Resumen:
Este artículo se propone estudiar algunas aristas de las declaraciones de los perpetradores de genocidio en el cine documental tomando como estudio de caso el genocidio camboyano. Se pensará las características que posee la declaración del victimario a fin de problematizarlo como testimonio; y finalmente se analizarán los documentales desde el recorrido teórico esbozado para pensar el “trabajo de confesión” del perpetrador.
Palabras clave: Perpetrador, Genocidio, Cine documental, Testimonio, Confesión
Abstract
With the Cambodian genocide as a study case, this article aims to analyze aspects of the testimonies of perpetrators of genocide in documentary cinema. The characteristics of the perpetrator’s statements will be considered in order to problematize them as a form of testimony; and finally, the documentaries will be analyzed from the theoretical path outlined to think about the “confession work” of the perpetrator.
Keywords: Perpetrator, Genocide, Documentary film, Testimony, Confession
Resumo:
Este artigo propõe-se a estudar alguns aspectos das declarações dos perpetradores de genocídio em filme documentário, tomando o genocídio cambojano como um estudo de caso. As características da declaração do perpetrador serão consideradas a fim de a problematizar como testemunho; e finalmente, os documentários serão analisados a partir da perspectiva teórica delineada a fim de pensar no «trabalho confessional» do perpetrador.
Palavras-chave: Perpetrador, Genocídio, Filme documental, Testemunho, Confissão
Résumé :
Cet article se propose d’étudier certains aspects des déclarations des auteurs de génocide dans les films documentaires, en prenant le génocide cambodgien comme étude de cas. Les caractéristiques de la déclaration de l’auteur seront examinées afin de la problématiser en tant que témoignage ; et enfin, les documentaires seront analysés dans la perspective théorique exposée afin de penser le «travail de confession» de l’auteur.
Mots-clés: Auteur du crime, Génocide, Film documentaire, Témoignage, Confession.
Datos del autor:
Lior Zylberman es Doctor en Ciencias Sociales, Investigador del CONICET y del Centro de Estudios sobre Genocidio de la Universidad Nacional de Tres de Febrero. Es Profesor Titular de Sociología en la Facultad de Arquitectura, Diseño y Urbanismo de la Universidad de Buenos Aires. Actualmente lleva adelante una investigación sobre la representación de los perpetradores de genocidio en el cine documental.
https://orcid.org/0000-0002-3500-2781
Fecha de recepción: 28 de julio de 2021
Fecha de aprobación: 5 de septiembre de 2021
¿Qué piden los muertos? ¿Que se piense en ellos?
¿Que se los libere juzgando a los culpables?
¿O quieren que se comprenda lo que sucedió?
Rithy Panh (Panh y Bataille, 2013: 18)
Presentación
Este trabajo se enmarca en una investigación que llevo adelante sobre la representación de los genocidios en el cine documental, focalizándome en esta instancia en la figura de los perpetradores. En un texto anterior sugerí una taxonomía para pensar las estrategias que ha desarrollado el cine documental para presentar a los victimarios (Zylberman, 2020a) y posteriormente desarrollé algunas aristas de la modalidad participativa (Zylberman, 2020b). En esta ocasión quisiera detenerme en la modalidad declarativa; es decir, en la ocasión en que el victimario da su palabra específicamente para la producción documental en cuestión.
Surge aquí una cuestión “técnica-nominal” para pensar la declaración de los victimarios: si bien formalmente los perpetradores testimonian –es decir, afirman algo en torno a lo que han visto o vivido–; en términos éticos el testimonio ha quedado como herramienta, como geografía, de la víctima-sobreviviente. Eso lleva a un primer problema: el análisis del victimario, de su palabra, no puede hacerse con las mismas distinciones, con el mismo andamiaje teórico, que el de la víctima sobreviviente. ¿Cómo denominar, entonces, y comprender su palabra? Algunos autores se han referido a este tipo de declaraciones como “confesiones” (Payne, 2008); sin embargo, dado el carácter religioso de esta acepción y debido a que la palabra del victimario posee sus particularidades es que en el marco de este artículo opto por pensar ciertos matices al momento de indagar su palabra: incluiré así la noción de confesión pero no me circunscribiré a ese término a modo de oposición al de testimonio. La hipótesis que aquí sostendré es que el victimario puede llevar adelante un “trabajo de confesión” solo bajo ciertas circunstancias.
Sin pretender clausurar el debate sino pensar herramientas para analizar las dimensiones y complejidades que trae la palabra de este actor, en lo que sigue me propongo estudiar algunas aristas de las declaraciones de los victimarios en el cine documental tomando como estudio de caso el genocidio camboyano. Primero expondré algunas consideraciones sobre el corpus de documentales, luego trataré de pensar las características que posee la declaración del victimario a fin de problematizarlo como testimonio. Finalmente, en un tercer momento, me dedicaré a analizar los documentales desde el recorrido teórico esbozado.
Antes de comenzar, es importante señalar que los documentales sobre el genocidio camboyano resultan relevantes al menos por dos motivos. Por un lado, la mayor parte de ellos presentan declaraciones de victimarios; algunos se concentran exclusivamente en ello, como Facing Genocide: Khieu Samphan and Pol Pot (David Aronowitsch y Staffan Lindberg, 2010) o Duch, le maître des forges de l’enfer (Rithy Panh, 2011), otros colocan la voz de los asesinos junto a las víctimas como The Conscience of Nhem En (Steven Okazaki, 2008) o S21, la machine de mort khmère rouge (Rithy Panh, 2003). Por el otro, el análisis de este corpus fílmico, reparando en la labor que los documentalistas llevan adelante, permitirá advertir un elemento crucial que distingue y diferencia la palabra del sobreviviente respecto a la del victimario: la responsabilidad.
Algunas consideraciones
¿Qué deferencias deben hacerse para pensar los documentales que nos presentan a personas responsables por crímenes de masa? Muchos de los documentales sobre el caso camboyano presentan una particularidad que difieren no solo de otras producciones sobre casos de genocidio sino del documental en general: la implicación del realizador. Directores como Rosane Saidnattar, Rithy Panh o Thet Sambath, son sobrevivientes del genocidio y parte de su familia fue asesinada durante el régimen de Pol Pot. Otros realizadores, como Guillaume Suon o Annie Goldson acompañan en sus producciones a sobrevivientes o a familiares de una víctima en su búsqueda por verdad y justicia. Por lo tanto, los documentales de este corpus parten de una implicación particular por parte de los realizadores. En dichas producciones subyace un deseo de conocimiento, de verdad y de justicia, aunque no necesariamente de una pena o de una condena; y dado que efectivamente la justicia penal llegó de manera tardía para enjuiciar solamente a los principales líderes de los Jemeres Rojos –muchos de ellos fallecidos antes del inicio de los juicios–, el documental se ha vuelto un tipo de instrumento de justicia, de herramienta de elaboración y confrontación con el pasado.
En ese contexto, y a pesar de que muchos sobrevivientes o familiares de víctimas se enfrentan a los responsables del exterminio de sus seres queridos, no hay una búsqueda de venganza. El documental, por lo tanto, no se vuelve una herramienta para denostar al victimario o escracharlo sino para cuestionarlo y para que asuma su responsabilidad ya que, en la posibilidad de asumirla, para la víctima será una situación de consuelo y desahogo. Aquí no habrá necesariamente perdón, pero sí comprensión: el documental se vuelve así un escenario particular de justicia. Por otro lado, esta relación vincular entre víctima-sobreviviente y victimario conduce hacia un interrogante más: ¿qué relación de poder se establece entre los implicados? En L’important c’est de rester viva (Roshane Saidnattar, 2009), en la mencionada Duch… o en Enemies of the People (Rob Lemkin y Thet Sambath, 2009) los directores, sobrevivientes todos ellos, se enfrentan a perpetradores que fueron parte, parafraseando la noción de Charles Wright Mills, de la elite del poder camboyana. Saidnattar convive con Khieu Samphan, Jefe de Estado de Kampuchea Democrática; Panh, establece un extenso mano a mano con Duch, quien fuera el director del centro de interrogación, tortura y ejecución S21; y Sambath con Nuon Chea, el Hermano número 2, es decir la mayor autoridad luego de Pol Pot. Entonces ¿qué poder detentan mientras el rodaje tuvo lugar estas personas que aparentan ser “simples viejos”? ¿qué poder irradian? En estos documentales es un sobreviviente quien ahora “interroga” a los ideólogos del exterminio pudiendo la cámara volverse un dispositivo de contrapoder; de este modo, las diversas técnicas que llevan adelante los realizadores, como el engaño o el ocultamiento de las verdaderas intenciones del documental, funcionan como escudos para cercenar el poder actual del perpetrador. El tiempo que le dedican los documentalistas para lograr su cometido lleva a que la espera y la paciencia actúe como una defensa ante el terror que puede provocar enfrentarse a personas de estas características. Asimismo, los realizadores saben que de cumplir con su objetivo –estos tres documentales al menos lo han logrado– conseguirán dar vuelta la relación de poder: el perpetrador quedará desenmascarado y el sobreviviente alcanzará justicia.
