Sánchez Biosca, Vicente. Buenos Aires, Prometeo Libros, 2017.
Por Agustina Bertone
“Cuando pisé por vez primera el museo de Tuol Sleng llevaba en mi equipaje muchas lecturas, pero también y sobre todo muchas imágenes. Eran imágenes ‘desprendidas’, desarraigadas. Nacían de films, fotografías, filmaciones amateurs y esa universalización del turismo siniestro (dark tourism) que ha invadido nuestros viajes y su impacto sobre las redes sociales. Mas hay algo que jamás ofrece una imagen por perfecta que sea: los ecos, las reverberaciones, las proporciones” (17). Con estas palabras Vicente Sánchez-Biosca introduce la descripción de su ingreso a la prisión S-21, centro de interrogación, tortura y muerte, y bastión de la represión ejercida por los Jemeres Rojos en Camboya. Allí, 6000 mug shots o fotografías señaléticas halladas en la prisión luego de su cierre le pusieron rostro al sufrimiento y despertaron el interés del autor por indagar más allá, en sus usos y resignificaciones.
Para lograr su cometido, Sánchez-Biosca inquiere en materias en las cuales ha demostrado experticia por décadas: el análisis de la imagen cinematográfica, sus vastos conocimientos en regímenes totalitarios y la producción de imágenes tendientes a la construcción de la memoria. En esta ocasión, su interés lo lleva a examinar el genocidio camboyano y las imágenes que este produjo.
El libro se estructura en una introducción dividida en tres apartados –“El libro”, “El encuentro” y “Agradecimientos”– y cinco capítulos que ahondan en las diferentes instancias de análisis de las imágenes de la aflicción.
En el primer capítulo, “Imágenes de atrocidad y modalidades de la mirada”, el autor describe el lugar que ocupan las imágenes de desastres o sufrimiento humano en la memoria colectiva, y de qué forma contribuyen a su construcción, e insta a los lectores a sobrepasar el impacto de la primera mirada de modo tal de descubrir los interrogantes que la imagen aloja.
Dentro de la categoría de “imágenes de atrocidad”, introduce el concepto de imágenes de perpetradores que incluye aquellas “imágenes (…) registradas por los perpetradores como parte de la maquinaria de destrucción” (42). Siguiendo a Marianne Hirsch, Sánchez-Biosca considera a dicho registro un ejercicio de violencia que se suma a la violencia física y psicológica a la que son sometidas las víctimas. Sin embargo, las imágenes de perpetradores pueden presentarse de distintas formas, en diferentes contextos y con objetivos disímiles por parte de los ejecutores. Para dilucidar estas divergencias, el autor analiza tres casos paradigmáticos: en primer lugar, examina unas filmaciones ordenadas por el Ministerio de Propaganda nazi en el gueto de Varsovia, en 1942. Su objetivo era la educación del pueblo alemán a partir de la coacción sobre los judíos con el fin de exponer sus miserias y aberraciones, en otras palabras, justificar la necesidad de su eliminación. A continuación, se presenta el caso de fotografías tomadas por la Policia Militar estadounidense en la prisión de Abu Ghaib, en 2003, en las que el carácter de aficionadas da lugar a la profanación y al sadismo. Por último, presenta el caso del video viralizado por internet, en el que un miembro del ISIS ejecuta a un periodista estadounidense frente a la cámara. En él, la novedad está dada por la presencia de la muerte inminente, que, en un doble proceso, predice el futuro sobre el presente de la imagen del sufrimiento y, una vez consumado el acto de muerte, se recuperan los signos del pasado que nos adelantaban el desenlace: gestos, miradas, tonos de voz que nos anticipaban la presencia de la muerte. El autor concluye que aunque no haya imágenes de la ejecución, en las imágenes de atrocidad, la muerte es una presencia constante.
En el capítulo segundo, “Del ojo escrutador de la víctima a la mirada fundadora”, nos introducimos en el análisis de los mug shots hallados en la prisión S-21. El recorrido que propone el autor comienza por el presente, reflexionando sobre el creciente interés en el turismo de catástrofes. Los “lugares del sufrimiento humano” (64) se han convertido en la principal atracción de los servicios turísticos y, lejos de una aproximación improvisada, se ponen en juego estrategias multidisciplinarias tendientes a acercar al visitante al trauma. En el caso del Tuol Sleng Genocide Museum[1], la exhibición en paneles de las fotografías de fichaje forman parte de las maniobras para lograr dicho objetivo, junto con la exhibición de los grilletes, elementos de tortura y objetos de uso cotidiano dentro de la prisión. En este sentido, Sánchez-Biosca reflexiona sobre la funcionalidad de la captura fotográfica en la cadena de muerte (iniciada una vez que el prisionero ingresaba a S-21) e intenta recuperar el momento en que las miradas se cruzaban: la del perpetrador detrás de la cámara y la del sujeto fotografiado que no es otra que la del traidor. En la cadena, el instante de la toma fotográfica, era su condena a muerte. A continuación, el autor indaga en la importancia que la prisión S-21 tuvo para el régimen jemer ya que no se trataba solo de concretar la muerte sino que los prisioneros debían contribuir a que la rueda siguiera girando mediante la confesión de nuevos traidores al régimen.
