La ética de la intervención: The good woman of Bangkok, de Dennis O’Rourke

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Linda Williams*

Traducción de Soledad Pardo

Algún tiempo atrás, escuché hablar en la Radio Pública Nacional sobre el suicidio de Kevin Carter, un fotógrafo cuya foto de una niña africana famélica acechada por un buitre ganó una vez un premio Pulitzer. Se dice que después de tomar la foto Carver ahuyentó al buitre, se sentó bajo un árbol y lloró.[1] Como tantas otras historias de observadores de las tragedias humanas supuestamente objetivos, esta plantea el interrogante sobre lo que podríamos denominar la ética de la intervención: en actividades como el periodismo, la fotografía documental y el cine documental, donde el valor se ha situado tradicionalmente en una observación  objetiva y no-interventora de la realidad, ¿cuándo debería un periodista o documentalista dejar de ocupar la posición neutral de observador de las vidas de sus sujetos? ¿Carter debería haber espantado al buitre –en cuyo caso su foto probablemente no hubiera conseguido la atención que finalmente le valió el Pulitzer? ¿Cuál es la respuesta éticamente correcta de un documentalista que se enfrenta a la miseria humana? ¿Cuál es el compromiso del documentalista con la verdad de una situación frente a su implicación subjetiva en ella? ¿Qué es, de hecho, la verdad del documental?

Quiero dedicarme a estas y otras preguntas difíciles a través de la discusión de un caso aún más complicado: el documental de Dennis O’Rourke The good woman of Bangkok [La buena mujer de Bangkok] (1991). Me interesa esta película sobre una prostituta tailandesa contratada por el realizador para ser su amante y el sujeto de su film porque su dilema ético me fascina tanto como me provoca. Cuando vi la película por primera vez en el Festival de Cine de Berlín estaba lo suficientemente irritada como para reprocharle personalmente a O’Rourke lo que parecía ser un grosero abuso de su sujeto, suavizado –me parecía- por su regalo de un arrozal ideado para “salvarla” del trabajo sexual. En reflexiones posteriores, sin embargo, he llegado a valorar el desafío que la película planteó a mis juicios demasiado apurados y seguros. Claramente un hombre que hace una película sobre una prostituta convirtiéndose en su cliente se vuelve vulnerable a la ira feminista, pero voy a sostener que esa misma vulnerabilidad es también lo que hace que el film sea tan desafiante para la ética documental convencional. En lo sucesivo deseo discutir la cuestión de la ética de la intervención documental a través del análisis del film de O’Rourke. Pero primero quiero ahondar más en lo que significa intervenir en la vida de un sujeto cinematográfico.

Good Woman of BankokEn Representing Reality, el crítico de cine Bill Nichols señala que el desplazamiento de un modo de documental observacional y expositivo más convencional hacia una “voz testimonial centrada en el testigo” se aleja de los argumentos sobre el mundo para acercarse a argumentos sobre la ética de las interacciones del realizador con testigos: ¿Qué revelan sobre el director y qué revelan sobre su sujeto?[2] En un ensayo al que se refiere Nichols, Vivian Sobchack describe un abanico de posibles reacciones que puede tener el espectador de cine frente a la instancia extrema de ver en un film a una persona real enfrentada al peligro o a la muerte. Apoyándose en el concepto de “reacción ética” de Sobchack, Nichols ha desarrollado una taxonomía de lo que él llama “miradas” documentales –diversos puntos de vista éticos implícitos sostenidos por la cámara/realizador frente a los hechos filmados. Puede decirse que Sobchack y Nichols distinguen seis tipos de “miradas”; comenzando desde la menos involucrada con el sujeto del film o video hasta la más involucrada: 1) la mirada clínica o profesional, encomendada al periodismo objetivo y por consiguiente a la abstención de toda clase de intervención en la situación; 2) la mirada accidental, que simplemente capta una acción importante por casualidad, como en la película casera de Zapruder sobre el asesinato de John Fitzgerald Kennedy, o en el video de George Holliday sobre la golpiza a Rodney King;[3] 3) la mirada impotente, que registra una pasividad involuntaria, como cuando un realizador registra una situación en la cual la intervención es deseable pero imposible; 4) la mirada en peligro, que muestra el propio riesgo personal del camarógrafo, como en el famoso momento en La batalla de Chile en el cual un camarógrafo filma a un hombre armado que le dispara, con el propio vaivén de la cámara registrando el efecto de la bala, hasta que aquella deja de funcionar y la pantalla funde a negro; 5) la mirada humanitaria (término de Sobchack), cuando la película registra una extensa respuesta subjetiva del momento o proceso de la muerte; y finalmente, 6) la mirada interventora, que se asume cuando el film abandona la distancia entre el realizador y el sujeto, situando al primero en el mismo plano de contingencia histórica que el segundo. Nichols explica que esta intervención se hace habitualmente en nombre de alguien que está más inmediatamente en peligro que el camarógrafo, como cuando los realizadores se ubican junto a huelguistas en lucha en Harlan country, USA o Medium Cool.[4]

Aunque no propongo aplicar esta taxonomía de miradas directamente a las cuestiones éticas que plantea el film de O’Rourke –sería simplista, por ejemplo, decir que la mirada  interventora es la más ética y la mirada clínica es la menos ética- los términos introducidos aquí pueden resultar útiles. Nos pueden ayudar a considerar, por ejemplo, las complejas cuestiones éticas planteadas por las nuevas formas de práctica documental que parecen haber abandonado el respeto tradicional por la objetividad y la distancia y exigir un mayor grado de intervención en las vidas de los sujetos en contextos repletos de dinámicas de poder sexual, racial y postcolonial.