Raya Morag señaló que algunas de las producciones camboyanas poseen una estructura de duelo (Morag, 2020). Si bien coincido con su perspectiva, sugiero que no se debe perder de vista la dimensión del poder1; de este modo, si se contempla esta desigualdad de poder, podemos pensar la confrontación bajo una estructura de duelo del tipo “David y Goliat”. En ella, el sobreviviente-realizador, con su cámara cual una honda, vencerá a pesar de la desigualdad de condiciones. Eso no significa que el camino a transitar sea sencillo y el realizador tenga su victoria asegurada; al entrevistar a Duch, Rithy Panh, por ejemplo, reflexionó lo siguiente:
Tras cientos de horas de rodaje, vi la verdad con toda claridad: me había convertido en el instrumento de aquel hombre. En cierta medida, en su consejero. Su entrenador. Lo escribí: no busco la verdad, sino el conocimiento. Que se haga la palabra. La de Duch era una cantinela: un juego con la falsedad. Un juego cruel. Una epopeya borrosa. Con mis preguntas, había participado en su preparación para el proceso2. Luego, ¿yo había sobrevivido al régimen Khmer Rouge, indagaba el enigma humano en la persona humana de Duch, y él me utilizaba? Esa idea me pareció insoportable (Panh y Bataille, 2013: 23-24).
Los documentales no solo han expuesto a los líderes del genocidio camboyano, muchas de las producciones han traído la palabra de victimarios de menor rango como Suon o “la hermana Em” en Enemies of the People. El primero, un guardia y ejecutor, la última tuerca del engranaje; la segunda, un cuadro intermedio, responsable de aldea y jefa de Suon. En contraste con la estructura anterior propuesta, podemos pensar aquí un duelo más del tipo “David vs. David”; sin embargo, si bien pertenecen a un círculo muy menor en la estructura de poder, hay un elemento que los diferencia: la responsabilidad. Volveré a esta cuestión más adelante.
La declaración del perpetrador
Actualmente el testimonio implica sufrimiento, sufrimiento que emana del testigo en su acción de relatar lo que vivenció. El testimonio es también sinónimo y espacio de la víctima, del sobreviviente, tal como lo exploró Annette Wieviorka en su libro basal (2006). Allí historizó la manera en que el testimonio de los sobrevivientes del Holocausto emergió en el espacio público y se volvió un objeto ético. Efectivamente, en el testimonio del sobreviviente no solo se trata de afirmar lo que tuvo lugar sino también de hablar por los que ya no pueden hacerlo (Laub, 1992); es allí, en el hablar por el otro exterminado, donde se concentra lo ético del testimonio. Como señaló Terrence Des Pres, cuando hombres y mujeres se ven obligados a soportar cosas terribles a manos de otros, la necesidad de recordar se convierte en una respuesta general, “espontáneamente, se dedican a registrar el mal que se les impone (…) aquí y en situaciones similares, la supervivencia y el testimonio se convierten en actos recíprocos” (Des Pres, 1980: 31).
Otro de los aspectos desde el que fue trabajado el testimonio es en su relación con la experiencia personal y su relación –problemática– con la verdad. A pesar de la tensa y frágil relación entre memoria-testimonio-verdad (Mazzoni, 2010), en la “era del testigo” el relato del sobreviviente-víctima ha sido colocado como sinónimo de evidencia; en ese contexto, la irrupción de la palabra del perpetrador genera un temblor. Ante todo, porque las primeras palabras que este actor suele decir tienden a la justificación o negación del crimen, generando de este modo cierto rechazo en aquellos que están dispuestos a escuchar la palabra del sobreviviente-víctima. En ese sentido, la palabra pública del victimario sobre el pasado es también una forma de construcción de memoria, una contra memoria respecto a la memoria de las víctimas-sobrevivientes. A su vez, mientras que el sobreviviente al testimoniar puede atravesar por un proceso de rememoración que conduzca a un nuevo daño psicológico o físico; el perpetrador tiende a minimizar o a negar lo que el testimonio genera en el sobreviviente. En otras palabras, el sobreviviente pone su cuerpo, su vida, en su testimonio; el perpetrador, en principio, no pone en juego nada de sí cuando decide narrar. Es por eso, en un nivel ético, que no es posible emplear, comprender y colocar la palabra de la víctima y la del perpetrador en el mismo nivel como tampoco utilizar el mismo andamiaje teórico para su análisis. Sin embargo, en términos estrictos, la palabra del victimario es un testimonio; es decir, es una declaración que hace una persona para demostrar o asegurar la veracidad de un hecho por haber sido testigo de él. En su declaración, “el testigo es quien habiendo visto u oído hace una relación del acontecimiento. Así se habla de testigo ocular (o auricular)” (Ricoeur, 1983: 14). Aunque todo testimonio reclama ser creído, “crean lo que estoy contando” exclama el testigo en cada palabra que dice, este oscila en forma constante entre “la confianza y la sospecha” (Ricoeur, 2003: 209); es por eso que tanto el contexto de enunciación como el sujeto enunciador resulta fundamental para el estudio del testimonio. Con todo, mientras que una vez creadas las condiciones para escuchar el testimonio del sobreviviente éste es aceptado –yendo, en todo caso, desde la confianza hacia la sospecha–; el del perpetrador siempre parecería partir desde la sospecha hacia, y en forma condicional, la confianza. En ese trayecto, el victimario puede ser pensado como un “contra testigo”: afirma lo que vio y escuchó, pero en forma sospechosa ya que testimoniar entrañará para él implicarse o inculparse, por eso su primera reacción siempre será la de exculparse.
Entonces, ¿qué y cómo relatará lo que vio o presenció el perpetrador? El caso camboyano resulta una arena fértil para problematizar los diversos matices y complejidad que trae la palabra del perpetrador ya que en los documentales pueden ser encontradas diversas gradaciones que obligan a pensar que el testimonio del perpetrador no puede ser analizado en forma monolítica. Enemies of the People resulta un caso provocativo para pensar los matices del contra testigo y la oscilación entre la confianza y la sospecha. En dicho documental, en las escenas en que Nuon Chea se refiere a las matanzas del régimen que él condujo, afirma que nunca se ordenó exterminio alguno, que desde la dirigencia jamás se impulsó la muerte en masa, y que como gobernante de Kampuchea Democrática nunca se enteró de las muertes que su régimen causó sino tiempo después. Por otro lado, desde la primera escena Suon se reconoce como una persona que mató gente, que se le ordenó matar y que si no lo hacía él sería asesinado, y que en la actualidad se arrepiente de sus actos. Estos dos testimonios ilustran en forma sugerente la diferencia entre un testigo –Suon– y un contra testigo –Nuon Chea–, mientras uno afirma lo que hizo; el otro niega la posibilidad de que esas acciones hayan tenido lugar.
Algunos autores han optado por pensar las declaraciones de los perpetradores cuando estos admiten o discuten públicamente sus acciones pasadas como “confesiones” (Payne, 2008). Si bien dicho término posee una acepción judicial –la declaración que hace una persona reconociendo una falta ante un juez– también ostenta una fuerte carga religiosa: la confesión como sinónimo de una fe –de “confesión judía”– o como parte del sacramento de la penitencia en la que la persona confiesa los pecados que ha cometido a un sacerdote –luego debería haber una penitencia para posteriormente una absolución– allanando así el camino hacia la reconciliación. Pero la confesión exige también un examen de conciencia; así, ¿cuánto de comprensión, arrepentimiento, preocupación por el otro –la víctima en este caso– conlleva la confesión de un perpetrador? ¿Ante quien se confiesa? ¿Quién lo perdona? Aunque la cámara puede ser pensada como un dispositivo confesional ¿quién es el que estaría en condiciones de otorgar “el perdón de Dios” o, incluso en forma más problemática, el “perdón humano”?
