas en una estética internacional que planteaba una alternativa al estilo clásico, al status quo. De ese modo, sin negar la conexión del cine latinoamericano de los años sesenta con sus correspondientes marcos político y productivo (que incluía la intención de modificar estructuras industriales y la creación de nuevos lazos con el público), Frías pudo concentrarse en las operaciones de producción de sentido y avanzar en la relación entre el NCL y la modernidad fílmica.

El libro se organiza en tres partes, acompañadas de una introducción (que sintetiza el estado de la cuestión en relación a la noción de NCL, la bibliografía utilizada, el material fílmico y su accesibilidad y la “historia oficial” a debatir) y un apéndice final con un “Paisaje después de la batalla”. En la medida que el análisis supera la dimensión contextual del NCL, el estudio avanza en torno a las características internas que delinean los nuevos cines que hacen a la “larga década del sesenta”. El autor asume, en una primera instancia, la descripción del escenario organizacional y procede con la exposición pormenorizada de elementos interrelacionados (contextos, estado de la actividad fílmica, teorías, filiaciones) que preparan la base para despegar del mito político hacia la comprensión de la modernidad fílmica latinoamericana. El texto utiliza, en buena parte de su extensión, una abundante cantidad de citas bibliográficas de autores varios que reponen la compleja discusión que acompañó desde el inicio a dichas experiencias cinematográficas, y revisan posiciones y perspectivas sesgadas por la coyuntura. De este modo, Frías reinstala una investigación con la que pretende revalorizar las rupturas políticas, estéticas y culturales que rodean a los filmes analizados (500 títulos, aproximadamente, componen el corpus de películas mencionadas, aunque el corpus central de análisis es mucho más reducido en número y, en general, refiere a títulos canónicos y por tanto conocidos). Quizá la “interrupción” constante del análisis por la trascripción de extensas citas genere dificultad para una comprensión fluida del estudio, que sin duda es complejo y arriesgado como la intención de revisar novedosamente y “una vez más” los cines latinoamericanos de los sesenta.

Modernidad mestiza

Entre fines de los años sesenta y principios de los setenta el cine en América Latina cambió: en consonancia con las nuevas propuestas del viejo continente, se produjo un cuestionamiento profundo al modelo clásico-industrial. Frías indaga si dicho cuestionamiento se asoció –y cómo– a la modernidad con epicentro en Europa, revisando la tensión que se produce entre la modernidad entendida como un cambio fundamentalmente tecnológico y económico, y la modernidad considerada en su aspecto creativo, es decir, como estética. Sostiene entonces que “la modernidad estética se puede rastrear desde los orígenes mismos del cine” (248), afirmación que confronta con un conjunto diverso de producciones teóricas dominantes respecto de la historia del cine sobre la cual se distinguen etapas diferenciadas, no en términos necesariamente cronológicos. Esta problematización –que comprende la tercera parte del libro– implica el análisis de las “edades del cine” y la presentación de la noción de plataforma de la modernidad, desde la cual propone pensar la región latinoamericana durante el período analizado. El objetivo es echar luz sobre la estética moderna en los nuevos cines latinoamericanos de los sesenta desde su indiscutible singularidad, y no como un mero reflejo o influencia. El autor reivindica aquí una “modernidad mestiza” que busca la desarticulación del relato tradicional y la creación de nuevos postulados narrativos, y para ello recupera el concepto de “hibridismo” en clave latinoamericana.

A partir de los años sesenta, la puesta en crisis de los modelos genéricos produce un mayor grado de experimentación formal, reflexividad enunciativa, y la presencia creciente de un realismo social y de denuncia. De ahí el borramiento de separaciones tajantes entre ficción y documental, y su combinación con tradiciones locales. Reflexividad y realismo, modernidad y tradición, se expresan en Dios y el diablo en la tierra del Sol (Glauber Rocha, 1964), Vidas secas (Nelson Pereira dos Santos, 1963), Lucía (Humberto Solás, 1968), Memorias del subdesarrollo (Tomás Gutiérrez Alea, 1968) y 79 primaveras (Santiago Álvarez, 1969); en la primera parte de El chacal de Nahueltoro (Miguel Littín, 1969), en La hora de los hornos (Fernando Solanas y Octavio Getino, 1968), Invasión (Hugo Santiago, 1969), Tres tristes tigres (Raúl Ruiz, 1969), Los hijos de Fierro (Fernando Solanas, 1975), y en Crónica de un niño solo (Leonardo Favio, 1964). Queda, pues, en evidencia que la región –en sintonía con otras partes del mundo- asistió entre finales de los sesenta y principios de los setenta a un rotundo cambio en la matriz cultural, la cual implicaba “maneras de ‘ver’ la realidad, géneros, modos, límites de lo representable, mecanismos de apelación, etc.” (279).

Las películas mencionadas dan cuenta de que la reflexión sobre la modernidad fílmica y los nuevos cines latinoamericanos incluye un acercamiento tanto a documentales como a relatos de ficción; lo que no obtura cierta distinción entre ficciones que fueron identificadas con el llamado NCL (ficciones (in)), y aquellas que lo fueron en menor medida (ficciones (ex)), aunque todas adhieran a la estética de la modernidad. De las primeras, el autor aborda: la trilogía del sertón[1]; la obra urbana-épico-política de los realizadores argentinos de la Generación del Sesenta[2]; los títulos cubanos de ficción de la segunda mitad de los sesenta; la obra de Jorge Sanjinés; Reed, México insurgente (Paul Leduc, 1970) (caso emblemático y “excepcional” en el cine de México); la trilogía chilena (El chacal de Nahueltoro [Miguel Littín, 1969], Valparaíso, mi amor [Aldo Francia, 1969] y Tres tristes tigres [Raúl Ruiz, 1968]); y el caso brasilero, con su epónima trilogía de la etapa de consolidación del Cinema Novo (Tierra en trance [Glauber Rocha, 1967], O desafío [Paulo Cesar Saraceni, 1965] y O bravo Guerreiro [Gustavo Dahl, 1968]). De las segundas resalta su carácter de infiltradas, excluidas o consideradas de forma tardía como partícipes del NCL. Se detiene en las tentativas de modernidad de la industria mexicana, específicamente en el caso de Luis Alcoriza y sus obras Tlayucan (1961), Tiburoneros (1962) y Tarahumara (1964). Vuelve también sobre los retratos urbanos e intimistas de la Generación del 60 argentina y suma ejemplos en la misma línea de Brasil, Colombia, Chile, México y Venezuela. Aunque se pronuncia como un trabajo que no privilegia la obra de un autor o realizador, hace la excepción al destacar a Leonardo Favio con su trilogía en blanco y negro[3], la que lo ubicaría de modo indiscutible en el campo de la modernidad fílmica, aun no siendo parte del NCL ni de ningún otro movimiento. Finalmente señala rupturas estéticas en México (con Alejandro Jodorowsky a la cabeza); en Brasil, con la obra de Rogério Sganzerla y de Júlio Bressane, y en Argentina, a través de la obra del Grupo de los Cinco[4]; de otro grupo posterior a este, conformado por Julio Ludueña, Miguel Bejo y Edgardo Cozarinsky, y a través de la obra “memoriosa” de Antín.

Ante posibles expectativas de exhaustividad en lo que refiere al estudio de los documentales durante el período trabajado, el autor demarca su zona acotada de interés: es decir, incluir aquellos títulos significativos que delinean las tendencias estéticas y estilísticas de esos años, así como también los que han sido tibiamente considerados o están sencillamente ausentes de la “historia oficial”. La “sección documental” se organiza a través de una propuesta tipológica que analiza: experiencias pioneras del documental-encuesta, aplicaciones del cine directo, el enfoque etnobiográfico, el collage político y la profusa veta del documental de denuncia, destacando de ésta última aquellas películas que ostentan “un propósito investigador agudo y riguroso (…) de mirada inquisitiva e irónica que supera los tópicos [denunciantes, propagandísticos o impugnadores] de esta modalidad” (299) con propuestas formalmente innovadoras. Rescata el estilo que cimientan obras como Araya (Margot Benacerraf, 1958), Tire Dié (Fernando Birri, 1959), Carlos, cine retrato de un “caminante” en Montevideo (Mario Handler, 1965); las series de documentales contenidos en La condición brasileña (Thomas Farkas, 1964-1970); y los documentales de Jorge Prelorán: Ocurrido en Hualfín (1967), Hermógenes Cayo (Imaginero) (1969) y Cochengo Miranda (1975), porque se erigen como “filmes-faro” que ameritan ser destacados como puntos de inflexión que conectan tradición con apertura.

Frías se detiene también en el metadocumental, constituido por aquellas películas donde la propuesta de reflexividad –característica de toda la modernidad fílmica–: “expresa de forma más acentuada (…) los mecanismos del cine, de la creación audiovisual, del propio género” (318). El autor postula, finalmente, La Hora de los hornos como aquella obra que “marca el cénit de un procesos en alza” (322), mientras que La Batalla de Chile (Patricio Guzmán, 1975) representa, aún sin la intención explícita, el balance simbólico de una época, el responso del movimiento del NCL que, además, no tuvo –afirma Frías- una continuación en el exilio a pesar de que varios realizadores prosiguieron su obra fuera de sus países natales (Littín, Solanas o Sanjinés). Para Frías éstas son “realizaciones de latinoamericanos exiliados más o menos incorporadas a la industria (o a la periferia de la industria) de otras partes” (323).

“Antes que un cineasta, soy un agitador político”

En la segunda parte del libro –“Posiciones y raíces de los nuevos cines”– Frías se propone constatar la existencia de un marco teórico precedente que haya posibilitado las tendencias cinematográficas en ebullición hacia finales de los sesenta. Queda claro que la definición y elaboración conceptual de estas corrientes emergentes se hallaba ligada de forma insoslayable al contexto histórico (aunque no necesariamente en un sentido partidario o militante). En consecuencia, la dimensión estética se vio desplazada por la coyuntura y: “más que asuntos ligados al lenguaje o a la pertinencia de determinadas operaciones expresivas, es el sentido (el porqué y el para qué) de lo que se hace, es la función social del cine y la utilidad que puede tener en los procesos de cambio, lo que se pone en cuestión” (153). “Antes que un cineasta, soy un agitador político”, se pronunciaba elocuentemente Santiago Álvarez hacia 1969 en el Festival de Viña del Mar.

El autor se detiene en cuatro países en los que se produjo una elaboración teórica relevante que reverbera hasta hoy día: en Argentina, hace hincapié en Fernando Birri, en la herencia de este sobre las formulaciones de Solanas y Getino, y en las proposiciones del grupo Cine de la Base. En Bolivia, se centra en las reflexiones que Jorge Sanjinés realiza respecto de un cine revolucionario en un país con mayorías indígenas. En Brasil, toma los trabajos de Paulo Emílio Sales Gomes, Alex Viany y Glauber Rocha que son quienes trazan las columnas conceptuales del Cinema Novo. Y por último, se detiene en Cuba, donde la experiencia teórica se distingue de las antes mencionadas por su carácter prolífico pero inorgánico; cuyos mayores aportes vinieron de Santiago Álvarez, Tomás Gutiérrez Alea, Alfredo Guevara y Julio García Espinosa.

Frías concluye:

Por cierto, ni antes ni después de los años sesenta y comienzos de la década siguiente se hicieron elaboraciones teóricas o manifiestos como los de esos años (…) Es cierto que lo que parecía propugnar una cierta permanencia no llegó a tener sino una vida muy corta, aunque algunas de esas ideas se “exportaron” a otras tierras o fueron utilizadas por académicos de otras latitudes, entre otras cosas para contribuir al mito de esa revolución en trance que supuestamente se vivía en la región (188).

Posiblemente las sensibles diferencias en las formulaciones y en las prácticas que las respaldaban explican esa perecedera vida a la que hace mención Frías: diferencias que se ocultan tras una imagen de unidad y que la investigación del crítico viene a poner de manifiesto, sospechando que quizás la “unidad” estuvo dada por la escasa circulación que alcanzaron las producciones de dichas prácticas. Al explorar los márgenes de las teorías nos adentramos en cuestiones irresueltas que hacen a esta compleja y heterogénea “unidad”, tales como: el problema del autor y la industria, la creación grupal y colectiva, la elaboración crítica (que ponía sobre el tapete la idea de que el pueblo podía narrarse a sí mismo), la presencia de ideas como nacionalismo popular, Tercer Mundo y Revolución que gravitaban en las tendencias emergentes, y los no pocos equívocos en materia de teoría política que impregnaban el NCL.

Pero además de las diferencias y los matices, el autor propone advertir en los andamios conceptuales del NCL una serie de filiaciones o precedentes significativos, entre los que destaca: el neorrealismo italiano (de fuerte influencia en la ficción realista); la tradición documental estadounidense y europea, en lo que refiere al uso de la cámara libre o el sonido directo (Robert Flaherty, Joris Ivens y John Grierson y la escuela documentalista británica son señalados como influencias poco exploradas pero igualmente presentes); el montaje soviético de Eisenstein y Vertov (con herencia sobre Sanjinés, Solanas y Getino, Álvarez y Rocha, entre otros); y una serie de matrices de origen literario que apuntalan las corrientes fílmicas emergentes como el indigenismo, el modernismo brasileño, el realismo social y el teatro brechtiano.

Hacia nuevos cines latinoamericanos

Los años sesenta vieron surgir, en América Latina y otras partes del mundo, actitudes de ruptura y contestación para con la institucionalidad imperante y la tradición oficial u hegemónica –sea en lo artístico, sea en lo político. En el campo cinematográfico, estas posiciones devinieron en tendencias, grupales o individuales, que apuntaban a detonar estructuras y estilos de producción audiovisual en busca de nuevos modos y tratamientos visuales, y para ello se abrevó en las ya mencionadas fuentes teóricas y experiencias prácticas previas. Pero además corría un aire de responsabilidad social que direccionaba la proa hacia concepciones estético-políticas que no podían esquivar la coyuntura y debían dar lugar a opciones innovadoras.

Los nuevos cines bullían aquí y allá porque ponderar un cine donde la subjetividad del creador y el compromiso social se antepusieran a los imperativos económicos era, también, la preocupación y la necesidad del otro lado del océano: el neorrealismo italiano, el free cinema británico, la Nouvelle Vague francesa, el Cinéma verité de Jean Rouch y Edgar Morin, Satyajit Ray en la India, Nagisa Ôshima, Shôhei Imamura e Hiroshi Teshigahara en Japón y los modernos Antonioni, Fellini, Bresson y Bergman sirvieron de sustrato para las insurgentes actitudes en América Latina.

Es evidente que el clima que atravesaba el campo cinematográfico tenía su correlato en la serie sociopolítica regional e internacional. América Latina, con algunas excepciones, se debatía entre gobiernos civiles y gobiernos militares, y el año 1968 fue un punto de inflexión para el mundo occidental con los asesinatos del líder Martin Luther King y de Robert Kennedy; el Mayo Francés; la matanza de Tlatelolco en México; el golpe militar a Belaunde Terry en Perú, y la Conferencia Episcopal de Medellín –de donde surge la Teología de la Liberación. En relación a lo artístico es ineludible –aunque para el autor es coincidente y no vinculante con el NCL– el boom de la narración literaria o la renovación que experimentó el teatro y la música popular.

En semejante marco Frías subraya la presencia de un “sentimiento latinoamericanista” en las nuevas incursiones, reformulaciones o creaciones, y la urgencia por practicar de forma artística una comunicación “concientizadora”. Y aunque descarta aunar a todas estas nuevas olas bajo una misma mística de mayorías, afirma que “de este fermento se nutre la mayor parte de los que constituyen la punta de lanza de los cambios que surgen en los años sesenta” (57) y que no podría haber sido encontrado antes. Así:

(…) los anhelos latinoamericanistas fermentan en sectores minoritarios y, casi siempre, con un nivel educativo relativamente alto. Por oposición, los sentimientos nacionalistas arraigados, las aversiones a los ciudadanos de países fronterizos u otros, el repliegue en las tradiciones locales, la sobrevaloración de lo propio, etcétera, siguieron teniendo fuerza, y esos serán algunos de los escollos con lo que tropieza la idea y la posibilidad de un nuevo cine a escala regional (82).

Para completar su evaluación Frías avanza hacia un análisis de la industria como territorio susceptible a redefinición y como plataforma de despegue para las nuevas miradas de los sesenta, es decir, reseña los antecedentes en el interior de las industrias latinoamericanas o en sus márgenes (sobre todo para los casos de México, Argentina y Brasil que ya contaban con ese tipo de estructura). Hace mención, también, al aporte que significó la aparición de una generación de cineastas jóvenes que se formaron en escuelas de Europa, lo que explica la posterior filiación a ciertos estilos mencionados párrafos arriba. Así, desde fines de los cincuenta, el ocaso de la industria forjó a estos jóvenes al calor de la crítica y del cineclubismo, y por lo tanto la relación que se fraguo en los sesenta con la industria fue distinta: “No es el caso de la totalidad, por supuesto, sino de los que promovían la vida y la práctica de un cine diferente, que acentúa la función social, la libertad de expresión creativa o las banderas de la autoría” (57).

El autor se dedica luego a problematizar el mapa de los nuevos cines en función de si las novedades se produjeron en el interior de cinematografías con industria propia, o en países con escasa o incipiente actividad fílmica. En el primer caso incluye a Argentina, México y Brasil, donde no imperaba la premisa de enterrar la industria, sino de modificarla, redefinirla, hacer uso de sus recursos para poder gestionar otros términos creativos. En el segundo, se circunscribe a las experiencias de Cuba, Chile, Colombia, Bolivia, Perú, Uruguay y Venezuela. Con las particularidades de cada caso, el autor avanza en el diseño cartográfico del NCL con el foco de atención siempre puesto en los procesos, en las ideas y en las obras, destacando los insoslayables pesos autorales.

Si hay un procedimiento que le permite a Frías elaborar un panorama regional, es el de tender nexos a partir de aquello que las nuevas corrientes negaron más que por lo que afirmaron. De este modo reconsidera y rescata rasgos o experiencias que suelen quedar fuera de los horizontes de los estudios del NCL –como por ejemplo, el caso de Perú– para encontrar consonancias con las novedosas formulaciones de esos años. El aporte sustancial de la investigación son las coordenadas de mapeo, las claves de lectura y de interrogación que formula para el abordaje de un panorama realmente fragmentado a fin de esbozar una respuesta a la crucial pregunta: “(…) ¿hubo un nuevo cine en América Latina en los años sesenta y primera mitad de la década siguiente?” (431). La búsqueda de una visión de totalidad da con un territorio heterogéneo en el que no cuajaría la idea de una corriente uniforme: la complejidad de la propuesta que nos acerca el libro radica, justamente, en poder ver unidad donde no la hay en un sentido estricto. De tal paradoja surgen nexos, puentes, relaciones, conexiones que ameritan el estudio porque a partir de este podremos apreciar la búsqueda de estilos, el reencuentro con las raíces nacionales y culturales, el enfrentamiento de la actualidad de cada país:

(…) si no un movimiento regional, hubo sí, y mal que bien, corrientes nacionales, o al menos intentos de formarlas, y hubo también en ellas, y fuera de ellas, obras valiosas y novedosas que aportaron a una apertura del cine hecho en América Latina a las tendencias expresivas más avanzadas del cine mundial. Y ese aporte no se hizo desde la mímesis o la reproducción, sino desde la creación a partir de las propias circunstancias (147).

Ciertamente hubo un Nuevo Cine en los años sesenta latinoamericanos. Lo que el autor cuestiona, con rigor en los argumentos que despliega a lo largo del libro, es si esa novedad logró constituirse o no como movimiento. En este sentido, hace una distinción particular para el caso del Cinema Novo brasileño como la única experiencia susceptible de ser considerada como movimiento, y la excepción también en cuanto a repercusión internacional lograda. Al caracterizar y especificar las experiencias estéticas “extremas”, Frías busca desembarazarlas del manto “místico” que las reduce a objetos de culto ante los cuales no cabría revisión crítica alguna.

Es posible concluir que la noción de NCL se forja como actitud radical frente a la necesidad de presentarse “unidos” ante el oligopolio industrial estadounidense que estaba devastando las industrias regionales. Pero poder abordar los procesos desde la perspectiva de la sociología de la cultura –disciplina a la que pertenece Frías– permite una visión comprehensiva y minuciosa que no alimenta la idealización del mito a través de una generalización indebida. Quizá es este y no cuando la experiencia de lo “nuevo” se estaba jugando, el tiempo histórico propicio para una revisión madura como la que propone el libro que nos ha ocupado.

Ahora es posible ver los Nuevos Cines de América Latina.

Notas

[1] Frías aclara que en rigor no existe una “trilogía del sertón”, sino que en realidad son tres películas de “lanzamiento” del Cinema Novo realizadas entre 1963-1964 que tienen por escenario territorios del nordeste brasileño.

[2] El grupo central lo constituían David José Kohon, Rodolfo Kuhn, Simón Feldman, José Martínez Suárez, Manuel Antín y Lautaro Murúa. Fernando Birri es un caso único y aislado, por cuanto ni era realizador porteño, ni formado en Bs. As., ni residente de dicha ciudad, por lo que su ubicación en este periodo resulta excéntrica. Lo que lo vincula, según Frías, son los “anhelos de independencia (…) y los deseos de renovación de las estructuras del cine argentino” (338). Por este motivo el autor hace una excepción y analiza, en este mismo apartado, Los inundados (Fernando Birri, 1961).

[3] La componen Crónica de un niño solo (1965), El romance del Aniceto y la Francisca (1967) y El dependiente (1968).

[4] El Grupo de los Cinco lo constituían: Alberto Fischerman, Ricardo Becher, Néstor Paternostro, Raúl de la Torre y Juan José Stagnaro.

El documental político en Argentina, Chile y Uruguay: de los años cincuenta a la década del dos mil.

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Antonio Traverso y Tomás Crowder-Taraborrelli (eds.), Santiago de Chile, LOM Ediciones, 2016.

Pablo Lanza

el-documental-politico_1La historia detrás de la compilación titulada El documental político en Argentina, Chile y Uruguay: de los años cincuenta a la década del dos mil se remonta al 2013, año en que Antonio Traverso y Tomás Crowder-Taraborrelli editaron un dossier en inglés para la revista Latin American Perspectives. La traducción del mismo constituye la base de este volumen colectivo, con algunas pequeñas modificaciones: de los 13 capítulos del libro, los pertenecientes al editor Crowder-Taraborrelli, Mariano Mestman y Ana Ros no fueron de la partida original. En este sentido, cabe destacar la importancia del libro para acercar a lectores hispanoparlantes algunas de las líneas de investigación de la academia anglosajona, de forma similar a la que permitió llamar la atención, en su versión previa, sobre un “creciente corpus cinematográfico (…) relativamente ignorado por los estudios académicos de cine en inglés” (20).

El documental político en Argentina, Chile y Uruguay aúna distintas disciplinas y enfoques a la vez que mantiene una gran cohesión entre los diversos artículos. El recorrido propuesto permite reconstruir una suerte de historia del cine de lo real del Cono Sur desde los sesenta a la actualidad –la década del cincuenta sólo es abordada tangencialmente en el trabajo de Moira Fradinger apropósito del corto de Fernando Birri Tire dié (1958). Los trece capítulos están agrupados, de manera no explícita, por los países analizados: los primeros cinco sobre Argentina, los tres siguientes se ocupan de Uruguay, el de Javier Campo funciona como nexo del documental argentino y chileno, y los últimos cuatro dedicados al documental en Chile.

El que abre el volumen corre por cuenta de Mariano Mestman, y allí amplía algunas de sus observaciones previas sobre las formas en las que el documental político argentino presenta el testimonio de voces subalternas. El autor presta especial atención al modo en que los documentales del período negocian la autoridad textual entre la tesis presentada y las voces obreras que se presentan por primera vez en la cinematografía nacional. Moira Fradinger se inscribe dentro la línea de investigación de Mestman abordando el cine militante de los sesenta como “una máquina de pensar las contradicciones internas de los procesos y estructuras políticas que lo inspiraron” (46). Fradinger considera a los films de Birri, Faena (Humberto Ríos, 1960) y Ceramiqueros de Traslasierra (Raymundo Gleyzer, 1966) como herederos del cine revolucionario soviético de los veinte y su principal dilema: cómo dirigirse a “un público que satisfaga y sintetice las demandas de la izquierda cinematográfica” (60). Antonio Prado extiende la influencia del documental de Dziga Vertov hasta el cine argentino post 2001, ofreciendo una interesante comparación entre estos últimos y el documentalismo anarquista español de la década del treinta. Prado señala puntos en común entre los contextos de realización, la autodenominación anarquista –en tanto no proponen una toma de poder del Estado– y la recurrencia al realismo social.