El film de Dennis O’Rourke observa a Yaowalak Chonchanakun (llamada “Aoi”) ir y venir de los bares donde capta a sus clientes a los hoteles donde les brinda servicios sexuales. También la sigue mientras va y viene de la bulliciosa y superpoblada ciudad de Bangkok, donde gana su dinero, al pueblo rural tranquilo y diurno donde invierte ese dinero en la manutención de su madre y su joven hijo. La historia de la vida de Aoi se cuenta a través de tres formas de reportaje con sujetos fílmicos marcadamente diferentes; cada uno de los cuales se parece a una de las miradas de Nichols y Sobchack.

El primer modo de filmar se corresponde más o menos con la noción de Sobchack de la mirada clínica o profesional. Está compuesto por entrevistas objetivas, respetuosamente distanciadas, a la tía de Aoi, a quien se ve sentada en el suelo, al aire libre, en el tranquilo pueblo tailandés donde vive Aoi. Aunque estas escenas rurales contrastan fuertemente con la estridente actividad de la vida nocturna de Bangkok que se ve en otras partes del film, O’Rourke no idealiza el campo frente a la ciudad. Lo que vemos en el campo es simplemente un conjunto de ritmos de vida completamente diferentes, diametralmente opuestos -a través del montaje- al constante ajetreo de Bangkok.

Sentada en el suelo, masticando tranquilamente lo que pareciera ser tabaco masticable, la tía cuenta lentamente cómo el marido de Aoi la abandonó cuando ella estaba embarazada, cómo Aoi tuvo que hacerse cargo de una deuda que tenía su padre, cómo su familia perdió su tierra para pagar la deuda, y cómo finalmente no tuvo más opción que trabajar como prostituta en Bangkok. Algunos segmentos de la entrevista de O’Rourke con la tía se intercalan a lo largo de la película y constituyen su toque más convencional, objetivo y etnográfico.

Contrastando fuertemente con estas prolongadas entrevistas objetivas, aparece una serie de entrevistas mucho más espontáneas con hombres angloamericanos, australianos y europeos que bailan y beben con prostitutas tailandesas en bulliciosos bares de Bangkok. En estos bares nocturnos dominados por hombres, donde los clientes ebrios deben gritarle a la cámara para ser “oídos” por ella, somos testigos de una exhibición de misoginia desenfrenada que se hace accesible a nuestra mirada -tal como entendemos rápidamente- a través de la participación del propio realizador en la misma. Aunque nunca vemos a O’Rourke en la imagen es claro, a partir de las reacciones de estos hombres frente a esa mirada diferente de la cámara, que reciben al realizador no como un observador objetivo, clínico, sino como un compañero de parranda que casualmente tiene una cámara; él disfruta de los mismos privilegios de hombre blanco que los otros hombres en los bares. Esta mirada cómplice de “uno de los muchachos” suscita una fanfarronería y misoginia masculina que una entrevista más profesional o clínica hubiera excluido. Un norteamericano se jacta, frente a la cámara de O’Rourke, de haber comprado siete mujeres en un día; otro sostiene que a diferencia de las mujeres norteamericanas, que son unas “putas de mierda”, estas mujeres son “lo mejor del mercado”, no solamente porque “sus cuerpos son los mejores”, sino también porque “tienen la actitud correcta” –doblan tu ropa y te dan “un baño, un masaje y una mamada”, todo en la misma sesión.

Una entrevista a los gritos en un ruidoso bar con un grupo de australianos borrachos es particularmente reveladora. Estos hombres aseguran sentir lástima por esas mujeres y se consuelan suponiendo que el dinero que les pagan va a ayudar a la próxima generación de mujeres a recibir una educación y liberarse de una vida de explotación. Por supuesto, esa compasión suena hueca, porque podemos ver claramente que su placer depende de la explotación continua de estas mujeres tailandesas serviles y sin educación. La entrevista termina cuando el australiano más joven y avergonzado agrega sin convicción: “Con un poco de suerte las mujeres tailandesas no tendrán que hacer esto durante mucho tiempo más”.

Sobchack y Nichols no tienen una categoría precisa para este tipo de “mirada”, aunque Nichols señala que “una ética de la irresponsabilidad”, en la cual un realizador participa, más que se opone, a un acto moralmente deplorable, puede ser la otra cara de la moneda de la responsabilidad de la intervención. El caso hipotético que cita es el de una mirada de la cámara que apoya activamente la causa de la muerte, como en el caso de las filmaciones de experimentos médicos letales en los campos de concentración nazis, o incluso en la filmación del cuerpo ahorcado de William Higgins, el norteamericano secuestrado en el Líbano.[5] Nichols parece suponer, entonces, que la naturaleza del modo interactivo del documental es, o bien ser activista y opositor (es decir, intervenir responsablemente en eventos potencialmente dañinos) o bien ser cómplice (es decir, participar irresponsablemente en situaciones y acciones que deberían ser combatidas más que filmadas).

