Las rupturas del 68 en el cine de América Latina

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Mariano Mestman (coordinador), Buenos Aires, Ediciones Akal, 2016.

Gustavo Aprea

las-rupturasLas rupturas del 68 en el cine de América Latina plantea un examen de la cinematografía producida en nuestro continente durante la década del sesenta del siglo pasado. Para ello, parte del año 1968 que aparece como un punto de giro en el que se hacen evidentes tendencias que, en algunos casos, se despliegan a lo largo de más de una década y que, sin dudas, tienen una incidencia fundamental que se prolonga durante los años siguientes. El libro desarrolla un modelo de revisión crítica e historiográfica y, ya desde la “Presentación”, a cargo del coordinador del volumen Mariano Mestman, recorre y problematiza estudios previos sobre el tema. Luego aparece una serie de ocho artículos que analizan las transformaciones en cada una de las principales corrientes cinematográficas nacionales. Finalmente, se plantean tres estudios comparativos que permiten dar cuenta de algunas de las relaciones que se observan entre los cineastas y las obras de diferentes países, en el marco de las disyuntivas que el cine latinoamericano enfrentó en “la encrucijada del 68”.

Mariano Mestman compila y edita este conjunto de trabajos de especialistas académicos sobre el tema que, en su inmensa mayoría –excepto el del brasileño Ismail Xavier–, fueron escritos especialmente para esta ocasión. El conjunto de la obra analiza fenómenos diversos desde varias perspectivas disciplinares, pero termina conformando una mirada integrada sobre un período crucial de la historia cultural latinoamericana. A través de diferentes vías, los autores estudian un conjunto de fenómenos coincidentes, trabajando sobre distintos factores que permiten dar cuenta de niveles complejidad que no habían sido señalados en abordajes previos.

Puede hablarse efectivamente de una relectura del cine del período en Latinoamérica, ya que los movimientos, las instancias autorales y los films examinados, han sido discutidos por los propios realizadores, la crítica y la historia del cine desde el momento mismo de su emergencia. Más allá de continuar esta línea de indagaciones y debates, Las rupturas del 68 en el cine de América Latina establece una modalidad de análisis que avanza sobre algunos de los tópicos en los que se basaron las interpretaciones de una etapa central en el desarrollo de las cinematografías nacionales y en la conformación de un proyecto de cine de alcance continental. El programa que desarrolla el volumen “se propone como una contribución a la bibliografía sobre el cine, la cultura, la política y los debates intelectuales de los años sesenta-setenta en América Latina” (53). Con este objetivo se redimensiona el propio concepto de Nuevo Cine Latinoamericano con el que desde un principio se englobó una serie de procesos creativos que implican quiebres políticos, estéticos y culturales.

En la “Presentación”, Mestman sintetiza la revisión de la bibliografía previa y discute criterios fundamentales para la interpretación de un momento fundacional en la práctica, la crítica y la teoría cinematográfica latinoamericanas. La puesta en cuestión de los límites del período abordado y del sentido de la elección del año 1968 como centro del que parten investigaciones, aparece como un elemento organizador de las lecturas realizadas y creador de una perspectiva de conjunto. Si bien establece una concordancia general, advierte que los límites de la etapa estudiada no coinciden en los diferentes países. Para el abordaje de las versiones latinoamericanas de lo que desde el punto de vista de la historiografía se conoce como “la larga década del sesenta”, deben considerarse tanto las dinámicas de las transformaciones políticas, culturales y estéticas de cada país, como los desarrollos previos de sus cinematografías y las diversas formaciones de los realizadores.

