Rosa Patria, de Santiago Loza.

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Por Irina Garbatzky

Resumen[1]

El artículo aborda en el film Rosa Patria (2009) de Santiago Loza –documental sobre la historia del Frente de Liberación Homosexual y la vida del poeta y militante Néstor Perlongher–, la resolución de dos problemáticas ligadas a la presentación de los archivos de dicho movimiento político. El tratamiento de los documentos como pruebas “físicas” de la historia narrada da paso a una escenificación teatral, tanto de los archivos como de los testimonios, los cuales son asumidos bajo la metáfora del “busto parlante”. La perspectiva teatral se refuerza, a su vez, con la intromisión de escenas actuadas, estampas de una memoria imaginada por el director. La coalescencia de estas imágenes del pasado en el presente narrado se lee a partir de los aportes teóricos de Georges Didi-Huberman relativos a la supervivencia de las imágenes como modo de transmitir una memoria de la resistencia política sin heroicidades ni museificaciones.

Palabras clave: Néstor Perlongher – Frente de Liberación Homosexual – Santiago Loza – Militancia – Archivos

 

Abstract

The article discusses in the film Rosa Patria (2009) by Santiago Loza two issues related to the presentation of the Gay Liberation Front’s files and the Nestor Perlongher’s militancy. The processing of documents as «physical» evidence _ narrated history leads to a theatrical staging of both files as testimonials, undertaken under the metaphor of «talking bust». The theatrical perspective is reinforced, in turn, with the intrusion of acted scenes, pictures of a memory imagined by the director. The coalescence of these images of the past in the present narrative is read from the theoretical contributions of Georges Didi-Huberman concerning the survival of the images as a way to convey a political resistance memory without heroics or museification.

 

Keywords: Néstor Perlongher – Frente de Liberación Homosexual – Santiago Loza – Militancy – Archive

 

Datos de la autora

Doctora en Letras por la Universidad Nacional de Rosario. Autora de Los ochenta recienvivos. Poesía y performance en el Río de la Plata (Beatriz Viterbo, 2013). Es investigadora asistente de CONICET. Este trabajo se enmarca en un proyecto referido a los archivos de las vanguardias y acciones artístico-políticas en Argentina desde la década del sesenta. Correo electrónico: irina.garbatzky@conicet.gov.ar

 

Fecha de recepción

23 de septiembre de 2013

 

Fecha de aceptación

11 de noviembre de 2013

 

Introducción

“Una vez fui al teatro y vi eso, que por momentos, en el escenario, todo se apagaba y una sola luz, muy puntual, iluminaba una persona y uno entendía: se detuvo todo, esa persona está y no está. Presente y ausente al mismo tiempo”. La imagen pertenece al monólogo de una costurera, es la protagonista que inventó Santiago Loza para su obra Nada del amor me produce envidia (2012: 11), y uno podría desarrollar, a partir de ella, las resoluciones de algunas problemáticas que atraviesan un momento anterior del autor; me refiero al documental Rosa patria (Loza, 2009) sobre la biografía de Néstor Perlongher y el Frente de Liberación Homosexual.

Rosa Patria aborda, en tanto que documental, la historia de la primera experiencia política de organización de disidencia sexual sudamericana.[2] El Frente de Liberación Homosexual fue armado en el año 1971 y duró hasta el año 1976. Néstor Perlongher, poeta neobarroco, militante trotskista, antropólogo, fue un actor central en dicho movimiento. Su biografía resulta el hilo narrativo elegido por Loza para contar la historia de la agrupación. A través de la vida de Perlongher, Loza indaga en la genealogía y la historia del movimiento, para abrir su figura hacia una vertiente doble, entre la escritura y la militancia.

El núcleo del film, entonces, trata de un momento histórico anterior al de la transición democrática argentina: los años que se inician durante la dictadura de Onganía y los años previos al Proceso de Reorganización Nacional. Su foco es la militancia clandestina y sobre todo marginal, de las agrupaciones ligadas a las minorías sexuales. A pesar de dicha pertinencia a un contexto anterior a la democracia, fechada, oficialmente, en 1983,  la experiencia articulada por los movimientos ligados a la producción de nuevos cuerpos y sexualidades resultará un elemento clave para comprender los modos de producción de subjetividades en el paisaje postdictatorial.La figura de Perlongher, crucial durante los años ochenta en Argentina, funcionará como pieza articuladora y pivotante en la construcción de un proceso social que comienza en torno a la clandestinidad y que se vuelve visible durante la democracia, apoyándose en un particular sentido de lo teatral y lo espectacular, del contacto de los cuerpos y el restablecimiento de lazos sociales. Al focalizar la experiencia de la militancia de los setenta, Rosa Patria recupera los dispositivos contrahegemónicos de visibilización de los cuerpos, que eclosionarían durante la transición. [3]  

De este modo, el primer apartado del presente artículo abordará la emergencia de una sensibilidad teatral durante el período de la transición democrática argentina. Interesa ubicar las intervenciones públicas de Perlongher como metáfora de un acontecimiento singularizado por la relación política-corporalidad para dar cuenta de la complejidad temporal propia de la apertura democrática, en donde el período de la represión dictatorial no forma en absoluto parte de un pasado clausurado.

