From Nro 19

Introducción al documental

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Bill Nichols, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 2013.

Por Lior Zylberman

NicholsNo hace falta presentar a Bill Nichols como tampoco hacer mención del lugar que ocupa en la teoría del cine documental. Su libro La representación de la realidad, publicado originalmente en inglés en 1991 y en español en 1997, se ha convertido, sin dudas, en uno de los textos canónicos del campo, y en español la referencia obligatoria, casi monopólica, sobre el documental.

No es el propósito de esta reseña discutir el lugar de dicho autor en la academia hispanoparlante sino comentar la traducción de la segunda edición de Introducción al documental. Con su publicación, editada por la editorial de la Universidad Nacional Autónoma de México [UNAM], se actualiza la perspectiva “nicholsiana” sobre el cine de no ficción; puesta al día que, en cierto sentido, llega demorada ya que al momento de la edición en español de La representación…el autor ya había revisado previamente sus clásicas modalidades (agregando algunas y cambiando el nombre a otras).

La versión que edita la UNAM es la traducción de la segunda edición, publicada en su idioma original en 2010, siendo la primera de 2001. Este libro y edición permite indagar, entonces, tanto el panorama pasado como el contemporáneo del documental.

Mientras que La representación…se presenta como un tratado sobre el documental, planteando ejes problemáticos y definiciones conceptuales, Introducción…resulta una puesta al día de los problemas medulares del documental pero sin la densidad teórica del primero. Eso no quiere decir que el libro adolezca de teoría, todo lo contrario: es un libro teórico y didáctico a la vez, una revisión y actualización de las ideas volcadas anteriormente pero presentadas, como bien dice su título, a modo de introducción.

Así, los capítulos del libro se organizan a partir de una serie de nueve preguntas rectoras que implican problemas de definición, de ética, de contenido, de forma, de modos y políticas. En cierto sentido, la pregunta central del libro gira en torno a cómo los documentales abordan el mundo en que vivimos.

En el primer capítulo la pregunta es “¿Cómo podemos definir al cine documental?” Aquí Nichols, hace un breve recorrido por la historia del documental, asentándose en la denominada Época Dorada, que comenzó en la década de 1980. Luego de recorrer las ideas del sentido común acerca del documental –que trata acerca de la realidad, que tiene que ver con algo que realmente ocurrió, que pone el acento sobre gente real– esboza una definición un poco más elaborada a fin de conducir todas esas propuestas hacia una posible visión (35). Pronto, el autor dirá que si bien es una definición elaborada posee defectos; para ello, volverá a la conceptualización trazada en su famosa obra. En consecuencia, entenderá al documental en el contexto de un marco institucional, como una comunidad de profesionales, como un corpus de textos; todo ello para pensarlo como un tipo de discurso que se avoca al mundo histórico y que se emparenta con los “discursos de sobriedad” (58), estimulando la espistefilia, el deseo de conocer o saber.

En el segundo capítulo, la pregunta nodal es “¿Por qué los problemas éticos son centrales para el cine documental?” La ética se vuelve así un tema central en el estudio del documental no solo por la conexión particular entre este tipo de cine y el mundo histórico sino porque, en última instancia, el documental implica representar, hablar por, el/los Otro/s. ¿Qué imagen del Otro da el documentalista en su película? ¿Cómo presenta los hechos? ¿Cómo expone la verdad de los acontecimientos? Estas interrogaciones le permiten a Nichols reparar en varios títulos para dar cuenta cómo fueron resueltos, problematizados e, incluso, polemizados. Ello lleva al autor, a partir de pensar una tríada conformada por los documentalistas, la gente –es decir, los sujetos representados–, y el público, a pensar diversas formulaciones en torno a cómo se relacionan estos tres componentes –por ejemplo: “Hablo acerca de ellos” (85), “Yo hablo a ustedes acerca de nosotros” (86).

“¿Qué da a los documentales una voz propia?” es la pregunta que guía el tercer capítulo. Aquí, en cierto sentido, Nichols no solo entiende a la voz como una forma de “hablar acerca de” a partir de las imágenes, montaje y música, sino también a la manera de representar el mundo histórico de quien hizo la película; es decir, la voz no es otra cosa que el punto de vista. En las primeras páginas del capítulo, el autor diferencia entre la voz hablada de la voz del documental, de la manera específica en que cada película expresa su modo de ver el mundo, y lo hace recurriendo a varios ejemplos. Una vez hecha esa distinción, traza un cuadro para dar cuenta de las diversas formas de interpelación de la voz documental a partir de dos grandes modos, la voz directa y la voz indirecta; analizadas esas distinciones, Nichols revisa una posible retórica general a fin de pensar y estudiar las múltiples estrategias a las que puede recurrir el documentalista para dar cuenta del mundo histórico como también de su propia perspectiva.