Como luego retomaré, sugiero pensar la confesión como un proceso, como una instancia final, antes que una característica intrínseca de la declaración del perpetrador. En Facing Genocide… Khieu Samphan, próximo a ser detenido para ser enjuiciado, niega que el genocidio tuvo lugar, niega todo tipo de asesinato o exterminio aduciendo, entre otras justificaciones, desconocimiento. Duch glorifica los tiempos como director del centro S21 en Duch…, y Nuon Chea presenta la misma postura que Samphan en Enemies of the People, recién hacia el final del documental reconoce, quizá más como un lapsus que de manera intencionada, la existencia de asesinatos durante el régimen que comandó. Lo cierto es que estos perpetradores no se confiesan ante la cámara, no piden perdón, ni comprensión. Como contrapartida, los casos de Suon en Enemies of the People o de los diversos antiguos guardianes y torturadores del S21 en S21… resultan sugerentes ejemplos para pensar el trabajo de confesión. La cámara está allí como agente de escucha y junto al realizador-sobreviviente llevan adelante un trabajo de introspección de sus propias acciones, reconociendo sus crímenes, su responsabilidad y una voluntad de pedir perdón. Suon, junto con Khuon, intentarán buscar que otros perpetradores como ellos lleven adelante un proceso de autoexploración similar, y si bien para Suon haber revisado su pasado hace que no pueda sobrellevar el peso en su conciencia, resulta interesante ver de dónde llega el “perdón”: de parte de Chea. Efectivamente, hacia las últimas secuencias del documental, cuando Chea esté pronto a ser detenido para ser llevado a juicio, Sambath reúne a Suon y a Khoun con el exlíder en su casa. Los dos ejecutores lo confrontan, le piden explicaciones, le expresan su temor a ser enjuiciados –la escena sin dudas resulta muy interesante para observar el poder que Chea aún investía–, a todo ello el Hermano Número 2 los calma afirmando que ellos no tienen la culpa y que los están persiguiendo a ellos –los líderes–. El “perdón”, aquí, llega de la mano del superior y no, por ejemplo, de Sambath3. Volveré a la cuestión de la confesión más adelante, al detenerme en forma específica en las películas.
El testimonio siempre es una actuación, aunque no necesariamente en términos de performance sino el de una actividad que lleva adelante un individuo “durante un tiempo señalado por su presencia continua ante un conjunto particular de observadores” (Goffman, 1971: 33). Erving Goffman señala que será conveniente “dar el nombre de fachada (front) a la parte de la actuación del individuo que funciona regularmente de un modo general y prefijado, a fin de definir la situación con respecto a aquellos que observan dicha actuación” (Goffman, 1971: 33-34); la fachada, entonces, es la dotación expresiva de tipo corriente empleada intencional o inconscientemente por el individuo durante su actuación. El término fachada que introduce Goffman para analizar la presentación de la persona en la vida cotidiana permite explorar otras cuestiones para el análisis del testimonio del perpetrador en el cine documental: no solo la idea de puesta en escena que conlleva una actuación ante la cámara sino la misma noción de fachada; esto es el ocultamiento, aspecto o apariencia que una persona puede dar. Esto me permite así sugerir que todo testimonio del perpetrador comienza y en ocasiones concluye como un “testimonio fachada”: Nuon Chea o Khieu Samphan son los casos más representativos donde la fachada es la dotación expresiva por excelencia. En cambio, en el caso de Suon dicha fachada es sacudida por Sambath hasta hacerla caer. En otros casos, como en Brother Number One (Annie Goldson y Peter Gilbert, 2011) la sonrisa de un anciano, la de Meas Muth, un antiguo comandante de la Marina, esconde una participación activa en el régimen de los Jemeres Rojos. La insistencia en las preguntas tanto por parte de Rob Hamill como de Kulikar Sotho, quien actúa de intérprete, permiten percibir no solo la mentira –de no recordar el barco ni a su hermano pasa luego a contar qué le sucedió– sino también tanto su apoyo pasado como un respaldo presente al relato oficial del partido; esto es, que Pol Pot no ordenó ninguna matanza y que las mismas, si las hubieron, fueron hechas por infiltrados y saboteadores. En ese sentido, la sonrisa de Muth puede ser interpretada al menos de dos maneras: como una mera risa nerviosa o como una sonrisa mentirosa (Fig. 1). Al respecto, Paul Ekman ha señalado que la sonrisa “es la máscara encubridora más corriente” (Ekman, 2009: 136) identificando en sus estudios al menos cincuentas formas de sonreír; una de ellas es la que en ocasiones se “escapa” luego de decir una mentira. De este modo, en todos los casos recién mencionados, la cámara actúa como herramienta para evidenciar dicha fachada, para revelar la mentira o, al explorar los rostros, sugerir que existe una contradicción entre lo que se dice y lo que se oculta.
Matriz narrativa
Uno de los aspectos importantes a considerar sobre el testimonio del perpetrador es poder comprender cómo piensa y de qué manera explica y comprende los actos cometidos; de este modo, no solo resulta de interés los hechos que narra sino también poder detenerse en los modos, en las características y matriz narrativa de dicho testimonio. Una indagación de este tipo fue llevada a cabo por el psicólogo Roy Baumeister (1999), quien luego de extensas investigaciones propuso pensar algunos esquemas típicos en la matriz narrativa del perpetrador. Uno de ellos sostiene que en su narrativa las acciones que estos llevan adelante resultan “menos malas” para ellos que para las víctimas: mientras que las víctimas tienden a ver las cosas en categorías absolutas de bien o mal; los perpetradores ven una gran área gris. En consecuencia, muchos perpetradores pueden admitir que hicieron algo malo, pero también suelen expresar que no son totalmente culpables y que la maldad realizada no resulta tan mala como afirman otros –especialmente las víctimas–. Incluso si se culpan a sí mismos, los perpetradores suelen pensar que las víctimas exageran. Otra característica de la narrativa del perpetrador se resume en la frase “no pude evitarlo”, encerrando dicha expresión los aspectos y factores externos que están fuera del control de victimario conduciendo en consecuencia a una disminución de la responsabilidad.
Una diferencia sustancial entre los relatos de víctimas y de perpetradores implica la cuestión crucial de por qué el victimario actuó como lo hizo. Sus relatos muy rara vez muestran mezquindad o un deseo consciente de hacer daño o de matar, afirmando que sus actos fueron ordenados por una instancia superior o por un contexto determinado, e incluso si asumen su responsabilidad, nunca dirán que fueron motivados por el deseo de infligir daño como un fin en sí mismo. Por lo tanto, la visión de los perpetradores como sádicos se desprende de la visión de la víctima ya que los perpetradores rara vez se presentan de esa manera.
Otra diferencia importante radica en el lapso temporal de las historias. Las víctimas utilizan un período de tiempo muy largo: su vida previa, su llegada al centro de interrogación o campo de concentración, la vida allí, la liberación, etc. En su testimonio, la víctima describe los antecedentes, las consecuencias y su relación con el presente, expone también sus traumas y sufrimientos que perduran más allá del momento del exterminio: sintéticamente, el testimonio del sobreviviente puede ser comprendido bajo la idea de nunca olvidar. En contraste, el lema del perpetrador es “dejemos que el pasado sea pasado”: los perpetradores pueden proporcionar un recuerdo claro y detallado de algo que sucedió hace mucho tiempo, pero “parece estar entre corchetes en el tiempo” (Baumeister, 1999: 43). Por lo general, no dan antecedentes de los hechos que llevaron al acto ni describen consecuencias duraderas y si se refieren al presente comúnmente es para señalar su diferencia con el episodio pasado. Así, un hecho violento u opresivo retrocede en el pasado mucho más rápido para los perpetradores que para las víctimas: para los primeros, se convierte pronto en historia antigua; mientras que las víctimas pueden verlo como crucial para comprender el –y su propio– presente.