Desde allí, entonces, comenzaré, en el segundo apartado, el análisis del film de Loza, con el fin de ver de qué modo el director presenta dicho valor de teatralidad. Mi objetivo es mostrar cuáles son las formas con que Rosa patria resuelve una problemática doble: por un lado, la transmisión de la impronta teatral que, proveniente de la evlcsnap-2014-06-11-15h59m27s200xpresividad de las acciones colectivas ligadas a las minorías de género, se despliega durante la democracia sobre la visibilización de los cuerpos y la producción de subjetividades micropolíticas. Por otro, el problema de la reconstrucción, por medio de los relatos y la espectacularidad de los testimonios, de la memoria de dichos activismos. Rosa patria podría insertarse en una serie profusa, observable durante la primera década del 2000, de numerosas muestras retrospectivas y documentales, sobre la vanguardia del sesenta y sobre experiencias artísticas y poéticas de comienzos de la democracia en Argentina. [4] Estas retrospectivas se preguntan cómo narrar, cómo historiar, cómo documentar acciones y movimientos que transitaron formas de vida y formas de hacer inmateriales; formas de resistencia política que originalmente rechazaban cualquier tipo de aparición centralizada, ya fuera bajo las luces de un escenario a gran escala como de los reflectores de una vitrina museística.[5] De modo que en estos apartados abordaré cuáles son los tratamientos de Loza respecto de los documentos y el archivo del FLH, cuáles son sus riesgos y cómo los sortea el director, en virtud de la fidelidad al principio teatral del que hablábamos al comienzo.

La hipótesis que guía todo el trabajo es la idea de una resolución teatral para la transmisión de la memoria sobre la militancia sexual. Lo teatral permite una forma singular de presentación de los testimonios y los documentos, volviendo complejo el riesgo que se trama en toda retrospectiva de heroificar o totalizar una historia. Reponer la potencia de su resistencia política supone hacer pervivir la dinámica de luces y sombras, de oscuridad y brillo, de incandescencia y vida efímera que transcurrieron en medio de la noche de la dictadura.

 

Teatralidades en transición

En “Perlongher en primera”, la semblanza que escribió María Moreno sobre el poeta, la autora marcaba otra cronología respecto de la dictadura y la democracia, desligada de las fechas históricas oficiales. La apertura democrática se asociaba a la emergencia del cuerpo en la escena pública.

Para algunos el fin de la dictadura fue cuando se llamó a elecciones democráticas, para otros cuando Alfonsín recibió la banda presidencial. Pero para ‘nosotros’ fue cuando Néstor Perlongher leyó en el hall del teatro General San Martín su poema Cadáveres. Éramos un grupo de civiles que aún en los años de plomo pensábamos que las fuerzas históricas no eran las únicas responsables de nuestras percepciones, que era necesario crear relaciones alternativas con el propio cuerpo y el de los otros, conectar política y subjetividad, para que el socialismo fuera –lo decíamos sin ironía– vida interior (2002: 234). 

En efecto, en algunos de los artículos publicados durante los años ochenta, como “El sexo de las locas” (1983) o “Matan a un marica” (1985), Perlongherenfatizaba una relación ominosa entre la represión militar y el centro de la disciplina corporal de los argentinos. Su insistencia en estos deslizamientos venía a señalar las posibilidades que brindaba la idea de una subjetividad configurada a través de procesos de singularización que se confrontaban con la producción serializada de subjetividades capitalísticas. El fin del período militar implicaría entonces una reformulación política del cuerpo.

La intervención en el Teatro San Martín, en el centro de Buenos Aires, alrededor de 1984,[6] marca un acontecimiento, en tanto manifestaba un enunciado indecidible respecto del mundo de la apertura democrática, aquél que sobre la articulación poesía/política sobreimprimía el binomio política/sexualidad, pero tal vez algo más: la articulación política/poesía/teatralidad. Lo que señala Moreno es el hallazgo del poeta (como rasgo de una época, como corte histórico) no tanto para expresar un vínculo teórico entre poesía, sexualidad y política sino para ponerlo en acto, a través de una intervención visible en la escena pública.  Poner el cuerpo, captar la mirada, reconstruir un régimen de visibilidad y de tactilidad fueron los rasgos de una serie de formas de la teatralidad que atravesaron diversas disciplinas artísticas del período, y que implicaban la construcción de un tipo de subjetivación política alternativo al existente. Hacer visibles los cuerpos fue un reclamo de las acciones ligadas a los Derechos Humanos, como las rondas de las Madres de Plaza de Mayo o las pintadas públicas de siluetas (El siluetazo), pero también se configuró en los gestos disruptivos y exacerbados de las Bay Biscuits, –el grupo que dirigía Viviana Tellas como teloneras/actrices de rock–, en las performances de Liliana Maresca, en los museos bailables organizados por Coco Bedoya, en las fiestas y los desfiles del Club Eros gestionadas por Roberto Jacoby, en las reuniones entre plásticos en las performances de títeres de Marcia y Claudia Schwarz, entre muchos otros. Lo teatral aparecía en las prácticas más impensadas, como en las fiestas de los Redondos de Ricota o en los recitales de Virus que reunían a artistas plásticos con músicos. Muchos años después, Jacoby denominaría “estrategias de la alegría” a dichos encuentros, cruces festivos que restablecían lazos a partir de formas inéditas de afectación de los cuerpos entre sí. [7]

La multiplicación de acciones artísticas que implicaban la presencia de los cuerpos en convivio, la intensificación de sus signos, el llamado a ser mirado y tocado, permitiría pensar en una teatralidad extendida. Un proceso basado en una activación de la mirada que singularizaba el espacio cotidiano y lo convertía en otro. Alterar el espacio mediante la producción de imágenes desde los cuerpos y restituir con ello una sensibilidad reprimida durante el período dictatorial se diseñaba en un circuito cultural preciso, off, o subterráneo, que funcionaba a través de prácticas de producción artística autogestiva.

