El periodista argentino Hernán Zin, quien cuenta con una larga experiencia en zonas de conflicto armado, ha realizado diferentes películas de cine documental para tratar de manera más profunda y reflexiva temas presentes en sus reportajes, como hiciera también, por recordar un caso tristemente célebre, el fotorreportero Christian Poveda, asesinado en El Salvador en 2009. Por su tema, el documental de Hernán Zin Morir para contar (2018) se acerca a los grandes documentales dedicados a la ética del periodismo sobre conflictos armados, como The Troubles We’ve Seen. A History of Journalism in Wartime de Marcel Ophüls (1994) o Rapporteur de guerre de Patrick Chauvel (1999). Sin embargo, Zin no trata este tema directamente sino por medio de otro tema en apariencia menos político: el ʽcoste humanoʼ o ʽemocionalʼ, en el sentido de desgaste físico y síquico, que sufren los periodistas corresponsales de guerra. Una lectura atenta de su documental permite apreciar que el tema de la ética del periodismo está, en efecto, presente en su intención pragmática, pero seguramente fuese Zin consciente del riesgo de ver su proyecto marginado, mediáticamente hablando, si hubiese puesto la dimensión política de la cuestión ética en primer plano. El planteamiento en torno al coste humano o emocional del trabajo de los corresponsales de guerra centra la atención más en la paradójica ambivalencia de este tipo de periodistas (héroes y, a la vez, víctimas) que en la relación de estos con los medios de comunicación para los que trabajan o en su relación con el poder político al que pueden teóricamente hacer tambalear. Si la referencia al sentimiento romántico que puede motivar esta profesión es destacada para introducir contenidos (uno de los periodistas entrevistados, David Beriain, llega a considerar este tipo de periodismo como una experiencia «casi mística»), cabe apreciar la estrategia mediante la que Zin introduce la dimensión ético-política en la que están forzosamente envueltos los corresponsales de guerra.
Los veinte periodistas entrevistados, que hablan por separado de su experiencia del desgaste que deja ese ʽoficioʼ (que para ellos es más bien un modo de vida), tienen en común el hecho de ser españoles, lo que no quiere decir que el tema concierna solamente al periodismo español, como es natural, pero a través de ellos se aprecia la fuerte presencia directa que los medios de comunicación españoles han tenido en los grandes conflictos internacionales de las últimas décadas y el alto grado de espíritu de grupo que esos periodistas mantuvieron a pesar de trabajar para medios rivales. De hecho, Zin no presenta a la mayoría de sus compañeros o excompañeros como pertenecientes a un medio en concreto, lo que quizá se deba también al hecho de que muchos de ellos trabajaron para medios distintos en épocas diferentes. Solamente cuando un periodista ha permanecido estable en la radio o la televisión pública española sí es presentado como tal, como Fran Sevilla (RNE).
Aunque el documental se desarrolle fundamentalmente a través de las voces de los periodistas españoles entrevistados, Zin empieza con una entrevista a jóvenes soldados estadounidenses (en Afganistán en 2008) que cuentan la rutina artillera de su puesto avanzado. Esta secuencia transmite la idea de que los que sufren las secuelas de una guerra no son solamente los civiles o los periodistas sino también los soldados, un punto de vista que puede parecer evidente, pero sirve implícitamente para exculpar a los meros soldados de las acciones a las que son enviados por responsables políticos que no pisan el terreno pero saben el coste personal que sufrirán los soldados cuando vean a las víctimas a las que bombardean desde lejos y pierdan del todo esa inocencia a la que todavía se aferran entre risas, bromas, videojuegos, libros de Harry Potter y recortes de mujeres semidesnudas en las paredes, elementos de una escenografía real que es similar a la de otros documentales que, sin embargo, son mucho más críticos para con estos soldados, como el célebre Fahrenheit 9/11 de Michael Moore (2004), documental opuesto, en lo que se refiere a la crítica del ejército estadounidense, a documentales que los elogian, como Restrepo de Tim Hetherington y Sebastian Junger (2010). Zin ve a los jóvenes soldados como víctimas también, e implícitamente, al escoger esta escena para introducir las intervenciones de los corresponsales españoles, concibe a estos últimos como una especie de soldados de la información.