El cuarto capítulo se deprende del anterior a partir de la pregunta “¿Qué hace que los documentales sean atrayentes y persuasivos?” Aquí desarrolla cuestiones retóricas planteadas en el capítulo anterior, resaltando que en esos términos el valor del documental consiste en el “modo en que da representación visual y auditiva a tópicos a los que nuestro propio lenguaje escrito o hablado le otorga conceptos” (123). Tal encarnación de nociones por parte de las imágenes resulta ser una de las experiencias más atractivas del documental en el desarrollo de sus diversas estrategias de persuasión. Recurriendo a numerosos ejemplos, se sugieren diferentes aproximaciones a la retórica del cine documental con el objetivo de comprender que éste no solo habla del mundo histórico sino también que nos persuade y conmueve. Con todo, remarca que el documental se basa en evidencia pero no es documento en sí mismo, sino que posee voz y perspectiva; es, en última instancia, una arena ideológica.

“¿Cómo se inició el cine documental?” es la pregunta del quinto capítulo. Este recorrido histórico, ubicado casi a mitad de libro, se propone no tanto historizar su origen sino cómo esta forma de hacer cine fue encontrando su propia voz. Es en la década de 1920 donde el “documental se pone de pie” (153), donde se encuentran y se comienzan a desarrollar al menos cuatro elementos clave que forma su base: la documentación indicativa, la experimentación poética, contar historias, y la oratoria retórica. Recurriendo a diversos ejemplos, Nichols se detiene a analizar esos elementos en las variadas corrientes y escuelas de aquel período para dar cuenta de su afianzamiento como forma propia.

En los siguientes dos capítulos, desarrolla las categorías y sus (ya clásicas) modalidades del documental. El sexto lo hace a partir de la pregunta “¿Cómo diferenciamos entre documentales? Abordando los modos expositivo y poético.” A su favor, Nichols remarca la importancia de las clasificaciones ya que no solo permiten ordenar el análisis sino que también posibilitan diferenciar e identificar las disímiles maneras en que la voz del documental “se manifiesta en términos cinemáticos” (168). Recurriendo a tablas y gráficos, traza las relaciones entre el documental y otros tipos de cine con el fin de comprender no solo las diferencias sino la especificidad del mismo; en dicha tarea, el autor remarca la fluidez y evolución constante del documental, dando cuenta que las fronteras líquidas y vagas no son otra cosa que el testimonio de su crecimiento y vitalidad. Todo ello lo conduce a desarrollar modelos y modos del cine documental y a proponer dos tendencias a la hora de distinguir los documentales: por un lado, modelos preexistentes de no ficción –la biografía, el diario, el ensayo– y por otro, modos específicos, más cinemáticos. Serán estos últimos modos que Nichols desarrollará, y que si bien tomará como referencia aquellos presentados en La representación… aquí incorpora los desarrollados posteriormente a dicha obra –es decir, el poético y el performativo–. Lo sugerente es que en este libro no modifica las modalidades sino que vuelve a pensarlas, ejemplificándolas tanto con títulos clásicos como contemporáneos; de este modo, en esta propuesta pueden convivir películas como Drifters (John Grierson, 1929) con Waltz with Bashir (Ari Folman, 2008), junto al video digital y sitios de internet.

El recorrido por los modos comienza con el desarrollo del poético, modalidad que fuera añadida en la primera edición de este libro; en ella, los documentales hacen hincapié en los ritmos y patrones visuales y acústicos como en la forma general de la película; son producciones abiertas a la experimentación, asociadas con las vanguardias modernistas de la década de 1920. Pese a ello, según Nichols, “la dimensión documental del modo poético de representación, surge en gran medida del grado en que las películas modernistas se basan en el mundo histórico como fuente material” (189). Aunque surge asociado con las producciones de la segunda década del siglo XX, el énfasis en la fragmentación, en impresiones subjetivas, en la experimentación, sigue siendo un rasgo prominente en muchos documentales; es por eso que Nichols explora otros títulos más próximos a nuestra era, como Sans Soleil (Chris Marker, 1982) o la obra de Péter Forgács, en el marco de esta modalidad.

El siguiente modo que desarrolla es el expositivo, que en orden cronológico aparece en un segundo momento. Éste “reúne fragmentos del mundo histórico en un marco retórico más que un marco estético o poético” (192), siendo el primero en combinar los cuatro elementos básicos del cine documental, esto es: imágenes indiciales de la realidad, asociaciones poéticas y afectivas, cualidades narrativas, y persuasión poética. Con ellos, esta modalidad se dirige al espectador directamente con intertítulos o voces que exponen una argumentación acerca del mundo histórico, algunos adoptando la “voz de Dios”, otros utilizando un comentario tipo “voz de la autoridad” –el hablante es escuchado y también visto–. Dichas voces se posicionan como una autoridad epistemológica a fin de acentuar una impresión de objetividad y de juicio bien establecido; en esa dirección, todos los recursos empleados estarán subordinados a una argumentación ofrecida por la propia película. Los abundantes ejemplos que Nichols ofrece permiten comprender que este modo, nacido hacia la década de 1930 y pronto posicionado como el documental prototípico, sigue siendo adoptado, quizá en menor frecuencia en la actualidad.

