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Taccetta, Natalia. Buenos Aires, Prometeo Libros, 2017.
Por Augusto Ricardo[1]
“Debajo de estas vidas
se esconde el ardiente amante de la historia”
Frank O’Hara
1.
En la segunda edición de La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, Walter Benjamin (2003) afirma que «el cine ha abierto una brecha en la antigua verdad heracliteana: los que están despiertos tienen un mundo en común, los que sueñan tienen uno cada uno” (28). La sentencia de Heráclito refiere a que la mayoría de los hombres son indiferentes a los hechos del mundo: no advierten lo que hacen despiertos, del mismo modo que no reparan en lo que hacen dormidos. Creen conocer cada cosa porque la perciben por sí misma y de acuerdo a su singularidad. Pero ignoran que todo deviene continuamente. No solo deviene cada cosa, sino que es el mismo Todo lo que acontece. El devenir es lo que vincula a las cosas entre sí. El sabio, en cambio, permanece despierto de manera auténtica porque puede advertir no las cosas, sino la comunidad de las cosas, o mejor aún, las cosas en su comunidad con el devenir-mundo. Pero Benjamin afirma que el cine introduce una brecha en esa sentencia, ya que permite una percepción ampliada de la realidad en la que la subjetividad individual que sueña, desea y fantasea, ya no está aislada de las otras subjetividades. La sala oscura del cinematógrafo es un espacio donde es posible compartir sueños y deseos. No se trata de tener en común un deseo con los demás, sino de participa la experiencia de desear y fantasear o, mejor dicho, componer una comunidad de la fantasía, que se vuelve indispensable para el desarrollo de una conciencia histórica, pues es la fantasía, como terreno singular de la experiencia humana, donde puede caber lo que en el mundo permanece no identificado, no dicho o ignorado. El esfuerzo al que nos invita el cine, señala Benjamin, es al de realizar una configuración fantástica de la historia: no solo pensar las experiencias y singularidades de la realidad, sino conectarlas con algo que vaya más allá del yo o del otro.
2.
En Historia, Modernidad y Cine. Una aproximación desde la perspectiva de Walter Benjamin, Tacetta propone concebir las imágenes como dimensiones privilegiadas para rastrear los vínculos entre tiempo, historia y memoria. Para eso, realiza dos recorridos. En la primera mitad del libro, recorre los conceptos de “historia”, “modernidad”, “imagen”, entre otros. En la segunda, recorre las películas Histoire(s) du Cinéma (Jean-Luc Godard, 1988-1998), Berlin Alexanderplatz (Rainer Werner Fassbinder, 1980), Hitler, un film de Alemania (Hans-Jürgen Syberbeg, 1977) y Shoah (Claude Lanzmann, 1985), que le permiten a la autora pensar la figura del cineasta como aquel que puede “dar cuenta de lógicas no-hegemónicas del sentido histórico y modos no-convencionales de acercarse a él” (14).
En la introducción, la autora señala que para Benjamin, una revolución se concibe ante todo “contra el calendario, contra el tiempo cronológico” (13), es decir, contra las formas tradicionales que conciben la historia como un proceso homogéneo y evolutivo. De allí proviene el privilegio que le atribuye a las rupturas, los cortes, los desvíos, los saltos, a la hora de concebir un pensamiento histórico. O dicho de otra manera: frente a la neutralidad ética y política que pretende poder reconstruir el pasado tal como fue, Benjamin entiende que la verdad sobre el pasado no es una verdad como cualquier otra. La verdad histórica tiene que cumplir, siempre, un papel político urgente. Por un lado, debe, paradójicamente, interrumpir el progreso y no buscar acelerarlo o consumarlo. Esa continuidad que implica el progreso no es otra cosa que derrota y opresión de los mismos de siempre. Por eso, debe desconfiar de esas voces que proclaman al progreso como un camino directo y automático a la felicidad y, sobre todo, descartar la ilusión de que es posible guiarlo o encauzarlo hacia fines supuestamente nobles. No se trata de que el progreso esté en buenas o malas manos, o que sea más lento o más rápido. El problema es el progreso.
