Francisco Javier Ramírez Miranda
Resumen
A mediados de los sesenta tuvo lugar el Primer Concurso de Cine Experimental en México, evento con que se pretendía revitalizar una industria en quiebra virtual. Aunque en estos términos los resultados fueron pocos, su importancia histórica radica en que ahí confluyeron y se fundieron las nuevas propuestas del arte en México con la vieja guardia. El carácter de síntesis constituyó el concurso y resultó en películas que fueron experimentales en la medida en que lograron renovar temas y formas del hacer fílmico, al explorar los lindes entre los territorios y los modos existentes del cine. En este trabajo se describen las condiciones en las que se convoca y sucede el concurso, para después revisar algunas películas, ejemplos de la producción que en ese año intentó transformar a toda una industria.
Palabras clave
Renovación; integración disciplinar; ruptura; relación cine-literatura; análisis fílmico
Abstract
In the mid-sixties the First Experimental Film Contest took place in Mexico, an event that was intended to revitalize a virtual bankrupt industry. Although in these terms the results were few, its historical importance lies in the convergence and fusion of the new art proposals in Mexico with the old guard. The character of synthesis constituted the contest and resulted in films that were experimental in so far as they succeeded in renewing themes and forms of film making, by exploring the boundaries between the territories and the existing modes of cinema. This paper describes the conditions in which the contest is called and happens, to then review some films, examples of the production that in that year tried to transform an entire industry.
Keywords
Renewal; disciplinary integration; breakdown; film-literature relationship; film analysis
Resumo
Em meados dos anos sessenta, o Primeiro Concurso de Cinema Experimental ocorreu no México, um evento que pretendia revitalizar uma indústria virtual falida. Embora nestes termos os resultados fossem poucos, sua importância histórica reside na convergência e fusão das novas propostas de arte no México com a velha guarda. O caráter da síntese constituiu a disputa e resultou em filmes que foram experimentais na medida em que conseguiram renovar temas e formas de fazer cinema, explorando as fronteiras entre os territórios e os modos existentes de cinema. Este artigo descreve as condições em que o concurso é chamado e acontece, para então rever alguns filmes, exemplos da produção que naquele ano tentou transformar toda uma indústria.
Palavras-chave
Renovação; integração disciplinar; ruptura; relação filme-literatura; análise de filmes
Datos del autor
Licenciado en Ciencias de la Comunicación, Maestro y Doctor en Historia del Arte, por la UNAM. Profesor investigador de la licenciatura en Historia del Arte de la UNAM. Investigador para diversas películas como Visa al paraíso (Liberman, 2009), Días de gracia (Gout, 2011) o La cuarta compañía (Galván, 2015). Autor de Ibargüengoitia va al cine (Universidad de Guanajuato, 2013) y de artículos como “Luis Buñuel, un cineasta universal en el cine mexicano”, “Medio siglo del CUEC y la enseñanza del cine en México”, “Mostración del tiempo, construcción de verdad en Año bisiesto”, “Sentido e indeterminación en La cinta blanca de Michael Haneke” o “El sujeto en la pantalla de Arlindo Machado”, entre otros. Ha sido coordinador del Seminario Universitario de Análisis Cinematográfico de la UNAM y dirige Montajes, Revista de Análisis Cinematográfico. jramirez@enesmorelia.unam.mx
Fecha de recepción: 1 de abril de 2018.
Fecha de aprobación: 7 de mayo de 2018.
En 1965, el Sindicato de Trabajadores de la Producción Cinematográfica organizó el Primer Concurso de Cine Experimental en México, con el objetivo de coadyuvar a la recuperación de la gloria perdida por el final de la llamada “época de oro”. Las circunstancias de los años de la Segunda Guerra Mundial que impulsaron el crecimiento de la producción fílmica mexicana y su aceptación en mercados de habla hispana habían terminado. El estallido de la conflagración redujo la producción hollywoodense para el mercado hispano parlante y se concentró en el cine de propaganda. También limitó la producción en Argentina y España, quien además vivía su Guerra Civil. Los productores mexicanos aprovecharon la situación y, con el apoyo del Estado mexicano, hicieron florecer la cinematografía nacional.[1]
Este auge a mediano plazo resultó paradójico y contribuyó a hacer la caída aún más estrepitosa: por un lado, el innegable éxito internacional económico y artístico del cine mexicano en el exterior; por otro, un aparato burocrático viciado por las reglas del sindicato. A mediados de los cincuenta, la pérdida de la hegemonía de la producción mexicana cinematográfica limita los ingresos para esa industria que, apenas diez años atrás, se había consolidado como la segunda fuente de divisas. La exclusividad de los agremiados para la producción, entre otras medidas, contribuyen a la decreciente calidad de las películas mexicanas; además, los temas resultan repetitivos para un mercado que pedía renovar los géneros y las historias contadas. Se llega al absurdo de exigir que un nuevo director, para filmar, perteneciera al sindicato y, para pertenecer a él, debía haber filmado al menos una película. Situación que se repite en las secciones de guión, producción y demás ámbitos cinematográficos.
A finales de esa década, la crisis impacta en los ingresos de los agremiados y los diferentes sectores que componen la industria mexicana comienzan a formular estrategias para recuperar los mercados del cine mexicano. La reducción en los costos de producción se reflejó en una menor calidad y surgió la época de los “churros”, películas producidas en serie y de baja calidad. Dicha situación se pretende subsanar retomando temas y relatos de la literatura y la historia oficial con los que se constituye el llamado “cine de aliento” que, desde inicios de los sesenta, produce películas “interesantes”, ganadoras en festivales, pero con poco impacto en la cartelera y en el público.