El tema del desgaste de un periodista de guerra es enfocado a través de cuatro cuestiones que se introducen sucesivamente y van yuxtaponiéndose sin exposición teórica. La voz en off del director está presente, pero no asume un carácter teórico: aporta comentarios de su propia experiencia personal y en ningún momento evalúa los comentarios que van escuchándose de sus compañeros de oficio. El director subraya así que trata un tema que conoce personalmente. Esos cuatro puntos, en el orden en que van apareciendo, son: las secuelas sufridas tras un secuestro, el sufrimiento infligido por los periodistas que ponen continuamente su vida en peligro a familiares y amigos, la propia muerte que alcanza a algunos de ellos y la inadaptación o los problemas de adaptación que estos periodistas tienen que afrontar cuando vuelven a la vida «normal», como dicen muchos de ellos, es decir, cuando vuelven al seno de sus familias acomodadas en España y a un modo de vida totalmente ajeno a una situación de guerra.
El primer punto es abordado fundamentalmente por tres periodistas que vivieron en persona la experiencia del secuestro: Ángel Sastre, Javier Espinosa y Manuel Brabo. Sus historias no son contadas con todo detalle, lo que desbordaría el marco del documental, sino en relación con las secuelas imborrables que les dejan. Se sobreentiende que alguna razón hubo para su secuestro, pero no se explicita. Tampoco se indica si alguno de los periodistas entrevistados era o fue paralelamente agente de información para servicios secretos de un gobierno. No es la intención del director abordar este tema que explica la razón de muchos secuestros y asesinatos de periodistas, aunque también haya otras razones, como pedir un rescate o simplemente alejar a la prensa durante cierto tiempo de ciertas zonas. Es cierto que la periodista Maysun menciona la ejecución de James Foley (noticia que dio la vuelta al mundo en 2014 al tratarse de un periodista estadounidense) y Sastre se refiere al periodista chino Fan Jinghui y al periodista noruego Ole-Johan Grimsgaard-Ofstad (ejecutados en Irak en 2015) porque pensaba que correría la misma suerte ese año en el que él mismo fue secuestrado en Siria, pero, aunque se sobreentiende quiénes fueron los ejecutores, no se explica por qué razón fueron ejecutados exactamente aquellos periodistas, ni por qué no lo fueron al final los tres españoles secuestrados a los que Zin entrevista. En cambio, se aborda la cuestión del sufrimiento de las familias y de los compañeros en casos de secuestro, y se llega pronto al tercer punto: la muerte de algunos de algunos periodistas en acción, pudiéndose tener la impresión de que la segunda cuestión es casi una transición para llegar a la tercera sin detenerse en esas preguntas que pueden inquietar al espectador: por qué los periodistas españoles fueron secuestrados y por qué no fueron ejecutados (además de otras que casi nunca llegan a ser públicas, como cuánto se pagó por su rescate, si lo hubo, y si fue el gobierno quien pagó).
