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Diccionario de teorías narrativas 2 – Narratología, cine, videojuego, medios.

Lorenzo Vilches Manterola, España, 2021

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“Diccionario de teorías narrativas 2 – Narratología, cine, videojuego, medios” es una obra titánica creada por Lorenzo Vilches Manterola, continuación y complemento del primer tomo. Como editor y también como autor de algunos de los artículos presentes en la publicación, Vilches Manterola nos invita, una vez más, a «volver» al formato diccionario para acceder a cierto conocimiento, cuya presentación toma distancia de las clásicas propuestas enciclopédicas en la medida en que nos propone un acercamiento a los conceptos y a las teorías que resulta múltiple y complejo a propósito de las conexiones posibles. Nos encontramos así con una suerte de “rayuela cortazariana”.

En cuanto a la estructura general del libro, el diccionario está organizado bajo dos órdenes: uno alfabético, donde encontramos ideas, conceptos y artículos ordenados de la A a la Z; y otro temático, dividido en 5 grandes grupos: Aproximaciones, Cine, Medios, Teorías, y Videojuego. En cada apartado, la división temática permite ver los abordajes específicos de las distintas áreas e incluso aproximarse en profundidad por separado. Los artículos, heterogéneos en sus contenidos, resaltan en mayúscula algunas palabras claves, todas posibles de ser encontradas en el diccionario, buscando de la A a la Z.

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Como indica Vilches Manterola en “CRISIS DEL CINE / CRISIS DE LA TEORÍA**”

el cine ya no está donde solía estar (2021: 332), y esta idea bien remite tanto a su lugar ontológico (e histórico) como a su ubicación espacio-temporal (en las salas de cine). En este texto, necesario y contingente, encontramos una nueva revisión de qué es el cine (pregunta baziniana). Dos enfoques parecen dominar la teoría actual del cine: el de la muerte o el del esplendor, comenta el autor. Por un lado, si se lo piensa como medio «las imágenes ocupan nuevos soportes y transitan nuevas plataformas y pantallas. El cine se halla en plena expansión» (2021: 331). Y por otro – y en simultáneo-, si se lo piensa en relación al formato «(…) la llegada del universo digital ha llevado a algunos estudiosos del cine a cuestionar en forma radical la identidad del medio y la institución llamada cinematografía” (Elsaesser, 2015, citado en Vilches Manterola, 2021: 331). Las reflexiones que dicho artículo propone se reflejan en este libro-diccionario en la decisión de incorporar los apartados temáticos medios (como un paraguas que contiene desde la fotonovela hasta experiencias 360) y videojuego (en crecimiento exponencial y muy poco visitado desde ópticas académicas) a partir de los cuales el autor reconoce dicha expansión del cine, y la pregunta por cómo las imágenes transitan ya nuevos formatos, formas y espacios.

En lo que respecta al CINE DOCUMENTAL, el Diccionario de teorías narrativas 2

contiene 3 artículos que abordan diferentes temáticas de forma renovada, imprescindibles y pormenorizada. Las reflexiones que emergen en los tres casos de estudio permiten comprobar la capacidad del cine documental para mutar y expandir tanto sus formas narrativas y poéticas, sus modos de acercamiento a lo real, las fronteras que lindan con otros estilos y géneros como las propias temáticas que abordan.

El primer caso es el artículo de Pablo Calvo de Castro titulado «Cine etnográfico en América Latina*», donde encontramos un acercamiento sumamente interesante y novedoso al cine documental etnográfico en torno a la temática de la representación indígena. El autor periodiza cuatro grandes momentos de la evolución de esta vertiente del documental en Latinoamérica, y asegura que no es hasta la década de los 90’s que el tema trasciende  las esferas sociopolítica y cultural y al ámbito internacional y emerge a nivel socio-cultural la conciencia de la Emergencia Indígena entendida esta como “la presencia de nuevas identidades y expresiones étnicas, demandas y reclamos de las poblaciones indígenas » (Bengoa, 2009: 6, citado en Calvo de Castro, 2021: 227). Así, el artículo avanza cronológicamente  y propone cuatro periodos: en el primero  –décadas de los veinte y los treinta– observa un cine de exploración y colonización que se figuraba como «instrumento de propaganda en un contexto histórico en el se quiere afianzar un mensaje de progreso y desarrollo, impulsado por la oligarquía comercial y por los gobiernos» (2021:231)–; en el segundo periodo –década del cincuenta– detecta un cambio sustancial en cuanto a que «el cine documental se aleja de la exaltación patriótica para introducir la vertiente social también en el cine de corte etnográfico» (2021:233), evidenciado en la aparición de algunas de las obras más emblemáticas que configuraron las bases del Nuevo Cine Latinoamericano: “Tire Dié (Fernando Birri, 1958-1960), Rio, zona norte (Nélson Pereira dos Santos, 1957) o Vuelve Sebastiana (Los Chipayas) (Jorge Ruiz y Augusto Roca, 1953).” (2021: 236); en el tercer periodo –años sesenta, setenta y ochenta– identifica que la impronta neorrealista ya presente en la etapa anterior y la influencia de Jean Rouch guiará tanto una línea militante como neobarroca (Schroeder Rodríguez, 2011: 16, citado en Calvo de Castro, 2121: 245), con obras que signaron y transformaron el cine documental hasta nuestros días como: “Yawar Mallku – Sangre del cóndor» (1969) de Jorge Sanjinés, Hermógenes Cayo (Imaginero) (1969) de Jorge Prelorán y “Chircales (1966-1971) de Marta Rodríguez y Jorge Silva (entre otras); y en el cuarto periodo, comprendido entre los noventa y la actualidad, el autor destaca una redefinición en la forma de abordar la temática indígena, en consonancia con los cambios de enfoque socio-culturales; menciona obras como “A arca dos Zo´é (Vincent Carelli y Dominique Gallois, 1993)»  y “Los nadies (Sheila Pérez y Ramiro García, 2005) que evidencian estrategias de auto-representación por parte de los integrantes de las comunidades indígenas.

El segundo artículo escrito por Lior Zylberman, “CINE DOCUMENTAL Y GENOCIDIO*”, es un estudio pormenorizado y meticuloso sobre la relación fundamental que tiene el cine documental con el conocimiento de los genocidios acontecidos en el devenir histórico. Según Zylberman el documental ha tenido una tarea triple: «ha funcionado como evidencia, ha colaborado en la difusión masiva de los casos, y ha formado, consolidado y servido de soporte de imaginarios colectivos en torno a los genocidios” (2021:199). Así, el autor indaga en una clasificación posible en torno a las diversas estrategias de representación de los genocidios, a partir de dos ejes que se interrelacionan. Uno son los tropos o motivos temáticos que aparecen con frecuencia. El primero de estos está vinculado con «el elemento humano» en donde se verán obras que tendrán como centro a la triada «víctimas, perpetradores, espectadores», como tres tipos ideales que se caracterizan por poseer acciones y reacciones. El segundo está ligado a la idea de espacios, «lugares físicos donde se lleva adelante los procesos de exterminio» (2021:205). El tercer motivo se centra en las metodologías de exterminio, es decir, en las «diversas estrategias de aniquilamiento para exterminar al que consideraba su enemigo» (2021:205). El otro eje de clasificación está vinculado a la teoría de Michael Renov, y tiene que ver con las funciones retóricas poéticas con las que el cine documental representa los genocidios. Así, Zylberman establece una subdivisión en la que plantea, por un lado, cuatro funciones tanto para representar el genocidio (Narrar, Focalizar, Testimoniar y Expresar), como a los perpetradores (Archivo, Evocativa, Declarativa, Participativa), a propósito de lo que el autor llama el «giro al perpetrador», una nueva perspectiva de estudio que si bien existió antes, «es a partir del siglo XXI que se conforma un campo de estudio específico y multidisciplinario» (2021:210).

El tercer artículo, “CINE DOCUMENTAL JAPONÉS*. DE LOS ORÍGENES A LA GUERRA DEL PACÍFICO (1897-1945)”, de Marcos Pablo Centeno, resulta ser una investigación que arroja luz sobre los inicios del cine documental japonés, tema pocas veces visitado con la espesura y profundidad con el que este texto lo hace. El inicio de la producción documental en el país nipón se remonta a los orígenes mismos del cine (2021: 176). El industrial Inabata Katsutarō estudia con Auguste Lumière en la escuela técnica La Martinière de Lyon entre 1877 y 1885 y «Después de un viaje de negocios por Francia en 1896, Inabata adquirió los derechos de distribución del invento en Japón” (2021: 177). Los primeros formatos de producción fueron, como en otras partes del mundo, las Actualités y los travelogues producciones que los «emprendedores japoneses vieron en ellas un negocio rentable y crearon los primeros “proto-noticiarios”, llamados jiji eiga (“películas de hechos reales”) durante la Rebelión de los Boxers (1898-1901).” (2021: 178). Durante el periodo de entreguerras, el autor comenta que “El cine de no ficción estuvo en gran medida dominado por cineastas de izquierda» (2021: 183) y en consecuencia hacia 1927 aparece El Movimiento de Cine Proletario «que incluía organizaciones y colectivos dedicados a la producción y exhibición de films comprometidos con la lucha de clases.” (2021:183). Obviamente, en simultáneo, surgieron regulaciones para controlar al movimiento y censurar la producción fílmica. En el periodo de expansión militarista (1931-1945), promovidos por distintas facciones militares, se desarrolla en Japón la forma del “documental” como se le entiende hoy. En la «Edad de Oro” del noticiario japonés (1937-1945), surge Nippon News, formato preferido de la no-ficción en este periodo. El mismo vehiculizó los avatares de la guerra, y fue el encargado de mostrar la derrota.

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El recorrido por el Diccionario de teorías narrativas 2 se vuelve desafiante para el lector y la lectora dado que debe ser abordado sin ansias -intrínsecas a la práctica multipestaña que hoy día nos invade – y predispuesta a una lectura errática- con todo lo que esto implica-.  Frente a las nuevas formas para potenciar (y viralizar) la expresión humana, preguntarse hoy por el futuro del cine – el pasado y el presente- y cómo éste se ha desbordado a múltiples formatos y pantallas, se vuelve un imperativo teórico y académico que permite vislumbrar la profundidad y complejidad del tema, y deja en evidencia la necesidad de un debate que, lejos de estar enquistado, está vivo y en crecimiento.

Esta obra se propone como un espacio epistémico que busca (y encuentra) coherencia y solidez teórica, basado en una línea de pensamiento que crea un criterioso recorte teórico, contingente y diverso, en un mundo plagado de ilimitadas formas, formatos, definiciones, información e interconexiones.

 

Melina Serber, 2021

El documental antropológico. Una introducción teórico-práctica. Carlos Y. Flores (2020)

 

Portada del libro.
Portada del libro.

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El documental antropológico. Una introducción teórico-práctica (CIMSUR, UNAM, 2020) es mucho más que una introducción. Su autor, Carlos Flores, nos sumerge en la caracterización de este tipo de documental entre los ámbitos de la antropología visual y el cine etnográfico, nos amplía sobre sus estilos narrativos y métodos, y puntualiza algunos aspectos de su carácter sonoro.

Su publicación constituye no solo una deuda con la literatura en español con énfasis latinoamericano sobre el tema, sino que además se convierte en una herramienta de gran utilidad para introducir, en efecto, a todas las nuevas generaciones que se vienen interesando en este campo, ante el evidente auge de los medios audiovisuales personales y la proliferación de los materiales audiovisuales en redes y en el ámbito digital en general.

A través de sus cuatro partes, el libro de Carlos Flores problematiza este documental particular a partir de sus diálogos y relaciones con la antropología, pero también con el cine etnográfico que se fue produciendo tan pronto empezó la posibilidad de expresarse por este medio hace más de un siglo. En la primera parte, se hace un importante esfuerzo por ubicarlo entre estas dos coordenadas que enmarcan su práctica, la antropológica misma, pero también la comunicativa al tratarse de un medio que rápidamente se volvió masivo. Esto implicó una revisión historiográfica para ubicar al documental antropológico en aquellos incipientes orígenes que lo emparentan con los inicios del cine etnográfico, como también vincularlo al colonialismo y las representaciones del las otredades, a las reinvenciones del espacio-tiempo gracias al lenguaje audiovisual, a la fotografía antropométrica y la construcción de representaciones visuales, a revoluciones sociales y nuevas prácticas colaborativas. Todo ello con el propósito de poner en contexto, un tipo de documental muy particular, con trayectorias y formas de hacer propias, que atraviesan las transformaciones del conocimiento antropológico, a la vez que implican retos peculiares para el quehacer investigativo y narrativo audiovisual.

En la segunda parte del texto, el autor entra de lleno en la revisión de los estilos narrativos que lo han caracterizado, con aportes claros al campo, distinguiendo las formas expositivas, directas, observacionales, las reflexivas, las archivísticas y colaborativas. Empujando incluso la reflexión hacia producciones contemporáneas hasta contemplar al reality TV y el docudrama; y poniendo con ello, sobre la mesa, la emergencia de repensar desde el ámbito antropológico también este tipo de expresiones audiovisuales.

Esto implica, ineludiblemente, que pase en la tercera parte a los métodos que utiliza el documental antropológico, para así poder desentrañar más finamente, los insumos con que se elabora y las hechuras que ha posibilitado con el tiempo. Las etapas de producción, el planteamiento de temas y personajes, la investigación y el trabajo de campo, así como las entrevistas, tienen su espacio de abordaje para ir colocando numerosos ejemplos de diversos tiempos y latitudes que ayuden al lector y la lectora a familiarizarse con las especificidades del quehacer documental antropológico.

Y empujando aun más estas particularidades, concluye con una cuarta parte dedicada a los aspectos que para fines del pensamiento y conocimiento antropológicos, colocan importantes preguntas acerca de cómo se representa socioculturalmente a partir del audio, y las implicaciones técnicas y metodológicas que tiene en concreto el afán por registrar en un texto antropológico audiovisual, aquello que se mira, se aprecia e interpreta acerca de diferentes culturas y sus poblaciones.

De conjunto, el libro de Carlos Flores constituye una atinada y pertinente invitación a repensar el documental antropológico en la coyuntura de sus cien años a partir de los primeros registros etnográficos que forman parte de los inicios del cine, pero también a revisar la antropología misma con relación a la investigación audiovisual, a la que debe tanto. ¿Cómo explicar procesos con la palabra escrita acerca de poblaciones donde lo que prima es la palabra hablada, o los cuerpos danzantes, o el despliegue de rituales y manifestaciones comunitarias donde tantos aspectos confluyen al mismo tiempo? La cámara se volvió una aliada temprana de esta disciplina, al grado que el perfil de antropóloga/o-cineasta se acabó fundiendo en muchos casos, o desplegándose en valiosas duplas de trabajo que colaboraron por décadas.

Las alianzas caracterizan esta práctica. ¿Cómo concebir al documental antropológico sin la participación de las comunidades, sin el compromiso que impulsa el trabajo de años, sin los compadrazgos, las complicidades, y sobre todo el trabajo colectivo que hay detrás? No exento de ejercicio de poder, el documental antropológico es aquí también escudriñado por el autor, como un espacio donde la credibilidad, la autoridad y las representaciones son permanentemente cuestionadas y resignificadas. Hoy día, por ejemplo, nos puede molestar el hecho de ver imágenes de mujeres de numerosos grupos étnicos puestas al servicio de un mercado de comercio erótico y sexual que vislumbró nuevos alcances con el uso de la cámara fotográfica. Antes nadie se cuestionaba sobre este tipo de registros. Hoy también nos preguntamos sobre lo antropológico de todo aquello etnográfico, y de cómo numerosos documentales dan mayor cuenta de las miradas y mentes que capturaban las imágenes, que de las propias poblaciones retratadas.

Foto: Arthur Radclyffe Dugmore, 1910, tomada de Expansión colonial e imagen (Ryan 1997:134) e incluida en la pág. 44 del libro.

Los orígenes de la terminología misma nos hablan de asociaciones primigenias: disparar, capturar, apuntar, toma, disparo, resultan demasiado alusivas a lógicas impositivas y opresivas para obviar los vínculos coloniales que hermanan a estas prácticas en sus orígenes, y que Carlos Flores escudriña desde el primer capítulo de este libro. Esta fotografía que integra al texto no puede ser más elocuente, reforzada con la vestimenta y doble artilugio de “caza” que sostiene el explorador.

¿Cómo remontar este pesado legado? ¿Cómo impulsar estudios que lo evidencien y nos ayuden a historiar aun mejor las prácticas antropológicas y sus transformaciones? A medio camino del siglo hubo quiebres que lo fueron evidenciando: el reconocimiento a cines, latitudes y autores concretos (el autor destaca desde Grierson hasta MacDougall, pasando por Rouch, Marker, Rodríguez, Solanas y Prelorán, entre otros), que impulsaron otras formas de mirar, nuevos modos de acercarse e interactuar, pero sobre todo con el reconocimiento a las limitaciones de hablar sobre sociedades que hasta entonces no podían expresarse por sí mismas vía el lenguaje audiovisual; ambos giros son articulados aquí para lograr una visión crítica de estos vínculos y fronteras que acuñaron la práctica antropológica vuelta documental.

En un amplio recorrido por documentalistas de muchas latitudes para concretar hacia las prácticas en América Latina, el autor recapitula los modos y aportes, pero también los deslices y las claras transgresiones del pensamiento moderno, cientificista y colonial. Los matices del indigenismo son también aquí colocados en su justa dimensión, por las implicaciones que tuvo en este lado intercontinental del planeta.

El parteaguas que representó la revolución cubana y su cine para los nuevos cines latinoamericanos, y los legados audiovisuales sobre las diversas dictaduras en el continente, se revisan como pasajes clave para entender los nuevos modos, los nuevos problemas por abordar y las nuevas posturas y puntos de vista que derivarán en otras modalidades de narración y por tanto otros discursos donde la alteridad y la subalternidad aflorarán claramente. Las transferencias tecnológicas incluso, ya avanzado el siglo, serán señaladas como otras posibles rutas con sus propios retos y futuro todavía en construcción ante el nuevo panorama digital y en redes imperante.

Aquellos dilemas sobre la apropiación y reproducción, autenticidad y complicidad, todavía vigentes, serán opacados por otros dilemas más apremiantes que van de la no interferencia a la catalización que se potencia con la cámara, de las pretendidas neutralidades a claros posicionamientos, del enfoque observacional al etnobiográfico, de las representaciones estereotipadas al cuestionamiento permanente sobre las formas de representar.

De las pretensiones de objetividad tecno-científica, de las imágenes como referencia, como verdad, como discurso, las diatribas se fueron enfocando hacia el punto de vista y las posturas detrás de él, así como las intenciones de quienes registraban, pero también en las puestas en circulación, los usos y reutilizaciones de tantos materiales registrados que tan fácilmente podían volver a usarse con otros fines tan distantes a sus contextos de producción, al grado incluso de traicionar o contradecir lo que de origen buscaron.

Un importante esfuerzo historiográfico conforma también la publicación de El documental antropológico. La pormenorizada revisión que hace Carlos Flores de numerosas etapas de este largo periodo de producciones documentales da cabal idea de la complejidad de los diversos procesos enredados en las posibilidades y limitaciones de su producción, en los resultados y en las formas de circulación y en su recepción también. De lo costumbrista y lo exótico prevaleciente, a las preguntas y evidencias que fueron haciendo una práctica antropológica más crítica y respetuosa de las comunidades de estudio, cercanas y ajenas, afines y lejanas.

De postulados positivistas a claras posturas materialistas y dialécticas, para nuevos giros posmodernistas y de vuelta a la reflexión dialógica sin la cual no se explicaría este texto ya entrado el siglo XXI. Los retos siguen siendo grandes, en materia de sistematización, organización, documentación, puesta en acceso e investigación de este legado hay todavía un largo camino por recorrer enfrente. Numerosas filmografías esperan ver la luz, ser ampliamente conocidas y estudiadas, para potenciar mucho más las necesidades, nuevas y no tan nuevas, de la antropología, como también del mundo audiovisual.

Caracterizándolo como un texto visual de la modernidad, el documental antropológico se revisa aquí desde la reinvención que hace del tiempo y el espacio, desde la construcción nacional legitimada en esta textualidad, desde las revoluciones sociales y las crisis de representación que lo cuestionaron, desde las nuevas prácticas colaborativas y la toma de los medios por grupos subalternizados, así como también desde la autorepresentación popular.

Se repasan los estilos diversos para profundizar en el expositivo, el directo, el observacional, el reflexivo, el archivístico, el colaborativo, el etnoficticio, el impresionista, e incluso el docudramatizado. Todo ello con el afán de exponer y entender con mayor cabalidad los insumos y recursos con que se ha venido construyendo este tipo de documental a lo largo de un siglo y de qué maneras. Esto implica, escudriñar en los pormenores de sus diversas etapas de producción, detenerse en las tomas de decisión que implica en función del trabajo investigativo, pero también comunicativo audiovisual, y los numerosos detalles que desde las metodologías cualitativas se han impulsado con el uso de las cámaras y la gran variedad de producciones audiovisuales que han proliferado con el paso del tiempo y las transformaciones tecnológicas, pero también discursivas y analíticas.

Punto y aparte amerita la revisión final del papel del audio en un documental que se vio ampliamente potenciado por las posibilidades del registro sincrónico, a la vez que debe tanto a los registros fonográficos previos que la cámara no permitió por décadas. Las dificultades de estas limitaciones técnicas fueron remontadas con el tiempo, de muchas y diversas maneras, apelando y reivindicando el afán por conocer otras culturas, otros modos sociales y entender sus conformaciones socioeconómicas y culturales para comprender mejor también las propias. Aquí, no solo el sonido sincrónico, sino también la gama de posibilidades que potenció la miniaturización de los micrófonos, así como de las propias cámaras, representan una verdadera revolución del ámbito comunicativo audiovisual, al que la propia antropología todavía le debe tanto.

Alteración, interpretación, veracidad y representación, seguirán siendo conceptos revisados de forma permanente, aunados a los retos que coloca la performatividad cotidiana y el lenguaje corporal, más allá de curiosidades, empatías y motivaciones. La revisión es exhaustiva y se despliega como abanico, dejando muchas vetas abiertas para futuras investigaciones, principal acicate de toda publicación. De conjunto, constituye una inmersión garantizada en esta mancuerna tan prolífica que ha sido el cine y la antropología ya por más de una centuria.

 

Lourdes Roca

Instituto Mora, México

Documentary Film Festivals Vol.1: Methods, History, Politics (Aida Vallejo y Ezra Winton, 2020)

VallejoWinton

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Este volumen de la colección Framing Film Festivals Series de la editorial norteamericana Palgrave Macmillan es una importante contribución a los estudios de cine documental. Como Aida Vallejo y Ezra Winton argumentan en su introducción, las dinámicas de la organización, exhibición y distribución de documentales en festivales ha sido un área menospreciada por los estudios académicos. Los autores reconocen el enorme trabajo que han hecho curadores, periodistas y críticos de cine en analizar documentales, promover su distribución en festivales, y seducir a un público no especializado para que participe y genere ingresos para estas organizaciones y eventos. En esta reseña nos ocuparemos del primer volumen, Documentary Film Festivals Vol. 1: Methods, History and Politics. El segundo volumen, Documentary Film Festivals Vol 2. Changes, Challenges, Professional Perspectives será reseñado en el próximo número de Cine Documental. El volumen en consideración, como explican los autores, está dividido en tres partes: “Investigación y métodos”, “Historia y orígenes” y “Políticas y normas”.

El que alguna vez ha participado en la organización de un festival de cine podrá reconocer el enorme desafío que es coordinar un sin fin de variables- alquiler de salas y equipos para las proyecciones, viajes de los invitados, organización de charlas y talleres, promoción y publicidad del evento, publicaciones en redes sociales, etc. Decir que un festival de cine es un proyecto dinámico es tal vez menospreciar la dedicación y esfuerzo titánico que lleva organizarlos. La mayoría de los lectores de nuestra revista, seguramente han tenido una relación estrecha con algún festival. A pesar de las largas colas, los viajes y la obligación de acomodar presupuestos para conseguir albergue y comida, los festivales muchas veces nos sorprenden con películas y realizadores que no conocíamos y de esa forma expanden nuestro horizonte cultural. Mas allá del vedetismo y el falso glamor de estos eventos, los festivales pueden fomentar nuevas amistades y relaciones con productores y realizadores que admiramos.

Como bien señalan Vallejo y Winton, los investigadores de cine documental se nutren de encuestas y reseñas de festivales que se publican en revistas especializadas, blogs, redes sociales y revistas, por ejemplo las reseñas del Visual Anthropology Review. Estas reseñas les conceden a los investigadores la oportunidad de conocer la cultura cinéfila de ciudades que tal vez nunca tendrán la suerte de visitar. Por otro lado, como bien reconocen Vallejo y Winton, los festivales, debido a su tenacidad, han logrado imponer una lista de clásicos que los seguidores del documental se sienten obligados a visualizar y atesorar (Sans Soleil, The Thin Blue Line, Shoa, entre otros títulos). Dos de los festivales que captan la atención de los autores de esta importante antología son legendarios entre los seguidores del documental- el Festival Internacional de Cine Documental en Yamagata, Japón, y el Hot Docs, en Toronto, Canadá.

En este volumen, Vallejo y Winton sondean al festival como un ecosistema: “…como un fenómeno relativamente reciente que -como sugiere la metáfora biológica- crea un espacio para el desarrollo y el cuidado de culturas cinematográficas dentro de él, y al mismo tiempo crea una dependencia mutua” (7). El festival, este espacio dinámico y en constante fricción con un modelo corporativo quizás más rígido, contribuye a definir “que es un documental” (7). Según los editores de este volumen, en los festivales se genera un numero de relaciones discursivas y políticas que forjan nuevos modelos del documental. Algunas de estas relaciones son: las expectativas y reacciones de la audiencia y las versiones de la “verdad” que se generan a través de una “asociación indeleble con la veracidad” (8).

Documentary Film Festivals Vol.1: Methods, History, Politics abre con una entrevista al reconocido investigador estadounidense Bill Nichols. Nichols anticipa algunas de las cuestiones que se analizarán con mas detalles en los capítulos siguientes, como la relación entre los estudios del documental y los festivales, y la contribución positiva, y a veces negativa, de sus curadores. Según Nichols fue la aparición de Roger and Me (Moore, 1989) y The Thin Blue Line (Morris, 1988) que puso en evidencia que el documental podía atraer público y generar interés en los festivales. La entrevista arroja varias aristas para reflexionar sobre la relación vital entre los festivales y la investigación académica. Nichols reafirma una de los fundamentos teóricos que atraviesa esta colección- los festivales deben entenderse como una cultura distintiva (20). Nichols reconoce no haberle dedicado suficiente tiempo a investigar este fenómeno social y cultural, a pesar que en San Francisco, ciudad en la cual vive, hay un festival “casi todas las semanas” (21).