En 1961, a partir de una probable ley de censura más restrictiva, se forma el grupo “Nuevo Cine”, integrado por jóvenes aspirantes a cineastas, quienes ponen el dedo en la llaga al subrayar la necesaria renovación de los cuadros que conforman la industria mexicana. Tal “resurgimiento” debe ser producto de la ampliación de la cultura cinematográfica: acuden al cine europeo y, basados en él, exigen la creación de escuelas, archivos y publicaciones. Editarán una revista con el mismo nombre del grupo y que, a pesar de su corta duración, impacta en la historia de la crítica del cine mexicano. En los números de la publicación se plasman algunos de los preceptos que en la época se entienden como transformadores y en los que confluyen los elementos de una necesaria renovación formal acorde a una nueva “moral”, como la que se identifica en el cine de Luis Buñuel, ejemplo y emblema de aquella generación.[2] A pesar de sus propuestas, los miembros de “Nuevo Cine” llegaron a filmar poco.
Algunos de los planteamientos de ese grupo se fueron cumpliendo con el tiempo, por la iniciativa estatal, por el apoyo de la Universidad Nacional o por el impulso de personajes específicos del medio cinematográfico como Manuel Barbachano Ponce, originario de Yucatán que estudió publicidad en Estados Unidos. Su participación en la industria mexicana del noticiero fue muy importante; además, sus empresas impulsaron a una nueva generación que, en las condiciones sindicales descritas, estaba al margen de la producción regular. Para las búsquedas estilísticas del cine de aquellos años fue de especial relevancia su compañía Teleproducciones.
Es quizá por esta confluencia entre un proceso de renovación y la importancia del noticiero que muchas de las propuestas pasaron por una mirada documentalizante, pero es también claro que hubo una intención “realista” en la producción de la época que abrevó de los mismos cánones visuales. En cualquier caso, la importancia del grupo de Barbachano resultó crucial, pues gracias a él la influencia del movimiento neorrealista en México se concretizó. A instancias de Barbachano Ponce, Cesare Zavattini llegó a México en 1955 para colaborar con varios cineastas mexicanos (o ahí avecindados). Se puede decir que su presencia y la obra de quienes lo acompañaron guardan una armonía de intereses ideológicos, donde la apuesta por un cine de “la realidad” es un componente esencial.
Con el depósito de dos cintas de Manuel Barbachano Ponce, en 1960 surgirá la Filmoteca de la Universidad Nacional. Y será la Universidad uno de los centros del proceso de transformación en las artes y de difusión de la cultura cinematográfica. En los años cincuenta irrumpen en la escena del país muchos jóvenes producto del crecimiento de las ciudades, particularmente de la capital, quienes provienen de las aulas de una Universidad renovada,[3] y que, en conjunto, tienen una actitud “moderna”. Se desempeñarán en diferentes ámbitos de la vida cultural y tendrán como punto de plataforma común el ejercicio de la crítica, reflejado en las diferentes manifestaciones artísticas. Así, en la pintura una generación conocida como de “la ruptura” enfrenta los postulados de la Escuela Mexicana y del muralismo, que encuentra obsoleto, encerrado en sí mismo y en fórmulas caducas que impiden el desarrollo independiente de la plástica nacional. José Luis Cuevas es uno de los integrantes del grupo de artistas que de diferentes formas se suman al proceso de crítica. Publica un texto que denomina “La cortina de nopal” donde de forma sarcástica describe el callejón sin salida que representa la llamada “Escuela mexicana de pintura”.
En cuanto a la literatura, con mayor grado de confrontación con sus antecesores, la “generación del medio siglo” o “generación de la Casa del Lago”, será un grupo que desde diversas disciplinas proponga una nueva visión de México y que, para la década de los sesenta, se convertirá en un grupo cultural hegemónico.[4] Los suplementos, las revistas y los medios de difusión y crítica serán copados por ellos y, desde esa situación, van a tener un papel determinante en la configuración de los procesos artísticos de la época. En la narrativa, sin tener una ruptura equivalente, los escritores más jóvenes —nacidos hacia 1930—, emprenden su propio camino de modernización cuestionando en lo formal y temático la narrativa anterior. Autores como Carlos Fuentes, José Emilio Pacheco, Juan García Ponce, Inés Arredondo o Salvador Elizondo aportarán tramas, formas novedosas y una visión crítica al marco de la vida literaria la época. Entre muchos temas, se puede identificar la importancia que tiene la cultura cinematográfica para esta generación: no sólo se reconocen referencias o citas directas a películas, actores, directores o al acto de ir al cine en las obras de la época, en más de un caso, la forma misma está mediada por el relato fílmico.
Si la experimentación literaria está, en alguna medida, marcada por tal irrupción es porque la experimentación artística de la época está dada por una disolución de sus fronteras, o al menos por una integración de sus territorios. Se trata de un proceso de intercambio en el cual el cine es un espacio privilegiado por su naturaleza de síntesis. Transformación que germina en el concurso de cine experimental, donde se manifiesta una tensión entre tradición y ruptura del que resultan grandes avances fílmicos, pero también algunos de sus vicios, debido a las condiciones de independencia creativa que se conjugan desde mediados de los sesenta.
En este escenario, en 1964, Jorge Durán Chávez e Ícaro Cisneros, líderes del Sindicato de Trabajadores de la Producción Cinematográfica (STPC), plantean la posibilidad de organizar un Concurso de Cine Experimental; la joven generación integrada a la vida cultural, y con una fuerte inclinación hacia la cultura cinematográfica, será quien les tome la palabra. Según García Riera (1978), la convocatoria “[…] terminó por engendrar a un núcleo de directores, argumentistas, fotógrafos, actores. Si ellos logran vencer el nivel mental de la industria y el nivel moral de la censura, el cine mexicano no estará salvado, sino que, más realistamente, tendrá posibilidades de vida”.