De este modo, la tarea para investigadores y artistas –el esfuerzo al que los llama Benjamin y que Taccetta hace propio– es admitir y partir de que el pasado no puede ser recuperado en su verdad más que fugazmente, como una imagen que fulgura “en el instante de un peligro”, y que siempre está ausentándose, perdiéndose, especialmente si no nos reconocemos aludidos por ella, si no rememoramos, si no luchamos, si no nos mueve la voluntad de hacernos cargo. Esta verdad histórica no es una pieza de museo para admirar, sino una cita a cargar con esa “fuerza mesiánica” que Benjamin atribuye a cada generación y que implica un lazo que nos une con un pasado, que no es simplemente algo que pasó, sino fundamentalmente es algo que puede y debe ser redimido. Sin redención del pasado, no hay futuro posible, sino eterna repetición de la injusticia.
Nuestra tarea es retener esa imagen tal como se nos presenta en las urgencias del presente, es decir, disputar las imágenes de tal modo que no puedan servir de soporte a los dominadores, a los dueños, a los espíritus de la pesantez, a los moralistas, a los profesores, a los artífices de jerarquías, a los sacerdotes, a los inoculadores de tristeza.
Mantener viva la memoria de lo sucedido. No concebir el tiempo como una flecha continua y uniforme. Por el contrario, estar atentos a las miserias, a las derrotas, a los intentos, a las fallas, a las pérdidas. Más adelante, Taccetta afirma que esta concepción implica un pasado que “puede ser salvado como lo que no ha sido, como algo nuevo” (122). Y en eso consiste nuestra única fuerza posible: la creación de nuevos pasados.
Una tentativa de estas características no puede realizarse solo con historiadores. Es necesario concebir un pensamiento sobre la historia que involucre a los artistas. Por lo que Taccetta se propone rastrear cómo este llamado de Benjamin a “hacerse cargo de lo no-escrito, lo no-documentado, en definitiva, de lo inmemorial histórico” (14) es retomado por distintos cineastas que realizaron una aproximación estética y política hacia hechos del pasado, desviándose de las narrativas hegemónicas para producir un nuevo tipo de experiencia posible.
3.
Previo al estudio pormenorizado de los films señalados, Taccetta propone –en los primeros cuatro capítulos– un recorrido por los problemas historiográficos de la Modernidad, a la vez que examina el método de Benjamin.
En el capítulo uno, titulado precisamente “La construcción del sentido histórico. Cuestiones de época”, la autora recorre desde la Ilustración y las lógicas progresistas que conciben la Historia como el desarrollo de una perfección que habría de salvarnos y que implican un tiempo único, vacío y lineal; hasta el concepto benjaminiano de constelación, que refiere a una forma de experiencia en la cual “un presente está en condiciones de ser afectado por las expectativas del pasado y las proyecciones hacia el futuro” (32).
Aquellos que gusten de los vericuetos del pensamiento de Benjamin, encontrarán en el primer capítulo una extraordinaria genealogía acerca de la teoría medieval de la signatura que Taccetta identifica como el antecedente en que Benjamin se apoya para sus conceptos de rememoración y redención. Estos implican un acercamiento al pasado no como restauración sino como creación redentora, que salva y recupera la memoria de los vencidos: “ir al pasado, no para ver lo pleno, sino lo trunco, pues ‘lo trunco’ insiste en el presente mostrándose como fisura” (39). Salvar el pasado no tanto del olvido, apunta Taccetta, sino de la inmovilidad en que lo sella la tradición. Así, Benjamín propone la forma de la constelación como una manera de vincular en un choque la singularidad de hechos aislados, es decir, un encuentro con el pasado que pueda modificar los horizontes y expectativas de la propia imagen del presente.
En este sentido, dos son los procedimientos que utiliza Benjamin y que Tacetta recupera en su investigación. Por un lado, la cita plebeya, la cita no autorizada, que permite no solo conocer el pasado, sino liberar las fuerzas que contienen en lo contemporáneo. Elegir para interpelar y no para permanecer fiel a la tradición. Citar desde las urgencias de las luchas del presente y no desde las necesidades de los poderes establecidos. Se trata de ver el pasado como territorio aún no creado, que no necesita que lo recordemos, sino que lo creemos, que atendamos también a lo que no fue, a lo que no pudo ser, y que lo resignifiquemos en el montaje de un nuevo relato. Como señala la autora en el capítulo tres –“La crítica al historicismo. Hacia una estética de la redención”– la cita crea la constelación necesaria para reinventar la historia, al hombre y al artista: “Citar es arrancar de un continuo. Citar la historia no citada implica rescatarla de una trama de dominación y la descontextualización constituye el gesto revolucionario que intenta emancipar los acontecimientos” (98).