Sin embargo, aunque la fuerza de su irrupción lo mostrase como inédito, algunas de las formas de vida de este circuito no emergieron únicamente como un “destape” posdictatorial, sino que su prehistoria podía proyectarse hacia desplazamientos contraculturales anteriores, como los viajes a Brasil de algunas figuras centrales de la cultura underground, las redes de arte correo, los happenings, las parties clandestinas y varias experiencias que atravesaron el arte de vanguardia de fines de los sesenta. Si lo paracultural —para usar uno de los nombres del circuito, el Centro Parakultural, que permitiría metaforizar una posición descentralizada, aquella que los artistas del underground adoptaron para su vida y su obra— durante la transición democrática se concibió como un espacio refundador, (por la cualidad autogestionaria de poetas, actores y artistas en la producción, localización y promoción de sus obras), la serie de procesos de visibilización de corporalidades, minorías y acciones públicas vinculadas de distintos modos con la teatralidad suponía un aprendizaje que había sido heredado de las prácticas de acción colectiva de determinados grupos, de las fiestas homosexuales clandestinas, de las derivas urbanas vinculadas a la construcción de “paraísos artificiales” y las recuperaciones bohemias que hizo la posmodernidad.[8]

El dispositivo de construcción del cuerpo mediante estrategias de artificialización teatral, poseía una tradición que se remontaba al dandismo del siglo XIX, tanto en Europa como en Hispanoamérica. El cuerpo simulado, la pose, se convertían en lo esencial para la construcción política de la homosexualidad (Molloy, 1994). Más cercanas en el tiempo, sin embargo, se encontraban las parties de las locas, en las cuales los recursos al teatro del cuerpo travestido funcionaban al mismo tiempo como una forma de sortear las redadas policiales y como dispositivos de elaboración de identidades alternativas. Según lo reconstruyen Favio Rapisardi y Alejandro Modarelli, en estas fiestas, frecuentemente intervenidas por la policía, las “locas” esgrimían la excusa del arte: “Si nos paraba la cana, íbamos a presentarnos como una troupe de artistas. Porque, como sabrán, primero fuimos artistas y después subversivos”, testimonia una de las voces que los autores entrevistaron (2001: 73). La teatralidad se esgrimía como la manera de evadir la censura y como ridiculización de la sociedad estigmatizante: “en la Argentina, para gozar, tenías que hacer de Quijote” (100).

No es el objetivo de este artículo dar cuenta de las recuperaciones que la transición realizó de la contracultura de los años sesenta y setenta, ni tampoco de mostrar los alcances que provocaron las formas de vinculación colectiva de las minorías homosexuales, sino tan sólo señalar de qué manera el documental de Loza, mediante el seguimiento de la biografía de Perlongher, permite recuperar esos lazos entre un período y otro: conexiones subterráneas que desmontan los datos históricos oficiales y proponen otras cronologías.

 

El documento en escena

Tela entre los dedos: áspera suavidad poco habitual para las manos, avezadas ya, al frío del archivo. Tela blanca y sólida, deslizada entre dos hojas, cubierta por una bella escritura firme: es una carta. Comprendemos que se trata de un prisionero de la Bastilla,    encarcelado desde hace tiempo. Escribe a su mujer una misiva, implorante y afectuosa.   Aprovecha el envío de sus harapos a la lavandería para deslizar entre ellos este mensaje. Ansioso por el resultado, pide a la lavandera que tenga a bien, cuando las devuelva, bordar una minúscula cruz azul sobre sus medias limpias; para él será la señal de que su esposa ha recibido el billete de la tela. Un informe ligeramente abultado: abrirlo suavemente; sujeto   sobre una página, un minúsculo saco de tela grosera, lleno de una materia indiscernible a      primera vista. Una carta lo acompaña, la de un médico rural que escribe a la Sociedad Real de Medicina que conoce a una joven, sincera y virtuosa, de cuyos senos manan, cada    mes, granos a borbotones. El saquito es la prueba (Farge 1991: 12-13).

Una de las estrategias de Loza que permite recuperar las formas de vida y de sensibilidad sostenidas por los dispositivos de teatralidad e intensificación de los cuerpos es el tratamiento “táctil” de los archivos y los documentos.

En primera instancia, ello presenta un problema. De acuerdo al desarrollo de Arlette Farge, la trampa mayor del archivo reside en la fascinación que produce la tactilidad de las piezas que lo componen, en el efecto de verdad y de saber que provocan y en el hecho de que, al mismo tiempo, sean índices de su fragmentariedad y dispersión. Farge entendía que para sortear estos riesgos el historiador debía insertar la vitalidad de esas piezas “en una escritura que haga perceptibles las condiciones de su irrupción” (1991: 61) y eso suponía encontrar una tensión entre la datación histórica formal y el despliego de cierta sensibilidad narrativa, que permitiera transmitir a partir de esos objetos la dimensión vital y cotidiana que condensaban.