En agosto de 1964 el STPC publica la convocatoria para participar en un concurso cuyo objetivo principal era promover la incorporación de nuevos cuadros a la industria cinematográfica mexicana en los diversos rubros. Durante dos meses queda abierta la inscripción de proyectos y se registran 31 propuestas de las que se llegan a concluir 12 entre 18 realizadores, pues al menos dos de las propuestas estaban constituidas por episodios. Además del apoyo en equipo y personal, se daba el aval del propio sindicato para la adquisición de película virgen y los gastos de laboratorio. Pero lo principal era que se permitiría la exhibición de las cintas ganadoras en salas comerciales. El jurado estuvo integrado por miembros de las diferentes partes de la industria cinematográfica nacional, críticos y representantes de diferentes instancias que representaban la nueva cultura cinematográfica: el Instituto de Bellas Artes y la Universidad Nacional, cuya representación dejaba ver el reconocimiento del cine como una expresión artística.
El jurado recibió las películas hasta mediados de 1965, cada una filmada por sus propios medios, pero con los apoyos mencionados. El 30 de junio el jurado dio a conocer a los ganadores, el premio principal lo obtuvo La fórmula secreta de Rubén Gámez, seguido por En este pueblo no hay ladrones, dirigida por Alberto Isaac, el tercer premio lo ganó Amor, amor, amor, constituido por seis episodios dirigidos por diferentes realizadores, y el cuarto lugar fue para Viento distante, de tres directores. A fines de 1965 las cintas ganadoras fueron exhibidas en el cine Regis, en la capital mexicana. La recepción del público superó las expectativas iniciales de los organizadores, sin ser masiva, permitió que algunas de las cintas, especialmente las que obtuvieron los primeros lugares, permanecieran varias semanas en cartelera. A lo largo de 1966 prácticamente todas las películas se estrenaron en la ciudad de México, si bien la aceptación del público fue decreciente.
El grupo de artistas que responden a la convocatoria entienden que la experimentación radica en la disolución de las fronteras disciplinares, incluyendo desde luego la que existe entre documental y ficción, pues si bien la mayoría de las cintas que se producen son de carácter argumental, la impronta de “lo documental” es clara, en buena medida por la participación de múltiples técnicos cuya trayectoria se había desarrollado en ese campo (vía el noticiero en la mayoría de los casos). Baste repasar los nombres de los responsables de estas producciones: entre los directores encontramos gente con experiencia en el teatro, la dramaturgia o las letras, como Juan José Gurrola, Juan y José Luis Ibáñez, Héctor Mendoza o Miguel Barbachano; otros con experiencia en diferentes áreas de la producción como Rubén Gámez, Alberto Isaac o Sergio Véjar; e incluso algunos con formación en escuelas extranjeras de cine como Manuel Michel o Salomón Laiter —que además era pintor—, o el caso de Juan Guerrero, uno de los primeros egresados de la escuela de cine de la Universidad Nacional de México en filmar profesionalmente. Los debates que habían sucedido antes se reactivan: mientras para algunos el concurso ofrecía la posibilidad de salvar al cine mexicano, para un sector de la prensa, el snobismo de esa generación hacía impensable que la iniciativa cumpliera con los objetivos que se planteaba.[5]
Sea como fuere, se presentaron a concurso propuestas que incluían los argumentos y adaptaciones de algunos de los escritores más importantes de esa generación —incluyendo textos de autores más veteranos como Juan Rulfo o Juan de la Cabada—, entre los cuales se sumaba la posibilidad de experimentación narrativa al interés que para ese grupo tenía el arte cinematográfico. Adicionalmente, hubo artistas de diferentes disciplinas, con experiencia mínima o nula en el cine, que intervinieron a la construcción de las cintas. Participaron los músicos Joaquín Gutiérrez Heras, Manuel Henríquez y Rocío Sanz, quienes desarrollarían una sólida trayectoria en la música mexicana de concierto, pero no necesariamente ligada al cine; y en la plástica fue importante el aporte de diversos creadores, como Manuel Felguérez, sólo por citar un caso importante.
Respecto a la fotografía se incluyeron artistas consagrados como Gabriel Figueroa o Alex Phillips, y algunos más, como el propio Sergio Véjar que tenía ya una trayectoria en el campo fotográfico. Un aporte fundamental provino del grupo de fotógrafos que, con experiencia en la publicidad o el documental, se integraron como responsables de la cámara: las imágenes de Walter Reuter, Armando Carrillo, Antonio Reynoso o Rubén Gámez construyeron la tensión particular entre realidad y ficción que constituyó, en gran medida, la naturaleza del concurso.
En las siguientes líneas analizo de manera puntual algunas de las películas que constituyen el ciclo completo, poniendo el énfasis en los elementos de cada cinta a partir de los cuales se da la experimentación que conforma al festival en su conjunto. Aunque dejo de lado varias cintas importantes, la selección muestra varias de las posibilidades que se exploraron en el concurso.
La fórmula secreta de Rubén Gámez
Rubén Gámez, de amplia experiencia en el cine documental y de noticieros, con La fórmula secreta (1965) pone a cuadro una serie de reflexiones de carácter poético a partir de un juego fuertemente visual que deja de lado los textos explicativos y construye su argumentación con la fuerza del montaje. Pocos años atrás, había dirigido un poema visual llamado Magueyes (1962), para acompañar el estreno de Viridiana (1961), la cinta de Luis Buñuel filmada en España.[6] Preocupado porque la recepción de esta cinta ignorara que se trataba de una producción mexicana, su productor Gustavo Alatriste le pidió a Gámez que evocara en este corto una imagen inequívocamente nacional. Más allá de las circunstancias, con este trabajo el director mostraba su capacidad para el montaje y para construir visualmente sus narraciones. Magueyes, de apenas nueve minutos de duración, juega con una confrontación que busca transmitir un mensaje antibélico, sobre la banda sonora de la novena sinfonía de Dimitri Shostackovich, y únicamente con imágenes de magueyes a cuadro.