Por otro lado, el segundo procedimiento consiste en retomar para la historia la técnica del montaje: se trata de una forma de conocimiento que, entre la cita y la discontinuidad, se convierte en la técnica que produce el sentido de las constelaciones. Aquí Taccetta se pregunta:
Intentar leer las imágenes críticamente implica resolver algunos interrogantes: en primer lugar, ¿cómo orientarse en las bifurcaciones que las imágenes proponen? ¿En qué sentido es posible leerlas o si hay que simplemente dejarse atravesar por ellas? ¿Es posible desandar el camino del montaje que habilite alguna forma de sentido temporal en las imágenes? ¿De qué manera leer el sentido histórico de las imágenes a partir de la lógica del montaje de las latencias y supervivencias? (54).
El montaje construye el sentido de las imágenes porque implica la conciencia de la fragmentación de la subjetividad de la vida moderna. Se trata, entonces, de ser capaz de tomar instantáneas y de lanzarse sobre pequeños destellos aparentemente inconexos entre sí, involucrar a las singularidades en los aspectos inconscientes individuales y colectivos. Frente al método clásico de los historiadores, Benjamin propone que es necesario ser un poco artista, ya que el arte permite la experimentación de nuevos métodos acorde a nuevas constelaciones de verdades: “el arte podría peinar la historia a contrapelo dejando aparecer lo discontinuo, lo anárquico, lo inquietante, en definitiva, lo sintomático” (54). Desmontar los escombros, los documentos de la barbarie civilizada y montar con el pasado una memoria cargada de sentido.
4.
En el capítulo dos, “La experiencia de la modernidad. Shock y melancolía”, Taccetta avanza en su recorrido por los sentidos de la historia y lo encauza al segundo momento de su título: la Modernidad. A través de la figura del flâneur benjaminiano, la investigadora señala dos modos o experiencias de captación de la historia: el shock de la gran ciudad y la melancolía.
El flâneur solitario que recorre la ciudad, atravesado y atravesando el flujo de imágenes que configura la metrópolis moderna, es la contracara del espectador de cine que, en singular comunidad, recibe el flujo de imágenes sin moverse de su asiento. El flâneur es el representante de la subjetividad moderna: angustiado frente al vacío cargado e ilimitado del progreso, cuyas promesas de consumación y felicidad siempre posterga y nunca cumple, su experiencia es un shock constante, es decir, su experiencia del mundo no es apacible, coherente y sistemática, sino ansiosa, fragmentaria y discontinua. No puede ubicar cada experiencia en una línea temporal y común, donde cada cosa ocupe su lugar determinado, sino que es una experiencia estética, casi caótica, que se vincula menos al orden que a la energía que resulta del choque con el mundo. Este shock hace del moderno un melancólico, ya que, dado el flujo de novedad y experiencias, no puede apresar su pasado y necesita volver a él constantemente. De ahí que la melancolía benjaminiana no sea una “melancolía quieta”, pura percepción del mundo, sino un constante ejercicio del pensamiento que, extrañado del presente, toma distancia para apreciar cada fragmento del mundo y recrearlo en obra de arte, vinculándolo a los demás por el simple capricho de su memoria. En definitiva, la melancolía hace posible no una memoria que almacene datos, sino una memoria activa, que se dispara y así se vuelve conciencia:
La memoria no aparece como un asunto de la decisión subjetiva, sino que bajo el peso de la memoria, el sujeto es arrojado a la marea en la cual cada fragmento, sobrecargado de memoria, aparece como un potencial correlato de otro; cada palabra con cada imagen, cada imagen con cada palabra. Cada objeto de pasado es redimido en el recuerdo y cada recuerdo es recuperado por el historiador o el artista que lo sacan de la linealidad y los reacomodan en la tensión compleja entre olvido y recuerdo (96)
La propuesta de Benjamin, dijimos, puede resumirse en una lectura a contrapelo de la historia, que es, precisamente, el tema del cuarto capítulo: “Las lecturas ‘a contrapelo’ de la historia”. Un nuevo momento del recorrido, en el que Taccetta se detiene sobre dos figuras que permiten pensar posibles lecturas de imágenes a contramano de los sentidos hegemónicos: “el coleccionista” y “el arqueólogo”.