En “Investigando los festivales de cine documental”, introducción a la primera parte del volumen, Vallejo sostiene que los festivales de cine documental requieren de sus propios métodos de investigación. Según la autora, este tipo de festivales se caracterizan por carecer de actores estrella, gozan de un espíritu colaborativo, y de cierta trasparencia en el manejo de fondos y decisiones curatoriales. Vallejo reconoce la importancia de los festivales en cubrir sus propios costos de producción, ya que esto garantiza su difusión, y a veces, contratos lucrativos de televisión. Algunos festivales realizan encuestas que pueden convertirse en herramientas importantes para el mercado de distribución, e incluso, para entender los hábitos de consumo de sus audiencias. Una de las falencias mas significativas en la organización de estos eventos, es la falta de presupuesto y espacios para crear y mantener un archivo con películas en diferentes formatos (Betacam, VHS, DVD, 35 mm, 16 mm). En general, el público y los investigadores, como describe Vallejo, no tienen acceso a estos materiales. Vallejo propone algunas recomendaciones para sanear estas deficiencias; por ejemplo, la de crear un protocolo internacional donde las películas que participan en un festival puedan ser visualizadas por los investigadores.

Skadi Loist en su capítulo “Talleres de investigación en festivales de cine: debates sobre metodología” mencionas las contribuciones de teóricos como Thomas Elsaesser y Marijke de Valck en desarrollar un lenguaje teórico para los estudios de los festivales de cine. Unos de los temas más críticos, según Loist, surgió en un taller en Saint Andrews University en el 2009, Escocia, donde se discutió la relación entre la academia y la industria. Esta relación dinámica, se ve cercenada por ciertos prejuicios, uno de ellos es la reticencia de conceder acceso a los archivos a los investigadores académicos. Representantes de la industria, explica Loist, dicen no tener el presupuesto necesario para financiar este tipo de investigaciones. Otros organizadores se rehúsan a compartir estadísticas sobre las visualizaciones de sus películas, porque consideran que pueden socavar sus estrategias de mercado. Por esta razón, los investigadores se ven obligados a consultar las reseñas publicadas por periodistas o activistas, o convertirse ellos mismos en organizadores. Otra alternativa, que requiere más dedicación y tiempo, es realizar un estudio etnográfico- “para comprender los niveles más profundos de organización”, adentrándose en la cultura de un festival y luego evaluar como se puede integrar los hallazgos a una praxis pedagógica (48).

Otro interesante capítulo de esta colección es “El festival basado en información de datos: prácticas de archivos y mantenimiento de registros”. En su artículo, Heather Barnes parte de la premisa que no existen suficientes investigaciones sobre como los festivales administran los datos que atesoran. Según Barnes, uno de los principales motivos es la falta de recursos y personal especializado. Después de realizar entrevistas al staff de festivales sobre sus prácticas archivistas, Barnes ofrece a los lectores un repaso de las colaboraciones entre organizadores y académicos, y una útil taxonomía de los “artefactos” que configuran los archivos. Por su parte, Dunja Jelenkovic en “El Festival de Cine como vehículo de la oficialización de la memoria: el más allá de la Segunda Guerra Mundial en el documental yugoslavo y el Festival de Cortometrajes, 1954-2004” examina las tensiones políticas en la organización de un festival mientras se intensifica el discurso sobre un conflicto bélico y su relación con la identidad nacional. En la tercera y última sección de este primer volumen, Tit Leun Cheung y Ezra Winton analizan las relaciones de los festivales DOChina en Pekín y Hot Docs, de Toronto, con los aparatos de censura estatales y las corporaciones.

Vallejo y Winton compaginaron este volumen para repasar la la relación entre los festivales y el documental. El segundo volumen está abocado a examinar el futuro de este vínculo. En estos últimos dos años, en parte debido a las restricciones para enfrentar la pandemia, los consumidores de documentales nos hemos “acostumbrado” a ver películas en la computadora o en el televisor inteligente. Muchos de nosotros también hemos optado por participar en festivales en línea. Como afirman los autores: “Independientemente de las florituras de hibridación o de las conocidas disputas territoriales, el ‘documental’ sigue siendo una categoría y un concepto que esboza un (rudimentario) esquema que delimita el registro audiovisual y la representación de la realidad” (9). Este primer volumen presenta de manera clara y sugestiva todo el dinamismo y exuberancia de una modalidad que continúa cautivando a comunidades de espectadores en decenas de ciudades alrededor del mundo.

 

Tomás Crowder-Taraborrelli

Semiótica del cine documental (Rubén Dittus, 2019)

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En su último libro, editado en 2019 en papel por Kindle Direct Publishing (Amazon), Rubén Dittus propone un extenso recorrido por los principales ángulos desde los que ha sido estudiado el cine documental, que se superponen para dar cuenta de la compleja naturaleza del género. El autor aborda su objeto de estudio desde el amplio marco que caracteriza su trabajo como editor de la Revista chilena de semiótica.

El libro, de marcado carácter teórico, destaca por su capacidad de integración de las principales perspectivas críticas que entran en la noción de ‘semiótica’ en sentido general y por la riqueza de la bibliografía utilizada, que contiene más de 200 entradas entre libros y artículos, desde mediados de los años 50 del siglo XX hasta la época actual, lo que da una idea de la capacidad del autor para explicar la evolución de las teorías que se han establecido en las universidades de Europa y América y la manera en que el cine documental centra el debate de las grandes cuestiones de representación de la realidad. A este respecto, destaca el capítulo 4 de los seis que componen el libro, “Fotografía y analogismo: basas semióticas del documental”, aunque la cuestión se extiende y se enriquece en el capítulo 5 (“La indexicalidad del documental: el cine in natura”).

Fiel a su perspectiva, Dittus no circunscribe el tema a un terreno estrictamente cinematográfico, sino que enfoca el cine documental como un género cuya conciencia de clase se ha asentado a menudo en acercamientos comparativos a la crítica de los géneros literarios y a la de otros géneros audiovisuales, que se influyen mutuamente y alcanzan en el cine documental un grado de retórica ‘superior’ por varias razones: por ser capaz de incluir más recursos de los demás ámbitos, por ofrecer una libertad creativa que pone en entredicho la idea misma de establecer ‘una’ teoría sobre el cine documental actual (“arte bastardo” lo llamaba J. L. Comolli, como recuerda Dittus en la página 19) y por tener una capacidad mayor de influir sociopolíticamente en la realidad, aunque el cine de ficción siga siendo más comercial y llegue, por tanto, a mayor número de gente.

De este modo, el autor expone novedosos comentarios sobre una materia en parte bien conocida que ahora es vista desde la experiencia y el conocimiento de las teorías y tendencias más actuales del cine documental, desde las perspectivas ya clásicas de la lingüística de Christian Metz y de la crítica literaria de Roland Barthes o de Mijaíl Bajtín, hasta los últimos enfoques intermediales, pasando, entre otras, por la crítica sociológica de Kracauer y por la de Edgar Morin, por la crítica postmarxista de Adorno, por la sicoanalítica de Lacan, por la estética de Jacques Aumont, por la política de Comolli, por la filosófica de Gilles Deleuze, por la pragmática de Teun van Dijk, por la semio-pragmática de Roger Odin y por estudios que han formulado sus teorías intentando partir de los hechos documentales en sí, como los de Bill Nichols.

A nuestro juicio, una de las virtudes de este volumen es que el autor no expone estas teorías en una ‘mera’ sucesión cronológica o lineal, sino que las pone en perspectiva, las compara y completa unas con otras para dar cuenta de los distintos colores de ese marco de estudio más amplio, la semiótica, que popularizara Umberto Eco, aunque el libro se abra con consideraciones de raigambre narratológica propias del estructuralismo francés y termine resaltando los desafíos políticos que plantea el cine documental. Aunque otros autores prefieran llamar a este tipo de perspectiva ‘total’ deconstruccionista (insistiendo en consideraciones más filosóficas) o hermenéutica (insistiendo en las consideraciones de la crítica elaborada por Adorno y la Escuela de Fráncfort), el autor muestra la riqueza y la pertinencia de la semiótica para los estudios sobre cine documental que analizan los artificios técnicos y retóricos de las películas como formas de búsqueda por parte de los directores de nuevas maneras de influir para que el cine documental sea visto, básicamente y según los casos, como arte, como documento, como arma política o como todo ello a la vez, tema del sexto y último capítulo del libro, “El documental político o la contemporaneidad relatada”.

Otra de las virtudes de este libro es la inclusión de ideas de algunos directores que, conocedores de las teorías académicas, se expresaron también desde la experiencia de su propia práctica, evidenciando la necesidad de tenerlas en cuenta en toda teoría que se pretenda elaborar sobre el cine documental. De igual modo, la búsqueda de una teoría ‘autónoma’, que no tenga que acudir a la vinculación del cine documental con otros lenguajes o géneros para explicarse a sí misma, queda tácitamente puesta en entredicho en las páginas de este libro que, aunque no presente una metodología de trabajo, contiene una síntesis teórica de indudable valor académico que ayudará a entender muchas perspectivas de análisis en las que lo mejor de la tradición crítica sigue muy presente.

 Jaime Céspedes

Golpe de Vista: Cinema e ditadura militar na América do Sul

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Nuno Cesar Abreu, Alfredo Suppia, Marcius Freire [organizadores], São Pablo, Alameda, 2017.

Por Horacio Cappelluti Gayo


Golpe de vistaEscribía Borges en su poema El pasado que “el ilusorio ayer es un recinto de figuras inmóviles de cera”. Citar este fragmento de 1972, a solo un año de que el siglo XXI cumpliese su veintena de años, podría entenderse como una contradicción en sí misma; el pasado, según Borges, no solo es ilusorio, en tanto percepción errónea de un estímulo real, sino que además seria reflexionar ante espejismos sin movimiento, despojados estos de su estado potencial. Dicho de otro modo, una lectura posible del pasado, y la más difundida por su carácter positivista, es aquella que analiza acontecimientos (movimientos) en relación a su final. Ese intento por entender la función de una vasija estudiando su caída y realizando una suerte de peritaje forense sobre sus fragmentos, limita no solo el análisis mismo de la caída sino que además nos impide comprender las potencialidades latentes del objeto de estudio. El cuerpo de estudio se cierra en sí mismo, transformando el pasado, sin la poética de Borges, en una morgue de causas perdidas. La política, quizás más que ningún territorio de la acción humana, sabe de estas aparentes causas perdidas y sus consecuentes frustraciones.

Los textos que componen Golpe de Vista: Cinema e ditadura militar na América do Sul centran su análisis en un pasado doloroso para la región latinoamericana: las dictaduras militares sufridas en el continente entre las décadas del sesenta y ochenta. Para contextualizar, la segunda mitad del siglo XX está marcada por la Guerra Fría. Luego del fin de la Segunda Guerra Mundial, EE.UU. y la U.R.S.S. comenzaron una ascendente escalada de tensiones geopolíticas en busca de la hegemonía mundial, cuya principal particularidad fue la ausencia de conflictos armados en el propio territorio de los países en pugna, lo que derivó en acciones militares fuera de sus fronteras denominadas “guerras subsidiarias”. El golpe de Estado brasileño de 1964 inauguró una sucesión de golpes de Estado en la región, orquestados desde EE.UU. y su Escuela de las Américas, bajo el lema “lo que es bueno para EE.UU., es bueno para América”. Esta estrategia permitió a los EE.UU. tomar control político, militar y económico sobre lo que denomina su “patio trasero”. Estos Estados, cooptados en su mayoría por juntas militares, no tuvieron reparos en su lucha contra todo atisbo de oposición. Pero, como ya dijimos, el pasado no es un recinto repleto de figuras inmóviles de cera. Años antes del golpe de 1964 que derrocó al presidente brasileño João Goulart (1961-1964), sucede un hecho significativo para la lucha de los pueblos latinoamericanos. El primer día del año 1959 se produjo en Cuba el fin de la dictadura de Fulgencio Batista (1940-1944; 1955-1959), apoyada por EE.UU., y la toma del poder a través de la lucha armada por parte del Ejército Rebelde. Esta revolución significó una esperanza para la lucha de los pueblos contra la tiranía imperial y su hálito inundó todo el continente.

Otro hecho que marca este momento histórico sucedió casi diez años después de la revolución cubana. En Mayo de 1968 acontecieron una serie de protestas, en su mayoría estudiantiles, cuyo epicentro fue la ciudad de Paris. Allí, jóvenes, en su mayoría grupos estudiantiles, pusieron en tela de juicio el mundo de sus padres. La nueva generación criticaba su herencia, se oponía a los valores morales, a las estructuras sociales, pretendían cambiar la concepción misma de lo establecido. En este contexto, artistas e intelectuales acompañaron las revueltas y tanto el mundo de las ideas como el de la creación artística serian ya inseparables de la acción política. Eran épocas de tomar posición.

Tanto la Revolución Cubana como el Mayo francés influyeron en Latinoamérica de un modo definitivo. En este marco, hombres y mujeres pusieron su vida a favor de la lucha de los pueblos para la cual toda arma era valiosa, y el cine no fue la excepción. Desde sus comienzos hasta nuestros días el cine es, junto a la religión, la maquinaria de construcción de sentido más imponente que el mundo ha visto. Las posibilidades de generar valores simbólicos y su capacidad para penetrar en todas las capas sociales, hacen del cine una herramienta fundamental para comprender la historia del siglo XX. Uno de los valiosos aportes que hace Golpe de vista al estudio de esta época es que, a través de sus ensayos, transita todas las instancias que hacen a la experiencia cinematográfica en tanto medio de comunicación, arte, herramienta política y territorio colectivo. La articulación de estos elementos que forman parte del dispositivo cinematográfico será vital para un acercamiento profundo a la época en cuestión. Esta indagación se encuentra principalmente en la primera parte del libro, titulado Dossiê I – arquivos abertos, donde las pesquisas colocan su lupa en el binomio “cine – dictadura militar” bajo el contexto histórico narrado.

El papel del creador es atendido, por un lado, en la investigación titulada “La resistencia en el exilio: El documental político argentino entre 1976 y 1984”, en la cual Javier Campo trabaja sobre una serie de documentales argentinos realizados fuera del territorio nacional por cineastas exiliados para dilucidar cómo a través de sus obras se abordan conceptos centrales tales como “pueblo”, “revolución”, “autor”, entre otros. Y por otro en “Rocha e Cine Liberación: tensões e transferências no cinema revolucionário”, artículo en el cual Ignacio Del Valle Dávila indaga en la discusiones que existieron entre Glauber Rocha y el grupo “Cine Liberación” acerca de las formas con que el cine Latinoamericano debía fomentar y acompañar las luchas revolucionarias enmarcadas bajo la denomina “liberación nacional”.

Las cinematecas como lugares colectivos de resistencia política son analizadas en: “O dragão do gorilismo contra a memória guerreira: as cinematecas latino-americanas em tempos de ditadura”, donde Fabián Nuñez estudia el cine latinoamericano de aquellos años desde el punto de vista de las cinematecas y sus profesionales, atendiendo principalmente a la preservación de las obras en el contexto represivo; y en “Do combate direto à mensagem cifrada: notas sobre o cinema uruguaio entre 1967 e 1985”,  artículo en el cual Mariana Villaça propone una indagación sobre el cine uruguayo y el papel de la Cinemateca del Tercer Mundo.

La utilización del cine como medio propagandístico por parte del Estado en la búsqueda de la construcción de un ser nacional es pesquisado en “Anotaciones sobre los filmes desarrollados en el proceso cívico-militar uruguayo (1973-1984)”, considerando como casos paradigmáticos Gurí (Eduardo Darino, 1980) y Mataron a Venancio Flores (Juan Carlos Rodríguez Castro,1982).

Esta primera sección se inicia con una propuesta de análisis de la compleja relación entre cineastas y gobiernos de facto: “A aproximação entre os cinemanovistas e o regime militar na imprensa – cooptação ou resistência?”, donde Margarida Adamatti reflexiona sobre la asociación de los cineastas del movimiento Cinema Novo y el régimen militar entre los años sesenta y ochenta, permitiendo la problematización sobre las posibilidades de resistencia dentro del Estado. Interés que se mantiene en la pesquisa “Cine y ditadura en el Perú: imaginários andinos y imaginários políticos”, en la cual Carlos Reyna aborda las relaciones entre la dictadura militar iniciada en 1968 en Perú, liderada por el General Juan Velasco Alvarado y el cinema andino.

La segunda parte del libro, Dossiê II – Recortes, mantiene el encuadre temático pero lo aborda desde una perspectiva más amplia en términos cronológicos, puntualizando en filmes específicos.

Abre esta segunda sección el texto de Marcius Freire, “Entre fisionomias e colagens: Chris Marker e a série On vous parle du Brésil”. Se analiza la visión de Marker sobre la dictadura brasileña, tomando como punto de partida dos filmes que el cineasta rueda en Brasil en el marco de su serie On vous parle de. Ambas obras dialogan entre sí permitiendo a Freire no solo analizar el acercamiento discursivo con que Marker constituye su visión del momento histórico americano sino que además se propone indagar en las características autorales de este dentro de la categoría del film-ensayo.

A continuación Francisco Elinaldo Teixeira en “Do cinema como sala de torturas em Matou a Família ao Cristo-Militar descrucificado de A Idade da Terra”, propone un análisis de las posiciones de dos cineastas brasileños y dos películas suyas, en relación con dos momentos del período dictatorial brasileño, fines de los años 1960 y el inicio de los años 1980.

En “O passado, hoje: a ditadura militar em três filmes brasileiros de tempos entrelaçados”, Caroline  toma como objeto de estudio films modernos que indagan sobre la dictadura militar –Corpo (Rubens Rewald e Rossana Foglia, 2008), Hoje (Tata Amaral, 2011) e A memória que me contam (Lucia Murat, 2013)– y analiza cómo en ellos acontece una disociación entre el pasado y el presente como síntoma de tensiones históricas aún latentes en la actualidad.

José Inacio de Melo Souza estudia en “Diálogos de Nelson com Glauber: Fome de Amor” la obra de Pereira dos Santos, Fome de Amor Nelson (1968). El autor examina con detenimiento la relación entre el film y la obra literaria de Guilherme Figueiredo en la cual la obra de Nelson se inspira. Además, los diálogos permiten entender la perspectiva que ambos cineastas mantenían respecto del movimiento Cinema Novo.

En «El cine latinoamericano y la solidaridad a Chile», Carolina Amaral de Aguiar investiga la red de solidaridad que se formó en América Latina tras el golpe de Estado sucedido en Chile en 1973, con foco en las iniciativas llevadas a cabo en los años 1970. El texto hace especial hincapié en los films realizados por cineastas no chilenos en solidaridad con el pueblo chileno, además de analizar cómo estos se relacionan con los encuentros de cineastas latinoamericanos en el contexto de las dictaduras militares.

Reinaldo Cardenuto en “As camadas do despencar no filme A Queda, de Ruy Guerra e Nelson Xavier” aborda las diversas capas de sentido que “la caída” tiene en la obra de Guerra y cómo este obrero cayendo de la obra en construcción se relaciona con la idea de frustración de una proyecto revolucionario en el país. Además, atendiendo a elementos de puesta en escena presentes en el film, contrapone la suciedad estética de A Queda con la pureza estética de Os fuzis realizada antes del golpe militar por el mismo Ruy Guerra como forma de entender el devenir de la experiencia revolucionaria brasileña.

En “Ação Entre Amigos: a memória possível”, Maria Leandra Bizello analiza el film de Beto Brant desde la relación entre cine-historia, puntualizando su investigación en la dicotomía “memoria-olvido”. Entrecruzando el análisis con conceptos de Paul Ricouer, indaga cómo el film pone de manifiesto la construcción de la memoria a través de dos subjetividades: la individual y la colectiva.

En “Magnífica 70, a censura e o cinema da Boca do Lixo”, Marina Soler Jorge analiza la serie de ficción producida por HBO, Magnífica 70. La autora indaga en la representación  de la dictadura militar además de relacionar esta producción con la estrategia de HBO de generar contenido local en Latinoamérica.

Alfredo Suppia e Roberto de Sousa Causo plantean la tensa relación entre el cine de brasileño de género, específicamente el género de ficción científica, y la dictadura de este país en “Como era gostoso o meu robô: cinema brasileiro de ficção científica, Guerra Fria e ditadura militar”. Valiéndose de una extensa filmografía de la época así como también de bibliografía de ficción científica, los autores examinan cómo tales obras critican la modernización como forma encubierta de oposición al propio régimen. En gran parte de estas ficciones científicas, la ciencia y tecnología responden a intereses foráneos en la búsqueda de aplacar la identidad nacional, por lo general valiéndose de gobiernos autoritarios.

En “3X Tonacci”, Priscyla Bettim investiga la obra de Andrea Tonacci a partir de una entrevista realizada, y propone un análisis de sus tres primeros films –Olho por olho (1966), Blá, Blá, Blá (1968) e Bang Bang (1970)–  producidos en el contexto de la dictadura militar que Brasil sufría por aquellos años.

La compilación finaliza con el texto de Denise Tavares “Nem perdão, nem esquecimento: o aparato repressivo no Equador e Paraguai a partir de Con mi corazón en Yambo e Cuchillo de palo”. A través de ambos films, Con mi corazón en Yambo (2011) de la ecuatoriana Fernanda Restrepo y Cuchillo de palo (2010) de la realizadora paraguaya Renate Costa, Tavares aborda la arquitectura con que las fuerzas represivas de ambos países funcionaron durante las dictaduras militares y cómo esa estructura continuó en los respectivos países, bajo la lógica de la impunidad, incluso luego del fin de los gobiernos de facto.

Esta síntesis nos permite observar cómo el “Golpe de Vista” que propone el libro cuenta con una variedad de elementos que abren debates, preguntas, análisis. Este hecho quizás tenga su raíz en la propia creación del proyecto. La idea original surge en 2014 por parte del profesor y cineasta Nuno César Abreu –en diálogo con sus colegas del departamento de cine de la Universidad Estatal de Campinas [Unicamp]– la cual además de una recopilación de textos sobre cine y dictadura militar, se sumarian conversaciones que él había tenido con su maestro el realizador Nelson Pereira dos Santos. El año 2014 era, además, el 25 aniversario del estreno del film Corpo em delito dirigida por el propio Nuno en 1989. El film versa sobre Athos Brazil, un médico al servicio del aparato represivo del Estado cuya función era declarar muerte natural en las actas de defunción de las víctimas de la dictadura. En la película, ya retirado de su labor, Brazil comienza a rever su pasado y a enfrentar los fantasmas que creía enterrados en el olvido. Como analizan los recopiladores en la apertura del libro, Corpo em delito es “un film que pone en perspectiva, en un solo tiempo, Historia e historia, las dimensiones macro y micro” (11). Bien podríamos traspolar este análisis del film a la concepción general del libro.

Como decíamos al comienzo del texto, es posible, a la hora de enfrentarse a artículos que proponen repensar el pasado de nuestro continente, perder la dimensión de cómo este se relaciona con nuestra contemporaneidad. Así como una lectura de las dictaduras militares en Latinoamérica sería incompleta sin el factor de la Guerra Fría, también seria parcial si no se observa, como bien propone Golpe de Vista en su presentación, lo sucedido en el fin de la misma. El desmembramiento de la U.R.S.S. y la caída del muro de Berlín, como símbolo del fin de la bipolaridad, supone el arribo de una oleada neoliberal que propone “el fin de la historia”. Con Francis Fukuyama y su libro El fin de la Historia y el último hombre como base para su teoría, EE.UU. y sus aliados occidentales declaran su triunfo definitivo, es decir, el cese de toda acción política que no formara parte de su esquema imperial. El cambio social, aquel anhelo que acompañó a toda una generación, quedaría sepultado en post de una democracia neo-liberal que no iba a necesitar golpes de Estado para asegurar su dominio. Pero, solo un año después de la publicación de libro de Fukuyama, el primer día del año, otra vez un primero de enero, pero de 1994, guerrilleros comandados por el Ejercito Zapatista de Liberación Nacional se sublevan en el Estado de Chiapas, México. Así como la caída del muro de Berlín venía a verificar el fin de la historia, esta sublevación indigenista significó la negación a la teoría oficial. La historia no se detiene, nadie puede detenerla.

A más de veinte años de aquella sublevación la historia sigue viva en nuestro continente. El liberalismo imperial vuelve a mostrar su cara más retrograda y el triunfo de Jair Bolsonaro en Brasil no es más que la comprobación de esta premisa. El imperio hizo uso de su brazo comunicacional y no solo manipuló, a fuerza de fake news, el voto popular sino que además legitimó la persecución judicial a los líderes progresistas de nuestro tiempo. Todo medio de comunicación y sus dispositivos puestos al servicio de terminar con las oleadas de derechos, reivindicaciones y luchas que los gobiernos de centro-izquierda significaron para la región. Los militares devenidos en hombres blancos de saco y corbata, periodistas, jueces y pastores, como agentes de los poderes económicos. Los hechos que Golpe de Vista revisita forman parte de la genealogía de esta batalla fundamental por, como diría el pensador italiano Antonio Gramsci, el sentido común.

Para finalizar proponemos retomar el primer párrafo de este texto y la idea de “lectura negativa de la historia”. Poco fructífero seria para nuestro tiempo la lectura de estos análisis haciendo hincapié en los errores que las generaciones pasadas cometieron en sus luchas o peor aún, si no lográsemos rescatar de aquel tiempo valores, conceptos e inquietudes posibles de retomar en la actualidad.

El filósofo alemán Ernst Bloch teoriza a lo larga de su vida sobre el papel de la esperanza y la función de la utopía en la acción humana. Entre sus conceptos más importantes se encuentra la idea de “excedente utópico” entendida como aquel excedente que toda acción colectiva genera más allá de su finalidad inmediata y su devenir. En términos políticos, y en relación al texto, toda revolución aparentemente derrotada deja a su paso un excedente reivindicable por las futuras generaciones. Deberíamos afrontar Golpe de Vista desde esta perspectiva, indagando y rastreando en los relatos que aquí subyacen el excedente utópico que hoy nos permita retomar aquellas batallas. Tal vez aquellas figuras inmóviles de cera que Borges describía en El pasado no sean más que velas iluminando con su llama nuestro tiempo. Busquemos en su movimiento el excedente que nos permita continuar la historia porque como escribía otro latinoamericano, todos los fuegos son el fuego.

Uruguay se filma. Prácticas documentales (1920-1990)

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Georgina Torello (editora), Irrupciones Grupo Editor, 2018.