Con este antecedente Gámez planea la producción de su propuesta para el concurso. El proyecto se llama Kokakola en la sangre y se anuncia como una cinta de carácter poético, con un mensaje de crítica a la transculturación nacional producto de la adopción de valores extranjeros. El propio Gámez es el argumentista, fotógrafo y director. Durante un tiempo busca el financiamiento de Gustavo Alatriste, aunque sin éxito, por lo que va reduciendo sus expectativas y, si en un principio prevé filmar un largometraje a color, poco a poco va acomodando sus planes al presupuesto posible. La duración final rebasa apenas los cuarenta minutos y la emulsión es en blanco y negro.
Logra, eso sí, involucrar como productor a su amigo Salvador López, jefe del departamento de almacén, cámaras, cables y mobiliario en los Estudios Churubusco y quien se había emocionado mucho al ver Magueyes. Con un equipo muy reducido emprende durante varios meses el rodaje de su proyecto, laborando únicamente en fines de semana. Gámez estructura su cinta con base en cuadros no narrativos que ponen en escena la disputa por la esencia de lo mexicano frente a la pérdida de la identidad, acosada por la confrontación con el imperialismo norteamericano y sus productos industriales —el subtítulo de la película sigue siendo Coca-Cola en la sangre—. Las secuencias se basan mayormente en el uso de material de registro directo; ausente prácticamente la narración textual, las imágenes de gran fuerza se ensamblan en una pugna constante, en un enfrentamiento violento. Juan Rulfo escribió́ algunos textos que se leen en off en dos secuencias de la película, como aquella donde la tierra yerma, completamente seca de una ladera que presumiblemente le han entregado a los campesinos es vista por la cámara mientras la voz de Jaime Sabines lee: “Ustedes dirán que es pura necedad la mía, que es un desatino lamentarse de la suerte, y cuantimás de esta tierra pasmada donde nos olvidó́ el destino. La verdad es que cuesta trabajo aclimatarse al hambre”. La cámara panea y el campesino se desplaza para quedar nuevamente en cuadro; la cámara vuelve a panear y el hombre, obstinadamente, insiste en seguir en el cuadro, en visibilizarse. Poesía visual y textual confluyen en el espacio de la denuncia, en el punto de encuentro entre dos formas de retórica para hacer funcionar un discurso complejo entre el cineasta y el escritor.
Rulfo remite a su propia literatura, a sus cuentos “Nos han dado la tierra” o a “Es que somos muy pobres”, entre otros compilados en El llano en llamas y publicados una década atrás. Hay aquí un desplazamiento de la preocupación meramente formal o del individualismo de las preguntas que atormentan a toda aquella generación; fuertemente influidas por el existencialismo y por una cuestión eminentemente política, son las clases desplazadas, los perdedores de la Revolución, aquellos que según el pintor Rufino Tamayo sólo habían triunfado en los murales, quienes exigen ser visibilizados en la cinta de Gámez. Al decir “somos porfiados…”, Rulfo, y Gámez con él, ponen el acento en la desigualdad y la injusticia que el aparato retórico oficial calla, pero lo hacen de una forma novedosa.
Secuencias más adelante, el director sintetiza el sacrificio de una res en unos pocos minutos. El matarife, con un pantalón corto y apenas armado con un cuchillo, hace su labor rápida y silenciosamente, pero el animal conserva, por el emplazamiento de la cámara, la vista fija en el espectador: mientras muere y es desollada, la vaca nos mira, nos apela. En los siguientes planos el carnicero se refugia en los brazos de sus padres.
Todas estas imágenes fueron planeadas por el cineasta, aunque sólo filmó la mitad de lo que había pensado, debido al presupuesto disponible. Ellas evocan el universo de Buñuel (de quien nunca negó sentirse influido) y el de Eisenstein, pues para Gámez la fuerza de ¡Qué viva México! (1932) fue inspiración para su trabajo. Así, llena de referencias, La fórmula secreta se constituye como un lugar de encuentro que, según Ayala Blanco (1985: 307), “semeja una pesadilla monstruosa, a menudo insoportable. Las metáforas visuales se imponen de una manera casi fisiológica. El director (y fotógrafo) desencadena la crueldad: nos conduce a un vértigo incontenible hasta las raíces de nuestro ser nacional, y nos regresa de improviso hasta nuestros días, como si los dos tiempos fuesen uno solo y se prolongarán entre sí.” Una pesadilla de metáforas visuales, de la pobreza descarnada de los campesinos, de la muerte, de los hombres como bultos, como objetos, de la imagen de un buitre sobrevolando el corazón del país. La experimentación entre documento y poesía visual en función de una retórica fuertemente contestataria.
Tajimara de Juan José Gurrola
A diferencia de La fórmula secreta, película ganadora, el contenido político del resto de las películas es más bien difuso, constreñido al ámbito de lo personal, en consonancia con ciertas posturas de carácter más existencial; las propuestas centran sus preocupaciones en las relaciones de pareja, el mundo del deseo, la estructura de la familia o las tensiones que surgen de la confrontación entre la vida cotidiana y el mundo de lo intelectual. Por ello, en la mayoría de estas cintas el escenario es urbano y se retrata a la clase media, a la generación producto del movimiento social del medio siglo que hacia la década de los sesenta se erige como un actor social de primer orden. Según José de la Colina (García Riera, 1978) el que una generación “use el cine para dar la imagen, el sentimiento, los problemas, el modo de vida” permite lograr “una poesía que sólo se puede alcanzar a través de lo vivido, de algo que vibra aún en nosotros”.
Juan García Ponce era un ejemplo muy claro de este proceso, como integrante de las letras mexicanas, de los suplementos y parte fundamental del grupo de artistas e intelectuales que hegemonizan las instituciones culturales del país. Su primera publicación formal sucede en 1963, con Imagen primera y La noche. Cuando se convoca el concurso parece natural que se adapte alguno de sus relatos, pues Tajimara acababa de aparecer en la editorial de la Universidad Veracruzana y junto con Amelia se articulan sendas propuestas para adaptarlos.