A primera vista, entonces, lo que podríamos llamar “la participación cómplice” de O’Rourke con los clientes ebrios sitúa al cineasta al mismo nivel que esos sujetos moralmente sospechosos. Esta “mirada participativa” no hace ningún esfuerzo por impedir actividades que abusan de las mujeres y las cosifican –de hecho, las fomentan, alentando a los hombres. Agravando la ofensa a la sensibilidad feminista, la escena siguiente, que continúa la descripción general que hace la película de la escena nocturna de Bangkok, muestra a una mujer tailandesa sobre un escenario extrayendo una tira de hojas de afeitar de su vagina, y otra que escribe un saludo a un cliente japonés, “Encantada de verte, Japón”, con un bolígrafo inserto en su vagina.

Como para enfatizar su complicidad con estos explotadores masculinos del Primer Mundo de trabajadoras sexuales del Tercer Mundo, O’Rourke ofrece un texto explicativo al comienzo del film, en el que habla de sí mismo en tercera persona:

El cineasta tenía 43 años y su matrimonio había terminado.
Estaba tratando de entender cómo el amor podía ser tan banal y tan profundo también.
Llegó a Bangkok, la meca de los hombres occidentales con fantasías de sexo exótico y y amor sin dolor.
Conocería a una prostituta tailandesa y haría una película sobre eso.
No parecía ser diferente a los otros 5000 hombres que atestaban los bares cada noche.
Eran las tres de la madrugada cuando ella terminó de bailar y se sentó con él.
Dijo que su nombre era Aoi –que significaba caña de azúcar o dulce…
El proxeneta se acercó y dijo: “únicamente 500 baht o 20 dólares –quédatela hasta la tarde- haz lo que quieras – ¿OK?”
Él pagó y fue su cliente; ella se convirtió en el sujeto de su película.
Se alojaron en un hotel barato de la zona roja.
La filmación y el registro en video ocurrieron allí.

De ese modo, la realización del film de O’Rourke depende de la literal adquisición de su sujeto. Ese “cineasta” en tercera persona participa de la institución de la prostitución para hacer la película. “Pagó y fue su cliente; ella se convirtió en el sujeto de su película”. La interacción con una prostituta en su rol de prostituta es, por ende, crucial para el film. Y es esa participación la que plantea una variedad de cuestiones éticas complejas que apuntan al corazón de los interrogantes sobre la intervención contemporánea del documental en las realidades que filma. Pregunta, de hecho: ¿Puede la mirada inherentemente explotadora de un cineasta del Primer Mundo sobre una trabajadora sexual del Tercer Mundo revelar algo valioso y “verdadero” sobre ese sujeto? ¿Puede un cineasta que se retrata a sí mismo libremente como un hombre que compra favores sexuales de una mujer hacer algo “bueno” por esa “buena mujer”? La respuesta depende parcialmente de cómo interpretemos el momento culminante del film, en el que se intenta intervenir en la vida de Aoi.

Las entrevistas con Aoi, que eventualmente culminan con el gesto de intervención, por parte del cineasta, en su vida, constituyen un tercer tipo de mirada sobre su sujeto. Tienen lugar en la extraña “intimidad” y aislamiento de un cuarto de hotel de la zona roja de Bangkok, donde Aoi y O’Rourke vivieron como prostituta y cliente. A diferencia de la entrevista clínica-profesional con la tía, que mantenía una distancia respetuosa, y el estridente y descuidado cinéma vérité participativo de las entrevistas con los hombres en los bares, estas entrevistas están orquestadas conscientemente y firmemente encuadradas. A menudo presionan muy de cerca a su sujeto, que es sensible a la invasión. Aoi se sienta frecuentemente junto a un espejo, y en muchas ocasiones su imagen se duplica por el reflejo. El discurso que da a la cámara (y por ende a O’Rourke, que opera tanto la cámara como el sonido a lo largo del film), alterna entre explicaciones extremadamente fácticas de su economía, como los esfuerzos por pagar las deudas de su fallecido padre, o sus viajes a su casa cada vez que ahorra doscientos dólares, y relatos extremadamente emocionales sobre su odio hacia los hombres, comenzando por el relato sobre su marido, que la abandonó, y continuando con sus relaciones con clientes y proxenetas que la maltratan. Hablando algunas veces en tailandés, otras en un inglés balbuceado, cuenta dolorida cómo los hombres tailandeses se burlan de ella cuando la ven por la calle con clientes extranjeros poco atractivos. Se hace evidente que siente una suerte de vergüenza sexual al ser vista con hombres occidentales frente a tailandeses. Claramente condena el sistema patriarcal que la retiene en esa esclavitud, y astutamente incluye su relación con O’Rourke en ese sistema.

Entretejidos a lo largo del film, estos segmentos de Aoi respondiendo a las preguntas de O’Rourke eventualmente llegan a una suerte de crescendo de autodesprecio, en cuya cima el realizador finalmente va a intervenir. Aoi de pronto habla de amor –un tema que no se había planteado antes. Sentada frente a su reflejo en un espejo –un espejo que intencionadamente no refleja al cineasta- Aoi dice: “No sé lo que es el amor… Nadie puede amarme. No tengo nada bueno, solo malo. ¿Quién puede amarme? Creen que me conocen. Yo me conozco. No puedo dar”.