Dicha tensión entre la prueba y la reliquia configura, en Rosa Patria, un punto de inicio. Loza se aleja de algunas convenciones del género, si nos atenemos a las modalidades que expuso Bill Nichols. En tanto que práctica institucional, ligada a la necesidad de los Estados de relatar su pasado, la modalidad histórica del documental fue la expositiva, esto es, aquella cuya economía respondía a una organización argumentativa de la historia, en términos de causas y efectos, con el fin de dar cuenta de una determinada información. En este tipo de documentales una voz omnisciente articula la totalidad narrativa y se vuelca persuasivamente sobre los hechos; su lógica es la de las subordinaciones y las ilustraciones de lo que acontece.

Desde el comienzo, sabemos que esto no es lo que sucederá con Rosa Patria. Por el contrario, lo que vemos es la preparación de un escenario que explicita la idea de artificio y puesta en escena que supone la construcción de la historia. Se graba en una locación que media entre el galpón, el camarín, el depósito de un teatro, el escenario, las bambalinas. En esa locación aparecen los entrevistados con objetos varios: fotografías, volantes, revistas, primeras ediciones, periódicos, afiches, diapositivas, notitas, cartas.

Según Nichols, en el cine documental los documentos “se convierten en pruebas que demuestran la apariencia física de un evento histórico de un modo que ninguna similitud ficticia podría llegar a duplicar por mucho que se aproximase” (161). Podríamos preguntarnos, pues, ¿qué es lo que se prueba entonces en Rosa Patria?

La aparición de los documentos como pruebas materiales de la historia acompaña la presentación de los testimonios a lo largo de toda la película. En varias escenas, los entrevistados van mostrando, sobre una mesa, los papeles y objetos que han traído. Su despliegue configura una secuencia de materiales muy diversos que la cámara toma en primerísimo plano, como si quisiera dar cuenta del potencial táctil que ofrecen (incluso al final de la película se superponen imágenes de las cartas del autor, que muestran las letras tipeadas junto a las anotaciones manuscritas al margen, la firma). Osvaldo Baigorria, escritor y crítico literario, por ejemplo, muestra las revistas, las primeras publicaciones de poesía, los poquísimos retratos que existen, la correspondencia. Aquí sí, siguiendo a Nichols, la escenificación de los documentos va más allá de la veracidad de los hechos y consigue transmitir la sensibilidad histórica generada por algunas prácticas. Cuando Loza decide abordar, en una habitación simple, iluminada con una luz cenital, las manos y la voz de Marcelo, compañero y militante, ofreciendo a la vista, sobre una mesa, los panfletos de cartulina descolorida con forma de frutas y flores que armaba el FLH para comunicar un posicionamiento específico envlcsnap-2014-06-11-16h00m02s236 relación a la sexualidad, no sólo argumenta respecto de la precariedad de un patrimonio (por la escasez de registros y su dificultosa sistematización), sino, a su vez, da cuenta de una dimensión material, artesanal, que suponían las prácticas de comunicación y de investigación para la agrupación. Las apariciones de estos documentos provocan una detención, como si ese dato físico tomado por la cámara, permitiera, mejor que ningún otro, objetivar la militancia. En su mayor parte, los documentos del FLH que muestra Marcelo fueron panfletos y papeles con uso preciso dentro del movimiento, órganos de información o de comunicación. También aparece el archivo como la exposición de un proceso de investigación antropológica; por ejemplo en la larga escena en la que, acompañando el audio de los testimonios de la represión más dura y la disolución del movimiento hacia el comienzo de la dictadura militar, se muestran las fotografías que Perlongher tomaba clandestinamente a los taxi-boys de Buenos Aires como parte de una investigación que después continuaría y concluiría en su tesina de maestría en Brasil.

Con estas exposiciones de la documentación, el film de Loza sugiere la importancia y el valor de uso que dichos archivos tenían dentro de la propia praxis militante; algo que ya aparece señalado por  Rapisardi y Modarelli al mencionar la historia de los archivos de los movimientos de disidencia sexual durante la dictadura argentina. En uno de sus apartados, (“Simone de Beauvoir en lavandina”), los autores narran la desaparición, durante uno de los rastrillajes de Coordinación General, de los documentos reunidos de la Unión Feminista Argentina, entre los que había una carta de apoyo de la escritora francesa. El valor de estos archivos, según lo muestran los investigadores, no sólo respondía a la memoria histórica, sino que funcionaba a su vez como acción de resistencia. Perlongher, amparado por el nombre de militancia “Rosa de Luxemburgo”, también asumió la tarea del archivero como estrategia: 

Pero antes incluso de la migración a San Pablo, la Rosa sigue combativa. En viajes a las provincias, reparte testimonios mimeografiados sobre la represión a gays y lesbianas por parte de la policía de la dictadura. Visto desde hoy, muchos de esos dolorosos relatos, que más tarde serían presentados ante la Comisión de Derechos Homosexuales en Brasil, recuperan aquello que para el investigador de la época aparece a menudo acallado: la voz de las lesbianas corrientes. La tarea memoriosa de Perlongher les devuelve a estas mujeres subterráneas –cuyo mundo social previo a la expansión mediática, militante y comunitaria de los años ochenta y noventa resulta difícil de retratar– la propiedad de un cuerpo (Rapisardi- Modareli 2001: 184). 