Al adaptar el primer cuento, participa junto al autor el dramaturgo y director de escena Juan José Gurrola quien, a pesar de su juventud, ya era uno de los directores más reconocidos de la escena mexicana. Desde aquel momento la colaboración entre los creadores resultará en uno de los momentos más notables. La literatura de García Ponce tiene como punto de partida la imagen, ya su primer cuento publicado –Imagen primera– remite a esta obsesión. Pero será en Tajimara, uno de sus relatos mejor construidos, donde esta cuestión se convierta en el centro. Así, aunque intente narrar la relación incestuosa entre Julia y Carlos, esa imagen que le obsesiona, la del objeto del deseo encarnado en el personaje de Cecilia, será la que determine la historia del personaje-narrador del cuento, quien impotente repite “pero esta no es la historia que quiero contar”, pues Tajimara es un cuento construido en torno a la imposibilidad de reconstruir esa imagen y el relato lo recuerda, como se dice en este fragmento del cuento:
Pero, a pesar de la intimidad, las conversaciones interminables y los paseos por las calles, bajo la lluvia, en tardes grises y rosadas, sintiendo la ciudad, solos y realmente unidos, todavía no sé cómo es Cecilia, cuál de todas es Cecilia y sólo su figura está siempre presente. Cecilia desnuda, de pie sobre el arcón de Mario (eso ya lo dije); Cecilia con los tirantes del sostén bajados para que yo viera cómo se veía en bikini; Cecilia en el sofá́, dejando que la mirara; en pantalones, con la gabardina encima; en el coche, diciéndome adiós, un breve escorzo de la mano y la sonrisa; en las fiestas, sin nada debajo del vestido, como yo se lo había pedido; discutiendo con Clara en la carretera, olvidándose de que iba manejando, después de estar con Julia y Carlos en Tajimara.
Al llevar a la pantalla el relato se debía preservar esa imagen, inasible según el cuento, pero que en el cine es una presencia con la que hay que proceder. Y ahí está la Cecilia de carne y hueso, representada por una actriz frente a la cual la cámara juega a conservar cierto misterio, algo que no se puede escrutar del todo. La adaptación del relato mantiene, para comenzar, los saltos temporales de la narración, aunque los altera para lograr narrar la historia, o las historias que componen el relato: la deseada (Julia y Carlos) y la ineludible (la del romance con Cecilia). Estos saltos en el tiempo exponen la argumentación del protagonista: el personaje-narrador cuenta en off la vida compartida con Cecilia a partir de un tiempo presente, pero volviendo al pasado.
A pesar de la experiencia teatral del realizador, la cinta huye de la teatralización gracias a la mirada fotográfica. Según Ayala Blanco, aunque “el orden de esos tiempos se mezcla, se funde, se confunde”, el arte de Gurrola consiste en que “cada uno de esos tiempos al pasar al siguiente se continúa y se explica a través de él, en una construcción no lógica sino musical, sinfónica”; así, cada momento tiene un valor por sí mismo y un contenido que “posee una fuerza visual innegable, es un elemento más que se añade a la tragedia, una sensación de mundo cerrado sin remedio nos envuelve” (Ayala Blanco, 1985: 312).
Al comenzar, la cámara mira a Cecilia desde un ángulo un poco extraño, emplazada a cierta altura, ve a la mujer en una contrapicada mientras ella sale y entra a cuadro, a veces completa y a veces fragmentada. Esta fragmentación del cuerpo femenino no es producto de una objetivación tanto como de la necesidad de plasmar la inasibilidad del personaje. En cada acción, Cecilia es agente de su cuerpo, de sus deseos y de sus decisiones; de ello, los hombres que la rodean son sólo testigos. “Ni siquiera es necesario enfatizar que por primera vez aparecen mujeres con vida propia en el cine mexicano. […] mujeres que se han aproximado a la reapropiación de su individualidad” (Ayala Blanco, 1985: 313). La cámara lo subraya. Antonio Reynoso y Rafael Corkidi realizan un trabajo armonioso con el principio de misterio que constituye la cinta. Las tomas se valen del claroscuro y en el cuadro las zonas de penumbra se conservan y aprovechan: a veces Cecilia aparece fragmentada por los contrastes de la iluminación. No es la única estrategia: las angulaciones, los desenfoques o la distancia de la cámara contribuyen a conformar esta imagen. Ella se convierte en el centro inasible del encuadre; así, mientras sube la escalera para entrar al departamento y va quitándose la ropa, la cámara, emplazada desde el exterior, es impotente de conservarla a cuadro o en foco. Las escenas eróticas en la película utilizan también encuadres que producen cierta confusión, los cuerpos entrelazados en formas abstractas recuerdan algunos momentos de Alain Resnais.
A la mitad de la cinta, en su camino hacia Tajimara, Cecilia orilla el coche y ellos harán el amor en su interior. La cámara, desde el exterior del coche empañado por la lluvia, mira el acto sin verlo totalmente. Ella se desnuda con movimientos pausados y él se mantiene a la expectativa, la cámara también. Desde el interior del vehículo, los prolegómenos del acto se sintetizan ante la cámara que, instantes más tarde, intentará infructuosamente asomarse al interior.
Manuel Felguérez y Fernando García Ponce figuran en los créditos como escenógrafos, su presencia remite a la relación intensa entre los artistas plásticos de la ruptura y la cinematografía de la época, pero va más allá: Julia y Carlos, los hermanos en la película, son pintores. En la cinta se repiten los sitios de la creación: por un lado, el taller de Tajimara donde ambos producen sus cuadros desde una ambigüedad sobre la autoría y, directamente por otro, el Museo de Arte Moderno de la Ciudad de México, donde exponen parte de su trabajo. A lo largo de la cinta son muchas las referencias pictóricas, los cuadros del mismo Felguérez ocupan las paredes y contribuyen a esta atmósfera con su abstracción. Manuel Henríquez, por su parte, ha construido una partitura que huye de lo anecdótico, evitando el leit motiv en pro de una expresividad no causada por sentido narrativo o anecdótico de la música.