Es en respuesta a esa afirmación desesperanzada que escuchamos la voz de O’Rourke por primera vez, haciendo su dramático gesto de intervención. Hablando despacio y desapasionadamente dice: “Okay, voy a comprarte un arrozal y quiero que dejes de trabajar. Es hora de que empieces a cuidarte”. Cuando Aoi repite que no le importa el cuidado de sí misma, O’Rourke parece imponer una condición para darle el arrozal: “Haré esto por ti únicamente si vuelves a tu casa… La vida que estás llevando te va a matar. No es como antes. Muchas mujeres están muriendo de SIDA”. Aoi entonces dice que podría dejar de trabajar, pero O’Rourke insiste en que se lo prometa. En este punto Aoi se planta: “Si quieres ayudarme está bien. Pero no esperes nada de mí. Hay cosas que no puedo hacer. Lo siento. No me ayudes si quieres algo a cambio. No quiero hablar ahora”.

En este punto de la película O’Rourke parece elegir intervenir en la vida de su sujeto. Efectivamente intenta terminar con su carrera de prostituta –la carrera que le hizo interesarse en ella en primer lugar- para “salvarla” de los peligros de esa ocupación. La promesa del arrozal es un ejemplo extremo del modo interventor de Nichols (y Sobchack). Viendo que el SIDA es una amenaza para su vida, y deseando ejecutar un cambio en esa vida, el cineasta-cliente parece hacer “lo correcto”: le da los medios económicos para que termine su carrera como prostituta. Incluso en esta misma escena Aoi se niega vehementemente a aceptar la condición de dejar de prostituirse. Un texto al final del film nos informa, en lo que vendría a ser un giro crucial hacia la primera persona desde la inicial referencia en tercera persona a “el realizador”, lo siguiente:

Le compré un arrozal a Aoi y me fui de Tailandia.
Volví un año después, pero ella no estaba allí.
La encontré trabajando en Bangkok en un sórdido salón de masajes llamado “La casa feliz”.
Le pregunté por qué y me respondió: “Es mi destino”.

Al final, a pesar de las buenas intenciones del realizador, la mirada interventora se convierte en otra de las miradas de Sobchack y Nichols: la inútil pasividad involuntaria que solo puede registrar aquello que es incapaz de modificar. Así, el gran gesto de la intervención documental falla: O’Rourke no alcanza el éxito, al menos hasta donde nos informa el film, de alterar el “destino” de Aoi. En una afirmación hecha con anterioridad, se puede ver a Aoi explicando su resistencia, al menos parcialmente:

Dices que me entiendes. Pero no te creo. Tú eres el cielo y yo soy el suelo. Solo soy basura podrida. Me sacaste del montón de basura solamente porque querías hacer esta película. Creo que todo lo que haces y me dices es para manipularme para tu film. Incluso si prometiste comprarme un arrozal no es mucho comparado con tu película. Estoy segura de que vas a conseguir mucho más por ella.

Aoi parece entender perfectamente la naturaleza del negocio que O’Rourke quiere hacer con ella. En esta situación, al igual que en su profesión, actúa a cambio de dinero. Aunque su performance fílmica no es sexual –de hecho, es una suerte de antisexo en sus repetidas afirmaciones de intenso odio hacia los hombres– reconoce el paralelismo –que la película consiste en un hombre comprando un aspecto de su conducta. Como en la relación de prostitución, la inequidad de poder entre cliente y puta se mantiene igual. Pero a diferencia de la fantasía masculina de la puta que espera ser rescatada de “la vida”, Aoi no quiere que la rescaten, quiere que le paguen bien. De hecho, critica la arrogancia del interventor que se adula a sí mismo creyendo que puede rescatarla de “su destino”.[6]

Vale la pena señalar –aunque reconozco que no sé cuanta atención va a recibir esta observación– que a pesar de que el ofrecimiento del arrozal era genuino (es decir, que O’Rourke realmente hizo la oferta y efectivamente le compró el arrozal a Aoi), también es un constructo ficcional. O’Rourke ya le había dado el arrozal a Aoi en el comienzo, antes del inicio de cualquier clase de registro cinematográfico sustancial. Aunque la ficción que construye el film indica que O’Rourke usa el arrozal para inducir a Aoi a que abandone la prostitución, de hecho el pago ya se había realizado. Así, O’Rourke se representa a sí mismo como un cliente más estereotipado de lo que realmente era.[7] Dicho de otro modo, el intento de intervención en la vida de Aoi como prostituta es cierto, pero lo que no es cierto es la manera en que se representa en la película. Aparece, entonces, una “verdad” documental fuertemente guionada. Es por esa manipulación de su sujeto que O’Rourke prefiere llamar a su obra “ficción documental”.