Por María Emilia Zarini Libarona

Uruguay-se-filmaUruguay se filma. Prácticas documentales (1920-1990) atiende la imperiosa necesidad de dar cuenta, analítica y críticamente, del derrotero de ciertas prácticas específicas del quehacer audiovisual uruguayo, siendo este tipo de producciones (las de no-ficción) aquellas que se han desarrollado con cierta continuidad en un continente cuyos avatares políticos redundaron en cinematografías inestables y disímiles en lo que respecta, por sobre todo, a la ficción.

En este sentido, cabe celebrar la reciente publicación que Georgina Torello edita porque los textos allí reunidos no solo abordan cuestiones de la historia de la técnica cinematográfica en Uruguay o aspectos que refieren al patrimonio fílmico (como su recuperación, su análisis textual y el estudio de los ámbitos institucionales de producción), sino que al hacerlo construyen el verdadero objeto en cuestión: una (posible) historia nacional del cine documental uruguayo “que organice una filmografía dispersa, y en ocasiones diezmada por múltiples causas” (225). Así lo destaca Pablo Piedras –responsable del posfacio de esta edición– quien observa en este aspecto parte de la notable originalidad de la propuesta del libro.

De acuerdo con esto, es preciso mencionar que dicha empresa historiográfica se erige como punta de lanza de potenciales investigaciones que se planteen recoger el guante de los conocimientos aquí formulados –en pos de profundizarlos o bien de generar nuevos– dado que a partir de la lectura del libro es posible detectar un espíritu creativo que entiende, tal como identifica Piedras, que hacer historia amerita no obliterar interpretaciones del pasado.

En este aspecto, Georgina Torello, en tanto editora y prologuista de la publicación, deja en claro que los trabajos que componen Uruguay se filma… no pecan de totalizadores; por el contrario (se) proponen (como) una primera aproximación crítica que encara el estudio de las prácticas documentales a partir de la pregunta por los objetivos que organizan esos materiales de la realidad, tratados creativamente y, ante todo, con insoslayable carácter político. Las diferentes pesquisas se vertebraron, entonces, a partir de algunas “cuestiones calves: ¿cómo abordar e interrogar la presencia de esta mirada documental en la filmografía uruguaya ¿Con qué discursos coyunturales dialogó cada una de estas producciones? ¿Cómo se articularon las prácticas locales con las tendencias coyunturales?” (12).

Los contenidos que las autoras y autor desarrollaron como respuestas a tales problemas se organizaron en dos grandes apartados: en primer lugar, la sección ‘Consensos’ –que abarca desde producciones (silentes) de las primeras décadas del siglo XX hasta prácticas documentales de 1962. Consta de cuatro artículos que versan sobre el registro audiovisual de lo real pensado y producido desde diferentes espacios institucionales, con fines didácticos, científicos y divulgativos, y hasta como un tipo de cinematografía particular (como se infiere del análisis de la experiencia del Festival Internacional de Cine Documental y Experimental del SODRE).

‘Disensos’ es la segunda sección del libro; contiene los restantes cuatro capítulos que consideran experiencias de la no-ficción desde finales de los años sesenta hasta la década de los ochenta del siglo XX. Se trata de investigaciones que, como lo anticipa el título del apartado, afrontan el análisis de prácticas del quehacer audiovisual que –signadas por la violencia del prepotente imaginario que la dictadura militar uruguaya (1973-1985) (im)puso en juego, aún más allá de los años transcurridos en el ejercicio ilegal del poder– supieron construir(se) desde el cruce entre lo hegemónico y lo aplazado, desde la problematización entre lo que se impone y lo que se rebela.

El primer texto se titula “Patriótico Insomnio. Las conmemoraciones oficiales en los registros documentales del Centenario”. Georgina Torello, en este caso como autora, analiza algunos registros producidos entre 1923 y 1930[1] que sintonizaban con el espíritu modernizador de principios de siglo XX, siendo el cinematógrafo un gran aliado para la ocasión. Se trató de producciones que se convirtieron en portavoces de una nación que se pensaba sólida y unificada, y aspiraba a que su pueblo lo hiciese de la misma manera. Así es que “Hondos recuerdos históricos del futuro” (20) se convirtieron en imágenes que cimentaron (simbólicamente) la incipiente patria

Isabel Wschebor Pellegrino analiza “Los orígenes del cine científico en Uruguay y la conformación del Instituto de Cinematografía de la Universidad de la República” [ICUR]. Su investigación se centra en las producciones audiovisuales sobre fenómenos naturales y biológicos que se impulsaron como parte de la iniciativa que modernizara los espacios investigativos de la Universidad entre las décadas de 1950 y 1960. En el análisis se distinguen las primigenias producciones que con mayor carácter institucional (y con el Dr. Rodolfo Tálice como primer promotor) se inscribieron en la tradición del cine científico-pedagógico, de las que posteriormente se desarrollaron en mayor vinculación (y con otras características técnicas) con los investigadores de la mencionada casa de estudios (siendo el historiador y especialista en micro y macro cinematografía, Plácido Añón, su mayor referente).

El tercer capítulo se denomina “Proyecto Uruguay. Ejemplo del uso del documental en dictadura a partir de la serie para televisión de Televisión Educativa” y su autora es Lucía Secco. El artículo analiza tres de los dieciocho bloques de la serie televisiva Así vive Uruguay que el Departamento de Ayudas Audiovisuales del Consejo de Educación Primaria realizó bajo la tutela del régimen militar, harto preocupado por generar adhesión tanto interna como internacional. El análisis discurre por las características de la política audiovisual en dictadura que estas producciones visibilizan, en tanto << (…) la televisión cumplía un papel fundamental, “en el apoyo al proceso de desarrollo de la República y [la] adecuada exaltación de los principios y valores medulares de la patria”>> (84).

El último análisis de esta primera sección está a cargo de Mariana Amieva: “El Festival Internacional de Cine Documental y Experimental del SODRE: las voces del documental y un espacio de encuentro para el cine latinoamericano y nacional”. Se propone “abordar el estudio de (…) un evento totalmente dedicado al cine de no ficción que tuvo ocho ediciones entre 1954 y 1971, en el que participaron más de cuarenta países, se proyectaron cientos de filmes, y concurrió un público significativo y constante” (87). La investigación plantea acertadamente estudiar el suceso de modo más amplio: atendiendo al vínculo con otros eventos similares (algunos, factibles antecedentes), con las tramas propiciadas en tono latinoamericano y con el espacio de estímulo que suscitó para las producciones nacionales (Concursos de Cine Nacional).

La segunda sección inicia con el análisis que Beatriz Tadeo Fuica realiza sobre “La manipulación del archivo: las imágenes de revolución sirven a la propaganda dictatorial”. A partir del caso de reapropiación (para cine y televisión) que sufre (de mano de la dictadura militar) el cortometraje Me gustan los estudiantes (Mario Handler, 1968), la autora reflexiona sobre las tensiones políticas, éticas y estéticas que traman los relatos de la historia. “¿Qué muestran realmente las imágenes?” (135), se cuestiona la investigadora, quien elabora respuestas a partir del estudio no de las imágenes documentales en sí, sino de la utilización de éstas a través del tiempo. A partir de su pesquisa, la propuesta es preguntarse por el tipo de retórica que se juega en la apropiación, siendo que ésta acaba por determinar –como se infiere del análisis de Tadeo Fuica– una posición ideológica frente a la compresión del pasado y también del presente.

“Rostros, voces, miradas. Notas sobre el pueblo en el cine documental uruguayo de los años sesenta” es el sexto capítulo de esta publicación, escrito por Cecilia Lacruz. Centra su análisis en tres exponentes del cine documental uruguayo del llamado Nuevo Cine Latinoamericano [NLC]: Cantegriles (Miller, 1958), Carlos: cine-retrato de un caminante en Montevideo (Handler, 1965) y Elecciones (Handler, Ulive, 1967). Se propone indagar en producciones que enfrentaron la prístina idea de Uruguay como “la Suiza de América”, inscribiendo este estudio en “un análisis de la poética de configuración del pueblo anterior a la que trajo consigo el estallido del cine militante pos-1967” (142). La autora aborda los films atendiendo no solo a su contenido crítico-social sino también a la compleja trama que vincula el marco institucional de las producciones, la trayectoria de los directores, las críticas recibidas y los aspectos estilísticos que hicieron a estas poéticas audiovisuales del pueblo.

El séptimo capítulo avanza con el estudio del cine documental –de fines de los sesenta, principios de los setenta– signado por el carácter de urgente, por la necesidad de contrainformar y de articular la lucha antiimperialista, latinoamericanista y tercermundista. “Lo viejo y lo nuevo. El documental uruguayo en tiempos turbulentos (1967-1971)”[2], por Pablo Avira. La investigación basa su análisis en dos aspectos: uno, la denuncia del fracaso del proyecto liberal democrático que estos films realizaban; y por otro lado, la consecuente contrapropuesta que el proyecto revolucionario ofrecía para ese entonces. Para el autor es crucial abordar el corpus de films a la luz de la noción estructuras de sentimiento[3] (Williams, 1980) en pos de considerar un imaginario crítico compartido que progresivamente configuró y articuló nuevas subjetividades que vivían y sentían la lucha desde el campo de lo político y a la vez, desde el artístico. El resultado fue una serie de representaciones documentales (objeto de este análisis) que conversaron temática y estilísticamente entre sí y con un movimiento heterogéneo continental (el NCL) sobre la crisis previa a la dictadura pero también sobre la utopía revolucionaria.

Por último, Mariel Balás nos ofrece el texto “¿Reconocer o conocer a través de las pantallas? El CEMA y las estrategias para llegar más allá de fronteras”. Aborda dos documentales producidos por el Centro de Medios Audiovisuales [CEMA] ­–El cordón de la vereda (1987) y Uruguay, las cuentas pendientes (1989)– con el objetivo de estudiar la reconfiguración de la mirada sobre lo real que los tiempos de la restauración democrática uruguaya propiciaron. Realiza, así, un acercamiento al contexto político-cultural de estas realizaciones para examinar las características de una nueva estilística que <<pretendía romper con “la vieja estética, los mensajes cifrados, los panfletos y la rigidez ideológica”>> (200), y discurrir de este modo en cierta negociación –que la experiencia del CEMA deja entrever– entre el documental experimental y el documental for export.

Bienvenida sea, entonces, esta publicación, sólidamente organizada en una serie de apartados que se articulan en una lectura sinérgica en la que cada trabajo puede pensarse como punto de partida para el siguiente; como plataforma de lectura para los restantes análisis. Queda, así, trazada una propuesta historiográfica que se mueve en sístole y diástole (haciendo hincapié en algunas dimensiones, replegando otras) en medio de una práctica que debe examinarse como un conjunto de determinaciones estéticas, socio-económicas, políticas, estilísticas y tecnológicas. Uruguay se filma nos propone, en este sentido, un recorrido posible por las líneas de falla (Comolli, 2015) que surcan el cine en general, y el de no-ficción uruguayo en particular.

[1] Precisamente analiza: Inauguración del monumento a Artigas (Autor desconocido, 1923); Inauguración del Monumento a la Batalla de Sarandí (Henry Maurice, 1923); La Declaratoria de la Independencia, La Batalla de Rincón, La Batalla de las Piedras, partes de la segunda entrega de Actualidades de San José (Juan Chabalgoity, 1925); Centenario (Isidoro Damonte, 1930). Todas estas películas se hallan preservadas por el Archivo Fílmico de Cinemateca Uruguaya.

[2] El corpus analizado comprende los films: Elecciones (Handler, Ulive, 1967); Me gustan los estudiantes (Handler, 1968); Uruguay 1969: el problema de la carne (Handler, 1969); Refusila (Grupo Experimental de Cine, 1969); Líber Arce, liberarse (Handler, Banchero, Jacob, 1969); La Rosca (Grupo América Nueva, 1971); La bandera que levantamos (Jacob, Terra, 1971).

[3] Raymond, Williams. Marxismo y literatura. (Barcelona: Península, 1980).

Reseñas

—-/ Reseñas

Retórica y representación en el cine de no ficción
Carl R. Plantinga, México D.F., Universidad Nacional Autónoma de México, 2014.

Por Anabella Castro Avelleyra. Págs.: 215-222

Cuadernos de los sesenta. Escritos 1958-2010
Jonas Mekas. Buenos Aires. Caja Negra. 2017.

Por Florencia Incarbone. Págs.: 223-226

El documental y sus falsas apariencias
François Niney, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 2015. 

Por Natacha Scherbovsky. Págs.: 227-233

Introducción al documental
Bill Nichols, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 2013.

Por Lior Zylberman. Págs.: 234-241

Cuadernos de los sesenta. Escritos 1958-2010

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Jonas Mekas, Buenos Aires, Caja Negra, 2017.

Por Florencia Incarbone

MEKAS_tapa_CN_0“¿Está muriendo nuestro ojo? ¿O es que hemos olvidado cómo mirar?” (68) nos pregunta Jonas Mekas en la frase de apertura de uno de sus textos para su célebre columna del Village Voice, “Diario de cine”. Sin dudas esta pregunta nos continúa interpelando al día de hoy, quizás más que nunca considerando la saturación de imágenes a la que nos vemos sometidos cotidianamente. En un momento histórico como el actual, en el que el desborde de producción y consumo de imágenes es la regla, los textos que conforman la compilación Cuadernos de los sesenta. Escritos 1958-2010 nos instan a revisar si nuestro ojo está sometido a este continuum estandarizado o si lucha por su liberación. La vigencia de esta disputa se daría entre un sobre estímulo visual que produce una percepción anestesiada y el acto de resistencia. Este último se erige como un suceso tanto individual como colectivo para encontrar nuevos modos de ver y de pensar la realidad que se presenta bajo la lógica de la información ultraprocesada y de la monopolización del sentido.

Mekas aparece en este escenario como un personaje clave en la escena cultural de Nueva York: es un inmigrante lituano que llegó a Estados Unidos luego de lograr escapar de la guerra en el viejo continente europeo y de atravesar numerosas experiencias ligadas al desplazamiento y a los campos de trabajo forzado que fueron retratadas en su diario personal Ningún lugar adonde ir (Caja Negra, 2008). Como víctima del exilio de su tierra natal, la imprevisibilidad marcó la vida de este hombre desde una edad muy temprana. Su respuesta a que el suelo bajo sus pies cambiara y se transformara numerosas veces fue la de transitar la incertidumbre hasta convertirla en un terreno fértil de vínculos afectivos, proyectos, ideas y obras de arte. A fuerza de perseverancia, convicción y vocación artística se erigió como pilar en la construcción de una nueva comunidad dedicada a la creación y reflexión de y sobre las expresiones artísticas underground y experimentales que lo rodearon y de las cuales aún forma parte, directa o indirectamente, como el cine, el teatro, la performance o los happenings. Es así como por fuera de todo sistema o institución estatal se comenzaba a perfilar otro circuito cultural posible: en 1954, conjuntamente con su hermano Adolfas, creó la revista Film Culture; en 1962 fundó la Film-Makers’ Cooperative y en 1964 la Film-Makers’ Cinematheque, que con el paso del tiempo se convirtió en los famosos Anthology Film Archives, la meca del cine de vanguardia que se sostiene hasta el día de hoy. De este modo, podemos comprender que la fuerza vital que Mekas propone habitar, transitar y contagiar se construye desde la horizontalidad, el afecto y la cooperatividad. Esto no resulta un dato menor ya que se trata de inventar nuevas perspectivas que proponen la liberación de las inhibiciones culturales que responden a los criterios de practicidad, eficiencia y productividad.

La Nueva York que retrata en sus artículos, entrevistas y pequeños ensayos nos permite experimentar la frescura y vivacidad que caracteriza su mirada sobre aquello que lo rodea. Frescura porque no pierde el entusiasmo y la pasión frente a los acontecimientos, posibilidades y encuentros que se le presentan. Así, nos invita a dejar atrás “la realidad fragmentaria que entrevemos a través de ventanillas de coches y aviones que se ha convertido en nuestra experiencia visual cotidiana” (73). Es por eso que también lo pensamos como alguien vivaz ya que, en lugar de elegir el resentimiento o la ira, encontró en la destrucción de lo conocido la invitación a un nuevo comienzo que le permitió conectar con “el espíritu ilimitado” de la humanidad. Su escritura se erige en contra de lo estandarizado, las reglas y lo normativo, nos lanza a la apertura sensorial al proponer pervertir las estructuras para que respiren y den lugar a la anomalía, descomponiendo el sentido común. El contenido de este libro da cuenta sin cesar de estas provocaciones y retrata a aquellas personas que lo acompañaron en ese viaje de exploración. Nombres como Ken Jacobs, John Cage, Yoko Ono, John Lennon, Jean Genet, The Living Theatre, Hermann Nitsch entre tantos otros son los que pueblan las páginas y dan cuenta de la necesidad de que el arte sea el medio que alerte a los sentidos y a la inteligencia.

Es por todo esto que las páginas de Cuadernos de los sesenta se caracterizan por su eclecticismo; por reponer en cada texto la singularidad de los encuentros intelectuales, afectivos y artísticos que se fueron sucediendo en la vida de Mekas, tanto con obras como con personas. Al recorrer este espectro heterogéneo nos enfrentamos, ordenado de manera cronológica desde 1958 a 2010, tanto con: textos inéditos como “En defensa de la perversión”, en el que sostiene –como proclama que resuena a lo largo de todo el libro– que “la perversión es una fuerza de liberación” (17); conversaciones con intelectuales y artistas, como Susan Sontag o Pier Paolo Pasolini, en las que piensan críticamente el cine y la política; textos personales como aquellas cartas enviadas a Ken Jacobs –“Textos sobre Ken Jacobs”– en las que destila el afecto y la intimidad de la amistad; como con las tristes y amorosas “Notas para Allen Ginsberg” que retratan el proceso de duelo y la despedida frente a la pérdida de un ser querido. Así, los registros crítico, político y afectivo se entrecruzan en este libro, en el que la lectura puede comenzarse en cualquier orden, ya que cada uno de los textos repone una faceta diversa del mundo que Mekas experimenta como ese cronista anómalo que resulta ser.

Si la estructura social aplasta al individuo, la insubordinación se erige como estandarte para este hombre que recorre la ciudad como un explorador en búsqueda de aventuras. La bitácora que se nos presenta en cada una de las páginas da cuenta de las oportunidades existentes para continuar construyendo una escena cultural (o contra cultural) que se manifieste como un gran gesto de desobediencia civil. Hendir las convenciones, generar resquicios donde la luz pueda pasar es aquello que Mekas y los contemporáneos retratados en sus textos parecen proponer. No se trata de estar detrás de la última innovación técnica sino de insistir en el sendero de misterios, fantasías y sueños.

La tierra tiembla, el piso se mueve, y luego de la desestabilización no llega necesariamente la calma, sino que somos lanzados hacia la apertura sensible. Es posible realizar poesía de los vestigios, y es eso lo que Mekas nos enseña, ya que su escritura no se propone ser erudita, sino avivar las brasas de la vida, traducir en palabras aquellas sensaciones y experiencias vividas al enfrentar una obra de arte. Así, el cineasta nos invita a acompañarlo y acceder a aquellos eventos que una ciudad burbujeante en expresiones artísticas como Nueva York supo ofrecerle. No es un periodista, ni un crítico sino un hombre ávido de mantener la confrontación con el lector. Interrogar aquello que nos puede despertar interés, repulsión o fascinación, pero decididamente mantener viva la inquietud y la multiplicidad de sentidos e interpretaciones.

Sin destrucción de algún tipo no hay posibilidad de cambio: mutar la piel, dejar atrás aquello que alguna vez supo definirnos para dar lugar a la aventura de devenir otro a través de la expresión. Como sostiene Mekas “Para mí el mal, tanto en el arte como en la vida, es solo aquello que nos deja rotando en el mismo lugar, como un disco que se queda atascado en una misma pista” (115).

Introducción al documental

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Bill Nichols, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 2013.

Por Lior Zylberman

NicholsNo hace falta presentar a Bill Nichols como tampoco hacer mención del lugar que ocupa en la teoría del cine documental. Su libro La representación de la realidad, publicado originalmente en inglés en 1991 y en español en 1997, se ha convertido, sin dudas, en uno de los textos canónicos del campo, y en español la referencia obligatoria, casi monopólica, sobre el documental.

No es el propósito de esta reseña discutir el lugar de dicho autor en la academia hispanoparlante sino comentar la traducción de la segunda edición de Introducción al documental. Con su publicación, editada por la editorial de la Universidad Nacional Autónoma de México [UNAM], se actualiza la perspectiva “nicholsiana” sobre el cine de no ficción; puesta al día que, en cierto sentido, llega demorada ya que al momento de la edición en español de La representación…el autor ya había revisado previamente sus clásicas modalidades (agregando algunas y cambiando el nombre a otras).

La versión que edita la UNAM es la traducción de la segunda edición, publicada en su idioma original en 2010, siendo la primera de 2001. Este libro y edición permite indagar, entonces, tanto el panorama pasado como el contemporáneo del documental.

Mientras que La representación…se presenta como un tratado sobre el documental, planteando ejes problemáticos y definiciones conceptuales, Introducción…resulta una puesta al día de los problemas medulares del documental pero sin la densidad teórica del primero. Eso no quiere decir que el libro adolezca de teoría, todo lo contrario: es un libro teórico y didáctico a la vez, una revisión y actualización de las ideas volcadas anteriormente pero presentadas, como bien dice su título, a modo de introducción.

Así, los capítulos del libro se organizan a partir de una serie de nueve preguntas rectoras que implican problemas de definición, de ética, de contenido, de forma, de modos y políticas. En cierto sentido, la pregunta central del libro gira en torno a cómo los documentales abordan el mundo en que vivimos.

En el primer capítulo la pregunta es “¿Cómo podemos definir al cine documental?” Aquí Nichols, hace un breve recorrido por la historia del documental, asentándose en la denominada Época Dorada, que comenzó en la década de 1980. Luego de recorrer las ideas del sentido común acerca del documental –que trata acerca de la realidad, que tiene que ver con algo que realmente ocurrió, que pone el acento sobre gente real– esboza una definición un poco más elaborada a fin de conducir todas esas propuestas hacia una posible visión (35). Pronto, el autor dirá que si bien es una definición elaborada posee defectos; para ello, volverá a la conceptualización trazada en su famosa obra. En consecuencia, entenderá al documental en el contexto de un marco institucional, como una comunidad de profesionales, como un corpus de textos; todo ello para pensarlo como un tipo de discurso que se avoca al mundo histórico y que se emparenta con los “discursos de sobriedad” (58), estimulando la espistefilia, el deseo de conocer o saber.

En el segundo capítulo, la pregunta nodal es “¿Por qué los problemas éticos son centrales para el cine documental?” La ética se vuelve así un tema central en el estudio del documental no solo por la conexión particular entre este tipo de cine y el mundo histórico sino porque, en última instancia, el documental implica representar, hablar por, el/los Otro/s. ¿Qué imagen del Otro da el documentalista en su película? ¿Cómo presenta los hechos? ¿Cómo expone la verdad de los acontecimientos? Estas interrogaciones le permiten a Nichols reparar en varios títulos para dar cuenta cómo fueron resueltos, problematizados e, incluso, polemizados. Ello lleva al autor, a partir de pensar una tríada conformada por los documentalistas, la gente –es decir, los sujetos representados–, y el público, a pensar diversas formulaciones en torno a cómo se relacionan estos tres componentes –por ejemplo: “Hablo acerca de ellos” (85), “Yo hablo a ustedes acerca de nosotros” (86).

“¿Qué da a los documentales una voz propia?” es la pregunta que guía el tercer capítulo. Aquí, en cierto sentido, Nichols no solo entiende a la voz como una forma de “hablar acerca de” a partir de las imágenes, montaje y música, sino también a la manera de representar el mundo histórico de quien hizo la película; es decir, la voz no es otra cosa que el punto de vista. En las primeras páginas del capítulo, el autor diferencia entre la voz hablada de la voz del documental, de la manera específica en que cada película expresa su modo de ver el mundo, y lo hace recurriendo a varios ejemplos. Una vez hecha esa distinción, traza un cuadro para dar cuenta de las diversas formas de interpelación de la voz documental a partir de dos grandes modos, la voz directa y la voz indirecta; analizadas esas distinciones, Nichols revisa una posible retórica general a fin de pensar y estudiar las múltiples estrategias a las que puede recurrir el documentalista para dar cuenta del mundo histórico como también de su propia perspectiva.

El cuarto capítulo se deprende del anterior a partir de la pregunta “¿Qué hace que los documentales sean atrayentes y persuasivos?” Aquí desarrolla cuestiones retóricas planteadas en el capítulo anterior, resaltando que en esos términos el valor del documental consiste en el “modo en que da representación visual y auditiva a tópicos a los que nuestro propio lenguaje escrito o hablado le otorga conceptos” (123). Tal encarnación de nociones por parte de las imágenes resulta ser una de las experiencias más atractivas del documental en el desarrollo de sus diversas estrategias de persuasión. Recurriendo a numerosos ejemplos, se sugieren diferentes aproximaciones a la retórica del cine documental con el objetivo de comprender que éste no solo habla del mundo histórico sino también que nos persuade y conmueve. Con todo, remarca que el documental se basa en evidencia pero no es documento en sí mismo, sino que posee voz y perspectiva; es, en última instancia, una arena ideológica.

“¿Cómo se inició el cine documental?” es la pregunta del quinto capítulo. Este recorrido histórico, ubicado casi a mitad de libro, se propone no tanto historizar su origen sino cómo esta forma de hacer cine fue encontrando su propia voz. Es en la década de 1920 donde el “documental se pone de pie” (153), donde se encuentran y se comienzan a desarrollar al menos cuatro elementos clave que forma su base: la documentación indicativa, la experimentación poética, contar historias, y la oratoria retórica. Recurriendo a diversos ejemplos, Nichols se detiene a analizar esos elementos en las variadas corrientes y escuelas de aquel período para dar cuenta de su afianzamiento como forma propia.