La ruptura de los límites disciplinares es la estrategia, el cine es el escenario de una historia doble. Según Ayala Blanco, “Gurrola narra dos historias de amor pero no de manera alterna y simultánea. Las dos historias están en pugna constante, luchan por la supremacía, se invaden, declinan y se tratan de imponer en un esfuerzo supremo hasta que claudican […] terminan en el vacío, un vacío de figuras ausentes, de pie en el atrio de un templo donde se está celebrando la derrota del amor.” Cerca del final de la película, Carlos dice “como dos gotas de agua, como una sola fuerza, y la lluvia se desprendió de la nube porque la unión era imposible y no podía ignorar la luz del sol”. Así, Tajimara (1965) se construye en función de la ausencia de un centro o, más bien, de su imposibilidad.
En el parque hondo de Salomón Laiter
En enero de 1961, se publicó la primera versión de En el parque hondo, uno de los primero cuentos publicados por José Emilio Pacheco. Es narrado en tercera persona y cuenta la historia de Arturo, un niño de nueve años, quien abandonado por sus padres vive con su tía Florencia. Él recorre la ciudad, camina en el parque y sus recovecos, las laderas, el estanque. La ciudad se presenta así como ese espacio disfrutable que lo acoge. En sus derivas va con Rafael, su compañero de escuela. Su tía prefiere a la gata, Sultana, pues a él lo ha adoptado contra su voluntad; situación que parece no importarle al niño hasta que un día la gata enferma y Florencia le da veinte pesos para llevarla a sacrificar. Rafael sugiere deshacerse del gato y quedarse con el dinero que podría servir para miles de cosas como “armar aviones”, “para el cine o para alquilar bicicletas, comer dulces o comprar anzuelos o ir a remar al lago…” (Pacheco, 2000: 24). Arturo se deja convencer y ambos intentarán matar al animal, para evitar que regrese a la casa. La tragedia se desata cuando Sultana escapa. El resto de la tarde la buscan infructuosamente, hasta que la oscuridad los obliga a volver a sus casas. Él no se atreve a confesarlo a su tía, quien es presa de una gran tristeza por la pérdida irreparable. Ambos van a la cama, Arturo rompe el billete, pero no se deshace del miedo. “Contadas en el reloj de la pared, las horas lo hayan despierto, insomne, asfixiado en la transpiración, entre las sábanas revueltas…”, el tema del tiempo regresa como una sustancia densa a la que el niño se enfrenta impotente y asustado. Temiendo la vuelta del gato que alguna ocasión anterior encontró el camino de regreso. El final no resuelve la duda.
La tensión entre las formas del tiempo y las generaciones se plantea aquí de manera transparente: al principio del relato el niño es ajeno al paso del tiempo (“y nuevamente corrió, silbó, atravesó el asfalto, sin advertir la noche que iba cubriendo todo el parque”), mientras al final lo vive como esa densidad inaprensible donde se cierne su desgracia; se aproxima con ello a la vivencia de su tía, quien se gasta en caricias para olvidar los días. Este momento de conciencia de Arturo, de pérdida de la inocencia, está determinado por la experiencia del tiempo. En la narración hay un constante cambio entre el pasado directo (presente del relato) y el copretérito (pasado del relato), pero que se mezclan de una forma muy directa construyendo el sentido de continuidad en la historia (“el mundo se reducía…”), con breves párrafos narrativos, seguidos de largos diálogos y apenas cruzados por los momentos de duda de Arturo, subrayados en cursiva.
Salomón Laiter se formó como pintor e inició su carrera cinematográfica en los noticieros fílmicos, ante la imposibilidad de acceder a la producción regular; fue autor de un muy celebrado documental publicitario El ron, en 1960, y colaborador de las más importantes series de noticieros de la época. Esta búsqueda por registrar la imagen directa, fuera de los estudios y con actores no profesionales se refleja en la realización de En el parque hondo en el marco del Concurso. La película empieza con una imagen que viene del cuento: en una toma contra-picada de los árboles, que ubica la historia dentro del parque y a los protagonistas en la parte inferior e interior. Las siguientes secuencias, de carácter documental, registran cuando los niños salen de la escuela, compran y juegan. En un flujo constante de largas tomas, emplazamientos distantes, que se van aproximando hasta seguir al profesor, cojeando, apoyado en un bastón, y de él a los niños que fuman en el baño y se escapan del maestro. En la primera parte de la película pasean por la ciudad, que se revela como un lugar que no tiene espacio para ellos y donde hay una fuerte hostilidad, a diferencia del cuento que planteaba una ciudad que los acogía. Pero cuando Arturo se queda solo, entonces el parque vuelve a ser un sitio utópico del niño con la naturaleza. Para el crítico José de la Colina, ese tipo de contrastes caracterizan a la película y “revela[n] a un director capaz de sugerir movimientos interiores imperceptibles» (Ayala Blanco, 1985: 319).
Cuando el niño vuelve a casa encuentra a la tía, una señora demasiado hostil, deliberadamente sobreactuada. Regaña e intimida al niño con diálogos que vienen del cuento pero que son subrayados con la interpretación y ciertos énfasis actorales. La casa donde viven no es el pequeño departamento del original, sino una casa más amplia poco acorde con la frágil situación económica que ella manifiesta. Estos cambios construyen un enfático melodrama y difuminan la dimensión humana que el cuento subraya, pero no desdibujan el contenido social, sólo lo cambian de registro: mientras en el cuento se daba por una sutileza enmarcada en el despliegue del tiempo como materia, en la película la brecha generacional plantea otro marco político de acción que trasluce una visión de las diferencias históricas anteriores al “sesenta y ocho latinoamericano”.