La cuestión de los periodistas españoles muertos ejerciendo su profesión es tratada a través de tres casos, por este orden: el de Julio Fuentes, el de Miguel Gil y el de José Couso. Al final del documental, acompañando a los títulos de crédito, aparecerá una serie de retratos de otros periodistas fallecidos también mientras desempeñaban su trabajo (Ricardo Ortega, Julio Anguita, Luis Valtueña, Jordi Pujol y Juantxu Rodríguez), pero el documental se centra, para esta cuestión, en los tres casos mencionados. De Julio Fuentes se destaca, además de la calidad de sus reportajes, su apego por ese trabajo que decía estar ya dispuesto a abandonar (había publicado ya algún libro), pero al que terminaba por volver cuando surgía un nuevo conflicto internacional, como si la atracción por ese trabajo fuese superior a sus fuerzas o, como dijo Arturo Pérez-Reverte (antiguo periodista de guerra que no aparece en el documental pero es citado por Zin, como si no pudiese faltar cuando se trata este tema): «como si [Julio Fuentes] se metiera cada día guerra en la vena con una jeringuilla»1. Fuentes murió en una emboscada en un puente de la carretera de Jalalabad a Kabul, en la que también murieron otros tres periodistas extranjeros, dos de los cuales trabajaban para Reuters2. Las muertes fueron atribuidas a los talibanes. Uno de los periodistas que se salvaron, Eduard Sanjuán (de TV3), afirma en imágenes de archivo rescatadas por Zin que los conductores de los primeros vehículos del convoy les gritaron en su idioma que diesen la vuelta porque habían visto «cómo estaban tiroteando a los periodistas que llevaban en sus automóviles» (subrayado nuestro), lo que indica que los asesinatos habrían sido selectivos, aunque pudiese haber alguna víctima colateral. Esta versión de Sanjuán contrasta mucho con la que le llegó o en la que cree la mujer de Fuentes, Mónica Prieto, también periodista, quien declara para el documental que «fueron emboscados por un grupo de afganos. Les intentaron robar, ellos imagino que se resistieron, hubo un tiroteo y todos murieron, los mataron a todos». Zin, como dijimos, no da su opinión al respecto ni usa la voz en off para defender una versión o la otra, pero las implicaciones de ambas son distintas: en una se trataría de un asesinato expresamente de periodistas, en otra se trataría de un asalto para robar que termina en masacre, pero cuyo objetivo habría sido robar.
El segundo caso destacado en el documental de periodista fallecido se refiere a Miguel Gil, quien era conocido precisamente por no ser periodista profesional, habiendo conseguido ser acreditado como periodista por una revista de motociclismo, y apareciendo en un Sarajevo en guerra tras haber atravesado con una moto de trial el monte Igman, que nadie se atrevía entonces a cruzar. Su arrojo fue tan celebrado como su inocencia: cansado, a pesar de su juventud, de su vida de abogado en Barcelona, deseaba hacerse útil para los demás y se metió, por decirlo así, en la guerra más cercana3. Tras un tiempo compartiendo y enviando información, le dieron la oportunidad de hacerse cargo de una cámara de Associated Press, aunque, según afirma Ramón Lobo en el documental, no sabía utilizarla en absoluto al principio. Miguel Gil consiguió algunas de las imágenes más impactantes del conflicto yugoslavo y recibió prestigiosos premios internacionales reservados a operadores de cámara. Muy conocidas fueron sus imágenes de marzo de 1999 de la estación de trenes de Prístina (Kosovo) llena de albanos que huían de las represalias serbias por ataques aéreos de la OTAN, porque aparentemente fue el único periodista que se negó a irse de allí antes de que la confusión fuese total. El periodista Santiago Lyon comenta una fotografía que le hizo en una ocasión mientras corría pegado a un miliciano kosovar en combate, corriendo con la pesada cámara en la mano como si fuese un arma y asumiendo exactamente el mismo peligro que el miliciano (imagen reproducida arriba). Para Lyon, «es como un símbolo del poder del periodismo». Muy consciente de los peligros que corría, según sus compañeros, y asumiéndolos plenamente, su muerte llegó de manera inesperada, víctima de una emboscada de ‘rebeldes’ del Frente Revolucionario Unido cuando se disponía con tres periodistas de Reuters a hacer lo posible por identificar decenas de cadáveres de soldados de la ONU en Sierra Leona, según la declaración de Javier Espinosa, quien había estado allí con él dos días antes («Había como 100 o 200 cadáveres»). Dos de los tres acompañantes lograron salir del ataque con vida4.