En los siguientes dos capítulos, desarrolla las categorías y sus (ya clásicas) modalidades del documental. El sexto lo hace a partir de la pregunta “¿Cómo diferenciamos entre documentales? Abordando los modos expositivo y poético.” A su favor, Nichols remarca la importancia de las clasificaciones ya que no solo permiten ordenar el análisis sino que también posibilitan diferenciar e identificar las disímiles maneras en que la voz del documental “se manifiesta en términos cinemáticos” (168). Recurriendo a tablas y gráficos, traza las relaciones entre el documental y otros tipos de cine con el fin de comprender no solo las diferencias sino la especificidad del mismo; en dicha tarea, el autor remarca la fluidez y evolución constante del documental, dando cuenta que las fronteras líquidas y vagas no son otra cosa que el testimonio de su crecimiento y vitalidad. Todo ello lo conduce a desarrollar modelos y modos del cine documental y a proponer dos tendencias a la hora de distinguir los documentales: por un lado, modelos preexistentes de no ficción –la biografía, el diario, el ensayo– y por otro, modos específicos, más cinemáticos. Serán estos últimos modos que Nichols desarrollará, y que si bien tomará como referencia aquellos presentados en La representación… aquí incorpora los desarrollados posteriormente a dicha obra –es decir, el poético y el performativo–. Lo sugerente es que en este libro no modifica las modalidades sino que vuelve a pensarlas, ejemplificándolas tanto con títulos clásicos como contemporáneos; de este modo, en esta propuesta pueden convivir películas como Drifters (John Grierson, 1929) con Waltz with Bashir (Ari Folman, 2008), junto al video digital y sitios de internet.

El recorrido por los modos comienza con el desarrollo del poético, modalidad que fuera añadida en la primera edición de este libro; en ella, los documentales hacen hincapié en los ritmos y patrones visuales y acústicos como en la forma general de la película; son producciones abiertas a la experimentación, asociadas con las vanguardias modernistas de la década de 1920. Pese a ello, según Nichols, “la dimensión documental del modo poético de representación, surge en gran medida del grado en que las películas modernistas se basan en el mundo histórico como fuente material” (189). Aunque surge asociado con las producciones de la segunda década del siglo XX, el énfasis en la fragmentación, en impresiones subjetivas, en la experimentación, sigue siendo un rasgo prominente en muchos documentales; es por eso que Nichols explora otros títulos más próximos a nuestra era, como Sans Soleil (Chris Marker, 1982) o la obra de Péter Forgács, en el marco de esta modalidad.

El siguiente modo que desarrolla es el expositivo, que en orden cronológico aparece en un segundo momento. Éste “reúne fragmentos del mundo histórico en un marco retórico más que un marco estético o poético” (192), siendo el primero en combinar los cuatro elementos básicos del cine documental, esto es: imágenes indiciales de la realidad, asociaciones poéticas y afectivas, cualidades narrativas, y persuasión poética. Con ellos, esta modalidad se dirige al espectador directamente con intertítulos o voces que exponen una argumentación acerca del mundo histórico, algunos adoptando la “voz de Dios”, otros utilizando un comentario tipo “voz de la autoridad” –el hablante es escuchado y también visto–. Dichas voces se posicionan como una autoridad epistemológica a fin de acentuar una impresión de objetividad y de juicio bien establecido; en esa dirección, todos los recursos empleados estarán subordinados a una argumentación ofrecida por la propia película. Los abundantes ejemplos que Nichols ofrece permiten comprender que este modo, nacido hacia la década de 1930 y pronto posicionado como el documental prototípico, sigue siendo adoptado, quizá en menor frecuencia en la actualidad.

El capítulo siete se pregunta “¿Cómo podemos describir los modos observacional, participativo, reflexivo y expresivo del cine documental?” El modo observacional es desarrollado de igual forma que en su trabajo anterior, como uno en el que se hace hincapié en la no intervención del director, en el que el montaje potencia la impresión de temporalidad y donde las intervenciones quedan descartadas. El participativo es el que otrora fuera denominado interactivo pero, debido a las connotaciones que ha adquirido dicho término, Nichols decidió cambiar su nombre. Aquí el realizador interviene o interactúa con los actores sociales, siendo el testimonio e intercambio verbal la principal estrategia utilizada. Mientras que el montaje mantiene una continuidad lógica de los diversos puntos de vista, la posible intervención de la voz en off del realizador resulta ser un comentario subjetivo, alejado de la objetividad del modo expositivo. El modo reflexivo traerá problemas de representación, volviéndose el documental crítico de sí mismo; es una modalidad más autoconsciente y sembradora de dudas epistemológicas. Todos estas formas discursivas son historizadas, puestas en una cronología de emergencia e ilustradas y problematizadas con ejemplos clásicos y contemporáneos. En su expansión de los modos, Nichols incluye por último el performative, que en esta edición ha sido traducido como expresivo. Si bien la justificación que el autor efectua para comprender esta propuesta documental coloca el acento en lo expresivo antes que en la evidencia, dicha traducción quizá conlleve a un error conceptual. El modo performativo, que ya había sido empleado de esta manera en una traducción de un texto anterior de Nichols[1], se ha impuesto con ese nombre en los estudios sobre cine documental en habla hispana; incluso, más allá de ese campo de estudio, en textos como los de Judith Butler, por citar un caso, se recurre al término performativo para dar cuenta de dicho concepto. Este modo, entonces, se pregunta en torno al conocimiento, resulta ser altamente subjetivo dejando de lado el énfasis en la objetividad, sus títulos se nos presentan altamente estilizados, brindando otras formas de conocer el mundo histórico en términos cinematográficos.

En el capítulo 8, Nichols intenta responder la pregunta “¿Cómo han enfrentado los documentales los problemas sociales y políticos?” Con numerosos ejemplos, problematiza la manera en que se retrata a la gente como víctimas o como agentes, las formas en que el documental ha funcionado para construir identidades nacionales o comunitarias, incluso también para cuestionar el poder estatal como también las diversas formas de racismo, discriminación o autoritarismo. Todo ese recorrido le permite exponer la diversidad y riqueza del cine documental, comprando dos tendencias: que algunos documentales se avocan a explicarnos aspectos del mundo, y otros a entenderlo.

El noveno y último capítulo se pregunta por “¿Cómo podemos escribir de manera efectiva acerca del documental?” Para dar respuesta, Nichols presenta un texto introductorio, a modo de guía, con sugerencias en torno a cómo escribir ensayos y textos académicos sobre el documental. Es, si se quiere, un capítulo metodológico para el análisis de los documentales y los diversos materiales en torno a ellos.

En síntesis, Introducción al documental resulta ser un importante aporte a los estudios sobre cine documental en habla hispana ya que nos acerca una actualización de la teoría de Bill Nichols. Si bien, como indica su título, es una introducción, un texto más de divulgación, ello no le quita brillo ni rigor. Con todo, es una obra que presenta una teoría que intenta ser amplia, que pretende abarcar todas las posibilidades que puede brindar el documental. En síntesis, piensa cómo pensar el cine documental; así, a través de modalidades y otras formulaciones se desarrollan categorías para clasificar, ordenar y estructurar el vasto campo llamado documental.

Notas

[1] Me refiero a Bill Nichols, “El documental performativo” en Postverité, Murcia: Centro Párraga, 2003, pp. 197-221.

El documental y sus falsas apariencias

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François Niney, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 2015.

Por Natacha Scherbovsky

NineyLa distinción entre documental y ficción vuelve a ser tema de estudio una y otra vez. En este libro, François Niney retoma la discusión señalando que no se trata de rechazar “sino de matizar y de profundizar la distinción (y a veces la mezcla) documental/ficción, ampliando la paleta de rasgos discriminantes (o comunes)” (18). De esta manera, el autor deja planteado que no es solo el contenido de aquello que es filmado lo que determina el carácter ficcional o documental de una película: es también la relación entre el filmador con lo filmado, el giro o sesgo de la puesta en escena, su manera de interpelar al espectador y de incitarlo a ver nuestro mundo común o un mundo agregado (“inventado”), así como también los modos que tiene la película de “enunciación seria” (documental) o “fingida” (ficción), según sus términos, y el uso que se hace de ella.

El libro se estructura en cincuenta preguntas a partir de las cuales Niney se esfuerza por comprender, de acuerdo a sus palabras, tanto al documental como a sus falsas apariencias. En un primer conjunto de preguntas (de la 1 a la 10), aborda los significados que se le han atribuido al documental, las discusiones sobre la condición de género de película o propiedad de un género, la falsa apariencia del documental como película sin guión, sin decorados, sin actores, sin autor, y el cuestionamiento acerca de si es posible considerar al documental como cine. Al respecto Niney sostiene que “no hay cine sin el “artificio” de la puesta en escena… filmar no es simplemente hacer correr la cámara: es forzosamente poner en escena y propagar una cierta visión de la que uno es responsable” (37). La mirada del documentalista está presente en las tomas que realiza, en los encuadres, en la manera de mostrar y de destacar ciertas realidades. Así, el autor afirma que el documental se reintegra al arte cinematográfico y que la preocupación no radica en cómo podría ser un documental “verdadero” sin puesta en escena, sino, en saber cómo filmar y mostrar de la mejor manera posible tal realidad.

Dejando de lado la oposición entre “documental/ficción” y entre “documental/puesta en escena”, Niney trata de establecer una gradación de lo que denomina modos de tomas de vista, es decir, de las maneras de filmar, de los “sesgos” o “giros”, que van del más inmediato al más construido. Lo cual no quiere decir del más verdadero al más falso. En las siguientes preguntas (de la 11 a la 17) desarrolla, entonces, cada uno de estos giros documentales: el instantáneo, (donde agrupa los títulos de los hermanos Lumière, El hombre de la cámara [1929] de Dziga Vertov, las películas del Cine Directo y del Cinéma Vérité, en especial nombra Crónica de un verano [1961] de Jean Rouch, así como también las sinfonías de ciudades de los años ’30 de Walter Ruttman, Paul Strand y Charles Sheeler, y Alberto Cavalcanti); la interferencia, (giro en el que ubica films como Jaguar [1967] de Jean Rouch, Route One/USA [1989] de Robert Kramer, Los cosechadores y yo [2000] de Agnès Varda); la pose, (sesgo en el que ubica a, por ejemplo, Nanook, el esquimal [1922] de Robert Flaherty); el actuado autóctono (Tabú [1931] de Friederich Murnau y Robert Flaherty, La tierra tiembla [1952] de Luchino Visconti); la recreación (como en The third Memory [2000] de Pierre Huyghe, o Lecciones de Hamburgo [2006] de Romuald Karmakar) y el remontaje (como La caída de la dinastía Romanov [1927] de Esther Shub, así como también los documentales de Chris Marker, Harun Farocki, Hartmut Bitomsky, Robert Stone, entre otros).

A partir de estas distinciones que van del documental a la ficción, Niney señala que hay múltiples mezclas, variantes y matices posibles de puesta en escena, así como también dos tipos de modalización que pueden aunarse en el documental, ya que una película es a la vez mostración y enunciación: por un lado, la modalización del encuadre de la experiencia y por otro, la modalización de la enunciación. Para el autor la noción de modalización es fundamental para comprender si lo que vemos en pantalla es documental o no, puesto que no nos contentamos con ver si aquello que la película muestra es “verdadero” en sí; por el contrario, es preciso juzgarlo respecto al modo en que participa la realidad representada, y en lo que concierne a la manera en que la película la enuncia.

A medida que avanza la propuesta del libro, Niney profundiza en el análisis sobre la distinción entre documental y ficción. Intenta discernir (en las preguntas que van de la 18 a la 22) cómo opera tal diferenciación, poniendo en relación elementos diversos tales como: la contextualización, los regímenes de creencia del espectador y los criterios de lectura de la película, factores a los que posteriormente suma la continuidad/discontinuidad entre los mundos de ficción y el mundo real (histórico o común). De acuerdo con ello, estudia los vínculos equívocos que se han establecido entre “verdadero” y “real”, “real y objetivo”, “falso” y ficción”, y se propone responder a la pregunta por las modalidades de “enunciación” fílmica, más específicamente documentales.

En las siguientes páginas –que abarcan las preguntas 23, 24 y 25–, Niney aborda dos elementos claves del relato: la focalización (punto de vista a partir del cual un evento o situación es observado, narrado, pensado) y la ocularización (que se corresponde a la mirada ejercida por la cámara). A partir de la relación que establece entre dichas nociones y considerando las diferentes posibilidades en el intercambio de miradas entre los sujetos filmados/aquel que filma/el espectador, el autor plantea modalidades de punto de vista y los efectos que cada una provoca en la ficción y en el documental.

De esta manera, desarrolla ocho propuestas: panóptica neutra (por ejemplo, Nuestro Pan de cada día [2005] de Nikolaus Geyrhalter); panóptica marcada, (El ciudadano Kane 1941] de Orson Welles, Las estatuas también mueren [Alain Resnais, Chris Marker, Ghislain Cloquet, 1953], Toda la memoria del mundo [Alain Resnais, 1957] y Noche y niebla [1956], de Alain Resnais); entredós (Tuyo es mi corazón [1946] de Alfred Hitchcock; mientras que en el caso de los documentales, Niney señala que esta propuesta es usada para filmar las entrevistas o discusiones); semisubjetiva (Rosetta [1999] de Luc y Jean-Pierre Dardenne; en los documentales esta visión es utilizada, en encuadre fijo, para integrar al entrevistador que se encuentra de espaldas o para seguir al protagonista en cámara móvil); subjetiva del personaje, cámara-ojo (El fotógrafo del pánico [1960] de Michael Powell, Una mujer de África [1985] de Raymond Depardon); subjetiva indeterminada (donde destaca la escena del restaurant en Mulholland Drive: sueños, miserios y secretos [2001] de David Lynch o la escena inaugural de Aguas que regresan [1950] de Fritz Lang); dirigida (para el autor es la modalidad que caracterizan los documentales de Jean Rouch, Chris Marker, Agnès Varda, Johan van de Keuken, Alain Cavalier, entre otros). Vinculadas a ellas, Niney analiza las modalidades sonoras de auricularización, las cuales pueden, a su vez, modalizar el punto de vista de acuerdo al punto de escucha.

Luego, el autor se mete de lleno en preguntas relacionadas con el montaje, las cuales desarrolla desde el inciso 26 al 30. Realiza, en primer lugar, un recorrido histórico recuperando las necesidades a las que éste respondía y la manera en que lo hacía. Más adelante plantea la pregunta: “¿es el montaje una manipulación?”, y discute con aquellas posiciones que consideran la existencia de palabras e imágenes transparentes, inmediatas o adecuadas a lo real que serían “pervertidas” por la retórica o el montaje. Nos  recuerda que todo montaje es una manipulación ya que produce sentidos por medio del ordenamiento de imágenes y sonidos, pero no por ello debe pensarse que tal procedimiento es una manipulación en el sentido de propaganda o abuso de confianza. De acuerdo con ello recupera la pregunta acerca de si todo montaje es justo o arbitrario, a la vez que intenta responder si la prioridad está en el rodaje o en el montaje, y si el plano secuencia es más verídico que la división de una secuencia en planos.

Más adelante Niney aborda el comentario, la voz en off (preguntas 31, 32 y 33) como rasgo característico de innumerables documentales. ¿De dónde proviene? ¿Quién habla? ¿Desde dónde habla? ¿Con qué autoridad? ¿Qué ve la voz en off? Señala que ésta es canónica, anónima, carece de cuerpo, parece saber y ver todo. No obstante, recupera ciertos giros que han concebido algunos cineastas (Alain Resnais, Chris Marker, Jean Rouch, Agnès Varda, entre otros) convirtiendo al comentario en una voz personal, una voz “yo” que es la voz de quien/es hicieron las imágenes, la cual se dirige al espectador generando un intercambio de miradas. Esta actitud, plantea Niney, contradice el funcionamiento “objetivo” de la voz del narrador, “muestra que las vistas no son fragmentos del mundo tal cuales, sino imágenes del mundo” (109). Estas imágenes, sostiene el autor, tienen un reverso y el juego del montaje entre imágenes y voz personal consiste en dar vuelta a las imágenes por medio de palabras, completar o contradecir una imagen por medio de otra.

En las siguientes preguntas (de la 34 a la 40) el investigador hace foco en la distinción entre documental y reportaje sosteniendo que sus diferencias se marcan en tres niveles: la relación con el lenguaje audiovisual, el modo de producción y la noción misma de “tema”. En relación a esta diferenciación plantea la pregunta: “¿hay una prueba por medio de las imágenes?”, e insiste en que los fotoperiodistas, los reporteros de imágenes y los mass media siguen creyendo en el carácter probatorio de la toma basando su credo en las “evidencias” objetivas. Sin embargo, Niney considera que si bien las tomas no son pruebas instantáneas, pueden proporcionar indicios, testimonios, corroboraciones, y argumentos, siempre y cuando se las interrogue y se atienda a que pueden resultar engañosas. En este sentido, aborda la pregunta “¿ver es saber?”, y deja sentada su posición al plantear que “ver no es un despliegue de “datos”, sino una interpretación de “hallazgos” (133); depende de un saber previo y de aquello que se quiere conocer.

Luego, se detiene en las películas de archivo en las preguntas 40, 41 y 42. Según el autor, estos films no pertenecen a un género sino que se distinguen por su uso: una re-visión, un reempleo. En este sentido, sostiene que las imágenes tienen un reverso y analiza las siguientes preguntas: ¿qué develan y qué ocultan estas imágenes?, ¿cómo se da vuelta a las imágenes?, ¿qué es lo que sobrevive y qué es lo que difiere al retornar?

En las últimas preguntas (43 a 48) el autor tensiona cada vez más la relación entre documental y ficción. Analiza el “docuficción” como una mezcla que no es ficción ni documental y que, por tanto, no puede considerarse arte ni ciencia. Lo distingue del “documentiroso”, es decir, de aquel falso documental que en vez de querer hacerse pasar por lo que no es, revela que ha logrado generar la ilusión de ser un documental pero que justamente no lo es. A su vez se pregunta por si es posible que una película sea documental y ficción a la vez, y qué es lo que sucede en los documentales de interferencia donde la película no es el registro de situaciones externas, ni la puesta en escena de personajes en un guión. ¿Cómo se produce el juego entre realidad y ficción? ¿De qué manera se crea la continuidad entre mundo filmado y “mundo común” al que pertenecen y comparten tanto los sujetos filmados como el director y el espectador?

Recuperamos la reflexión que elabora Niney hacia el final del libro, ya que cuestiona cuál es el futuro del cine frente a las pretensiones hiperrealistas que prometen tecnólogos o periodistas antes las innovaciones de las salas de cine con pantallas de 180 grados, donde se pueden percibir colores, sonidos y hasta olores, generando la ilusión de una pantalla total sin cuadro. Niney vuelve a remarcar una y otra vez, como lo hizo a lo largo del libro, que el cine no es la vida y, por lo tanto, su porvenir no consiste en copiarle todos los rasgos. Concluye su análisis afirmando que: “la promesa del séptimo arte yace en el sentido (enmarcado y montado) que sabe extraer de la vida o puede darle, sea documental o ficción” (171).

El documental y sus falsas apariencias es una interesante propuesta que logra hilvanar preocupaciones epistemológicas, teóricas y metodológicas acerca de la práctica documental. Es importante destacar el aporte bibliográfico (sobre cine, arte, tecnología, historia, filosofía, epistemología) y filmográfico que realiza el autor. Sin embargo, no podemos pasar por el alto que Niney construye una filmografía donde las películas latinoamericanas están ausentes, no son referenciadas ni nombradas en ningún momento del libro, desconociendo, así, la vasta trayectoria que dicha cinematografía presenta. Por ello, es importante recuperar sus líneas de estudio teniendo en cuenta que su mirada sigue siendo eurocéntrica y que por tanto resulta necesario pensar cómo operan estas preguntas en los documentales latinoamericanos y sus falsas apariencias.

Retórica y representación en el cine de no ficción

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Carl R. Plantinga, México D.F., Universidad Nacional Autónoma de México, 2014.

Por Anabella Castro Avelleyra

PlantingaHay una escena de Reality Bites (Ben Stiller, 1994) en la que la recientemente graduada y momentáneamente desempleada Lelaina Pierce (interpretada por ese ícono de los noventa que supo ser Winona Ryder) acude a una entrevista laboral en la redacción de un periódico. Los resultados del encuentro con la responsable de contratarla no parecen ser buenos y, mientras la acompaña al ascensor, la periodista decide darle una última oportunidad. “Define ironía”, le espeta. Lelaina se concentra y piensa. Cavila aún un poco más. Comienza a balbucear. Finalmente, cuando las puertas del elevador están a punto de cerrarse, lanza un desesperado argumento: “bueno, en realidad no puedo definir ironía, ¡pero la reconozco cuando la veo!”. De modo similar comienza Retórica y representación en el cine de no ficción. Carl R. Plantinga titula al primer capítulo del libro “¿Qué es una película de no ficción?” y escribe inmediatamente después “¿Para qué molestarse en definir lo que es una película de no ficción? Algunos dirían que ya reconocemos una al verla” (29). Pero Plantinga, por supuesto, no forma parte de esos “algunos”. Muy por el contrario, el autor considera indispensable la caracterización de las películas de no ficción y dedica las más de 250 páginas restantes a tal empresa.

Originalmente publicado en inglés en 1997 por Cambridge University Press, Rethoric and representation in nonfiction film se convirtió en una referencia ineludible para cualquier investigador que se propusiera acercarse analíticamente al cine de no ficción. Teniendo esto en consideración, esta primera edición en español, a cargo de la Universidad Nacional Autónoma de México [UNAM], con traducción de Henry John Munoz y revisión de Leticia García Urriza, constituye una herramienta de valor inapreciable para el campo académico de habla hispana. En este volumen, antes de la introducción, se incluye un prefacio a la segunda edición del libro, en el que Plantinga se encarga de sopesar algunos de los contenidos originales de 1997. Comienza subrayando tanto el crecimiento de la práctica documental y su circulación entre un público cada vez más vasto, como el significativo incremento de la producción analítica y teórica en torno a la no ficción desde aquel entonces. Respecto a lo planteado en la primera edición, el cambio más significativo en la práctica documental consiste en la amplia generalización del uso de la tecnología digital. Si bien Plantinga ya se había detenido a pensar en las imágenes digitales en la edición original del libro, su expansión exponencial en las últimas décadas puso a la discusión en torno a la creación y manipulación de imágenes con la utilización de estas tecnologías en el centro del debate, fomentando el cuestionamiento del valor de la imagen en tanto evidencia. Plantinga considera “hiperbólicos” a estos planteos ya que, sostiene, la imagen digital también puede ser icónica e indexical. A su vez, recalca que la imagen analógica ya permitía, asimismo, ser manipulada, y que ambos tipos de imágenes se utilizan en contextos que determinan sus usos y recepción. Con todo esto, el autor asevera, en detrimento de las apocalípticas perspectivas anteriormente mencionadas, que la profusión de imágenes digitales no vuelve ilegítima la evidencia documental.

Los diez capítulos que componen el libro (a los que se suma una sección de agradecimientos, una introducción y un prefacio a la segunda edición, además de un apartado bibliográfico, un índice general y otro de filmografía) estructuran prolija y detalladamente la progresión de sus razonamientos, a partir, a su vez, de una serie de subtítulos que delimitan distintas variables dentro de la problemática extensa de cada capítulo. Estas subdivisiones, de todos modos, no menoscaban el profuso diálogo que el autor establece entre sus conceptualizaciones: no sería posible comprender cómo funciona el discurso de no ficción sin volver sobre la definición de este tipo de cine, ni podrían pensarse la estructura y el estilo sin establecer una comunicación directa con los diferentes tipos de voz. El retorno, en distintas partes del libro, sobre un conjunto de films (La delgada línea azul [1988], de Errol Morris, y Roger y yo [1989], de Michael Moore, entre otros) a partir de los cuales el autor explica y ejemplifica sus posturas y desarrollos teóricos, colabora también a la organicidad y al flujo interno del texto. A lo largo de las páginas que componen el libro, Plantinga dialoga consigo mismo, pero también con otros teóricos del cine documental, entre los que se destaca Bill Nichols, cuya famosa tipología es puesta en discusión al inicio del capítulo dedicado a la voz.[1]

Carl Plantinga comienza su exposición, en el primer capítulo, haciendo un repaso por algunas perspectivas históricas en torno a los estatutos de ficción y no ficción. Así, transita por la reconocida definición de documental acuñada por John Grierson –quien lo conceptualiza como “el tratamiento creativo de la realidad”–, por Jean-Louis Comolli –quien interpreta a la manipulación de los materiales fílmicos como una tendencia hacia la ficción–, y por los cineastas Alfred Maysles y Frederick Wiseman –quienes ven al trabajo de edición como una ficcionalización–. Tras este breve recorrido, Plantinga sostiene que, si bien estas perspectivas sirven para contrarrestar la idea de que la no ficción ofrecería verdades puras sin ningún tipo de mediación, fallan al equiparar a la manipulación de los materiales que componen las películas con la ficción. Ya que, si así fuera, concluye, no existirían entonces los films de no ficción. Sostiene, por lo tanto, que la distinción entre ficción y no ficción debe buscarse más allá de la manipulación. De hecho, el autor señala, muy acertadamente, que esta diferenciación depende del contexto histórico y cultural en el que las películas son producidas y vistas. Pero no se detiene allí, sino que arroja luz sobre la cuestión haciendo particular hincapié en la que consigna como la característica definitoria de la no ficción: la “postura asertiva” propia de dichos films, que implica “afirmar que el estado de cosas presentado ocurre en el mundo real” (46).

En el capítulo siguiente, el investigador continúa abonando a esta definición al señalar que “una película de no ficción no ‘atrapa’ en primera instancia y sobre todo la realidad; a través de la postura asertiva tomada hacia lo que representa, expresa e insinúa actitudes y afirmaciones sobre su tema. La película de no ficción no dice reproducir lo real, sino que hace afirmaciones sobre lo ‘real’” (68). Así, entonces, acaba de dar por tierra con las posturas según las cuales la distinción entre ficción y no ficción estaría dada por la contraposición entre manipulación e imitación o entre imaginación y copia. La verdadera particularidad del cine de no ficción, de acuerdo a Plantinga, es que éste no presenta un estado de cosas ficcionalmente, sino que lo hace asertivamente.

Habiendo sentado estos primeros lineamientos en torno a su objeto de estudio, Plantinga avanza en los siguientes capítulos sobre la caracterización del cine de no ficción. Tras retomar la conceptualización de los signos propuesta por Charles Sanders Peirce en tanto íconos, índices y símbolos, y ponerla al servicio del análisis de la imagen en las películas de no ficción (capítulos 3 y 4), Carl Plantinga se detiene a pensar en la especificidad del discurso en estos films. De este modo, el capítulo 5 comienza versando en torno a las nociones de discurso y mundo proyectado. Define al primero como la organización de los materiales fílmicos (el cómo algo es representado) y al segundo como un modelo del mundo real (el qué se representa). Según el autor, entonces, el discurso se encarga de comunicar el mundo proyectado. Para llevar a cabo esta comunicación, aquel se vale, según el investigador, de cuatro estrategias: selecciona (elige determinada información de entre la total del mundo proyectado), ordena (dispone la información escogida, valiéndose de la exposición –preliminar o retrasada, concentrada o distribuida, en media res o ab ovo–, así como de la frecuencia y la duración), enfatiza (asignando particular importancia a cierta información) y adopta un punto de vista particular respecto a aquello que presenta, a partir de la asunción de una determinada “voz”.