El final de la película, la posible revelación de la verdad, por la vuelta del gato, transforma la historia en un thriller, el niño baja las escaleras y encuentra al animal moribundo frente a la puerta, sin que el espectador sepa cuál será la consecuencia. Ambas narraciones acuden a la alegoría para reafirmar la denuncia del mundo adulto opresor del niño y significar el espíritu de la época: un enfrentamiento entre el mundo social y el actuar emergente del joven, que la cámara enfatiza, convirtiendo algunos segmentos de la película en el resultado del registro directo y, por tanto, de la experimentación de una forma documentalizante.
La sunamita de Héctor Mendoza
Aunque la crítica consideró fallida la adaptación al cine de este cuento de Inés Arredondo, hay una serie de valores que no se le pueden regatear a la película. El punto de partida es un cuento muy notable de una de las mayores escritoras de su generación y quien participó del trasvase al cine de un cuento que ponía en el centro un problema ético y moral: el de una muchacha que se ve obligada a tomar decisiones en las que su futuro, su existencia y su cuerpo son el escenario de una disputa entre un deber ser socialmente aceptado y sus deseos, que deben quedar de lado.
Luisa es una muchacha que ha emigrado a la capital para realizar sus estudios. Un día recibe la noticia de que su tío agoniza y que la llama en su lecho mortuorio. Ella regresa a la vieja casa familiar para acompañarlo en sus últimos días, pero él lentamente recupera la salud, impulsado por el deseo de narrar el pasado a su sobrina. Una nueva crisis parece acabar con los días del tío quien, ahora, busca casarse in articulo mortis con Luisa a fin de heredarle. Obligada por los familiares y amigos, la joven termina por acceder. El tío nuevamente se revitaliza y con lo días va exigiendo la atención de su ahora esposa hasta llevarla a la cama.
El cuento sucede entre dos momentos que ponen el acento en la transformación de Luisa; primero, la forma en que la ven le resulta indiferente; al final, la vergüenza o la culpa hacen que las miradas ajenas le sean dolorosas. La adaptación recupera este proceso de transformación. Pero la cinta es víctima de un “excesivo pudor y una pésima adaptación”, según José de la Colina, lo cual esteriliza los aciertos debido a la nula experiencia del director detrás de las cámaras. Para de la Colina, La sunamita (1965) necesitaba una “sagacidad del detalle y del gesto, una sabiduría de manejo de la cámara dentro del ámbito cerrado y agobiadoramente íntimo”, de los que Héctor Mendoza carece. Y “la abundancia de actitudes y recursos teatrales impiden que La Sunamita sea siquiera una correcta ilustración de un cuento original” (García Riera, 1978).
Sin embargo, en el rompimiento de las fronteras disciplinares se aporta a la película algo que la enriquece. Quizá la cámara de Reynoso y Corkidi saben explorar el interior asfixiante de la recámara que ahoga a la protagonista, quizá la música de Manuel Henríquez tiene momentos de gran sabiduría. Si la película no es un producto redondo, sí es capaz de transmitir algo de la tragedia y el desagrado que Luisa sufre en el propio cuerpo.
Un alma pura de Juan Ibáñez
Tal vez una de las propuestas más audaces del concurso es la de Un alma pura (Juan Ibáñez, 1965). Más allá del tratamiento de algún tema tabú para el cine mexicano, como el incesto, el suicidio o el aborto, es interesante cómo la puesta en escena funciona de una manera muy novedosa, pues la adaptación del cuento de Carlos Fuentes del mismo título, resulta bastante libre. El cuento parte de una estructura muy lineal (a pesar de un quiebre temporal) y termina como una serie de recuerdos aparentemente desorganizados, que conforman una narración clara. En cambio, la puesta a cuadro es bastante experimental: la cámara deambula todo el tiempo mientras los personajes caminan, reflexionan, lloran, se cuestionan y hablan directamente a la cámara, apelando al espectador.
Según José de la Colina (García Riera, 1978), “el buen cuento de Fuentes se convierte así en una exhibición de malabarismo formal que impide a la historia adquirir profundidad alguna”; además considera la película como una muestra de “intuición cinematográfica [que] reside en la excelente fotografía de su film, obtenida de un Figueroa al que se le hizo contrariar todos sus malos hábitos de ‘artífice plástico’ del cine mexicano”. Una fotografía ausente de cielos dramáticos y de encuadres rebuscados, que va a la intimidad a partir de una “rostricidad” y un juego de montaje. Abunda Ayala Blanco en La aventura del cine mexicano: “Ibáñez y Fuentes desean romper con los métodos tradicionales de la narración cinematográfica. […] Trastornan el tiempo, hacen patente el juego de la cámara, insertan flash-backs inesperados, filman a modo de composiciones abstractas planos de cuerpos que copulan, encuadran en interiores de manera heterodoxa, anormal.”
Búsquedas que parecen “desesperadas” por poner al cine mexicano a la par que el cine europeo del momento, queriendo demostrar un cosmopolitismo del que sus creadores han abrevado. La propuesta insiste en el contraste entre las generaciones: los padres no entenderán las decisiones y considerarán a su hijo como un criminal.
Consideraciones finales
Las películas analizadas representan las diferentes visiones del Primer Concurso de Cine Experimental. Sin embargo, entre las que quedaron fuera hay propuestas relevantes como En este pueblo no hay ladrones (Alberto Isaac, 1965) o La viuda (Benito Alazraki, 1965), que son importante en los procesos que el cine mexicano emprendió luego de este evento.
Los diversos proyectos se dividieron por un lado entre los realizadas por los ex universitarios, trabajadores de la cultura o artistas y escritores contemporáneos y, por otro, los de los trabajadores del medio cinematográfico. Si bien las cintas más logradas fueron las del primer grupo, la película ganadora –La fórmula secreta– perteneció al segundo. Esta división también se reflejó en la parte central del contenido: la relación con el universo de lo político, siendo de nuevo la cinta de Gámez la que lo desarrolla con mayor compromiso.