No creo, sin embargo, que esa denominación deba ser interpretada como una falta de esperanza nihilista por la imposibilidad de alcanzar alguna verdad en el documental. Aún si, como sostuvo Errol Morris una vez, “la verdad no está garantizada”, los documentales (incluso los ficcionales) buscan algunas formas de la verdad, fuertemente relativas, contingentes y no garantizadas; de lo contrario simplemente serían ficciones. Al llamar a su película “ficción documental” pereciese que O’Rourke intenta vencer la simple dicotomía entre verdad y ficción, para sugerir que no hay una verdad a priori, auto-evidente, que la cámara deba “capturar”, sino que hay horizontes de “verdad” multifacéticos y borrosos que se pueden construir dentro de una forma polisémica (multi-mirada).[8]

Es a través de la combinación de estos muy diferentes abordajes de su sujeto –observacional, participativo e  interventivo– que el film de O’Rourke llega a la “verdad” de la vida de esta prostituta de Bangkok –una verdad que solo se alcanza a través de esas estrechas relaciones. Es precisamente porque esta verdad está tan comprometida y refractada a través de múltiples puntos de vista –incluyendo los de los clientes- que desarma todas las convenciones previas de la representación de las prostitutas. Una de estas convenciones es la muy conocida representación feminista de la prostitución como una institución de pura victimización femenina. Esta reacción feminista automática se evidenció fuertemente en las reseñas del film de O’Rourke y, de hecho, en mi propia respuesta inicial.[9] Sin embargo, quiero sostener que dado que el cineasta se hace voluntariamente vulnerable a la condena feminista la película se abre a un nivel de cuestionamiento ético que es bastante excepcional en el cine documental, y que ese cuestionamiento no debería desestimarse sin más por el público –feminista o de otra clase.

Tomemos, por ejemplo, la siguiente oración que aparece en el texto del comienzo del film: “No parecía ser diferente a los otros 5000 hombres que atestaban los bares cada noche”. ¿O’Rourke dice esto solamente para que eventualmente lo veamos como a alguien diferente cuando le ofrece a Aoi el arrozal?  ¿O quiere que veamos que, básicamente, no es diferente? Ciertamente no es diferente en tanto compra una mujer; él disfruta sexual y cinematográficamente de aquello por lo que pagó. Como para probar su lascivia, incluso agrega una escena en la que representa la mirada de su cámara como sexualmente intrusiva, y retrata la resistencia de Aoi a esa mirada. Una Aoi semidesnuda yace boca abajo sobre la cama, intentando dormir, sin hacer caso a la invasión de la cámara de O’Rourke. Hábilmente usa sus pies para cubrir las partes desnudas de su cuerpo con las sábanas, apartándose de la cámara al mismo tiempo, sin darle jamás la satisfacción de aceptar su mirada sobre ella. Con todo lo humillante que es esa descarada mirada masculina, la obvia condena feminista a la que invita esa escena pierde de vista los modos más complejos en los cuales la película entera explora las dinámicas de poder dentro de una relación inherentemente desigual, ya que mientras la cámara de O’Rourke intenta capturar la vulnerabilidad desnuda de Aoi, captura también (¿o provoca, o dirige?) su resistencia a esa intrusión. Si O’Rourke no hubiera expuesto su abuso de poder poniendo en escena esa mirada voyeurística –si hubiera continuado, por ejemplo, con las entrevistas etnográficas respetuosamente distantes– tampoco hubiera suscitado la respuesta verbal y visual de Aoi frente a su intrusión.

Quizá la mejor manera de caracterizar la ética de la relación de O’Rourke con su sujeto sea decir que, como en la obra de Brecht a la que alude el título de su película, esa relación admite que no puede haber ninguna posición moralmente pura, ninguna verdadera “buena” persona. O’Rourke no es diferente de esos otros hombres aún si intenta –como la buena mujer de Setzuan- comportarse de un modo más ético. Al mismo tiempo, sin embargo, es su disposición a exponer la clase de relación que es tan vulnerable a la crítica feminista lo que hace de esta película una exploración de la relación prostituta-cliente tan excepcionalmente aguda y honesta, más que una condena trillada.

En un análisis fascinante de estudios sociológicos sobre la prostitución, Lynn Sharon Chancer muestra los límites de numerosos estudios sociológicos sobre los “pros” y los “contras” de la prostitución llevados a cabo por observadores externos. A pesar del conocimiento teórico de que la cultura patriarcal se involucra continuamente en formas históricamente variables del “tráfico de mujeres”–sea un tráfico de esposas o de putas–Chancer sostiene que las/los feministas han sido muy reacias/os a estudiar los detalles de la prostitución. Además, la mayoría de los estudios no se centra en los clientes masculinos que hacen que el negocio sea posible. Chancer insiste en que la prostitución debe ser definida, desde el comienzo, como una interacción entre dos partes.[10] Aunque O’Rourke no es sociólogo, y por cierto no podría describirse como un feminista, como un astuto observador de la complejidad del poder en una era postcolonial y postmoderna ha producido un documento sobre la prostitución que apunta al corazón relacional de los roles que se asumen dentro de esa institución. Esto es posible porque, más que pararse afuera y mirar a la prostituta y su mundo, O’Rourke ha tomado una posición interna a esa relación parcialmente real, parcialmente ficcionalizada. Reconoce que no existe una mirada objetiva y neutral; él está implicado en la verdad y en la ficción.