Justamente aquí reside uno de los principales aportes de la teoría que Plantinga desarrolla en este libro: su conceptualización en torno a la voz (a la que dedica el capítulo 6). Ésta, sostiene, implica la perspectiva, el tono y la actitud desde donde se presenta el mundo proyectado. El autor distingue tres tipos de voces: la “formal”, la “abierta” y la “poética”. Las dos primeras, señala, se diferencian en función de su grado de autoridad narrativa y la última se define por la ausencia de esta autoridad y la focalización en preocupaciones estéticas. Es esta una contribución fundamental de Retórica y representación en el cine de no ficción, ya que la descripción que hace de cada una de estas voces constituye una herramienta sumamente productiva para el análisis de las películas de no ficción. De acuerdo al autor, la voz formal se caracteriza por presentar un alto grado de autoridad epistémica, por lo cual se dedica a explicar, a partir de una estructura simétrica, unificada y cerrada. Estableciendo un diálogo con David Bordwell, Plantinga la asemeja al cine de ficción clásico, a partir del privilegio de la narración erotética, que implica el planteo de una serie de preguntas y la posterior respuesta de todas ellas. A la voz abierta, en cambio, la caracteriza como epistémicamente vacilante, ya que observa o explora, en lugar de explicar, y no formula preguntas claras, así como tampoco ofrece respuestas. Entablando nuevamente lazos con Bordwell, Plantinga encuentra afinidades entre este tipo de voz y el cine de arte, debido a que, en ambos, la realidad se presenta como incognoscible, los personajes como inefables y los eventos no necesariamente encuentran una solución. Finalmente se detiene en la voz poética que, sostiene, despliega un esteticismo epistémico y se interesa por explorar la representación en sí misma. Dentro de este tipo de voz, Plantinga distingue a los documentales poéticos, las películas de no ficción de vanguardia, los documentales paródicos y los metadocumentales, a cuya descripción pormenorizada, a partir del análisis de ejemplos paradigmáticos, consagra el capítulo 9.

El autor también destina un capítulo (el 7) al análisis de la estructura (que puede ser asociativa, categórica, retórica o narrativa, formal o abierta) y otro (el 8) al del estilo (también abierto o formal). El último capítulo retoma las discusiones desarrolladas a lo largo del libro, volviendo sobre las distintas voces, estructuras y estilos. En este sentido, Plantinga hace un señalamiento fundamental: si bien una película de una determinada voz (por ejemplo, formal) muchas veces utilizará una estructura y estilo del mismo tipo (formal a su vez, en este caso), también es posible que un film alterne voces o tenga una voz que no se encuadre en ninguna categoría o mezcle una estructura de un tipo con un estilo de otro. Esto resalta el hecho de que los conceptos propuestos por el autor no buscan restringir ni cercenar la amplitud de posibilidades de aproximación a y comprensión de los films de no ficción en sus inagotables particularidades, sino todo lo contrario. El segmento final del libro también problematiza las nociones de objetividad y equidad a partir del análisis de un caso (la serie documental televisiva The Twentieth Century [1957-1966]), así como la reflexividad en el cine de no ficción.

En este libro, Plantinga asume lo que él mismo llama una “perspectiva realista crítica”, que se contrapone al escepticismo posmoderno que cuestiona la capacidad del cine de no ficción para representar verazmente la realidad. Dicha perspectiva, aclara el autor, no minimiza las funciones retóricas del cine documental, puestas de relieve en su propuesta teórica ya desde el mismo título del libro. El autor remarca la importancia del “contrato implícito” entre realizador y espectadores, por el cual estos últimos esperan una representación verídica, lo que genera un insoslayable compromiso ético por parte de los primeros.

En el desarrollo conceptual de su teoría, Plantinga acude a una serie de ejemplos canónicos de la no ficción que le permiten pensar las características propias de este cine, la organización de su discurso, su estructura, estilo y voces, dando también al lector la posibilidad de acercarse a dichas películas para favorecer y enriquecer la comprensión de su propuesta teórica. En este sentido, podríamos pensar que Retórica y representación en el cine de no ficción funciona de modo hipertextual: el lector avezado no se conformará con su simple lectura, sino que acudirá a las múltiples referencias bibliográficas y filmográficas que extienden de modo arborescente los alcances de este libro.

En el final de Reality Bites, Lelaina aún no ha logrado dar con un trabajo estable, pero se las arregla para vivir haciendo uso de una tarjeta de gasolina que su papá –quien se negó a ayudarla a conseguir empleo– le regaló al momento de su graduación, prometiéndole hacerse cargo de los gastos. En los últimos minutos del film oímos surgir la voz del padre desde una contestadora telefónica, pidiendo explicaciones por la abultada cuenta de la tarjeta. Al escucharlo, Lelaina ríe con gracia. Como una suerte de enmienda a su imposibilidad de definir ironía, podríamos pensar que en este acto la joven está reconociéndola al verla. Si bien en el prefacio a la presente edición de Retórica y representación en el cine de no ficción, Carl Plantinga indica que se le han manifestado críticas en torno a los capítulos que se proponen definir el cine de no ficción, es indudable el aporte que el catedrático del Calvin College ha hecho no solo en pos de la definición de tal concepto sino en la problematización, discusión y análisis del mismo, desde la primera hasta la última página del libro. La lectura de este imprescindible texto de Plantinga nos brinda las herramientas necesarias para ampliar nuestros horizontes, ir un paso más allá, y ya no contentarnos simplemente –entre titubeos– con reconocer a una película de no ficción cuando la vemos.

[1] Al momento de la escritura del libro que aquí se reseña, la tipología propuesta por Nichols se limitaba aún a cuatro modalidades de representación documental: expositiva, observacional, interactiva y reflexiva. Una de las observaciones que hace Plantinga respecto a estas categorías radica en la necesidad de una modalidad poética. Posteriormente Nichols agregaría a su tipología dos nuevas modalidades: la poética y la performativa.

Reseñas

Compañero Raymundo
Juana Sapire y Cynthia Sabat, Buenos Aires, Sudestada, 2017.
Por Eugenia Guevara. Págs.: 303-310

El grupo Dziga Vertov y el tratamiento colectivo de las imágenes: relaciones entre arte y política
Nicolás Scipione, Buenos Aires, Fausto, 2018.

Por Maximiliano de la Puente. Págs.: 311-313

Víctimas y verdugos en Shoah, de C. Lanzmann. Genealogía y análisis de un estado de la memoria del Holocausto
Arturo Aguilar Lozano, Valencia, Universitat de València, 2018. 

Por Lior Zylberman. Págs.: 314-322

Compañero Raymundo

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Juana Sapire y Cynthia Sabat, Buenos Aires, Sudestada, 2017.

por Eugenia Guevara

Compañero RaymundoCompañero Raymundo realiza un aporte fundamental y necesario a la historia del cine político argentino ya que da a conocer con profundidad y de forma exhaustiva la travesía de Raymundo Gleyzer (Buenos Aires, 1941-1976), el cineasta político más importante que tuvo la Argentina, desaparecido en mayo de 1976 por el terrorismo de Estado; y lo hace a partir de la voz de Juana Sapire (Rosario, 1943), quien fue durante muchos años su compañera afectiva, profesional y de militancia.

La historia es contada de manera cronológica en una primera persona, que por momentos aparece neutralizada, y que asimila los testimonios inéditos de Humberto Ríos, José Martínez Suárez, Alejandro Malowicki, Nerio Barberis, Jorge Denti, Hugo Álvarez, Gustavo Mac Lennan, y Peter S. Schumann, entre otros. El relato se completa, además, con una minuciosa investigación que expone por primera vez documentos como planes, notas y contratos de producción, programas y afiches de exhibiciones en festivales, críticas y publicaciones en diarios y revistas, cartas, telegramas y fotografías.

Entre los Agradecimientos y la Introducción, un apartado denominado “Sobre Compañero Raymundo” explica que el proyecto de escritura del libro nació a fines de 2010, cuando Juana Sapire viajó a Buenos Aires desde Nueva York –donde reside (al igual que Diego, el hijo que tuvo con Gleyzer) desde 1977– para declarar por la desaparición de su esposo, en el marco de la causa por el Centro Clandestino de Detención “El Vesubio”, último destino conocido del director tras su secuestro. En esa ocasión, la periodista Cynthia Sabat la acompañó y le propuso escribir un libro sobre la historia vivida junto a Gleyzer y el grupo Cine de la Base. Luego, Sabat viajó a Nueva York en 2011 y 2014 para registrar el testimonio de Sapire, quien conserva y preserva en esa ciudad el rico archivo de Gleyzer, quien, como se señala en el volumen, era metódico y ordenado, lo que permite conocer una gran cantidad de material, en su mayor parte transcripto en forma íntegra y textual.

Compañero Raymundo comprende 14 capítulos más un Epílogo, en 255 páginas, que narran la historia desde antes de que Juana Sapire se uniera a Raymundo Gleyzer, ya que en el primer capítulo asistimos al relato autobiográfico de la infancia y la pubertad de la autora. A los 12 años, conoció en una salida con amigos a un muchacho alto, rubio y de ojos celestes, llamado Raymundo Gleyzer, con quien volvería a encontrarse esporádicamente. A sus 16 años y a los 18 de él comenzaron una relación, pronto un matrimonio, que los tornó inseparables durante casi 15 años. El libro también se extiende después de la desaparición de Gleyzer: dando cuenta de la búsqueda y el pedido por su vida, realizado en Argentina y desde Estados Unidos y Europa, por sus familiares y amigos, organizaciones de derechos humanos y asociaciones integradas por intelectuales y cineastas; y siguiendo a Juana y Diego Gleyzer, y a otros integrantes del Cine de la Base, en su largo camino hacia el exilio, lo que incluye la realización del documental Las AAA son las tres armas (Cine de la Base, 1979). También relata el intento fallido de regresar al país de Sapire con su hijo a mediados de la década del ochenta y, por último, en el Epílogo, desarrolla el juicio por la causa del Vesubio.

Un aspecto importante del libro es que cuando aborda la producción cinematográfica de Gleyzer, lo hace considerando todos los aspectos relacionados con el film: la investigación previa, el rodaje, la post-producción, la exhibición y la recepción, como ningún estudio lo había hecho hasta ahora. De esta forma, encontramos que desde su primer cortometraje documental La tierra quema (1964), filmado en el nordeste de Brasil; hasta Los traidores (1973), la ficción que desnuda la corrupción del sindicalismo argentino, pasando por el documental México, la revolución congelada (1971), el cine de Gleyzer siempre generó encendidas reacciones. Además de deconstruir cada película (en ocasiones con fragmentos de los guiones), se la contextualiza, lo que permite una acabada comprensión del material, incluso para quien no hubiera visto alguna de las producciones trabajadas.

El capítulo 2 repasa la infancia y la adolescencia de Gleyzer, hijo de un matrimonio de actores fundadores del teatro IFT, estudiante de cine en la Escuela de Bellas Artes de La Plata, carrera que abandona para rodar su primer documental en Brasil, La tierra quema. Originalmente había sido un proyecto llamado Nordeste 63, de Jorge Giannoni, quien a las pocas semanas de comenzar a trabajar en él junto a Gleyzer, se dio de baja. Gleyzer continuó, primero conviviendo y luego filmando a esa familia castigada por la sequía y el hambre en el sertão.

La tierra quema tuvo una premiada participación en festivales internacionales. Fernando Birri le escribió desde Roma una carta a Gleyzer, con comentarios sobre la película. La había visto en la V Reseña del Cine Latinoamericano en Génova y por lo que le contaba, Gleyzer se enteraba de que le habían quitado los cinco minutos finales. En su respuesta, Gleyzer le escribe a Birri, que esa parte robada habla de cifras, que “cada 42 segundos muere una criatura”, aunque aclara que ese no es el motivo de la indignación de “los señores árbitros de la vergüenza”: “en el final del corto la madre le coloca al nenito una imagen de Cristo. El nene la mira, se levanta, la pone en penitencia contra la pared, y se vuelve a sentar esperando en foto fija…” (39). Ese último plano dio que hablar, como revela la documentación. En 1965, el director chileno Aldo Francia, presidente del III Festival de Cine Aficionado de Viña del Mar, le mandó una carta a Gleyzer, donde además de alabar la fotografía de La tierra quema (rubro por el que había sido premiada en ese festival), le reclamaba por el plano final, una imagen que “aparece falsa”: “Creemos que con una tijera el film hubiera mejorado enormemente” (41), aconseja. La respuesta de Gleyzer no se hizo esperar y le explicó el proceso de investigación llevado a cabo para concluir: “Me parece poco oportuna su apreciación de que ‘con una tijera el film…’ ya que La tierra quema no fue el producto de la improvisación sino del estudio serio tanto socio-económico como fílmico. Y si a nosotros nos ha parecido que no iba tijera, debe ser nomás” (42).

En los capítulos 3 y 4 se aborda el encuentro con Jorge Prelorán y la antropóloga Ana Montes, y las producciones realizadas por encargo de universidades nacionales, en base a investigaciones previas de Montes: Ceramiqueros de Traslasierra y Pictografías del Cerro Colorado (1965), a pedido de la Universidad Nacional de Córdoba; y Ocurrido en Hualfìn y Quilino (1966), solicitados por la Universidad Nacional de Tucumán y el Fondo Nacional de las Artes, filmados con Prelorán.

Al mismo tiempo, se recorre la tarea de Gleyzer como cronista y camarógrafo del noticiero Telenoche de Canal 13, para el que produjo unas 200 notas. Ese periodo de su vida pasó a la historia porque fue el primer cronista argentino en viajar a las Islas Malvinas. Su reportaje Nuestras Islas Malvinas, del que se incluye parte del guion en el libro, fue el Impacto Periodístico del año 1966.

Luego, Gleyzer y Sapire viajaron por Europa (Bulgaria, Yugoslavia, Grecia, Francia, Gran Bretaña), desde donde enviaron notas para Telenoche. Dos momentos importantes de este largo viaje son: la llegada a Cuba, poco después de la muerte de Ernesto “Che” Guevara; y Londres, donde conocen a un matrimonio norteamericano que les presentará luego en Nueva York al matrimonio Susman. Bill Susman se convertiría no solo en amigo de Gleyzer, también sería el productor de sus películas.

El encuentro con los Susman y la realización de la primera película producida por Bill, México, la revolución congelada, se desarrolla en los capítulos 5 y 6. Rodada en forma clandestina (incluso se ocultaron sus verdaderos objetivos al candidato a la presidencia por el Partido Revolucionario Institucional (PRI), Luis Echeverría, a quien Gleyzer y Sapire pudieron acompañar y filmar durante toda la campaña), la película es la “culminación de varias ideas que habían preocupado a Raymundo desde siempre” (88): por un lado, el problema agrario, y por el otro, la idea de que los países latinoamericanos compartían los mismos problemas. En la película, como cuenta Sapire, encargada del sonido, querían darle voz a los que no la tenían y en ese tren, no solo les pusieron micrófonos, sino también auriculares para que se escucharan, porque “eso es lo más auténtico que se puede lograr en un documental, que otro se exprese” (94).

México, la revolución congelada fue completada por filmaciones de archivo pertenecientes a Salvador Toscano Barragán –un pionero del cine fallecido en 1947 que había luchado junto a Pancho Villa y Emiliano Zapata– y fotografías solicitadas a una revista sobre la masacre de Tlatelolco, en 1968. Una vez finalizada, la película fue censurada tanto en México como en la Argentina. El libro incluye documentos que dan cuenta de la lucha para poder exhibirla. Por un lado, está el memorándum del Ente de Calificación Cinematográfica que entonces presidía Ramiro de la Fuente, prohibiéndola; por otro, hay críticas y notas sobre ella en diversos medios, desde diarios argentinos, hasta publicaciones extranjeras, como el semanario uruguayo Marcha, The Guardian o la Agencia France Press. Mientras tanto, el documental era exhibido y premiado en festivales y vendido a distribuidores internacionales. En 1972, nació Diego, y recién en 1973, se estrenó en la Argentina México, la revolución congelada, mientras Octavio Getino estaba frente al Ente de Calificación Cinematográfica

A comienzos de la década del setenta, la militancia en el PRT-ERP (Partido Revolucionario de los Trabajadores – Ejército Revolucionario del Pueblo) ya era un hecho, y es el aspecto que se desarrolla en el capítulo 7. “Al principio de mi relación con Raymundo, el cine y la vida eran lo mismo; cuando empezamos a militar, al cine y a la vida se les sumó la militancia, los tres se mezclaban, no había límite” (123). Entonces, llegaron los comunicados filmados, Swift 1971 (1971), que Gleyzer realizó con Álvaro Melián, Nerio Barberis, Gustavo Mac Lennan y Sapire, y fue el germen de Cine de la Base. Luego, mientras rodaban Los traidores, ocurrió la fuga del penal de Rawson y la Masacre de Trelew, el 22 de agosto de 1972.  Por lo que decidieron hacer Ni olvido ni perdón (1972). En relación con ambas, se incluyen fragmentos de los guiones.

El capítulo 8 permite conocer detalles sobre el rodaje de Los traidores, la película más importante del grupo. Basada en un cuento de Víctor Proncet –quien encarna a Barrera, el sindicalista que se autosecuestra para ganar las elecciones del gremio y pasa los días escondido con su amante–, fue rodada clandestinamente. El siguiente capítulo aborda su exhibición en festivales internacionales, y de forma clandestina en el país; y el rodaje de Me matan si no trabajo, y si trabajo me matan (1974), sobre la huelga obrera en la fábrica metalúrgica INSUD, donde los trabajadores morían por contaminación por plomo en la sangre. El 4 de enero de 1974 se publicó en la revista Nuevo Hombre, ligada al Frente Antiimperialista y Socialista (FAS), un manifiesto del, que según afirma Sapire es probable que fuera escrito por Gleyzer. El documento –que se reproduce completo– estipulaba que el artista revolucionario debía servirse del medio artístico, tal como lo había hecho la burguesía, pero con el objetivo de plasmar la ideología del proletariado. Critica al “cine popular” de entretenimiento, un “opio que embrutece”, cuando no hace “una apología del orden burgués reprimiendo y tergiversando toda expresión cultural surgida realmente del pueblo” (154). También convoca a desarrollar un cine clasista y militante desde el punto de vista del proletariado y explicita: “Nuestra propuesta es propagandizar en las bases, a través del cine, la historieta, la foto-novela, y por todos los medios gráficos y audiovisuales, las ideas del socialismo y el programa del FAS” (154). Por último, informa que el Cine de la Base tiene regionales en gran parte del país, invita a sumarse al grupo y ofrece el acceso a sus películas.

Resulta claramente ilustrativo del pensamiento de Gleyzer y del Cine de la Base un pasaje de la entrevista informal que le realizó el investigador alemán Peter Schumann, que estaba visitando a Humberto Ríos, en enero de 1973. Shumann había visto Los traidores, le había impactado, y la había mostrado en el Forum de la Berlinale. Entonces, durante la charla con Gleyzer, en la que hablan de la forma de producir y de exhibir este tipo de películas, Schumann le pregunta por la surrealista escena del entierro, en el sueño de Barrera, que le resulta “irritante” y “está fuera del estilo general del film”, lo que había provocado numerosos debates en Berlín. Gleyzer le contesta que esa “no es una discusión berlinesa, si no universal” (162) y que, dado que la película tiene un objetivo utilitario y no artístico, si las bases hubieran rechazado la escena, la hubieran cortado. Dice que los intelectuales opinaron que esa parte era de otro estilo; sin embargo, cuando la proyectaron para la clase obrera, su destinataria, descubrieron que esa parte les provocaba mucha risa, que era un alivio y la comprendían perfectamente (163).

En los capítulos 10, 11 y 12, se relata lo que sucede en el país tras la muerte de Juan Domingo Perón (en julio de 1974), con el advenimiento del golpe de Estado, el 24 de marzo de 1976, y en la vida de Gleyzer, ya separado de Sapire. Mientras recorre festivales con Los traidores, comienzan en el país las persecuciones por razones políticas. Cuando, recién llegado desde Estados Unidos fue secuestrado, el 27 de mayo de 1976, era considerado una de las voces más importantes del “nuevo cine militante latinoamericano”. Es así que su desaparición originó pedidos de la comunidad internacional, por su paradero primero, por su vida después. Mientras eso sucedía, Sapire y su hijo, comenzaban su exilio, primero en Lima, Perú, y luego en Nueva York.

Por último, el libro se refiere a la siguiente producción de Cine de la Base, Las AAA son las tres armas (1977), gestada por Jorge Denti junto con Barberis y Mac Lennan, quien le puso voz a la “Carta Abierta a la Junta Militar”, de Rodolfo Walsh, que estructura el guion. Denti viajó a Roma, mientras que la dictadura planeaba la “fiesta de todos”, el Mundial de Fútbol 1978, y les mostró la película a Fernando Birri y a Cesare Zavattini, quienes la consideraron un documento de contrainformación indispensable sobre la realidad argentina y lo ayudaron a subtitularla en seis idiomas, y a hacerla llegar a canales de televisión europeos. La película ganó el premio de la crítica, FIPRESCI, en el Festival de Oberhausen, Alemania, en 1978.

Compañero Raymundo, un libro que equilibra narración y documentación, resulta indispensable para las investigaciones que se realicen en adelante sobre la obra de Gleyzer y Cine de la Base, así como también sobre el cine político latinoamericano, porque completa y profundiza cuestiones que hasta hoy habían sido abordadas de forma parcial o incompleta. Además, contribuye a retratar el imaginario de una época y de una generación que compartía intereses, búsquedas y referentes en todo el mundo. Por otro lado, la voz de Sapire, la de una sonidista –condición que se suma al hecho de que su voz sea la que se escuche y se exprese en el libro– constituye un testimonio invaluable para conocer detalles y formas de trabajo en relación con el sonido, tanto en las películas de Gleyzer y Cine de la Base, como en otras de la industria, cuyos equipos de sonido integró, dirigidas por realizadores como Hugo del Carril, Armando Bo, Luis Puenzo (Cap. 10) o Miguel Pereira, en La deuda interna (1988) (Cap. 14).

Víctimas y verdugos en Shoah, de C. Lanzmann. Genealogía y análisis de un estado de la memoria del Holocausto.

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Arturo Aguilar Lozano, Valencia, Universitat de València, 2018.

por Lior Zylberman

Víctimas y verdugosSi el Holocausto es considerado el evento del siglo XX, Shoah (1985) de Claude Lanzmann puede ser pensado como el evento cinematográfico de dicho siglo. Mucho se ha escrito y dicho en torno a la ambiciosa obra del realizador francés, y aún hoy, ya entrados en el siglo XXI, se continúa escribiendo libros enteros dedicados a esta película; así, resulta válido preguntar qué aportes se pueden hacer que aún no se hayan hecho. Lo cierto es que el libro de Arturo Lozano Aguilar responde ese interrogante a un doble nivel: no solo se puede seguir escribiendo sobre Shoah sino que debido a las propias características del film aún puede ser pensado desde nuevos enfoques.

La bibliografía existente sobre Shoah se ha concentrado en torno a la propia figura de Claude Lanzmann. Por un lado, existe un gran número de artículos escritos por el propio realizador; por el otro, compilaciones con textos de diversos autores en las cuales se incluyen también a Lanzmann. Finalmente, se han editado libros de análisis que cuentan, a modo de prólogo, con el beneplácito del director. Todo ello nos sugiere pensar que la mayoría de la obra crítica y estudios sobre Shoah han contado con la custodia del realizador pero también reparar acerca de la propia forma que Lanzmann ha vigilado su obra –quizá como ningún otro director– llevándolo a intervenir activamente en la esfera pública y sugiriendo cómo debía ser interpretada tanto su película como el hecho histórico. Lozano Aguilar apunta así que “la tutela del creador sobre el análisis de su obra promovió la aceptación y repetición de conceptos que hicieron furor. Inefabilidad, irrepresentabilidad, los no lugares de la memoria, la renuncia a cualquier explicación…” (23). El criterio estético de Shoah, de la mano de su director como también de los que siguieron sus cánones analíticos, se volvió de igual modo un barrera normativa para pensar cómo debía ser representado e interpretado el Holocausto inclusive las características que lo hacían un evento único en la historia. Quizá el punto más álgido de esta polémica fue alcanzado en el intenso debate entre Georges Didi-Huberman por un lado y Elisabeth Pagnoux y Gérard Wacjman por el otro, que oficiaron como portavoces de Lanzmann.[1]

Es que Shoah es mucho más que una película. Es una herramienta para excavar e interrogar en el presente las huellas del pasado genocida pero también, desde su estreno como cada proyección especial, un evento cultural y político al mismo tiempo. Tal como subraya Lozano Aguilar, el estreno del film en Francia fue un verdadero acontecimiento no solo por la difusión que tuvo en los noticieros sino porque al estreno en L’Empire de Paris asistió el entonces presidente de Francia, François Mitterrand. La aprobación del film no vino únicamente del gobierno francés, que había colaborado con su financiación, Shoah también contó con el beneplácito de la intelectualidad francesa con su compañera de Les Temps Modernes, Simone de Beauvoir, a la cabeza de los elogios. Así, si bien Shoah nació como un encargo del gobierno israelí previo a la guerra de Yom Kippur terminó volviéndose un hecho político francés.

Shoah es asimismo una respuesta a diferentes hechos históricos y culturales del momento que Lozano Aguilar expone con claridad. Por un lado, a mediados de la década de 1970 comienzan a circular en Francia una serie de escritos negacionistas que ponen en tela de juicio lo que sucedió en los campos de exterminio. Por el otro, el Holocausto comienza a ser absorbido por la cultura de masas, siendo la miniserie Holocaust (Marvin Chomsky, 1978) el título más conocido. Aunque cuando Lanzmann inicia el proyecto ambas situaciones aún no habían alcanzado la luz pública, al momento del estreno, después de más de una década de trabajo, Shoah parecería colocarse como una posición ética e histórica ante todos ellos. Incluso el título final elegido para el film vendría a marcar una diferencia: si bien el acontecimiento ya tenía un nombre reconocible, la adopción de ese título ofrece “un término alternativo para referirse a la destrucción de los judíos europeos, pero también impone unos preceptos en su forma de recordar. Desde su nominación, Shoah pretendía establecer un vínculo directo y original con el acontecimiento, ignorando las formas de representar moldeadas en los anteriores cuarenta años” (22).