A la distancia podemos evaluar que las propuestas del concurso, aunque fueron bien acogidas por el público (o al menos mejor que la expectativa general), no significaron una revitalización de la taquilla o de los procesos de distribución y exhibición. Los cineastas participantes, y en general los artistas que contribuyeron en las películas, tuvieron pocas oportunidades posteriores; por ejemplo, Rubén Gámez tardó más de dos décadas en realizar su primer largometraje. Para muchos músicos, fotógrafos o escenógrafos, esta fue una de sus pocas oportunidades también. Visto desde ese lugar, el concurso y las cintas quedaron encerrados en sí mismos.
No obstante, el proceso de renovación sucedió y, sin lugar a duda, estas producciones fueron parte de él. En términos industriales fueron pocos los resultados a mediano plazo; en cuanto a lo artístico sí hubo efectos positivos. Quizá el más importante es la adopción en México de esa cultura cinematográfica que para bien o para mal se instauró entonces. El concurso no es el único origen de ello, pero si es una parte importante, sobre todo porque, al menos en ese momento, se pudo hablar de la producción mexicana.
Probablemente, el mayor logro de ese encuentro es la difusión de un arte cinematográfico que se esmera en mostrar, desde una óptica nueva, a un país que ha cambiado. Ayala Blanco (1985) lo evalúa en estos términos: “el director mexicano deja de ser el artista en su propia tierra, abandona el empatamiento ante la fisonomía indígena o ante el colorido y la fuerza dialectal de Tepito y transforma el asombro en entendimiento, la curiosidad en elaboración formal. En 1965 una generación de jóvenes directores descubre que México no sólo es fotografiable o difamable sino también representable en términos de buen cine”.
Bibliografía
Arredondo, Inés (2011), “La señal”, “La sunamita”, “Las mariposas nocturnas”, en Cuentos completos, Fondo de Cultura Económica, México.
Ayala Blanco, Jorge (1985). La aventura del cine mexicano, Ed. Posada, México.
Elizondo, Salvador (1961), “Moral sexual o moraleja en el cine mexicano” en Nuevo cine, núm. 1: 4-11.
Espejo, Beatriz (2011), “Inés Arredondo o las pasiones desesperadas”, prólogo a Cuentos completos, Fondo de Cultura Económica, México.
Fuentes, Carlos (1958), La región más transparente, Fondo de Cultura Económica, México.
Fuentes, Carlos (1964), «Un alma pura» en Cantar de ciegos, Seix Barral, México.
García Ascot, Jomi (1961), «Sobre el anticonformismo y el conformismo en el cine» en Nuevo cine, núm. 3: 10-14.
García Ascot, Jomi (1962), «Un profundo desarreglo» en Nuevo cine, núm. 6: 4-8.
García Ponce, Juan. “Tajimara” y “El Gato”, Material de lectura. Serie El Cuento Contemporáneo, 30, Universidad Nacional Autónoma de México, México.
García Riera, Emilio (1978), Historia documental del cine mexicano. Época sonora. Tomo IX 1964-1966, Ediciones Era, México.
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Pacheco, José Emilio (2000), «El parque hondo», «Tarde de agosto», «El viento distante» en El viento distante, Ediciones Era, México.
Rulfo, Juan (2002), Pedro Páramo, Editorial Bibliotex, Barcelona.
Rulfo, Juan (2004), “Nos han dado la tierra” en El llano en llamas, Universidad Veracruzana, México.
Steffen-Prat, Isabelle (2012), “La memoria herida” en Javier Lluch Prats (ed.) En el balcón vacío. La segunda generación del exilio republicano en México, Asociación para el estudio de los Exilios y las Migraciones Ibéricas Contemporáneas, Madrid.
Notas
[1] Al respecto ver Maricruz Castro y Robert McKee (2011), El cine mexicano se impone, Universidad Autónoma de México, México. Allí analizan las condiciones que permitieron el florecimiento del cine nacional.
[2] En los siete números que llegó a publicar la revista “Nuevo Cine” son diversas las menciones y referencias a Buñuel, incluyendo un número doble dedicado íntegramente a él. Destacan además algunos de los artículos publicados en la revista, que aluden directamente a él como ejemplo de renovación.
[3] En 1952, se inaugura la Ciudad Universitaria en el sur de la capital del país, las nuevas instalaciones permitirán con el paso de los años un aumento constante de la matrícula universitaria a partir de nuevas condiciones para la enseñanza. En términos de la vida cultural de México, las instalaciones de la C.U. serán escenario de diversos procesos artísticos, como las exposiciones del Museo de Ciencias y Artes, los conciertos, obras de teatro y cine clubes en el Auditorio Justo Sierra de la Facultad de Filosofía o el Teatro Carlos Lazo de la de Arquitectura.
[4] Fueron conocidos como generación de la Casa del Lago por haber participado de las actividades culturales organizadas en ese recinto universitario durante la gestión como director del escritor Juan José Arreola, cuando se produjeron eventos teatrales, musicales, plásticos y de otras índoles, que tuvieron una importante repercusión en la vida cultural de la ciudad de México. Para un perfil de esta generación ver Monsiváis (1977) o Armando Pereira y Claudia Albarrán (2006), Narradores mexicanos en la transición del medio siglo (1947-1968), UNAM, México, entre otros.
[5] Los debates de la época se reprodujeron, en parte, en la revista Nuevo Cine, en García Riera (1978), en Ayala Blanco (1985), y en el libro de Rubén Gámez (2014), La fórmula secreta, Alias Editorial, México.
[6] En 1960. Luis Buñuel había regresado a filmar a España después de un largo exilio en México. La cinta fue Viridiana, protagonizada por Fernando Rey, Francisco Rabal y la actriz mexicana Silvia Pinal, esposa del productor Gustavo Alatriste.