Isaac León Frías, Lima, Universidad de Lima, Fondo Editorial, 2013.
María Emilia Zarini
La noción de Nuevo Cine Latinoamericano [NCL] llega hasta nuestros días como una bocanada de largo aliento. Fresca, como de la primera exhalación allá por 1967 y 1969, parece inagotable. Y lo es, puesto que sigue oxigenando el pensamiento y los estudios sobre cine con una potencia creciente desde aquellos días. El exhaustivo trabajo de Isaac León Frías así lo confirma. Un estudio sin condescendencias con la leyenda dorada del NCL, que a la vez no oculta el compromiso apasionado que cultiva su autor desde que asistió como joven crítico de la revista peruana Hablemos de cine a los célebres festivales de Viña del Mar en los que se impuso el tan mentado concepto. Un trabajo, por ende, íntegro y exigente tanto en la revisión pormenorizada de las abundantes citas que recupera de investigaciones previas, como en el conocimiento cabal de una filmografía que, bajo el rótulo de “política” o “militante”, se presume homogénea, mientras es diversa y compleja, al punto de poner en jaque el carácter uniforme y compacto del “movimiento regional” que se le atribuye a la cinematografía latinoamericana producida durante 1967-1975. El autor propone una lectura rigurosa, personal y controversial para revisar y resignificar la “historia oficial” de la categoría en cuestión en pos de una valoración que se pretende más justa y ecuánime.
A fin de confeccionar y publicar una investigación que supere el estudio sobre una cinematografía determinada, sobre la obra de un autor o sobre una temática en particular, Frías asume la tarea de una pesquisa de carácter comparativo aplicada a los cines de América Latina entre finales de los sesenta y mediados de los setenta, con una visión de alcance integrador reconociendo, desde luego, el antecedente que representa en esta línea los trabajos de Paulo Antonio Paranaguá. Con un enfoque global, el autor se plantea “aportar luces para entender un poco más qué ocurrió en esos años de conmoción en algunos de nuestros países, cómo se perfiló la noción de nuevo cine, en qué medida se diferenció del anterior, qué alcance tuvo, cuáles fueron sus rasgos distintivos y sus diferencias” (26). En este sentido, propone una redefinición de la univocidad con la que ha sido abordada la producción latinoamericana para llegar a especificar con un mínimo de precisión los límites de ese vasto territorio y sus particularidades teniendo en cuenta además, el diálogo sostenido con la modernidad cinematográfica, principalmente europea, una variable central en su perspectiva de análisis.
En efecto, poner en suspenso la ligazón de los nuevos cines con los proyectos políticos (enfoque que suele priorizarse) permitió al autor entenderlos como propuestas inscriptas en una estética internacional que planteaba una alternativa al estilo clásico, al status quo. De ese modo, sin negar la conexión del cine latinoamericano de los años sesenta con sus correspondientes marcos político y productivo (que incluía la intención de modificar estructuras industriales y la creación de nuevos lazos con el público), Frías pudo concentrarse en las operaciones de producción de sentido y avanzar en la relación entre el NCL y la modernidad fílmica.
El libro se organiza en tres partes, acompañadas de una introducción (que sintetiza el estado de la cuestión en relación a la noción de NCL, la bibliografía utilizada, el material fílmico y su accesibilidad y la “historia oficial” a debatir) y un apéndice final con un “Paisaje después de la batalla”. En la medida que el análisis supera la dimensión contextual del NCL, el estudio avanza en torno a las características internas que delinean los nuevos cines que hacen a la “larga década del sesenta”. El autor asume, en una primera instancia, la descripción del escenario organizacional y procede con la exposición pormenorizada de elementos interrelacionados (contextos, estado de la actividad fílmica, teorías, filiaciones) que preparan la base para despegar del mito político hacia la comprensión de la modernidad fílmica latinoamericana. El texto utiliza, en buena parte de su extensión, una abundante cantidad de citas bibliográficas de autores varios que reponen la compleja discusión que acompañó desde el inicio a dichas experiencias cinematográficas, y revisan posiciones y perspectivas sesgadas por la coyuntura. De este modo, Frías reinstala una investigación con la que pretende revalorizar las rupturas políticas, estéticas y culturales que rodean a los filmes analizados (500 títulos, aproximadamente, componen el corpus de películas mencionadas, aunque el corpus central de análisis es mucho más reducido en número y, en general, refiere a títulos canónicos y por tanto conocidos). Quizá la “interrupción” constante del análisis por la trascripción de extensas citas genere dificultad para una comprensión fluida del estudio, que sin duda es complejo y arriesgado como la intención de revisar novedosamente y “una vez más” los cines latinoamericanos de los sesenta.