El tercer capítulo, “La propaganda por el trauma: estrategias de conmoción”, recupera el proceso de resignificación de la prisión S-21 y las fotografías halladas en él, una vez abolido el régimen de los Jemeres Rojos en manos del ejército vietnamita. Dicha transformación fue fundamental para justificar la ocupación de Kampuchea Democrática y fue promovida tras la entrada a la ciudad fantasma de Phnom Pehn, en enero de 1979, y el descubrimiento de la prisión S-21 en los días posteriores a la ocupación. Junto con los soldados, recorrieron la ciudad un grupo de reporteros encargados de documentar, a través de la lente, todo a su paso. En este caso, interesa el material que resulta del recorrido por la prisión en el que se registran cadáveres, elementos de tortura, desplazamientos por los pasillos y habitaciones del edificio, y pilas de biografías en las que se incluían los mug shots. Esta filmación, recuperada en el año 2009, presenta un elemento esencial en la estrategia implementada por Vietnam para legitimar la toma de Kampuchea Democrática (nombre dado a Camboya durante los cuatro años del régimen de los Jemeres Rojos).
A continuación, Sánchez-Biosca reflexiona sobre el contexto internacional y los peligros que rodeaban a Vietnam, y define otras estrategias utilizadas por el gobierno vietnamita: la vinculación con prácticas propias del nacionalsocialismo alemán, el proceso criminal iniciado a los líderes de los Jemeres Rojos y la apertura del museo, entre otras. En torno a esta última, se tejieron estrategias particulares tendientes a visibilizar la violencia ejercida por los Jemeres Rojos, con el objetivo de “sumir al espectador en una experiencia patética, evacuando los componentes cognocitivos“ (117), es decir, se abandona cualquier intención intelectual para dar paso a la conmoción. Además de la apertura del museo –cuyas visitas fueron autorizadas a organismos internacionales, en un primer momento, y a la población civil camboyana, en segundo término–, se impulsó la realización de documentales que pusieran en evidencia las atrocidades a partir de dos modelos bien definidos: “el políticamente implicado y el que se apoya en un discurso humanitario” (121). Del corpus de producciones realizadas, el autor se detiene en el análisis de tres documentales: Year Zero: The silent death of Cambodia (David Munro, 1979), y el díptico Kampuchea-Sterben und Auferstehen (1980) y Die Angkar (1991) de los documentalistas alemanes Walter Heynowski y Gerhard Scheumann. Por último, analiza el caso de algunas producciones de corte hollywoodense a partir de la implicancia internacional que denotan dichas películas, principalmente, en el contexto de la retirada vietnamita.
En el capítulo 4, titulado “Migraciones y retornos. La mirada estética y el objeto documental”, el autor examina la injerencia de agentes extranjeros en el estudio de los mug shots y la exportación de los mismos, en pleno proceso de restablecimiento democrático camboyano. Estos dos momentos trajeron aparejados “el redescubrimiento del archivo por parte de profesionales americanos, su anotación y reestructuración siguiendo estándares rigurosos en la disciplina archivística, pero también la intervención del circuito propio del arte, con sus museos y galerías, sus criterios de observación y sus interrogantes éticos” (136). En este proceso, los fotógrafos Chris Riley y Douglas Niven, autorizados para limpiar y catalogar los negativos de las 6000 fotografías, descubrieron que los retratos hallados en las biografías de los prisioneros eran recortes de originales que aportaban información valiosa para entender el contexto del registro, los cambios de estrategias con respecto al fichaje, y el trato a los prisioneros, entre otros aspectos. Así, descubrieron que las fotos fueron tomadas en diferentes lugares de la prisión, incluso en los patios exteriores o en las mismas celdas y que, en algunos casos, aparecían otros prisioneros en el encuadre o los hijos pequeños, en el caso de algunas mujeres. Este trabajo de recuperación fue materializado en diversos formatos: la producción de un documental, la edición de un libro-catálogo, una exposición en el Museo de Arte Moderno de Nueva York [MoMA]. Frente a esta diversificación de las fotografías a lo largo y ancho de occidente el autor se pregunta “¿qué actitud, qué mirada, suscitar en el ser vivo que contempla a un muerto cuando bucea en un libro o en una exposición?” (143) y responde apelando a la fascinación que le provoca al espectador enfrentarse con la imagen de la angustia humana frente a la muerte inminente. “En ellas, un breve instante de acción sugiere lo que ya ha ocurrido (desde la perspectiva temporal de su contemplación) y lo que sucederá en breve (desde el tiempo congelado de la foto)” (144).