A los conceptos antes mencionados con los cuales el film fue analizado, Lanzmann también sugirió que su película sintetiza la única posición ética y estética posible para la representación del exterminio: rechazo absoluto a recurrir a la ficción[2] y a las imágenes de archivo. Ello llevó también a rechazar una estructura narrativa clásica ya que para el director de Shoah no hay porqué, no hay causa y efecto, no hay narrativa lógica. Asimismo, ese rehúso condujo a comprender a la Shoah ya no como un acontecimiento del pasado sino a pensar estrategias para anular el tiempo entre el hecho y su representación. Shoah es entonces una película del presente, y eso Lanzmann lo anuncia desde el texto inicial del film: “la historia comienza en el presente”. ¿En qué presente? ¿En el de filmación? ¿En el del montaje? Con ello, su director desea sugerir que el presente de la historia lo es cada vez que un espectador mira la película, creando así “las circunstancias para que el acontecimiento original resurja en una atemporalidad” (32). De este modo, en su resolución ética-estética el realizador planteó diversas formas de abordaje a los diversos actores: el rechazo absoluto –una ética de la no ética, como la apelación a cámaras ocultas– lo obtienen los verdugos mientras que en la vereda opuesta se encuentran los testigos más próximos a las víctimas, en el medio la población polaca que observó imperturbable, e incluso con placer, el exterminio de los judíos. Para Lanzmann, los verdaderos testigos, los únicos que vieron las cámaras de gas por dentro, son las verdaderas víctimas y testigos pero ellos no pueden dar testimonio; así, Lanzmann optó por buscar la palabra de aquellos que estuvieron lo más cerca posible de las víctimas.

La propuesta de Lozano Aguilar busca correrse del canon analítico sobre este film. No lleva adelante una crítica como la pensada por Dominick LaCapra ya que no es por ahí donde desea transitar. El análisis de Lozano Aguilar es cinematográfico y ético a la vez, concentrándose tanto en la materia prima con la que Lanzmann trabaja –el testimonio– como en la forma de presentarla. Con lo expresado en el párrafo anterior, sabemos que Shoah se compone por testimonios de testigos, siendo el conocimiento de primera mano lo que aportan al film; a partir de allí, Lozano Aguilar propone estudiar cómo estos participantes trasmutan a una categoría moral –víctimas o verdugos –, y para ello dará cuenta cómo la puesta en escena y el montaje son empleados para tal fin. Entonces, a contracorriente con “la era del testigo”, el autor aconseja prescindir del concepto de testigo para referirse a los personajes que intervienen en la recuperación del pasado. Shoah evita la descripción y explicación del suceso histórico y abole la distancia que media entra las víctimas y el espectador ya que precisamente el trabajo del film opera en esa dirección: adscribir al testigo a uno de los dos grupos morales. De este modo, en Shoah solo hay víctimas o verdugos, “el exterminio de los judíos europeos es el acontecimiento fundacional que divide al mundo en dos órdenes morales, víctimas y verdugos, sin posibles zonas intermedias o independientes” (35).

La tesis que presenta el estudio sugiere que para la víctima el film propone una comunidad mayor a la pensada tradicionalmente, la víctima no queda restringida a una cuestión identitaria sino a su posicionamiento moral, incluso reconvierte el ideal heroico resistente al de víctima. Para el verdugo, Lanzmann extiende esta designación más allá de los perpetradores a los “imperturbables testigos, al tradicional antisemitismo o al presente inmutable que vive a espaldas a la actualización del crimen” rechazando “todas las hipótesis sobre la banalidad burocrática de los verdugos genocidas” (39).

Luego de la introducción, Lozano Aguilar presenta a aquellos personajes, tanto víctimas como verdugos, que dan su palabra en el film y que serán el objeto de análisis, dando luego lugar a la primera parte del estudio dedicado a las víctimas. De este modo, el capítulo 1 “Genealogía de la representación de la víctima judía” funciona como un estado del arte sobre la discusión acerca de la representación de la víctima judía, de una primera invisiblización hasta su emergencia pública y elevación moral, pasando por el uso político para la refundación de la sociedad israelí. En su minucioso análisis, no se desarrollan todos los posibles debates sino la forma de representarlos y pensarlos antes del estreno de Shoah.[3]

El libro posee dos núcleos en los cuales confluyen y se desarrollan las tesis. El primero de ellos es el capítulo 2, “Representación de las víctimas en Shoah”; en éste, apartado de la solemnidad con la que este film suele ser analizado, Lozano Aguilar descompone la arquitectura del film con el objetivo de comprender su montaje como un precioso mecanismo de relojería. Ya desde la primera secuencia se puede evidenciar el mecanismo de análisis del film: con Simon Srebnik como protagonista, el autor señala que “la puesta en escena favorece el regreso de un testigo portavoz de las víctimas –mediante la vuelta al escenario, la recuperación de sus gestos, de sus palabras, de su jerga, el montaje de la banda sonora con las imágenes…–al acontecimiento. La representación anula el lapso temporal (…) el espectador de esa puesta en escena deviene una suerte de testigo cuya empatía lo sitúa junto a las víctimas” (87).

El capítulo recorre así las entrevistas a los diversos protagonistas empleando esa lógica analítica –detención en el gesto, la jerga– a fin de reparar cómo el film anula el paso del tiempo. Los sitios no solo sirven como puesta en escena, como la barbería para Abraham Bomba o la locomotora para Henrik Gawkowski, sino también para llevar a los personajes a ese tiempo, a recordar en el sitio de los hechos. En esa dirección, Lozano Aguilar se detiene en forma minuciosa en el análisis del montaje para llevar adelante dicha idea temporal. Los sitios, los espacios, entran a la pantalla en momentos precisos, no solo para ilustrar lo que el personaje al pasar al off narra; la apuesta de Lanzmann es más profunda ya que vienen a afirmar la idea temporal rectora. De este modo, los espacios no se refieren solamente a los lugares que tuvo lugar el exterminio sino también al presente, a las autopistas y a los camiones Saurer circulando en ellas, a los complejos industriales en el Ruhr, a la ciudad de Varsovia, a la estación de tren de Sobibor, a los trenes y las vías de hoy por las cuales circularon los trenes de ayer, entre otros. El montaje de esos espacios durante los testimonios hacen que el pasado quede abolido y que esa acción pasada se resignifique en el presente: el Holocausto no ha pasado, sigue pasando, sus huellas siguen ahí y la tarea del cineasta es hacerlas visibles.

En el análisis de las víctimas, Lozano Aguilar postula una toma de posición particular por parte de Lanzmann al referirse a las zonas grises. Figuras como los Sonderkommandos o Adam Czerniaków, líder del Judenrat del gueto de Varsovia, han sido objeto de polémica y discusión, acusados incluso de colaboradores del exterminio; Lanzmann, en cambio, toma otra posición ante ellos. Ante todo, porque, como ya fuera señalado, el criterio moral del realizador solo permite distinguir entre víctimas y verdugos, no hay término medio, no hay zonas grises. Así, una de las voces más importantes, y es preciso señalar el esfuerzo de Lanzmman por restituir el lugar de los Sonderkommandos en la historia, es Fillip Müller, quien sobrevivió a cinco recambios de dicho comando; de todos los personajes, él es quien estuvo más próximo a ver las cámaras de gas y sobrevivir. En la división binaria ya mencionada, incluso el héroe es comprendido como víctima. En Shoah, como afirma el autor, no encontraremos la disyuntiva ente la víctima y el héroe, la resistencia es desprovista de su carácter guerrero para comprenderla en la lucha por la supervivencia y en el mantenimiento de la dignidad. En ese sentido, el destino de Czerniaków es una figura central para el proyecto de Lanzmann dado que “se trata de deslindar la zona gris que enturbiaba la rememoración de las víctimas” (132); de este modo, en Shoah no hay gradaciones ni zonas grises u oscuras, solo verdugos y víctimas.

La segunda parte del libro funciona como espejo de la primera abordando aquí a los verdugos. En esa sintonía, el capítulo 3 “Genealogía de la representación de los verdugos” expone un recorrido similar al trazado para pensar a la víctima. Mientras que para indagar la representación de la víctima el foco se concentraba en la emergencia de la especificidad del caso judío, para el verdugo poseemos una pluralidad de miradas: las de los Aliados y la de los soviéticos. Cada bloque pensó y expuso en diversas películas, como las presentadas en el Tribunal de Núremberg, la problemática desde distintas perspectivas ideológicas y políticas, el capítulo, entonces, trata de dar cuenta de esas miradas y posiciones. Así como el juicio a Eichmann funcionó como una bisagra para la representación de la víctima judía, lo mismo sucedió con la del verdugo; los ecos de dicho juicio llevarán a que tengan lugar otros en Alemania donde serán juzgados algunos de los protagonistas de Shoah.

El capítulo 4 “Representación de los verdugos en Shoah” se aplica la perspectiva analítica para estudiar a esta figura, y desde el inicio del mismo Lozano Aguilar sugiere uno de los tantos cambios que propone Shoah para tratar a dicha figura: mientras que en los acercamientos previos “la representaciones eran un intento por argumentar la inédita maldad de los crímenes cometidos por los nazis, la posición de Lanzmann es sancionadora. En su película no encontraremos ninguna búsqueda de las razones o las características propias de los verdugos” (206).

Si bien la figura del verdugo también emerge en los testimonios de las víctimas son quizá las cámaras ocultas a ex nazis las imágenes más reconocidas del film. La mostración de este recurso sirve asimismo como una postura moral tomada por Lanzmann ya que el verdugo ha perdido toda forma de respeto y posibilidad de empatía. De este modo, ante algunos verdugos la película se convierte en un “escrache fílmico”[4], sus dichos son puestos en discusión, marcándole Lanzmann sus propias lagunas o la ingenuidad de su pensamiento.

La decisión moral e histórica que efectúa Lanzmann lleva a posicionar a los diversos vecinos polacos entrevistados del lado de los verdugos. Si la propuesta es abolir el tiempo, los argumentos que dan los testigos polacos no hacen sino exponer las mismas premisas del antisemitismo tradicional, siendo la escena de la entrevista a los vecinos de Grabow junto a Srebnik la más clara de todas. A su vez, la forma de encarar a los verdugos sigue resultando una posición epistemológica crucial al momento de estudiar y pensar formas de representar a esta figura, ya que para Lanzmann, según Lozano Aguilar, “la voz del verdugo solo resulta fiable al transmitir la lógica que proyectó y administró el crimen; el resto, las causas, sus reacciones o implicaciones suenan completamente falsas porque obedecen a un constructo retórico posterior que tiene como única finalidad eludir la condena moral” (282).

Si Shoah es tanto un documental –aunque su director niegue esa etiqueta– como una obra histórica, el libro de Lozano Aguilar se coloca también en ese “entre”: es tanto un libro sobre cine como también un libro de historia. Como interpretación, la película intervino en la historiografía del Holocausto y el análisis que Lozano Aguilar lleva adelante permite indagar en las exégesis y posiciones que Lanzmann tomó. Así, el camino que propone el libro conduce a un recorrido que da lugar a nuevas reflexiones sobre este film tan transitado. La exploración y el estudio que Lozano Aguilar propone no solo dan cuenta de la grandeza e importancia de la obra de Lanzmann sino también de las vetas ocultas que todavía atesora.

Notas

[1] Discusión que giró en torno a cuatro fotografías tomadas por un Sonderkommando en Auschwitz y que Didi-Huberman en su ensayo sugería que éstas podían ayudar al conocimiento histórico y a imaginar lo que dicho campo de exterminio fue. Por otro lado, el propio Didi-Huberman había interrogado al film, siguiendo los lineamientos lanzmannianos, en su artículo de 1995 Le lieu malgré tout.

[2] Entiéndase por ficción a las producciones tendientes a la espectacularización y al falseamiento melodramático, y no a la puesta en escena.

[3] He aquí otra potencia de la obra de Lanzmann: la posibilidad de pensar desde otro prisma a la víctima y al verdugo.

[4] Si bien Jorge Ruffinelli emplea este término para pensar otros documentales, creemos que la lógica que subyace es la misma. Véase Jorge Ruffinelli, “Documental político en América Latina: un largo y un corto camino a casa (década de 190 y comienzos del siglo XXI)” en Casimiro Torreiro y Josetxo Cerdán (eds.), Documental y vanguardia, Madrid, Cátedra, 2005.

El grupo Dziga Vertov y el tratamiento colectivo de las imágenes: relaciones entre arte y política.

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Nicolás Scipione, Buenos Aires, Fausto, 2018.

por Maximiliano de la Puente

Grupo ZVEste documentado y muy riguroso libro de Nicolás Scipione, (que tuvo una primera etapa como tesina de grado de la Carrera de Ciencias de la Comunicación perteneciente a la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires) aborda las principales realizaciones del mítico grupo Dziga Vertov, el colectivo cinematográfico integrado por Jean Luc-Godard y Jean-Pierre Gorin, cuyos efectos en el campo del cine militante en particular y en las relaciones entre arte y política en general, no han dejado de hacerse sentir desde entonces.

El libro cuenta con prólogo del investigador del CONICET Javier Campo, quien fue también tutor de la tesina de grado. Allí, Campo reflexiona sobre interrogantes centrales tales como: qué es el cine político, por qué no triunfó el Mayo francés y la (supuesta) necesidad de una vanguardia artística para apoyar a una vanguardia política. A cincuenta años de “Mayo del 68”, que marcó el comienzo del fin de la derrota de los proyectos revolucionarios en esta época del capitalismo tardío, este libro se presenta como una herramienta intelectual muy valiosa, en la medida en que se propone reflexionar sobre los principales problemas, estrategias, recursos y abordajes que el grupo Dziga Vertov legó al campo del cine militante, por lo que deviene en lectura imprescindible tanto para los militantes políticos como para los teóricos del cine y la comunicación.

En palabras del propio autor, el libro plantea “analizar al Grupo Dziga Vertov (GDV), sus ideas, sus prácticas, y reconstruir cómo un grupo de cineastas y militantes políticos desarrolló una de las experiencias más representativas de la militancia audiovisual posterior a Mayo 1968” (9). Lo que interesa aquí es analizar y reflexionar sobre las relaciones entre las organizaciones revolucionarias, los movimientos sociales y la práctica artística. Esta postura implica pensar la relación entre arte y política no como dos esferas autónomas y separadas, sino más bien al contrario, como instancias indivisibles, como producciones de un “entre”, una dimensión propia del encuentro intersubjetivo en la que parece jugarse la vida pública y política, tal como también la pensara Hannah Arendt. Esta concepción de lo político implica que: “El hombre es apolítico para Arendt y la política se realiza en el entre” (Irazábal, 2004: 52). De esta forma, es el lugar de la interacción entre organizaciones sociales, movimientos políticos y realizadores audiovisuales donde tendría lugar la relación arte/política. La politicidad de las películas del colectivo de Jean Luc-Godard y Jean-Pierre Gorin estaría dada así por la lectura y la interpretación que harían ciertos actores sociales, por ejemplo, los obreros de una fábrica, en un contexto específico. Es el propio ejercicio de la lectura el que las tornaría políticas. Una lectura que traería aparejada “un saber nuevo a partir del texto. Este saber tendría a su vez un alcance social y no individual, de modo que modifica al sujeto y éste a su vez al mundo. Se trata entonces de un saber modificatorio que opera sobre los valores, la moral, la política entendida como arte de gobierno, la ideología, etc.” (Irazábal, 2004: 58). Entendemos que las principales películas del Grupo Dziga Vertov, que Scipione analiza aquí, procuran alcanzar este tipo de transformación en los espectadores. Estas obras presuponen dentro de sí la polémica parresiástica, (es decir, el hablar sincero y franco que Michel Foucault retoma del mundo griego antiguo), la apertura hacia posibilidades de sentido contradictorias, no pensadas aún, divergentes, para las que no existían las condiciones de escucha y de visibilidad social a fines de los años sesenta y principios de los setenta.

Situado desde una perspectiva eminentemente argentina y latinoamericana, y a cincuenta años del estreno de La hora de los hornos (Solanas, Getino, 1968), un hito clave en el mundo del cine militante del continente, este libro es un faro que permite iluminar desde el campo de los estudios cinematográficos una época tan oscura como la actual, en la que los gobiernos de derecha imperan en nuestros países. Reflexionar sobre las experiencias del grupo Dziga Vertov es central, no tanto para mirar nostálgica y retrospectivamente hacia el pasado, sino más bien para repensarlas en función de los desafíos del presente y del futuro. A eso se dedica este brillante libro.

Bibliografía

Irazábal, Federico (2004). El giro político. Una introducción al teatro político en el marco de las teorías débiles (debilitadas), Buenos Aires: Biblos.

Miradas criminales, ojos de víctimas: imágenes de la aflicción en Camboya.

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Sánchez Biosca, Vicente. Buenos Aires, Prometeo Libros, 2017.

Por Agustina Bertone

 Miradas criminales - tapa“Cuando pisé por vez primera el museo de Tuol Sleng llevaba en mi equipaje muchas lecturas, pero también y sobre todo muchas imágenes. Eran imágenes ‘desprendidas’, desarraigadas. Nacían de films, fotografías, filmaciones amateurs y esa universalización del turismo siniestro (dark tourism) que ha invadido nuestros viajes y su impacto sobre las redes sociales. Mas hay algo que jamás ofrece una imagen por perfecta que sea: los ecos, las reverberaciones, las proporciones” (17). Con estas palabras Vicente Sánchez-Biosca introduce la descripción de su ingreso a la prisión S-21, centro de interrogación, tortura y muerte, y bastión de la represión ejercida por los Jemeres Rojos en Camboya. Allí, 6000 mug shots o fotografías señaléticas halladas en la prisión luego de su cierre le pusieron rostro al sufrimiento y despertaron el interés del autor por indagar más allá, en sus usos y resignificaciones.

Para lograr su cometido, Sánchez-Biosca inquiere en materias en las cuales ha demostrado experticia por décadas: el análisis de la imagen cinematográfica, sus vastos conocimientos en regímenes totalitarios y la producción de imágenes tendientes a la construcción de la memoria. En esta ocasión, su interés lo lleva a examinar el genocidio camboyano y las imágenes que este produjo.

El libro se estructura en una introducción dividida en tres apartados –“El libro”, “El encuentro” y “Agradecimientos”– y cinco capítulos que ahondan en las diferentes instancias de análisis de las imágenes de la aflicción.

En el primer capítulo, “Imágenes de atrocidad y modalidades de la mirada”, el autor describe el lugar que ocupan las imágenes de desastres o sufrimiento humano en la memoria colectiva, y de qué forma contribuyen a su construcción, e insta a los lectores a sobrepasar el impacto de la primera mirada de modo tal de descubrir los interrogantes que la imagen aloja.

Dentro de la categoría de “imágenes de atrocidad”, introduce el concepto de imágenes de perpetradores que incluye aquellas “imágenes (…) registradas por los perpetradores como parte de la maquinaria de destrucción” (42). Siguiendo a Marianne Hirsch, Sánchez-Biosca considera a dicho registro un ejercicio de violencia que se suma a la violencia física y psicológica a la que son sometidas las víctimas. Sin embargo, las imágenes de perpetradores pueden presentarse de distintas formas, en diferentes contextos y con objetivos disímiles por parte de los ejecutores. Para dilucidar estas divergencias, el autor analiza tres casos paradigmáticos: en primer lugar, examina unas filmaciones ordenadas por el Ministerio de Propaganda nazi en el gueto de Varsovia, en 1942. Su objetivo era la educación del pueblo alemán a partir de la coacción sobre los judíos con el fin de exponer sus miserias y aberraciones, en otras palabras, justificar la necesidad de su eliminación. A continuación, se presenta el caso de fotografías tomadas por la Policia Militar estadounidense en la prisión de Abu Ghaib, en 2003, en las que el carácter de aficionadas da lugar a la profanación y al sadismo. Por último, presenta el caso del video viralizado por internet, en el que un miembro del ISIS ejecuta a un periodista estadounidense frente a la cámara. En él, la novedad está dada por la presencia de la muerte inminente, que, en un doble proceso, predice el futuro sobre el presente de la imagen del sufrimiento y, una vez consumado el acto de muerte, se recuperan los signos del pasado que nos adelantaban el desenlace: gestos, miradas, tonos de voz que nos anticipaban la presencia de la muerte. El autor concluye que aunque no haya imágenes de la ejecución, en las imágenes de atrocidad, la muerte es una presencia constante.

En el capítulo segundo, “Del ojo escrutador de la víctima a la mirada fundadora”, nos introducimos en el análisis de los mug shots hallados en la prisión S-21. El recorrido que propone el autor comienza por el presente, reflexionando sobre el creciente interés en el turismo de catástrofes. Los “lugares del sufrimiento humano” (64) se han convertido en la principal atracción de los servicios turísticos y, lejos de una aproximación improvisada, se ponen en juego estrategias multidisciplinarias tendientes a acercar al visitante al trauma. En el caso del Tuol Sleng Genocide Museum[1], la exhibición en paneles de las fotografías de fichaje forman parte de las maniobras para lograr dicho objetivo, junto con la exhibición de los grilletes, elementos de tortura y objetos de uso cotidiano dentro de la prisión. En este sentido, Sánchez-Biosca reflexiona sobre la funcionalidad de la captura fotográfica en la cadena de muerte (iniciada una vez que el prisionero ingresaba a S-21) e intenta recuperar el momento en que las miradas se cruzaban: la del perpetrador detrás de la cámara y la del sujeto fotografiado que no es otra que la del traidor. En la cadena, el instante de la toma fotográfica, era su condena a muerte. A continuación, el autor indaga en la importancia que la prisión S-21 tuvo para el régimen jemer ya que no se trataba solo de concretar la muerte sino que los prisioneros debían contribuir a que la rueda siguiera girando mediante la confesión de nuevos traidores al régimen.

El tercer capítulo, “La propaganda por el trauma: estrategias de conmoción”, recupera el proceso de resignificación de la prisión S-21 y las fotografías halladas en él, una vez abolido el régimen de los Jemeres Rojos en manos del ejército vietnamita. Dicha transformación fue fundamental para justificar la ocupación de Kampuchea Democrática y fue promovida tras la entrada a la ciudad fantasma de Phnom Pehn, en enero de 1979, y el descubrimiento de la prisión S-21 en los días posteriores a la ocupación. Junto con los soldados, recorrieron la ciudad un grupo de reporteros encargados de documentar, a través de la lente, todo a su paso. En este caso, interesa el material que resulta del recorrido por la prisión en el que se registran cadáveres, elementos de tortura, desplazamientos por los pasillos y habitaciones del edificio, y pilas de biografías en las que se incluían los mug shots. Esta filmación, recuperada en el año 2009, presenta un elemento esencial en la estrategia implementada por Vietnam para legitimar la toma de Kampuchea Democrática (nombre dado a Camboya durante los cuatro años del régimen de los Jemeres Rojos).

A continuación, Sánchez-Biosca reflexiona sobre el contexto internacional y los peligros que rodeaban a Vietnam, y define otras estrategias utilizadas por el gobierno vietnamita: la vinculación con prácticas propias del nacionalsocialismo alemán, el proceso criminal iniciado a los líderes de los Jemeres Rojos y la apertura del museo, entre otras. En torno a esta última, se tejieron estrategias particulares tendientes a visibilizar la violencia ejercida por los Jemeres Rojos, con el objetivo de “sumir al espectador en una experiencia patética, evacuando los componentes cognocitivos“ (117), es decir, se abandona cualquier intención intelectual para dar paso a la conmoción. Además de la apertura del museo –cuyas visitas fueron autorizadas a organismos internacionales, en un primer momento, y a la población civil camboyana, en segundo término–, se impulsó la realización de documentales que pusieran en evidencia las atrocidades a partir de dos modelos bien definidos: “el políticamente implicado y el que se apoya en un discurso humanitario” (121). Del corpus de producciones realizadas, el autor se detiene en el análisis de tres documentales: Year Zero: The silent death of Cambodia (David Munro, 1979), y el díptico Kampuchea-Sterben und Auferstehen (1980) y Die Angkar (1991) de los documentalistas alemanes Walter Heynowski y Gerhard Scheumann. Por último, analiza el caso de algunas producciones de corte hollywoodense a partir de la implicancia internacional que denotan dichas películas, principalmente, en el contexto de la retirada vietnamita.

En el capítulo 4, titulado “Migraciones y retornos. La mirada estética y el objeto documental”, el autor examina la injerencia de agentes extranjeros en el estudio de los mug shots y la exportación de los mismos, en pleno proceso de restablecimiento democrático camboyano. Estos dos momentos trajeron aparejados “el redescubrimiento del archivo por parte de profesionales americanos, su anotación y reestructuración siguiendo estándares rigurosos en la disciplina archivística, pero también la intervención del circuito propio del arte, con sus museos y galerías, sus criterios de observación y sus interrogantes éticos” (136). En este proceso, los fotógrafos Chris Riley y Douglas Niven, autorizados para limpiar y catalogar los negativos de las 6000 fotografías, descubrieron que los retratos hallados en las biografías de los prisioneros eran recortes de originales que aportaban información valiosa para entender el contexto del registro, los cambios de estrategias con respecto al fichaje, y el trato a los prisioneros, entre otros aspectos. Así, descubrieron que las fotos fueron tomadas en diferentes lugares de la prisión, incluso en los patios exteriores o en las mismas celdas y que, en algunos casos, aparecían otros prisioneros en el encuadre o los hijos pequeños, en el caso de algunas mujeres. Este trabajo de recuperación fue materializado en diversos formatos: la producción de un documental, la edición de un libro-catálogo, una exposición en el Museo de Arte Moderno de Nueva York [MoMA]. Frente a esta diversificación de las fotografías a lo largo y ancho de occidente el autor se pregunta “¿qué actitud, qué mirada, suscitar en el ser vivo que contempla a un muerto cuando bucea en un libro o en una exposición?” (143) y responde apelando a la fascinación que le provoca al espectador enfrentarse con la imagen de la angustia humana frente a la muerte inminente. “En ellas, un breve instante de acción sugiere lo que ya ha ocurrido (desde la perspectiva temporal de su contemplación) y lo que sucederá en breve (desde el tiempo congelado de la foto)” (144).

En el mismo periodo, y mientras las fotografías emigraban, Rithy Panh, un sobreviviente de S-21 y prestigioso cineasta que ha dedicado su carrera a documentar las consecuencias del genocidio perpetrado por los Jemeres Rojos, regresó a Camboya con la intención de filmar un documental a partir del retrato de Hout Bophana, una joven camboyana que fue detenida acusada de atraer a su marido, un camarada jemer, en una red conspirativa y cuya única prueba en su contra fueron cartas de amor. Para el director del documental, Hout Bophana ilustraba los valores de Camboya antes de la llegada al poder de los Jemeres Rojos. El producto final fue Bophana: une tragédie cambodgienne (1996) y encarna, metonímicamente, la tragedia ocurrida en Camboya.