En el marco de esta periodización de contornos irregulares, también se tiene en cuenta la relación de las cinematografías locales con dos fenómenos que exceden el ámbito latinoamericano: el auge del Cine Moderno y la radicalización política que tiene como epicentro los intentos revolucionarios que a lo largo del año 68 recorren buena parte de Europa, Asia y América. El debate estético-político relacionado con estos sucesos también ocupa un lugar privilegiado para la conformación del cine en Latinoamérica, pero adquiere rasgos propios en función de las características que cada campo cultural cinematográfico va desarrollando. Se trata de la incorporación de estas discusiones a debates muchas veces previos, que involucran más variables que los intentos de construcción de una nueva cinematografía. En este sentido, puede afirmarse que Las rupturas del 68 en el cine de América Latina interpreta a los cines latinoamericanos más allá de la clásica lectura del Nuevo Cine Latinoamericano como un fenómeno generalizado en toda esta área que aparece solo como una versión de la radicalización político-estética de los sesenta/setenta. A través del análisis de las transformaciones del campo cinematográfico, los autores construyen una mirada que abarca las dinámicas del cambio cultural en los diversos países.

La construcción de una perspectiva que sostiene el proyecto latinoamericanista, no se basa en posturas esencialistas que apelan a una base cultural uniforme. Por el contrario, se sostiene a partir del análisis de los intercambios efectivos que se produjeron entre los cineastas (festivales, circulación de films, publicaciones y debates públicos) y la sincronía que se observa entre las diversas rupturas que tuvieron lugar durante el período estudiado. A su vez, tal como plantea Mestman, el proyecto de construcción de un cine latinoamericano, se enmarca dentro de una perspectiva más amplia: el tercermundismo. Sobre estas bases, los artículos del libro desarrollan interpretaciones parciales que permiten dar cuenta de la complejidad cultural que sostiene los debates, las obras y la constitución de nuevos públicos a lo largo de más de una década, y a través del continente.

Los casos nacionales

David Oubiña, en “El profano llamado del mundo”, estudia el proceso de ruptura y transformación que se produce en Argentina en torno a 1968. El ensayo plantea que en ese año se alcanza “el punto culminante de intercambios” (73) entre el cine de intervención política y el ligado a las vanguardias estéticas. A partir de este momento se profundiza el proceso de confrontación y separación entre las distintas tendencias innovadoras que surgen en el ámbito de los lenguajes audiovisuales. Uno de los ejes del artículo es el análisis de las diversas corrientes del “cine político” y sus propuestas, de emergencia sincrónica al estreno de La hora de los hornos (Fernando Solanas y Octavio Getino), durante el Festival de Pesaro del 68. Oubiña revisa un amplio espectro de corrientes que va desde las expresiones más ligadas a la estética del Cine Moderno –como el “cine de escritura” bressoniana de Invasión (Hugo Santiago, 1969), o el “cine de música” de The players vs. Ángeles caídos (Alberto Fisherman, 1969)–, hasta el cine experimental próximo al Instituto Goethe de Buenos Aires y las propuestas filmadas en súper 8 por jóvenes cineastas como Claudio Caldini. Ubicado dentro, en los márgenes o por fuera de la institución cinematográfica, este conjunto de experiencias estéticas disímiles coexiste hasta fines de los sesenta. Más allá de señalar las evidentes diferencias y debates entre las corrientes, Oubiña se ocupa de las conexiones entre ellas y las analiza a partir de la tensión que se produce entre las posturas políticas implícitas o explícitas y las propuestas estéticas. En este sentido, el texto recupera algunos de los diálogos del período en torno a las posibilidades y formas que debía adoptar una innovación de los lenguajes audiovisuales deseada por todos. En el caso argentino, la radicalización política frente a las políticas represivas de las dictaduras de Onganía, Levinsgston y Lanusse, interrumpe las posibilidades de intercambio y lleva a la confrontación directa entre las diversas vanguardias cinematográficas.