En el mismo periodo, y mientras las fotografías emigraban, Rithy Panh, un sobreviviente de S-21 y prestigioso cineasta que ha dedicado su carrera a documentar las consecuencias del genocidio perpetrado por los Jemeres Rojos, regresó a Camboya con la intención de filmar un documental a partir del retrato de Hout Bophana, una joven camboyana que fue detenida acusada de atraer a su marido, un camarada jemer, en una red conspirativa y cuya única prueba en su contra fueron cartas de amor. Para el director del documental, Hout Bophana ilustraba los valores de Camboya antes de la llegada al poder de los Jemeres Rojos. El producto final fue Bophana: une tragédie cambodgienne (1996) y encarna, metonímicamente, la tragedia ocurrida en Camboya.
El quinto y último capítulo se denomina “De los perpetradores: el retorno de su mirada”. Tras haber dedicado los cuatro capítulos anteriores a las víctimas y sus retratos, Sánchez-Biosca dedica el apartado final a analizar algunas producciones dedicadas a los verdugos. S-21. La machine de mort khmère rouge es un documental realizado por Rithy Panh en 2003 en el que guardias, interrogadores, fotógrafos, entre otros empleados de la prisión, rememoran y representan sus tareas habituales. En este contexto, sus figuras son enfrentadas con las de las víctimas, tanto las expuestas en los mug shots como los sobrevivientes Vann Nath y Chum Mey que conviven en numerosas escena con los perpetradores.
Para entender la lógica de esta convivencia, el autor expone el trayecto legal recorrido por el Estado camboyano y diferentes organismos internacionales que finaliza en 2009 con la puesta en marcha del primer proceso judicial al que fuera director de la prisión S-21, Kaing Guek Eav, alias Duch. Es a esta controversial figura a quien Sánchez-Biosca le dedicará lo que resta del capítulo, encarnando en él los aspectos más disímiles y contradictorios de la naturaleza humana. Dice el autor: “El caso Dutch (denominado 001 por las ECCC[2]) constituyó un acontecimiento público sin precedentes en la vida del país sobre las consecuencias del período jemer rojo, a la vez esquivado y latente” (170). En un ejercicio de postmemoria, los descendientes de las víctimas participaron activamente del proceso que tuvo enormes repercusiones históricas, conmemorativas y sociales para el pueblo camboyano, a treinta años de ocurrido el genocidio. Aquí es donde los rostros reflejados en los mug shots cobran vida a través de sus familiares, compañeros y testigos acusando a sus verdugos, y más precisamente, a Duch. En particular, el autor analiza el caso del prisionero Out Ket, cuya fotografía fue hallada en el año 2009 y proyectada por primera vez durante el juicio, frente a su esposa e hija. Su descubrimiento materializó el dolor padecido por su familiar, y al mismo tiempo, les permitió hacer el duelo que estuvo suspendido durante décadas.
Simultáneamente, se analizan los vestigios de humanidad que pueden encontrarse en el exdirector de S-21 a partir de algunos testimonios y casos en los que se demuestra benevolencia en su accionar. Entre ellos, se analiza otra producción documental en la que Rithy Panh le da la palabra a Duch: Duch, le maître del forges de l’enfer (2011).
Para finalizar, Sánchez-Biosca, a partir de las imágenes producidas por Rithy Panh, se centra en la recuperación de dos aspectos de Duch que colaboran a desentrañar su comportamiento: en primer lugar, lo que Panh denomina la memoria del cuerpo: “Bajo los regímenes totalitarios, los cuerpos son minuciosamente domeñados y se tornan disciplinados. No solo los de sus líderes, también los que, sometidos a la liturgia cotidiana, se reconocen en la sumisión al partido más por sus comportamientos, la severidad del rostro, su uniforme, su recitado de consignas y su lenguaje hipercodificado que por una ideología abstracta” (194). Y por último, su risa, esa mueca incomprensible que ha quedado grabada en la memoria del documentalista y sobreviviente Rithy Panh y que el autor descubre como acto de autoprotección e instrumento para alargar la pausa y construir su contrargumento.
En este texto, que pretende ser, no solo un ensayo, sino un libro de historia, Sánchez-Biosca nos presenta un análisis minucioso de un acontecimiento histórico, la tragedia camboyana que continúa viva en la memoria de su pueblo, y lo hace a través de sus imágenes de una manera precisa e intensa. En sus páginas se advierte la intención del autor de desentrañar los sentidos, tanto en el plano de la intelectualidad como en el plano afectivo, consciente de que continúa siendo una herida abierta, no solo para el pueblo camboyano, sino que la experiencia que recupera Tuol Sleng y los registros fotográficos de las víctimas que allí se exponen, pueden interpretarse metonímicamente como un hito más de la escalada de violencia institucional que ha caracterizado al siglo XX y ha dado como resultado millones de pérdidas humanas resultado de prácticas ilegítimas. Sin olvidar esto, Sánchez-Biosca nos propone reflexionar en torno al sufrimiento humano presente en los vestigios de vida de las víctimas, aunque “hagamos lo que hagamos con ellos (y estamos condenados a no abandonarlos), jamás lograremos ahogar su grito” (208).
[1] El término Tuol Sleng hace referencia al museo mientras que la nomenclatura S-21 se utiliza para referirse al momento en que operó la prisión.
[2] Extraordinary Chambers in the courts of Cambodia (Salas Extraordinarias en los Tribunales de Camboya).