Los últimos dos ensayos del bloque argentino se ocupan de uno de los documentales contemporáneos más analizados y discutidos por la crítica y la academia: nos referimos a Los rubios (Albertina Carri, 2003). Afortunadamente, María Belén Ciancio y Kristi Wilson proponen un original abordaje del polémico film. Especialmente Ciancio, quien lo hace a partir de la aplicación de la teoría deleuziana sobre la memoria, contrastando al documental de Carri con Memoria del saqueo (Fernando Solanas, 2004) como ejemplos de una memoria laberíntica en el primero de los casos, en tanto ofrece bifurcaciones; y otra lineal o de continuidad que apela a la acción del pueblo, en el segundo caso.

La sección sobre el cine documental realizado en Uruguay se ocupa exclusivamente de realizaciones de la primera década del milenio. El escrito de Jorge Ruffinelli caracteriza al año 2008 como “el año de ‘mejor’ cosecha en toda la historia del documental político uruguayo” (127), lo enmarca dentro de la producción histórica del país, y procede a presentar los cinco ejemplos más valiosos en su opinión. El carácter divulgativo de este texto funciona de forma perfecta como una introducción a los siguientes dos capítulos, en los que se trabajan principalmente films de dicho año. El primero de ellos, escrito a cuatro manos entre María Soledad Montañez y David Martin-Jones, examina los documentales Al pie del árbol blanco (Juan Álvarez Neme, 2007) y El círculo (José Pedro Charlo y Aldo Garay, 2009), focalizándose en la representación de los espacios asociados a la dictadura militar, los cuales son revisitados por los protagonistas: un procedimiento “típico en los documentales que intentan recuperar los pasados erradicados por actos de genocidio” (146). La hipótesis que guía el ensayo es que estos documentales construyen “museos de la memoria” fílmicos, en los que se borran las distinciones entre las esferas privada y pública. El último trabajo sobre Uruguay, perteneciente a Ana Ros, examina los documentales Crónica de un sueño (Mariana Viñones, 2008) y D.F. Destino final (Mateo Gutiérrez, 2008) en el marco del activismo de las generaciones postdictatoriales como una forma de búsqueda de Justicia.

Como señalamos anteriormente, el artículo de Javier Campo articula el documental argentino y chileno, centrándose en el cine del exilio de los años 1973-1989. Campo ofrece una útil periodización para trabajar estos films que comprende tres momentos: “denuncia, reflexión subjetiva y pedidos por el respeto a los derechos humanos” (187). El principal aporte del texto radica en la recuperación de numerosos films que tras el retorno de la democracia no fueron tenidos en cuenta, para restituirlos a su debido lugar dentro de la historia cinematográfica de ambas naciones.

Los restantes cuatro capítulos versan sobre el documental chileno y le otorgan un lugar privilegiado al tópico de la memoria. Patrick Blaine dedica su trabajo a la figura de Patricio Guzmán y cinco de sus documentales –La batalla de Chile (1975-1979), Chile, la memoria obstinada (1997), El caso Pinochet (2001), Salvador Allende (2004) y Nostalgia de la luz (2010)– señalando el uso de metáforas ensayadas por el realizador para referirse al trabajo de la memoria, las cuales incluyen “la arqueología, la medicina forense, la astronomía y los murales callejeros” (204-205). De manera similar al capítulo de Ruffinelli, este escrito funciona como una introducción ideal a algunos de los tópicos del cine chileno a partir de una de sus figuras más reconocidas. Por su parte, los apartados de Walescka Pino-Ojeda y Tomás Crowder-Taraborrelli llaman la atención sobre una curiosa tendencia del documental chileno que se centra en relatos sobre la recuperación de cuerpos de víctimas de la dictadura entablando un sugerente diálogo. El primero, a partir de proponer el concepto de memoria forense “para consignar en él los registros compuestos a partir tanto de los cuerpos como de los recuerdos traumatizados” (224), considera la labor de los médicos forenses como testigos objetivos y a estos films como promovedores de un debate social negado durante décadas por la sociedad chilena. Por otro lado, Crowder-Taraborrelli cuestiona las formas en que el documental puede contribuir a la “recuperación de la dignidad de los difuntos” (48), a partir del proceso traumático que deben enfrentar las familias de los desaparecidos. Gloria Medina-Sancho es la encargada del último capítulo del volumen, y se dedica a Estadio Nacional (Carmen Luz Parot, 2001) y el proceso de conversión de este espacio utilizado por la dictadura como un sitio de tortura, en uno de memoria como otra forma de trabajo arqueológico.

Tras la revisión de los ensayos que constituyen el libro El documental político en Argentina, Chile y Uruguay, nos interesa subrayar principalmente la coherencia conceptual que presentan los textos que redunda en un dialogo enriquecedor de los mismos. Sin soslayar las semejanzas entre los procesos políticos de estos tres países; los autores señalan la necesidad de advertir las especificidades de cada caso y los posibles contrastes, proponiendo novedosos enfoques interpretativos. La riqueza de perspectivas provistas y la rigurosidad de los trabajos aseguran su irradiación en futuras investigaciones sobre la temática.

Cambios de marco y diversidades sexo-genéricas en el documental argentino: un análisis retórico y enunciativo de La hora de los hornos y Rosa Patria

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Guillermo Olivera

Resumen

Este artículo tiene por objetivo explorar las transformaciones en los marcos de inteligibilidad e (ir)reconocimiento (Butler, Žižek) de las diversidades sexo-genéricas en el cine documental argentino tomando dos momentos clave de su historia: finales de los sesenta y el nuevo milenio. Para lo cual, se propone un análisis enunciativo y retórico de La hora de los hornos (1968; 1973) y Rosa Patria (2009). Utilizando herramientas de la semiótica del cine y la teoría del discurso de Laclau, Mouffe y Žižek, se demuestra que estos cambios de marcos pueden leerse como pasaje discursivo de “elemento” a “momento” y como simbolización cinematográfico-reflexiva del acontecimiento traumático de la dislocación que constituye a dichas identidades.

Palabras clave

Cine documental argentino; diversidad sexual y de género; marcos de inteligibilidad y reconocimiento; enunciación cinematográfica; retórica.

Abstract

This article aims to explore the transformations in the frames of intelligibility and (non)recognition (Butler, Žižek) of sexual diversities in Argentine documentary Cinema, by focussing on two key moments of its history: the late 1960s and the 2000s.  An enunciative and rhetorical analysis of La hora de los hornos/The Hour of the Furnaces (1968) y Rosa Patria/Pink Motherland (2009) is thus presented. Drawing upon tools from film semiotics and Laclau, Mouffe and Žižek”s discourse theories, the work demonstrates that these changes of frames can be read as a discursive passage from “element” to “moment”, as well as a cinematic-reflexive symbolization process of dislocation as the traumatic event that is constitutive of those identities.

Keywords

Argentine documentary cinema; gender and sexual diversity; frame analysis; cinematic enunciation; rhetoric.

Resumo

Este artigo tem por objetivo explorar as transformações nos marcos de inteligibilidade e (ir)reconhecimento (Butler, Žižek) das diversidades sexo-genéricas no cinema documentário argentino tomando dois momentos chave de sua história: finais dos anos sessenta e o novo milênio. Para isso, propõe-se uma análise enunciativa e retórica de La hora de los hornos (1968; 1973) e Rosa Patria (2009). Utilizando ferramentas da semiótica do cinema e da teoria do discurso de Laclau, Mouffe e Žižek, demonstra-se que essas mudanças de marcos podem ser lidas como passagem discursiva de “elemento” a “momento” e como simbolização cinematográfico-reflexiva do acontecimento traumático do deslocamento que constitui tais identidades.

Palavras-chave

Cinema documentário argentino; diversidade sexual e de gênero; marcos de inteligibilidade e reconhecimento; enunciação cinematográfica; retórica.

Datos del autor

Guillermo Olivera es semiólogo (Universidad Nacional de Córdoba) y Doctor en Teoría Crítica por la Universidad de Nottingham (Inglaterra). Actualmente se desempeña como Profesor de Estudios Latinoamericanos en la Universidad de Stirling (Escocia). Es autor de Laboratorios de la mediatización (2011, Peter Lang, Oxford), y ha coeditado el volumen Estudios Queer. Semióticas y Políticas de la Sexualidad (La Crujía, Buenos Aires).

Fecha de recepción: 25 de julio de 2016.
Fecha de aprobación: 6 de noviembre de 2016.

 

1. A manera de introducción: Temporalidad, dislocación, discurso

Este artículo tiene por objetivo explorar la dislocación unidimensional como uno de los aspectos fundamentales de dominancia discursiva en el discurso social argentino de las décadas del sesenta y setenta, y cómo aquellos modos de representación de las identidades y sujetos históricos tendían a manifestarse, ellos mismos, en la importante producción documental de aquella época. El propósito no es, sin embargo, negar el extraordinario legado histórico del documental político de entonces, su innegable valor estético y político y el enorme impacto que tales colectivos de producción ejercieron sobre las nuevas generaciones hasta el siglo XXI. Lejos de ello, mi objetivo es, antes que nada, revisitar críticamente cómo un discurso social, históricamente condicionado, fija límites al potencial político de la producción documental de un periodo: la crítica se formulará entonces a nivel del discurso social, y no apuntará, por lo tanto, a los documentalistas en tanto que individuos o colectivos de producción. Tomando a La hora de los hornos (Solanas y Getino, 1968) como ejemplo paradigmático dentro del discurso revolucionario del Tercer Cine, mi trabajo analiza algunos aspectos de la construcción discursiva de cierta temporalidad a-crónica propia de este documental que tendió a sobresimplificar el campo social en un campo ya suturado (Laclau y Mouffe, 1987; Laclau, 1990). Semejante fijación o clausura discursiva no le era, sin embargo, exclusiva; de hecho, formaba parte de un discurso para-táctico mayor: un discurso contra-hegemónico sí, pero dominante en la izquierda de aquel periodo. Dicho discurso dominante dentro de las fuerzas antiimperialistas y anticolonialistas de resistencia contra-hegemónica, no dejaba otro lugar articulatorio para las desigualdades que aquel propio de los antagonismos constituidos exclusivamente a partir de experiencias de dislocación resultantes de diferencias nacionales/regionales, étnicas y de clase. En particular, me concentro en la “irrelevancia” implícitamente asignada a las diferencias de sexualidad y género, lo que condujo a la reproducción, en estos aspectos, del discurso dominante, particularmente en lo que respecta a aquellos sujetos sexo-genéricos subalternos o “subordinados” (Laclau y Mouffe, 1987: 135-136; Laclau y Zac, 1994) por el lugar concreto que se les asignaba en los procesos localizados de lucha por la hegemonía, esto es, no sujetos necesariamente preconstruidos a priori como “oprimidos” (Laclau y Mouffe, 1987: 135), sino “minorizados” en el sentido de Schaffer (2008: 26; 98-99): grupos humanos que son objeto de procesos estructurales, a la vez que sobredeterminantes y pluricausales, de “minoritarización” en el interior de las dinámicas de los procesos hegemónicos. Dentro de los límites impuestos por una representación tan restringida de la historia y del cambio histórico, cualquier sujeto que aludiera a (o señalara) la diferencia sexual o las diversidades sexo-genéricas, resultaba irreconocible –no-reconocido como relevante– o (des)considerado como abyecto. Como tal, se lo inhabilitaba para atravesar el umbral de inteligibilidad y de reconocibilidad (Butler, 2010) necesario para poder convertirse en elemento –y mucho menos en momento de un discurso– especificable en su identidad (Laclau y Mouffe, 1987: 119-131), por fuera de una versión suturada del “sistema” de opresión neo-colonial. Tomaré dos ejemplos de La hora de los hornos como documental paradigmático del periodo, y luego los contrastaré con un análisis de Rosa Patria (Loza, 2009) como ejemplo representativo de aquellos documentales posteriores a la crisis del 2001 que lograron poner en discurso, de un modo critico y cualitativamente transformador, las diversidades sexuales y de género como diferencias articuladas dentro de un diferente estado del discurso social argentino.[1]

El análisis de la historia de estas representaciones documentales pone el foco en un aspecto de la temporalidad: aquel entendido como cambio de marco.[2] Mi hipótesis es que este cambio de marco en la representación documental de las diversidades sexo-genéricas es aquello que permite leer, en la superficie textual de los documentales, el pasaje discursivo de elemento a momento como cesura simbólico-temporal o discontinuidad histórica.

2. Sexualidad y género en La hora de los hornos

El diagnóstico histórico-político postulado por La hora de los hornos fija el antagonismo neocolonial en una oposición a-crónica entre dos identidades como si estuviesen plenamente constituidas –pueblo latino-americano vs “hombre europeo/occidental”– y la plenitud de esta sutura se sostiene en aquello que la oposición cerrada excluye, esto es, su exterior constitutivo (Laclau, 1990): las diferencias de género y sexualidad operan así como sus suplementos discursivos, aquellos elementos o significantes flotantes que hacen posible a la vez que amenazan dicha sutura discursiva. La no identificación o falta de especificación discursiva de dichas diferencias es lo que oblitera otras temporalidades y su reactivación como elementos y momentos de un contra-discurso nuevo.

picture-1El documental ha sido criticado desde un punto de vista feminista y de género por Ciallella (2003: 302-305). Su análisis se concentra en el capítulo 11 (“Los modelos”) de la primera parte, y postula que la mujer aparece representada como mera imagen entrampada en una “guerra gráfica” puesta en escena desde una mirada y perspectiva narrativa sádico-masculina. Reconociendo el valor crítico de dicha lectura, mi análisis de La hora de los hornos tomará otra perspectiva: desde un punto de vista retórico-argumentativo y enunciativo buscaré dar cuenta de la obliteración específicamente cinematográfica de las diversidades sexuales y de género, diversidades que emergieron, de hecho, como identidades disidentes en otros medios y esferas del discurso social de los sesenta y setenta, pero no en el cine de aquel periodo, demostrando que el discurso social no es un todo homogéneo, ya que está constituido por temporalidades divergentes según cada campo o esfera social. Mi análisis se concentrará en dos ejemplos tomados de otros segmentos y partes de La hora de los hornos: el capítulo 10 (“La violencia cultural”) de la primera parte, y una secuencia particularmente relevante de la segunda parte de este tríptico documental (“Acto para la liberación”).

2.1. Entre “La violencia cultural” y “Los modelos”

Gran parte de este capítulo es una larga secuencia en la cual el conocido escritor homosexual Manuel Mujica Láinez es presentado como el ejemplo emblemático de la “colonización pedagógica” y la violencia cultural de la burguesía argentina. Ambientada en el salón Pepsi Cola, toda la escena es presentada enfatizando la superficialidad extrema de la cual Mujica Láinez sería su epítome: música funcional, tono sarcástico de la voz en off (masculina) así como el contenido y tono de la voz del propio escritor: en un relato que reduce la cultura a una heráldica banal de saberes despojados de toda autenticidad, el escritor enumera todos los premios y condecoraciones que recibió.

picture-2Sin desestimar la críticas que se explicitan aquí respecto de la dependencia y neo-colonialismo cultural y el papel que las clases altas y muchos intelectuales han jugado en este proceso, mi análisis apunta al hecho de que el documental haya tomado a un escritor homosexual de entre los cientos de intelectuales “europeizantes” que podrían haberse tomado como ejemplo para este argumento. Un sujeto sexualmente “menor” es tomado como ejemplo emblemático de la mentalidad (neo)colonizada y (neo)colonizante: la representación del (neo)colonialismo como “femenino” en la figura de un escritor no solo homosexual, sino “afectado” y ligeramente afeminado es, así, una operación retórica que tiende a reforzar la perspectiva no solo machista sino heterosexista del filme. Mujica Láinez es nombrado con el mote injurioso de “el rey picapedrero”, y asociado a la figura “traicionera” y europeizante del traductor.

En términos discursivos, la lógica del ejemplo es la lógica del paradigma (Agamben, 2009): singulariza a la vez que ilustra y generaliza por analogía –antes que por inducción o deducción. El ejemplo opera a través de la fuerza retórico-argumentativa del caso (Foucault, 1989, 1996): ese elemento irreductiblemente singular –un escritor-traductor homosexual, afeminado y famoso, un “infame célebre”– pero que paradójicamente constituye a la vez que vuelve inteligible a la clase más general –la intelectualidad perpetradora del (neo)colonialismo y su cultura banal. El argumento que pretende demostrar está, por lo tanto, contingentemente cargado con el orden de la analogía, la primeridad y la abducción establece cadenas analógicas entre singularidad y singularidad.[3] Pero la pretensión generalizante del ejemplo oculta esta operación analógica a la vez que singularizante en la medida en que literaliza o “naturaliza” el atributo en un grupo (intelectual neocolonializado=“femenino”=“pasivo”), y esta sedimentación literalizante oculta su carácter tropológico de figura y su carácter contingente de caso. El grupo de los “intelectuales neocolonizados” estaría así inmanentemente inscripto en el paradigma del escritor-traductor homosexual y afeminado; la élite neocolonial no está entonces “presupuesta” en su homosexualidad –no es lógicamente anterior– sino que es inmanente a la propia enunciación de su caso singular de homosexual (por afectación y afeminamiento).

picture-3En términos de figuras retóricas, el uso de un escritor homosexual como ejemplo de neocolonialismo revela la lógica tropológica homofóbica y sexista que opera en la base del discurso de La hora de los hornos, señalando a su vez el lugar mismo del fracaso de la diferencia postcolonial, étnica y de clase (el “pueblo latinoamericano”), por aquello mismo que excluye –la sexualidad y sus colores– para constituirse como tal: como identidad política con verdadera capacidad (contra)hegemónica. Esto es porque el paradigma/ejemplo, lejos del orden metonímico de las articulaciones (contra)hegemónicas, se acerca más bien a las analogías singularizantes (o sinécdoques particularizantes), y es en este sentido que Agamben (2009: 18)[4] lo vincula a la alegoría (antes que a la metáfora y sus operaciones de transferencia semántica mucho más generalizantes). De allí la gran capacidad (epistémica), propia del paradigma/ejemplo, de volver inteligible una constelación o configuración, en virtud de su gran poder analógico y abductivo que hace posible una “peculiar forma de conocimiento” (Agamben, 2009: 19) (aunque esto lo haga, claro está, mucho más singularizante que la metáfora, basada esta última en una fuerte homogeneización semántica). Pero de allí también, su incapacidad (política) de articular lo particular a lo universal –esto es, su limitado poder articulatorio en el terreno socio-simbólico, y por lo tanto (contra)hegemónico– debido a que, como sabemos, las articulaciones hegemónicas son operaciones “esencialmente metonímica[s]” (Laclau y Mouffe,1987: 163; Laclau, 2001), y no metafóricas ni alegóricas, debido a que “sus efectos surgen siempre a partir de un exceso de sentido resultante de una operación de desplazamiento” [a otros/s contexto/s].

Una última imagen fetichizante de la pluma del escritor en primerísimo primer plano, autografiando su libro a miembros de la burguesía –en su mayoría mujeres, su “coro griego”– como toma-síntesis de “La violencia cultural”, corta directamente al capítulo siguiente (“Los modelos”), que abre con una imagen estática del Partenón. “Los modelos” será luego una secuencia de imágenes artísticas de mujeres, en general desnudas o semidesnudas, producidas por la mirada masculinista del arte europeo –mirada que la cámara de La hora de los hornos refuerza (Ciallella, 2003: 304)– para su consumo (neo)colonizante, sin distancia enunciativo-visual alguna que las enmarque. El montaje visual y la narración verbal establecen estas cadenas analógicas que unen ejemplos paradigmáticos a ejemplos paradigmáticos no a través de una estructura semántica común a fenómenos heterogéneos –que sería el caso de la metáfora– sino a través de la alegorización singularizante que instituye a la vez que ilumina un “nuevo” espacio homogéneo de inteligibilidad: el neocolonialismo como sistema. Si el escritor-traductor homosexual es el paradigma de la colonización pedagógica y las imágenes artísticas de mujeres (desnudas) ilustran con ejemplaridad los “modelos” estéticos-culturales (neo)coloniales, ambos paradigmas vuelven inteligibles, a la vez que constituyen (y no simplemente metaforizan), el sistema mismo de dominación neocolonial en su homogeneidad totalizante. Ninguno de los dos casos “tematizan”, “semantizan” ni “se asemejan” al neocolonialismo: ambos lo son, volviéndolo, al mismo tiempo, particularmente inteligible. Utilizando la terminología de Sextus Pompeius Festus evocada por Agamben (2009: 18) el homosexual Mujica Láinez y su pluma serían su “exemplum”, las bellas mujeres desnudas del arte europeo, su “exemplar”.

picture-4En síntesis, la operación de estos ejemplos paradigmáticos es retórica y enunciativamente compleja: lo que la fuente fílmico-enunciativa o foyer (Metz, 1991) construye es un texto regulado por una lógica del paradigma que torna inseparables –en un mismo enunciado audiovisual– neocolonialismo, homosexualidad y “cuerpo femenino”, tornándolos mutuamente inteligiblessin realmente articularlos como momentos independientes ni interdependientes, en su identidad. De este modo, resulta imposible separar, enunciativamente, su ejemplaridad (neocolonialismo) de su singularidad (homosexualidad, “cuerpo femenino”, intelectualidad traductora).[5]

2.2. “Acto para la liberación”: ¿De quiénes?

En la segunda parte del monumental tríptico documental que nos concierne, mientras la voz en off toma como ejemplo la voz oficial del Partido Comunista argentino de aquel momento, la banda de imágenes muestra una caricatura con muchas escenas simultáneas que representan a un “pueblo licencioso” orquestado por Perón en uniforme de “gran jefe militar”. Se trata una imagen originalmente producida como alegoría del 17 de octubre, a la vez que como sinécdoque del peronismo, pero que se propone, desde la voz en off del texto fílmico que la cita, como paradigma moral –otra vez el exemplum– capaz de “condensar” la interpretación “(neo)colonialista” que tanto la izquierda como la derecha argentinas hacían en 1945 del movimiento liderado por Perón. La enunciación fílmico-documental torna así la sinécdoque comunista injuriosa en exemplum, en verdadero paradigma de la mentalidad neocolonial.

picture-5Si nos detenemos en el contenido de la caricatura, la única mujer de la imagen aparece representada como una prostituta que le está poniendo la mano en el bolsillo a un “malevo”. La representación icónica de esta única imagen de mujer en la caricatura la muestra en la figuración altamente fetichizante y grotesca de la “típica prostituta” dada su escasa vestimenta y maquillaje excesivo: el mini-cuadro, traído al primer plano por una cámara documental que hace propia la mirada-pivote del Perón caricaturizado, recuerda las caricaturas de travestis debido al exceso plástico de su representación. La extrema erotización fetichista tanto de la figura como del movimiento de cámara que la fragmenta en primer plano, pone a la sexualidad por encima del género –su pintura de labios, por ejemplo, los vuelve indistinguibles de una barba. Más que una representación de lo femenino, lo que irrumpe aquí es la Sexualidad misma, su exceso, pero cuya figuración abyecta y monopolizada en la única figura de mujer en el cuadro, la vuelve sexista. Esta es ciertamente una representación misógina y clasista producida por el Partido Comunista de ese periodo, pero también reforzada por el propio documental, cuya enunciación tanto visual como verbal no se distancia de la operación discursiva de la injuria porque no reconoce el elemento injuriante.

picture-6En términos estrictamente analíticos, en aquel discurso no había, para las diversidades sexuales, espacio lógico-tropológico alguno (Laclau, 2014), aunque sí ocupaban un lugar: el topos discusivo del objeto ya sea como fetiche, como elemento insultante antes que como sujeto insultado. Si bien presentes en el discurso como objetos abyectos o fetichizables, la articulabilidad de su diferencia –esto es, su carácter de elementos discursivos– era negada, y por lo tanto deshabilitada y obliterada para cualquier articulación posible como momentos de un discurso contra-hegemónico mayor.

