Jonas Mekas, Buenos Aires, Caja Negra, 2017.
Por Florencia Incarbone
“¿Está muriendo nuestro ojo? ¿O es que hemos olvidado cómo mirar?” (68) nos pregunta Jonas Mekas en la frase de apertura de uno de sus textos para su célebre columna del Village Voice, “Diario de cine”. Sin dudas esta pregunta nos continúa interpelando al día de hoy, quizás más que nunca considerando la saturación de imágenes a la que nos vemos sometidos cotidianamente. En un momento histórico como el actual, en el que el desborde de producción y consumo de imágenes es la regla, los textos que conforman la compilación Cuadernos de los sesenta. Escritos 1958-2010 nos instan a revisar si nuestro ojo está sometido a este continuum estandarizado o si lucha por su liberación. La vigencia de esta disputa se daría entre un sobre estímulo visual que produce una percepción anestesiada y el acto de resistencia. Este último se erige como un suceso tanto individual como colectivo para encontrar nuevos modos de ver y de pensar la realidad que se presenta bajo la lógica de la información ultraprocesada y de la monopolización del sentido.
Mekas aparece en este escenario como un personaje clave en la escena cultural de Nueva York: es un inmigrante lituano que llegó a Estados Unidos luego de lograr escapar de la guerra en el viejo continente europeo y de atravesar numerosas experiencias ligadas al desplazamiento y a los campos de trabajo forzado que fueron retratadas en su diario personal Ningún lugar adonde ir (Caja Negra, 2008). Como víctima del exilio de su tierra natal, la imprevisibilidad marcó la vida de este hombre desde una edad muy temprana. Su respuesta a que el suelo bajo sus pies cambiara y se transformara numerosas veces fue la de transitar la incertidumbre hasta convertirla en un terreno fértil de vínculos afectivos, proyectos, ideas y obras de arte. A fuerza de perseverancia, convicción y vocación artística se erigió como pilar en la construcción de una nueva comunidad dedicada a la creación y reflexión de y sobre las expresiones artísticas underground y experimentales que lo rodearon y de las cuales aún forma parte, directa o indirectamente, como el cine, el teatro, la performance o los happenings. Es así como por fuera de todo sistema o institución estatal se comenzaba a perfilar otro circuito cultural posible: en 1954, conjuntamente con su hermano Adolfas, creó la revista Film Culture; en 1962 fundó la Film-Makers’ Cooperative y en 1964 la Film-Makers’ Cinematheque, que con el paso del tiempo se convirtió en los famosos Anthology Film Archives, la meca del cine de vanguardia que se sostiene hasta el día de hoy. De este modo, podemos comprender que la fuerza vital que Mekas propone habitar, transitar y contagiar se construye desde la horizontalidad, el afecto y la cooperatividad. Esto no resulta un dato menor ya que se trata de inventar nuevas perspectivas que proponen la liberación de las inhibiciones culturales que responden a los criterios de practicidad, eficiencia y productividad.
La Nueva York que retrata en sus artículos, entrevistas y pequeños ensayos nos permite experimentar la frescura y vivacidad que caracteriza su mirada sobre aquello que lo rodea. Frescura porque no pierde el entusiasmo y la pasión frente a los acontecimientos, posibilidades y encuentros que se le presentan. Así, nos invita a dejar atrás “la realidad fragmentaria que entrevemos a través de ventanillas de coches y aviones que se ha convertido en nuestra experiencia visual cotidiana” (73). Es por eso que también lo pensamos como alguien vivaz ya que, en lugar de elegir el resentimiento o la ira, encontró en la destrucción de lo conocido la invitación a un nuevo comienzo que le permitió conectar con “el espíritu ilimitado” de la humanidad. Su escritura se erige en contra de lo estandarizado, las reglas y lo normativo, nos lanza a la apertura sensorial al proponer pervertir las estructuras para que respiren y den lugar a la anomalía, descomponiendo el sentido común. El contenido de este libro da cuenta sin cesar de estas provocaciones y retrata a aquellas personas que lo acompañaron en ese viaje de exploración. Nombres como Ken Jacobs, John Cage, Yoko Ono, John Lennon, Jean Genet, The Living Theatre, Hermann Nitsch entre tantos otros son los que pueblan las páginas y dan cuenta de la necesidad de que el arte sea el medio que alerte a los sentidos y a la inteligencia.
Es por todo esto que las páginas de Cuadernos de los sesenta se caracterizan por su eclecticismo; por reponer en cada texto la singularidad de los encuentros intelectuales, afectivos y artísticos que se fueron sucediendo en la vida de Mekas, tanto con obras como con personas. Al recorrer este espectro heterogéneo nos enfrentamos, ordenado de manera cronológica desde 1958 a 2010, tanto con: textos inéditos como “En defensa de la perversión”, en el que sostiene –como proclama que resuena a lo largo de todo el libro– que “la perversión es una fuerza de liberación” (17); conversaciones con intelectuales y artistas, como Susan Sontag o Pier Paolo Pasolini, en las que piensan críticamente el cine y la política; textos personales como aquellas cartas enviadas a Ken Jacobs –“Textos sobre Ken Jacobs”– en las que destila el afecto y la intimidad de la amistad; como con las tristes y amorosas “Notas para Allen Ginsberg” que retratan el proceso de duelo y la despedida frente a la pérdida de un ser querido. Así, los registros crítico, político y afectivo se entrecruzan en este libro, en el que la lectura puede comenzarse en cualquier orden, ya que cada uno de los textos repone una faceta diversa del mundo que Mekas experimenta como ese cronista anómalo que resulta ser.
Si la estructura social aplasta al individuo, la insubordinación se erige como estandarte para este hombre que recorre la ciudad como un explorador en búsqueda de aventuras. La bitácora que se nos presenta en cada una de las páginas da cuenta de las oportunidades existentes para continuar construyendo una escena cultural (o contra cultural) que se manifieste como un gran gesto de desobediencia civil. Hendir las convenciones, generar resquicios donde la luz pueda pasar es aquello que Mekas y los contemporáneos retratados en sus textos parecen proponer. No se trata de estar detrás de la última innovación técnica sino de insistir en el sendero de misterios, fantasías y sueños.
La tierra tiembla, el piso se mueve, y luego de la desestabilización no llega necesariamente la calma, sino que somos lanzados hacia la apertura sensible. Es posible realizar poesía de los vestigios, y es eso lo que Mekas nos enseña, ya que su escritura no se propone ser erudita, sino avivar las brasas de la vida, traducir en palabras aquellas sensaciones y experiencias vividas al enfrentar una obra de arte. Así, el cineasta nos invita a acompañarlo y acceder a aquellos eventos que una ciudad burbujeante en expresiones artísticas como Nueva York supo ofrecerle. No es un periodista, ni un crítico sino un hombre ávido de mantener la confrontación con el lector. Interrogar aquello que nos puede despertar interés, repulsión o fascinación, pero decididamente mantener viva la inquietud y la multiplicidad de sentidos e interpretaciones.
Sin destrucción de algún tipo no hay posibilidad de cambio: mutar la piel, dejar atrás aquello que alguna vez supo definirnos para dar lugar a la aventura de devenir otro a través de la expresión. Como sostiene Mekas “Para mí el mal, tanto en el arte como en la vida, es solo aquello que nos deja rotando en el mismo lugar, como un disco que se queda atascado en una misma pista” (115).