El capítulo siete se pregunta “¿Cómo podemos describir los modos observacional, participativo, reflexivo y expresivo del cine documental?” El modo observacional es desarrollado de igual forma que en su trabajo anterior, como uno en el que se hace hincapié en la no intervención del director, en el que el montaje potencia la impresión de temporalidad y donde las intervenciones quedan descartadas. El participativo es el que otrora fuera denominado interactivo pero, debido a las connotaciones que ha adquirido dicho término, Nichols decidió cambiar su nombre. Aquí el realizador interviene o interactúa con los actores sociales, siendo el testimonio e intercambio verbal la principal estrategia utilizada. Mientras que el montaje mantiene una continuidad lógica de los diversos puntos de vista, la posible intervención de la voz en off del realizador resulta ser un comentario subjetivo, alejado de la objetividad del modo expositivo. El modo reflexivo traerá problemas de representación, volviéndose el documental crítico de sí mismo; es una modalidad más autoconsciente y sembradora de dudas epistemológicas. Todos estas formas discursivas son historizadas, puestas en una cronología de emergencia e ilustradas y problematizadas con ejemplos clásicos y contemporáneos. En su expansión de los modos, Nichols incluye por último el performative, que en esta edición ha sido traducido como expresivo. Si bien la justificación que el autor efectua para comprender esta propuesta documental coloca el acento en lo expresivo antes que en la evidencia, dicha traducción quizá conlleve a un error conceptual. El modo performativo, que ya había sido empleado de esta manera en una traducción de un texto anterior de Nichols[1], se ha impuesto con ese nombre en los estudios sobre cine documental en habla hispana; incluso, más allá de ese campo de estudio, en textos como los de Judith Butler, por citar un caso, se recurre al término performativo para dar cuenta de dicho concepto. Este modo, entonces, se pregunta en torno al conocimiento, resulta ser altamente subjetivo dejando de lado el énfasis en la objetividad, sus títulos se nos presentan altamente estilizados, brindando otras formas de conocer el mundo histórico en términos cinematográficos.

En el capítulo 8, Nichols intenta responder la pregunta “¿Cómo han enfrentado los documentales los problemas sociales y políticos?” Con numerosos ejemplos, problematiza la manera en que se retrata a la gente como víctimas o como agentes, las formas en que el documental ha funcionado para construir identidades nacionales o comunitarias, incluso también para cuestionar el poder estatal como también las diversas formas de racismo, discriminación o autoritarismo. Todo ese recorrido le permite exponer la diversidad y riqueza del cine documental, comprando dos tendencias: que algunos documentales se avocan a explicarnos aspectos del mundo, y otros a entenderlo.

El noveno y último capítulo se pregunta por “¿Cómo podemos escribir de manera efectiva acerca del documental?” Para dar respuesta, Nichols presenta un texto introductorio, a modo de guía, con sugerencias en torno a cómo escribir ensayos y textos académicos sobre el documental. Es, si se quiere, un capítulo metodológico para el análisis de los documentales y los diversos materiales en torno a ellos.

En síntesis, Introducción al documental resulta ser un importante aporte a los estudios sobre cine documental en habla hispana ya que nos acerca una actualización de la teoría de Bill Nichols. Si bien, como indica su título, es una introducción, un texto más de divulgación, ello no le quita brillo ni rigor. Con todo, es una obra que presenta una teoría que intenta ser amplia, que pretende abarcar todas las posibilidades que puede brindar el documental. En síntesis, piensa cómo pensar el cine documental; así, a través de modalidades y otras formulaciones se desarrollan categorías para clasificar, ordenar y estructurar el vasto campo llamado documental.

Notas

[1] Me refiero a Bill Nichols, “El documental performativo” en Postverité, Murcia: Centro Párraga, 2003, pp. 197-221.

El documental y sus falsas apariencias

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François Niney, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 2015.

Por Natacha Scherbovsky

NineyLa distinción entre documental y ficción vuelve a ser tema de estudio una y otra vez. En este libro, François Niney retoma la discusión señalando que no se trata de rechazar “sino de matizar y de profundizar la distinción (y a veces la mezcla) documental/ficción, ampliando la paleta de rasgos discriminantes (o comunes)” (18). De esta manera, el autor deja planteado que no es solo el contenido de aquello que es filmado lo que determina el carácter ficcional o documental de una película: es también la relación entre el filmador con lo filmado, el giro o sesgo de la puesta en escena, su manera de interpelar al espectador y de incitarlo a ver nuestro mundo común o un mundo agregado (“inventado”), así como también los modos que tiene la película de “enunciación seria” (documental) o “fingida” (ficción), según sus términos, y el uso que se hace de ella.

El libro se estructura en cincuenta preguntas a partir de las cuales Niney se esfuerza por comprender, de acuerdo a sus palabras, tanto al documental como a sus falsas apariencias. En un primer conjunto de preguntas (de la 1 a la 10), aborda los significados que se le han atribuido al documental, las discusiones sobre la condición de género de película o propiedad de un género, la falsa apariencia del documental como película sin guión, sin decorados, sin actores, sin autor, y el cuestionamiento acerca de si es posible considerar al documental como cine. Al respecto Niney sostiene que “no hay cine sin el “artificio” de la puesta en escena… filmar no es simplemente hacer correr la cámara: es forzosamente poner en escena y propagar una cierta visión de la que uno es responsable” (37). La mirada del documentalista está presente en las tomas que realiza, en los encuadres, en la manera de mostrar y de destacar ciertas realidades. Así, el autor afirma que el documental se reintegra al arte cinematográfico y que la preocupación no radica en cómo podría ser un documental “verdadero” sin puesta en escena, sino, en saber cómo filmar y mostrar de la mejor manera posible tal realidad.