3. Rosa Patria y el documental argentino del nuevo milenio: de la enunciación reflexiva, la operación del marco y sus “pantallas”

Desde el punto de vista del análisis del discurso, las transformaciones operadas en las representaciones documentales de las diversidades sexo-genéricas puede así entenderse como un pasaje de imágenes a “identidades”, o, en términos de Laclau y Mouffe (1987) como pasaje de un elemento no identificable o visible como tal –por el efecto de sedimentación producido por la sutura de un sistema discursivo impermeable a estas diferencias– a momento en los documentales del nuevo milenio. En lo que sigue, propongo leer Rosa Patria (Loza, 2009) como participando –junto con otras producciones documentales independientes del periodo– en el registro de este pasaje, en la historia de las representaciones cinematográficas. Estos documentales mencionados al principio de este artículo (ver el primer pie de nota) dejan leerse como una serie viene a tematizar novedosamente a los sujetos LGBT como sujetos constituidos en una tensión entre su diversidad y su disidencia sexual.[6]

Rosa Patria (Loza, 2009) es un documental biográfico que, a través de la figura de Néstor Perlongher como persona, poeta, antropólogo y activista político de la luchas sexuales, representa la emergencia de los homosexuales, en estrecha alianza con las feministas, en el espacio público argentino en tanto que sujetos identificados tanto como personas sexuales como sujetos políticos articulados a las luchas de la izquierda de los años sesenta y setenta. Tal proceso histórico, que incluye la formación del FLH (Frente de Liberación Homosexual) en 1971, fue un verdadero acontecimiento en la medida en que contribuyó enormemente a inaugurar un largo proceso de cambio de marco para la política. Sin embargo, en el campo de la representación cinematográfica, semejante cambio de marco tuvo que esperar hasta el nuevo milenio para poder registrarse documentalmente como tal.[7] El reconocimiento de los homosexuales como sujetos de la polis –entre inclusión, discriminación y exclusión– es un acontecimiento no simplemente porque haya comenzado a suceder, sino porque implica un cambio de marco interpretativo de inteligibilidad (Žižek, 2014)[8] señalando así una cesura histórica en el orden de la temporalidad. Mi hipótesis de trabajo es que este re-enmarcado o acontecimiento dislocador se textualiza en el documental de Loza como puesta en abismo de la representación. En términos de Žižek (2014: 10-11; 107; 170), este proceso puede leerse como una “estructura de ficción” en el interior mismo del documental que re-enmarca las diversidades sexuales, a la vez que abre un nuevo espacio textual –la ficcionalidad misma de todo texto documental, o la fantasía dentro de la realidad Žižek (2014)– capaz de poner en discurso el acontecimiento traumático de su dislocación, y lograr así simbolizar el antagonismo que lo constituye (Žižek, 1990).

rosa-patria-picture-7Rosa Patria tematiza y problematiza el estatuto de la puesta en escena –esto es, el estatuto mismo de la enunciación, y por lo tanto del lenguaje y de la constitución de colectivos (Verón, 2001: 67-86)– y lo hace a través de procedimientos tanto teatrales como cinematográficos. Resulta entonces pertinente explorar esta dimensión enunciativa, y distinguir en este filme, a partir de Metz (1991), dos tipos de procedimientos (meta)enunciativos. Por un lado, las diversas técnicas de mise en avant o foregrounding [puesta en primer plano, mostración] del artificio técnico de la puesta en escena, tanto en términos teatrales como cinematográficos.  Por otro lado, la puesta en abismo de la enunciación fílmica a través de un procedimiento pivotal y recurrente en este documental: “el cuadro dentro del cuadro” o “marco dentro del marco” (Metz, 1991: 71).

Respecto de la primera operación, ciertamente más general, de “mostrar el dispositivo” de la puesta en escena, recurren en la película instancias de exhibición del proceso de filmación como la introducción de cada entrevistado en el estudio de grabación a través de los carteles indicadores del número de toma, los equipos de iluminación, el personal técnico y demás rituales cinematográficos de la producción de tomas. Estos elementos del backstage que se muestran no reduplican el hecho enunciativo, sino que simplemente representan miméticamente el proceso empírico de producción cinematográfica en el interior del enunciado fílmico: se trata, en efecto, de una incorporación de elementos extradiegéticos que se integran a la diégesis documental. A diferencia de la pantallización en abismo analizada más abajo, su valor dentro de Rosa Patria no es el de un reenvío metadiegético al medio cine y a la ficción, sino más bien el de representar el proceso más general de la puesta en escena, y por eso corresponden al mismo nivel de análisis que la mostración de los escenarios y las instancias de puesta en escena teatral que recurren en la película. Si Metz (1991: 87) los denominaba “la operación dispositivo”, nosotros podemos extender esta designación y hablar de una “operación puesta en escena” que recorre de manera generalizada todo el enunciado fílmico: telones y escenarios teatrales tanto en las entrevistas y en la performance del dúo de cantantes que sirve de leit motif y cierre del filme, además del recitado de su relato de ficción “Evita vive” por parte de su amiga y compañera de militancia María Inés Aldaburu. La puesta en escena de este recitado, por ejemplo, enfatiza su carácter teatral: se realiza en un escenario y se muestra a la intérprete memorizando sus líneas y ensayando. En este primer nivel de análisis, el texto documental representa, en gran parte, los procesos de producción y puesta en escena como parte importante de su contenido, y es esta representación de la puesta en escena la que otorga el contexto general para la operación metaenunciativa fundamental del filme: la operación del marco.

Respecto de esta segunda operación –el marco– este documental está estructurado alrededor de diferentes modos de aquello que Metz (1991) designa redoblamiento de la mediación escópica, en dos sentidos. En primer lugar, se destacan la constante presencia de la pantalla en la pantalla, así como también los sonidos del proceso de proyección de los diferentes segmentos de película, filmados en super 8, que dramatizan la vida de Néstor Perlongher a la manera de “film dentro del film”. Estas “pantallas interiores” o “segundas” son, según Metz (1991: 71-78), procedimientos de literalización de un principio (meta)enunciativo más general: la reduplicación enunciativa del  “marco dentro del marco”. En segundo lugar, también hay instancias en las cuales otros marcos metaenunciativos no fílmicamente literalizados, tales como las fotografías enmarcadas en borde negro o vistas a través de visores; las ventanas; la proyección de diapositivas y fotos sobre la pared de la activista feminista Sara Torres; o los telones y reflectores teatrales que al abrirse, cerrarse o enfocarse dejan ver –enmarcándolas en el interior de la pantalla englobante– diversas performances de la producción literaria de Perlongher.

rosa-patria-picture-8Dada la recurrencia y centralidad del procedimiento, y antes de pasar al análisis de otros marcos, comencemos por el análisis de la pantallización en abismo. Este procedimiento no reenvía al proceso empírico de producción (como en el caso de “la operación dispositivo” analizada más arriba), sino al proceso propiamente semiótico, enunciativo, que está realizando efectivamente el texto, porque se basa en la pantalla. Siguiendo a Metz (1991: 75), la singularidad de la pantalla reside en su estatuto enunciativo-visual: velo y figura, cuadro y cobertura, la pantalla constituye a la vez, aquello que abre y cierra el cuadro, lo que ambivalentemente muestra y esconde, lo que incluye y lo que excluye. La “pantalla en la pantalla” es, en consecuencia, el procedimiento metaenunciativo-visual por excelencia: remite a la operación propiamente fílmico-textual “sobre y en” la cual ocurre la inclusión y exclusión, dentro del campo de lo visible, que el film mismo hace posible, y por lo tanto remite metaenunciativamente a lo (in)visible fílmico, antes que a lo visual o a lo figural. La lectura retórico-política de esta operación propiamente meta-enunciativa visual, es el hecho de poner en escena, en el interior del cuadro y por verdadera reduplicación –se enuncian y perciben dos cuadrosel marco mismo que incluye y excluye, esto es, la operación misma del marco.

Es en este sentido que propongo leer Rosa Patria no simplemente como una representación mimética del marco, sino como una puesta en acto, esencialmente performativa, de la operación misma del marco (Tagg, 2009; Derrida, 1987) respecto de las identidades sexuales: no tanto aquello que se incluye y se excluye –lo visible y lo invisible– sino la puesta en acto de los procesos mismos a través de los cuales dichas exclusiones/inclusiones emergen, y sus condiciones. Así por ejemplo, es significativo que la secuencia inicial de la película de Loza se abra con imágenes enmarcadas o “proyectadas” de la infancia de Néstor Perlongher –y con los sonidos igualmente enmarcantes de un proyector Súper 8– y culmine en la toma de una “pantalla en la pantalla” que sucede a la mirada de Néstor niño, precisamente allí donde éste debería encontrar la mirada de sus padres. Las primeras tomas de Perlongher lo muestran en una escena de juego en su hogar familiar en las que el niño homosexual aparece detrás de las enormes piernas de sus padres –el ángulo de la toma en picado sugiere un punto de vista superior, adulto, quizás el de sus padres. Desde el principio, el niño homosexual aparece así como ya (fílmicamente) “enmarcado”, pero la escena culmina en una secuencia interrumpida de planos que funciona como punto de fuga hacia otro marco. Los planos de estas tomas iniciales, en la misma medida en que abren cada vez más el campo escópico desde el primer plano al plano medio, contextualizan el rostro y las manos del niño dentro del hogar familiar a través de la aparición en campo de las piernas de sus padres. Pero la toma en picado del niño mirando hacia arriba desde el suelo, no tendrá el contraplano esperado de la imagen de sus padres, sino que la sutura será interrumpida y la ausencia del contracampo suturante será reemplazada, por corte directo, por la toma metaenunciativa de una pantalla interior aún vacía, pero extremadamente luminosa y fuente de luz, seguida, a su vez, por la primera entrevista en el estudio de filmación, esta vez “en grado cero de pantalla”, es decir sin pantalla segunda, como ocurrirá con todas las demás entrevistas y escenas filmadas en estudio. La pantalla luminosa efectúa, así, el primer tránsito del relato metadiegético al diegético, un tránsito entre niveles narrativos que recurrirá con frecuencia en el filme, precisamente a través del pivote de la “pantalla en la pantalla”. Su figuración como apertura y luz recurrirá también a lo largo del documental con una función, como veremos, clave: la transición entre mundos (o entre espacios diegéticos y metadiegéticos).

Si para Metz (1991: 75) la pantalla es “el lugar del filme, su emplazamiento, el sitio donde éste adviene”, entonces, su materialización literal, espacial, en una pantalla segunda –el cine, la foto-diapositiva y el video en tanto que Pantalla o “campo de visibilidad” (Schaffer, 2008: 113)–[9] funciona textual y visualmente en Rosa Patria de manera análoga a los significantes vacíos en el discurso político (Laclau, 1996: 69-86): abren el umbral de lo nuevo, un umbral de transformación, de proyección fictivo-creativa y politización identitaria que se materializa en el espacio de la “pantalla interior” como la visibilización de una “brecha” [gap] (Laclau, 1994; Laclau y Zac, 1994) o “hiato” (Laclau, 1996: 86), antes invisible, que reenvía a nuevas identificaciones y procesos de subjetivación política entonces solo incipientes, pero emergentes. Corresponden al orden de la primeridad en tanto que “advenimiento”, emergencia y acontecimiento en Peirce (Sini, 1985: 51-52). Es así que la fuerza performativa del marco representado –Metz (1991: 73) lo describe como una reduplicación “en acto”– va más allá de la mostración mimética del dispositivo cinematográfico –pegada aún al orden (metafísico) de la representación, de lo dicho (Angus, 2000) o visualmente “contenido” en la imagen– y deja leerse, desde el punto de vista de la Retórica, como procedimiento “poético”[10] y no sólo mimético-enunciativo, en el sentido que inaugura un nuevo “lugar del decir” (Angus, 2000: 92-128). Como procedimiento retórico-performativo entonces, la “acción poético-visiva” de la reduplicación de la pantalla realiza a la vez que metaforiza el pasaje de elemento a momento.  Este pasaje sólo es posible a partir del elemento “fictivo” (Foucault, 1995) o metadiegético (Genette, 1972) puesto en acto por esa pantalla interior que abre el espacio de la vida de Perlongher como ficción biográfica. Esa ficción creadora o transformadora que define a lo político, metaforiza, en fin, la dislocación como temporalidad irreductible de las identidades en su momento imaginario e instituyente de lo social –esto es, lo poético en y de lo político– y en este último sentido, en su momento propiamente “político” (Laclau, 1994, Laclau y Mouffe, 1987: 105-166). Esto es así si acordamos con Laclau (1990) que la dislocación es la forma misma de la temporalidad, reenviando a esas cesuras o discontinuidades discursivas (Foucault, 1980: 43-48) que están en la base de toda transformación histórica.

rp-picture-9Esta lectura en clave ficcional de lo político nos conduce al análisis narratológico. Las pantallas interiores –generalmente iluminadas y fuentes de luz– actúan, desde el punto de vista narrativo, como operadores de transición (meta)diegética: marcando el pasaje entre los dos niveles narrativos del relato documental –el diegético y el metadiegético– lo hacen también de alguna manera posible. Estas pantallas interiores operan, a su vez, como catalizadores de transgresiones metalépticas (Genette, 1972), en la medida en que introducen “fronteras móviles” y pasajes entre ambos niveles del relato, a través de sus intervenciones a nivel discursivo y de las interacciones entre distintos niveles narrativos que estas pantallas hacen posibles.

La técnica más recurrente es el uso de pantallas iluminadas y sonidos de proyectores cinematográficos que, vacíos de todo contenido particular, no reenvían a nada más que la propia proyección cinematográfica y al propio acto de enunciación sonora y “lectura acústica” del texto: estos son los operadores metaenunciativos fundamentales que efectúan los pasajes entre estos dos espacios o niveles narrativos (el diegético y el metadiegético). Los ejemplos más ilustrativos de pantallas luminosas tomados de mi análisis son aquellas que introducen dos secuencias metadiegéticas fundamentales, ambas enmarcadas dentro de una pantalla interior: el relato de la historia política de Perlongher (1968-1971) incluyendo su militancia en el FLH, y aquella que narra su vida laboral y erótico-sexual (1972). Introducidas cada una de ellas por sendos compañeros de militancia entrevistados en estudio, el valor transicional de la pantalla luminosa es el pasaje a otros espacios y mundos narrativos: del espacio cerrado, personal y casi familiar del estudio de filmación al espacio público de la ciudad; del mundo narrativo del presente diegético (2009) al mundo narrativo del pasado metadiegético (años setenta). Lo que introducen todas estas pantallas segundas es un pasaje a un registro enunciativo otro: de la enunciación comentativa a la reflexiva (Metz, 1991) en la medida en que enmarcan la historia –personal y social– como reflexivamente construida y proyectada por el propio texto fílmico, entre el presente y el pasado, entre lo personal de los testimonios y lo colectivo de los archivos. Así, las escenas reconstruidas y mostradas por la enunciación reflexiva son todas tan intensamente públicas y políticas: su militancia en el FLH en la primera secuencia; su vida laboral en una revista “femenina” como Para Ti, y las escenas de encuentros eróticos en baños públicos –las populares “teteras”– en la segunda. Para sintetizar, las pantallas interiores no solo marcan el orden metadiegético de la política y de la ficción, sino las transiciones entre estos mundos o niveles, con sus consiguientes “contaminaciones” metalépticas: al final de la primera de estas secuencias metadiegéticas se realiza una transición metaléptica a través de una superposición de las tomas recreadas en Súper 8 de las manifestaciones del FLH con la imagen contemporánea del compañero de militancia en el estudio de filmación (nivel diegético) dando su testimonio de participante de la historia mostrada metadiegéticamente. De manera análoga, aquello que introduce la segunda secuencia metadiegética es la “pantalla de la memoria” con fotos y diapositivas proyectadas sobre la pared de Sara Torres: las pantallas segundas aquí son puentes metalépticos que historizan tanto el presente heredado por sus compañeros como la biografía política del protagonista (su pasado), es decir efectúan el tránsito entre pasado y presente.

Esta función de pasajes y “fronteras móviles” entre niveles narrativos (Genette, 1972: 245) es también efectuada por otros marcos que, como indicamos antes, reduplican también, al igual que las pantallas, la mediación escópica. Los telones y los escenarios teatrales, por ejemplo, se (re)introducen recurrentemente como enmarcando promesas de pasaje a otros mundos (públicos, artísticos, políticos). Por ejemplo, resulta significativo que la secuencia en la cual la voz en off recita su conocido poema introducido con la frase de Lezama Lima “deseoso es aquel que huye de su madre”, esté editada con una performance coreográfica fuertemente erótica que exhibe la belleza y el movimiento de un cuerpo masculino joven. Dicha danza –y su energía libidinal como foco– es enmarcada por las cortinas y el escenario teatral e inmediatamente sucedida por la puesta en escena vacía, pero dentro del cuadro de la pantalla segunda, del dispositivo cinematográfico de filmación y el sonido del proyector: la mostración del dispositivo y la pantallizacion en abismo son aquí simultáneas. Estas culminan en la entrevista filmada con Rodolfo Fogwill, cuya profesión creativa y pública de escritor resulta objeto de discusión como parte del backstage mostrado y dentro del marco interior de la pantalla segunda, “metadiegetica”. En la entrevista, Fogwill es presentado por el cartel de la toma, y luego de una negociación con el técnico de producción, como “escritor” en claro paralelo con Perlongher, y luego la entrevista se desarrolla en “pantalla grado cero”. En un contexto histórico-cultural que el psicoanalista Germán García había definido como de “terrorismo político” y “perversión sexual” –calificaciones que el propio Perlongher (1997: 132) hace suyas– la cita de Lezama Lima introduce elocuentemente el deseo como momento fuertemente político capaz de generar estos pasajes metalépticos, ligado a un cuerpo erotizado enmarcado por el escenario teatral y a la voz de un escritor introducido por el marco de la “pantalla en la pantalla” y dentro de una escena que muestra su propio dispositivo de filmación e iluminación como ya enmarcados por una pantalla. ¿Cómo entender estas transgresiones metalépticas como condiciones de la irrupción del deseo dentro del texto fílmico? El  contexto cultural argentino ofrece buenas pistas para comprender la subversión que representan estos pasajes: ya en 1971, con un lacanismo apenas incipiente en el campo psicoanalítico argentino (cf. García, 1980: 107-117), son las condiciones locales dadas por la hegemonía kleiniana (Vezzetti, 1996: 12) aquello que conduce insólitamente, a un deleuziano revolucionario como Néstor Perlongher (1997: 132), a reivindicar el advenimiento de un Lacan “de combate”, que restituye de alguna manera el deseo, contra el tan conocido como asfixiante “pantano” kleiniano.[11]

4. Conclusiones

¿Cómo sintetizar e interpretar este recorrido analítico que pretende comprender el salto o cesura fundamental en los modos de representación documental de las diversidades sexuales por el cine argentino? ¿Qué ocurrió en el orden de la enunciación y de la figuración fílmico-documental entre décadas del 60-70 y el nuevo milenio?

Empecemos por recordar que el abismo que separa La hora de los hornos de Rosa Patria puede leerse en la aparición (reflexiva) de la pantalla cinematográfica que viene a reconocer en las diferencias sexuales y de género un marco (Butler, 2010). Esta visibilidad del marco señala historicidad como ruptura y discontinuidad, como huella del orden del acontecimiento en la medida en que abre un espacio de “ficción” en el interior mismo del documental, y como condición de éste. Se trata no de cualquier espacio metadiegético, sino de un espacio muy singular, metaenunciativo, ya que es la condición del enunciado fílmico-documental: el espacio simbólico del “fictio iuris”[12] –o “transposición metafórica” (Laclau y Mouffe, 1987: 140)– propia de la representación política, el umbral que permite entrar un sujeto tanto a la polis como al orden simbólico.

La pantalla cinematográfica estaría así volviendo opaco a la vez que visible este momento de transposición metafórica, el carácter fictivo de toda identidad, la operación construida de su marco. De este modo se “desliteralizan” los homosexuales: del polo de la “pura presencia” –el puro elemento inarticulado, el puro atributo ya sea fetichizable, ya sea, abyecto, objetivable en insultos usualmente dirigidos a otros sujetos– emergen en el terreno de la visibilidad como “representación”[13], es decir, como sujetos a la vez que como momentos articulables a un discurso. Es en este sentido que propongo leer la figurativizacion icónica del marco como pantalla reduplicada: al poner en primer plano el ficcionar o “ficcionalizar” (Dimitrova et al, 2012: 22-23),[14] ésta se convierte en superficie de inscripción de un site o lugar nuevo del decir –lo poético en Angus (2000: 125-126)– capaz de dar lugar a un nuevo sujeto de la representación pública, política. El ficcionar/ficcionalizar del cine –no en el sentido de “dramatización” literaria o espectacularización teatral, sino en su sentido más radicalmente material que le había otorgado el segundo Metz (1982 [1977]) en su etapa lacaniana– es así un momento fuertemente “proto-político” (Dimitrova et al, 2012: 22). Es decir, la política como poética: “the site” de la política se traduce como “le site” del cine en el documental de Loza. Como en uno de los testimonios relatados en Rosa Patria donde los homosexuales del FLH despliegan su estrategia colectiva de irrumpir con abanicos en la escena pública universitaria, la irrupción “teatralizada” o (en)marcada de los homosexuales en el espacio público es aquello que subvierte el carácter aparentemente “necesario” y “transparente” de la identificación dominante “pueblo=hombre heterosexual”, fundidos y fijados en una “identidad única” –los “descamisados” y más tarde, “los soldados de Perón”– y pone en primer plano su ficcionalidad y retoricidad, la radical no-literalidad de toda identidad.

Dicho de otro modo: aquello del peronismo que a Perlongher le fascinaba –su exceso erótico y deseante, su carácter de acontecimiento en la historia argentina, es decir, su marco que expone siempre la fantasía del deseo y lo Real (Žižek, 2014) y no su innegable dimensión machista, militar y corporativa representada por la mirada caricaturizada de Perón que la cámara de La hora de los hornos hizo propia– es ese elemento de ficción metadiegética que representa aquí el cambio de marco: una apertura de lo simbólico por aquello que la nueva percepción que la exposición de lo real logró imponer.

Bibliografía

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Films citados

La hora de los hornos (Fernando Ezequiel Solanas y Octavio Getino, 1973) [1966-1968]

Adiós Roberto (Enrique Dawi, 1985)

Otra historia de amor (Américo Ortiz de Zárate, 1986).

La Raulito golpes bajos (Emiliano Serra, 2009)

Lesbianas de Buenos Aires (Santiago García, 2004) [2002]

Putos peronistas, cumbia del sentimiento (Rodolfo Cesatti, 2012) [2011]

Rosa Patria (Santiago Loza, 2009) [2008].

Notas

[1] Rosa Patria (Loza, 2009), uno de los objetos de análisis en este artículo, es un texto fundamental dentro de mi objeto de estudio: un conjunto de documentales que he constituido en corpus según mi hipótesis de trabajo para esta investigación. Los otros textos documentales son Putos peronistas, cumbia del sentimiento (Cesatti, 2012), Lesbianas de Buenos Aires (García, 2004), y La Raulito golpes bajos (Serra, 2009). Mi criterio para la constitución del corpus es que todos ellos efectúan, de maneras diversas, esta operación de articulación discursiva de las diversidades sexuales y de género a través de un cambio de marco necesariamente atravesado –aunque de ninguna manera resuelto– por los problemas de la identidad y la visibilidad.

[2] A pesar de los posibles riesgos de anfibologías, he optado por mantener la doble significación del término “marco” debido a su productividad tanto heurística como interpretativa en la medida en que el término permite conectar, a través de una figura, dos dimensiones inextricablemente unidas de un concepto muy usado pero aún en construcción: conectando, a través de una lógica tropológica (Laclau, 2001; 2014),  análisis retórico con teoría de la imagen visual, el marco es entendido aquí como marco interpretativo o “marco de referencia” [frame], así como también en su sentido literal de cuadro y límite material, espacial, de aquello que la imagen cinematográfica muestra (y de lo que  no deja ver).

[3] Uso los conceptos de “primeridad” y “abducción” en el sentido lógico-semiótico que les ha otorgado Charles Sanders Peirce (1958). Según este autor, la primeridad se refiere al ser tal cual es, independientemente de cualquier otra cosa o determinación: se trata del “cuál” del ser, su cualidad estrictamente potencial, por oposición a toda substancia (real o imaginaria), sea ésta un objeto o un sujeto. La primeridad, dentro de la semiótica triádica peirceana –que contempla también una secundidad y una terceridad– tiene que ver así con la apariencia, la faneroscopía (fenomenología peirceana) y la virtualidad, esto es, la mera cualidad en tanto que fundamento posible o “ground” de un ser anterior a su realización actual (Peirce, 1958). Previa a la constitución de toda substancia-sujeto o del objeto, la primeridad, como bien lo plantea Sini (1985: 51-52), apunta a su “mera posibilidad lógica”, a sus condiciones mismas de emergencia, a su “ad-venimiento” o a su acontecimiento (antes que a un “hecho” o “acaecimiento” real o efectivo, ya que estos últimos son procesos de secundidad). En Lógica, la primeridad corresponde al plano de los términos (Sini, 1985), y desde el punto de vista lingüístico, se expresa en los atributos cuya primeridad se pone de manifiesto en la relaciones de predicación y atribución que hacen emerger objetos y sujetos en relación con cualidades que funcionan como su fundamento (primario) o ground.