Entre el segundo y el tercer caso de periodistas asesinados que destaca Zin, el propio director aborda, relajando un poco la acumulación creada por la relación de estas muertes, una cuestión claramente relacionada con la ética del periodismo, ofreciendo sus propios comentarios, tal vez para evitar comprometer a sus compañeros en esta delicada cuestión. Zin no esconde que se trata de su opinión personal, y emplea términos consecuentes, pero, de algún modo, en esta secuencia en la parte central del documental sabe crear la impresión de que sus compañeros estarían de acuerdo con él, sin que pueda decirse que lo hayan afirmado. Se pregunta en concreto por qué graba y difunde imágenes de tanta sangre inocente, incluida la de niños, como las que muestra del Hospital Al Shifa en la Franja de Gaza. Es significativo que Zin escoja imágenes del conflicto israelo-palestino para hacerse esta pregunta ante el espectador porque, si la respuesta puede parecer perfectamente legítima («La esperanza de grabar a esa gente en ese momento es que el mundo reaccione y pare todo ese sinsentido»), lo cierto es que va precedida de una mención a los palestinos como «gente que sufre un bloqueo ilegal, inhumano y vergonzoso». A través de esta simple y única frase, queda claro de qué lado está Zin. Los demás periodistas entrevistados no se referirán en esos términos a las guerras que cubrieron, ni siquiera para suscribir lugares comunes como la idea de que Serbia fue la nación agresora en la Guerra de los Balcanes, lo cual supone un franco contraste con documentales como el ya referido The Troubles Weʼve Seen, en el que Ophüls incluye opiniones sobre la ética del periodismo en sus aspectos más técnicos, pero también opiniones de los periodistas sobre quiénes son los ‘buenos’ y los ‘malos’ en esa guerra mal tratada por los medios en Occidente por razones políticas. La intención de Zin no es ir por ese camino, aunque, como decimos, no desee ʽreprimirʼ su breve pero contundente opinión sobre el conflicto territorial israelo-palestino.
Antes de entrar en el tercer caso de periodista asesinado, Zin introduce y desarrolla la cuarta cuestión que ilustra el tema general del documental, como dijimos al principio: los problemas de adaptación del periodista de guerra al volver a su vida ʽnormalʼ. De ese modo, la tercera cuestión queda interrumpida por la cuarta, pero esa interrupción permitirá, a través del caso de la muerte de José Couso, terminar el documental con una serie de consideraciones acerca de las razones por las que algunos periodistas son asesinados. Con todo, la cuarta cuestión tiene mucho interés sociológico en sí y, en el fondo, esconde una de las críticas más duras (seguramente la más dura) que se pueden hacer desde el periodismo de guerra: la crítica a la poca importancia real que la mayoría de la gente da (en España en este caso) a las noticias de conflictos armados en el extranjero. De nuevo, ninguno de los periodistas formula esta crítica de esta manera, ya que ʽse limitanʼ a hablar de sus casos personales, según lo que viven en sus círculos familiares, incomprensión, incomunicación, pesadillas, dificultades para contar la experiencia vivida, divorcios (uno de los periodistas reconoce haberse casado cuarto veces), pero el efecto de voz colectiva que crea la suma los diferentes casos familiares da la impresión de que los ciudadanos ʽnormalesʼ viven perfectamente al margen de los conflictos internacionales, por muy trágicos que sean estos humanamente hablando. Esta crítica implícita es una crítica, en el fondo, más a los medios de comunicación que a la población en sí, es decir, a la manera en que los medios de comunicación ʽeducanʼ al ciudadano y tratan la información en su aspecto información-mantenimiento-de-la-normalidad o en su aspecto información-espectáculo y no como información verdaderamente didáctica o con alcance pragmático. Aunque el director no vaya tan lejos en lo explícito, esta es una de las principales razones por las que muchos periodistas han terminado siendo documentalistas o han decidido realizar documentales paralelamente a un trabajo como reporteros que apenas tiene visibilidad en los informativos de los grandes medios de comunicación en las horas de audiencia importante. Zin prefiere aludir, casi al final del documental, a razones de agotamiento físico y mental para explicar su propio alejamiento del periodismo de guerra. No incluye razones de tipo mediático, acerca de cómo funcionan los medios más poderosos, para justificar su retirada. Al contrario, terminará el documental con intervenciones de los compañeros que más animan a los jóvenes a luchar por un periodismo veraz y de combate, a pesar de ese futuro coste o desgaste en el que Zin y varios de los entrevistados insisten.