Dejando de lado la oposición entre “documental/ficción” y entre “documental/puesta en escena”, Niney trata de establecer una gradación de lo que denomina modos de tomas de vista, es decir, de las maneras de filmar, de los “sesgos” o “giros”, que van del más inmediato al más construido. Lo cual no quiere decir del más verdadero al más falso. En las siguientes preguntas (de la 11 a la 17) desarrolla, entonces, cada uno de estos giros documentales: el instantáneo, (donde agrupa los títulos de los hermanos Lumière, El hombre de la cámara [1929] de Dziga Vertov, las películas del Cine Directo y del Cinéma Vérité, en especial nombra Crónica de un verano [1961] de Jean Rouch, así como también las sinfonías de ciudades de los años ’30 de Walter Ruttman, Paul Strand y Charles Sheeler, y Alberto Cavalcanti); la interferencia, (giro en el que ubica films como Jaguar [1967] de Jean Rouch, Route One/USA [1989] de Robert Kramer, Los cosechadores y yo [2000] de Agnès Varda); la pose, (sesgo en el que ubica a, por ejemplo, Nanook, el esquimal [1922] de Robert Flaherty); el actuado autóctono (Tabú [1931] de Friederich Murnau y Robert Flaherty, La tierra tiembla [1952] de Luchino Visconti); la recreación (como en The third Memory [2000] de Pierre Huyghe, o Lecciones de Hamburgo [2006] de Romuald Karmakar) y el remontaje (como La caída de la dinastía Romanov [1927] de Esther Shub, así como también los documentales de Chris Marker, Harun Farocki, Hartmut Bitomsky, Robert Stone, entre otros).

A partir de estas distinciones que van del documental a la ficción, Niney señala que hay múltiples mezclas, variantes y matices posibles de puesta en escena, así como también dos tipos de modalización que pueden aunarse en el documental, ya que una película es a la vez mostración y enunciación: por un lado, la modalización del encuadre de la experiencia y por otro, la modalización de la enunciación. Para el autor la noción de modalización es fundamental para comprender si lo que vemos en pantalla es documental o no, puesto que no nos contentamos con ver si aquello que la película muestra es “verdadero” en sí; por el contrario, es preciso juzgarlo respecto al modo en que participa la realidad representada, y en lo que concierne a la manera en que la película la enuncia.

A medida que avanza la propuesta del libro, Niney profundiza en el análisis sobre la distinción entre documental y ficción. Intenta discernir (en las preguntas que van de la 18 a la 22) cómo opera tal diferenciación, poniendo en relación elementos diversos tales como: la contextualización, los regímenes de creencia del espectador y los criterios de lectura de la película, factores a los que posteriormente suma la continuidad/discontinuidad entre los mundos de ficción y el mundo real (histórico o común). De acuerdo con ello, estudia los vínculos equívocos que se han establecido entre “verdadero” y “real”, “real y objetivo”, “falso” y ficción”, y se propone responder a la pregunta por las modalidades de “enunciación” fílmica, más específicamente documentales.

En las siguientes páginas –que abarcan las preguntas 23, 24 y 25–, Niney aborda dos elementos claves del relato: la focalización (punto de vista a partir del cual un evento o situación es observado, narrado, pensado) y la ocularización (que se corresponde a la mirada ejercida por la cámara). A partir de la relación que establece entre dichas nociones y considerando las diferentes posibilidades en el intercambio de miradas entre los sujetos filmados/aquel que filma/el espectador, el autor plantea modalidades de punto de vista y los efectos que cada una provoca en la ficción y en el documental.

De esta manera, desarrolla ocho propuestas: panóptica neutra (por ejemplo, Nuestro Pan de cada día [2005] de Nikolaus Geyrhalter); panóptica marcada, (El ciudadano Kane 1941] de Orson Welles, Las estatuas también mueren [Alain Resnais, Chris Marker, Ghislain Cloquet, 1953], Toda la memoria del mundo [Alain Resnais, 1957] y Noche y niebla [1956], de Alain Resnais); entredós (Tuyo es mi corazón [1946] de Alfred Hitchcock; mientras que en el caso de los documentales, Niney señala que esta propuesta es usada para filmar las entrevistas o discusiones); semisubjetiva (Rosetta [1999] de Luc y Jean-Pierre Dardenne; en los documentales esta visión es utilizada, en encuadre fijo, para integrar al entrevistador que se encuentra de espaldas o para seguir al protagonista en cámara móvil); subjetiva del personaje, cámara-ojo (El fotógrafo del pánico [1960] de Michael Powell, Una mujer de África [1985] de Raymond Depardon); subjetiva indeterminada (donde destaca la escena del restaurant en Mulholland Drive: sueños, miserios y secretos [2001] de David Lynch o la escena inaugural de Aguas que regresan [1950] de Fritz Lang); dirigida (para el autor es la modalidad que caracterizan los documentales de Jean Rouch, Chris Marker, Agnès Varda, Johan van de Keuken, Alain Cavalier, entre otros). Vinculadas a ellas, Niney analiza las modalidades sonoras de auricularización, las cuales pueden, a su vez, modalizar el punto de vista de acuerdo al punto de escucha.