En “La estética transculturadora de una revolución frustrada”, Javier Sanjinés se focaliza en los momentos iniciales del grupo boliviano Ukamau. El artículo relaciona las actividades y transformaciones propugnadas por Jorge Sanjinés y sus compañeros, con los debates que se desarrollan durante el siglo XX en la zona andina en torno a la identidad nacional y el lugar que las culturas indígenas ocupan en ellas. A partir de la aparición del Movimiento Nacionalista Revolucionario de 1952 y su reivindicación del campesinado, la polémica adquiere una nueva dimensión, pero no logra superar una concepción racista de identidad. Sobre esta base cultural y el desarrollo incipiente de un cine boliviano impulsado por el MNR, el grupo Ukamau realiza la primera parte de su producción. Basándose en una minuciosa revisión de los trabajos críticos previos y las reflexiones de los propios cineastas, Sanjinés describe una transformación en el modo de abordaje y representación de las problemáticas indígenas, cuando entran en tensión las pretensiones de universalidad y modernidad de una propuesta estética cinematográfica, con las formas y pautas culturales andinas. Teniendo como punto de partida una mirada eurocéntrica, en una primera instancia pueden leerse los primeros films como Ukamau (1965) o Yawar malku (1969) en función de un proceso de “transculturación desde arriba”, según las categorías de John Beverly. Esta postura permitió a Jorge Sanjinés y sus compañeros denunciar los atropellos cometidos por los militares tras la degradación del MNR, pero, pese a la visibilización de las culturas de los sectores marginados de Bolivia, no logran que éstos participen del debate público y se sientan representados. A partir de El coraje de este pueblo (1971), el grupo Ukamau logra superar lo que califica como “vicios de la verticalidad y el paternalismo” (147). Se inicia así una etapa de transculturación desde abajo” –siempre en los términos de Beverly–, en la que la propuesta estética incorpora la cosmovisión indígena a través de los testimonios, la recuperación de la memoria colectiva y el registro de situaciones planteadas por las comunidades participantes.

“Alegorías del subdesarrollo”, el ensayo de Ismail Xavier, explora las formas alternativas que se producen en la cinematografía y la cultura brasileñas alrededor del año 68. La coyuntura que analiza está marcada por la crisis que durante la década del sesenta atraviesa el Cinema Novo como propuesta de renovación del cine en Brasil y el agravamiento de la situación política en un momento en que recrudece la escalada represiva de la dictadura militar iniciada en 1964. Las expectativas de transformación social que habían surgido en la primera mitad de los sesenta fracasan frente a la realidad del golpe de estado. La presencia de los militares en el poder choca con los proyectos culturales que buscaban insertarse dentro del campo popular y reivindicar una perspectiva nacional. Según Xavier, tanto la evolución de los directores del Cinema Novo hacia una reivindicación del lugar autoral en relación con el mercado, como la aparición de nuevas tendencias estéticas como el Tropicalismo y el Cinema Marginal, internalizaron creativamente la crisis por la que la cultura pasa de la “«promesa de felicidad» a la contemplación del infierno” (154). Aunque el artículo realiza una revisión amplia de la filmografía del período, plantea como films emblemáticos Terra em transe (1967), mojón fundamental en el desarrollo de la obra de Glauber Rocha, y O bandido da luz vermelha (Rogério Sganzerla, 1968), iniciadora del Cinema Marginal. En estas dos películas y en la cinematografía crítica de fines de los sesenta se produce un distanciamiento del pensamiento teleológico que caracterizó al proyecto del Cinema Novo, y se registra la fuerza de la utilización de alegorías como figuras que estructuran los relatos. En los nuevos directores que, como Rogério Sganzerla, aparecen en esos años, la crisis de la teleología de la historia lleva a una ruptura más radical que en algunos casos conduce a posturas apocalípticas. En ese sentido, la alegoría puede funcionar principalmente en el plano temático –tal como la utilizan los realizadores que vienen del Cinema Novo–, o como sostén de una antiteleología que se convierte en un principio formal que articula la narración –tal como plantean los nuevos realizadores. Se desarrolla así un nuevo episodio de la oposición entre la cultura nacional y la extranjera, que viene desarrollándose desde la aparición del Modernismo en los años veinte.