Desde ya que también hay relatos de perpetradores que consideran que han actuado de una manera totalmente apropiada y justificada; dicho acto, sin embargo, suele aparecer como un hecho aislado en el pasado distante que no tiene relación con la forma en que viven sus vidas en el presente. También muchos perpetradores se consideran víctimas ya que se ven a sí mismos como personas que han sido tratadas injustamente y, por lo tanto, merecen simpatía, apoyo y tolerancia adicional por cualquier daño que hayan cometido. En ese cruce del perpetrador como víctima se deposita también la violencia en esta última; es decir, si el perpetrador actúa de modo violento no es debido a su propia agencia sino porque la víctima lo ha obligado a actuar de ese modo. Por lo tanto, al culpabilizar a la víctima por la violencia infligida sobre ella, hace que la responsabilidad sea compartida.
Emerge así una de las distinciones por excelencia entre el perpetrador y la víctima, entre el testimonio de uno y otro: la cuestión de la responsabilidad. Dicha cuestión delimita y posiciona en forma tajante la diferencia entre el perpetrador y la víctima ya que ante la violencia genocida la víctima no posee margen alguno, ella no es responsable por la tortura que recibe o la muerte que se le da: la responsabilidad solo es la del victimario. Es más, es el victimario el que produce a la víctima4; por lo tanto, la responsabilidad es doble: por el acto violento en sí y por generar la condición de la víctima.
En su investigación sobre el genocidio camboyano, Alexander Hinton afirma que cuando les preguntó sobre el hecho de por qué cometieron tales abusos durante los años de la Kampuchea Democrática, muchos ex cuadros Jemeres Rojos “como perpetradores genocidas en todo el mundo, afirmaron que solo estaban ‘siguiendo órdenes’” (Hinton, 2005: 277); uno de ellos, cuando el antropólogo le preguntó qué diría si se encontrara con uno de sus antiguos prisioneros en la calle, respondió: “No se enojen conmigo. Cuando trabajaba en ese lugar, tenía que obedecer las órdenes de los demás. No soy malo y salvaje. No le hice nada a nadie. Si me hacían arrestar a alguien, yo iba a arrestar a la persona. Si me ordenaban hacer algo, lo hacía” (Hinton, 2005: 277). Si bien la cultura camboyana posee un fuerte respeto a la jerarquía y al orden social, teniendo la obediencia, según Hinton, la connotación del korop –el término jemer para una reverencia postrada teñida de asombro y miedo que lleva a respetar, honrar y obedecer a una persona o institución– este tipo de respuesta es la que resulta insatisfactoria para cualquier investigador –como también para los sobrevivientes– ya que absuelve al autor de la responsabilidad y la necesidad de expresar personalmente el remordimiento.
Sin dudas la investigación de Stanley Milgram (2016) ha iluminado acerca del problema de la obediencia a la autoridad como de ciertos aspectos de la obediencia debida. Con sus experimentos, Milgram propuso esquemas y características de la obediencia incluso a ordenes crueles, sugiriendo que este proceso psicosocial se produjo y se produce en una amplia gama de contextos, incluido el Holocausto. La explicación de la obediencia a la autoridad pone de relieve una dinámica clave en el genocidio: en algunas situaciones, como fue en el centro S21, los guardias e interrogadores se vieron muy presionados –incluida su propia muerte– a obedecer órdenes. De este modo, para ellos, como comentan algunos en el documental de Panh, matar resultó más “sencillo” cuando fue autorizado por un superior o institución. Sin embargo, como señala Hinton en su lectura de Milgram, este paradigma explicativo tiene problemas para dar cuenta de otras dimensiones de la violencia genocida, como la rabia y el odio intenso que en ocasiones la acompañan: ¿por qué, por ejemplo, los perpetradores brutalizan tan a menudo a sus víctimas de una manera que “excede sus órdenes”? (Hinton, 2005: 279). Otro polo que no se puede saldar desde esta perspectiva es la cuestión de la mencionada agencia del perpetrador: en tanto sujeto responsable el perpetrador siempre tiene cierto margen de “creatividad”. En S21, por ejemplo, el interrogador tenía diversos métodos de tortura a disposición, eligiendo uno o varios en particular e incluso podía inventarlo. De este modo, aunque se encuentra en una relación de obediencia, el perpetrador posee y se mueve dentro de cierto margen de “libertad”. Otra crítica que se le debe hacer al modelo Milgram es la cuestión de la subjetividad: ¿qué sucede con la del victimario? ¿qué lo motiva a llevar adelante dicha orden? En el contexto de un genocidio, ¿cómo se construyen, negocian y rehacen las subjetividades de los perpetradores?
Antes sugerí que resulta importante reparar en el posicionamiento temporal que el victimario hace al relatar el pasado. En ese sentido, los diversos testimonios que presentan los documentales permiten observar un elemento más para ahondar en la cuestión de la responsabilidad: su posición en el presente. Es decir, no solo cómo narran sus acciones pasadas y cómo se posicionaron y comprendieron dicha violencia sino también cómo narran, justifican y se posicionan en el presente. En Enemies of the People la diferencia se ve claramente entre Nuon Chea y Suon –el primero niega los asesinatos, el segundo intentará pedir perdón por los crímenes que cometió–; en el documental de Panh, Duch habla del pasado como una época gloriosa; Meas Muth en Brother Number One pone en discusión el número de muertos y apoya la teoría conspirativa que supuestamente hizo fracasar el proyecto de Pol Pot; Nhem En, el fotógrafo que tomó la mayoría de los mugshots de S21, se sigue refiriendo a un “nosotros” en el presente cuando da su testimonio en The Conscience of Nhem (Steven Okazaki, 2008). Ese posicionamiento no es sino uno modo de interpretar, de otorgar sentido a la violencia ejercida en el pasado.
La responsabilidad
En los diversos documentales escuchamos que los perpetradores de los niveles más bajos repiten en varias ocasiones que mataron porque si no eran ellos los que serían asesinados. A diferencia de otros casos históricos, donde los perpetradores que se negaban a participar en los crímenes sus vidas no corrían necesariamente riesgo–como en el Holocausto o como en la dictadura argentina, donde a lo sumo se los degradaba–, en la Kampuchea Democrática sí. Si bien los Jemeres Rojos habían señalado desde un principio quiénes eran los “enemigos del pueblo” –como el viejo pueblo, los Estados Unidos o el capitalismo–, la noción de enemigo actuó como un significante vacío que se iba “llenando” según las circunstancias; así, en las constantes purgas, los victimarios fueron convertidos en víctimas y viceversa. Esta característica en la construcción del enemigo hizo de la delación una práctica corriente, que en situación de hambre podía llevar a aquel que denunciaba a un “enemigo” recibiera una doble ración de arroz, y que incluso la propia elite de los jemeres rojos sea objeto de la maquinaria genocida, como Hou Yuon, importante cuadro del partido comunista camboyano, o Vorn Vet, ministro de economía, quien fuera ejecutado en S21 en 1978.
Dado que en la mayoría de las producciones los perpetradores son confrontados o puestos a dialogar con familiares o sobrevivientes, al analizar los documentales camboyanos resulta imprescindible reparar en cómo se posicionan los victimarios ante sus propios crímenes. Si bien Karl Jaspers (1998) problematizó diversos niveles de responsabilidad y culpa, para el caso de los perpetradores camboyanos los niveles presentados por el alemán quizá deban ser complementadas con algunas ideas de Paul Ricoeur. Para decirlo de otro modo, no solo hace falta pensar “el problema de la culpa” sino también la responsabilidad y las formas de hacerse cargo.