Finalmente, como decíamos, se aborda el caso de la muerte de José Couso, durante la Guerra de Irak, la guerra que Michael Moore presentó en Fahrenheit 9/11 como la solución de Estados Unidos en su búsqueda de un culpable ‘ideal’ de los atentados del 11 de septiembre de 2001, y una guerra en la que, como en la del Golfo en 1990-1991, el ejército de Estados Unidos hizo lo posible por ʽganar la batallaʼ contra la prensa, es decir, por obtener el máximo control de lo que debía difundir la prensa internacional. José Couso era cámara de Telecinco en el momento de su muerte, en el Hotel Palestina de Bagdad, que fue cañoneado por un tanque del ejército estadounidense el 8 de abril de 2003. Su muerte fue debida oficialmente a ʽfuego amigoʼ, poco disimulado en este caso según los numerosos testigos. El tanque estaba siendo filmado junto a otras fuerzas estadounidenses que se posicionaban esa mañana en el puente sobre el Tigris, enfrente del hotel, un hotel que desde hacía años era de sobra conocido por alojar a la prensa internacional. Inesperadamente, el tanque gira hacia el hotel y apunta a una habitación de la decimoquinta planta, en la que se alojaban los periodistas de la agencia Reuters. Las acusaciones de ataque directo a la prensa dieron lugar a un juicio en el que al final no se condenó, como cabía esperar, al ejército estadounidense, aunque se señalase sobradamente su involuntario ʽerrorʼ y se pidieran oficialmente disculpas. La muerte de Couso quizá fuese colateral, pues se hallaba en la planta inferior (la 14) a la de los periodistas de Reuters, de los que solo uno, el que estaba filmando en el balcón de la habitación (el ucraniano Taras Protsyuk) perdió la vida. Couso fue alcanzado en una pierna que tuvieron que amputarle en el hospital, muriendo desangrado. Aunque seguramente no fuese, por decirlo así, tan adicto al peligro como Julio Fuentes ni un temerario consciente como Miguel Gil, sus compañeros subrayan en el documental el claro sentido de la responsabilidad de Couso y que, precisamente por ello, era uno de los periodistas más determinados a quedarse para grabar la invasión de la ciudad por las tropas estadounidenses. El periodista Carlos Hernández recuerda que Couso le había dicho ante la inminencia de la ofensiva estadounidense sobre Bagdad: «Tenemos que quedarnos porque hay que estar aquí para contar lo que va a ocurrir, no nos podemos marchar. Si no hay testigos, esto va a ser todavía mucho peor que si, en cambio, estamos aquí al menos para dar fe de los crímenes, de las muertes, de lo que vaya a ocurrir en esta guerra». El propio Hernández será el encargado de poner el dedo en la llaga al mencionar, sin dar nombres, la presunta responsabilidad de los militares y/o de los políticos que dan órdenes a los militares: «Nos dolió el doble: nos dolió por haberle perdido, pero nos dolió, sobre todo, porque ya éramos conscientes entonces de que le habían asesinado, ordenado por no sé qué político, por no sé qué militar que decidió que ese día tenían que callar a la prensa internacional que trabajábamos en Bagdad». La acusación no puede ser más que una insinuación en su forma, pero tiene valor de acusación, y no solamente contra Estados Unidos, ya que España entró en coalición oficial junto a Estados Unidos y Reino Unido para llevar a cabo esa guerra, lo que tuvo como consecuencia para España los atentados del 11 de marzo de 2004 en Madrid y un cambio de gobierno en las elecciones celebradas tres días después. «La