En “Crítica y crisis en el Nuevo Cine”, Iván Pinto recupera las polémicas que se dan en el Nuevo Cine Chileno y que se amplían a una dimensión continental en los festivales de Viña del Mar entre 1967 y 1969. Para ello analiza tanto los debates como los films, y da cuenta de la “emergencia de un cine que entonces no solo ha querido transformar las estructuras sociales, sino también remover las propias, someter a crítica el propio cine” (185). Las diversas propuestas de resolución de la tensión entre las miradas políticas y las posiciones estéticas se dan en los años previos a la llegada al poder de la Unidad Popular, encabezada por Salvador Allende en 1970. Pinto ubica el caldo de cultivo para la explosión del Nuevo Cine Chileno en 1969, en los debates que se vienen realizando en el terreno del cine universitario, los cineclubes y la bohemia intelectual. Como ejes de la discusión y expresiones de posturas diferenciadas, rescata tres films: El chacal de Nahuel Toro (Miguel Littín, 1969), Valparaíso, mi amor (Aldo Francia, 1969) y Tres tristes tigres (Raúl Ruiz, 1968). A partir de la reconstrucción de la vida de un asesino múltiple narrada con un estilo documentalizante, la obra de Miguel Littín somete a una operación crítica al sistema expresivo a través de un montaje abrupto. Por su parte, Aldo Francia narra la historia de cuatro niños marginados en tono documental, pero rompe con el dispositivo clásico sustrayendo del centro de la escena las situaciones patéticas, procurando evitar el miserabilismo. En ambos realizadores es evidente un intento de doble desmitologización, que cuestiona tanto la representación de las relaciones sociales como la ambición de representación realista transparente del cine clásico. Pese a las intenciones de los autores, Pinto recupera lecturas críticas contemporáneas que encuentran una mitologización del pueblo en las propuestas del cine militante del período. En este sentido, la obra de Raúl Ruiz implica un grado mayor de ruptura. En ella se desarrolla una “poética de la inestabilidad” (209), que involucra tanto el nivel argumental como la puesta en escena, que realiza una indagación sobre las relaciones sociales en el Santiago de los sesenta, a través de la historia de tres personajes que tienen una postura que no involucra una épica militante sino que se pierde en cierta rutina cotidiana.

“En torno a Camilo Torres y el Movimiento Estudiantil” de Sergio Becerra, plantea una mirada sobre el cine de Colombia a través de la figura determinante de Camilo Torres que moldea el Movimiento Estudiantil y el desarrollo del documentalismo de la época. A partir de la acción del sociólogo y sacerdote Camilo Torres Restrepo, que pasa del ámbito académico (Universidad Nacional) a la política para culminar en su muerte en la guerrilla del ELN, Becerra encuentra una base común entre el origen del documentalismo colombiano y el cine militante que se desarrolló desde las universidades con destino a audiencias populares. El lugar liminar de la figura de Torres en la cinematografía colombiana orientada hacia la problemática social, parte de una paradoja. No hay registros colombianos sobre su imagen, palabra o acción: sólo se conserva su presencia en una entrevista del documental francés Camilo Torres (Bruno Muel y Jean-Pierre Sergent, 1965). Ni siquiera se sabe dónde está su cadáver. La falta de su cuerpo y la escasez de sus representaciones, se oponen a la fuerza de las ideas que impulsan a los intelectuales hacia el compromiso político. Es así como Chircales (Jorge Silva y Marta Rodríguez, 1968-1972), film clave en la redefinición del documentalismo colombiano, surge gracias a la participación de Marta Rodríguez, una de los directores en un proyecto de trabajo comunitario impulsado por su profesor Camilo Torres. En él, a partir de la vida y labor de una familia de ladrilleros, se describe la lógica del funcionamiento de explotación capitalista según Marx. Por su parte, la reivindicación de la imagen del sacerdote guerrillero se entronca con una serie de manifestaciones estudiantiles que buscan acceder a públicos populares y movilizarlos. Dentro de este contexto, se consolida un cine militante que visibiliza a los sectores postergados de la sociedad y resignifica los registros de los medios masivos que pretenden sostener la hegemonía de la clase dirigente.