La abducción, por su parte, es uno de los tres tipos de razonamiento dentro de la Lógica triádica peirceana que se caracteriza por hipotetizar un conocimiento de lo particular a partir de otra cognición particular, es decir, no a través de cadenas lógicas de certeza deductiva, sino a partir de “intuiciones” racionales y/o sensoriales, o sea, de interpretaciones de ciertos indicios de la realidad perceptibles como significativos por la intuición del sujeto cognoscente. Lejos de la certeza garantizada por los razonamientos deductivos (que establecen cadenas lógicas necesarias de lo general/universal a lo particular, o en términos de la Retórica, del todo a la parte), y lejos también del conocimiento positivo proporcionado por los razonamientos inductivos que reducen la contrastación empírica a la mera verificación (es decir, van de los casos particulares, por sumatoria, a la ley general/universal, o de la parte al todo en Retórica), los razonamientos abductivos –a los cuales Peirce denomina también “inferencias hipotéticas” (Peirce 1983: 146; 144-150)– siguen una “lógica” analógica, esto es, van de lo particular a lo particular. El fundador de la semiótica moderna desarrolla y reelabora críticamente estos tres conceptos lógicos que estaban esbozados en Aristóteles, inscribiéndolos en su propio marco teórico, dándole a la abducción una importancia crucial –y en esto se diferencia del deductivista Aristóteles– por su potencial de creatividad en la ciencia y el conocimiento, tanto en el orden de lo inteligible como de lo perceptible. En un sentido más general, y a partir de su aplicación a una Retórica lógico-tropológica, la abducción cumple un rol central en la emergencia de lo nuevo en el mundo cotidiano, dada su presencia generalizada en el lenguaje y el orden de la percepción. La abducción tiene, por cierto –para aquellos epistemólogos que proclaman el modelo hipotético-deductivo y sus derivados probabilísticos como únicos modelos adecuados de establecer tanto explicaciones causales como predicciones– el estatuto lógicamente “débil” de la conjetura, pues esta última corresponde al nivel más primario e intuitivo, menos lógicamente fundado, dentro de los procesos de inferir e hipotetizar, ya que se basa en la interpretación y en la percepción –esto es, en la lógica misma del sentido– antes que en la subsunción o necesidad lógico-formal. Sin embargo, la abducción peirceana es fundamental en el contexto de descubrimento e invención tanto de las leyes científicas como de las teorías generales, mientras que no tiene prácticamente valor alguno en su contexto de verificación (donde la inducción juega un papel central).

En el terreno de la Lógica y la clasificación peirceana de los tipos de razonamiento, la primeridad juega un papel central en la abducción, a diferencia de los otros dos tipos de razonamientos (deducción e inducción). En efecto, la abducción va mas allá del círculo binario, “cerrado”, entre lo universal y lo particular (o el todo y la parte en Retórica), siendo efectivamente capaz de generar un conocimiento singular a partir de una percepción o conocimiento primario particular (intuitivo, indicial y “ambiental”, ya sea sensorial o racional). Es decir que la abducción une analógicamente unas premisas particulares (un “resultado” y una “regla” conjetural ad hoc) a una conclusión (el “caso” singular) en base a cualidades primarias o atributos (no sustancias o sujetos): “a process by which a confused concatenation of predicates is brought into order” (Peirce 1983: 145). Proceso consistente fundamentalmente en  una ordenación sintáctica de atributos, predicados o cualidades (primeridad), el proceso abductivo ha sido caracterizado como un paradigma indicial (Eco, 1988) de conocimiento, y en el contexto que nos ocupa (la Retórica), un verdadero modelo de argumentación y figuración a través de cadenas analógicas que unen cualidades (no substancia-sujetos), muchas veces implícitas o presupuestas (como en el caso que  nos ocupa: la cadena de atributos que establece nexos lógico-analógicos entre neocolonial/ (neo)colonizado=homosexual =pasivo=femenino).

[4] En las propias palabras de Agamben (2009: 18; los enfatizados son míos): “[…] Paradigms obey not to the logic of the metaphorical transfer of meaning but the analogical logic of the example. Here we are not dealing with a signifier that is extended to designate heterogeneous phenomena by virtue of the same semantic structure; more akin to allegory than to metaphor, the paradigm is a singular case that is isolated from its context only insofar as, by exhibiting its own singularity, it makes intelligible a new ensemble, whose homogeneity, it itself constitutes. That is to say, to give an example is a complex act which supposes that the term functioning as a paradigm is deactivated from its normal use, not in order to be moved to another context but, on the contrary, to present the canon –the rule– of that use, which cannot be shown in another way.”

[5] Como lo ha señalado Agamben (2009: 31; mis enfatizados): “The paradigmatic case becomes such by suspending and, at the same time, exposing its belonging to the group, so that it is never possible to separate its exemplarity from its singularity”.

[6] Según el rol adjudicado por cada documental a la necesidad y/o al deseo, respectivamente, en la constitución de estos sujetos (políticos).

[7] Como sabemos, en el campo del cine de ficción, este registro del cambio de marco había comenzado mucho antes, ya en la primera post-dictadura con filmes como Adiós Roberto (Dawi, 1985) y Otra historia de amor (Ortiz de Zárate, 1986).

[8] Según Žižek (2014: 10), el acontecimiento no es otra cosa sino el propio cambio de marco: “[…] en su estatuto más simple y elemental, el acontecimiento [event] no es algo que ocurra en el mundo, sino que es un cambio en el marco mismo a través del cual percibimos el mundo y nos comprometemos en él. Tal marco puede a veces presentarse directamente como una ficción.” [mi traducción]

[9] Para una conceptualización de la “invención de la pantalla” como “espacio abstracto, recortado arbitrariamente en la apariencia de lo real”, ver Christin, 2001 en Verón, 2013: 147-148.

[10] Procedimiento “poético” en el sentido otorgado a este término por Ian Angus (2001: 23) en su conceptualización de la comunicación desde el punto de vista retórico: lo poético designa, desde la Retórica, la “institución de una sociedad” (o de un colectivo) o de una época histórica mediante la “construcción de un lugar de discurso”, lugar que Angus identifica con “la escena primaria de la comunicación” y que desde el punto de vista socio-semiótico podría entenderse como la emergencia de una  nueva posición (colectiva) de enunciación (Verón, 2013: 421-432), de un nuevo sujeto político (Laclau, 1994; Laclau y Zac, 1994).

[11] Recordemos el contexto psicoanalítico argentino de la larga década de los sesenta y principios de los setenta y la poderosísima dominancia de las teorías, debates intelectuales y prácticas terapéuticas kleinianas (García, 1980: 58), dentro del proceso de modernización de la sociedad que arranca desde por lo menos principios de los años cincuenta, o fines de los 40, en el cual el psicoanálisis kleiniano –como paradigma de  la así llamada “escuela inglesa”– se introducía, contemporáneamente al psicoanálisis norteamericano –más mechado por la psicología y promulgado por otros– como la propuesta adaptativa más “modernizadora”, capaz de superar al propio freudismo que les había precedido desde las primeras décadas del siglo en la Argentina (García, 1980: 56-60; 44-47). Un freudismo que había sido hegemónico incluso a nivel de divulgación popular, escolar y educacional (Vezzetti, 1996: 183-244), a partir de la constitución de un público lector que había emergido desde 1910 a escala de la “sociedad de masas”, llega a ser desplazado por la “escuela inglesa” desde las instituciones terapéutico-profesionales (como la APA) a partir los años 40, y con esto, el vínculo materno y la pulsión de muerte pasan a desplazar al parricidio edípico y al deseo en sentido freudiano. (Sobre este pasaje del freudismo al kleinismo a partir de mediados de los años 40, ver también Vezzetti, 1996: 258 y ss.; 284-286).

[12] Esta fictio iuris debe entenderse no sólo como ficción jurídica, sino también y por extensión, ficción política, en la medida en que su significación es también la de creación, hipótesis. De allí que Laclau y Mouffe la entiendan como aquella transposición metafórica que define el lugar de la representación política: el umbral tropológico que un sujeto debe atravesar para convertirse en sujeto político, de la polis. “[….] esta forma de presencia a través de la transposición metafórica es lo que trata de pensar la fictio iuris de la representación.” (Laclau y Mouffe, 1987: 140).

[13] Lejos de toda noción metafísica de representación como adequaetio, o como Vorstellung, nociones definidas dentro del binarismo transparencia/ilusión –oposición siempre deudora de un esencialismo del sujeto o del objeto– tomo aquí “representación” desde el punto de vista específico que se ha desarrollado desde el análisis del discurso político (cf. Laclau y Mouffe, 1987: 132-141; Laclau , 1996: 149-182; 2005: 157-171)

[14] Dimitrova, Egermann, Holert, Kastner y Schaffer (2012: 22-23) han conceptualizado este trabajo de “ficcionalización” propio del cine (a diferencia del teatro) como un proceso de “regulación proto-política [específica] de la experiencia del cine” (22; mi traducción) a partir de su propia reelaboración colectiva del concepto de “régimen escópico” (cinematográfico) procedente de Christian Metz y Martin Jay. Me interesa destacar aquí que es el trabajo de ficcionalización propia de la materia significante audiovisual-cinética (generada por la ausencia del objeto semiósico inmediato que ellos llaman “referente”) donde estos autores leen un proceso “proto-político” cuya significación es “cibernética y político-jurídica” antes que simplemente semiótica.

Reseñas

Las rupturas del 68 en el cine de América Latina.
Mariano Mestman (coordinador). Buenos Aires, Ediciones Akal, 2016.
por Gustavo Aprea. Págs. 133-148

El documental político en Argentina, Chile y Uruguay: de los años cincuenta a la década del dos mil.
Antonio Traverso y Tomás Crowder-Taraborrelli (eds.). Santiago de Chile, LOM Ediciones, 2016.
por Pablo Lanza. Págs. 149-153

Las voces del cambio. La palabra en el documental durante la Transición en España.
Laura Gómez Vaquero. Madrid, Ayuntamiento de Madrid, Documenta Madrid, 2012.
por Paola Margulis. Págs. 154-161

Visualidad y dispositivo(s). Arte y técnica desde una perspectiva cultural.
Alejandra Torres y Magdalena Inés Pérez Balbi (comps.), Buenos Aires, Universidad Nacional del General Sarmiento, 2016.
por Pablo Piedras. Págs. 162-178

El nuevo cine latinoamericano de los años sesenta. Entre el mito político y la modernidad fílmica.
Isaac León Frías. Lima, Universidad de Lima, Fondo Editorial, 2013.
por María Emilia Zarini. Págs. 179-191

Índice 15

—-/ Artículos

Presentación del dossier. Sexualidades en el documental contemporáneo: nuevos marcos y transformaciones.
Por Romina Smiraglia y Lucas Martinelli (editor@s). Págs. 1-4

Yo nena, yo princesa: la representación de la niñez trans en la no ficción audiovisual argentina.
por Agostina Invernizzi. Págs. 5-27

Memorias de una revolución excluyente: exilio y sexopolítica en El hombre nuevo de Aldo Garay.
por Ezequiel Lozano. Págs. 28-46

Géneros inoperantes: porno, poder y ciudad en Ideología (2011) y Nova Dubai (2014).
por Lucas Martinelli. Págs. 47-66

Cambios de marco y diversidades sexo-genéricas en el documental argentino: Un análisis retórico y enunciativo de La hora de los hornos y Rosa Patria.
por Guillermo Olivera. Págs. 67-94

—-/ Notas

Retratos de la dignidad humana. Entrevista a Aldo Garay.
Por Lucas Martinelli. Págs. 95-102

—-/ Traducciones

La vida narrada.
por Brian Winston. Págs. 103-121
Traducción de Soledad Pardo

—-/ Críticas

Between sisters.
(Manu Gerosa, 2015)
por Alejandro Alvarado y Concha Barquero. Págs. 122-125

70 y pico.
(Mariano Corbacho, 2016)
por Viviana Montes. Págs. 126-129

De Occidente.
(Juliane Henrich, 2016)
por Griselda Soriano. Págs. 130-132

—-/ Reseñas

Las rupturas del 68 en el cine de América Latina.
Mariano Mestman (coordinador). Buenos Aires, Ediciones Akal, 2016.
por Gustavo Aprea. Págs. 133-148

El documental político en Argentina, Chile y Uruguay: de los años cincuenta a la década del dos mil.
Antonio Traverso y Tomás Crowder-Taraborrelli (eds.). Santiago de Chile, LOM Ediciones, 2016.
por Pablo Lanza. Págs. 149-153

Las voces del cambio. La palabra en el documental durante la Transición en España.
Laura Gómez Vaquero. Madrid, Ayuntamiento de Madrid, Documenta Madrid, 2012.
por Paola Margulis. Págs. 154-161

Visualidad y dispositivo(s). Arte y técnica desde una perspectiva cultural.
Alejandra Torres y Magdalena Inés Pérez Balbi (comps.), Buenos Aires, Universidad Nacional del General Sarmiento, 2016.
por Pablo Piedras. Págs. 162-178

El nuevo cine latinoamericano de los años sesenta. Entre el mito político y la modernidad fílmica.
Isaac León Frías. Lima, Universidad de Lima, Fondo Editorial, 2013.
por María Emilia Zarini. Págs. 179-191

Sexualidades en el documental contemporáneo: nuevos marcos y transformaciones

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Romina Smiraglia y Lucas Martinelli

La relación entre política y representación expresa, en principio, los dos sentidos de representación. Por un lado, la representación como delegación de una voluntad -delegación de una voz, de un lugar- en alguien que deberá hablar y actuar en nombre de los representados. Por el otro, la representación en su sentido estético, es decir, como construcción discursiva y/o ficcional, que da lugar a una serie de intervenciones simultáneas dentro de un estado particular de la cultura, con representaciones que pueden entrar en diálogo o en confrontación con las producidas en otros campos.

Ana Amado, La imagen justa.

El campo de las sexualidades atraviesa un momento álgido de interés y su protagonismo en el cine documental es evidente. Las representaciones establecen un diálogo con los modos epocales de concebir los géneros, los cuerpos y sus deseos. El conflicto entre distintas representaciones de las sexualidades en los últimos años habilita a pensar que ingresaron a escena nuevas concepciones sobre las identidades -más blandas, fluidas y plásticas- que se contraponen a miradas estereotipadas y caducas.

En razón de una lucha constante de movimientos sociales, se modificaron las legislaciones de diferentes países de los continentes americano y europeo que trazan un antes y un después en los derechos de la ciudadanía. Y en aquellos países en que aún no se ha logrado un avance en esta materia, el debate en torno a la ampliación de derechos es inevitable y necesario. En este paisaje de tensiones ideológicas, los documentales invitan a recorrer diversos modos de vivir las sexualidades y los géneros. Los sujetos en cuestión cambian su relación con el espacio público y producen fisuras en el imaginario socio-sexual; un proceso que, captado por las miradas documentales, señala la apertura de un nuevo régimen de sensibilidad. Los relatos permiten descubrir trayectorias individuales y colectivas, muchas veces silenciadas, de minorías históricamente relegadas.

Una gran cantidad de producciones documentales sobre las sexualidades disidentes surge como intento de comprender y brindar herramientas para reconstruir los lazos perdidos con aquellas comunidades olvidadas, invisibilizadas y castigadas por formas productivas de violencia sobre los cuerpos: el patriarcado y la heteronorma. Más allá del giro reivindicativo de producciones interesadas en contenidos que sean de temática no-sexista, o que aborden la violencia de género o sobre las comunidades LGBTIQ, también existen producciones interesadas en procedimientos que -al interrogar los modos en los que el lenguaje cinematográfico produce miradas sobre los cuerpos y sus sexualidades- dislocan los lugares comunes de enunciación documental y convocan maneras disruptivas de provocar saltos entre las imágenes y sus encuadres.

Con mucho placer, invitamos a recorrer el dossier y encontrar distintos enfoques que, con el afán de teorizar sobre el cine documental, se hacen cargo de la relación existente entre los modos de documentar y sus implicancias sexuales.

El primer artículo “Yo nena, yo princesa: la representación de la niñez trans en la no ficción audiovisual argentina” de Agostina Invernizzi, diseña la necesidad de una reflexión sobre las representaciones de la niñez trans en los discursos audiovisuales en Argentina, a través de un examen comparativo entre el documental Yo nena, yo princesa (María Aramburu, 2014) y un conjunto de informes televisivos.

Por otro lado, Ezequiel Lozano con “Memorias de una revolución excluyente: exilio y sexopolítica en El hombre nuevo de Aldo Garay” parte del documental El hombre nuevo (Aldo Garay, 2015), desde un interés sobre la política sexual y el concepto de exilio, para trazar en paralelo una cartografía de documentales que visibilizan las voces de los sectores subalternos en vínculo con la disidencia sexual.

El artículo “Géneros inoperantes: porno, poder y ciudad en Ideología (2011) y Nova Dubai (2014)” de Lucas Martinelli, compara dos audiovisuales contemporáneos, uno chileno y otro brasileño, para reflexionar sobre los modos en los que el género cinematográfico y el género sexual pueden imbricarse para producir roces que al mismo tiempo ponen en cuestión los códigos y las normas de ambos.

Por último, Guillermo Olivera en “Cambios de marco y diversidades sexo-genéricas en el documental argentino: un análisis retórico y enunciativo de La hora de los hornos y Rosa patria” propone la construcción de dos grandes momentos en los modos de exposición y visibilidad de las sexualidades, a partir del análisis de dos documentales representativos de esas etapas.

Además incluimos en este número una entrevista con Aldo Garay en la que se brindan claves de lectura para su producción cinematográfica y reflexiona, entre otros aspectos, en relación a sus primeros acercamientos al cine, el desarrollo de la puesta en escena, el sistema de subsidios, sus premisas para filmar y comparte algunas escenas del detrás de cámara de la realización de sus documentales.

El corpus de películas del dossier responde a producciones del cono sur de América Latina como efecto no buscado de la convocatoria; no por ello, se puede considerar este resultado menos deseable, ya que permite la inauguración de un terreno posible sobre el cual es necesario indagar a través de futuras investigaciones y acercamientos. Al mismo tiempo, convoca la necesidad de sistematización de un planteo más global de la situación.

Abrimos un dossier y estamos lejos de considerarlo cerrado, dejamos abiertas las puertas a quienes lean la revista y deseen sumar sus aportes a un tema que se esboza; su desarrollo puede continuar en números siguientes. No pretendemos agotar los problemas en relación a este campo vasto, sino ser una puntada inicial para la construcción de un tejido polifónico que aúne las problemáticas contemporáneas vinculadas a las sexualidades y el documental.

Las rupturas del 68 en el cine de América Latina

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Mariano Mestman (coordinador), Buenos Aires, Ediciones Akal, 2016.

Gustavo Aprea

portadaLas rupturas del 68 en el cine de América Latina plantea un examen de la cinematografía producida en nuestro continente durante la década del sesenta del siglo pasado. Para ello, parte del año 1968 que aparece como un punto de giro en el que se hacen evidentes tendencias que, en algunos casos, se despliegan a lo largo de más de una década y que, sin dudas, tienen una incidencia fundamental que se prolonga durante los años siguientes. El libro desarrolla un modelo de revisión crítica e historiográfica y, ya desde la “Presentación”, a cargo del coordinador del volumen Mariano Mestman, recorre y problematiza estudios previos sobre el tema. Luego aparece una serie de ocho artículos que analizan las transformaciones en cada una de las principales corrientes cinematográficas nacionales. Finalmente, se plantean tres estudios comparativos que permiten dar cuenta de algunas de las relaciones que se observan entre los cineastas y las obras de diferentes países, en el marco de las disyuntivas que el cine latinoamericano enfrentó en “la encrucijada del 68”.

Mariano Mestman compila y edita este conjunto de trabajos de especialistas académicos sobre el tema que, en su inmensa mayoría –excepto el del brasileño Ismail Xavier–, fueron escritos especialmente para esta ocasión. El conjunto de la obra analiza fenómenos diversos desde varias perspectivas disciplinares, pero termina conformando una mirada integrada sobre un período crucial de la historia cultural latinoamericana. A través de diferentes vías, los autores estudian un conjunto de fenómenos coincidentes, trabajando sobre distintos factores que permiten dar cuenta de niveles complejidad que no habían sido señalados en abordajes previos.

Puede hablarse efectivamente de una relectura del cine del período en Latinoamérica, ya que los movimientos, las instancias autorales y los films examinados, han sido discutidos por los propios realizadores, la crítica y la historia del cine desde el momento mismo de su emergencia. Más allá de continuar esta línea de indagaciones y debates, Las rupturas del 68 en el cine de América Latina establece una modalidad de análisis que avanza sobre algunos de los tópicos en los que se basaron las interpretaciones de una etapa central en el desarrollo de las cinematografías nacionales y en la conformación de un proyecto de cine de alcance continental. El programa que desarrolla el volumen “se propone como una contribución a la bibliografía sobre el cine, la cultura, la política y los debates intelectuales de los años sesenta-setenta en América Latina” (53). Con este objetivo se redimensiona el propio concepto de Nuevo Cine Latinoamericano con el que desde un principio se englobó una serie de procesos creativos que implican quiebres políticos, estéticos y culturales.

En la “Presentación”, Mestman sintetiza la revisión de la bibliografía previa y discute criterios fundamentales para la interpretación de un momento fundacional en la práctica, la crítica y la teoría cinematográfica latinoamericanas. La puesta en cuestión de los límites del período abordado y del sentido de la elección del año 1968 como centro del que parten investigaciones, aparece como un elemento organizador de las lecturas realizadas y creador de una perspectiva de conjunto. Si bien establece una concordancia general, advierte que los límites de la etapa estudiada no coinciden en los diferentes países. Para el abordaje de las versiones latinoamericanas de lo que desde el punto de vista de la historiografía se conoce como “la larga década del sesenta”, deben considerarse tanto las dinámicas de las transformaciones políticas, culturales y estéticas de cada país, como los desarrollos previos de sus cinematografías y las diversas formaciones de los realizadores.

En el marco de esta periodización de contornos irregulares, también se tiene en cuenta la relación de las cinematografías locales con dos fenómenos que exceden el ámbito latinoamericano: el auge del Cine Moderno y la radicalización política que tiene como epicentro los intentos revolucionarios que a lo largo del año 68 recorren buena parte de Europa, Asia y América. El debate estético-político relacionado con estos sucesos también ocupa un lugar privilegiado para la conformación del cine en Latinoamérica, pero adquiere rasgos propios en función de las características que cada campo cultural cinematográfico va desarrollando. Se trata de la incorporación de estas discusiones a debates muchas veces previos, que involucran más variables que los intentos de construcción de una nueva cinematografía. En este sentido, puede afirmarse que Las rupturas del 68 en el cine de América Latina interpreta a los cines latinoamericanos más allá de la clásica lectura del Nuevo Cine Latinoamericano como un fenómeno generalizado en toda esta área que aparece solo como una versión de la radicalización político-estética de los sesenta/setenta. A través del análisis de las transformaciones del campo cinematográfico, los autores construyen una mirada que abarca las dinámicas del cambio cultural en los diversos países.

La construcción de una perspectiva que sostiene el proyecto latinoamericanista, no se basa en posturas esencialistas que apelan a una base cultural uniforme. Por el contrario, se sostiene a partir del análisis de los intercambios efectivos que se produjeron entre los cineastas (festivales, circulación de films, publicaciones y debates públicos) y la sincronía que se observa entre las diversas rupturas que tuvieron lugar durante el período estudiado. A su vez, tal como plantea Mestman, el proyecto de construcción de un cine latinoamericano, se enmarca dentro de una perspectiva más amplia: el tercermundismo. Sobre estas bases, los artículos del libro desarrollan interpretaciones parciales que permiten dar cuenta de la complejidad cultural que sostiene los debates, las obras y la constitución de nuevos públicos a lo largo de más de una década, y a través del continente.

Los casos nacionales

David Oubiña, en “El profano llamado del mundo”, estudia el proceso de ruptura y transformación que se produce en Argentina en torno a 1968. El ensayo plantea que en ese año se alcanza “el punto culminante de intercambios” (73) entre el cine de intervención política y el ligado a las vanguardias estéticas. A partir de este momento se profundiza el proceso de confrontación y separación entre las distintas tendencias innovadoras que surgen en el ámbito de los lenguajes audiovisuales. Uno de los ejes del artículo es el análisis de las diversas corrientes del “cine político” y sus propuestas, de emergencia sincrónica al estreno de La hora de los hornos (Fernando Solanas y Octavio Getino), durante el Festival de Pesaro del 68. Oubiña revisa un amplio espectro de corrientes que va desde las expresiones más ligadas a la estética del Cine Moderno –como el “cine de escritura” bressoniana de Invasión (Hugo Santiago, 1969), o el “cine de música” de The players vs. Ángeles caídos (Alberto Fisherman, 1969)–, hasta el cine experimental próximo al Instituto Goethe de Buenos Aires y las propuestas filmadas en súper 8 por jóvenes cineastas como Claudio Caldini. Ubicado dentro, en los márgenes o por fuera de la institución cinematográfica, este conjunto de experiencias estéticas disímiles coexiste hasta fines de los sesenta. Más allá de señalar las evidentes diferencias y debates entre las corrientes, Oubiña se ocupa de las conexiones entre ellas y las analiza a partir de la tensión que se produce entre las posturas políticas implícitas o explícitas y las propuestas estéticas. En este sentido, el texto recupera algunos de los diálogos del período en torno a las posibilidades y formas que debía adoptar una innovación de los lenguajes audiovisuales deseada por todos. En el caso argentino, la radicalización política frente a las políticas represivas de las dictaduras de Onganía, Levinsgston y Lanusse, interrumpe las posibilidades de intercambio y lleva a la confrontación directa entre las diversas vanguardias cinematográficas.