Luego, el autor se mete de lleno en preguntas relacionadas con el montaje, las cuales desarrolla desde el inciso 26 al 30. Realiza, en primer lugar, un recorrido histórico recuperando las necesidades a las que éste respondía y la manera en que lo hacía. Más adelante plantea la pregunta: “¿es el montaje una manipulación?”, y discute con aquellas posiciones que consideran la existencia de palabras e imágenes transparentes, inmediatas o adecuadas a lo real que serían “pervertidas” por la retórica o el montaje. Nos  recuerda que todo montaje es una manipulación ya que produce sentidos por medio del ordenamiento de imágenes y sonidos, pero no por ello debe pensarse que tal procedimiento es una manipulación en el sentido de propaganda o abuso de confianza. De acuerdo con ello recupera la pregunta acerca de si todo montaje es justo o arbitrario, a la vez que intenta responder si la prioridad está en el rodaje o en el montaje, y si el plano secuencia es más verídico que la división de una secuencia en planos.

Más adelante Niney aborda el comentario, la voz en off (preguntas 31, 32 y 33) como rasgo característico de innumerables documentales. ¿De dónde proviene? ¿Quién habla? ¿Desde dónde habla? ¿Con qué autoridad? ¿Qué ve la voz en off? Señala que ésta es canónica, anónima, carece de cuerpo, parece saber y ver todo. No obstante, recupera ciertos giros que han concebido algunos cineastas (Alain Resnais, Chris Marker, Jean Rouch, Agnès Varda, entre otros) convirtiendo al comentario en una voz personal, una voz “yo” que es la voz de quien/es hicieron las imágenes, la cual se dirige al espectador generando un intercambio de miradas. Esta actitud, plantea Niney, contradice el funcionamiento “objetivo” de la voz del narrador, “muestra que las vistas no son fragmentos del mundo tal cuales, sino imágenes del mundo” (109). Estas imágenes, sostiene el autor, tienen un reverso y el juego del montaje entre imágenes y voz personal consiste en dar vuelta a las imágenes por medio de palabras, completar o contradecir una imagen por medio de otra.

En las siguientes preguntas (de la 34 a la 40) el investigador hace foco en la distinción entre documental y reportaje sosteniendo que sus diferencias se marcan en tres niveles: la relación con el lenguaje audiovisual, el modo de producción y la noción misma de “tema”. En relación a esta diferenciación plantea la pregunta: “¿hay una prueba por medio de las imágenes?”, e insiste en que los fotoperiodistas, los reporteros de imágenes y los mass media siguen creyendo en el carácter probatorio de la toma basando su credo en las “evidencias” objetivas. Sin embargo, Niney considera que si bien las tomas no son pruebas instantáneas, pueden proporcionar indicios, testimonios, corroboraciones, y argumentos, siempre y cuando se las interrogue y se atienda a que pueden resultar engañosas. En este sentido, aborda la pregunta “¿ver es saber?”, y deja sentada su posición al plantear que “ver no es un despliegue de “datos”, sino una interpretación de “hallazgos” (133); depende de un saber previo y de aquello que se quiere conocer.

Luego, se detiene en las películas de archivo en las preguntas 40, 41 y 42. Según el autor, estos films no pertenecen a un género sino que se distinguen por su uso: una re-visión, un reempleo. En este sentido, sostiene que las imágenes tienen un reverso y analiza las siguientes preguntas: ¿qué develan y qué ocultan estas imágenes?, ¿cómo se da vuelta a las imágenes?, ¿qué es lo que sobrevive y qué es lo que difiere al retornar?

En las últimas preguntas (43 a 48) el autor tensiona cada vez más la relación entre documental y ficción. Analiza el “docuficción” como una mezcla que no es ficción ni documental y que, por tanto, no puede considerarse arte ni ciencia. Lo distingue del “documentiroso”, es decir, de aquel falso documental que en vez de querer hacerse pasar por lo que no es, revela que ha logrado generar la ilusión de ser un documental pero que justamente no lo es. A su vez se pregunta por si es posible que una película sea documental y ficción a la vez, y qué es lo que sucede en los documentales de interferencia donde la película no es el registro de situaciones externas, ni la puesta en escena de personajes en un guión. ¿Cómo se produce el juego entre realidad y ficción? ¿De qué manera se crea la continuidad entre mundo filmado y “mundo común” al que pertenecen y comparten tanto los sujetos filmados como el director y el espectador?