En “Revolución intelectual y cine. Notas para una intrahistoria del audiovisual”, Juan Antonio García Borrero indaga sobre las contradicciones y debates que se producen durante el período en el Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográficos. Para interpretar este momento complejo, estudia las relaciones que se desarrollan cotidianamente entre los realizadores, los dirigentes del cine cubano y el Estado. García Borrero analiza dos tendencias en el cine cubano producido por un estado revolucionario que se define como socialista. Por un lado, la versión impulsada por el gobierno y sostenida por Alfredo Guevara, director del ICAIC, que busca la construcción de una épica nacional revolucionaria que sostenga la política oficial de construcción del Hombre Nuevo del socialismo. El 68 es declarado como “Año del Guerrillero Heroico” en homenaje al Che Guevara y, a la vez, rememora el centenario del comienzo de la guerra por la independencia. En ese marco se produce un cine de recuperación del pasado cubano que incluye films de propaganda dogmática, como las obras maestras Lucía (Humberto Solás, 1968) y La primera carga del machete (Manuel Octavio Gómez, 1968), que se enmarcan dentro de una estética moderna próxima a la del Nuevo Cine Latinoamericano. Al mismo tiempo, un grupo de realizadores –tales como Tomás Gutiérrez Alea (Memorias del subdesarrollo, 1968), Sara Gómez (En la otra isla, 1967; Una isla para Miguel, 1968) y Nicolás Guillén Landrián (Coffea Arabica, 1969)–, sostiene una mirada crítica frente a la estética oficial y buscan discutir los problemas de la sociedad revolucionaria. Gutiérrez Alea define su disputa afirmando que “El verdadero enemigo ya no se manifiesta claramente, sino que se registra dentro de cada uno de nosotros” (281). Ambas tendencias son avaladas por Alfredo Guevara, que proyecta desarrollar una industria fílmica que sirva de base y referencia para el Nuevo Cine Latinoamericano. Además del apoyo del ICAIC, las dos corrientes tienen rasgos en común: la crítica al cine como espectáculo, destinado al entretenimiento; y, la defensa de un proceso de radicalización de la revolución. Las tensiones descritas se mantienen hasta 1971, cuando termina por imponerse la posición impulsada por el gobierno. García Borrero cuenta que el punto de partida para el avance de la consolidación de una lectura dogmática de la estética y la realidad se puede detectar en el mismo 68 cuando se realiza un Congreso de la Cultura en el que Fidel Castro propone la subordinación de la cultura a las necesidades políticas de la Revolución. Sin embargo, entre las dos fechas el cine cubano desarrolla una mirada crítica respecto de su sociedad ligada a una estética de vanguardia.

“El 68 cinematográfico”, de Álvaro Vázquez Mantecón, presenta un panorama sobre la forma en que el movimiento estudiantil mexicano transformó el modo de concebir el cine para una generación de jóvenes directores. Con este objetivo revisa los antecedentes del cine político en México, los debates entre los realizadores y las transformaciones sociales que “el 68” produjo en la sociedad. En el país con la mayor industria cinematográfica de América Latina, desde fines de los años cincuenta aparecen producciones independientes que buscan una renovación estética ligada a las propuestas del Cine Moderno y una mirada crítica sobre la realidad social. Esta búsqueda es sacudida por el movimiento estudiantil mexicano que explota entre agosto y setiembre, y culmina en la masacre de Tlatelolco. Se genera entonces una conmoción dentro del ambiente intelectual que impulsa a la radicalización de los estudiantes y a un cine militante. Desde el mismo momento del comienzo de la movilización el cine es utilizado como instrumento de contrainformación por cineastas independientes (Paul Leduc y Rafael Castanedo), que trabajaban en el registro de los preparativos de las olimpíadas, y por los alumnos de la escuela de cine de la UNAM. Tanto las denuncias de las víctimas, como las evidencias de la represión estatal, generan una fractura en el campo intelectual que necesariamente se expresa dentro de diversas instancias del cine mexicano de la época. La masacre de Tlatelolco está en la base de la aparición de un cine militante que se desarrolla y relaciona con el Nuevo Cine Latinoamericano a través de los festivales de Viña del Mar y Mérida. A su vez, dentro del ámbito de la contracultura fílmica, se trabaja en torno al movimiento del 68 y sus consecuencias para la sociedad mexicana. Pese a los esfuerzos realizados, la problemática ligada a la rebelión contra el estado mexicano no llega a los públicos masivos. Aún aquellas intervenciones dentro del cine comercial como La montaña sagrada (Alfredo Jodorowsky, 1972), Naufragio (Juan Humberto Hermosillo, 1977) o Canoa (Felipe Cazals, 1976), ocupan un lugar marginal frente a las audiencias masivas.