En “La estética transculturadora de una revolución frustrada”, Javier Sanjinés se focaliza en los momentos iniciales del grupo boliviano Ukamau. El artículo relaciona las actividades y transformaciones propugnadas por Jorge Sanjinés y sus compañeros, con los debates que se desarrollan durante el siglo XX en la zona andina en torno a la identidad nacional y el lugar que las culturas indígenas ocupan en ellas. A partir de la aparición del Movimiento Nacionalista Revolucionario de 1952 y su reivindicación del campesinado, la polémica adquiere una nueva dimensión, pero no logra superar una concepción racista de identidad. Sobre esta base cultural y el desarrollo incipiente de un cine boliviano impulsado por el MNR, el grupo Ukamau realiza la primera parte de su producción. Basándose en una minuciosa revisión de los trabajos críticos previos y las reflexiones de los propios cineastas, Sanjinés describe una transformación en el modo de abordaje y representación de las problemáticas indígenas, cuando entran en tensión las pretensiones de universalidad y modernidad de una propuesta estética cinematográfica, con las formas y pautas culturales andinas. Teniendo como punto de partida una mirada eurocéntrica, en una primera instancia pueden leerse los primeros films como Ukamau (1965) o Yawar malku (1969) en función de un proceso de “transculturación desde arriba”, según las categorías de John Beverly. Esta postura permitió a Jorge Sanjinés y sus compañeros denunciar los atropellos cometidos por los militares tras la degradación del MNR, pero, pese a la visibilización de las culturas de los sectores marginados de Bolivia, no logran que éstos participen del debate público y se sientan representados. A partir de El coraje de este pueblo (1971), el grupo Ukamau logra superar lo que califica como “vicios de la verticalidad y el paternalismo” (147). Se inicia así una etapa de transculturación desde abajo” –siempre en los términos de Beverly–, en la que la propuesta estética incorpora la cosmovisión indígena a través de los testimonios, la recuperación de la memoria colectiva y el registro de situaciones planteadas por las comunidades participantes.

“Alegorías del subdesarrollo”, el ensayo de Ismail Xavier, explora las formas alternativas que se producen en la cinematografía y la cultura brasileñas alrededor del año 68. La coyuntura que analiza está marcada por la crisis que durante la década del sesenta atraviesa el Cinema Novo como propuesta de renovación del cine en Brasil y el agravamiento de la situación política en un momento en que recrudece la escalada represiva de la dictadura militar iniciada en 1964. Las expectativas de transformación social que habían surgido en la primera mitad de los sesenta fracasan frente a la realidad del golpe de estado. La presencia de los militares en el poder choca con los proyectos culturales que buscaban insertarse dentro del campo popular y reivindicar una perspectiva nacional. Según Xavier, tanto la evolución de los directores del Cinema Novo hacia una reivindicación del lugar autoral en relación con el mercado, como la aparición de nuevas tendencias estéticas como el Tropicalismo y el Cinema Marginal, internalizaron creativamente la crisis por la que la cultura pasa de la “«promesa de felicidad» a la contemplación del infierno” (154). Aunque el artículo realiza una revisión amplia de la filmografía del período, plantea como films emblemáticos Terra em transe (1967), mojón fundamental en el desarrollo de la obra de Glauber Rocha, y O bandido da luz vermelha (Rogério Sganzerla, 1968), iniciadora del Cinema Marginal. En estas dos películas y en la cinematografía crítica de fines de los sesenta se produce un distanciamiento del pensamiento teleológico que caracterizó al proyecto del Cinema Novo, y se registra la fuerza de la utilización de alegorías como figuras que estructuran los relatos. En los nuevos directores que, como Rogério Sganzerla, aparecen en esos años, la crisis de la teleología de la historia lleva a una ruptura más radical que en algunos casos conduce a posturas apocalípticas. En ese sentido, la alegoría puede funcionar principalmente en el plano temático –tal como la utilizan los realizadores que vienen del Cinema Novo–, o como sostén de una antiteleología que se convierte en un principio formal que articula la narración –tal como plantean los nuevos realizadores. Se desarrolla así un nuevo episodio de la oposición entre la cultura nacional y la extranjera, que viene desarrollándose desde la aparición del Modernismo en los años veinte.

En “Crítica y crisis en el Nuevo Cine”, Iván Pinto recupera las polémicas que se dan en el Nuevo Cine Chileno y que se amplían a una dimensión continental en los festivales de Viña del Mar entre 1967 y 1969. Para ello analiza tanto los debates como los films, y da cuenta de la “emergencia de un cine que entonces no solo ha querido transformar las estructuras sociales, sino también remover las propias, someter a crítica el propio cine” (185). Las diversas propuestas de resolución de la tensión entre las miradas políticas y las posiciones estéticas se dan en los años previos a la llegada al poder de la Unidad Popular, encabezada por Salvador Allende en 1970. Pinto ubica el caldo de cultivo para la explosión del Nuevo Cine Chileno en 1969, en los debates que se vienen realizando en el terreno del cine universitario, los cineclubes y la bohemia intelectual. Como ejes de la discusión y expresiones de posturas diferenciadas, rescata tres films: El chacal de Nahuel Toro (Miguel Littín, 1969), Valparaíso, mi amor (Aldo Francia, 1969) y Tres tristes tigres (Raúl Ruiz, 1968). A partir de la reconstrucción de la vida de un asesino múltiple narrada con un estilo documentalizante, la obra de Miguel Littín somete a una operación crítica al sistema expresivo a través de un montaje abrupto. Por su parte, Aldo Francia narra la historia de cuatro niños marginados en tono documental, pero rompe con el dispositivo clásico sustrayendo del centro de la escena las situaciones patéticas, procurando evitar el miserabilismo. En ambos realizadores es evidente un intento de doble desmitologización, que cuestiona tanto la representación de las relaciones sociales como la ambición de representación realista transparente del cine clásico. Pese a las intenciones de los autores, Pinto recupera lecturas críticas contemporáneas que encuentran una mitologización del pueblo en las propuestas del cine militante del período. En este sentido, la obra de Raúl Ruiz implica un grado mayor de ruptura. En ella se desarrolla una “poética de la inestabilidad” (209), que involucra tanto el nivel argumental como la puesta en escena, que realiza una indagación sobre las relaciones sociales en el Santiago de los sesenta, a través de la historia de tres personajes que tienen una postura que no involucra una épica militante sino que se pierde en cierta rutina cotidiana.

“En torno a Camilo Torres y el Movimiento Estudiantil” de Sergio Becerra, plantea una mirada sobre el cine de Colombia a través de la figura determinante de Camilo Torres que moldea el Movimiento Estudiantil y el desarrollo del documentalismo de la época. A partir de la acción del sociólogo y sacerdote Camilo Torres Restrepo, que pasa del ámbito académico (Universidad Nacional) a la política para culminar en su muerte en la guerrilla del ELN, Becerra encuentra una base común entre el origen del documentalismo colombiano y el cine militante que se desarrolló desde las universidades con destino a audiencias populares. El lugar liminar de la figura de Torres en la cinematografía colombiana orientada hacia la problemática social, parte de una paradoja. No hay registros colombianos sobre su imagen, palabra o acción: sólo se conserva su presencia en una entrevista del documental francés Camilo Torres (Bruno Muel y Jean-Pierre Sergent, 1965). Ni siquiera se sabe dónde está su cadáver. La falta de su cuerpo y la escasez de sus representaciones, se oponen a la fuerza de las ideas que impulsan a los intelectuales hacia el compromiso político. Es así como Chircales (Jorge Silva y Marta Rodríguez, 1968-1972), film clave en la redefinición del documentalismo colombiano, surge gracias a la participación de Marta Rodríguez, una de los directores en un proyecto de trabajo comunitario impulsado por su profesor Camilo Torres. En él, a partir de la vida y labor de una familia de ladrilleros, se describe la lógica del funcionamiento de explotación capitalista según Marx. Por su parte, la reivindicación de la imagen del sacerdote guerrillero se entronca con una serie de manifestaciones estudiantiles que buscan acceder a públicos populares y movilizarlos. Dentro de este contexto, se consolida un cine militante que visibiliza a los sectores postergados de la sociedad y resignifica los registros de los medios masivos que pretenden sostener la hegemonía de la clase dirigente.

En “Revolución intelectual y cine. Notas para una intrahistoria del audiovisual”, Juan Antonio García Borrero indaga sobre las contradicciones y debates que se producen durante el período en el Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográficos. Para interpretar este momento complejo, estudia las relaciones que se desarrollan cotidianamente entre los realizadores, los dirigentes del cine cubano y el Estado. García Borrero analiza dos tendencias en el cine cubano producido por un estado revolucionario que se define como socialista. Por un lado, la versión impulsada por el gobierno y sostenida por Alfredo Guevara, director del ICAIC, que busca la construcción de una épica nacional revolucionaria que sostenga la política oficial de construcción del Hombre Nuevo del socialismo. El 68 es declarado como “Año del Guerrillero Heroico” en homenaje al Che Guevara y, a la vez, rememora el centenario del comienzo de la guerra por la independencia. En ese marco se produce un cine de recuperación del pasado cubano que incluye films de propaganda dogmática, como las obras maestras Lucía (Humberto Solás, 1968) y La primera carga del machete (Manuel Octavio Gómez, 1968), que se enmarcan dentro de una estética moderna próxima a la del Nuevo Cine Latinoamericano. Al mismo tiempo, un grupo de realizadores –tales como Tomás Gutiérrez Alea (Memorias del subdesarrollo, 1968), Sara Gómez (En la otra isla, 1967; Una isla para Miguel, 1968) y Nicolás Guillén Landrián (Coffea Arabica, 1969)–, sostiene una mirada crítica frente a la estética oficial y buscan discutir los problemas de la sociedad revolucionaria. Gutiérrez Alea define su disputa afirmando que “El verdadero enemigo ya no se manifiesta claramente, sino que se registra dentro de cada uno de nosotros” (281). Ambas tendencias son avaladas por Alfredo Guevara, que proyecta desarrollar una industria fílmica que sirva de base y referencia para el Nuevo Cine Latinoamericano. Además del apoyo del ICAIC, las dos corrientes tienen rasgos en común: la crítica al cine como espectáculo, destinado al entretenimiento; y, la defensa de un proceso de radicalización de la revolución. Las tensiones descritas se mantienen hasta 1971, cuando termina por imponerse la posición impulsada por el gobierno. García Borrero cuenta que el punto de partida para el avance de la consolidación de una lectura dogmática de la estética y la realidad se puede detectar en el mismo 68 cuando se realiza un Congreso de la Cultura en el que Fidel Castro propone la subordinación de la cultura a las necesidades políticas de la Revolución. Sin embargo, entre las dos fechas el cine cubano desarrolla una mirada crítica respecto de su sociedad ligada a una estética de vanguardia.

“El 68 cinematográfico”, de Álvaro Vázquez Mantecón, presenta un panorama sobre la forma en que el movimiento estudiantil mexicano transformó el modo de concebir el cine para una generación de jóvenes directores. Con este objetivo revisa los antecedentes del cine político en México, los debates entre los realizadores y las transformaciones sociales que “el 68” produjo en la sociedad. En el país con la mayor industria cinematográfica de América Latina, desde fines de los años cincuenta aparecen producciones independientes que buscan una renovación estética ligada a las propuestas del Cine Moderno y una mirada crítica sobre la realidad social. Esta búsqueda es sacudida por el movimiento estudiantil mexicano que explota entre agosto y setiembre, y culmina en la masacre de Tlatelolco. Se genera entonces una conmoción dentro del ambiente intelectual que impulsa a la radicalización de los estudiantes y a un cine militante. Desde el mismo momento del comienzo de la movilización el cine es utilizado como instrumento de contrainformación por cineastas independientes (Paul Leduc y Rafael Castanedo), que trabajaban en el registro de los preparativos de las olimpíadas, y por los alumnos de la escuela de cine de la UNAM. Tanto las denuncias de las víctimas, como las evidencias de la represión estatal, generan una fractura en el campo intelectual que necesariamente se expresa dentro de diversas instancias del cine mexicano de la época. La masacre de Tlatelolco está en la base de la aparición de un cine militante que se desarrolla y relaciona con el Nuevo Cine Latinoamericano a través de los festivales de Viña del Mar y Mérida. A su vez, dentro del ámbito de la contracultura fílmica, se trabaja en torno al movimiento del 68 y sus consecuencias para la sociedad mexicana. Pese a los esfuerzos realizados, la problemática ligada a la rebelión contra el estado mexicano no llega a los públicos masivos. Aún aquellas intervenciones dentro del cine comercial como La montaña sagrada (Alfredo Jodorowsky, 1972), Naufragio (Juan Humberto Hermosillo, 1977) o Canoa (Felipe Cazals, 1976), ocupan un lugar marginal frente a las audiencias masivas.

Cecilia Lacruz, en “La comezón por el intercambio”, estudia un rasgo global del cine militante de los sesenta en el contexto uruguayo: la construcción del relato de la lucha revolucionaria. Una de las características propias del cine que comienza a producirse en Uruguay, es su origen ligado a las instituciones educativas (Universidad de la República, Escuela de Bellas Artes), a los cineclubes y a la revista político-cultural Marcha. La autora dirige su atención más hacia a esas instancias de mediación y procesos de configuración del relato revolucionario, que hacia aspectos ya muy estudiados como la creación de la Cinemateca del Tercer Mundo en Montevideo durante 1969, o los films militantes Me gustan los estudiantes (Mario Handler, 1968) y Liber Arce liberarse (Departamento de Cine de Marcha, 1969). En este sentido, Lacruz recuerda el origen de la experiencia cinematográfica en Uruguay sostenida por la financiación estatal con objetivos pedagógicos. Dentro de este contexto, resulta emblemática la trayectoria de Mario Handler, que comienza con films de divulgación científica, desarrolla cortos sobre conflictos sociales como Cañeros (1965) y realiza un documental sobre la crisis que vive la sociedad uruguaya a través de un personaje marginado en Carlos: memoria de un caminante (1965). La crítica a este trabajo y la censura de Elecciones (1967), impulsan a Handler hacia la actitud militante de Me gustan los estudiantes. En 1967, el Festival de Cine de Marcha, que viene desarrollándose desde fines de los cincuenta, presenta un programa de cine revolucionario latinoamericano y del Tercer Mundo –hasta entonces desconocidos en Uruguay– en lugar de los grandes autores modernos como Bergman o Antonioni. De la confluencia entre las líneas de difusión del Nuevo Cine Latinoamericano sostenidas por Marcha, y la radicalización del cine universitario, se va construyendo la nueva mirada militante sobre el cine. Se genera así una política cultural cooperativa que tiene su órgano de difusión, Marcha; sus centros de exhibición, el cineclub y la universidad; y un maestro, Mario Handler. De esta manera se coproducen y exhiben los nuevos films militantes como Liber Arce liberarse o Refusila (Grupo de Estudiantes de Arquitectura, 1968) sobre los movimientos estudiantiles en el que se resignifican imágenes sobre los acontecimientos narrados como modo de intervención política que definirá a la Cinemateca del Tercer Mundo.

El documental, la televisión y la industria cultural

En “Mérida 68. Las disyuntivas del documental”, María Luisa Ortega rescata los antecedentes, describe el lugar de los festivales de cine durante los sesenta, y revive las discusiones y los films que participaron del encuentro de cineastas realizado en Venezuela. La autora recupera una doble afirmación de identidad para el cine en Mérida: el documentalismo y el latinoamericanismo. Los diálogos en el festival se producen en el marco de la construcción de una conciencia continental, y en torno del lugar que se le otorga al documento en el que “la irrupción de lo real como desestabilizador activo y positivo de la anterior organicidad de la obra artística y cinematográfica ocupa en la gestación de las nuevas estéticas” (356). En el contexto de los festivales contemporáneos a Mérida, como la Mostra di Pesaro, los films son considerados hechos políticos realizados con medios cinematográficos. Esta perspectiva implica que las obras no deban ubicarse solo al margen de la producción comercial, sino por fuera del sistema capitalista. Por esta vía, se procura que el nuevo cine llegue a sus espectadores para enfrentarlos con sus propias realidades, venciendo las dificultades de realización y la comprensión de las nuevas estéticas presentadas. La lógica de la organización de Mérida 68 sostiene una tradición de base griersoniana por la que los festivales forman parte de la agenda de relaciones internacionales y privilegian el cine no comercial para el conocimiento entre los pueblos a través de la cultura. Desde esta perspectiva, el documental se define por el grado de compromiso político, sin importar si lo representado es la realidad misma o su reconstrucción, puesto que la veracidad está garantizada por la intención de los realizadores. Esto implica una crítica a las visiones “objetivas” de la realidad que se sostienen por fuera de un compromiso político. En este sentido, Mérida se presenta como un umbral en el que se sintetizan discusiones previas y a la vez se abre un camino para propuestas estético-políticas que se desarrollan en los años siguientes: la de un “cine imperfecto”, del cubano Julio García Espinosa; o la teoría del “Tercer Cine”, de Solanas y Getino. Luego de revisar las principales películas presentadas en Mérida, Ortega señala que las opciones documentales presentadas en el festival proponen una idea –extensible al Nuevo Cine Latinoamericano como corriente estética– de documento como espacio en el que se exhibe y resiste la lógica del enemigo ideológico, aunque afirma que aún no se evaluó la efectividad política y estética de la propuesta.

Con y contra el cine y la televisión” de Mirta Varela, analiza los usos de las imágenes audiovisuales generadas en torno a los movimientos de protesta que explotaron en 1968 y 1969. A través de esta vía, compara las relaciones entre el cine y la televisión durante el período en diversos países. En el Mayo Francés del 68, la rebelión obrero-estudiantil es ocultada por la televisión controlada por el gobierno, mientras buena parte de los realizadores cinematográficos se pliega y colabora con el movimiento. En el desarrollo de la lucha, los cineastas se unen a trabajadores ORTF y generan imágenes de contrainformación que, de todas maneras, no aparecen por los medios masivos. En Brasil, el cine se ubica en oposición a la dictadura, mientras la TV deforma información en favor del gobierno. Dentro de este contexto, se destaca la experiencia de Glauber Rocha con el programa de la TV Tupi Abertura (1979), en el que se exacerban los rasgos del discurso televisivo (auto exhibición, fragmentación y ambigüedad) y que resulta una propuesta innovadora, anticipando rasgos de la televisión posterior. Argentina enfrenta la cuestión de la representación del Cordobazo de 1969. Las imágenes que se registran son tomadas por canal 10 de la ciudad de Córdoba. Solo a través de ellas, construidas acentuando el efecto de toma directa, se forma el archivo con el que trabaja el cine político de los setenta en el que la rebelión obrero-estudiantil ocupa un lugar central. Por el contrario, durante la rebelión estudiantil y la masacre de Tlatelolco en México, los estudiantes registran los acontecimientos y buscan utilizarlos como contrainformación frente a los ataques y deformaciones de los hechos de una televisión aliada al gobierno. Esta situación da lugar a una serie de reflexiones, discusiones y prácticas sobre las relaciones entre el papel del cine y de la televisión. Varela observa que, en general, las imágenes generadas siguen el modelo del “directo”, tal como es registrado por los camarógrafos de los noticieros de TV. Se piensa esta estética como una capacidad para captar “algo de lo real”, ya sea como registro de acontecimientos públicos o perfomances ficcionales. En este sentido, los límites entre imágenes cinematográficas y televisivas no son de carácter estético sino de producción y circulación. Las imágenes televisivas tienen fuerza porque pueden trabajar con un efecto de simultaneidad entre su producción y exhibición. Sin embargo, pierden poder cuando son sometidas a una fuerte censura institucional. Por el contrario, el cine carece de esta cualidad pero sus realizadores en ese momento histórico gozan de una libertad inimaginable en la televisión. Más allá de esta tendencia general, el artículo rescata como disruptivos la puesta de Glauber Rocha en Apertura, y el proyecto de televisión pensado por Jean-Luc Godard a partir del pedido del gobierno anticolonialista de Mozambique.

Paula Halperín, en “Industria cultural e identidad nacional. Dos films emblemáticos”, rescata películas de dos directores clave del cine moderno de principios de los sesenta: Martín Fierro (1968), del argentino Leopoldo Torre Nilsson –mentor de la Generación del 60–, y Macunaíma (1969), del brasileño Joaquim Pedro de Andrade, uno de los promotores del Cinema Novo. Antes de señalar sus diferencias, Halperín destaca algunos elementos en común que condicionan a las películas. Ambas son producidas en un contexto marcado por la crisis de la industria cinematográfica; se realizan con un alto nivel de censura institucional, y cuentan con financiamiento estatal por parte de las dictaduras militares. A su vez, toman dos clásicos de sus respectivas literaturas, que se asocian con la construcción de una identidad nacional: Martín Fierro de José Hernández, y Mancunaíma de Mario de Andrade. Además, ambos textos son recuperados por las vanguardias estéticas de sus países. En este sentido se puede pensar que, dos directores con una prestigiosa carrera cinematográfica, producen sus films buscando articular una reflexión sobre la búsqueda de una identidad nacional, con la rentabilidad industrial y el acceso a un público popular. Esta actitud implica la ruptura con sus posiciones estético-ideológicas previas: la crítica de las instituciones burguesas por parte de Torre Nilsson, y la representación cuasi documental del Brasil ignorado, en la obra Joaquim Pedro de Andrade. A esto debe agregarse el trabajo con géneros antes despreciados: melodrama, para Torre Nilsson; y la comedia popular o pornochanchada para de Andrade. Junto con la recuperación de géneros populares, ambos apelan a personajes/actores ligados a la emergente cultura televisiva. A través de estos mecanismos logran, simultáneamente, una amplia repercusión popular y las críticas de defensores del cine moderno o testimonial. De diferentes maneras, los directores desarrollan un cine épico que se opone a las propuestas de la modernidad cinematográfica. A través de personajes marginados, se busca una identidad nacional en un momento que se mueve en la tensión entre la represión estatal y la radicalización política de los intelectuales. De esta manera, se genera un nuevo tipo de producción que combina el prestigio del “autor”, con el acceso a audiencias masivas: por esta vía se abre una etapa en la que se debilita la diferencia entre alta y baja cultura. En el caso brasileño, la apuesta de Macunaíma coincide con el desarrollo de un movimiento cultural más amplio, el Tropicalismo, que señala una ruptura dentro de la estética brasileña. La propuesta de Torre Nilsson anticipa una forma de pensar el cine en la que se apunta, al mismo tiempo, a la legitimación estética y a la audiencia masiva, que se repite en la experiencia paralela a Martín Fierro, desarrollada por los nuevos directores/productores que se nuclean en el Grupo de los Cinco.

En términos generales, Las rupturas del 68 en el cine de América Latina desarrolla una visión amplia de la producción intelectual de nuestro continente durante un período clave para la conformación de los distintos campos cinematográficos nacionales. Además de considerar las diferencias que dan cuenta de la complejidad del fenómeno abordado, la compilación de Mestman se sostiene sobre un hilo conductor que se desarrolla siempre tensionado entre las propuestas de renovación estética y la mirada crítica sobre la sociedad. Esta relación contradictoria que recorre el arte del siglo XX, en este caso es recuperada en el contexto específico de los intentos de construcción de una cultura latinoamericana en la que las vanguardias estéticas se relacionan conflictivamente con las vanguardias políticas. A través del análisis de uno de los ejes fundamentales del debate intelectual de la época, esta perspectiva genera una interpretación inteligente del período sin dejar de exponer la complejidad de un fenómeno que se nos presenta, simultáneamente, como lejano en el tiempo –parece una etapa cerrada diferente a la nuestra–, y próximo a nuestra cultura, desde el momento en que encontramos elementos de continuidad con sus problemas y propuestas.

Yo nena, yo princesa: la representación de la niñez trans en la no ficción audiovisual argentina

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Agostina Invernizzi

Resumen*

El artículo tiene como objetivo abordar la representación de la niñez trans en los discursos audiovisuales de no ficción en la Argentina. A partir de la articulación de una perspectiva de género y de las herramientas de la teoría del cine documental se analiza la historia de Gabriela Mansilla y su hija Luana, la primera niña en obtener un DNI de acuerdo con su identidad de género autopercibida posteriormente a la promulgación de la Ley de Identidad de Género (2012). Este ensayo realiza un examen comparativo entre el film documental Yo nena, yo princesa (María Aramburu, 2014) y un conjunto de informes televisivos de la Televisión Pública y CNN.