El quinto y último capítulo se denomina “De los perpetradores: el retorno de su mirada”. Tras haber dedicado los cuatro capítulos anteriores a las víctimas y sus retratos, Sánchez-Biosca dedica el apartado final a analizar algunas producciones dedicadas a los verdugos. S-21. La machine de mort khmère rouge es un documental realizado por Rithy Panh en 2003 en el que guardias, interrogadores, fotógrafos, entre otros empleados de la prisión, rememoran y representan sus tareas habituales. En este contexto, sus figuras son enfrentadas con las de las víctimas, tanto las expuestas en los mug shots como los sobrevivientes Vann Nath y Chum Mey que conviven en numerosas escena con los perpetradores.

Para entender la lógica de esta convivencia, el autor expone el trayecto legal recorrido por el Estado camboyano y diferentes organismos internacionales que finaliza en 2009 con la puesta en marcha del primer proceso judicial al que fuera director de la prisión  S-21, Kaing Guek Eav, alias Duch. Es a esta controversial figura a quien Sánchez-Biosca le dedicará lo que resta del capítulo, encarnando en él los aspectos más disímiles y contradictorios de la naturaleza humana. Dice el autor: “El caso Dutch (denominado 001 por las ECCC[2]) constituyó un acontecimiento público sin precedentes en la vida del país sobre las consecuencias del período jemer rojo, a la vez esquivado y latente” (170). En un ejercicio de postmemoria, los descendientes de las víctimas participaron activamente del proceso que tuvo enormes repercusiones históricas, conmemorativas y sociales para el pueblo camboyano, a treinta años de ocurrido el genocidio. Aquí es donde los rostros reflejados en los mug shots cobran vida a través de sus familiares, compañeros y testigos acusando a sus verdugos, y más precisamente, a Duch. En particular, el autor analiza el caso del prisionero Out Ket, cuya fotografía fue hallada en el año 2009 y proyectada por primera vez durante el juicio, frente a su esposa e hija. Su descubrimiento materializó el dolor padecido por su familiar, y al mismo tiempo, les permitió hacer el duelo que estuvo suspendido durante décadas.

Simultáneamente, se analizan los vestigios de humanidad que pueden encontrarse en el exdirector de S-21 a partir de algunos testimonios y casos en los que se demuestra benevolencia en su accionar. Entre ellos, se analiza otra producción documental en la que Rithy Panh le da la palabra a Duch: Duch, le maître del forges de l’enfer (2011).

Para finalizar, Sánchez-Biosca, a partir de las imágenes producidas por Rithy Panh, se centra en la recuperación de dos aspectos de Duch que colaboran a desentrañar su comportamiento: en primer lugar, lo que Panh denomina la memoria del cuerpo: “Bajo los regímenes totalitarios, los cuerpos son minuciosamente domeñados y se tornan disciplinados. No solo los de sus líderes, también los que, sometidos a la liturgia cotidiana, se reconocen en la sumisión al partido más por sus comportamientos, la severidad del rostro, su uniforme, su recitado de consignas y su lenguaje hipercodificado que por una ideología abstracta” (194). Y por último, su risa, esa mueca incomprensible que ha quedado grabada en la memoria del documentalista y sobreviviente Rithy Panh y que el autor descubre como acto de autoprotección e instrumento para alargar la pausa y construir su contrargumento.

En este texto, que pretende ser, no solo un ensayo, sino un libro de historia, Sánchez-Biosca nos presenta un análisis minucioso de un acontecimiento histórico, la tragedia camboyana que continúa viva en la memoria de su pueblo, y lo hace a través de sus imágenes de una manera precisa e intensa. En sus páginas se advierte la intención del autor de desentrañar los sentidos, tanto en el plano de la intelectualidad como en el plano afectivo, consciente de que continúa siendo una herida abierta, no solo para el pueblo camboyano, sino que la experiencia que recupera Tuol Sleng y los registros fotográficos de las víctimas que allí se exponen, pueden interpretarse metonímicamente como un hito más de la escalada de violencia institucional que ha caracterizado al siglo XX y ha dado como resultado millones de pérdidas humanas resultado de prácticas ilegítimas. Sin olvidar esto, Sánchez-Biosca nos propone reflexionar en torno al sufrimiento humano presente en los vestigios de vida de las víctimas, aunque “hagamos lo que hagamos con ellos (y estamos condenados a no abandonarlos), jamás lograremos ahogar su grito” (208).

[1] El término Tuol Sleng hace referencia al museo mientras que la nomenclatura S-21 se utiliza para referirse al momento en que operó la prisión.

[2] Extraordinary Chambers in the courts of Cambodia (Salas Extraordinarias en los Tribunales de Camboya).

Revolución y democracia: El cine documental argentino del exilio (1976-1984).

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Campo, Javier. Buenos Aires, CICCUS, 2017.

Por Tomás Crowder-Taraborrelli

Rev y Dem - tapaEs indudable que el cine político argentino es uno de los más reconocidos en el mundo no solo por la valentía de sus realizadores, que arriesgaron sus vidas frente al aparato represor de las dictaduras, sino también por sus innovaciones formales y estrategias de producción. Javier Campo analiza en Revolución y Democracia: El cine documental argentino del exilio (1976-1984) un grupo destacado de películas para entender esta época marcada por el terrorismo de Estado y los años de transición hacia un sistema democrático. Algunos de los films analizados en este nuevo libro de Campo son: Olla popular (Gerardo Vallejo, 1968), Informes y testimonios: La tortura política en la Argentina 1966-1972 (AA.VV., 1972), Montoneros, Crónica de una guerra de liberación (Cristina Benítez, Hernán Castillo 1976), Las vacas sagradas (Jorge Giannoni, 1977), Las AAA son las tres armas (Grupo Cine de la Base, 1977), Reflexiones de un salvaje (Gerardo Vallejo, 1978), y Cuarentena, exilio y regreso (Carlos Echeverría, 1983).

El autor conoce estos documentales como pocos investigadores y en su pesquisa establece, con claridad y profundidad, la resistencias y rupturas formales articuladas por estas películas. Cabe destacar que en este nuevo libro el autor se ocupa de un grupo de documentales poco estudiados, aquellos realizados por cineastas argentinos en el exilio. Revolución y Democracia se resiste a una lectura simplista de la historia argentina. Campo quiere mostrarle al lector que hay continuidades entre procesos políticos y sociales, y que la producción documental argentina nos permite profundizar sobre la riesgos estéticos y personales que estos cineastas asumieron para representar su contexto político y social.

En los dos primeros capítulos del libro, se recobran las conclusiones principales de su análisis del cine documental político desde 1968 a 1989, para luego examinar con pericia aquellos documentales precursores en la denuncia de prácticas genocidas. En el tercer capítulo, Campo desarrolla su estudio sobre los films rodados en el exilio, enfocándose en directores que formaron parte de organizaciones armadas. En el cuarto y último capítulo, despliega con mayor amplitud los hallazgos de su investigación, que obligan al lector a reconsiderar las continuidades y rupturas no solo en las propiedades formales de los films, sino en las modos de contar y pensar nuestra historia.

El cine documental político es una expresión artística fundamental para entender la reciente historia Argentina. El autor estima que entre 300.000 y 500.000 argentinos se exiliaron durante la última dictadura[1]. Muchos de ellos pertenecían a los círculos intelectuales y concebían al cine como una herramienta de difusión y reflexión. Campo señala que, lamentablemente, los documentales que analiza tuvieron poca difusión en su época. Emilio Crenzel, citado en el texto del autor, registra un cambio importante en las estrategias de intervención histórica que los exiliados concebían: “De la acción por la lucha revolucionaria, hacia la defensa de los derechos humanos, las narrativas viraron de manera brusca en el exilio, dando cuenta de una rotunda derrota política de las organizaciones armadas” (30). A diferencia de otros investigadores, Campo le da especial valor a los testimonios de los protagonistas en los films, y acude a ellos para ilustrar los debates entre militantes sobre la capacidad revolucionaria de la lucha armada. Al igual que en su publicación anterior, Cine Documental argentino: Entre el arte, la cultura y la política (2012), Campo desarrolla –en Revolución y Democracia– una eficaz taxonomía del testimonio para definir tres vertientes: la erudita, la personal y la denuncialista. Esta clasificación del testimonio invita al lector a reflexionar sobre el peso fenomenológico de una declaración frente a cámara.

Asimismo, Campo invita al lector a revisar aquellos documentales que incluyen testimonios claves para entender la articulación de un discurso en favor de la democracia y de los derechos humanos. Según el autor, en su forma más elemental, el testimonio “informa sobre las circunstancias particulares de una vida” (92) y le confiere a las vivencias una carga de verosimilitud: “Valor de la verdad que adquiere” (22). Por ejemplo, el testimonio de Hebe de Bonafini en No al punto final (Jorge Denti, 1986), documental en el que la fundadora de Madres de Plaza de Mayo afirma que los desaparecidos lucharon por la democracia, a lo que Campo agrega: “un concepto ajeno a las narrativas revolucionarias a las que adscribían buena parte de las víctimas del terrorismo de Estado” (62). En Todo es ausencia (Rodolfo Kuhn, 1984), otro importante documental de la década del 80, se entrevista a Bonafini, donde la dirigente asume su postura de no aceptar la devolución de restos humanos. De esta forma, Campo rescata testimonios vitales para acompañar una política de derechos humanos desde las organizaciones de derechos humanos y un Estado democrático. Revolución y Democracia interpela al lector a considerar el posible impacto emocional del testimonio que obligaba al espectador a tomar una posición ética y política frente a los horrendos crímenes denunciados. Como bien dice el investigador, en ciertas instancias, la cámara funcionaba a la manera de un juez: “Sin dudas los testimonios más detallados, y particularmente inquietantes, son aquellos que repasan la forma en que se realizaban las torturas. Inclusive son contadas cuestiones íntimas” (61).

¿Cuáles son, entonces, las características esenciales del cine documental político según el autor? Basándose en su lectura de investigadores argentinos como Octavio Getino, Susana Velleggia, Mariano Mestman, Fernando Martín Peña, e investigadores de habla inglesa, como Bill Nichols, Patricia Zimmermann, Jonathan Kahana y Jane Gaines, entre otros, Campo establece que el cine documental político es contrahegemónico y aspira a representar a la sociedad desde un punto de vista ideológico de modo tal que el espectador pueda reflexionar sobre su realidad y contribuya a su transformación. El cine documental político, profundiza Campo, es muchas veces militante y apoya movimientos políticos y revolucionarios. A pesar que se dedica gran parte del libro a describir la crítica social que articulan los documentales, el autor nos recuerda que las estrategias formales utilizadas por sus realizadores “introducen lo no controlado en campo, [e] indican que la transmisión de mensajes políticos no ha sido lineal” (165). Por tanto, Campo considera que estas fisuras en la estructura formal de un documental, pueden ser instrumentales a la hora de animar el pensamiento crítico del espectador y porqué no, de los realizadores que forjaron una tradición cinematográfica nacional.

Como hemos señalado con anterioridad, el análisis de las estrategias formales es primordial en la pesquisa. Dentro de los conceptos clave que el autor considera están: la voz over, el testimonio, la animación, la imagen de archivo y el uso de intertítulos. Cuando discute la voz over, Campo cuestiona el rol dominante que se le adjudica al narrador, sosteniendo que muchas veces puede insinuar un tono irónico y socarrón. Este tipo de análisis le permite distinguir tres perspectivas: 1) formal, 2) abierta y 3) poética.   En líneas generales, la “perspectiva formal” tiene una estructura simétrica y articula un mensaje; la “perspectiva abierta” secunda un proceso de observación y esquiva explicaciones monológicas de la realidad, y la “perspectiva poética” es más accesible e imaginativa (siguiendo la conceptualización de Carl Plantinga).

En los últimos años, diversos investigadores de cine documental han concentrado su análisis en el manejo de ciertas imágenes de archivo a las que asiduamente recurren los documentalistas. Campo menciona las notables secuencias del bombardeo de la Plaza de Mayo en 1955 que aparece en documentales como La memoria de nuestro pueblo (Grupo de Cine 17 de Octubre, 1955). Dentro de la narrativa de este documental, argumenta el autor, el bombardeo es “una prueba de la agresión de la burguesía” (54). Otro ejemplo del uso de ciertas secuencias relevantes es la del remate bovino en Las vacas sagradas, de Jorge Giannoni (1977), que según Campo es uno de los documentales argentinos hechos en el exilio que analiza la historia argentina desde una perspectiva marxista.

Otra importante contribución de Revolución y Democracia son los apuntes críticos sobre las bandas sonoras de los films. Campo se suma de esta forma a otros investigadores argentinos destacados, como Pablo Piedras y Mariano Mestman, que a través de sus artículos interpelan al campo de estudios de cine documental a considerar el importante rol que ocupa el sonido y la música en el montaje: “la música señala la lectura particular de las imágenes que los realizadores pretenden orientar” (55). Se podría agregar, que algunos directores destacados, como Fernando “Pino” Solanas, pensaban que la música era una forma de interpelar a los jóvenes espectadores a sumarse al movimiento revolucionario. Canciones patrias, como el Himno Nacional Argentino o Aurora, acompañan imágenes de denuncia –hambre en las familias obreras, prostitución– para articular una crítica al Estado y al sistema económico capitalista. Campo rescata del olvido cortos como Olla popular (1968), dirigido por Gerardo Vallejo, miembro del Grupo Cine Liberación. En la última secuencia del film, Vallejo realiza un contrapunto de la imagen de una madre amamantando con el simulacro del salto de la púa sobre un vinilo, rayando la estrofa  “o juremos con gloria a morir” del Himno Nacional.

Revolución y Democracia es una nueva demostración de la dedicación y consistencia en los trabajos de investigación de Javier Campo. El investigador de cine documental puede encontrar en sus textos estudios sistemáticos y apasionados. A su vez, su escritura revela simpatía por un lector no tan acostumbrado a textos académicos. Sin duda, la intención de Campo es convocar a un público interesado en la política e historia argentina y exponerlo al registro fílmico de sus protagonistas. Al finalizar la lectura de Revolución y Democracia, no cabe duda que Campo siente admiración por la capacidad del cine documental de poder conjurar lo acaecido de una manera artística. En esta relación dialéctica entre lo plástico e histórico, el lector/espectador encontrará un espacio para el ejercicio de una conciencia crítica.

[1] La última dictadura militar argentina tuvo lugar entre 1976 y 1983. Durante el período 1976-1978 se produjo la mayor cantidad de exilios.

CEMA: archivo, video y restauración democrática.

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Balás, Mariel; Tadeo Fuica, Beatriz. Montevideo, FIC-UdelaR-ICAU, 2016.

Por Carmela Marrero Castro

 

Tapa-CEMALa construcción de un campo cinematográfico no se reduce a la existencia de un corpus fílmico, requiere –entre otros componentes– la confluencia de discursos que reflexionen sobre las obras ya sea desde la investigación académica, la escritura ensayística, la prensa especializada e incluso desde los espacios de diálogo y debate generados por los propios realizadores. En este marco, la publicación de CEMA: Archivo, video y restauración democrática acepta diferentes niveles de abordaje que involucran el proceso de recuperación de un archivo, el análisis del material recobrado y la existencia de un equipo interdisciplinario que se dedica a los estudios sobre cine y audiovisual en Uruguay. Cada una de estas capas da cuenta de una dimensión significativa en el proceso de configuración del campo cinematográfico uruguayo: la convergencia de discursos especializados que periodizan, legitiman, consagran y seleccionan las producciones nacionales.

El libro editado por Beatriz Tadeo Fuica y Mariel Balás, “reúne artículos y reseñas sobre la historia, las obras y el rescate del archivo del Centro de Medios Audiovisuales (CEMA)” (11), una productora que se inició creando diapomontajes y se consagró con la realización de videos. La existencia de este grupo de realizadores se prolongó desde 1982 hasta mediados de los años noventa, un recorte temporal muy significativo en tanto remite al período de transición de la dictadura cívico militar a la democracia. El material producido por los miembros de CEMA fue rescatado gracias a un proyecto coordinado por Mariel Balás a través del cual se logró digitalizar un amplio y diverso conjunto de obras que generaron un corpus con la densidad suficiente como para ser analizado. Así, el proceso que sintetiza este libro evidencia dos dimensiones, por un lado, la parte operativa vinculada a los pormenores técnicos implicados en el trabajo de recuperación y digitalización de un archivo audiovisual, y por otro, el abordaje analítico y crítico de las obras, que reúne la mirada de diferentes profesionales especializados en el estudio cinematográfico.

El libro se compone de cuatro capítulos que abordan desde el marco histórico-regional hasta el catálogo de las obras recuperadas. En el primer apartado y en lo que refiere al contexto, Beatriz Tadeo Fuica traza un interesante paralelo: “Así como en los años sesenta y setenta el cine propició colaboraciones entre algunos realizadores del continente con el objetivo de contribuir a los movimientos revolucionarios, en los ochenta y noventa, el video pasó a considerarse una herramienta de información y creación necesaria para recorrer las transiciones políticas, económicas y sociales de la época” (17).

Los colectivos de videastas surgieron en diversos países del continente y su presencia se manifestó en diferentes hechos. En primer lugar, como señala Tadeo Fuica, es importante destacar que el uso extendido y frecuente del video dio cuenta de la aceptación del soporte, principalmente en países sin industria cinematográfica o con un número importante de realizadores independientes. De hecho, diversos festivales con reconocimiento internacional, como el de La Habana y el de Mar del Plata, incorporaron las producciones en video como parte de sus programaciones. En segundo lugar, la aceptación del video también se hizo visible en la existencia de críticas cinematográficas sobre películas filmadas en este soporte, lo cual permite pensar que esas producciones eran consideradas parte de la cinematografía nacional. Finalmente, la existencia de colectivos de videastas en diversos países de la región (Brasil, Argentina, Perú, México, Ecuador, Bolivia, Venezuela, Uruguay, Colombia y Chile), es otra evidencia del uso extendido del video y de las posibilidades expresivas que generó en ese período.

Los colectivos de cada país comenzaron a relacionarse entre sí y organizaron Encuentros Latinoamericanos de Videos. Estos espacios de intercambios promovieron la circulación de las producciones audiovisuales al tiempo que permitieron construir líneas de reflexión sobre la realización de videos en el contexto tan particular de América Latina en transición hacia la democracia. De hecho, una de las discusiones que el artículo de Tadeo Fuica recupera es la tensión entre “lo que se venía haciendo con el propósito de enfrentar las dictaduras y los nuevos roles que estos grupos asumirían en el presente democrático” (22). Los encuentros se sucedieron desde 1988 hasta mediados de los noventa, momento en el que los intercambios a nivel regional cesaron.

En lo que refiere a CEMA, se trató de un grupo de realizadores con una producción de videos prolongada en el tiempo que exploró diversos géneros y estéticas en diálogo con el contexto nacional. Según Tadeo Fuica, este colectivo “comenzó a trabajar en el año 1982, cuando sus miembros se acercaron a técnicas audiovisuales para luchar contra la dictadura militar y apoyar iniciativas de corte social” (23). La conformación de CEMA tuvo diversas consecuencias en la escena audiovisual uruguaya: la existencia de imágenes alternativas a las que en ese momento circulaban en la televisión, la creación de relatos audiovisuales en un contexto en el que el cine nacional era casi nulo pero, además, este grupo constituyó un espacio de formación en el lenguaje cinematográfico del cual emergieron realizadores con visibilidad en la escena nacional. Finalmente, la exhibición y difusión de los materiales se produjo a través de diversos canales, como la muestra Uruguay se ve que en el año 1987 reunió las obras de varios grupos de videastas nacionales (Imágenes, Estudio Imagen y SUA), la exhibición en muestras y espacios alternativos, e incluso, algunas obras fueron transmitidas por televisión.

En la década del noventa, el grupo se había fortalecido y había adquirido cierta presencia a nivel internacional, realizó coproducciones con otros países latinoamericanos, hizo trabajos de post-producción para productoras argentinas, fue contratado para la realización de publicidades, y en el ámbito nacional trabajó con canales televisivos. A pesar de esta consolidación, las diferencias al interior del colectivo provocaron una crisis que generó la separación de sus miembros.

Ahora bien, la importancia del CEMA en la configuración del audiovisual nacional se pone de manifiesto al recorrer la lista de sus integrantes. La mayoría de los nombres que allí aparecen “han seguido vinculados al mundo audiovisual y han tenido, hasta el día de hoy, un rol activo para generar instancias fundamentales que continúan redundando en mejores condiciones para los realizadores locales y el crecimiento sostenido de las producciones nacionales” (27).

En lo que refiere a la dimensión operativa y técnica de la restauración del corpus de obras generado por CEMA, Mariel Balás detalla en su artículo “El pasado desde el presente” los pormenores por los que atravesó el proyecto que permitió la digitalización y la creación del archivo. La importancia de este proceso no se reduce al conjunto de obras que se rescataron (45 piezas en formato video y 13 diapomontajes), también es fundamental dado que se trata de “una de las primeras iniciativas de preservación de archivos audiovisuales en el país” (30).

La digitalización de las obras realizadas por CEMA requirió la consulta con especialistas de Chile, un país que cuenta con profesionales con trayectoria en la materia. Mariel Balás elaboró y presentó el proyecto de restauración a los Fondos de Fomento del Instituto del Cine y el Audiovisual del Uruguay [ICAU], y luego de obtenida la financiación comenzó a trabajar junto a Esteban Schroeder, uno de los miembros del CEMA.

Los casetes que se encontraron estaban en formato Betcam y U-matic, y no todos fueron digitalizados debido al estado de deterioro en el que se encontraban. Este dato es relevante al momento de abordar los criterios de selección de los materiales, que no fue “estético ni tampoco tuvo la intención de canonizar determinadas obras. Se tomó la decisión de digitalizar los casetes que estaban en mejor estado” (33).

Una vez que finalizó el proceso de digitalización de las obras, se llevaron los archivos digitales al ICAU y también se pusieron a disposición del público en la Biblioteca del Instituto de Comunicación de la Facultad de Comunicación e Información [FIC-UdelaR]. La circulación de las obras permitió que muchos directores se reencontraran con sus óperas primas al tiempo que abrió el diálogo sobre el patrimonio audiovisual nacional, y generó nuevas puertas de entrada al debate sobre el contexto de postdictadura del país y de la región.

Además, el proyecto de rescate instaló la reflexión sobre el conocimiento y la formación que se requiere al momento de recuperar y conservar archivos audiovisuales. El artículo de Lucía Secco, “Rescate del archivo del CEMA: entre lo analógico y lo digital” da cuenta de los pormenores tecnológicos que fue necesario reconocer y contemplar en este proceso. De esta manera, se pone en primer plano la dimensión material del archivo y de los cuidados que requiere tanto para su conservación como para su migración a otros formatos que favorezcan el acceso y la democratización del material.

El segundo apartado del libro, “Artículos”, reúne el análisis de los films recuperados en breves textos escritos por investigadores del cine nacional. La lectura de los diferentes artículos evidencia el amplio repertorio audiovisual generado por el grupo CEMA, tanto por las múltiples estéticas como por los géneros que exploraron.

Tadeo Fuica inicia esta sección estudiando las estrategias que se utilizan en el documental El cordón de la vereda de Esteban Schoeder (1987) para deconstruir las características de este género. Para ello, se centra en el análisis de la performance y el humor, dos caminos para “sugerir que quizás los documentales deben asumir la derrota de su objetivo utópico y presentar, en cambio, una honestidad alternativa” (50). Ahora bien, lo complejo de esta película no radica solo en la estética y en las opciones cinematográficas, sino también, y principalmente, en la temática que aborda: recupera testimonios de los ciudadanos uruguayos que hablan sobre la “posible realización de investigaciones y juicios a los responsables de las violaciones de los derechos humanos” (49). Este documental evidencia las heridas causadas por la dictadura cívico militar y pone el foco en un conflicto que aún no ha sido zanjado: “por un lado, la memoria, la verdad y la justicia y, por el otro, el olvido y el perdón” (56).

En el siguiente artículo, Georgina Torello analiza Entretelares (Eduardo “Pincho” Casanova, 1988) y focaliza en la vocación de mediador social que tuvo el colectivo del CEMA y en cómo ciertas obras dieron cuenta de dicho rol. La película narra el cruce de dos generaciones en el ambiente cotidiano de una fábrica textil y cómo a partir de ese encuentro se describe la educación sindical de una joven. La combinación de actores profesionales y no profesionales le permitió al centro definir esta producción como un docu-drama.

Por su parte, Mariana Amieva aborda el estudio de Guarda e passa otro documental de Eduardo “Pincho” Casanova filmado en 1988. Se trata de una obra que combina “materiales híbridos, desafía convenciones genéricas y conjuga búsquedas de estilo con dilemas éticos y políticos” (67). Además de la obra en sí misma, el artículo escrito por Amieva propone un interesante recorrido analítico al develar los “pactos implícitos de lectura que proponen ciertas prácticas documentales” (69).

En el siguiente texto, Tadeo Fuica estudia una obra que se presenta como un “libro audiovisual”, se trata del documental Mamá era punk (Guillermo Casanova, 1988) que registra múltiples manifestaciones artísticas y culturales características de este período. La obra analizada se compone de un “Prólogo”, cuatro capítulos y al final un “Índice”; sin dudas, un formato que admite diversas lecturas. En su análisis, Tadeo Fuica rescata el diálogo que entabla esta generación con las formas artísticas tradicionales, que los nuevos realizadores no eligen pero reconocen.

Entre las obras recuperadas también se encuentra Tahití (Pablo Dotta, 1989), un cortometraje de ficción analizado por Cecilia Lacruz. Entre otros, el valor de esta obra es ser “antecedente de futuros proyectos; su premiación en el Festival de la Habana posibilitará la ayuda económica y el reconocimiento para realizar el largometraje en 35mm, El dirigible (1994) con el que Uruguay pone un pie en la Semana de la Crítica del Festival de Cannes” (82). El estudio de Lacruz se enfoca en la dimensión juvenil presente en toda la obra, y en cómo su director “re-imaginó la experiencia de la ciudad” (84) al reponer los imaginarios de la ciudad que agoniza sin futuro contenidos en la consigna “no-future” del punk-rock.

Por su parte, Pablo Alvira toma como punto de partida el cortometraje De repente (realizado por CEMA en ocasión del III Encuentro Latinoamericano de Video llevado a cabo en Montevideo, en 1990) para desarrollar dos aspectos: la preocupación del colectivo por generar producciones televisivas que contrarrestaran la producción dominante en las pantallas comerciales y también, una “suerte de latinoamericanismo asumido por el CEMA” (91).