muerte de José Couso fue un trauma colectivo, yo creo que no solo para la profesión periodística sino para toda la sociedad española porque, de alguna manera, él representó a todas las víctimas de aquella guerra, a todas las víctimas de una guerra que la gente sabía que era una guerra ilegal y una guerra injusta», afirma el propio Hernández, pero queda claro en el documental que la muerte de Couso puede verse también como una consecuencia de ciertos métodos de disuasión. Estas palabras de Hernández no están realmente en contracción con la crítica implícita a la falta de interés del ciudadano medio español por los conflictos internacionales, porque la diferencia aquí estriba en el hecho de que un asunto internacional se había convertido en nacional cuando el gobierno español decidió apoyar militarmente a Estados Unidos en Irak, por lo que España estaba oficialmente en guerra, con el consiguiente miedo de la población a posibles atentados. Este tema podría haberse continuado a través del caso de la muerte de Ricardo Ortega, conocido por sus críticas a la invasión estadounidense de Irak y tiroteado, según testigos, por soldados estadounidenses en el transcurso de una manifestación en Haití en 2004. Zin no olvida incluir su retrato entre los que desea recordar al final del documental, cerrando, así, un trabajo que, a nuestro parecer, y a pesar de su modesto título, expresa o, por lo menos, sugiere, bastante más de lo que dice y plantea una serie de cuestiones que no han recibido mucha atención mediática en España y pueden inspirar otros trabajos en los que se exploren caminos aquí apuntados. Centrándose en las figuras de varios periodistas, el director consigue tocar temas polémicos que, aunque no alcancen un gran desarrollo en el documental mismo, abren muchas puertas para un debate necesario en el que el cine documental debe ocupar un lugar privilegiado.
Jaime Céspedes
Ficha técnica
Dirección: Hernán Zin. Guion: Hernán Zin. Montaje: Alicia Medina. Imagen: Ignacio Barreto, Miguel Hernán Parra. Productores: Nerea Barros, Miguel González, Eduardo Jiménez, Hernán Zin (Contramedia Films). Música: Marcos Bayón. Origen: España. Duración: 87 minutos. Año de producción: 2018.
Notas
1 Arturo Pérez-Reverte (1994), Territorio comanche, Barcelona, Mondadori, 2000, p. 126.
2 Una de las víctimas mortales fue Maria Grazia Cutuli, corresponsal del Corriere della Sera, a quien Paola Cannatella y Guiseppe Galeani dedicaron la novela gráfica Donde la tierra arde (publicada en español en Barcelona, Norma, 2012, y en la que Julio Fuentes aparece naturalmente como personaje). Los dos corresponsales de Reuters asesinados también aquel 19 de noviembre de 2001 eran el australiano Harry Burton y el afgano Azizullah Haidari.
3 Tras la muerte de Miguel Gil, 70 periodistas que lo conocieron le dedicaron unas páginas en el libro colectivo Los ojos de la guerra (Barcelona, Plaza y Janés, 2001), entre ellos Arturo Pérez-Reverte, quien añadió su nombre a la dedicatoria de Territorio comanche en las ediciones publicadas desde 2000.
4 El periodista de Reuters fallecido junto a Miguel Gil fue el estadounidense Kurt Schork. En la noticia publicada en El País el 25 de mayo de 2000 (el día posterior a la muerte de ambos periodistas), la versión dada del ataque es diferente: «Los rebeldes atacaron una caravana de soldados de Sierra Leona en la que viajaban los periodistas», como si los periodistas no hubiesen sido el objetivo específico de ese ataque.