Arturo Aguilar Lozano, Valencia, Universitat de València, 2018.
por Lior Zylberman
Si el Holocausto es considerado el evento del siglo XX, Shoah (1985) de Claude Lanzmann puede ser pensado como el evento cinematográfico de dicho siglo. Mucho se ha escrito y dicho en torno a la ambiciosa obra del realizador francés, y aún hoy, ya entrados en el siglo XXI, se continúa escribiendo libros enteros dedicados a esta película; así, resulta válido preguntar qué aportes se pueden hacer que aún no se hayan hecho. Lo cierto es que el libro de Arturo Lozano Aguilar responde ese interrogante a un doble nivel: no solo se puede seguir escribiendo sobre Shoah sino que debido a las propias características del film aún puede ser pensado desde nuevos enfoques.
La bibliografía existente sobre Shoah se ha concentrado en torno a la propia figura de Claude Lanzmann. Por un lado, existe un gran número de artículos escritos por el propio realizador; por el otro, compilaciones con textos de diversos autores en las cuales se incluyen también a Lanzmann. Finalmente, se han editado libros de análisis que cuentan, a modo de prólogo, con el beneplácito del director. Todo ello nos sugiere pensar que la mayoría de la obra crítica y estudios sobre Shoah han contado con la custodia del realizador pero también reparar acerca de la propia forma que Lanzmann ha vigilado su obra –quizá como ningún otro director– llevándolo a intervenir activamente en la esfera pública y sugiriendo cómo debía ser interpretada tanto su película como el hecho histórico. Lozano Aguilar apunta así que “la tutela del creador sobre el análisis de su obra promovió la aceptación y repetición de conceptos que hicieron furor. Inefabilidad, irrepresentabilidad, los no lugares de la memoria, la renuncia a cualquier explicación…” (23). El criterio estético de Shoah, de la mano de su director como también de los que siguieron sus cánones analíticos, se volvió de igual modo un barrera normativa para pensar cómo debía ser representado e interpretado el Holocausto inclusive las características que lo hacían un evento único en la historia. Quizá el punto más álgido de esta polémica fue alcanzado en el intenso debate entre Georges Didi-Huberman por un lado y Elisabeth Pagnoux y Gérard Wacjman por el otro, que oficiaron como portavoces de Lanzmann.[1]
Es que Shoah es mucho más que una película. Es una herramienta para excavar e interrogar en el presente las huellas del pasado genocida pero también, desde su estreno como cada proyección especial, un evento cultural y político al mismo tiempo. Tal como subraya Lozano Aguilar, el estreno del film en Francia fue un verdadero acontecimiento no solo por la difusión que tuvo en los noticieros sino porque al estreno en L’Empire de Paris asistió el entonces presidente de Francia, François Mitterrand. La aprobación del film no vino únicamente del gobierno francés, que había colaborado con su financiación, Shoah también contó con el beneplácito de la intelectualidad francesa con su compañera de Les Temps Modernes, Simone de Beauvoir, a la cabeza de los elogios. Así, si bien Shoah nació como un encargo del gobierno israelí previo a la guerra de Yom Kippur terminó volviéndose un hecho político francés.
Shoah es asimismo una respuesta a diferentes hechos históricos y culturales del momento que Lozano Aguilar expone con claridad. Por un lado, a mediados de la década de 1970 comienzan a circular en Francia una serie de escritos negacionistas que ponen en tela de juicio lo que sucedió en los campos de exterminio. Por el otro, el Holocausto comienza a ser absorbido por la cultura de masas, siendo la miniserie Holocaust (Marvin Chomsky, 1978) el título más conocido. Aunque cuando Lanzmann inicia el proyecto ambas situaciones aún no habían alcanzado la luz pública, al momento del estreno, después de más de una década de trabajo, Shoah parecería colocarse como una posición ética e histórica ante todos ellos. Incluso el título final elegido para el film vendría a marcar una diferencia: si bien el acontecimiento ya tenía un nombre reconocible, la adopción de ese título ofrece “un término alternativo para referirse a la destrucción de los judíos europeos, pero también impone unos preceptos en su forma de recordar. Desde su nominación, Shoah pretendía establecer un vínculo directo y original con el acontecimiento, ignorando las formas de representar moldeadas en los anteriores cuarenta años” (22).