Cecilia Lacruz, en “La comezón por el intercambio”, estudia un rasgo global del cine militante de los sesenta en el contexto uruguayo: la construcción del relato de la lucha revolucionaria. Una de las características propias del cine que comienza a producirse en Uruguay, es su origen ligado a las instituciones educativas (Universidad de la República, Escuela de Bellas Artes), a los cineclubes y a la revista político-cultural Marcha. La autora dirige su atención más hacia a esas instancias de mediación y procesos de configuración del relato revolucionario, que hacia aspectos ya muy estudiados como la creación de la Cinemateca del Tercer Mundo en Montevideo durante 1969, o los films militantes Me gustan los estudiantes (Mario Handler, 1968) y Liber Arce liberarse (Departamento de Cine de Marcha, 1969). En este sentido, Lacruz recuerda el origen de la experiencia cinematográfica en Uruguay sostenida por la financiación estatal con objetivos pedagógicos. Dentro de este contexto, resulta emblemática la trayectoria de Mario Handler, que comienza con films de divulgación científica, desarrolla cortos sobre conflictos sociales como Cañeros (1965) y realiza un documental sobre la crisis que vive la sociedad uruguaya a través de un personaje marginado en Carlos: memoria de un caminante (1965). La crítica a este trabajo y la censura de Elecciones (1967), impulsan a Handler hacia la actitud militante de Me gustan los estudiantes. En 1967, el Festival de Cine de Marcha, que viene desarrollándose desde fines de los cincuenta, presenta un programa de cine revolucionario latinoamericano y del Tercer Mundo –hasta entonces desconocidos en Uruguay– en lugar de los grandes autores modernos como Bergman o Antonioni. De la confluencia entre las líneas de difusión del Nuevo Cine Latinoamericano sostenidas por Marcha, y la radicalización del cine universitario, se va construyendo la nueva mirada militante sobre el cine. Se genera así una política cultural cooperativa que tiene su órgano de difusión, Marcha; sus centros de exhibición, el cineclub y la universidad; y un maestro, Mario Handler. De esta manera se coproducen y exhiben los nuevos films militantes como Liber Arce liberarse o Refusila (Grupo de Estudiantes de Arquitectura, 1968) sobre los movimientos estudiantiles en el que se resignifican imágenes sobre los acontecimientos narrados como modo de intervención política que definirá a la Cinemateca del Tercer Mundo.