Palabras clave

Yo nena, yo princesa; Gabriela Mansilla; Luana; audiovisual de no ficción; Argentina

Abstract

The essay aims to address the representation of trans children in nonfiction audiovisual discourses in Argentina. Based on gender studies perspective and theory of documentary film this article analyze the story of Gabriela Mansilla and her daughter Luana, the first child to get a Nacional ID according to her self-perceived gender identity after the enactment of the Gender Identity Law (2012). This paper makes a comparative study between documentary film Yo nena, yo princesa (María Aramburu, 2014) and a group of television reports of the Argentina Public Television and CNN.

Keywords

Yo nena, yo princesa; Gabriela Mansilla; Luana; nonfiction audiovisual; Argentina

Resumo

Este artigo tem como objetivo abordar a representação da infância trans nos discursos audiovisuais de não ficção na Argentina. A partir da articulação de uma perspectiva de gênero e das ferramentas da teoria do cinema documentário, analisa-se a história de Gabriela Mansilla e de sua filha Luana, a primeira criança a obter um documento de acordo com sua identidade de gênero autopercebida posteriormente à promulgação da Lei de Identidade de Gênero (2012). Este ensaio realiza um exame comparativo entre o filme documental Yo nena, yo princesa (María Aramburu, 2014) e um conjunto de reportagens televisivas da Televisión Pública e da CNN.

 Palavras-chave

Yo nena, yo princesa; Gabriela Mansilla; Luana; audiovisual de não ficção; Argentina.

Datos de la autora

Agostina Invernizzi es estudiante avanzada de la carrera de Artes Combinadas (FFyL, UBA). Se especializa en estudios de género, cine y audiovisual. Se desempaña como investigadora del Instituto de Artes del Espectáculo (FFyL). Es parte de la Asociación Argentina de Estudios sobre Cine y Audiovisual, integra la comisión de Géneros y Sexualidades y el comité de redacción de la Revista Imagofagia. Es asesora de la comisión de Mujer, infancia, adolescencia y juventud de la Legislatura Porteña. Es becaria del Consejo Interuniversitario Nacional.

Fecha de recepción: 4 de octubre de 2016.
Fecha de aprobación: 5 de noviembre de 2016.

 

Luana y Gabriela Mansilla: el impacto de una Ley y el quiebre de la norma

El objetivo de este artículo es indagar los modos de escritura del yo como herramientas principales para la figuración de identidades trans en la niñez[1] en el documental Yo nena, yo princesa (María Aramburu, 2014) a través del cual Gabriela Mansilla cuenta la historia de su hija Lulú, la primera nena trans de seis años que recibió en octubre de 2013 su nuevo DNI acorde con su identidad de género autopercibida.

Asimismo nos proponemos analizar la manera en la que este discurso irrumpió en el espacio público-mediático y el modo en el cual la lucha de Gabriela y Lulú se multiplicó y convirtió en eco de las voces de otrxs niñxs trans, considerando que la primera en la actualidad es una referente de activismo por estas infancias. Abordaremos la transmedialización de su figura a partir del análisis de ciertos programas televisivos de no ficción que se dedicaron parcial o integralmente a (re)tratar la historia de Luana. Por último tendremos en cuenta la circulación del film documental, junto con la simultánea divulgación del libro de título homónimo (2015), publicado por el sello editorial de la Universidad Nacional de General Sarmiento.

A efectos de caracterizar la subjetividad fílmica de la persona que enuncia resulta pertinente recuperar la clásica noción de Philippe Lejeune en torno a la autobiografía, respecto de la identidad existente en este género entre autor, narrador y protagonista (Catelli, 2007: 35). Este autor canónico respecto de las reflexiones sobre la autobiografía literaria se ha detenido en los problemas que la traslación de este concepto conlleva en el marco de los discursos fílmicos. Si bien señala los reparos teóricos que Elizabeth W. Bruss y Paul de Man han hecho sobre tres de los elementos fundantes de este género literario (el valor de verdad, el valor de identidad y el valor de acto) que la autobiografía no podría asegurar en el cine, el autor francés afirma desde una perspectiva pragmática y contractual que la autobiografía también se verifica en el terreno cinematográfico debido a la inmensa productividad y desarrollo que esta ha tenido en el campo audiovisual desde la década de los ochenta (Lejeune, 2008: 13-26).

Michael Renov (2011) considera que es la autobiografía, entre otras formas narrativas, la que ha transformado los discursos sólidos y totalizantes del cine documental contemporáneo. Según este autor, en el documental autobiográfico el sujeto es fuente, materia y agente de reflexión. La autobiografía se presenta así como herramienta de acción contra la sujeción (Renov, 2008: 47). Finalmente, la emergencia de los discursos del yo de orden social, político y cultural manifiesta la expresión de subjetividades que hasta el momento se hallaban marginadas.

1En la esfera del pensamiento sobre la constitución de las subjetividades respecto de los géneros y las sexualidades, Paul B. Preciado (2013: 46), quien retoma los planteos de Judith Butler señala que el sujeto –construido hegemónicamente como abyecto–, bajo ciertas circunstancias, excede la injuria, no se deja contener por la violencia de los términos que lo constituyen y habla. Crea así un nuevo contexto de enunciación, se reapropia de las tecnologías de poder para producir un saber sobre sí mismo y abre un horizonte de formas futuras de legitimación.

De acuerdo a estas ideas creemos que es posible pensar esta producción en tanto autobiografía no canónica, dado que el espacio de identidad propuesto por Lejeune se encuentra desplazado, al existir una disyunción en el dispositivo de enunciación. Gabriela Mansilla, la mamá de Luana, es quien toma la voz de su hija para instituir las condiciones de enunciación, construir un relato y exceder la injuria de las técnicas sociales a partir de las cuales ambas han sido constituidas. Sin embargo, la madre asume la voz en primera persona y narra la historia, no solo de Luana, sino también la propia. Desde esta perspectiva, Yo nena yo princesa podría considerarse un ejercicio de autobiografía compartida en tanto espacio vincular que narra la historia de madre e hija. Gabriela Mansilla, es una sujeta que, por cuestiones éticas (y políticas) referidas a la protección de Luana, toma la voz de ella para representarla. En este film se observan los cambios y modos de sentir de Lulú y también los de su madre, quien, a lo largo de su lucha, debió reinventarse a sí misma y desentrañar la normatividad de los modos dominantes de crianza. Michael Renov (2011: 199-200) recuperando las propuestas de Foucault sostiene que en la actualidad del cine documental se representa la lucha de un número cada vez mayor de personas contra el sometimiento, contra la sumisión de la subjetivad: “la autobiografía en film o en video se ha convertido en una herramienta para enlazar un testimonio público liberador con una terapia privada” (Ídem: 200). La autobiografía compartida plasmada en este film podría entonces sintonizar con el concepto de “etnografía doméstica” definido por Renov como “una forma de autorretrato en la cual el yo se vincula con su ‘otro’ familiar, tiene como precepto tácito que ‘la etnografía comienza en casa’” (2011: 196).

La emergencia de estos discursos autobiográficos que narran la experiencia de una identidad autopercibida contribuye a la creación de un nuevo contexto de enunciación que contiende la injuria con la que estxs sujetxs han sido constituidxs. Este fenómeno se encuentra en sintonía con los debates y posterior promulgación de la Ley de Identidad de Género (2012), la cual le otorga existencia legal a las personas trans.

Dicha ley puede ser considerada en términos de acontecimiento. De acuerdo con Alain Badiou (2009: 191) un acontecimiento es la creación de nuevas posibilidades de enunciación y acción en relación con una situación o un mundo, que abre la contingencia a lo que, desde el estricto punto de vista de la legalidad de ese mundo, es propiamente imposible. Es precisamente en torno a los intersticios de este acontecimiento que circulan los discursos audiovisuales de no ficción que abordaremos.

Sobre la base de un acercamiento que comprende los estudios de género y la teoría del cine documental se pondrá en diálogo la obra dirigida por María Aramburu con ciertas representaciones surgidas en la televisión para pensar las implicaciones estéticas, políticas y éticas de sus modos de enunciación y aspectos formales. Nuestra hipótesis inicial es que las mediaciones propias del dispositivo televisivo –a diferencia de la austeridad de la puesta en escena planteada por el documental– se apropian de la voz de Gabriela Mansilla para articularla con discursos cargados de mayor normatividad en términos (indisociables) políticos y estéticos. El costo que indefectiblemente paga este tipo de editorialización televisiva es la inyección de normatividad, puesto que las convenciones del medio espectacularizan (y, podríamos decir, melodramatizan) a través de recursos de lenguaje audiovisual (primeros planos, música extradiegética) aquello que en el documental adquiere un tratamiento más austero. La estética de los medios regula su concepción ética.

Yo nena, yo princesa presenta un lenguaje “transparente” cuya principal función es la de (contra) informar y visibilizar. Tal vez por eso esta obra ha tenido gran alcance divulgativo y ha sido utilizada como material didáctico, por ejemplo, en las escuelas de Suecia.[2] Su sentido político se asienta, entonces, en su particular veta pedagógica, dirigida a exponer los obstáculos que la sociedad impone al reconocimiento y aceptación de las infancias trans; y se articula con otras acciones militantes de Gabriela Mansilla como la puesta en marcha de la campaña “Por una infancia trans, sin violencia ni discriminación”.[3] Con una forma sobria que adopta el formato de la entrevista, cuyo gesto político es darle voz a Gabriela sin la mediación de otras voces, el documental busca construir un relato opuesto al dominante y crear, asimismo, el espacio para que estas infancias sean posibles.

La escritura como instrumento de construcción de identidad en Yo nena, yo princesa…

El formato que adopta esta producción es el de la entrevista o lo que en el campo del cine documental se denomina “cabezas parlantes”. A través del testimonio de Gabriela Mansilla somos conducidos a reconstruir la historia de su hija. La protagonista expone el relato vivencial de los procesos por los que ella atravesó durante el crecimiento de Luana y del distanciamiento que comenzó a tomar de esas formas de crianza naturalizadas socialmente en diferentes ámbitos: el educativo, el médico y el propio de la cotidianidad.

Gustavo Aprea (2012: 126) señala que el registro audiovisual brinda un testimonio que se diferencia de la simple declaración oral, en que lo dicho es registrado tanto en sus contenidos explícitos como en sus elementos paratextuales (la entonación, la gestualidad y los silencios) que, en ocasiones, promueven un efecto de transmisión de la experiencia vivida más fuerte que el que produce una locución organizada.

En línea con este autor, ciertos elementos fuertemente emotivos del testimonio quedan fijados y pueden ser amplificados en (y por) el registro audiovisual. Por otro lado, en el modo en el que se presentan lxs testimoniantes se construye una modalidad de interpelación al espectador. Para el autor esto implica establecer un tipo de relación que posibilita un contacto más personal y empático con lxs espectadores, así como también una valorización del contacto “directo” entre quien habla y quienes ven y escuchan (Aprea, 2012: 127). Lxs espectadores no reciben, entonces, un testimonio “crudo” sino el resultado de una puesta en escena; una puesta de cámara y una edición de las entrevistas. Según Aprea “es por eso que es necesario considerar estas relaciones para analizar el modo en que se construye la escena pública en que se presenta el testimonio” (127).

El documental comienza con un dibujo de Lulú. En este, observamos una nena con pelo muy largo y vestido amplio de colores rosa y violeta, y con una corona. Por ende, deducimos que es una princesa. De forma sincrónica en la serie sonora se oye una música de piano. La conjunción de estos caracteres refiere a la infancia, a los primeros años de crecimiento. Estos dibujos reaparecen al final, clausurando así el relato. La última imagen muestra su mano dibujada sobre una hoja en blanco, las uñas están pintadas de color rosa y en el margen del cuadro se figura la inscripción de un nombre con el mismo color: “Luana”. Así, como si de una firma se tratase, los contornos de su mano sellan de puño y letra el relato. Los dibujos que inician y clausuran la película son la marca viva y el modo de figuración de Luana en el espacio fílmico.

2Es importante aclarar que esos dibujos también están presentes en el libro homónimo escrito por Gabriela Mansilla.[4] Esta publicación es posterior al documental, sin embargo no fue concebida con el objetivo de ser un libro, sino que ella, a modo de diario íntimo escribió sus experiencias y reflexiones en el transcurso de los años para que estas perduren como registro para su hija.

Respecto de la puesta en escena, el lugar en el que se lleva a cabo la entrevista es un espacio completamente despojado de objetos, el cual consta de un telón gris, en el que se recorta la figura de Gabriela sentada en una silla y posee una iluminación natural, que emula la luz diurna. La forma “neutra” en la que está montado este espacio nos hace situarnos en la única figura que se sitúa en él y no desviar la atención hacia otros elementos. En cuanto a la puesta de cámara, el tamaño y la distancia del plano se mantienen fijos durante todo el relato. Se trata de un plano medio, lo cual redunda en la mostración de su torso y de su gesto facial. Las huellas del entrevistador son siempre implícitas dado que sus preguntas están suprimidas del montaje. A través de fundidos a negro reconocemos el proceso de selección y ordenamiento del discurso que la directora realiza en su obra.[5]

De acuerdo con Michael Chanan el documental funciona como transmisor de voces de reivindicación y protesta, entre los espacios de debate de la llamada esfera pública: “Es uno de los vehículos que permite a las nuevas sensibilidades circular dentro de los circuitos masivos y, a su vez, es capaz de otorgar a los propios colectivos implicados la facultad de pronunciarse sin la mediación de terceros” (2008: 74). En relación con lo anterior, Gabriela Mansilla señala: “¿por qué con Valeria llevamos el documental y el libro a todos lados? No quiero que hagan lo que se les dé la gana”.[6]

Michael Chanan indica que cuando el documental adopta la postura del testimonio en primera persona, “el film se transforma en la experiencia directa de las nuevas tendencias sociales como las que derivan del modelo de política identitaria, resultando en un medio de autoafirmación” (2008: 75). En Yo nena, yo princesa, la testimoniante enuncia y denuncia el proceso de normalización al que somos sometidxs desde niñxs que se extiende a diferentes ámbitos: familiar, educativo, médico y barrial.[7] Así es como la autoridad se fija en las cuestiones materiales de la carne, en los genitales, como indicadores del potencial futuro para la reproducción. Butler señala que la atribución de género es obligatoria; codifica y despliega nuestros cuerpos afectándonos materialmente.

El “sexo” no solo funciona como norma, sino que además es parte de una práctica reguladora que produce los cuerpos que gobierna. No es una realidad simple o una condición estática del cuerpo, sino un proceso mediante el cual las normas reguladoras materializan el “sexo” y logran tal materialización en virtud de la reiteración forzada de esas normas (Butler, 2003: 18).

Pero, ¿qué sucede cuando un niñx de 2 años se rebela contra estas marcas inaugurales inscriptas al nacer y se desnuda para sacarse la vestidura del género masculino? ¿Qué pasa cuando intenta elegir un género distinto al que le fue otorgado?

El niño como artefacto biopolítico (Preciado 2013: 72)[8] está presente en el discurso médico y en el de las primeras psicólogas que asistieron a Lulú, quienes les recomendaron a sus padres utilizar el método correctivo del “No” ante las demandas de la niña: “no corresponde, sos un varón”, “no corresponde que quieras ser una nena”, “que juegues con muñecas está mal”. Psicólogos y padres unidos para encausar el género del niño por el bien de la nación heterosexual.

Gabriela Mansilla narra en el documental el fracaso que significó la implementación del método del “No”. A Luana se le caía el pelo y no dormía. Fue entonces que ella comenzó a dejar que Lulú juegue de a ratos con su ropa. Sin embargo esta, al advertir el enojo y el rechazo de su padre, aprendió a esconderse. Cuando lo veía se sacaba la ropa y decía: “Yo soy un nene, estoy jugando”, o simplemente se ocultaba.[9] Este período es descripto como muy angustiante por la falta de información. Finalmente luego de dos malas experiencias con psicólogas que intentaron aplicarle este método a Luana, acceden a Valeria Pavan, psicóloga del área de salud de la CHA, Comunidad Homosexual Argentina. Allí la niña comienza a ser quien desea, jugando con las muñecas y las pelucas que elige en el espacio de terapia. Su madre cuenta que cada vez resultaba más difícil quitarle la ropa, ya que no quería retornar a su casa con el atuendo de varón: “Sacarle la ropa era como arrancarle la piel”.[10]

Más adelante, Luana comenzó a vivir como nena en la intimidad de su hogar y en el espacio de terapia, sin embargo la institución escolar estaba aún vedada, pues asistía como varón. El proceso de normalización estaba presente en las microprácticas cotidianas, desde el armado de filas de niños y niñas, hasta los actos de fin de año, en los cuales el género determinaba el papel asignado en la obra teatral. Finalmente la madre de Luana planteó hacer un ciclo lectivo como nena y, si bien las maestras accedieron, las preguntas por el contagio, por lo patológico estuvieron siempre presentes. Para muchos era “la casa del horror donde los varones se transforman en nenas” y alejaban a sus hijos de Lulú y de su hermano. La mitad de los padres lxs dejaron de saludar y la otra mitad lxs invisibilizó.

La cuestión de la genitalidad es materia de indagación en este documental. Uno de los conflictos más sobresalientes fue el reconocimiento de la diferencia experimentado por Luana, quien en ocasiones llegó a hundirse el pene, o a afligirse al levantar los vestidos de sus muñecas y descubrir que ninguna de ellas lo tenía. Para reparar esto, su madre incluso fabricó penes de porcelana fría para la totalidad de las muñecas, creando así una suerte de “comunidad de barbies trans”.

Por otra parte, la elección del nombre propio efectuada por Luana manifiesta claramente la interpelación como condición lingüística esencial a lxs sujetxs (2004: 248)[11]. “Yo soy una nena y me llamo Luana”, afirmó. No obstante, el proceso no fue lineal ya que existieron numerosos obstáculos para que fuese nombrada de acuerdo a su decisión. En este sentido, antes de la obtención del DNI las autoridades del colegio ya habían sido informadas sobre la identidad de género autopercibida por la niña, sin embargo, en los legajos seguía registrada con el nombre de varón, lo cual habilitaba a las maestras a continuar llamándola por ese nombre. Se violaba así, el artículo 12 de la Ley de Identidad de Género (Nº 26.743) referido al trato digno.[12]

Es preciso entonces, recuperar los planteos de Butler (2004: 248), cuando indica que la interpelación deja una huella inaugural, marcando perfiles en el espacio y en el tiempo, en la cual ser llamadx o ser objeto de una interpelación social supone ser constituidx discursiva y socialmente. Tras la conquista de la Ley de Identidad de Género (2012) se le otorga entidad, existencia social y legal a las personas. La difusión de este discurso fílmico en el ámbito público y no ya confinado al espacio de un seminario, es posterior a la ley. Por lo tanto, la función del documental es divulgar masivamente esta historia, hacer que se conozca el tema en la sociedad y no solo en ámbitos especializados: ponerlo en agenda pública, impulsar la ley y dar a conocer que lxs niñxs también acceden a ella.

La construcción de esta obra en tanto autobiografía compartida se trata de una cuestión ética, por cuanto la madre toma la voz de su hija con el fin de no exponerla públicamente y evitar espectacularizarla. La ausencia de planos de Lulú funda entonces el estilo de puesta en escena del documental y multiplica los sentidos y las afecciones que provienen del testimonio de Gabriela Mansilla. La emotividad, la materialidad física de su cuerpo en escena, el tono cálido de su voz junto con la expresividad de su rostro evocan imágenes que remiten a un fuera de campo que finalmente reintegra imaginariamente a Lulú en el corazón mismo del relato. El “fuera de campo” es epítome de la situación de la niña y de las infancias trans. Más allá de las cuestiones éticas mencionadas, esta estrategia también podría interpretarse como una dificultad estructural que tiene esta temática para ser planteada, en primera persona por quienes experimentan los procesos, es decir, lxs niñxs.

Yo nena, yo princesa, con su particular ejercicio de autobiografía compartida ha cumplido un rol importante en la visibilización masiva de esta problemática,[13] gracias a su circulación en festivales y muestras. La consecución lógica de este recorrido hubiese sido la difusión de la obra en el Canal Encuentro, la cual, según Gabriela Mansilla, estaba acordada antes de la finalización del gobierno de Cristina Fernández de Kirchner. Lamentablemente este proyecto quedó trunco (al menos hasta el momento) tras la llegada al gobierno de la coalición política Cambiemos.

Apropiación, espectacularización y normalización de la palabra de Gabriela Mansilla en el medio televisivo

La historia de Lulú, la primera nena trans del mundo en recibir su documento de identidad a tan corta edad produjo el interés de los medios masivos de comunicación. Distintos programas televisivos, periódicos y emisiones radiales se han acercado a entrevistar a su madre. Nos resulta productivo, en el marco de los discursos audiovisuales de no ficción, colocar en tensión estas representaciones con la del documental. Entramos así en el terreno de la ética y de los límites de lo mostrable cuando la protagonista es una niña de seis años en obvia situación de inferioridad respecto del complejo mediático-televisivo.

Debido a la gran circulación que tuvo la noticia, excede nuestro trabajo realizar un rastreo exhaustivo de las representaciones que se han efectuado en el medio televisivo, es por eso que formularemos el presente análisis sobre la base de cuatro ejemplos. Por un lado, la cobertura de la noticia en el cadena internacional CNN, por el otro, tres tratamientos del evento realizados por la Televisión Pública (en el noticiero Visión 7 y en el programa “Todavía es Temprano” ambos de octubre de 2013; y en “Vivo en Argentina”, emitido en mayo de 2014).

Respecto de los aspectos vinculados con la exposición del cuerpo de la niña y de los desafíos implicados en mantener el control sobre ciertos parámetros éticos en contextos televisivos, las palabras de Gabriela Mansilla demuestran alto nivel de autoconciencia:

No hace falta mostrar, siempre se quiere más. El morbo televisivo, consumir. No me parece, no lo comparto. Miren, pasen a ver. Con las fotos en su momento no se la mostró, porque es menor y segundo, todo el mundo quería ver para creer. No tenés que ver, tenés que respetar. ¡Mostrame la foto que quiero ver si parece nena!, sensacionalismo (Invernizzi, 2016).

Según Mansilla, muchos medios se le acercaron para pedirle imágenes de Lulú, como ella no accedió, en una ocasión le realizaron a la niña una serie de fotos en las que aparece de espaldas. Estas fueron las únicas imágenes de Luana que circularon públicamente.

En el noticiero de la CNN,[14] al no poder acceder a Luana, se intenta reponer por medio de indicios las huellas de esa ausencia que los perturba: el interior de la habitación, sus juguetes y sus muñecas. La voz que narra la noticia en un principio se refiere a la protagonista como niño pero hacia el final, plasmando discursivamente una aceptación que ya les resulta inevitable, el género denominativo se convierte en femenino. El cuerpo de Gabriela no se visualiza de forma sincrónica con la voz, como ocurre en el documental, sino que es desmembrado a través del montaje y de la incorporación de un narrador externo que organiza la noticia. La voz de Gabriela aparece en varios fragmentos pero resulta prontamente avasallada mediante la sobreimposición del narrador. Al finalizar el relato, el periodista es mostrado en la puerta de la casa de Gabriela y Luana, concluyendo de este modo con un índice espacial que da cuenta del lugar en el que viven las protagonistas. La noticia pareciera necesitar de un mayor “un anclaje en la realidad” para ser transmitida en la televisión y obtener así la veracidad que el medio reclama.

“Lulú tiene DNI con cambio de género”,[15] es la cobertura de la entrega del documento efectuada por el noticiero Visión 7 de la Televisión Pública. Allí se explica que Gabriela recibió el DNI y la partida de nacimiento de manos del Jefe de Gabinete de Ministros de la Provincia de Buenos Aires, Alberto Pérez y de la CHA. Posteriormente Valeria Pavan cuenta algunos detalles del proceso de Luana. Simultáneamente se muestran las imágenes de espaldas de Lulú. César Cigliutti, presidente de la CHA, posteriormente indica: “Los niños y las niñas tienen derecho”. Durante la entrega, la emoción de Gabriela Mansilla es enfatizada mediante el tratamiento de primeros planos.

3En el siguiente tramo de la nota, Gabriela se dirige a cámara e indica que lo importante es no tener miedo. El título que acompaña este momento es: “Nadie puede imponer una identidad”, mientras se visualiza a la protagonista, en primer plano, mirando frontalmente al objetivo de la cámara e interpelando al espectador. La clausura de la noticia se efectúa con la incorporación de fragmentos de una entrevista que la periodista Mariana Carabajal realizó a Gabriela Mansilla en el living de su casa con anterioridad al evento. A esta misma entrevista se recurrirá en los programas “TesT” y “Vivo en Argentina”, un año más tarde, para narrar la historia de Lulú.