Ricoeur señala que el término responsabilidad se encuentra “bien fijado” en su uso jurídico clásico: en derecho civil, la responsabilidad “se define por la obligación de reparar el daño que hemos causado con nuestra falta” (Ricoeur, 1997a: 39), ello conlleva a la obligación de reparar o sufrir la pena. En síntesis, esta perspectiva, como si fuera un libro contable, implica la imputación de una acción a un agente, considerándolo autor de sus actos y, en consecuencia, dichas acciones son puestas en su cuenta. Ricoeur señala, sin embargo, que la responsabilidad no puede reducirse únicamente a ello, a medirla o a cuantificarla. Repasando ideas de Emmanuel Levinas o Hans Jonas, Ricoeur sugiere pensar la responsabilidad más allá de la imputación sino también como asignación o atribución; es de decir, ya no solo rendir cuentas sino también hacerse cargo de las acciones cometidas. Desde esta perspectiva uno es responsable por el otro ya que la responsabilidad no se reduce al juicio dado sobre la relación entre el autor de la acción y los efectos de ésta en el mundo, sino que “se extiende a la relación entre el autor de la acción y el que sufre dicha acción, la relación entre agente y paciente (o receptor) de la acción” (Ricoeur, 1997a: 60). Pero ello no es todo, en su presentación Ricoeur sugiere pensar el alcance de la responsabilidad incorporando una dimensión más: la dimensión temporal futura. Esta dimensión habilita pensar los alcances de los actos en forma más amplia; así, a la manera de Jonas, la responsabilidad no solo debe ser pensada retrospectivamente, en tiempo pasado –los actos que se cometieron–, sino también prospectivamente hacia los efectos potenciales de la acción. La apertura de dicha perspectiva para pensar la responsabilidad conduce a una extensión significativa de esta noción, pero también, sugiere Ricoeur, a dificultades para pensar la cadena de consecuencias de la acción.
El proceso político en la Camboya post genocida habilitó a que después de décadas de finalizado el régimen de Pol Pot se lograra la posibilidad de juzgar a los cuadros jemeres rojos más importantes5. Si bien se intentó llevar a juicio a otros responsables, la parte camboyana del Tribunal Internacional mixto ha insistido durante mucho tiempo en que los procesos debieron terminar luego de los casos contra Nuon Chea y Khieu Samphan; el propio gobierno camboyano señaló que no hay más acusados y que el proceso ha terminado. Entonces, si no hay posibilidad de juicio ni de condena ¿cómo pensar la responsabilidad y sus efectos? Más allá de la posibilidad de condenar o no, la no asunción de responsabilidad, de no hacerse cargo de los actos pasados, llevan –a futuro– a que las víctimas, los familiares y sobrevivientes transiten un duelo infinito. En dicho contexto, ¿qué sucede con el resto de los perpetradores? Incluso si no hay lugar para la condena o la pena, ¿cómo alcanzan los sobrevivientes y familiares la verdad? En consecuencia, las producciones sobre los perpetradores camboyanos abren la posibilidad de pensar al documental como una importante herramienta para tramitar la responsabilidad. Si los tribunales no brindan la oportunidad, el cine puede transformarse en un dispositivo de justicia; no necesariamente para condenar sino como un espacio para la asunción de la responsabilidad, reconocimiento de crímenes e incluso como instancia de elaborar un (im)posible perdón.
Cuando el testimonio se vuelve confesión
Como señalara al inicio del escrito, los documentales sobre el caso camboyano poseen la particularidad de presentar testimonios de perpetradores, tanto el de aquellos que asesinaron –los más bajos en la escala–, como el de los “grandes perpetradores” (big perpetrators) (Morag, 2020). El hecho de que diversos realizadores puedan acceder a registrar declaraciones de victimarios permite pensar cómo viven y transitan en la Camboya contemporánea como también la manera en que el régimen de Pol Pot operó sobre la sociedad: así, en la actualidad, toda familia o bien posee algún miembro asesinado durante el genocidio o bien algún miembro que fuera ejecutor. Vemos también diferencias de clase: los guardias de S21 del documental de Panh o Suon en Enemies of the People son campesinos, mientras que Khieu Samphan o Nuon Chea son intelectuales que viven o bien en la ciudad o en casas rurales acomodadas. Entre estos dos estratos existe también una diferencia sustancial: la edad. Mientras que los “grandes perpetradores” son ya ancianos, los cuadros medios y bajo son adultos de 60 años promedio. Nhem En, por ejemplo, tenía 16 años cuando comenzó a fotografiar a los prisioneros en el centro S21. Considerar la edad de los victimarios no es un dato menor, dicha cuestión nos revela parte del proyecto de los Jemeres Rojos en el cual los jóvenes –adolescentes y niños– resultaban más dóciles para la conformación del nuevo pueblo que los adultos. Si señalo esto no es para quitar responsabilidad a los otrora jóvenes sino para desandar el vínculo empático que nos puede generar observar a un adulto mayor, con todos los achaques del tiempo y la enfermedad: Chea o Samphan no cometieron ningún “pecado de juventud”6.
El testimonio del perpetrador, entonces, habilita la posibilidad de estudiar cómo se ejercía el poder y el terror en la Kampuchea Democrática. Revisemos entonces los testimonios de Noces rouges (Lida Chan y Guillaume Suon, 2012), el primer documental en indagar sobre los matrimonios forzados que tuvieron lugar durante el período de los Jemeres Rojos. Aquí seguimos a Sochan, una mujer que a los 16 años fue obligada a casarse con un soldado y que posteriormente la violó. Pronto a comenzar los juicios en el marco del Tribunal de Camboya, Sochan manifiesta las preguntas que desea hacerle a los líderes –como por ejemplo por qué fueron espiados durante la noche de bodas o por qué la obligaron a casarse cuando las parejas no iban a vivir juntas–; sin embargo, algunos líderes medios “todavía viven entre ellos” y Sochan decide ir a confrontarlos para conocer la verdad. La primera mujer a la que acude Sochan, a quien promete que no será filmada (Fig. 2), afirma que ya habló demasiado y que está cansada, que ya es mucho para ella; para Sochan, sin embargo, nunca será demasiado. Sochan solamente quiere saber qué pasó, quién tomó las decisiones; la mujer vuelve a responder “no lo sé”. Ya con otro encuadre (Fig. 3), por el cual podemos apreciar que sigue siendo una virtual cámara oculta, Sochan vuelve a preguntar quién ordenó su casamiento; la mujer responde nuevamente que ella no fue. Sochan, sin embargo, sabe que ella fue la jefa de distrito, cosa que la mujer niega. Sochan, incrédula ante semejante respuesta, le dice que la conoce, que sabe quién es. La mujer descree: “¿tenés alguna prueba?”, le responde. La tensión que se produce en este diálogo imposible entre la víctima y el victimario resulta sugerente para reparar en el choque de testimonios. Ambas mujeres testimonian, ambas hacen afirmaciones sobre sus acciones, sobre lo que oyeron, vieron o hicieron; una afirma algo sobre la otra, la otra niega esas afirmaciones. Esta secuencia resulta de importancia para profundizar la diferencia entre el testimonio de la víctima y el del victimario: la mujer tiene una verdad que no está dispuesta a revelar y en su negación a contar la verdad, al no asumir su responsabilidad, el crimen se perpetúa en el presente. Y si ella no fue responsable, ¿entonces quién fue? ¿a quién encubre?
A pesar de la negativa, Sochan no abandona su búsqueda intentando ahora que la jefa de la aldea le cuente la verdad. La jefa parece tener mejor memoria y le cuenta a Sochan que “nosotros a veces casábamos a 5, 10 o 20 parejas”. El nosotros resulta importante de remarcar ya que aquí en vez de evadir la pregunta de la víctima, hay un posicionamiento preciso por parte de la mujer7. Sin embargo, cuando Sochan intenta profundizar en las preguntas –por qué eran torturados, por ejemplo– la mujer responde “no lo sé”; a partir de allí, todas las respuestas de la mujer terminarán en el mismo callejón sin salida: “no tengo respuesta” o “desconozco”. Sochan “la ayuda” a recordar, comentándole por qué piensa que fue espiada en su noche de bodas, la mujer ahora recuerda las razones: confirmar que el matrimonio se consume. Resulta preciso señalar, sobre todo con esta escena, el eje de miradas entre ambas mujeres: en la Fig. 4 la mujer mira al costado, en el lugar donde está Sochan; cuando responde, sin embargo, mira hacia adelante, hacia el vacío (Fig. 5). Al igual que en la secuencia anterior la victimaria esquiva la mirada de la víctima; la evasión de la mirada, ¿puede ser interpretada como una forma de culpa por parte del perpetrador?8. Con todo, a pesar de la información que le dio, le dirá que para saber la verdad tiene que ver al señor Oeun, quien fue el que ordenó los matrimonios y ejecuciones.