El coleccionista es aquel que, al seleccionar un objeto para su colección, lo redime y lo rescata del flujo ininterrumpido del capital que lo convierte en bien de uso o en bien de cambio. El coleccionista romantiza el vínculo con el objeto y lo libera de sus funciones dominantes y habituales. Así, al descontextualizarlo de su origen, al liberarlo de la opresión que implica la noción de origen, el sujeto de la historia puede establecer nuevos vínculos entre el objeto y su tiempo.
El “arqueólogo foucaultiano” es aquel que no busca desentrañar la realidad reflejada o representada por un objeto o un enunciado, sino que intenta resituarlo en un nuevo relato que permita entender las condiciones de posibilidad que lo volvieron, no solo factible, sino deseable. A diferencia del coleccionista, el arqueólogo no retira al objeto de la historia. Por el contrario, lo historiza al máximo: destierra toda idea de origen, siempre inmaculado, siempre puro, siempre perfecto, y lo carga con el régimen discursivo y la configuración de poder que lo hicieron posible.
Las figuras del coleccionista y el arqueólogo le sirven a la investigadora para recuperar la intuición benjaminiana para pensar la historia desde la constante novedad y no desde un origen que gobernaría en secreto el sentido de cualquier proceso: “Esta lógica de la historia –alejada de lo cronológico y lo lineal– la transforma en una diseminación de imágenes en las cuales se juegan todos los tiempos, remitiendo a una historicidad deconstruida y dispersa, donde el ahora es pasado y el pasado deseo y decadencia” (139).
Se trata de lograr una imagen sobre el pasado en que se den cita todos los tiempos. Para Taccetta, la imagen no tiene límites precisos, por lo que nuestra actitud debe ser siempre la de la incerteza, la de atender a los movimientos que constituyen su sedimento sin pretender inmovilizarlos. Pues el sedimento de la imagen está poblado de fantasmas. Y si “lo que constituye sentido en la cultura es el síntoma, lo impensado, lo anacrónico” (144), es necesario pensar “un tiempo fantasmal de apariciones intempestivas” (144), un presente poblado de espectros del pasado, de ruinas que sobreviven ocultas, invisibles, mudas, vencidas, asediando a eso que llamamos presente.
Al terminar el capítulo, la autora recurre a la filosofía de Giorgio Agamben para concluir que activar la memoria, cristalizarla en imágenes cargadas de tiempo y espectros, implica no reconstruir el pasado en su verdad de hechos duros, sino restituir ese pasado al ahora con toda su densidad, esto es, reubicarlas en un relato, en una temporalidad, que no excluya los afectos, las intensidades, los dolores, los sufrimientos, los errores, las amistades, las responsabilidades.
6.
Luego del abordaje de las nociones de “historia”, “progreso”, “modernidad” e “imagen”, Taccetta se propone analizar, en los capítulos cinco, seis, siete y ocho, cuatro ejemplos cinematográficos que pueden leerse, cada uno a su manera, a la luz de todos estos contenidos. No se trata de films que ilustren las teorías de Benjamin, sino de películas que, cada una con sus particularidades, buscaron esquivar la reconstrucción histórica tradicional y proponer una memoria activa.
En el capítulo 5, titulado “La gramática (o del montaje)”, la investigadora desmenuza las Histoire(s) du Cinéma de Jean-Luc Godard (1988-1998) a partir de los procedimientos que el director realiza con el montaje, en la manipulación, en la cita y en su intento de contar una historia con los trazos olvidados por las narraciones hegemónicas: “pensar el intento godardiano de salvar unos recuerdos de la indiferencia –de las historias de cine hegemónicas y cronológicas– y rescatarlos gracias a la poesía para resistir a la aniquilación del presente” (159).
La autora concibe el montaje godardiano como una operación histórico-cinematográfica: lo que importa no es tanto la imagen en sí, sino el entre, el intervalo entre las imágenes: múltiples elementos descontextualizados, escenas, fragmentos, diálogos, que Godard monta juntos o a continuación y que implica la voluntad de dejar libre al espectador para crear el concepto y no decirle lo que debe entender con esos vínculos. Una auténtica politización del arte, como quería Benjamin, que esquiva el pensamiento único y unilateral del fascismo, y convierte a Histoire(s) du Cinéma en una problematización de los modos de concebir la historia: “el conocimiento de la historia se produce a través de imágenes fugaces que condensan monadológicamente el tiempo” (190). Una historia que se muestra y no que se dice.