En el gesto que traen Rapisardi y Modarelli se impone una valoración del documento en términos radicales. Dicha radicalidad por supuesto responde a su contexto, pero no deja de depositar, en los datos que recababa el poeta y que hacía circular, todo su sentido de futuro. Lo interesante es que la película de Loza permite encontrar, mediante la exposición de los documentos del FLH y de los registros fotográficos que tomaba el autor, un punto de unión entre aquella primera “Rosa” memoriosa y combativa y el Perlongher que entrevistaría travestis y michês en la Boca do lixo de São Paulo en los años ‘80, o aquel que comenzaba a fotografiar y a entrevistar a taxi boys en las calles de Buenos Aires.

Junto a la prueba histórica, mostrar los documentos es hacer colapsar el presente con el recuerdo de procesos de producción, de circuitos, formas de hacer y de aparecer. Sin embargo, no sería del todo exacto decir que el documental viene a iluminar zonas subterráneas de la resistencia política. En verdad, Loza consigue afirmar y trastocar esa fascinación táctil del archivo en objeto insustituible para construir un relato que transmita la memoria de una práctica. Como la costurera frente al escenario, el director encuentra lo político desde su saber teatral.

Pero hay algo más. La pregunta por la capacidad política del archivo no sólo se ve en los gestos amorosos tomados por la cámara de quien ha traído los documentos guardados en su casa para su entrevista, sino en la manera en la cual el archivo irrumpe en la imagen y la absorbe. Por ejemplo, en una de las primeras escenas del film, Sarita Torres, la amiga de Néstor, compañera de militancia e interlocutora de su correspondencia, desarrolla sus intervenciones a medida que va mostrando diapositivas. El proyector está encendido, la cámara la toma a ella y luego, por completo, a la imagen. “Esa foto”, dice, “está tomada desde la ventana de mi casa donde vivíamos en Floresta, fue tomada una noche que habíamos estado charlando, divirtiéndonos. Y él me dijo: ‘todo esto forma parte de ese paisaje’. Yo le dije: ‘no va a salir nada, no hay luz’. Y realmente salió eso. Me acuerdo de esa noche, estábamos muchos del grupo, muchas de las reuniones se hacían en casa”.

No hay luz, no va a salir nada, pero algo de su intermitencia se imprime, no sólo en la foto, sino en el asombro de Sarita, el cual se ha convertido, a esta altura, en su relato definitivo. Sarita cuenta que el lugar en donde se conocieron con Néstor fue en las reuniones semi-clandestinas del Grupo Política Sexual, que se hacían en su casa. Lo que se focaliza en la anécdota es el espíritu de esas reuniones: los cuerpos disfrutando el fresquito de la noche, en una narración histórica que los abarca. La conciencia acerca del presente vertiginoso en el que vivían y la insistencia en registrar ese momento por parte del poeta, aunque fuera con una fotografía en la que “no va a salir nada”, forma parte del paisaje, es decir, forma parte del deseo de testimoniar a futuro ese encuentro en la oscuridad.

Estamos, como diría Georges Didi-Huberman (2012), en la lógica de las luciérnagas, las lucciola que vio Pasolini en las afueras de Roma durante la Segunda Guerra mundial, la confianza en la imagen relampagueante para pensar una política de las supervivencias. No para narrar heroicamente las vidas de la militancia sino para saber que allí donde no parece haber posibilidad de registro ni de reconstrucción, igual había experiencia.

 

El busto parlante

Algunos momentos del documental de Loza, entonces, colocarían en primer plano un pensamiento sobre el archivo y su escenificación. Por sí mismos, los documentos no reconstruyen ni atestiguan, sino que deben asociarse a una voz, una especie de narrador benjaminiano que extrema la figura del “busto parlante”. Entrevistado por Pablo Piedras y Javier Campo, frente a la pregunta acerca de cómo eligió el formato, Loza responde: 

Me pareció que no iba a ser fiel. Para hacer la reconstrucción de época era imposible, además que pensé ¿para qué? También tenía dudas de cómo hacer un documental: cuando avanzamos en la investigación, descubrimos que no había archivos, no había material; la otra opción era recurrir a los archivos que andan dando vueltas de los setenta y no me entusiasmaba: lo que quedaba era el registro oral, pero yo tenía el prejuicio del busto parlante (…) Me parece que hay películas que son respuestas de lo que uno viene haciendo: yo había hecho Cuatro mujeres descalzas (2005) a la que se le criticó mucho la teatralidad, me puse a negarlo, a refutarlo, y después digo: “por qué no”, extremo eso y hago un documental teatral (…) Yo sentía que ese aspecto juguetón -lo teatral, los números vivos-, tenía que ver con el tema. (…) La vuelta al testimonio lo encontramos cuando lo pensamos como performance, no era argumento como verdad. En la puesta de cámara, en la iluminación, trabajamos como si fuese una ficción. No se trata de la verdad, la memoria no es verdadera, es otra cosa, es construcción. La memoria construye; cuando vos los escuchás, desde el idilio o desde el desprecio, es una construcción (Campo-Piedras 2010, el subrayado es mío). 