Oeun, jefe comunal desde 1979, afirma ante Sochan que no tiene miedo de hablar (Fig. 6) y ella, entonces, pregunta una vez más. Oeun, sin embargo, responde que “en cuanto a mí, nunca forcé a nadie a casarse. Nunca dije tenés que casarte o serás asesinado”. Sochan le pregunta si entonces sus subordinados fueron los que organizaban las parejas y Oeun responde que fueron los “pequeños líderes como ella [la mujer está a su lado] los que designaban las parejas… yo no estaba al tanto”. La jefa le advierte a Sochan que está haciendo ya demasiadas preguntas; en consecuencia, la escena termina con Sochan tranquilizándolos, afirmando que ya es suficiente.
Esta secuencia puede ser analizada desde diversos niveles. Primero, es importante remarcar la no asunción de la responsabilidad, o, para decirlo en forma más coloquial, la manera en que “se patean” la responsabilidad. En este documental, escuchamos testimonios de cuadros bajos y medios, los bajos la patean hacia arriba, los medios o bien hacia arriba o bien hacia abajo. Asimismo, los “grandes perpetradores”, Samphan en Facing Genocide (Fig. 7) y Chea en Enemies of the People, afirman que ellos nunca ordenaron ninguna matanza ni estaban al tanto de ellas; por lo tanto, la mayoría de los victimarios patean la responsabilidad hacia abajo y hacia arriba e, incluso, hacia afuera: Meas Muth, Samphan y Chea abonan la teoría del sabotaje exterior. En consecuencia, nadie es responsable o, en todo caso, parecen quedar como únicos responsables los cuadros más bajos, los ejecutores.
Esta no asunción de responsabilidad es también un signo del funcionamiento del terror en la Kampuchea Democrática que conviene ser comprendida desde las formas de ejercicio del poder. Por un lado, debemos tener presente la compartimentación del territorio en diversas regiones y distritos y en su interior en aldeas y granjas; todas con sus respectivos líderes y cadena de mando (Kiernan, 2010). Segundo, como ya fuera señalado, el autopatrullaje, la delación y la constante metamorfosis de la figura del enemigo hacían que cualquier “desvío” pudiera ser interpretado como contrarrevolucionario; el mandamiento de los Jemeres Rojos “lucharás con coraje y determinación contra cualquier enemigo, contra todos los obstáculos, dispuesto a sacrificarlo todo, hasta tu propia vida, por el pueblo, los obreros, los campesinos, por la Revolución, por el Angkar, sin titubear y sin descanso” fue llevado hasta las últimas consecuencias, y a pesar de una vigilancia estricta y libertades restringidas se veneraba las iniciativas autónomas de delación de enemigos. Tercero, si bien solemos referirnos a este período y a este régimen como “el de Pol Pot”, lo cierto es que el Hermano Número Uno recién reveló tanto su existencia como la del Partido Comunista de Kampuchea en un discurso en septiembre de 1977 (Frings, 1997: 813); hasta ese momento, el Angkar –la organización– era una entidad impersonal, omnipresente y sin rostro, penetrando en todas las esferas de la vida a nivel capilar. Dicha omnipresencia hizo que el poder pudiera ser ejercido con mayor docilidad y sin oposición, el Angkar guiaba las acciones de los victimarios y también las justificaba; en consecuencia, al mismo tiempo que exigía obediencia, eximía de responsabilidad a quienes acataban. De este modo, quizá Oeun nunca “exigió” casar a alguien, tan solo exhortó a obedecer al Angkar.
Nouces Rouges, Facing Genocide, Duch…, Enemies of the People, son documentales donde la responsabilidad es “pateada”, esquivada de tal forma que lleva a oscurecer la cadena de mando para lograr así que la propia obediencia debida sea puesta en jaque. Sin embargo, ¿qué sucede cuando “la pelota” se detiene? Allí es donde comienza el sinuoso camino de transformar al perpetrador en sujeto responsable, de convertir su testimonio en una confesión. Ahora bien, ¿cómo es ese trayecto? ¿cómo transformar un testimonio en una confesión? Se vuelve preciso revisar la noción de confesión y entenderla más allá de una forma discursiva; al hacerlo, sugiero que, así como el psicoanálisis se refiere al “trabajo de duelo”9, podamos también pensar un trabajo de confesión, llevando entre otras cosas a que la confesión no sea únicamente el espacio de una única expresión –“yo hice determinada cosa”– sino que dicho trabajo sea comprendido como un proceso. Como afirmó Rithy Panh, “el reto es traer a los torturadores de vuelta a la humanidad. Y eso se hace por la acción de testificar” (Oppenheimer, 2012: 246). En esa entrevista que Joshua Oppenheimer hace a Panh, el director camboyano no clarifica qué entiende por volver al perpetrador a la humanidad, en ella sí insiste en las condiciones en que el perpetrador debe testimoniar como en la posibilidad que existe de reactivar la memoria corporal, una memoria que debe ser “escuchada” cuando las palabras no alcanzan o no llegan. Esa vuelta a la humanidad, según entiendo a Panh, no es sino el trabajo de confesión.
Ahora bien, como antes señalé el trabajo de confesión no es la mera afirmación sobre el crimen sino, siguiendo a Michel Foucault, la emergencia de “la cuestión del sujeto criminal” (Foucault, 2014: 233). En la mayoría de los documentales donde se recurre a la modalidad declarativa –y me refiero aquí también a documentales sobre otros casos– el perpetrador solo se remite a decir algo, a dar detalles, sobre el crimen. Pensemos, por ejemplo, los pormenorizados detalles que brinda el ex SS Franz Suchomel en Shoah (Claude Lanzmann, 1985). Discursivamente es una confesión pero que se mantiene en el plano informativo; en otras palabras, y siguiendo a Foucault, no dice nada sobre la verdad del criminal. En los cambios sucedidos en la justicia durante el siglo XIX que el francés señala, sugiere que el juez dice al acusado: “no te limites a decirme lo que has hecho sin decirme al mismo tiempo y por su intermedio quién eres” (Foucault, 2014: 233). Desde esta perspectiva, entonces, la confesión, el trabajo de confesión, es una apertura a otra cuestión: a la de la subjetividad. Lo que hace el trabajo de confesión, entonces, es volver al perpetrador en un sujeto responsable, confiesa para asumir su propia responsabilidad. Es también, siguiendo aquí a Ricoeur, una idea de reconocimiento (Ricoeur, 1997b: 198): reconocimiento de la víctima como tal y reconocimiento de sí mismo como perpetrador.
Sin embargo, no todos los documentales que obtienen testimonios de perpetradores alcanzan a efectuar un trabajo de confesión: quizá porque el perpetrador no está dispuesto o porque el realizador no posee la intención o la pericia para hacerlo; dicho trabajo no es una tarea sencilla. En Camboya fue el film de Rithy Panh S-21, la machine de mort Khmère rouge el que habilitó dicha posibilidad; estrenada en un momento histórico donde la posibilidad de que un tribunal juzgue a los máximos responsables del genocidio parecía muy lejana10, Panh logró reunir en este documental a sobrevivientes del centro S21 con antiguos guardias y torturadores. La locación donde se registra todo el metraje del documental condiciona desde el primer momento los testimonios, tanto victimarios como sobrevivientes no se referirán a un “allí pasaron estas cosas” sino a un “aquí pasaron estas cosas”; en consecuencia, la memoria corporal interviene de manera particular jugando un rol fundamental. En el hoy museo de Tuol Sleng los antiguos guardias y torturadores se reúnen para recordar el pasado, pero no en forma radiante (Fig. 8) sino reflexiva; de este modo, en las diversas secuencias describen en forma detallada la vida cotidiana en aquel centro, las formas de tortura como también los pormenores de los interrogatorios y posteriores ejecuciones. En sus dichos, se llega a comprender al menos dos características del centro: que todo prisionero que llegaba ya era considerado culpable y, por lo tanto, un “muerto vivo”, y que la precondición para ser ejecutado era la autoinculpación del detenido a través de las confesiones alcanzadas a través de la tortura. Para que la ejecución se efectivice, si es que el detenido no moría durante la tortura, el detenido debía confesar: en los relatos de los guardias, escuchamos cómo lograban hacer que incluso personas analfabetas se declararan agentes de la CIA o de la KGB o de ambas agencias al mismo tiempo. En S21… Van Nath (Fig. 9), un pintor y uno de los pocos sobrevivientes del centro, actúa como “coordinador” del trabajo de confesión, mostrando en una de las escenas algunas de sus pinturas –que han servido como testimonio de lo ocurrido en aquel centro– preguntándoles cómo es posible que no sintieran nada, que no tuvieran compasión por las víctimas. Los victimarios responden que habían sido adoctrinados para no tener piedad ante el enemigo, que eran muy jóvenes y que tenían miedo11. Así y todo, el trabajo que hace la película es que, a pesar de la edad, a pesar del terror, los victimarios mediten –y tengan el tiempo para ello– sobre sus acciones pasadas para comprenderse, saber quiénes han sido y quienes son, cómo el pasado tiene sus consecuencias en sus personalidades presentes; en otras palabras, reconocerse como perpetradores.