Como feministas, a algunas/os de nosotras/os puede desagradarnos el hecho de que las relaciones en las que se involucra  sean desiguales. Pero mientras exista un “tráfico de mujeres” masculino, tanto legal como ilegal, no puede haber una ética sencilla de la relación sexual masculina con las mujeres, sean esposas, amantes o prostitutas. La única alternativa a las representaciones con tal desequilibrio de poder “imperialista” sería evitar por completo la representación de la prostituta, o, como sostiene un crítico de O’Rourke, insistir en la necesidad de una “forma dialógica de representación fílmica”, en la que la prostituta supuestamente habla en igualdad de condiciones con el cineasta-cliente.[11] Pero esa solución supone una relación de falsa equidad. Sostendré, por el contrario, que el esfuerzo de O’Rourke por ser ético en una situación desigual –que es, finalmente, la situación que la mayoría de los hombres y mujeres experimentan en el mundo real– plantea la pregunta más profunda e importante sobre la relación ética del cineasta-cliente y comprador. Creo que este es el interés real de su film. No es que O’Rourke “salva” a Aoi y se muestra como un buen documentalista, sino que no la “salva” ni puede hacerlo, y aún en su intento genera resistencias por parte de Aoi, tanto hacia su lujuria como hacia su rescate, resistencias que le garantizan a ella una mayor integridad y autonomía, en tanto puta económicamente independiente que odia a los hombres, que la que hubiera tenido como una buena mujer “salvada”.

Consideremos, por ejemplo, el contraste con el documental de Bonnie Klein sobre la industria del sexo Not a love story (1982).  La película de Klein está hecha con un espíritu de igualdad de hermanas con su “informante nativa” principal –una stripper llamada Linda Lee Tracy– que se convierte en una suerte de colaboradora en la realización del film. Como O’Rourke, la cineasta intenta intervenir en, y evitar, la carrera de venta-de-sexo del sujeto del film, quien después de enterarse de las degradaciones de la industria del sexo parece abandonar el negocio. A diferencia de O’Rourke, Klein parece tener éxito en su intento por disuadir a esta trabajadora sexual de participar en “la vida”. En el transcurso del film Tracy es educada por la cineasta para ver los modos en los que los cuerpos femeninos son explotados por la industria del sexo. A la larga ella se convierte en una activista antiporno casi tan buena como lo era antes en el oficio de stripper. Incluso se presenta en una sesión de fotos pornográficas para poder reflexionar durante la misma sobre la degradación de ser un objeto sexual. Esa degradación parece luego proveer a Tracy del ímpetu necesario para renunciar a la vida de trabajadora sexual y alcanzar un final feminista “feliz” en el que se libera de la necesidad de desempeñarse sexualmente para los hombres.[12]

Así, el film de Klein pareciera ser una intervención exitosa en la carrera sexual de su sujeto, pero voy a sostener que por esa misma razón es una película menos honesta y menos ética que la de O’Rourke. Mientras que la adquisición de O’Rourke de su sujeto queda clara en su negociación permanente con ella, la adquisición de Tracy por parte de Klein está encubierta. El hecho de que Tracy continúa actuando, continúa intentando complacer al cliente –ahora una feminista en vez de un hombre en busca de servicios sexuales– se halla escondido bajo la pretensión de una igualdad fraterna y “dialógica” que ignora por completo las diferencias de clase entre la realizadora anti-pornografía, las feministas anti-pornografía y la stripper.

Desconozco si a Tracy le pagaron alguna vez por su rol en el film. Probablemente esa remuneración no hubiese sido ética desde el punto de vista de la cineasta, cuyo objetivo era convencer a Tracy de que deje de vender servicios sexuales. Sin embargo, cualquiera que haya visto este documental podrá dar fe de que su punto fuerte reside en el desempeño sexual de Tracy, sea como entusiasta trabajadora sexual, modelo pornográfica reformada y dubitativa, o activista anti-trabajo sexual. Al convertirse en la estrella de la película, en efecto, se la remunera por la posibilidad de complacer a un público mucho mayor del que alcanzó jamás en los clubes de strippers.

Ambas películas indagan en la industria del sexo –sus performers femeninas y sus clientes masculinos. Cada film interviene para disuadir a su trabajadora sexual/informante nativa de continuar ejerciendo su profesión. Ambas películas ofrecen una ocupación alternativa, una nueva clase de desempeño en un drama anti-trabajo sexual. Así, Linda Lee Tracy, una stripper muy buena con talento para la comedia, se convierte, bajo la influencia  interventora de la directora Bonnie Klein (a quien podemos ver en la pantalla), en una víctima femenina asediada y en una activista anti-pornografía. Por el contrario, Aoi, una prostituta de Bangkok y puta exitosa (que encontró en O’Rourke al cliente de su vida) se niega a convertirse en una respetable granjera en el arrozal –al menos durante el transcurso del film.

Es interesante cómo los intentos de ambas películas por rescatar a las trabajadoras sexuales también son formas de seducción. Bonnie Klein induce a Linda Lee hacia un feminismo que supuestamente la va a salvar de la degradación de continuar vendiendo sus servicios sexuales a hombres; Dennis O’Rourke intenta persuadir a Aoi de entrar en una relación más monógama con él mismo y el arrozal. El error en ambos rescates-seducciones es que buscan rescatar a las trabajadoras sexuales más que liberarlas, solo las llevan a un régimen de representación diferente: en lugar de la actuación del placer, ahora producen actuaciones de la degradación. En tanto sujeto del film de Bonnie Klein, Linda Lee participa en una sesión de fotografía pornográfica para informar sobre la degradación que siente. Aoi se somete a otros clientes durante el transcurso del film para confesarle más tarde a la cámara de O’Rourke cuánto detesta a los hombres “viejos, desagradables, sucios y obscenos” que debe atender.