Tratándose de un testimonio extenso este es usado de modos diversos en cada programa. En el noticiero, se lo monta con una música extradiegética de impronta emotiva. Gabriela aborda tópicos no muy frecuentes en la televisión abierta como identidad y respeto por la diferencia, y narra una serie de situaciones humillantes que le tocó vivir junto a su hija. La voz de Gabriela, aun con las limitaciones apuntadas, adquiere más presencia que en el ejemplo anterior.

En “TesT”,[16] programa conducido por Luciano Galende con Mariana Carabajal como columnista, se recuperan tramos más amplios de la entrevista que recientemente abordamos. Gabriela afirma que los genitales no determinan la identidad de una persona y describe el primer período de Lulú, cuando todavía vivía como varón, como una etapa de sufrimiento. Relata los primeros años de vida de la niña, cuando se le caía el pelo, no dormía y se golpeaba la cabeza contra la pared. En ese momento Gabriela se quiebra y llora, mientras explica que ya son cuatro años de lucha y la cámara se acerca para encuadrarla en primer plano. Las convenciones propias del medio, desde la corporación de noticias que es CNN hasta el más modesto canal local dan cuenta de una tendencia a convertir la noticia en espectáculo operando sobre la puesta en escena del testimonio.

En el mismo programa, Gabriela señala la importancia de contar con un DNI y ser reconocida por el Estado, sin embargo indica que el documento ayuda pero la lucha sigue y expresa su furia contra los titulares que de manera sensacionalista manifiestan: “Nene quiere ser nena” o “La mamá quiere la parejita”. Explica que Luana no solo es así en su casa, sino que tiene una vida, concurre al jardín y la respetan. En este momento se muestra por primera vez el contracampo del rostro de la periodista. Finalmente, sus argumentos conectan la situación personal con la de un colectivo que es más amplio, compuesto por todxs los niñxs que, debido a la trascendencia de su caso, estarán en condiciones de adquirir similares derechos. Esta entrevista presenta diferencias no únicamente con la emisión de CNN, sino con el propio noticiero del mismo canal. Aquí se transmite un mayor nivel de información, pero además se advierte en la representación de la figura de Gabriela los tintes emotivos con los cuales fue configurada anteriormente, sino sobre todo se vislumbran sus rasgos militantes.

Nos parece importante resaltar algo en lo que no se repara en los otros ejemplos. En el final, la periodista denuncia la situación económica endeble de Gabriela Mansilla, quien es jefa de familia y trabaja vendiendo comida en el barrio. La visión crítica de la periodista se manifiesta cuando indica que el Estado también tendría que pensar de qué manera ayudar económicamente a esta familia para que la niña pueda continuar en este camino. Este comentario no hace más que resaltar que la endeblez propia de su condición de subalternas en términos económicos estigmatiza doblemente el proceso que debieron llevar a adelante.

En el programa “Vivo en Argentina”, el segmento se titula “La historia de Luana: Yo nena, yo princesa”.[17] Conducido por Maby Wells y nuevamente con Mariana Carabajal como columnista, el enfoque de este relato se concentra particularmente en las figuras de las madres y los padres y en cómo se debe escuchar “a nuestros hijos”. El informe comienza con música extradiegética de piano, las imágenes utilizadas son las mismas de la serie en la cual Lulú es fotografiada de espaldas. También se usa una filmación muy breve en la que se visualiza el torso de una niña y se intercalan fragmentos de la entrevista a Gabriela que ya citamos en dos oportunidades. La emoción del espectador es convocada de manera sostenida mediante el acompañamiento musical y los fragmentos seleccionados del testimonio de la madre. Reaparece aquí la figura del narrador, quien apuntala los datos que considera centrales de la historia.  Hacia el final las periodistas hacen hincapié en que es importante que todas las mamás y papás lean el libro de Gabriela, más que nada para: “escuchar a nuestros hijos, con cualquier cosa que nos cuenten, porque la historia de Luana es esta, pero hay otras que tienen que ver con abusos sexuales en los niños, y está bueno escuchar a nuestros hijos”.

El discurso sobre las identidades trans de esta manera termina siendo digerido por un discurso socialmente aceptado, el de los padres progresistas que deben saber escuchar a sus hijos. La potencialidad de disrupción sexopolítica que podría tener la difusión televisiva de la historia de Luana y Gabriela, debido a la subversión de los modos de crianza y de la normatividad impuesta a lxs niñxs que esta conlleva, se disuelve en un discurso edulcorado que en vez de cuestionar a la familia tradicional, la refuerza, adaptándola a los desafíos que impone la contemporaneidad.

La política de las formas

A modo de conclusión, esbozaremos una comparación de la puesta en escena del testimonio de Gabriela Mansilla en el medio televisivo y las diferencias que presenta con el documental. Mientras que en Yo nena, yo princesa el testimonio es despojado de toda carga emotiva que no se imponga por la presencia del cuerpo y el efecto de la duración de la toma, en la TV se recurre a diferentes elementos visuales y sonoros para enfatizar ciertos fragmentos del discurso de la protagonista.

Alain Bergala llama la atención sobre el modo en que los films autobiográficos permiten recobrar en las pantallas un contacto más inmediato con la vida de las personas. Este contacto estaría cada vez más separado “de la representación que los medios de comunicación y el cine industrial” nos brindan de problemáticas inherentes a las subjetividades. Entonces, siempre en línea con Bergala, la autobiografía fílmica se ha convertido “en un espacio de libertad en el que el ‘yo’ del otro no es forzosamente percibido como un ego competidor y odioso, sino como la expresión de alguien que sería de nuevo nuestro semejante.” (2008: 32-33).

En los programas de la Televisión Pública, los títulos que estructuran cada uno de los momentos de los informes tienen una fuerte carga connotativa que homogeniza cierta polifonía de voces insinuada a través de las intervenciones de Gabriela Mansilla, Mariana Carabajal, el narrador omnisciente y el/la conductor/a del programa. El tratamiento de la banda sonora y de la banda de imágenes en todas las versiones televisivas, en mayor o menor medida, tiende a cortar la fluidez de la palabra de Gabriela Mansilla en pos de usar planos ilustrativos o inserciones musicales que subrayan las cualidades sentimentales del relato.

4El “ver para creer” que mencionaba Gabriela Mansilla se manifiesta en estos ejemplos que intentan brindar al espectador todos los elementos del entorno de vida de Luana que estén al alcance de los montajistas. Así es como reaparecen una y otra vez las mismas imágenes de la niña de espaldas o el interior de su habitación como si se tratase del aleteo sintomático del medio cuando no cuenta con aquellos apoyos referenciales que repongan un cuerpo, que incesantemente se convoca para el consumo del ávido espectador.

Por otro lado, si nos detenemos en la construcción de la figura de Gabriela Mansilla resulta revelador advertir los diferentes modos de abordaje. En CNN, su testimonio se halla a media voz porque el eje se coloca en la figura ausente de Luana y en los rastros que la cámara captura de ella. La madre tiene aquí un rol secundario, en tanto acompañante del proceso de la protagonista. En el noticiero Visión 7 se configura la emblemática imagen de la “madre coraje”, eminente protagonista del relato, como aquella que no ha cejado en la lucha por los derechos de su hija.

El documental Yo nena, yo princesa, en cambio, es una herramienta socioestética que aboga por construir una identidad posible de Lulú, con el objeto de que ella pueda afirmarse y abrirse camino en la sociedad. Como la historia que narra no es solo por Luana sino, como señala su madre, “por todas las Lulús que vienen detrás de ella”, a lo que apunta la obra es justamente a abonar el terreno para que estas infancias puedan vivirse de otra forma. El libro y la campaña que está realizando Gabriela Mansilla en la actualidad, cuyos objetivos están dirigidos hacia la concientización y la inclusión, convergen en la conformación de una estrategia de intervención activista sobre la esfera social.

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Notas

* El presente trabajo fue elaborado en el marco del seminario de grado: “Teatro en Buenos Aires y disidencia sexo-genérica” (2016, FFyL-UBA), a cargo del Dr. Ezequiel Lozano, a quien agradezco enormemente por sus saberes, devoluciones y estimulación constante.

[1] Si bien nuestro objeto es trabajar sobre el terreno de las representaciones y no profundizaremos en los complejos debates sobre la validez teórica de la categoría “niñez trans” tomamos este concepto del libro de Valeria Pavan (comp.) (2016), Niñez trans. Experiencia de reconocimiento y derecho a la identidad, Universidad Nacional de General Sarmiento, Buenos Aires. Tampoco pondremos en cuestión el activismo por parte de las familias de lxs niñxs trans, sin embargo existen trabajos que examinan esta dimensión particular del problema. Entre otros, véase el libro de próxima publicación: Halberstam, Jack (2017), Trans: A Quick and Quirky Account of Gender Variability, American Studies Now: Critical Histories of the Present (en prensa). El autor presentó avances de esta obra en su reciente intervención en el Coloquio “Los mil pequeños sexos”, Universidad Nacional de Tres de Febrero, Buenos Aires, 14 y 15 de julio de 2016.

[2] Véase Gabriela Mansilla en Invernizzi (2016).

[3] Ídem.

[4] Mansilla, Gabriela. Yo nena, yo princesa. Luana, la niña que eligió su propio nombre. Buenos Aires: Universidad Nacional de General Sarmiento, 2015.

[5] El documental inicialmente fue pensado como un testimonio para un seminario sobre transexualidad, coordinado por la psicóloga Valeria Pavan –quien acompañó de manera terapéutica a Lulú– con psicólogos y psiquiatras como destinatarios. En 2013, luego del otorgamiento del DNI a Luana en un acto público en el Senado de la Nación, a su madre se le presentó la oportunidad de escribir un libro sobre la historia de su hija. La obra se proyectó en la muestra de Derechos Humanos del BAFICI (2014). A continuación, trascendió las fronteras nacionales, exhibiéndose en el festival FIDOCS (Santiago de Chile) y en otros festivales especializados en México, Ámsterdam y Suecia.

[6] Gabriela Mansilla en Invernizzi (2016).

[7] En 2008 Gabriela tuvo dos mellizos que al nacer el saber médico, a partir de la observación de sus genitales, los constituyó como varones.

[8] De acuerdo con Preciado (2013), el niño resulta artefacto biopolítico que permite normalizar al adulto, la policía de género vigila las cunas para transformar todos los cuerpos en niños heterosexuales, modela los cuerpos y los gestos hasta crear órganos sexuales complementarios, prepara e industrializa la reproducción de la escuela al parlamento. “La norma hace la ronda alrededor de los recién nacidos reclamando cualidades distintas, femeninas a la niña y masculinas al niño” (2013: 72).

[9] Josefina Fernández (75-77), en su trabajo Cuerpos desobedientes (2004), a través de una serie de datos recolectados en entrevistas afirma que muchas travestis frente a la hostilidad del espacio familiar y educativo, han tenido que desarrollar diferentes estrategias para ocultarse y así evitar conflictos. La necesidad de ocultarse, en muchos casos proviene de defender una identidad que está siendo atacada, o también de defender a un miembro de la familia.

[10] El trabajo de Fernández (2004: 86-88) también data la experiencia compartida por muchas travestis de tener un vestido oculto en la habitación en la niñez, como algo que marcó sus vidas.

[11] De acuerdo con Butler (2004: 22) uno “existe” no solo en virtud de ser reconocido, sino, en un sentido anterior, porque es reconocible. Los términos que facilitan el reconocimiento son ellos mismos convencionales, son los efectos y los instrumentos, de un ritual social que decide, a menudo a través de la violencia y de la exclusión, las condiciones lingüísticas de los sujetos aptos para la supervivencia.

[12] “Deberá respetarse la identidad de género adoptada por las personas, en especial por niños, niñas y adolescentes, que utilicen un nombre de pila distinto al consignado en su documento nacional de identidad. A su solo requerimiento, el nombre de pila adoptado deberá ser utilizado para la citación, registro, legajo, llamado, y cualquier otra gestión o servicio, tanto en los ámbitos públicos como privados” (Ley Nº 26.743 12-13).

[13] No es un dato menor mencionar que Gabriela Mansilla toma conocimiento de la existencia de estas infancias a partir de un documental exhibido en el canal National Geographic.

[14] Disponible en https://www.youtube.com/watch?v=V6EaPVDLdr8. Consultado el 25 de agosto de 2016.

[15] Disponible en  https://www.youtube.com/watch?v=PF7lOzTrkys. Consultado el 30 de agosto de 2016.

[16] Disponible en https://www.youtube.com/watch?v=PVf_rm7XrRE. Consultado el 25 de agosto de 2016.

[17] Disponible en https://www.youtube.com/watch?v=uLX2bKXV1ao. Consultado el 1 de septiembre de 2016.

Géneros inoperantes: porno, poder y ciudad en Ideología (2011) y Nova Dubai (2014).

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Lucas Martinelli

Resumen

Este artículo examina la cuestión que surge de los cruces conceptuales entre el género sexual y el género cinematográfico. Como aporte a la problemática, en una primera instancia se toma Ideología (Felipe Rivas San Martín, 2011), un cortometraje chileno, que suscitó un debate en la escena pública en el año 2016 y en una segunda instancia Nova Duvai (Gustavo Vinagre, 2014), una película brasilera, que circuló por festivales internacionales durante los años 2014-5. En ambos casos, la descripción de los entramados textuales es útil para reflexionar sobre las posibilidades de los cuerpos y sus encuadres estéticos para desestabilizar, tensionar o fugar los códigos del género cinematográfico y las normas del género sexual.

Palabras clave

Estudios de género; género documental; Nova Dubai; ideología; estudios queer; pornografía; estudios audiovisuales

Abstract

This article examines the question that comes up from the conceptual boundaries between sexual gender and film genre. As a contribution, first, Ideología (Felipe Rivas San Martín, 2011), a chilean short film, is taken, which arouse discussions of public concern in 2016 and then, Nova Dubai (Gustavo Vinagre, 2014), a brazilean film, that was present in international festivals during 2014-5. In both cases, the description of the textual plot is useful for reflecting about the possibilities of our bodies and their aesthetic frames to destabilize, make tense or vanish the cinematografics genre codes and gender norms.

Keywords

Gender studies; documentary genre; Nova Dubai; ideología; porn; audiovisual studies.

Resumo

Este artigo examina a questão que surge dos cruzamentos conceituais entre o gênero sexual e o gênero cinematográfico. Como colaboração à problemática, em uma primeira instância se toma Ideología (Felipe Rivas San Martín, 2011), um curta-metragem chileno que suscitou um debate na cena pública no ano de 2016 e, em uma segunda instância, Nova Dubai (Gustavo Vinagre, 2014), um filme brasileiro que circulou por festivais internacionais durante os anos 2014-5. Em ambos os casos, a descrição das estruturas textuais é útil para refletir sobre as possibilidades dos corpos e seus enquadramentos estéticos para desestabilizar, tensionar ou fugar os códigos do gênero cinematográfico e as normas do gênero sexual.

Palavras-chave

Estudos de gênero; gênero documentário; Nova Dubai; Ideología; estudos queer; pornografia; estudos audiovisuais.

Datos del autor

Lucas Sebastián Martinelli es licenciado en Artes por la Facultad de Filosofia y Letras de la Universidad de Buenos Aires, donde realiza su doctorado con mención en Estudios de Género. Se desempeña como docente en la carrera de Artes de la UBA y en la maestría en Estudios y Políticas de Género de la UNTREF. E-mail: lucasmartinelli87@gmail.com.

 

En la actualidad, hay muy pocos interludios significativos en la existencia humana que no hayan sido penetrados y convertidos en tiempo de trabajo, tiempo de consumo, o tiempo de marketing (Crary, 2015:41).

1. Deslindar los géneros, esas fronteras decisivas.

Como punto de partida se proponen algunas nociones básicas respecto al género pornográfico para sembrar un discurso común. Es posible considerar que hay un vínculo casi indisoluble entre el género documental y el género pornográfico porque la mostración explícita de la genitalidad y los actos que la incumben no pueden falsearse. Más allá de la artificiosidad en la construcción del relato, aquello que se registra debe acontecer en el profílmico y si bien, esto ocurre en todos los géneros por la ontología del medio cinematográfico, existiría una distinción especial en la pornografía, por el carácter distintivo y simbólico con el que nuestras sociedades caracterizan al sexo.

El género porno como otras producciones audiovisuales tiene un alto grado de elaboración de la puesta en escena, cuya intención es presentar un registro neutro y transparente de lo real. La escena porno se elabora bajo una apariencia visual basada en un efecto de naturalidad y fidelidad respecto a la realidad. El montaje y el ritmo narrativo sobre el desarrollo de los acontecimientos construyen formatos de la sexualidad que se repiten en cada una de las películas desde una gramática precisa y estable que puede reproducir todo el potencial sexual al que se encuentran disponibles los cuerpos entre quince y treinta minutos.

ideologia-2Por lo general, las escenas de mayor importancia para el porno -es decir, las de la visibilidad de los actos sexuales-, son perimidas por los otros géneros cinematográficos. Aquello que los otros géneros consideran obsceno, forma parte de la escena fantaseada y el lugar al que el género porno accede constantemente para nutrir sus historias: “El porno fantasea un poder absoluto que transforma al otro en objeto. Calma la calentura, pero el eros es la llave de las intimidades. Nada es obsceno; el desnudo no es obsceno. Lo obsceno es el procedimiento, la actitud, el recorte, el presentar los genitales aislados de todo el resto” (Etchevarren, 2009: 56). En este sentido, la obscenidad no sólo se encontraría en los elementos propios de la escena sino en el procedimiento de la cámara sobre esos elementos. La compulsividad del encuadre por diseccionar los cuerpos en situaciones sexuales es una de las características para distinguir el género porno de otros géneros cinematográficos.

Los géneros funcionaron en el cine como modelos relativamente estables sobre los que la industria construyo esquemas de producción y distribución. Al mismo tiempo, los géneros produjeron y producen sus propias distinciones para abrirse al desarrollo de nuevas modulaciones y mercados. Cada género tiene sub-géneros que forman parte de ese todo mayor. Pero ningún género mantiene invicta la pureza, todos los géneros están predispuestos a la mezcla y la contaminación: “A pesar de tan estrictas especificidades técnicas y eróticas, al cine porno no le costó tiempo ni trabajo apropiarse de muchos esquemas fórmulas y estereotipos de los géneros del cine tradicional que le preexistía y con los que sus espectadores estaban ya familiarizados” (Gubern, 2005:38). Los géneros pueden intercambiar sus temas, sus abordajes y hasta sus historias. Pero existe cierta manera de presentar los cuerpos en la pantalla, en vinculación con los quienes están del otro lado de la misma que define la frontera del género y no es negociable. En este sentido, Linda Williams formula algunas preguntas para tener en cuenta ante la pornografía: “

¿(C)ómo se compromete el cuerpo de los que observan con los actos sexuales de esta escena? Si los filmes no son “solamente” pornográficos, lo que significa que no están solamente para excitarnos, entonces ¿cuál es el rol de nuestro compromiso corporal, con nuestra excitación deseosa, pero no satisfecha pornográficamente de los cuerpos en pantalla? (2009: s/n).

La idea del “compromiso corporal” es una noción central que considera el modo en que la pornografía se constituye, al dejar un espacio potencial para que el espectador se inmiscuya entre las imágenes, desde un llamado al deseo inminentemente sexual. La pornografía y su recepción -la posibilidad del compromiso aludido- son descriptas por Barba y Montes:

El porno no es una cosa, una imagen, sino la “presentación visual de esa imagen y la experiencia de su recepción. Y solo puede darse si el sujeto y el objeto se encuentran en el lugar adecuado: el de la “violación deliberada” del tabú. En último término, el porno es la experiencia de una representación en un sitio: el sitio de la transgresión. Se hace entonces necesario localizar las coordenadas de ese lugar que ocupa el porno en relación con el lugar de lo público que le sirve de punto de partida y de referencia constante (2007: 63).

Lo fundante de la pornografía se aproximaría a una transgresión del lugar de lo público y por lo tanto, el confinamiento al ámbito de lo privado (el fuera de escena) se vuelve otra característica de su constitución. La transgresión de lo prohibido es un acto que siempre vuelve a fundar la prohibición: “A menudo en sí misma, la transgresión de lo prohibido no está menos sujeta a reglas que la prohibición. No se trata de libertad. En tal momento y hasta ese punto, esto es posible: éste es el sentido de la transgresión” (Bataille, 2010:69).

Luego de esta breve aproximación, en los apartados uno y dos se describen las obras que establecen un dialogo conflictivo con la pornografía y el documental desde el material de archivo, el pensamiento de lo político y las formas de constitución de la ciudad.

1.1. Censura

Ideología es una obra del chileno Felipe Rivas San Martín que comenzó en el año 2010 como una foto-performance y tomó forma de video-performance en el año 2011, siendo presentada a partir de ese año en festivales de diferentes países. Uno de sus modos de presentación fue a partir de un retrato en blanco y negro del expresidente Salvador Allende con un código QR encima cuyo enlace llevaba al vídeo en cuestión. Como primer acercamiento, me remito al desarrollo del contexto de la obra en uno de sus giros de recepción, para centrarme luego en el análisis de la productividad textual del audiovisual.[1]

En mayo del año 2016, el Centro de Extensión (CENTEX), dependiente del Consejo Nacional de la Cultura y de las Artes (CNCA) situado en Valparaíso, pidió a Felipe Rivas su participación en una muestra colectiva denominada In-visibles. A finales de Junio, se emitió la orden de compra de la obra luego de la puesta en marcha de su condicionamiento para la exhibición. A principios de Julio, a pocos días del día del montaje en la sala, por medio de un intercambio de emails con Moira Delano Urrutia, jefa del departamento de Ciudadanía Cultural del CNCA, se insta al artista a elegir otra obra y no montar Ideología, primero por problemas logísticos no previstos y luego por no ser apta para el espacio en cuestión.

ideologia-4El día 7 de julio ante la prohibición del montaje, Felipe Rivas se manifiesta con un grupo de personas en la puerta del CENTEX denunciando que su obra ha sufrido una censura. Frente a esto, la CNCA cancela la compra de la obra y emite una declaración pública en la que expresa sus disculpas y admite haber cometido el error de seleccionar una obra no acorde a lo que puede ser mostrado por esta institución: “ya que el CENTEX es por definición, un espacio abierto a la comunidad y toda obra que se exponga allí debe ser apta para ser vista por todo el público, incluido niñas, niños y adolescentes, condición que la mencionada obra no cumple”.[2]

Cabe aquí hacer una digresión -con motivos argumentativos- y señalar el modo en que este documento público hace uso de cierta noción de comunidad asociada con un imperativo regulatorio sobre el espacio y lo que debe ser visto. De este modo se discute una instrumentalización del espacio estatal en el que el ordenamiento de una visibilidad cuyo ideal es el de una mirada que atraviesa todos los grupos etarios niega al mismo tiempo la permeabilidad de lo sexual en la esfera pública. El problema surge porque el CENTEX con anterioridad presentó obras que exponían de manera directa la sexualidad y en esa misma muestra también planeaba hacerlo. Por eso mismo, antes de llegar a la censura, se propuso a las autoridades la instalación de paneles móviles y personal encargado de prevenir a quienes no consideraran oportuno ver ese material. De todo esto, eclosionó que el verdadero problema en el fondo no era la sexualidad explícita, sino la utilización de las imágenes del expresidente chileno Salvador Allende, cuyo contexto describiré más adelante.

Esta historia sobre las peripecias de recepción y exhibición de la obra tiene una clausura: el caso es llevado a la justicia y el juicio determina la razón del artista en el caso de censura. [3]

1.2. Sutura

El devenir político de la forma-arte consiste en querer empujar la mirada hacia los bordes de tumulto y discordia del sentido irreconciliado, sabiendo desde ya que ninguna forma coincide plácidamente consigo misma, a diferencia de lo que pretende la lengua operacional de la tecnocultura que obliga a las imágenes a coincidir pasivamente con su finalización en el consumo. (Richards, 2013:106).