Al hacerse este documental en un contexto de impunidad, la película de Panh permite observar que dicho trabajo de confesión efectivamente puede hacerse, que los perpetradores pueden reflexionar sobre el pasado y que sus palabras pueden habilitar diversos caminos para que las víctimas y sobrevivientes conozcan la verdad e incluso alcancen justicia. El trabajo también radica en hacerlo con, y en el, tiempo; abrir y dar el tiempo para contar, no solamente para obtener información sino para dar cuenta cómo la propia subjetividad de los antiguos guardias se ha ido transformando. En ese marco, el caso de Him Houy resulta significativo. Al inicio del documental lo vemos con su familia y con su bebé recién nacido; al recibir la invitación al rodaje, el antiguo guardia expresa sus dudas y es la madre quien lo incentiva a participar, le dice, entre otros consejos, que es una oportunidad para transformarse en un hombre nuevo. Quizá la película efectivamente sirvió para una transformación en Houy, quizá el trabajo de confesión llegó a buen camino, y es en About my father (Guillaume Suon, 2010), un documental posterior producido por Panh, donde vemos sus efectos: allí él, junto a otro antiguo guardia que también vimos en S21… intentarán ayudar a Phung-Guth Sunthary, una mujer que busca la verdad sobre su padre asesinado en el centro en cuestión. Houy contará detalles del funcionamiento del centro y le pedirá perdón por sus actos pasados, asumiendo su responsabilidad. Ella agradecerá su gesto, pero no le dará, al menos en ese momento, su perdón.
La contrapartida a una situación de este tipo y que nos permite distinguir entre la confesión y el trabajo de confesión, la encuentro en Brother Number One. Dicho documental sigue a Rob Hamill, un antiguo remero y político neozelandés, que busca justicia por su hermano Kerry, quien fuera secuestrado y asesinado en el centro S21. Como parte de las querellas contra Duch, Hamill viaja a Camboya para asistir al juicio y la ocasión le permite explorar y escuchar de primera mano la historia del genocidio. En el Tribunal, Duch pide perdón, con ojos llorosos, por los crímenes que cometió. Esta acción bien puede ser pensada como una confesión; sin embargo, Hamill comenta que Duch nunca lo recibió en forma personal para pedirle perdón ni tampoco le escribió. El pedido de perdón, la confesión, no fue sino una estrategia defensiva de Duch antes que un verdadero trabajo de confesión, las lágrimas que derramó no fueron personales ni íntimas sino lágrimas de cocodrilo, una fachada.
Entonces, ¿cómo es que el cine puede ayudar al trabajo de confesión? Desde ya que dicho trabajo no es una capacidad exclusiva del cine; sin embargo, este posee ciertas herramientas que pueden colaborar a recorrer dicho camino. El recorrido depende del tiempo, de la pericia del realizador como también, en última instancia, de la voluntad del victimario. Micheal Renov ha dedicado una serie de ensayos para dar cuenta cómo el cine –tanto el documental como el experimental– pueden volverse herramientas para la autoexaminación e instrumentos de confesión –las denominadas “videoconfesiones” (Renov, 2004)–; sin embargo, los ejemplos analizados se concentran en producciones en primera persona donde es el propio realizador el que lleva adelante el acto de confesión. Eso no exime la reflexión que hace sobre la cámara; así, en sus textos, trae a colación las ideas de Jean Rouch, documentalista y antropólogo y uno de los padres del cinema vérité, quien afirma que
Muy rápidamente descubrí que la cámara era otra cosa; no era un freno, sino, para usar un término automovilístico, un acelerador. Empujas a estas personas a que se confiesen y parecen que no tienen límite. Parte del público que vio la película [se refiere a Chronique d’un été, 1961] dijo que era una película exhibicionista. No lo creo. No es exactamente exhibicionismo: es una especie de confesión muy extraña frente a la cámara, donde la cámara es, digamos, un espejo, y también una ventana abierta al exterior (Eaton, 1979: 51).
Tomando esta forma de comprender las posibilidades de la cámara, el documentalista con ella puede llegar a actuar como un verdadero oráculo ayudando al perpetrador a realizar la máxima “conócete a ti mismo”. Por otro lado, el territorio específico donde la cámara se detiene es el rostro, un rostro que, mediante el registro audiovisual, queda detenido en el tiempo en un constante y eterno presente. El primer plano no arranca el rostro de su conjunto sino que, siguiendo a Béla Balázs (1957), lo abstrae de todas las coordenadas espacio-temporales elevándolo al estado de Entidad: el rostro es así el espacio a explorar en el trabajo de confesión, no su fisonomía sino sus expresiones.
El valor expresivo del rostro es comprendido por Thet Sambath para realizar su documental junto a Rob Lemkin ya que en Enemies of the People el rostro expresa más que las palabras dichas por los protagonistas. Sambath, un periodista que vive en Phnom Penh, dedicó muchos años de trabajo para realizar su película: no solo el escaso tiempo libre que tenía disponible sino también todos sus recursos económicos. El resultado es una película donde se presenta por primera vez el testimonio de un gran perpetrador, y es también una película donde victimarios de menor rango pueden intentar efectuar un trabajo de confesión. Así, Enemies of the People tiene varios niveles y líneas argumentales que convergen en el final pero no necesariamente en términos armónicos. En un primer nivel se encuentran las largas conversaciones que Sambath mantuvo con Nuon Chea, el Hermano Número Dos12, a lo largo de varios años. Sambath, que posee familiares asesinados durante el régimen de Pol Pot, ocultará esa información para lograr ganar la confianza de Chea, primero para conversar y luego para filmarlo; solo hacia el final le revelará su historia. El testimonio de Chea girará en torno a su vida y al proyecto de los Jemeres Rojos, apareciendo ante nosotros como un “simple abuelito” (Fig. 10). Cobra importancia, entonces, el segundo nivel en el cual Suon y Khoun, antiguos ejecutores, dan cuenta de sus crímenes. Entre ambas líneas se produce entonces una tensión, un verdadero choque: mientras estos dos hombres hacen afirmaciones sobre sus actos –“yo maté, me ordenaron”–, Chea niega el exterminio. Quizá más acostumbrado a dar declaraciones y al juego político, el testimonio de Chea puede ser pensado también como una fachada; sin embargo, de manera inexplicable, quizá por exceso de confianza, quizá cometió un lapsus, quizá por cansancio o quizá porque Sambath logró hacer la pregunta adecuada, hacia el final de documental –no sabemos en forma concreta en qué momento de los encuentros Chea se refiere a ello– reconocerá que a los enemigos se los mataba. Sin que su rostro se conmueva, afirma que la cuestión de los enemigos había que resolverla de alguna manera: “los matábamos y destruíamos” (Fig. 11); eran enemigos del Pueblo, era “la solución más adecuada”.