7.
A continuación, en el capítulo titulado “Representación e historiofotía”, Taccetta se ocupa de la mítica serie que Rainer Werner Fassbinder dirigió para la televisión alemana: Berlin Alexanderplatz (1980).
La investigadora aborda la estética modernista de esta producción televisiva como un discurso que se enfrenta, ante todo, con la imposibilidad de diferenciar entre la experiencia de un acontecimiento y su representación. El argumento transcurre en la década del veinte en Alemania durante el desarrollo de lo que después será el nazismo. La estética de Fassbinder es exageradamente teatral y kitsch. A su vez, el director realiza un uso muy particular de la voz narradora, que participa de la historia y hasta interactúa con el personaje. De esta manera, la serie toma distancia del Modelo de Representación Institucional [MRI][2] que tiende a ocultar las huellas de la enunciación, y busca explicitar (con la exageración y la voz en off) las dimensiones de un relato, de una narración para, en definitiva, enfrentar al espectador con la imposibilidad de una presentación de neutral de los hechos.
Taccetta vincula el estilo del director con el distanciamiento brechtiano, que implica evitar la compenetración afectiva del espectador mediante técnicas que evidencian continuamente las huellas de la obra como producto. El objetivo es movilizar y provocar otras formas de participación para el espectador.
Aunque Fassbinder no parece creer en la posibilidad real de un cambio social, Taccetta intuye que al concebir una identidad atravesada por el espesor de la historia, es decir, por el lenguaje, el director realiza un acto historiográfico: no busca representar un hecho del pasado, sea el descenso de los infiernos de un alcohólico o un país a punto de vivir su mayor calamidad; sino narrar esos hechos de tal manera que puedan incorporarse al presente. A Fassbinder, podemos decir, le interesa menos la verdad histórica, que aquello que en la historia no deja de arder.
8.
En el capítulo 7, “Hitler, un film de Alemania (1977) de Hans-Jürgen Syberbeg o de la interpretación”, tercer momento en este recorrido audiovisual, Taccetta afirma que el film plantea un trayecto por la historia intelectual y política de Alemania en los últimos cien años, con un énfasis en el Genocidio Nazi y la figura de Hitler. La autora señala que al director, casi como al arqueólogo, le preocupa menos el genocidio que la decadencia cultural que lo hizo posible. Así, la obra se convierte en un arma intempestiva para considerar la historia: “Haciendo aparecer al nazismo y su eficacia como el producto perfecto del impulso destructivo de la modernidad, Syberbeg se inscribe en esta tesis que subraya la continuidad entre el genocidio perpetrado por el nazismo y la forma político-social que tomó la modernidad en el siglo XIX” (264).
El trabajo que el director realiza sobre documentos y material de archivo, con una proliferación de perspectivas y citas descontextualizadas, permite que el espectador pueda percibir la dialéctica entre ficción y realidad, atendiendo, al mismo tiempo, al “carácter construido de toda presentación histórica” (266)
9.
El recorrido termina en el capítulo ocho, titulado “Campos y memoria”. Una aproximación a Shoah (Claude Lanzmann, 1985)”, film que Taccetta vincula a los problemas que conlleva la necesidad de una memoria a la hora de consolidar una identidad colectiva. Si la representación ha sido, al menos en Occidente, una cuestión que involucra no solo a la estética sino a la ética, no solo a la herejía sino al dogma, y no solo al arte sino a la verdad, la pregunta no puede ser cómo representar el horror o la tragedia, sino ¿cómo configurar una memoria que necesita de esas representaciones sin transfigurar lo real en espectáculo? ¿Cómo activar una memoria que esquive los vicios de la representación espectacular, siempre lineal y unívoca?
Ante todo, Taccetta recurre a Adorno para afirmar que lo prohibido no es la representación en sí, ni el realismo en la miseria y el horror. Lo prohibido es el consuelo. El problema es una representación que busque consolar y reconciliarnos con lo sucedido. La cuestión es que función tendrá la belleza: “El arte no puede seguir dando cuenta de la realidad como si fuera un despliegue de lo racional, sino que, después de los campos, le corresponde decir lo indecible” (285).