Voy a sostener, sin embargo, que la superioridad ética del film de O’Rourke, junto con su mayor riqueza como documental y como ficción, reside en su reconocimiento de la fantasía del rescate y en sus fundamentos de clase, raza y género. Una película no necesita ser una intervención exitosa en la vida de su sujeto –del modo en que es exitoso, por ejemplo, Errol Morris en The thin blue line– para ser éticamente exitosa.  La película de Morris es un caso notable de intervención exitosa, logrando liberar a su protagonista de un cargo por homicidio. Pero para que una película tenga valor ético no tiene que hacerse sobre una persona ética. Más bien, el film de O’Rourke demuestra que los actos éticos están absolutamente comprometidos. Así como Bertolt Brecht muestra en The Good Woman of Setzuan (1943, la obra de la cual O’Rourke toma parcialmente el título) que los actos de caridad personal no cambiarán jamás el despreciable sistema, O’Rourke demuestra que sus propios actos de caridad personal son inútiles.[13] Incluso así como el cinismo de Brecht sobre la bondad moral produce una obra profundamente ética sobre una prostituta que no puede trascender su situación ética, también el cinismo de O’Rourke produce una ficción documental profundamente ética sobre una prostituta que no puede trascender la suya.

Por consiguiente, aunque pueda haber alguna razón para sospechar moralmente de este cineasta cuyos esfuerzos para entender la profundidad y banalidad del amor lo llevaron a contratar a una prostituta, es ese mismo enredo con las diferencias de poder que conforman toda búsqueda de placer heterosexual lo que hace de The good woman of Bangkok una película tan éticamente desafiante. Puesto que O’Rourke es tan incauto como para buscar una verdad imposible sobre el “amor” en una prostituta, puesto que se organiza tan grandiosamente para fallar, su película de hecho es exitosa –no como una clara intervención en el destino de su sujeto, sino como una rica combinación de miradas clínica, participativa,  interventora e impotente en la complejidad de las relaciones entre Primer y Tercer Mundo, entre objeto femenino y cliente masculino.

No existe una posición ética sencilla una vez que un/a cineasta decide involucrarse con las circunstancias de vida del sujeto que está retratando. Si volvemos, por ejemplo, al dilema del fotógrafo enfrentado a la niña hambrienta y el buitre, ahora vemos que el problema no es simplemente si hay que intervenir, es cómo intervenir sin alterar tan radicalmente la situación original a la que uno ya no es fiel. Enfrentado a la realidad de una niña hambrienta asediada por un buitre, el fotógrafo Kevin Carter se decidió por la solución imperfecta de tomar la foto, luego espantar al buitre y luego sentarse a llorar. Si estaba llorando por el sufrimiento de la niña hambrienta, por su propia impotencia para cambiar las condiciones básicas de su sufrimiento, o por darse cuenta de que él también era una suerte de buitre alimentándose de su desgracia, su particular dilema ético suponía una elección entre dos opciones: intervenir (y echar a perder la verdad del peligro de la niña sobre el cual se basa la fotografía) o no intervenir (y convertirse así en una suerte de participante de su agresión).

La solución de O’Rourke es poner en evidencia su participación en la agresión de su sujeto y también intervenir en él. Así, abre un abanico de posibilidades intermedias entre el dilema de Carter “no intervengas y toma la foto” vs. “interviene y no la tomes”. La compra del arrozal por parte de O’Rourke al inicio de su relación con Aoi y el actuar luego la ficción de entregársela al final es una solución a lo que podríamos llamar el problema del buitre. En efecto, le permite al director retratar la vulnerabilidad de Aoi frente a los buitres sin dejarla ser completamente su víctima. Y le permite reconocer su propia complicidad con los buitres sin ser uno de ellos completamente.

Los documentalistas, e incluso los realizadores de películas de ficción, tienen una responsabilidad con respecto a la verdad de las situaciones que representan. Si los buitres forman parte de esa verdad, entonces tienen que estar en la imagen. Al final, ni la participación de O’Rourke en la institución de la prostitución ni su intervención en el ejercicio de la profesión de Aoi representan la verdad absoluta. No hay verdad absoluta porque no hay un sitio objetivo desde donde pararse para verla. No hay una solución ética perfecta a la cuestión de la intervención documental, pero The good woman of Bangkok sugiere que una vez que se adopta un modo de filmación más interventor, aparece toda una serie de complejas relatividades.

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Este ensayo es una versión levemente revisada de «The Ethics of Documentary Intervention: Dennis O’Rourke’s The Good Woman of Bangkok», que apareció en The Filmmaker and the Prostitute: Dennis O’Rourke’s The Good Woman of Bangkok, editado por Chris Berry, Annette Hamilton y Laleen Jayamanne (Sydney: Power Publications, 1997). Agradezco especialmente a John Powers por las conversaciones, el préstamo de un video y las honestas críticas. Agradezco también a Tom Gunning por ayudarme a considerar los aspectos ficcionales de la intervención de O’Rourke, y a Michael Renov y Jane Gaines por el oportuno estímulo y por la excelente edición.