En este punto, y volviendo a las modalidades descritas por Nichols, el documental asumiría como problema propio la situación de visionado y de la narración. Dejar visible, por ejemplo, la claqueta de “acción” como recurso para presentar a cada vlcsnap-2014-06-11-16h06m41s199entrevistado, y construirlo, en cierta medida, como un personaje: “¿Qué ponemos en la claqueta, cómo querés que te presentemos?”, le preguntan a Fogwill. Desde la claqueta se lee: “Sarita Torres, viuda” o “Mónica la inefable”. Narrar el acontecimiento es ocasión para una nueva performance, de ningún modo supone una constatación. Y en esa performance los entrevistados son tomados, con más ternura que cinismo, en un estatuto ambiguo entre el muñeco y el actor: nunca en el mismo sitio, ni con el mismo plano, algunos de frente, otros de perfil, otros de espaldas. Algunos en las bambalinas del escenario, otros, como Fogwill, en el tiempo off the record de la toma sin la edición del comienzo.

Los entrevistados, convertidos en “bustos parlantes” reponen a su vez, en lo narrado, la serie de estrategias de Perlongher y del colectivo, ligadas a la visibilidad. Néstor disfrazado de princesa Soraya, Néstor más feo que una nutria, Néstor vestido de oficina o montado en coturnos, en escenarios íntimos en donde recitará por primera vez Cadáveres. Podría decirse que, en la selección de estas anécdotas, Loza escucha aquella pregunta de época: qué posibilidades de vlcsnap-2014-06-11-16h05m39s18transformación social podían ser motorizadas por el armado, de forma casera, cotidiana, espontánea, de situaciones escénicas que cuestionasen la sexualidad. Volverse visible y volverse deseable, “experimentar” (“Se hablaba de experimentar”, dice Osvaldo Baigorria, “entonces nos reuníamos a hablar de marxismo y nos quedábamos desnudos”) o simplemente ocupar la atención durante algunos momentos de la vida pública, como cuenta Marcelo en la escena en que narra la intervención del grupo en una clase de psicología con abanicos, como forma de valorar el histrionismo de la marica y cuestionar los dispositivos de disciplinamiento. Dice Marcelo, en el film:

Estaba la frase permanente que se decía entre los mismos miembros del FLH de que por ser homosexual no hay que dejar de ser hombre y que la marica traía represión. Porque era la razón por la cual nos reprimían. Si los homosexuales fuéramos masculinos y no hiriéramos la sensibilidad de la gente con el afeminamiento no habría tanta represión ni tanta discriminación. Y Perlongher decía que no, que justamente la marica era la que cuestionaba la sociedad machista y fálica, porque era el hombre afeminado. En una ocasión fuimos a la facultad de psicología, uno de los profesores estaba dando una charla sobre Freud y la evolución de la libido y empezó a hablar de la etapa anal, y éramos varios      militantes del frente desperdigados, infiltrados, entre la gente. Y empezamos a darnos cuenta que los varones no resistían el tema de  la homosexualidad y      empezaron a hacer chistes y chistes y chistes, hasta el profesor no podía seguir hablando. Entonces nosotros sacamos abanicos, porque hacía calor, y empezamos a abanicarnos. Nada más, y se armó una impresionante, nada más que porque      habíamos sacado abanicos.

Aquella marca de época que Loza encuentra (“ese aspecto juguetón, los números vivos”) sin dudas resulta clave para leer la teatralidad que atravesó las disciplinas artísticas (las artes visuales, la poesía, la música) de manera previa a la democracia.

¿Cómo sostener la corrosión que poseían estas acciones en un documental que confluye hacia la memoria histórica y biográfica? El problema, será, para el director, lograr que esos “bustos parlantes” no solemnicen la figura de Néstor. Para ello, la teatralidad también vendrá, en el film, a desbaratar, paródicamente, la narración, mediante una intromisión plástica de la imaginación propia. Allí donde el documento se enlaza con el testimonio de quien relata, comienza la imaginación de Loza: la escenificación viva, con actores casi inmóviles, del momento biográfico que se está relatando. Esto sucede, por ejemplo, cuando la imagen proyectada por las diapositivas de Sarita se ve reemplazada por una caracterización, sostenida en el cuerpo de los actores, de lo que se seguirá contando, como una suerte de flashback que se distingue, además de por los actores, por una saturación de los colores.

Si lo que se acentúa del presente es la voz y la materialidad de los documentos, lo que aparece del pasado imaginado por el director es una especie de retrato vivísimo, con cierto cariz escolar y kitsch, con algunas imágenes mediatizadas. Los actores interpretan pasajes posibles de la historia que se está narrando y también posan, mientras las cámara los toma en su quietud, como imágenes o fotografías de una época, algunas de ellas paradigmáticas, como la imagen del jugador de fútbol que parodia el ícono del mundial de fútbol del ’78, sus asociaciones a la masculinidad y la patria.

Estas interrupciones colocan una nota humorística en las rememoraciones, a veces también siniestra. Así sucede casi al final, cuando la actriz Maruja Bustamante aparece como la enfermera del poeta en la imagen de un hospital. Perlongher está en silla de ruedas, con un médico a su costado y ella, a través del marco de un cuadro, en lugar de pedir silencio chupa un chupetín. Son estampas, producen verdaderos intermezzos, formulando un espacio absolutamente complementario a la diégesis narrativa; una alteridad que se refuerza con otras apariciones, como la de músicos y bailarines.