Recuperamos la reflexión que elabora Niney hacia el final del libro, ya que cuestiona cuál es el futuro del cine frente a las pretensiones hiperrealistas que prometen tecnólogos o periodistas antes las innovaciones de las salas de cine con pantallas de 180 grados, donde se pueden percibir colores, sonidos y hasta olores, generando la ilusión de una pantalla total sin cuadro. Niney vuelve a remarcar una y otra vez, como lo hizo a lo largo del libro, que el cine no es la vida y, por lo tanto, su porvenir no consiste en copiarle todos los rasgos. Concluye su análisis afirmando que: “la promesa del séptimo arte yace en el sentido (enmarcado y montado) que sabe extraer de la vida o puede darle, sea documental o ficción” (171).

El documental y sus falsas apariencias es una interesante propuesta que logra hilvanar preocupaciones epistemológicas, teóricas y metodológicas acerca de la práctica documental. Es importante destacar el aporte bibliográfico (sobre cine, arte, tecnología, historia, filosofía, epistemología) y filmográfico que realiza el autor. Sin embargo, no podemos pasar por el alto que Niney construye una filmografía donde las películas latinoamericanas están ausentes, no son referenciadas ni nombradas en ningún momento del libro, desconociendo, así, la vasta trayectoria que dicha cinematografía presenta. Por ello, es importante recuperar sus líneas de estudio teniendo en cuenta que su mirada sigue siendo eurocéntrica y que por tanto resulta necesario pensar cómo operan estas preguntas en los documentales latinoamericanos y sus falsas apariencias.

Retórica y representación en el cine de no ficción

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Carl R. Plantinga, México D.F., Universidad Nacional Autónoma de México, 2014.

Por Anabella Castro Avelleyra

PlantingaHay una escena de Reality Bites (Ben Stiller, 1994) en la que la recientemente graduada y momentáneamente desempleada Lelaina Pierce (interpretada por ese ícono de los noventa que supo ser Winona Ryder) acude a una entrevista laboral en la redacción de un periódico. Los resultados del encuentro con la responsable de contratarla no parecen ser buenos y, mientras la acompaña al ascensor, la periodista decide darle una última oportunidad. “Define ironía”, le espeta. Lelaina se concentra y piensa. Cavila aún un poco más. Comienza a balbucear. Finalmente, cuando las puertas del elevador están a punto de cerrarse, lanza un desesperado argumento: “bueno, en realidad no puedo definir ironía, ¡pero la reconozco cuando la veo!”. De modo similar comienza Retórica y representación en el cine de no ficción. Carl R. Plantinga titula al primer capítulo del libro “¿Qué es una película de no ficción?” y escribe inmediatamente después “¿Para qué molestarse en definir lo que es una película de no ficción? Algunos dirían que ya reconocemos una al verla” (29). Pero Plantinga, por supuesto, no forma parte de esos “algunos”. Muy por el contrario, el autor considera indispensable la caracterización de las películas de no ficción y dedica las más de 250 páginas restantes a tal empresa.

Originalmente publicado en inglés en 1997 por Cambridge University Press, Rethoric and representation in nonfiction film se convirtió en una referencia ineludible para cualquier investigador que se propusiera acercarse analíticamente al cine de no ficción. Teniendo esto en consideración, esta primera edición en español, a cargo de la Universidad Nacional Autónoma de México [UNAM], con traducción de Henry John Munoz y revisión de Leticia García Urriza, constituye una herramienta de valor inapreciable para el campo académico de habla hispana. En este volumen, antes de la introducción, se incluye un prefacio a la segunda edición del libro, en el que Plantinga se encarga de sopesar algunos de los contenidos originales de 1997. Comienza subrayando tanto el crecimiento de la práctica documental y su circulación entre un público cada vez más vasto, como el significativo incremento de la producción analítica y teórica en torno a la no ficción desde aquel entonces. Respecto a lo planteado en la primera edición, el cambio más significativo en la práctica documental consiste en la amplia generalización del uso de la tecnología digital. Si bien Plantinga ya se había detenido a pensar en las imágenes digitales en la edición original del libro, su expansión exponencial en las últimas décadas puso a la discusión en torno a la creación y manipulación de imágenes con la utilización de estas tecnologías en el centro del debate, fomentando el cuestionamiento del valor de la imagen en tanto evidencia. Plantinga considera “hiperbólicos” a estos planteos ya que, sostiene, la imagen digital también puede ser icónica e indexical. A su vez, recalca que la imagen analógica ya permitía, asimismo, ser manipulada, y que ambos tipos de imágenes se utilizan en contextos que determinan sus usos y recepción. Con todo esto, el autor asevera, en detrimento de las apocalípticas perspectivas anteriormente mencionadas, que la profusión de imágenes digitales no vuelve ilegítima la evidencia documental.