A los conceptos antes mencionados con los cuales el film fue analizado, Lanzmann también sugirió que su película sintetiza la única posición ética y estética posible para la representación del exterminio: rechazo absoluto a recurrir a la ficción[2] y a las imágenes de archivo. Ello llevó también a rechazar una estructura narrativa clásica ya que para el director de Shoah no hay porqué, no hay causa y efecto, no hay narrativa lógica. Asimismo, ese rehúso condujo a comprender a la Shoah ya no como un acontecimiento del pasado sino a pensar estrategias para anular el tiempo entre el hecho y su representación. Shoah es entonces una película del presente, y eso Lanzmann lo anuncia desde el texto inicial del film: “la historia comienza en el presente”. ¿En qué presente? ¿En el de filmación? ¿En el del montaje? Con ello, su director desea sugerir que el presente de la historia lo es cada vez que un espectador mira la película, creando así “las circunstancias para que el acontecimiento original resurja en una atemporalidad” (32). De este modo, en su resolución ética-estética el realizador planteó diversas formas de abordaje a los diversos actores: el rechazo absoluto –una ética de la no ética, como la apelación a cámaras ocultas– lo obtienen los verdugos mientras que en la vereda opuesta se encuentran los testigos más próximos a las víctimas, en el medio la población polaca que observó imperturbable, e incluso con placer, el exterminio de los judíos. Para Lanzmann, los verdaderos testigos, los únicos que vieron las cámaras de gas por dentro, son las verdaderas víctimas y testigos pero ellos no pueden dar testimonio; así, Lanzmann optó por buscar la palabra de aquellos que estuvieron lo más cerca posible de las víctimas.
La propuesta de Lozano Aguilar busca correrse del canon analítico sobre este film. No lleva adelante una crítica como la pensada por Dominick LaCapra ya que no es por ahí donde desea transitar. El análisis de Lozano Aguilar es cinematográfico y ético a la vez, concentrándose tanto en la materia prima con la que Lanzmann trabaja –el testimonio– como en la forma de presentarla. Con lo expresado en el párrafo anterior, sabemos que Shoah se compone por testimonios de testigos, siendo el conocimiento de primera mano lo que aportan al film; a partir de allí, Lozano Aguilar propone estudiar cómo estos participantes trasmutan a una categoría moral –víctimas o verdugos –, y para ello dará cuenta cómo la puesta en escena y el montaje son empleados para tal fin. Entonces, a contracorriente con “la era del testigo”, el autor aconseja prescindir del concepto de testigo para referirse a los personajes que intervienen en la recuperación del pasado. Shoah evita la descripción y explicación del suceso histórico y abole la distancia que media entra las víctimas y el espectador ya que precisamente el trabajo del film opera en esa dirección: adscribir al testigo a uno de los dos grupos morales. De este modo, en Shoah solo hay víctimas o verdugos, “el exterminio de los judíos europeos es el acontecimiento fundacional que divide al mundo en dos órdenes morales, víctimas y verdugos, sin posibles zonas intermedias o independientes” (35).
La tesis que presenta el estudio sugiere que para la víctima el film propone una comunidad mayor a la pensada tradicionalmente, la víctima no queda restringida a una cuestión identitaria sino a su posicionamiento moral, incluso reconvierte el ideal heroico resistente al de víctima. Para el verdugo, Lanzmann extiende esta designación más allá de los perpetradores a los “imperturbables testigos, al tradicional antisemitismo o al presente inmutable que vive a espaldas a la actualización del crimen” rechazando “todas las hipótesis sobre la banalidad burocrática de los verdugos genocidas” (39).