Y algo más: dichas intervenciones también escancian los poquísimos momentos en los que aparece la voz en off, destinada apenas como una nota al pie, que no se ocupa más que de anotar un año y un acontecimiento biográficamente relevante. Desde esta perspectiva, es como si los actores, ahora, fueran los que componen el archivo puesto a rodar, para dar cuenta de la supervivencia del mito que supone la vida de Néstor.

Por último, sería posible mencionar otra puesta en escena que también interrumpe el hilo narrativo. Se trata de la actuación de María Inés Aldaburu en el mismo espacio donde se la entrevista. Recita “Evita vive”, “Canción de los nazis en Baviera” y “La vlcsnap-2014-06-11-16h06m26s90murga, los polacos”. Los fragmentos de Aldaburu recuperan sonoridades de la época (la marcha peronista, el himno a Frondizi, el himno a Evita). Si bien existía una relación entre la poética del neobarroso y una erótica de la lengua, como señala el testimonio de Fogwill (“Perlongher descubrió la bisexualidad del lenguaje”) —una relación destacada por el director en las tomas del bailarín danzando al compás de la lectura de Alambres—, la teatralidad de las voces de Perlongher residía en la incorporación (y parodia) de tonos históricos y sociales, como bien lo analiza Ana Porrúa (2006).

De este modo, en los segmentos de Aldaburu es posible pensar que lo específicamente teatral se oye, ante todo, en la superposición sonora que se monta entre la narración de Marcelo recordando la versión que cantaba Perlongher del Himno Nacional (“Oíd maricas el grito sagrado”, hablen de “los chongos que supimos conseguir”) y la voz de Aldaburu, cantando patriótica y solemnemente.

 

 

Reflexiones finales

 

Rosa patria da cuenta de la dificultad de la transmisión de la experiencia política, artística y social que supuso la militancia del FLH y la vida de Perlongher; no sólo debido a que toda experiencia es irreductible e inenarrable, sino, a su vez, en virtud de la expansión que tanto la praxis del FLH y la vida de Perlongher conllevaban entre marginalidad, contracultura, políticas del cuerpo, formas de la teatralidad o de la vocalidad.

 

A pesar de que el trasvaso de dichas acciones hacia la dimensión del documental y el archivo posee como riesgo la estabilización y la mitificación de su potencial crítico, la escenificación de los archivos y los testimonios consigue dar cuenta del entramado de dichos conceptos y afectos, que comenzaron mucho antes del período democrático y que articulaban, junto a la militancia, modos de construcción de subjetividades a través de la mirada y el tacto, del intercambio y la teatralidad. La presencia de los documentos en el film, de esta manera, acentúa la incompletud y la precariedad, abriendo una brecha singular entre la biografía triunfalista y la derrota o la desilusión. A través de reminiscencias teatrales Loza se ubica en ese intersticio efímero y desmaterializado para proponer imágenes para esas formas singulares de vida.

 

 

 

Bibliografía

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Notas


[1]Una versión preliminar de este trabajo fue presentada en las VI Jornadas Internacionales de Investigación en Filología y Lingüística y I Jornadas  Internacionales de Investigación en Crítica Genética, IDIHCS (CONICET/UNLP), en La Plata, Argentina, 7 al 9 de agosto de 2013.

[2] El FLH, fundado en 1971, tuvo un antecedente que fue, en 1969, el Grupo Nuestro Mundo, liderado por un militante comunista, Héctor Anabitarte. El vínculo de Nuestro Mundo con un grupo de intelectuales gays, inspirados en la experiencia norteamericana y europea (el Gay Liberation Front), da lugar al FLH. El sentido emancipatorio del movimiento se resignificaba a la luz de la radicalización política que atravesaba la cultura argentina de los años sesenta y setenta.

[3] Es necesario explicitar que el concepto de “transición democrática” como período histórico es complejo y ha sido utilizado por diferentes autores con distintos sentidos. Idelber Avelar (2000) distingue “transición” de “posdictadura”, ya que éste último surge de lineamiento de una «topología de la derrota», su incorporación reflexiva: “el momento en el que la derrota se acepta como la determinación irreductible de la escritura literaria en el subcontinente» (29). La transición, en cambio, ha sido pensada en los distintos países del Cono Sur como el retorno gradual al sistema parlamentario y el pasaje del Estado al mercado económico transnacional. Francine Masiello (2001) utiliza el término para las artes y la literatura en Chile y Argentina como “una transición en las prácticas culturales centradas en la cuestión de la clase social y desplazadas ahora hacia los asuntos de la sexualidad y el género; una transición en los estilos de representación que oscilan entre un deseo por una totalidad modernizante y la celebración del pastiche posmoderno” (16).