Los diez capítulos que componen el libro (a los que se suma una sección de agradecimientos, una introducción y un prefacio a la segunda edición, además de un apartado bibliográfico, un índice general y otro de filmografía) estructuran prolija y detalladamente la progresión de sus razonamientos, a partir, a su vez, de una serie de subtítulos que delimitan distintas variables dentro de la problemática extensa de cada capítulo. Estas subdivisiones, de todos modos, no menoscaban el profuso diálogo que el autor establece entre sus conceptualizaciones: no sería posible comprender cómo funciona el discurso de no ficción sin volver sobre la definición de este tipo de cine, ni podrían pensarse la estructura y el estilo sin establecer una comunicación directa con los diferentes tipos de voz. El retorno, en distintas partes del libro, sobre un conjunto de films (La delgada línea azul [1988], de Errol Morris, y Roger y yo [1989], de Michael Moore, entre otros) a partir de los cuales el autor explica y ejemplifica sus posturas y desarrollos teóricos, colabora también a la organicidad y al flujo interno del texto. A lo largo de las páginas que componen el libro, Plantinga dialoga consigo mismo, pero también con otros teóricos del cine documental, entre los que se destaca Bill Nichols, cuya famosa tipología es puesta en discusión al inicio del capítulo dedicado a la voz.[1]

Carl Plantinga comienza su exposición, en el primer capítulo, haciendo un repaso por algunas perspectivas históricas en torno a los estatutos de ficción y no ficción. Así, transita por la reconocida definición de documental acuñada por John Grierson –quien lo conceptualiza como “el tratamiento creativo de la realidad”–, por Jean-Louis Comolli –quien interpreta a la manipulación de los materiales fílmicos como una tendencia hacia la ficción–, y por los cineastas Alfred Maysles y Frederick Wiseman –quienes ven al trabajo de edición como una ficcionalización–. Tras este breve recorrido, Plantinga sostiene que, si bien estas perspectivas sirven para contrarrestar la idea de que la no ficción ofrecería verdades puras sin ningún tipo de mediación, fallan al equiparar a la manipulación de los materiales que componen las películas con la ficción. Ya que, si así fuera, concluye, no existirían entonces los films de no ficción. Sostiene, por lo tanto, que la distinción entre ficción y no ficción debe buscarse más allá de la manipulación. De hecho, el autor señala, muy acertadamente, que esta diferenciación depende del contexto histórico y cultural en el que las películas son producidas y vistas. Pero no se detiene allí, sino que arroja luz sobre la cuestión haciendo particular hincapié en la que consigna como la característica definitoria de la no ficción: la “postura asertiva” propia de dichos films, que implica “afirmar que el estado de cosas presentado ocurre en el mundo real” (46).

En el capítulo siguiente, el investigador continúa abonando a esta definición al señalar que “una película de no ficción no ‘atrapa’ en primera instancia y sobre todo la realidad; a través de la postura asertiva tomada hacia lo que representa, expresa e insinúa actitudes y afirmaciones sobre su tema. La película de no ficción no dice reproducir lo real, sino que hace afirmaciones sobre lo ‘real’” (68). Así, entonces, acaba de dar por tierra con las posturas según las cuales la distinción entre ficción y no ficción estaría dada por la contraposición entre manipulación e imitación o entre imaginación y copia. La verdadera particularidad del cine de no ficción, de acuerdo a Plantinga, es que éste no presenta un estado de cosas ficcionalmente, sino que lo hace asertivamente.

Habiendo sentado estos primeros lineamientos en torno a su objeto de estudio, Plantinga avanza en los siguientes capítulos sobre la caracterización del cine de no ficción. Tras retomar la conceptualización de los signos propuesta por Charles Sanders Peirce en tanto íconos, índices y símbolos, y ponerla al servicio del análisis de la imagen en las películas de no ficción (capítulos 3 y 4), Carl Plantinga se detiene a pensar en la especificidad del discurso en estos films. De este modo, el capítulo 5 comienza versando en torno a las nociones de discurso y mundo proyectado. Define al primero como la organización de los materiales fílmicos (el cómo algo es representado) y al segundo como un modelo del mundo real (el qué se representa). Según el autor, entonces, el discurso se encarga de comunicar el mundo proyectado. Para llevar a cabo esta comunicación, aquel se vale, según el investigador, de cuatro estrategias: selecciona (elige determinada información de entre la total del mundo proyectado), ordena (dispone la información escogida, valiéndose de la exposición –preliminar o retrasada, concentrada o distribuida, en media res o ab ovo–, así como de la frecuencia y la duración), enfatiza (asignando particular importancia a cierta información) y adopta un punto de vista particular respecto a aquello que presenta, a partir de la asunción de una determinada “voz”.