En Ideología las primeras imágenes abren el mundo: el atelier del artista. En el centro de un plano fijo, un gran cuadro en blanco sobre el que se inscribe el título. Más abajo, el retrato de Salvador Allende. Por un costado ingresa el artista desnudo y se esconde detrás del atril. El registro de la performance con la cámara y edición de Cristian Cabello está atravesado por la recuperación de fragmentos de películas pornográficas y documentales. En términos temporales hay una división en tres momentos desiguales denominados: I. Masturbación, II. Allende y III. Cum Shot. La progresión de la acción se vincula con el crescendo en intensidad de la voz y la velocidad del montaje. En términos espaciales, el plano se divide al medio en dos. La sutura produce una comparación o complemento de imágenes. El ojo de Felipe Rivas, de un lado, escruta La batalla de Chile (Patricio Guzmán, 1972-9) que se presenta del otro lado, como si esa mirada intentara recuperar por medio del documental un momento de la historia del país. Antes de oír la voz del artista, es posible escuchar el testimonio iracundo de una mujer con gafas negras que lanza con violencia: “Comunistas asquerosos tienen que salir todos de Chile. Marxistas, comunistas, podridos, malditos sean”. Al instante, se desencadena la música: Canción del poder popular del grupo Inti Illimani. Al ritmo musical, aparecen los retratos de grupos de personas que se vuelven alegóricos a la representación del pueblo chileno. Luego, la voz de Felipe Rivas flota sobre las imágenes. Más adelante se actualiza el lugar de emisión: sentado a una mesa con un papel en la mano recita frente a la cámara. Su timbre nervioso y alterado, al mismo tiempo firme, casi de mando, intempestivo y desafiante reproduce el tono de un manifiesto. Relata sus primeras experiencias masturbatorias ligadas al liceo y a los hijos de los grandes dirigentes de izquierda. Reflexiona sobre la tecnología de reproducción mecánica y la imagen de Salvador Allende que a los treinta años del golpe militar cubrió los muros de la ciudad de Santiago. Conceptualiza sobre el soporte de la imagen y la pornografía.

Las confrontaciones de las imágenes producen una articulación crucial, de la que es posible desprender algunos sentidos. De un lado tenemos el video pornográfico Jack and Roger (Jack Deveau, 1980) y por el otro el documental de Patricio Guzmán. Estas producciones visuales, de la misma época, en una primera instancia se contraponen por el color, tonos cálidos (anaranjados) contra los grises del blanco y negro y por sus nacionalidades, el porno de Estados Unidos contra el documental de Chile. Pero al mismo tiempo llaman la atención por su similitud: el casco en la cabeza como elemento que define la figura del obrero permite ligar los significantes entre las imágenes y hacerlas entrar en conflicto. En la imagen proveniente de la pornografía, el plano medio descubre el torso desnudo de un actor y la espalda y el trasero disponible para el sexo del otro. En la imagen proveniente del documental, un primer plano de conjunto expone dos obreros que hablan para la cámara ante un periodista fuera de campo. En el primero, la sutura entre las imágenes veja su compromiso de excitación. En el segundo, la sutura entre las imágenes veja su función testimonial y de resguardo de la memoria. En ese momento, la yuxtaposición funciona como operación que permite figurar la incidencia de Estados Unidos en el golpe militar con el que se derrocó al presidente Allende. En tanto por un lado, la figura del obrero real sostiene la presencia de una izquierda vinculada al comunismo, el marxismo y todos aquellos discursos ideológicos que la primera voz desea erradicar de Chile, por otro, la confrontación con la figura del obrero actor porno permite la sospecha de una escenificación: el encuadre desde su angulación -un leve contrapicado- subraya, tal vez sin buscarlo, la perspectiva de la artificiosidad de la escena. La reproducción de la fantasía sexual, el sexo entre los obreros, no solo funciona aquí como vector de fuga del placer -su función ontológica-, sino también como metáfora de la dominación. Es posible afirmar que la convivencia de ambas imágenes es un señalamiento al vínculo de Estados Unidos con el golpe militar de Chile y por lo tanto una suerte de denuncia sobre la responsabilidad. El conflicto irremediable entre ambas imágenes permite pensar en la posibilidad de un atisbo de resistencia, hacer presente la necesidad de suturar y reparar la herida histórica.

ideologia-7Desde otro aspecto, esta composición puede ser leída en el contexto contemporáneo sobre el que se inserta la obra y entender que el vínculo entre ambas imágenes problematiza los lugares de enunciación desde los que se emite la teoría y el arte (como modos no separados de producción): la relación a veces conflictiva de las academias de América Latina (particularmente la discusión que emprende la Coordinadora Universitaria por la Disidencia Sexual y su utilización de cuir)[4] respecto a la incorporación de la teoría queer proveniente de la academia sajona. En una última operación, tal vez menos directa, podría leerse esta articulación como un reclamo por el vacío de la izquierda durante los años setenta respecto a las luchas de las identidades Lésbica Gay Bisexual Trans Travesti Transexual lntersexual y Queer (LGBTTTIQ).

La performance que aparece en el vídeo, la concreción del plano de una eyaculación sobre la fotografía en blanco y negro de Allende, tiene una lectura sintomática, reproducida por algunos medios, que fue la que llevó el caso a la censura. Una mirada situada desde un vouyerismo masculinista observa en ese acto una denigración. En cambio, una perspectiva que revindica una mirada a contrapelo podría observar el placer y el afecto con el que se efectúa.[5] Considerar la eyaculación solo como una injuria es equivalente a creer que no es posible desear recibir un baño de semen y que el falo es un elemento inminente de poder y que no puede disociarse de esa función.[6]

Si la imagen es el teatro de la ideología, en este video se propone el viejo truco del teatro en el teatro, imagen en la imagen: mise en abyme de la ideología. Teatro en el teatro que sin embargo no aspira a dibujar un gesto autorreflexivo. No hay reflexividad de la forma, no hay depuración formalista aquí. No hay quien «se» mire en este espejo: el real que iba a destituir el fetiche (el cum shot) se muestra él mismo como fetiche (García, 2013: S/N°).

La cámara registra con tanta cercanía el semen como comprobación, que pierde su carácter de real, se toma un fetiche que ese alto grado de conciencia de la puesta en escena de las imágenes desmaterializa. El fluido vital sobre la reproducción de la imagen de Salvador Allende es un acto vaporoso, infértil y festivo, más que atentar en contra, lo que hace es alimentar y engrandecer el mito.[7] El polvo sobre la imagen rinde culto a una ideología que observa desde su perfil, altiva e imperturbable.

2.1. Derivas virtuales

La escritura de Nova Duvai apela a un registro al borde del diario íntimo y erótico. El director utiliza su propio cuerpo para el personaje principal, por lo tanto, el realizador se superpone con el protagonista y construye una narración muy próxima a lo que se ha denominado documental en primera persona[8] sin llegar a serlo del todo, por la fuerza otorgada al proceso de ficcionalización y porque la búsqueda del film excede el interés de construir un documento testimonial.

nd-2Sin ningún tipo de preámbulo, el asunto sobre el que la película constituye un ensayo se inscribe de forma directa. Desde el comienzo, la práctica sexual delimita una advertencia y provoca al espectador susceptible ante un contenido de este tipo. En un primer plano Gustavo Vinagre chupa un culo y pregunta a su compañero si está a punto de acabar: “¿Vai gozar? A partir de allí, la cámara lo sigue por escenas que se desarrollan en espacios privados: el hogar del protagonista, de su amigo Bruno y de otro de los entrevistados; y en su mayor parte los espacios públicos: las calles, las plazas, un local de venta de piletas, las autopistas y el descampado -lugar central para el relato- donde se construirá el emprendimiento inmobiliario Nova Dubai. Por lo general, las secuencias terminan en escenas de sexo con mostración explícita de los genitales. En el desarrollo del tiempo de ocio de dos gays de clase media Paulista, en una típica adolescencia tardía, prima la cotidianeidad de la amistad. Salen a pasear a los perros. Conversan con la madre de Gustavo mientras comen y luego ella los lleva a dormir como si fueran niños. Miran televisión detrás del padre de Bruno, antes de salir a caminar. Observan videoclips a través de “Youtube” y persiguen nuevos encuentros sexuales por medio de plataformas como “Facebook” o “Growl”.[9] La utilización de internet desde la computadora o el teléfono celular, que por momentos toma por completo el plano de la imagen, se vuelve parte fundamental de la deriva.

nd-8La presentación de las escenas se alterna con las cabezas parlantes características del género documental en un tipo de relato similar al testimonial que apela el grado cero de la cámara para introducir relatos subjetivos relacionados con las experiencias sexuales de los personajes, que a la vez están siempre vinculados entre sí por lazos familiares. Algunos de los ejemplos se observan cuando Gustavo recuerda que quiso tener relaciones sexuales con su abuela -ahora fallecida- y se le apareció desnudo o el momento en que su abuelo dejó de cargarlo a causa de una enfermedad. El padre de Bruno se evoca como víctima de un estupro colectivo, para decir luego -en la misma intervención- que la primera vez que tuvo un orgasmo fue con una película porno en la que se representaba una violación.

Desde los años noventa, los documentales en primera persona en América Latina han tenido una predilección para relatar la novela familiar en vinculación a procesos sociopolíticos. Nova Dubai parece consciente de este interés para mofarse del mismo en una narración de lo vincular centrada en una sexualidad arbitraria y por fuera de lo normalizado por la comunidad LGBTIQ. Así emerge un marco político propio: entre lo subjetivo y anormal como nueva norma.[10] El recurso consiste en recuperar el formato documental, para parodiar e introducir, desde la falsificación de lo real, un juego cómico sobre las subjetividades sexuales. Las fantasías sexuales se despliegan entre los deseos en fuga que abren nuevos imaginarios del placer.

Lo documental no solo emerge desde el aspecto biográfico del realizador y desde el encuadre de cabezas parlantes que presentan relatos dentro del relato, sino que además, otras dos modulaciones se producen desde las imágenes: la huella temporal del paso del tiempo sobre la ciudad y el imperativo de lo real en los cuerpos de la pornografía.

2.2. Posiciones en el entramado urbano

De este modo, la ciudad es en sí sin jamás alcanzarse a sí misma, y cada conciencia de sí es allí también conciencia de la ciudad que no tiene conciencia. (Nancy, 2013:48)

nd-10En una de las escenas Gustavo y su madre[11] miran una revista con viviendas de lujo. La pantalla se llena de piscinas y publicidades con familias felices. El sonido repone el pasaje de hojas de la revista. La casa en la que viven (en venta) no alcanzaría para mudarse a un lugar tan costoso. El padre ya no vive con ellos, se ha ido, era ingeniero y devino maestro mayor de obra. Este juego con lo familiar, establece un matiz de decadencia sobre estos personajes de clase media con pocas expectativas de futuro.

Resulta evidente que su hogar difiere mucho de los espacios de diseño confortable que aparecen en la revista. “La arquitectura tiene un gran poder de transformación, transforma la arena, los ladrillos y el cemento en obra de arte”, lee la madre. La transformación vital de la arquitectura, no puede repercutir en ellos, que no tienen posibilidad de cambiar su espacio hacia un lugar mejor. Su lugar en la ciudad es otro.

El título de la película remite al emprendimiento edilicio que se construirá sobre el descampado urbano. Las circunstancias del protagonista -y de los entrevistados- no les permitirían habitarlo cuando esté finalizado. La conciencia del relato sobre la idea de una ciudad en proceso de construcción establece un dialogo fecundo con la idea de archivo de la ciudad y por lo tanto, con la serie de documentales sobre la ciudad entre los que se pueden pensar casos tan emblemáticos como Berlín, sinfonía de una ciudad (Walter Ruttmann, 1927) o A propósito de Niza (Jean Vigo, 1930). En ese lugar (o no-lugar) y sus inmediaciones se desarrollan algunas escenas centrales de la intriga entre los personajes. Una de ellas, es cuando el padre de Bruno levanta a Gustavo en la calle junto al baldío. Lo que se ve a continuación es el recorrido de una cámara subjetiva, un travelling desde un automóvil, que registra en contrapicado los edificios en construcción con el ensordecedor ruido de las maquinarias. Gustavo aclaró que tiene una preferencia de coger en lugares públicos porque para el sexo es claustrofóbico. En un camino entre el morro de tierra y el fondo de la ciudad, ambos tienen relaciones. Los planos toman con detalle los miembros erectos y el modo en que Gustavo penetra al padre de Bruno. En ese juego de lo vincular se puede oír que se dicen entre ellos “Papai” y “Filho”. En un plano detalle, el padre de Bruno deja caer una gota de semen sobre el capot del auto y mientras se sube los pantalones pide a Gustavo que no le cuente nada a su hijo.

nd-12Cierta conectividad permanente a la red virtual -índice de lo contemporáneo- desde dispositivos tecnológicos se contrapone con esta escena de yire y encuentro callejero que desemboca en un espacio ruinoso de tránsito, parte de la ciudad, pero al mismo tiempo fuera de esta, en sus bordes. Los edificios de la ciudad -como fondo real que se transforma en decorado y entorno del acto sexual- construyen uno de los modos en los que la película no solo hace visible la presencia de la sexualidad en el espacio público, sino que permite figurar la idea de la arquitectura de la ciudad moldeada por las normas del género y los flujos de la sexualidad. En este sentido, varias de las lecturas feministas proponen entender la arquitectura como una tecnología de género: “Allí donde la arquitectura parece simplemente ponerse al servicio de las necesidades naturales más básicas (dormir, comer, cagar, mear) sus puertas y ventanas, sus muros y aberturas, regulando el acceso y la mirada, operan silenciosamente como la más discreta y efectiva de las “tecnologías de género” (Preciado, 2009:15). La espacialidad de la ciudad reproduce una asignación de poder diferencial entre los varones y las mujeres, pero también produce una diferencia frente aquello que no se ajusta a la heterosexualidad, produciendo con el lema: “Gay Friendly”, una segregación en la ciudad, que permitiría considerar que por fuera de la delimitación de esa zona, no es necesaria la hospitalidad con la sexualidad que se desvíe de la heterosexualidad. El desenfreno de las escenas homosexuales por los distintos espacios de la ciudad, abre paso a una sexualidad disidente para interrumpir los lindes de lo establecido. Esta transgresión ritualizada puede entenderse como un reclamo por la legitimidad para habitar el espacio público por otras sexualidades.

2.3. De la casa al trabajo y del trabajo al mercado (consumos del sexo)

nd-14Gustavo y Bruno fuman marihuana y navegan por internet. Observan un fragmento breve del videoclip pop de Miley Cirus: Wreking ball (Terry Richardson, 2013). Allí, aparece la diva desnuda sobre una bola demoledora de muros. El espacio del videoclip marcado por el cemento, la piedra y los colores grises compone una obra en construcción, lo que posibilita pensarla como la trabajadora que maneja la máquina destructora, en el proceso de reconstrucción edilicia. La ciudad se destruye y construye, se moldea con la imagen de la star femenina. Cerca del final, Bruno canta el mismo tema sin instrumentos en un guiño de identificación con la cantante en un ejemplo de la plasticidad del género sexual. Este detalle también establece un dialogo con otro motivo que despliega la película: la sexualización de los trabajadores de la ciudad que hacen a su construcción y movimiento.

Unos planos generales retratan grupos de trabajadores dentro de una obra en construcción. Luego, en primer plano se muestran entrevistas con obreros reales, a los que se les pregunta si vivirían en un edificio como el que están construyendo y si saben sobre la existencia del sexo en medio de las obras. La mayoría responde con risas y timidez. Uno de los entrevistados cobra relevancia y queda más tiempo frente a la cámara. Relata que escuchó hablar de quienes quedan mirándose en las duchas y ese tipo de cosas. Tiene novia, pero una vez una chica lo esperó a la salida del trabajo. La escena siguiente lo muestra manteniendo relaciones sexuales en un trío con Gustavo y Bruno sobre el canto rodado y la obra de fondo.

nd-15En una escena posterior, los dos entran a un departamento que aún no está terminado. Un vendedor inmobiliario los acompaña y les cuenta sobre las ventajas de cada uno de los lugares. Les señala la vista de un ventanal y un contraplano muestra en la pantalla el espacio verde sobre el que se construirá la nueva Dubai. Otra vez, el resultado es una escena de sexo donde ambos tienen atado al vendedor por el nudo de su corbata y le hacen chupar la pija de Gustavo hasta ahogarlo y hacer que pida por favor que se la vuelvan a dar. El tono lúdico de lo sexual se presenta como el desvío de una sexualidad imprevisible. De la misma manera que Ideología, la película avanza sobre la idea de la sexualidad de los trabajadores.

En la última parte de la película Bruno relata que tuvo un sueño con imágenes en color sepia, “como si fueran el filtro antiguo de Instagram”.[12] Su voz dice que en el sueño se veía a él y a sus amigos como una banda que se filmaba teniendo sexo y que cada uno estaba mejor; no tenía que trabajar vendiendo ropa en el shopping y Gustavo no tenía nada para hacer, pero nadie le reclamaba nada. Si bien los dispositivos que se muestran reproducen la lógica de consumo de una era marcada por la tecnología como medio de intercambios, se presentan vinculados a modos de inscripción de lo sexual que producen una diferencia particular que escapa a los modos de subjetivación propuestos en el mercado gayfriendly.

Las imágenes recuperan una serie de carteles que aluden a la mudanza, el final de unas obras en construcción y a ellos teniendo sexo mirando a la cámara, entre otras cosas, con una máscara de la película Scream (Wes Craven, 1996).[13] En la escena final, Gustavo y Bruno acompañan a su amigo Fernando (quien ha sido entrevistado y relató una tentativa frustrada de matarse) a un árbol que está en el descampado. Allí lo ayudan a colgarse. La figura del suicidio apareció anteriormente por medio de un personaje -exnovio de Bruno- que frente a la cámara relató los argumentos de algunas películas de terror de los años noventa. Este último giro se presenta como el rasgo pesimista de una generación que no tiene expectativa ante las posibilidades de vivienda y el mundo laboral. En un plano general, la cámara encuadra desde lejos el árbol con el ahorcado y hace un paneo hacia la izquierda. Se trata de un procedimiento reflexivo en el que es posible contemplar el horizonte: el cielo amplio, los edificios imponentes y más allá, las montañas.

nd-18Como se ha señalado, los espacios públicos son sexualizados a lo largo de la película en diferentes formas. Se practica el sexo en lugares visibles como una plaza y un local de venta de piletas al aire libre o los personajes ven por internet el video de un hombre musculoso masturbándose en una estación de trenes. Hacia el final, Gustavo se masturba en un puente sobre una autopista y la cámara registra el cum-shot sobre el vacío hacia el cemento. El plano guarda el instante en el que el semen se desparrama sobre una arteria de la ciudad.

3. Operaciones fallidas: hacer géneros con cuerpos

Los géneros cinematográficos se mezclan desde sus inicios, esto no es un aspecto novedoso de la contemporaneidad. Lo singular se devela en los modos en los que Ideología y Nova Duvai recurren a los cruces genéricos y su productividad para tensionar la pureza del audiovisual y contaminar esos intercambios desde un aparecer de la sexualidad que posicionado en el quiebre de la normativa del género sexual. El modo en el que se deshace el género documental se vincula con la forma en la que ambos audiovisuales proponen deshacer el género sexual -y las implicancias sexuales con las que se normativiza la homosexualidad como imitación de la heterosexualidad.[14]

nd-21La pornografía en ambos casos es una delimitación que se deslimita y pierde sus efectos. El género pornográfico deja a un lado sus operaciones principales, deja de ser pornografía, para dar paso a nuevas operaciones significantes. La potencia de los cuerpos rebasa de sentidos que van más allá de los actos sexuales y se politizan en acciones y propuestas que desautomatizan la mirada del espectador, se  vuelven objetos que se resisten a ser convertidos en tiempo de consumo y de marketing. Ambos casos muestran las fallas del sistema, la incomodidad y la necesidad de trasformación que parte de un despertar en la mirada.

En una coincidencia anecdótica, ambos realizadores acaban sus obras con una eyaculación y en ese mismo gesto no sólo reproducen la estructura de la pornografía tradicional, sino que la transgreden.

Bibliografía

Bataille, G. (2010), El erotismo, Buenos Aires, Tusquets.

Crary, J. (2015), 24/7: el capitalismo tardío y el fin del sueño, Buenos Aires, Paidós.

Echevarren R., Hamed A. y Lissardi Ercole (2009), Porno y posporno, Montevideo, HUM.

García, Luis (2013), Allende Porno Star, sobre la obra de Felipe Rivas San Martín en Atlas Revista de Fotografía e Imagen. Disponible en: https://atlasiv.com/877-2/.

Gubern, R. (2005), La imagen pornográfica y otras perversiones ópticas, Barcelona, Anagrama.

Montes, A. B. (2007), La ceremonia del porno, Barcelona, Anagrama.

Piedras, P. (2014), El cine documental en primera persona. Buenos Aires: Paidós.

Preciado, B. (2009), Basura y género: mear/cagar, masculino/femenino. Parole de queer, Disponible en https://www.scribd.com/fullscreen/79994784?access_key=key-1kzk7tzxrj9solcq2esc

Richard, N. (2013), Fracturas de la memoria, Buenos Aires, Siglo veintiuno editores.

Rivas, F. (2011), «Diga ‘queer’ con la lengua afuera: Sobre las confusiones del debate latinoamericano», en Por un feminismo sin mujeres. Fragmentos del segundo Circuito Disidencia Sexual, Santiago de Chile, Coordinadora Universitaria por la Disidencia Sexual (CUDS), pp.59-75.

Williams, L. (2009), El acto sexual en el cine, en laFuga, 9. [Fecha de consulta: 2016-10-19], Disponible en: http://2016.lafuga.cl/el-acto-sexual-en-el-cine/266

Notas

[1] El cortometraje al que me refiero es el video producido en el taller “El recorte del plano” de la Cordinadora Universitaria por la Disidencia Sexual (CUDS): https://vimeo.com/27375737.

[2] Documento disponible en: https://disidenciasexualcuds.wordpress.com/2016/07/09/censura-a-la-obra-ideologia-cronologia-de-los-hechos/.

[3] Al intentar hacer partícipe a Ideología de una muestra de arte pospornográfico, el escritor Pedro Lemebel pidió que la sacaran de exhibición. Como respuesta, la CUDS realizó una performance que se llamó: “El postporno mató a Lemebel” y que ha sido documentada: https://vimeo.com/29743960.

Una de las primeras reacciones ante la censura de Ideología fue la organización de una exposición denominada INTERFAZ. En distintas salas, se mostraron materiales de archivo y discusiones en redes sociales vinculados al juicio. Para más información puede consultarse: http://www.elciudadano.cl/2016/10/04/330028/artista-censurado-por-ottone-convierte-el-caso-en-una-muestra-artistica1/

[4] Al respecto, véase Rivas (2013).

[5] Véase el goce del muchacho que recibe los escupitajos de la ronda de muchachitos en Poison (Todd Haynes, 1991) muy vinculado al modo de pensar los placeres de Un chant d´amour (Jean Genet, 1950).

[6] Respecto al juego de las tensiones entre los géneros y la posibilidad de pensar el(los) falo(s), los micrófonos alrededor del rostro de Allende podrían remitir al porno “Bukkake”.

[7] Es posible considerar el tratamiento del mito de Eva Perón y su irreverente sexualización en la Evita Vive de Néstor Perlongher.

[8] “El concepto documental en primera persona permite distinguir un grupo amplio de obras que incorporan alguna modulación del yo del cineasta en su entramado significante, como responsable y autor del discurso audiovisual” (Piedras, 2014:21-2).

[9] Growl se trata de una aplicación de ligue para “osos” y “cazadores”. Los osos pueden considerarse como una subjetivación identitaria dentro de la comunidad gay basada en una estética corporal: barba, barriga, en algunos casos, una exacerbación de la masculinidad y patrones de consumo. Los cazadores son aquellos que buscan relacionarse con osos y responden a un modelo opuesto: flaco y lampiño.

[10] “Las vinculaciones entre la “novela familiar” y la historia colectiva son seguramente el núcleo de un numeroso grupo de documentales en primera persona, entre ellos algunos de los que tuvieron más repercusión pública. Esa es una problemática que atraviesa obras como Papá Ivan (Roqué, 2004), Los rubios, M (Nicolás Prividera, 2006), Hacer patria (David Blaustein, 2007) y Diario Argentino (Lupe Pérez García, 2006)”. (Piedras, 2014:68)

[11] La madre real representa el papel de madre ficcional.

[12] Aplicación que se utiliza para el intercambio de fotografías.

[13] Esta película alude al despertar sexual de una adolescente que se dirime entre acostarse o no con el violador y asesino de su madre, desde una apuesta que apunta al público juvenil. El final de la película se resuelve en una espectacular matanza desde una dilatación temporal por medio del montaje similar al de Nova dubai.

[14] Existe una problemática que plantea que si bien las leyes de matrimonio entre personas del mismo sexo -que en Argentina se ha denominado “igualitario”- permite la inclusión de personas que se encontraban en situaciones desfavorables, al mismo tiempo, normaliza -dando normas- a un conjunto de prácticas que antes estaban por fuera de la ley -lo que las hacía disruptivas al sistema heterocentrado-. De alguna manera, esta normalización de la homosexualidad termina reproduciendo el ideal heterosexual y sus patrones de consumo.