El documental, la televisión y la industria cultural

En “Mérida 68. Las disyuntivas del documental”, María Luisa Ortega rescata los antecedentes, describe el lugar de los festivales de cine durante los sesenta, y revive las discusiones y los films que participaron del encuentro de cineastas realizado en Venezuela. La autora recupera una doble afirmación de identidad para el cine en Mérida: el documentalismo y el latinoamericanismo. Los diálogos en el festival se producen en el marco de la construcción de una conciencia continental, y en torno del lugar que se le otorga al documento en el que “la irrupción de lo real como desestabilizador activo y positivo de la anterior organicidad de la obra artística y cinematográfica ocupa en la gestación de las nuevas estéticas” (356). En el contexto de los festivales contemporáneos a Mérida, como la Mostra di Pesaro, los films son considerados hechos políticos realizados con medios cinematográficos. Esta perspectiva implica que las obras no deban ubicarse solo al margen de la producción comercial, sino por fuera del sistema capitalista. Por esta vía, se procura que el nuevo cine llegue a sus espectadores para enfrentarlos con sus propias realidades, venciendo las dificultades de realización y la comprensión de las nuevas estéticas presentadas. La lógica de la organización de Mérida 68 sostiene una tradición de base griersoniana por la que los festivales forman parte de la agenda de relaciones internacionales y privilegian el cine no comercial para el conocimiento entre los pueblos a través de la cultura. Desde esta perspectiva, el documental se define por el grado de compromiso político, sin importar si lo representado es la realidad misma o su reconstrucción, puesto que la veracidad está garantizada por la intención de los realizadores. Esto implica una crítica a las visiones “objetivas” de la realidad que se sostienen por fuera de un compromiso político. En este sentido, Mérida se presenta como un umbral en el que se sintetizan discusiones previas y a la vez se abre un camino para propuestas estético-políticas que se desarrollan en los años siguientes: la de un “cine imperfecto”, del cubano Julio García Espinosa; o la teoría del “Tercer Cine”, de Solanas y Getino. Luego de revisar las principales películas presentadas en Mérida, Ortega señala que las opciones documentales presentadas en el festival proponen una idea –extensible al Nuevo Cine Latinoamericano como corriente estética– de documento como espacio en el que se exhibe y resiste la lógica del enemigo ideológico, aunque afirma que aún no se evaluó la efectividad política y estética de la propuesta.

Con y contra el cine y la televisión” de Mirta Varela, analiza los usos de las imágenes audiovisuales generadas en torno a los movimientos de protesta que explotaron en 1968 y 1969. A través de esta vía, compara las relaciones entre el cine y la televisión durante el período en diversos países. En el Mayo Francés del 68, la rebelión obrero-estudiantil es ocultada por la televisión controlada por el gobierno, mientras buena parte de los realizadores cinematográficos se pliega y colabora con el movimiento. En el desarrollo de la lucha, los cineastas se unen a trabajadores ORTF y generan imágenes de contrainformación que, de todas maneras, no aparecen por los medios masivos. En Brasil, el cine se ubica en oposición a la dictadura, mientras la TV deforma información en favor del gobierno. Dentro de este contexto, se destaca la experiencia de Glauber Rocha con el programa de la TV Tupi Abertura (1979), en el que se exacerban los rasgos del discurso televisivo (auto exhibición, fragmentación y ambigüedad) y que resulta una propuesta innovadora, anticipando rasgos de la televisión posterior. Argentina enfrenta la cuestión de la representación del Cordobazo de 1969. Las imágenes que se registran son tomadas por canal 10 de la ciudad de Córdoba. Solo a través de ellas, construidas acentuando el efecto de toma directa, se forma el archivo con el que trabaja el cine político de los setenta en el que la rebelión obrero-estudiantil ocupa un lugar central. Por el contrario, durante la rebelión estudiantil y la masacre de Tlatelolco en México, los estudiantes registran los acontecimientos y buscan utilizarlos como contrainformación frente a los ataques y deformaciones de los hechos de una televisión aliada al gobierno. Esta situación da lugar a una serie de reflexiones, discusiones y prácticas sobre las relaciones entre el papel del cine y de la televisión. Varela observa que, en general, las imágenes generadas siguen el modelo del “directo”, tal como es registrado por los camarógrafos de los noticieros de TV. Se piensa esta estética como una capacidad para captar “algo de lo real”, ya sea como registro de acontecimientos públicos o perfomances ficcionales. En este sentido, los límites entre imágenes cinematográficas y televisivas no son de carácter estético sino de producción y circulación. Las imágenes televisivas tienen fuerza porque pueden trabajar con un efecto de simultaneidad entre su producción y exhibición. Sin embargo, pierden poder cuando son sometidas a una fuerte censura institucional. Por el contrario, el cine carece de esta cualidad pero sus realizadores en ese momento histórico gozan de una libertad inimaginable en la televisión. Más allá de esta tendencia general, el artículo rescata como disruptivos la puesta de Glauber Rocha en Apertura, y el proyecto de televisión pensado por Jean-Luc Godard a partir del pedido del gobierno anticolonialista de Mozambique.