Este amplio repertorio de producciones y estudios se cierra con el artículo de Mariel Balás sobre la obra Los músicos de la tonada (Laura Canoura, 1990). En su análisis, además de ofrecer un panorama sobre el contexto musical de Montevideo en esa época, también aborda las características del videoclip y los cruces entre distintas manifestaciones culturales.

Los últimos dos apartados, coherentes con la intención del libro de generar un archivo abierto, se componen de cuatro reseñas y finalmente un catálogo con la información de todas las películas que fueron restauradas. De esta manera, esta publicación también es una base de datos disponible para futuras investigaciones.

Por último, es importante señalar que tanto las editoras como los autores de los artículos que componen el libro forman parte del Grupo de Estudios Audiovisuales [GEstA], un espacio interdisciplinario que nuclea a diversos profesionales con múltiples líneas de investigación sobre el estudio del audiovisual en Uruguay. La existencia de este colectivo, junto a otros espacios de reflexión sobre el cine nacional, permite que la recuperación de este archivo dialogue con nuestro presente y nos interpele. De esta forma, la publicación y las múltiples voces que reúne materializan la intención de no reducir el archivo ni la memoria a una función museística, contrario a ello, da cuenta de la importancia de la cultura audiovisual en la construcción de la memoria y abre nuevas perspectivas analíticas para pensar temas que aún son heridas abiertas.

Historia, modernidad y cine. Una aproximación desde la perspectiva de Walter Benjamin.

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Taccetta, Natalia. Buenos Aires, Prometeo Libros, 2017.

Por Augusto Ricardo[1]

“Debajo de estas vidas
se esconde el ardiente amante de la historia”
Frank O’Hara

1.

Historia, modernidad y cine - tapaEn la segunda edición de La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, Walter Benjamin (2003) afirma que «el cine ha abierto una brecha en la antigua verdad heracliteana: los que están despiertos tienen un mundo en común, los que sueñan tienen uno cada uno” (28). La sentencia de Heráclito refiere a que la mayoría de los hombres son indiferentes a los hechos del mundo: no advierten lo que hacen despiertos, del mismo modo que no reparan en lo que hacen dormidos. Creen conocer cada cosa porque la perciben por sí misma y de acuerdo a su singularidad. Pero ignoran que todo deviene continuamente. No solo deviene cada cosa, sino que es el mismo Todo lo que acontece. El devenir es lo que vincula a las cosas entre sí. El sabio, en cambio, permanece despierto de manera auténtica porque puede advertir no las cosas, sino la comunidad de las cosas, o mejor aún, las cosas en su comunidad con el devenir-mundo. Pero Benjamin afirma que el cine introduce una brecha en esa sentencia, ya que permite una percepción ampliada de la realidad en la que la subjetividad individual que sueña, desea y fantasea, ya no está aislada de las otras subjetividades. La sala oscura del cinematógrafo es un espacio donde es posible compartir sueños y deseos. No se trata de tener en común un deseo con los demás, sino de participa la experiencia de desear y fantasear o, mejor dicho, componer una comunidad de la fantasía, que se vuelve indispensable para el desarrollo de una conciencia histórica, pues es la fantasía, como terreno singular de la experiencia humana, donde puede caber lo que en el mundo permanece no identificado, no dicho o ignorado. El esfuerzo al que nos invita el cine, señala Benjamin, es al de realizar una configuración fantástica de la historia: no solo pensar las experiencias y singularidades de la realidad, sino conectarlas con algo que vaya más allá del yo o del otro.

2.

En Historia, Modernidad y Cine. Una aproximación desde la perspectiva de Walter Benjamin, Tacetta propone concebir las imágenes como dimensiones privilegiadas para rastrear los vínculos entre tiempo, historia y memoria. Para eso, realiza dos recorridos. En la primera mitad del libro, recorre los conceptos de “historia”, “modernidad”, “imagen”, entre otros. En la segunda, recorre las películas Histoire(s) du Cinéma (Jean-Luc Godard, 1988-1998), Berlin Alexanderplatz (Rainer Werner Fassbinder, 1980), Hitler, un film de Alemania (Hans-Jürgen Syberbeg, 1977) y Shoah (Claude Lanzmann, 1985), que le permiten a la autora pensar la figura del cineasta como aquel que puede “dar cuenta de lógicas no-hegemónicas del sentido histórico y modos no-convencionales de acercarse a él” (14).

En la introducción, la autora señala que para Benjamin, una revolución se concibe ante todo “contra el calendario, contra el tiempo cronológico” (13), es decir, contra las formas tradicionales que conciben la historia como un proceso homogéneo y evolutivo. De allí proviene el privilegio que le atribuye a las rupturas, los cortes, los desvíos, los saltos, a la hora de concebir un pensamiento histórico. O dicho de otra manera: frente a la neutralidad ética y política que pretende poder reconstruir el pasado tal como fue, Benjamin entiende que la verdad sobre el pasado no es una verdad como cualquier otra. La verdad histórica tiene que cumplir, siempre, un papel político urgente. Por un lado, debe, paradójicamente, interrumpir el progreso y no buscar acelerarlo o consumarlo. Esa continuidad que implica el progreso no es otra cosa que derrota y opresión de los mismos de siempre. Por eso, debe desconfiar de esas voces que proclaman al progreso como un camino directo y automático a la felicidad y, sobre todo, descartar la ilusión de que es posible guiarlo o encauzarlo hacia fines supuestamente nobles. No se trata de que el progreso esté en buenas o malas manos, o que sea más lento o más rápido. El problema es el progreso.

De este modo, la tarea para investigadores y artistas –el esfuerzo al que los llama Benjamin y que Taccetta hace propio– es admitir y partir de que el pasado no puede ser recuperado en su verdad más que fugazmente, como una imagen que fulgura “en el instante de un peligro”, y que siempre está ausentándose, perdiéndose, especialmente si no nos reconocemos aludidos por ella, si no rememoramos, si no luchamos, si no nos mueve la voluntad de hacernos cargo. Esta verdad histórica no es una pieza de museo para admirar, sino una cita a cargar con esa “fuerza mesiánica” que Benjamin atribuye a cada generación y que implica un lazo que nos une con un pasado, que no es simplemente algo que pasó, sino fundamentalmente es algo que puede y debe ser redimido. Sin redención del pasado, no hay futuro posible, sino eterna repetición de la injusticia.

Nuestra tarea es retener esa imagen tal como se nos presenta en las urgencias del presente, es decir, disputar las imágenes de tal modo que no puedan servir de soporte a los dominadores, a los dueños, a los espíritus de la pesantez, a los moralistas, a los profesores, a los artífices de jerarquías, a los sacerdotes, a los inoculadores de tristeza.

Mantener viva la memoria de lo sucedido. No concebir el tiempo como una flecha continua y uniforme. Por el contrario, estar atentos a las miserias, a las derrotas, a los intentos, a las fallas, a las pérdidas. Más adelante, Taccetta afirma que esta concepción implica un pasado que “puede ser salvado como lo que no ha sido, como algo nuevo” (122). Y en eso consiste nuestra única fuerza posible: la creación de nuevos pasados.

Una tentativa de estas características no puede realizarse solo con historiadores. Es necesario concebir un pensamiento sobre la historia que involucre a los artistas. Por lo que Taccetta se propone rastrear cómo este llamado de Benjamin a “hacerse cargo de lo no-escrito, lo no-documentado, en definitiva, de lo inmemorial histórico” (14) es retomado por distintos cineastas que realizaron una aproximación estética y política hacia hechos del pasado, desviándose de las narrativas hegemónicas para producir un nuevo tipo de experiencia posible.

3.

Previo al estudio pormenorizado de los films señalados, Taccetta propone –en los primeros cuatro capítulos– un recorrido por los problemas historiográficos de la Modernidad, a la vez que examina el método de Benjamin.

En el capítulo uno, titulado precisamente “La construcción del sentido histórico. Cuestiones de época”, la autora recorre desde la Ilustración y las lógicas progresistas que conciben la Historia como el desarrollo de una perfección que habría de salvarnos y que implican un tiempo único, vacío y lineal; hasta el concepto benjaminiano de constelación, que refiere a una forma de experiencia en la cual “un presente está en condiciones de ser afectado por las expectativas del pasado y las proyecciones hacia el futuro” (32).

Aquellos que gusten de los vericuetos del pensamiento de Benjamin, encontrarán en el primer capítulo una extraordinaria genealogía acerca de la teoría medieval de la signatura que Taccetta identifica como el antecedente en que Benjamin se apoya para sus conceptos de rememoración y redención. Estos implican un acercamiento al pasado no como restauración sino como creación redentora, que salva y recupera la memoria de los vencidos: “ir al pasado, no para ver lo pleno, sino lo trunco, pues ‘lo trunco’ insiste en el presente mostrándose como fisura” (39). Salvar el pasado no tanto del olvido, apunta Taccetta, sino de la inmovilidad en que lo sella la tradición. Así, Benjamín propone la forma de la constelación como una manera de vincular en un choque la singularidad de hechos aislados, es decir, un encuentro con el pasado que pueda modificar los horizontes y expectativas de la propia imagen del presente.

En este sentido, dos son los procedimientos que utiliza Benjamin y que Tacetta recupera en su investigación. Por un lado, la cita plebeya, la cita no autorizada, que permite no solo conocer el pasado, sino liberar las fuerzas que contienen en lo contemporáneo. Elegir para interpelar y no para permanecer fiel a la tradición. Citar desde las urgencias de las luchas del presente y no desde las necesidades de los poderes establecidos. Se trata de ver el pasado como territorio aún no creado, que no necesita que lo recordemos, sino que lo creemos, que atendamos también a lo que no fue, a lo que no pudo ser, y que lo resignifiquemos en el montaje de un nuevo relato. Como señala la autora en el capítulo tres –“La crítica al historicismo. Hacia una estética de la redención”– la cita crea la constelación necesaria para reinventar la historia, al hombre y al artista: “Citar es arrancar de un continuo. Citar la historia no citada implica rescatarla de una trama de dominación y la descontextualización constituye el gesto revolucionario que intenta emancipar los acontecimientos” (98).

Por otro lado, el segundo procedimiento consiste en retomar para la historia la técnica del montaje: se trata de una forma de conocimiento que, entre la cita y la discontinuidad, se convierte en la técnica que produce el sentido de las constelaciones. Aquí Taccetta se pregunta:

Intentar leer las imágenes críticamente implica resolver algunos interrogantes: en primer lugar, ¿cómo orientarse en las bifurcaciones que las imágenes proponen? ¿En qué sentido es posible leerlas o si hay que simplemente dejarse atravesar por ellas? ¿Es posible desandar el camino del montaje que habilite alguna forma de sentido temporal en las imágenes? ¿De qué manera leer el sentido histórico de las imágenes a partir de la lógica del montaje de las latencias y supervivencias? (54).

El montaje construye el sentido de las imágenes porque implica la conciencia de la fragmentación de la subjetividad de la vida moderna. Se trata, entonces, de ser capaz de tomar instantáneas y de lanzarse sobre pequeños destellos aparentemente inconexos entre sí, involucrar a las singularidades en los aspectos inconscientes individuales y colectivos. Frente al método clásico de los historiadores, Benjamin propone que es necesario ser un poco artista, ya que el arte permite la experimentación de nuevos métodos acorde a nuevas constelaciones de verdades: “el arte podría peinar la historia a contrapelo dejando aparecer lo discontinuo, lo anárquico, lo inquietante, en definitiva, lo sintomático” (54). Desmontar los escombros, los documentos de la barbarie civilizada y montar con el pasado una memoria cargada de sentido.

4.

En el capítulo dos, “La experiencia de la modernidad. Shock y melancolía”, Taccetta avanza en su recorrido por los sentidos de la historia y lo encauza al segundo momento de su título: la Modernidad. A través de la figura del flâneur benjaminiano, la investigadora señala dos modos o experiencias de captación de la historia: el shock de la gran ciudad y la melancolía.

El flâneur solitario que recorre la ciudad, atravesado y atravesando el flujo de imágenes que configura la metrópolis moderna, es la contracara del espectador de cine que, en singular comunidad, recibe el flujo de imágenes sin moverse de su asiento. El flâneur es el representante de la subjetividad moderna: angustiado frente al vacío cargado e ilimitado del progreso, cuyas promesas de consumación y felicidad siempre posterga y nunca cumple, su experiencia es un shock constante, es decir, su experiencia del mundo no es apacible, coherente y sistemática, sino ansiosa, fragmentaria y discontinua. No puede ubicar cada experiencia en una línea temporal y común, donde cada cosa ocupe su lugar determinado, sino que es una experiencia estética, casi caótica, que se vincula menos al orden que a la energía que resulta del choque con el mundo. Este shock hace del moderno un melancólico, ya que, dado el flujo de novedad y experiencias, no puede apresar su pasado y necesita volver a él constantemente. De ahí que la melancolía benjaminiana no sea una “melancolía quieta”, pura percepción del mundo, sino un constante ejercicio del pensamiento que, extrañado del presente, toma distancia para apreciar cada fragmento del mundo y recrearlo en obra de arte, vinculándolo a los demás por el simple capricho de su memoria. En definitiva, la melancolía hace posible no una memoria que almacene datos, sino una memoria activa, que se dispara y así se vuelve conciencia:

La memoria no aparece como un asunto de la decisión subjetiva, sino que bajo el peso de la memoria, el sujeto es arrojado a la marea en la cual cada fragmento, sobrecargado de memoria, aparece como un potencial correlato de otro; cada palabra con cada imagen, cada imagen con cada palabra. Cada objeto de pasado es redimido en el recuerdo y cada recuerdo es recuperado por el historiador o el artista que lo sacan de la linealidad y los reacomodan en la tensión compleja entre olvido y recuerdo (96)

La propuesta de Benjamin, dijimos, puede resumirse en una lectura a contrapelo de la historia, que es, precisamente, el tema del cuarto capítulo: “Las lecturas ‘a contrapelo’ de la historia”. Un nuevo momento del recorrido, en el que Taccetta se detiene sobre dos figuras que permiten pensar posibles lecturas de imágenes a contramano de los sentidos hegemónicos: “el coleccionista” y “el arqueólogo”.

El coleccionista es aquel que, al seleccionar un objeto para su colección, lo redime y lo rescata del flujo ininterrumpido del capital que lo convierte en bien de uso o en bien de cambio. El coleccionista romantiza el vínculo con el objeto y lo libera de sus funciones dominantes y habituales. Así, al descontextualizarlo de su origen, al liberarlo de la opresión que implica la noción de origen, el sujeto de la historia puede establecer nuevos vínculos entre el objeto y su tiempo.

El “arqueólogo foucaultiano” es aquel que no busca desentrañar la realidad reflejada o representada por un objeto o un enunciado, sino que intenta resituarlo en un nuevo relato que permita entender las condiciones de posibilidad que lo volvieron, no solo factible, sino deseable. A diferencia del coleccionista, el arqueólogo no retira al objeto de la historia. Por el contrario, lo historiza al máximo: destierra toda idea de origen, siempre inmaculado, siempre puro, siempre perfecto, y lo carga con el régimen discursivo y la configuración de poder que lo hicieron posible.

Las figuras del coleccionista y el arqueólogo le sirven a la investigadora para recuperar la intuición benjaminiana para pensar la historia desde la constante novedad y no desde un origen que gobernaría en secreto el sentido de cualquier proceso: “Esta lógica de la historia –alejada de lo cronológico y lo lineal– la transforma en una diseminación de imágenes en las cuales se juegan todos los tiempos, remitiendo a una historicidad deconstruida y dispersa, donde el ahora es pasado y el pasado deseo y decadencia” (139).

Se trata de lograr una imagen sobre el pasado en que se den cita todos los tiempos. Para Taccetta, la imagen no tiene límites precisos, por lo que nuestra actitud debe ser siempre la de la incerteza, la de atender a los movimientos que constituyen su sedimento sin pretender inmovilizarlos. Pues el sedimento de la imagen está poblado de fantasmas. Y si “lo que constituye sentido en la cultura es el síntoma, lo impensado, lo anacrónico” (144), es necesario pensar “un tiempo fantasmal de apariciones intempestivas” (144), un presente poblado de espectros del pasado, de ruinas que sobreviven ocultas, invisibles, mudas, vencidas, asediando a eso que llamamos presente.

Al terminar el capítulo, la autora recurre a la filosofía de Giorgio Agamben para concluir que activar la memoria, cristalizarla en imágenes cargadas de tiempo y espectros, implica no reconstruir el pasado en su verdad de hechos duros, sino restituir ese pasado al ahora con toda su densidad, esto es, reubicarlas en un relato, en una temporalidad, que no excluya los afectos, las intensidades, los dolores, los sufrimientos, los errores, las amistades, las responsabilidades.

6.

Luego del abordaje de las nociones de “historia”, “progreso”, “modernidad” e “imagen”, Taccetta se propone analizar, en los capítulos cinco, seis, siete y ocho, cuatro ejemplos cinematográficos que pueden leerse, cada uno a su manera, a la luz de todos estos contenidos. No se trata de films que ilustren las teorías de Benjamin, sino de películas que, cada una con sus particularidades, buscaron esquivar la reconstrucción histórica tradicional y proponer una memoria activa.

En el capítulo 5, titulado “La gramática (o del montaje)”, la investigadora desmenuza las Histoire(s) du Cinéma de Jean-Luc Godard (1988-1998) a partir de los procedimientos que el director realiza con el montaje, en la manipulación, en la cita y en su intento de contar una historia con los trazos olvidados por las narraciones hegemónicas: “pensar el intento godardiano de salvar unos recuerdos de la indiferencia –de las historias de cine hegemónicas y cronológicas– y rescatarlos gracias a la poesía para resistir a la aniquilación del presente” (159).

La autora concibe el montaje godardiano como una operación histórico-cinematográfica: lo que importa no es tanto la imagen en sí, sino el entre, el intervalo entre las imágenes: múltiples elementos descontextualizados, escenas, fragmentos, diálogos, que Godard monta juntos o a continuación y que implica la voluntad de dejar libre al espectador para crear el concepto y no decirle lo que debe entender con esos vínculos. Una auténtica politización del arte, como quería Benjamin, que esquiva el pensamiento único y unilateral del fascismo, y convierte a Histoire(s) du Cinéma en una problematización de los modos de concebir la historia: “el conocimiento de la historia se produce a través de imágenes fugaces que condensan monadológicamente el tiempo” (190). Una historia que se muestra y no que se dice.

7.

A continuación, en el capítulo titulado “Representación e historiofotía”, Taccetta se ocupa de la mítica serie que Rainer Werner Fassbinder dirigió para la televisión alemana: Berlin Alexanderplatz (1980).

La investigadora aborda la estética modernista de esta producción televisiva como un discurso que se enfrenta, ante todo, con la imposibilidad de diferenciar entre la experiencia de un acontecimiento y su representación. El argumento transcurre en la década del veinte en Alemania durante el desarrollo de lo que después será el nazismo. La estética de Fassbinder es exageradamente teatral y kitsch. A su vez, el director realiza un uso muy particular de la voz narradora, que participa de la historia y hasta interactúa con el personaje. De esta manera, la serie toma distancia del Modelo de Representación Institucional [MRI][2] que tiende a ocultar las huellas de la enunciación, y busca explicitar (con la exageración y la voz en off) las dimensiones de un relato, de una narración para, en definitiva, enfrentar al espectador con la imposibilidad de una presentación de neutral de los hechos.

Taccetta vincula el estilo del director con el distanciamiento brechtiano, que implica evitar la compenetración afectiva del espectador mediante técnicas que evidencian continuamente las huellas de la obra como producto. El objetivo es movilizar y provocar otras formas de participación para el espectador.

Aunque Fassbinder no parece creer en la posibilidad real de un cambio social, Taccetta intuye que al concebir una identidad atravesada por el espesor de la historia, es decir, por el lenguaje, el director realiza un acto historiográfico: no busca representar un hecho del pasado, sea el descenso de los infiernos de un alcohólico o un país a punto de vivir su mayor calamidad; sino narrar esos hechos de tal manera que puedan incorporarse al presente. A Fassbinder, podemos decir, le interesa menos la verdad histórica, que aquello que en la historia no deja de arder.

8.

En el capítulo 7, “Hitler, un film de Alemania (1977) de Hans-Jürgen Syberbeg o de la interpretación”, tercer momento en este recorrido audiovisual, Taccetta afirma que el film plantea un trayecto por la historia intelectual y política de Alemania en los últimos cien años, con un énfasis en el Genocidio Nazi y la figura de Hitler. La autora señala que al director, casi como al arqueólogo, le preocupa menos el genocidio que la decadencia cultural que lo hizo posible. Así, la obra se convierte en un arma intempestiva para considerar la historia: “Haciendo aparecer al nazismo y su eficacia como el producto perfecto del impulso destructivo de la modernidad, Syberbeg se inscribe en esta tesis que subraya la continuidad entre el genocidio perpetrado por el nazismo y la forma político-social que tomó la modernidad en el siglo XIX” (264).

El trabajo que el director realiza sobre documentos y material de archivo, con una proliferación de perspectivas y citas descontextualizadas, permite que el espectador pueda percibir la dialéctica entre ficción y realidad, atendiendo, al mismo tiempo, al “carácter construido de toda presentación histórica” (266)

9.

El recorrido termina en el capítulo ocho, titulado “Campos y memoria”. Una aproximación a Shoah (Claude Lanzmann, 1985)”, film que Taccetta vincula a los problemas que conlleva la necesidad de una memoria a la hora de consolidar una identidad colectiva. Si la representación ha sido, al menos en Occidente, una cuestión que involucra no solo a la estética sino a la ética, no solo a la herejía sino al dogma, y no solo al arte sino a la verdad, la pregunta no puede ser cómo representar el horror o la tragedia, sino ¿cómo configurar una memoria que necesita de esas representaciones sin transfigurar lo real en espectáculo? ¿Cómo activar una memoria que esquive los vicios de la representación espectacular, siempre lineal y unívoca?

Ante todo, Taccetta recurre a Adorno para afirmar que lo prohibido no es la representación en sí, ni el realismo en la miseria y el horror. Lo prohibido es el consuelo. El problema es una representación que busque consolar y reconciliarnos con lo sucedido. La cuestión es que función tendrá la belleza: “El arte no puede seguir dando cuenta de la realidad como si fuera un despliegue de lo racional, sino que, después de los campos, le corresponde decir lo indecible” (285).

Por eso la autora recurre nuevamente a los análisis de Agamben sobre la figura del “testigo” y a los de Jean-Luc Nancy en torno a la “representación prohibida”, para referirse a la imposibilidad del “testigo objetivo”, es decir, a la imposibilidad de no verse afectado en su estatuto por su otra configuración: el testigo del horror es también un sobreviviente. Esa supervivencia pesa en el testigo con toda la densidad de los afectos, los remordimientos, los posibles. Por eso Lanzmann recurre a una “puesta en cuerpo” de la palabra y la voz, cuya verdad llega a escapar incluso las intenciones del director.

Más que una película, Shoah es una pregunta que el arte dirige a la historia y que involucra a los testigos, a la voz y, sobre todo, a los lugares. Es un interrogante por la forma en que habitamos la memoria colectiva. Para Taccetta es un ejercicio sobre los espacios de la memoria, o más bien, sobre los espacios cuando son habitados por espectros que no dejan de renacer.

10.

El apartado final, titulado elocuentemente “El cineasta como figura de la subjetividad”, está dedicado a “pensar al cineasta como una forma de la subjetividad que captura la historia” (327).

Si el sujeto se constituye en y por el lenguaje, si el lenguaje articula el vínculo con la memoria y el pasado, si nuestra experiencia del tiempo y el presente es, ante todo, una experiencia lingüística, es necesario pensar cómo dar cuenta de lo inefable, de lo barroso, de lo que estremece, de lo que no puede ser dicho. Partiendo de los análisis de Agamben, que centra su reflexión sobre el lenguaje en el marco de la biopolítica, la autora se pregunta cómo, en la constante desubjetivación que produce el contexto neoliberal, configurar una memoria colectiva. ¿Cómo dar cuenta de los olvidos inscritos en lo dicho? Lo esencial es la transmisión, no de la memoria, sino del olvido y del dolor, escribe Taccetta parafraseando a Agamben.

No se trata del hecho de que “el hombre no es ni el sujeto ni el lenguaje, sino que debe apropiarse del lenguaje para constituirse y que solo en esta apropiación se habilita la posibilidad de la historia” (339). Hablamos, en diagonal, de la cita benjaminiana. Y en forma directa, de una política de la profanación, que arranque a los dispositivos los usos hegemónicos que han adquirido. Como el coleccionista, “el profanador” se apropia de los dispositivos de poder y los restituye a otro circuito de usos y significados. Y así se convierte en creador de nuevas potencias. Como afirma Taccetta, la política de la profanación es un arte, ya que “el arte es la tarea de la política por venir, es decir, una instancia de detención de los dispositivos de poder para hacer factible el apropiarse de la propia potencia” (347). ¿Y de qué manera puede el artista profanar lo hegemónico? ¿Qué implica profanar un uso, una costumbre, un relato hegemónico? Implica vincular la obra con la historia. Implica destruir los hechos, los usos y los sentidos cristalizados e inmóviles, y restituirlos a su vínculo con la historia. Se traza, quizá, de un nuevo sentido para la palabra “estética”: ya no aquello que vincula una obra a los sentidos y a lo bello, sino a la memoria y a la historia.

Los directores que Taccetta trabaja (Godard, Fassbinder, Syberberg y Lanzmann), con sus técnicas de montaje y sus citas a contrapelo de la historia, permiten pensar al cineasta como aquél que restituye al pasado la densidad que lo vuelve contemporáneo y habitante del presente. El cine como creador del pasado que habitamos.

Bibliografía

Benjamin, Walter (2003), La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica. Editorial Itaca, México.

Taccetta, Natalia (2017), Historia, modernidad y cine. Una aproximación desde la perspectiva de Walter Benjamin, Prometeo, Buenos Aires.

[1] Este trabajo ha sido realizado en el marco de la Beca de Estímulo a las Vocaciones Científicas (Beca EVC-CIN), convocatoria 2016.

[2] El concepto fue acuñado por Noël Burch y refiere a una serie de convenciones o normas que se adoptan en la década de 1910 y se vuelven estándar para la producción audiovisual: coherencia interna, causalidad lineal, realismo psicológico, invisibilización de la cámara y de los procesos de montaje, y continuidad espacio-temporal son algunas de las características más importantes.