Luego de la introducción, Lozano Aguilar presenta a aquellos personajes, tanto víctimas como verdugos, que dan su palabra en el film y que serán el objeto de análisis, dando luego lugar a la primera parte del estudio dedicado a las víctimas. De este modo, el capítulo 1 “Genealogía de la representación de la víctima judía” funciona como un estado del arte sobre la discusión acerca de la representación de la víctima judía, de una primera invisiblización hasta su emergencia pública y elevación moral, pasando por el uso político para la refundación de la sociedad israelí. En su minucioso análisis, no se desarrollan todos los posibles debates sino la forma de representarlos y pensarlos antes del estreno de Shoah.[3]
El libro posee dos núcleos en los cuales confluyen y se desarrollan las tesis. El primero de ellos es el capítulo 2, “Representación de las víctimas en Shoah”; en éste, apartado de la solemnidad con la que este film suele ser analizado, Lozano Aguilar descompone la arquitectura del film con el objetivo de comprender su montaje como un precioso mecanismo de relojería. Ya desde la primera secuencia se puede evidenciar el mecanismo de análisis del film: con Simon Srebnik como protagonista, el autor señala que “la puesta en escena favorece el regreso de un testigo portavoz de las víctimas –mediante la vuelta al escenario, la recuperación de sus gestos, de sus palabras, de su jerga, el montaje de la banda sonora con las imágenes…–al acontecimiento. La representación anula el lapso temporal (…) el espectador de esa puesta en escena deviene una suerte de testigo cuya empatía lo sitúa junto a las víctimas” (87).
El capítulo recorre así las entrevistas a los diversos protagonistas empleando esa lógica analítica –detención en el gesto, la jerga– a fin de reparar cómo el film anula el paso del tiempo. Los sitios no solo sirven como puesta en escena, como la barbería para Abraham Bomba o la locomotora para Henrik Gawkowski, sino también para llevar a los personajes a ese tiempo, a recordar en el sitio de los hechos. En esa dirección, Lozano Aguilar se detiene en forma minuciosa en el análisis del montaje para llevar adelante dicha idea temporal. Los sitios, los espacios, entran a la pantalla en momentos precisos, no solo para ilustrar lo que el personaje al pasar al off narra; la apuesta de Lanzmann es más profunda ya que vienen a afirmar la idea temporal rectora. De este modo, los espacios no se refieren solamente a los lugares que tuvo lugar el exterminio sino también al presente, a las autopistas y a los camiones Saurer circulando en ellas, a los complejos industriales en el Ruhr, a la ciudad de Varsovia, a la estación de tren de Sobibor, a los trenes y las vías de hoy por las cuales circularon los trenes de ayer, entre otros. El montaje de esos espacios durante los testimonios hacen que el pasado quede abolido y que esa acción pasada se resignifique en el presente: el Holocausto no ha pasado, sigue pasando, sus huellas siguen ahí y la tarea del cineasta es hacerlas visibles.
En el análisis de las víctimas, Lozano Aguilar postula una toma de posición particular por parte de Lanzmann al referirse a las zonas grises. Figuras como los Sonderkommandos o Adam Czerniaków, líder del Judenrat del gueto de Varsovia, han sido objeto de polémica y discusión, acusados incluso de colaboradores del exterminio; Lanzmann, en cambio, toma otra posición ante ellos. Ante todo, porque, como ya fuera señalado, el criterio moral del realizador solo permite distinguir entre víctimas y verdugos, no hay término medio, no hay zonas grises. Así, una de las voces más importantes, y es preciso señalar el esfuerzo de Lanzmman por restituir el lugar de los Sonderkommandos en la historia, es Fillip Müller, quien sobrevivió a cinco recambios de dicho comando; de todos los personajes, él es quien estuvo más próximo a ver las cámaras de gas y sobrevivir. En la división binaria ya mencionada, incluso el héroe es comprendido como víctima. En Shoah, como afirma el autor, no encontraremos la disyuntiva ente la víctima y el héroe, la resistencia es desprovista de su carácter guerrero para comprenderla en la lucha por la supervivencia y en el mantenimiento de la dignidad. En ese sentido, el destino de Czerniaków es una figura central para el proyecto de Lanzmann dado que “se trata de deslindar la zona gris que enturbiaba la rememoración de las víctimas” (132); de este modo, en Shoah no hay gradaciones ni zonas grises u oscuras, solo verdugos y víctimas.