Por eso la autora recurre nuevamente a los análisis de Agamben sobre la figura del “testigo” y a los de Jean-Luc Nancy en torno a la “representación prohibida”, para referirse a la imposibilidad del “testigo objetivo”, es decir, a la imposibilidad de no verse afectado en su estatuto por su otra configuración: el testigo del horror es también un sobreviviente. Esa supervivencia pesa en el testigo con toda la densidad de los afectos, los remordimientos, los posibles. Por eso Lanzmann recurre a una “puesta en cuerpo” de la palabra y la voz, cuya verdad llega a escapar incluso las intenciones del director.
Más que una película, Shoah es una pregunta que el arte dirige a la historia y que involucra a los testigos, a la voz y, sobre todo, a los lugares. Es un interrogante por la forma en que habitamos la memoria colectiva. Para Taccetta es un ejercicio sobre los espacios de la memoria, o más bien, sobre los espacios cuando son habitados por espectros que no dejan de renacer.
10.
El apartado final, titulado elocuentemente “El cineasta como figura de la subjetividad”, está dedicado a “pensar al cineasta como una forma de la subjetividad que captura la historia” (327).
Si el sujeto se constituye en y por el lenguaje, si el lenguaje articula el vínculo con la memoria y el pasado, si nuestra experiencia del tiempo y el presente es, ante todo, una experiencia lingüística, es necesario pensar cómo dar cuenta de lo inefable, de lo barroso, de lo que estremece, de lo que no puede ser dicho. Partiendo de los análisis de Agamben, que centra su reflexión sobre el lenguaje en el marco de la biopolítica, la autora se pregunta cómo, en la constante desubjetivación que produce el contexto neoliberal, configurar una memoria colectiva. ¿Cómo dar cuenta de los olvidos inscritos en lo dicho? Lo esencial es la transmisión, no de la memoria, sino del olvido y del dolor, escribe Taccetta parafraseando a Agamben.
No se trata del hecho de que “el hombre no es ni el sujeto ni el lenguaje, sino que debe apropiarse del lenguaje para constituirse y que solo en esta apropiación se habilita la posibilidad de la historia” (339). Hablamos, en diagonal, de la cita benjaminiana. Y en forma directa, de una política de la profanación, que arranque a los dispositivos los usos hegemónicos que han adquirido. Como el coleccionista, “el profanador” se apropia de los dispositivos de poder y los restituye a otro circuito de usos y significados. Y así se convierte en creador de nuevas potencias. Como afirma Taccetta, la política de la profanación es un arte, ya que “el arte es la tarea de la política por venir, es decir, una instancia de detención de los dispositivos de poder para hacer factible el apropiarse de la propia potencia” (347). ¿Y de qué manera puede el artista profanar lo hegemónico? ¿Qué implica profanar un uso, una costumbre, un relato hegemónico? Implica vincular la obra con la historia. Implica destruir los hechos, los usos y los sentidos cristalizados e inmóviles, y restituirlos a su vínculo con la historia. Se traza, quizá, de un nuevo sentido para la palabra “estética”: ya no aquello que vincula una obra a los sentidos y a lo bello, sino a la memoria y a la historia.
Los directores que Taccetta trabaja (Godard, Fassbinder, Syberberg y Lanzmann), con sus técnicas de montaje y sus citas a contrapelo de la historia, permiten pensar al cineasta como aquél que restituye al pasado la densidad que lo vuelve contemporáneo y habitante del presente. El cine como creador del pasado que habitamos.
Bibliografía
Benjamin, Walter (2003), La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica. Editorial Itaca, México.
Taccetta, Natalia (2017), Historia, modernidad y cine. Una aproximación desde la perspectiva de Walter Benjamin, Prometeo, Buenos Aires.
[1] Este trabajo ha sido realizado en el marco de la Beca de Estímulo a las Vocaciones Científicas (Beca EVC-CIN), convocatoria 2016.
[2] El concepto fue acuñado por Noël Burch y refiere a una serie de convenciones o normas que se adoptan en la década de 1910 y se vuelven estándar para la producción audiovisual: coherencia interna, causalidad lineal, realismo psicológico, invisibilización de la cámara y de los procesos de montaje, y continuidad espacio-temporal son algunas de las características más importantes.