En forma paralela a las conversaciones con Chea, Sambath viaja al noroeste de Camboya, la zona donde más asesinatos se cometieron; allí, afirma el director, hay cientos de asesinos. Reacios y temerosos de hablar al principio, Suon y Khoun harán de su testimonio un trabajo de confesión; contando en detalle cómo asesinaban, también narrarán cuestiones más profundas como sus sueños y pesadillas. De hecho, la primera escena de la película, a modo de prólogo y anticipo del tema de la película, es Khoun contando las imágenes de un sueño recurrente: las matanzas, zanjas abiertas y antorchas. De este modo, esta pareja no solo le mostrará los lugares de perpetración, paisajes calmos y yermos (Fig. 12) en la actualidad, sino que narrarán sus crímenes y se colocarán como sujetos responsables: “Yo hice esas cosas”, afirmará Suon. La obediencia debida es una justificación para ellos –la dicotomía matar o me mataban–; sin embargo, saben que el documental es una posibilidad “de volver a la humanidad”, un camino para la verdad, una herramienta para que las generaciones venideras sepan lo que ocurrió en su país de primeras fuentes. Con ese propósito, Suon y Khoun ayudarán a Sambath a que otros victimarios también hablen, encontrando así a otros ejecutores que primero negarán sus crímenes para después, una vez tranquilizados que no serán juzgados en el Tribunal, contar con detalle sus asesinatos. De manera diferente, la Hermana Em, un cuadro intermedio y con mayor responsabilidad en la organización política de una aldea, prefirió no dar a conocer su rostro (Fig. 13) y mantendrá su testimonio en el plano de lo abyecto: “nada fue decisión mía… me ordenaron”.
Sambath logrará que Chea reciba a Suon y Khon en un momento quizá incómodo en el cual el exlíder los exculpa de toda responsabilidad e intencionalidad (Fig. 14). Aunque el anciano los exime de culpa, Suon y Khon no deslindan su responsabilidad, y luego de esa escena llevan adelante una especie de ritual de purificación: de noche, en las zanjas e iluminados con antorchas, Suon y Khon se asumen como sujetos responsables. Si bien ahora rechazan toda vuelta de violencia, Suon aceptará su muerte en caso de que alguien quiera vengarse (Figs. 15-16). Es recién luego de ese extenso trabajo de confesión por parte de dos victimarios y que Nuon Chea sea detenido para ser llevado al Tribunal, que Sambath puede hablar sobre el perdón; para él, ambos elementos le han traído un sentimiento de justicia: “Es por eso que descubrir la verdad y comprender el pasado es mejor. Dejo ir mis sentimientos para descubrir la verdad para el pueblo camboyano y las víctimas. Ahora entiendo todo y mi búsqueda ha terminado” (Chon y Sambath, 2010: 166).
A modo de cierre
En este trabajo me propuse indagar en la modalidad declarativa sugerida para el estudio de la representación de los victimarios en el cine documental. En ese marco, algunas producciones sobre el genocidio camboyano arrojan luz sobre las diversas formas en las que el victimario puede dar su palabra en la pantalla.
Sugerí que el testimonio del perpetrador puede abrir a un trabajo de confesión. Con lo expuesto, ello no implica que en todos los casos de genocidio o de violencia estatal el victimario esté siempre dispuesto a dicho trabajo. El caso camboyano, los documentales aquí analizados, poseen sus particularidades: ante todo la pericia de los realizadores por haber dado y convencido a perpetradores a declarar en sus películas; luego, la voluntad de los propios perpetradores a reflexionar –o no– sobre sus actos; finalmente, la creación de marcos específicos para que el perpetrador asuma su responsabilidad.
Existe también un factor más que distingue a este caso de otros: algunos de los realizadores de los documentales aquí trabajados son sobrevivientes y víctimas del genocidio. Por lo tanto, ¿cómo pararse ante los responsables del exterminio de sus familias? ¿cómo preguntar? ¿cómo hablarles? Raya Morag sugirió que el documental camboyano, siguiendo a Jean Améry, lleva adelante “un resentimiento no vengativo” (Morag, 2020). Si bien esa modalidad puede ser pensado para Duch… –donde Panh no está dispuesto a reconciliarse con el antiguo director de la prisión– o para el testimonio de Nuon Chea; lo cierto es que otros títulos han abierto la posibilidad a un tercer camino: el de la verdad atada a la responsabilidad.
De este modo, el documentalista, como Panh en S21… o Sambath, logran crear las condiciones para que las declaraciones de los perpetradores se vuelvan confesiones, solo así se alcanza la verdad, solo así el perpetrador se hace responsable. No es una tarea sencilla, ni se logra en forma precipitada: el documentalista entonces debe dar el tiempo al victimario, no prejuzgarlo, escucharlo y saber esperar. Es un trabajo de elaboración. Contar la verdad es asumir la responsabilidad; y escuchar la palabra de los victimarios es adentrarse a la parte maldita de la representación de los genocidios.
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Duch, le maître des forges de l’enfer (2011), de Rithy Panh.
Enemies of the People (2009), de Rob Lemkin y Thet Sambath.
Facing Genocide: Khieu Samphan and Pol Pot (2010), de David Aronowitsch y Staffan Lindberg.
L’important c’est de rester viva (2009), de Roshane Saidnattar.
Noces rouges (2012), de Lida Chan y Guillaume Suon.
S21, la machine de mort khmère rouge (2003), de Rithy Panh.
Shoah (1985), de Claude Lanzmann.
The Conscience of Nhem En (2008), de Steven Okazaki.
1 Samphan y Chea en particular y los Jemeres Rojos en general continuaron jugando un rol muy importante en la estructura política de Camboya luego de 1979, año de la caída del régimen de Pol Pot.
2 Cuando Panh entrevista a Duch, este se encontraba encarcelado aguardando el inicio de su juicio en el marco del Tribunal de Camboya.
3 Es preciso señalar que uno de los materiales extras de la edición en DVD es un encuentro vía videoconferencia que tuvieron algunos perpetradores –entre ellos Suon y Khoun– con sobrevivientes en octubre del 2010. Allí, los perpetradores expresaron su perdón y los sobrevivientes manifestaron su voluntad de aceptar dicho perdón.
4 Sigo a Jeremy Metz quien sugiere que la noción de victimario, antes que la de perpetrador, “determina fácilmente a su objeto, la víctima” mientras que “perpetrador hace la pregunta de qué se está perpetrando, oculta la condición necesaria del acto de perpetración de tener un objeto, es decir, no hay un equivalente exacto automático para ‘perpetrado’ (perpetrated)” (Metz, 2012: 1038).
5 Pol Pot murió antes del inicio de los juicios, otros líderes que iban a ser juzgados también fallecieron antes del inicio de las audiencias o bien fueron declarados insanos –falleciendo posteriormente–; al momento solo llegaron a ser sentenciados tres personas Duch –fallecido en 2020–, Nuon Chea –fallecido en 2019– y Khieu Samphan. En el año 2015 fue acusado el mencionado comandante Meas Muth, siendo cerrada su causa en 2018 sin poder ser llevada juicio.
6 De hecho, en 1997, en la zona de Camboya controlada por los Jemeres Rojos, Pol Pot, con 70 años, ordenó matar a su antiguo Ministro de Defensa, Son Sen, y trece miembros de su familia acusados de colaborar con el gobierno camboyano.
7 Algo similar hace Nhem En en Brother Number One y The Conscience of Nhem En. En estas películas se refiere a un nosotros pasado que continúa como tal en el presente; en la primera, incluso, canta con bastante pasión el himno de Kampuchea Democrática.
8 Otra sobreviviente señala que la mujer que recién vimos era muy cruel y que era una ejecutora.
9 Véase Duelo y melancolía de Sigmund Freud, por ejemplo.
10 Como fuera indicada al principio, la película fue estrenada en el 2003. El Tribunal de Camboya fue creado en el 2006.
11 La edad de la mayoría los ejecutores de los Jemeres Rojos ha sido analizada por diversos autores. La forma y el contexto de captación –en el marco de la guerra de Vietnam, con Estados Unidos bombardeando el país e interviniendo en el golpe de Estado de 1970– no debe ser olvidada al momento de estudiar este caso. Al respecto, véase Ervin Staub (1992).
12 Demás está decir que el Hermano Número Uno fue Pol Pot. Para tener en claro la importancia de este documental, se debe tener en cuenta que Sambath logró adentrarse en el hogar del máximo responsable vivo –al menos hasta ese momento– de Kampuchea Democrática.