Justamente aquí reside uno de los principales aportes de la teoría que Plantinga desarrolla en este libro: su conceptualización en torno a la voz (a la que dedica el capítulo 6). Ésta, sostiene, implica la perspectiva, el tono y la actitud desde donde se presenta el mundo proyectado. El autor distingue tres tipos de voces: la “formal”, la “abierta” y la “poética”. Las dos primeras, señala, se diferencian en función de su grado de autoridad narrativa y la última se define por la ausencia de esta autoridad y la focalización en preocupaciones estéticas. Es esta una contribución fundamental de Retórica y representación en el cine de no ficción, ya que la descripción que hace de cada una de estas voces constituye una herramienta sumamente productiva para el análisis de las películas de no ficción. De acuerdo al autor, la voz formal se caracteriza por presentar un alto grado de autoridad epistémica, por lo cual se dedica a explicar, a partir de una estructura simétrica, unificada y cerrada. Estableciendo un diálogo con David Bordwell, Plantinga la asemeja al cine de ficción clásico, a partir del privilegio de la narración erotética, que implica el planteo de una serie de preguntas y la posterior respuesta de todas ellas. A la voz abierta, en cambio, la caracteriza como epistémicamente vacilante, ya que observa o explora, en lugar de explicar, y no formula preguntas claras, así como tampoco ofrece respuestas. Entablando nuevamente lazos con Bordwell, Plantinga encuentra afinidades entre este tipo de voz y el cine de arte, debido a que, en ambos, la realidad se presenta como incognoscible, los personajes como inefables y los eventos no necesariamente encuentran una solución. Finalmente se detiene en la voz poética que, sostiene, despliega un esteticismo epistémico y se interesa por explorar la representación en sí misma. Dentro de este tipo de voz, Plantinga distingue a los documentales poéticos, las películas de no ficción de vanguardia, los documentales paródicos y los metadocumentales, a cuya descripción pormenorizada, a partir del análisis de ejemplos paradigmáticos, consagra el capítulo 9.

El autor también destina un capítulo (el 7) al análisis de la estructura (que puede ser asociativa, categórica, retórica o narrativa, formal o abierta) y otro (el 8) al del estilo (también abierto o formal). El último capítulo retoma las discusiones desarrolladas a lo largo del libro, volviendo sobre las distintas voces, estructuras y estilos. En este sentido, Plantinga hace un señalamiento fundamental: si bien una película de una determinada voz (por ejemplo, formal) muchas veces utilizará una estructura y estilo del mismo tipo (formal a su vez, en este caso), también es posible que un film alterne voces o tenga una voz que no se encuadre en ninguna categoría o mezcle una estructura de un tipo con un estilo de otro. Esto resalta el hecho de que los conceptos propuestos por el autor no buscan restringir ni cercenar la amplitud de posibilidades de aproximación a y comprensión de los films de no ficción en sus inagotables particularidades, sino todo lo contrario. El segmento final del libro también problematiza las nociones de objetividad y equidad a partir del análisis de un caso (la serie documental televisiva The Twentieth Century [1957-1966]), así como la reflexividad en el cine de no ficción.

En este libro, Plantinga asume lo que él mismo llama una “perspectiva realista crítica”, que se contrapone al escepticismo posmoderno que cuestiona la capacidad del cine de no ficción para representar verazmente la realidad. Dicha perspectiva, aclara el autor, no minimiza las funciones retóricas del cine documental, puestas de relieve en su propuesta teórica ya desde el mismo título del libro. El autor remarca la importancia del “contrato implícito” entre realizador y espectadores, por el cual estos últimos esperan una representación verídica, lo que genera un insoslayable compromiso ético por parte de los primeros.

En el desarrollo conceptual de su teoría, Plantinga acude a una serie de ejemplos canónicos de la no ficción que le permiten pensar las características propias de este cine, la organización de su discurso, su estructura, estilo y voces, dando también al lector la posibilidad de acercarse a dichas películas para favorecer y enriquecer la comprensión de su propuesta teórica. En este sentido, podríamos pensar que Retórica y representación en el cine de no ficción funciona de modo hipertextual: el lector avezado no se conformará con su simple lectura, sino que acudirá a las múltiples referencias bibliográficas y filmográficas que extienden de modo arborescente los alcances de este libro.

En el final de Reality Bites, Lelaina aún no ha logrado dar con un trabajo estable, pero se las arregla para vivir haciendo uso de una tarjeta de gasolina que su papá –quien se negó a ayudarla a conseguir empleo– le regaló al momento de su graduación, prometiéndole hacerse cargo de los gastos. En los últimos minutos del film oímos surgir la voz del padre desde una contestadora telefónica, pidiendo explicaciones por la abultada cuenta de la tarjeta. Al escucharlo, Lelaina ríe con gracia. Como una suerte de enmienda a su imposibilidad de definir ironía, podríamos pensar que en este acto la joven está reconociéndola al verla. Si bien en el prefacio a la presente edición de Retórica y representación en el cine de no ficción, Carl Plantinga indica que se le han manifestado críticas en torno a los capítulos que se proponen definir el cine de no ficción, es indudable el aporte que el catedrático del Calvin College ha hecho no solo en pos de la definición de tal concepto sino en la problematización, discusión y análisis del mismo, desde la primera hasta la última página del libro. La lectura de este imprescindible texto de Plantinga nos brinda las herramientas necesarias para ampliar nuestros horizontes, ir un paso más allá, y ya no contentarnos simplemente –entre titubeos– con reconocer a una película de no ficción cuando la vemos.

[1] Al momento de la escritura del libro que aquí se reseña, la tipología propuesta por Nichols se limitaba aún a cuatro modalidades de representación documental: expositiva, observacional, interactiva y reflexiva. Una de las observaciones que hace Plantinga respecto a estas categorías radica en la necesidad de una modalidad poética. Posteriormente Nichols agregaría a su tipología dos nuevas modalidades: la poética y la performativa.