La segunda parte del libro funciona como espejo de la primera abordando aquí a los verdugos. En esa sintonía, el capítulo 3 “Genealogía de la representación de los verdugos” expone un recorrido similar al trazado para pensar a la víctima. Mientras que para indagar la representación de la víctima el foco se concentraba en la emergencia de la especificidad del caso judío, para el verdugo poseemos una pluralidad de miradas: las de los Aliados y la de los soviéticos. Cada bloque pensó y expuso en diversas películas, como las presentadas en el Tribunal de Núremberg, la problemática desde distintas perspectivas ideológicas y políticas, el capítulo, entonces, trata de dar cuenta de esas miradas y posiciones. Así como el juicio a Eichmann funcionó como una bisagra para la representación de la víctima judía, lo mismo sucedió con la del verdugo; los ecos de dicho juicio llevarán a que tengan lugar otros en Alemania donde serán juzgados algunos de los protagonistas de Shoah.
El capítulo 4 “Representación de los verdugos en Shoah” se aplica la perspectiva analítica para estudiar a esta figura, y desde el inicio del mismo Lozano Aguilar sugiere uno de los tantos cambios que propone Shoah para tratar a dicha figura: mientras que en los acercamientos previos “la representaciones eran un intento por argumentar la inédita maldad de los crímenes cometidos por los nazis, la posición de Lanzmann es sancionadora. En su película no encontraremos ninguna búsqueda de las razones o las características propias de los verdugos” (206).
Si bien la figura del verdugo también emerge en los testimonios de las víctimas son quizá las cámaras ocultas a ex nazis las imágenes más reconocidas del film. La mostración de este recurso sirve asimismo como una postura moral tomada por Lanzmann ya que el verdugo ha perdido toda forma de respeto y posibilidad de empatía. De este modo, ante algunos verdugos la película se convierte en un “escrache fílmico”[4], sus dichos son puestos en discusión, marcándole Lanzmann sus propias lagunas o la ingenuidad de su pensamiento.
La decisión moral e histórica que efectúa Lanzmann lleva a posicionar a los diversos vecinos polacos entrevistados del lado de los verdugos. Si la propuesta es abolir el tiempo, los argumentos que dan los testigos polacos no hacen sino exponer las mismas premisas del antisemitismo tradicional, siendo la escena de la entrevista a los vecinos de Grabow junto a Srebnik la más clara de todas. A su vez, la forma de encarar a los verdugos sigue resultando una posición epistemológica crucial al momento de estudiar y pensar formas de representar a esta figura, ya que para Lanzmann, según Lozano Aguilar, “la voz del verdugo solo resulta fiable al transmitir la lógica que proyectó y administró el crimen; el resto, las causas, sus reacciones o implicaciones suenan completamente falsas porque obedecen a un constructo retórico posterior que tiene como única finalidad eludir la condena moral” (282).
Si Shoah es tanto un documental –aunque su director niegue esa etiqueta– como una obra histórica, el libro de Lozano Aguilar se coloca también en ese “entre”: es tanto un libro sobre cine como también un libro de historia. Como interpretación, la película intervino en la historiografía del Holocausto y el análisis que Lozano Aguilar lleva adelante permite indagar en las exégesis y posiciones que Lanzmann tomó. Así, el camino que propone el libro conduce a un recorrido que da lugar a nuevas reflexiones sobre este film tan transitado. La exploración y el estudio que Lozano Aguilar propone no solo dan cuenta de la grandeza e importancia de la obra de Lanzmann sino también de las vetas ocultas que todavía atesora.
Notas
[1] Discusión que giró en torno a cuatro fotografías tomadas por un Sonderkommando en Auschwitz y que Didi-Huberman en su ensayo sugería que éstas podían ayudar al conocimiento histórico y a imaginar lo que dicho campo de exterminio fue. Por otro lado, el propio Didi-Huberman había interrogado al film, siguiendo los lineamientos lanzmannianos, en su artículo de 1995 Le lieu malgré tout.
[2] Entiéndase por ficción a las producciones tendientes a la espectacularización y al falseamiento melodramático, y no a la puesta en escena.
[3] He aquí otra potencia de la obra de Lanzmann: la posibilidad de pensar desde otro prisma a la víctima y al verdugo.
[4] Si bien Jorge Ruffinelli emplea este término para pensar otros documentales, creemos que la lógica que subyace es la misma. Véase Jorge Ruffinelli, “Documental político en América Latina: un largo y un corto camino a casa (década de 190 y comienzos del siglo XXI)” en Casimiro Torreiro y Josetxo Cerdán (eds.), Documental y vanguardia, Madrid, Cátedra, 2005.