[4]Por nombrar sólo algunos ejemplos argentinos, entre el año 2000 y 2012 se podrían tener en cuenta los documentales biográficos de Oscar Bony, Liliana Maresca, Alejandro Kuropatwa, Néstor Perlongher, Batato Barea; las muestras retrospectivas de León Ferrari, Marta Minujín; Inventario 1965-1975, la exposición del archivo de Tucumán Arde; la muestra y el libro El deseo nace del derrumbe, con los fragmentos y proyectos de obra de Roberto Jacoby, la exposición Perder la forma humana. Una imagen sísmica de los ochenta en América Latina, con documentos de las acciones artístico-políticas de los finales de las dictaduras mássangrientas del continente; Mataderos, la compilación de los textos editados e inéditos de Ricardo Carreira.Aún sin ser exhaustivo, consideramos que el conjunto resulta sumamente representativo de un importante retorno museístico de experiencias limítrofes entre el arte, la corporalidad, la política, la sexualidad, hacia dentro del Archivo, entendiendo por ello, en sentido amplio, las exhibiciones de museos, sus catálogos, tanto como los relevamientos y las investigaciones así como los filmes documentales sobre estos períodos y biografías. Los documentales a los que nos referimos son: Alejandro Kuropatwa. Biografía documental. Dir.: Miguel Rodriguez Arias. Año: 2009. Video; Rosa patria. Dir: Santiago Loza. Año: 2008. Documental sobre Néstor Perlongher. Video; Frenesí, Dir:  Adriana Miranda, video catálogo de la exposición retrospectiva sobre Liliana Maresca, presentada en el Centro Cultural Recoleta, Buenos Aires, del 4 al 27 de Noviembre de 1994; La peli de Batato. Directores: Peter Pank y Goyo Anchou. Documental. 150 minutos. 2010. Cerca de Bony, Director: Andrés Denegri, 30 minutos, 2006.  Las exposiciones: León Ferrari. Antológica, Museo de Bellas Artes J.B. Castagnino, 2008;  Marta Minujin. Obras 1959-1989, MALBA, 2010; Inventario 1965-1975. Archivo Graciela Carnevale, CCPE, 2008, El deseo nace del derrumbe. Acciones, conceptos y escritos, Museo Nacional de Arte Reina Sofía, 2011, Perder la forma humana. Una imagen sísmica de los ochenta en América Latina, Museo Nacional de Arte Reina Sofía, 2012.

[5] La puesta en peso del archivo que señalamos no parecería tener que ver estrictamente con un giro hacia la memoria, tal como lo argumentaba Andreas Huyssen a mediados de la década del noventa, ni tampoco solamente con una expansión de los archivos en el mercado, sino sobre todo, con la emergencia de una serie de discursos acerca de cuáles serían los valores de uso de los archivos, qué consecuencias traerían sobre la memoria colectiva, sobre los objetos de estudio, sobre los programas de investigaciones. El archivo como lugar de uso, como espacio de producción, dejaría aparecer, desde la óptica de estas premisas, una idea en torno a la socialización del conocimiento como contracara del mercado académico o artístico, y en ese punto, sería posible leer las series de retrospectivas, documentales e investigaciones desde vías alternativas a las contradicciones que indudablemente establecen sus temáticas, en tanto experiencias que rechazaban radicalmente su documentación o su museificación. La pregunta volvería a ser, de este modo, qué capacidad poseen los archivos y los documentales para transmitir las pulsiones críticas de sus objetos de estudio.

[6]En las crónicas que relatan este recital no aparece datado el año, ni tampoco aparece mención alguna por Perlongher en sus cartas a Osvaldo Baigorria en 1983. Posiblemente dicha performance haya tenido lugar en el ’84, ya que en abril de ese mismo año se publica el poema “Cadáveres” en Argentina, en Revista de (poesía). Tal vez porque no se trataba de la puesta en escena de un margen, ni tampoco de la postulación de un inverosímil, sino nada más y nada menos que la aparición de una verdad imposible de ser asumida para el mundo que la rodeaba, de esta “performance” faltan mucho más que los registros. ¿Ocurrió? La mención insiste en las semblanzas retrospectivas, pero los datos se oponen. ¿Se trataba de una participación en el marco de un ciclo institucional o independiente? A medida que transcurre el tiempo, y mientras la imaginación se nos tiñe con la sonoridad de la voz que escuchamos hoy, –en el casette editado por Último Reino–, y con su desestabilización absoluta sobre cualquier predisposición al recogimiento (“Cadáveres. Ese himno que los chicos que deambulan por Corrientes conocen de memoria”, decía Tamara Kamenszain [1997:25]), las preguntas se multiplican. Pero aún faltando datos, o justamente en esa sustracción, la performance de Perlongher se trastoca en acontecimiento y abre una brecha de posibilidades de relación, entre acción y poesía, entre performance y escritura, entre prácticas poéticas y prácticas vitales, entre políticas del cuerpo y políticas poéticas, entre lo no audible de las voces, o los desenterramientos de los residuos de la vanguardia.

[7] Ver Jacoby (2000)

[8] Trabajé en mi tesis de doctorado Los ochenta recienvivos. Poesía y performance en el Río de la Plata las formas en que esta teatralidad se proyectaba sobre la poesía como modos de irrupción del cuerpo en la vida pública postdictatorial. La hipótesis acerca de que las prácticas culturales articuladas en torno al underground durante los años ochenta no se originaron como efecto de la democracia sino que mantenían lazos con las formas de producción de subjetividades desde los años setenta surgió en una entrevista que le hice a Fernando Noy a propósito de mi investigación. La entrevista se encuentra disponible online (Ver Garbatzky, 2012).