Notas

* Agradecemos a Linda Williams la cesión de los derechos de su artículo. Texto originalmente publicado en Jane Gaines; Michael Renov (eds.), Collecting Visible Evidence (Minnesota: University of Minnesota Press, 1999).

[1] Informe de Scott Simon para la Radio Pública Nacional del 23 de julio de 1994.

[2] Bill Nichols, Representing Reality: Issues and Concepts in Documentary (Bloomington: Indiana University Press, 1991), 48, 44-45.

[3] Rodney King era un conductor de taxis estadounidense que fue brutalmente golpeado por la Policía de la ciudad de Los Ángeles el 3 de marzo de 1991, tras una persecución en una autopista [N de la T].

[4] Ibid, 86-87; Vivian Sobchack, «Inscribing Ethical Space: Ten Propositions on Death, Representation, and Documentary», Quarterly Review of Film Studies 9, no. 4 (1984): 283-300.

[5] Nichols, Representing Reality; 85-86.

[6] En un número especial de Social Text sobre trabajadores sexuales una escort llamada “Barbara” se queja de esa fantasía masculina del rescate de la prostituta: “Los peores son los que te quieren rescatar. Son absolutamente, absolutamente, absolutamente peligrosos. Son los que tienden a perder los estribos. Te ven como a alguien que necesita ser rescatado… Y cuando dices que no quieres que te rescaten, parece que algo se les dispara en el cerebro: “Bien, entonces te voy a agarrar”. Su fantasía es que te van a rescatar de tu vida de trabajo pesado, y a partir de allí le estarás eternamente agradecida y les besarás los pies cuando atraviesen la puerta”. «Barbara». «It’s a Pleasure Doing Business with You», Social Text 37 (invierno 1993): 12-13.

[7] Según O’Rourke, ese trato se realizó formalmente entre Aoi y él en presencia de una organización no gubernamental de ayuda a las mujeres especializada en el apoyo a las trabajadoras sexuales. Aoi no abandonó la prostitución, nuevamente según O’Rourke, porque su madre observó acertadamente que si ella había encontrado un ingenuo extranjero capaz de comprarle un arrozal, probablemente podría encontrar otro. Dennis O’Rourke, »A Rejoinder to ‘Conceiving the Post-Colonial Everyday: An Interrogation of The Good Woman of Bangkok'», Visual Anthropology Review 9, no. 2 (1993): 116. Véase también Dennis O’Rourke, «Afterword,» en The Filmmaker and the Prostitute: Dennis O’Rourke’s The Good Woman of Bangkok, ed. Chris Berry, Annette Hamilton y Laleen Jayamanne (Sydney: Power, 1997), 217.

[8] En un artículo sobre el film de Morris sostengo que no hay que ver las tendencias autorreflexivas e interactivas de lo que podría llamarse “el documental postmoderno” como un signo de abandono nihilista de la búsqueda de representación de la verdad. Más bien, me parece que algunos de los modos del documental más intrusivos, interactivos y autorreflexivos han conducido en algunos casos, paradójicamente, a notables intervenciones éticas en la misma realidad que registra el documental. The Thin Blue Line (Morris, 1988) es un buen ejemplo. Morris salvó a Randall Adams del corredor de la muerte a través de sus investigaciones manipulativas del pasado, que llevaron a la pronta confesión de David Harris, el hombre que cometió el crimen por el cual Adams había sido imputado. En este ensayo me interesa discutir las cuestiones éticas que surgen de una forma de intervención mucho menos exitosa y mucho menos éticamente clara, que sin embargo interviene. Linda Williams, «Mirrors without Memories: Truth, History, and the New Documentary», Film Quarterly 46 (primavera 1993): 9-21.

[9] Véanse, por ejemplo, las reseñas del film publicadas en: Chris Berry, Annette Hamilton y Laleen Jayamanne, eds., The Filmmaker and the Prostitute: Dennis O’Rourke’s The Good Woman of Bangkok (Sydney: Power, 1997).

[10] Lynn Sharon Chancer, «Prostitution, Feminist Theory, and Ambivalence: Notes from the Sociological Underground», Social Text 37 (invierno 1993): 151.

[11] Martina Rieker, «Narrating the Post-colonial Everyday: An Interrogation of The Good Woman of Bangkok», Visual Anthropology Review 9, no, 1 (1993): 122.

[12] Para mayor discusión sobre este film véase el excelente comentario de B. Ruby Rich, “AntiPorn: Soft Issue, Hard World”, Village Voice, 20 de Julio de 1982, I, 16-18, 30 (republicado en Films for Women, ed. Charlotte Brunsdon [London: British Film Institute, 1986]). Véase también: E. Ann Kaplan, «Pornography and/as Representation», Enclitic 9 (1983): 8-19.

[13] Cuando los actos de caridad personal fallan, la buena mujer de Brecht crea un alter ego masculino, Shui Ta, que conduce sus más despiadadas transacciones comerciales y que le permiten seguir existiendo a la buena Shen Te.