Paula Halperín, en “Industria cultural e identidad nacional. Dos films emblemáticos”, rescata películas de dos directores clave del cine moderno de principios de los sesenta: Martín Fierro (1968), del argentino Leopoldo Torre Nilsson –mentor de la Generación del 60–, y Macunaíma (1969), del brasileño Joaquim Pedro de Andrade, uno de los promotores del Cinema Novo. Antes de señalar sus diferencias, Halperín destaca algunos elementos en común que condicionan a las películas. Ambas son producidas en un contexto marcado por la crisis de la industria cinematográfica; se realizan con un alto nivel de censura institucional, y cuentan con financiamiento estatal por parte de las dictaduras militares. A su vez, toman dos clásicos de sus respectivas literaturas, que se asocian con la construcción de una identidad nacional: Martín Fierro de José Hernández, y Mancunaíma de Mario de Andrade. Además, ambos textos son recuperados por las vanguardias estéticas de sus países. En este sentido se puede pensar que, dos directores con una prestigiosa carrera cinematográfica, producen sus films buscando articular una reflexión sobre la búsqueda de una identidad nacional, con la rentabilidad industrial y el acceso a un público popular. Esta actitud implica la ruptura con sus posiciones estético-ideológicas previas: la crítica de las instituciones burguesas por parte de Torre Nilsson, y la representación cuasi documental del Brasil ignorado, en la obra Joaquim Pedro de Andrade. A esto debe agregarse el trabajo con géneros antes despreciados: melodrama, para Torre Nilsson; y la comedia popular o pornochanchada para de Andrade. Junto con la recuperación de géneros populares, ambos apelan a personajes/actores ligados a la emergente cultura televisiva. A través de estos mecanismos logran, simultáneamente, una amplia repercusión popular y las críticas de defensores del cine moderno o testimonial. De diferentes maneras, los directores desarrollan un cine épico que se opone a las propuestas de la modernidad cinematográfica. A través de personajes marginados, se busca una identidad nacional en un momento que se mueve en la tensión entre la represión estatal y la radicalización política de los intelectuales. De esta manera, se genera un nuevo tipo de producción que combina el prestigio del “autor”, con el acceso a audiencias masivas: por esta vía se abre una etapa en la que se debilita la diferencia entre alta y baja cultura. En el caso brasileño, la apuesta de Macunaíma coincide con el desarrollo de un movimiento cultural más amplio, el Tropicalismo, que señala una ruptura dentro de la estética brasileña. La propuesta de Torre Nilsson anticipa una forma de pensar el cine en la que se apunta, al mismo tiempo, a la legitimación estética y a la audiencia masiva, que se repite en la experiencia paralela a Martín Fierro, desarrollada por los nuevos directores/productores que se nuclean en el Grupo de los Cinco.

En términos generales, Las rupturas del 68 en el cine de América Latina desarrolla una visión amplia de la producción intelectual de nuestro continente durante un período clave para la conformación de los distintos campos cinematográficos nacionales. Además de considerar las diferencias que dan cuenta de la complejidad del fenómeno abordado, la compilación de Mestman se sostiene sobre un hilo conductor que se desarrolla siempre tensionado entre las propuestas de renovación estética y la mirada crítica sobre la sociedad. Esta relación contradictoria que recorre el arte del siglo XX, en este caso es recuperada en el contexto específico de los intentos de construcción de una cultura latinoamericana en la que las vanguardias estéticas se relacionan conflictivamente con las vanguardias políticas. A través del análisis de uno de los ejes fundamentales del debate intelectual de la época, esta perspectiva genera una interpretación inteligente del período sin dejar de exponer la complejidad de un fenómeno que se nos presenta, simultáneamente, como lejano en el tiempo –parece una etapa cerrada diferente a la nuestra–, y próximo a nuestra cultura, desde el momento en que encontramos elementos de continuidad con sus problemas y propuestas.