Modernidad mestiza
Entre fines de los años sesenta y principios de los setenta el cine en América Latina cambió: en consonancia con las nuevas propuestas del viejo continente, se produjo un cuestionamiento profundo al modelo clásico-industrial. Frías indaga si dicho cuestionamiento se asoció –y cómo– a la modernidad con epicentro en Europa, revisando la tensión que se produce entre la modernidad entendida como un cambio fundamentalmente tecnológico y económico, y la modernidad considerada en su aspecto creativo, es decir, como estética. Sostiene entonces que “la modernidad estética se puede rastrear desde los orígenes mismos del cine” (248), afirmación que confronta con un conjunto diverso de producciones teóricas dominantes respecto de la historia del cine sobre la cual se distinguen etapas diferenciadas, no en términos necesariamente cronológicos. Esta problematización –que comprende la tercera parte del libro– implica el análisis de las “edades del cine” y la presentación de la noción de plataforma de la modernidad, desde la cual propone pensar la región latinoamericana durante el período analizado. El objetivo es echar luz sobre la estética moderna en los nuevos cines latinoamericanos de los sesenta desde su indiscutible singularidad, y no como un mero reflejo o influencia. El autor reivindica aquí una “modernidad mestiza” que busca la desarticulación del relato tradicional y la creación de nuevos postulados narrativos, y para ello recupera el concepto de “hibridismo” en clave latinoamericana.
A partir de los años sesenta, la puesta en crisis de los modelos genéricos produce un mayor grado de experimentación formal, reflexividad enunciativa, y la presencia creciente de un realismo social y de denuncia. De ahí el borramiento de separaciones tajantes entre ficción y documental, y su combinación con tradiciones locales. Reflexividad y realismo, modernidad y tradición, se expresan en Dios y el diablo en la tierra del Sol (Glauber Rocha, 1964), Vidas secas (Nelson Pereira dos Santos, 1963), Lucía (Humberto Solás, 1968), Memorias del subdesarrollo (Tomás Gutiérrez Alea, 1968) y 79 primaveras (Santiago Álvarez, 1969); en la primera parte de El chacal de Nahueltoro (Miguel Littín, 1969), en La hora de los hornos (Fernando Solanas y Octavio Getino, 1968), Invasión (Hugo Santiago, 1969), Tres tristes tigres (Raúl Ruiz, 1969), Los hijos de Fierro (Fernando Solanas, 1975), y en Crónica de un niño solo (Leonardo Favio, 1964). Queda, pues, en evidencia que la región –en sintonía con otras partes del mundo- asistió entre finales de los sesenta y principios de los setenta a un rotundo cambio en la matriz cultural, la cual implicaba “maneras de ‘ver’ la realidad, géneros, modos, límites de lo representable, mecanismos de apelación, etc.” (279).
Las películas mencionadas dan cuenta de que la reflexión sobre la modernidad fílmica y los nuevos cines latinoamericanos incluye un acercamiento tanto a documentales como a relatos de ficción; lo que no obtura cierta distinción entre ficciones que fueron identificadas con el llamado NCL (ficciones (in)), y aquellas que lo fueron en menor medida (ficciones (ex)), aunque todas adhieran a la estética de la modernidad. De las primeras, el autor aborda: la trilogía del sertón[1]; la obra urbana-épico-política de los realizadores argentinos de la Generación del Sesenta[2]; los títulos cubanos de ficción de la segunda mitad de los sesenta; la obra de Jorge Sanjinés; Reed, México insurgente (Paul Leduc, 1970) (caso emblemático y “excepcional” en el cine de México); la trilogía chilena (El chacal de Nahueltoro [Miguel Littín, 1969], Valparaíso, mi amor [Aldo Francia, 1969] y Tres tristes tigres [Raúl Ruiz, 1968]); y el caso brasilero, con su epónima trilogía de la etapa de consolidación del Cinema Novo (Tierra en trance [Glauber Rocha, 1967], O desafío [Paulo Cesar Saraceni, 1965] y O bravo Guerreiro [Gustavo Dahl, 1968]). De las segundas resalta su carácter de infiltradas, excluidas o consideradas de forma tardía como partícipes del NCL. Se detiene en las tentativas de modernidad de la industria mexicana, específicamente en el caso de Luis Alcoriza y sus obras Tlayucan (1961), Tiburoneros (1962) y Tarahumara (1964). Vuelve también sobre los retratos urbanos e intimistas de la Generación del 60 argentina y suma ejemplos en la misma línea de Brasil, Colombia, Chile, México y Venezuela. Aunque se pronuncia como un trabajo que no privilegia la obra de un autor o realizador, hace la excepción al destacar a Leonardo Favio con su trilogía en blanco y negro[3], la que lo ubicaría de modo indiscutible en el campo de la modernidad fílmica, aun no siendo parte del NCL ni de ningún otro movimiento. Finalmente señala rupturas estéticas en México (con Alejandro Jodorowsky a la cabeza); en Brasil, con la obra de Rogério Sganzerla y de Júlio Bressane, y en Argentina, a través de la obra del Grupo de los Cinco[4]; de otro grupo posterior a este, conformado por Julio Ludueña, Miguel Bejo y Edgardo Cozarinsky, y a través de la obra “memoriosa” de Antín.
Ante posibles expectativas de exhaustividad en lo que refiere al estudio de los documentales durante el período trabajado, el autor demarca su zona acotada de interés: es decir, incluir aquellos títulos significativos que delinean las tendencias estéticas y estilísticas de esos años, así como también los que han sido tibiamente considerados o están sencillamente ausentes de la “historia oficial”. La “sección documental” se organiza a través de una propuesta tipológica que analiza: experiencias pioneras del documental-encuesta, aplicaciones del cine directo, el enfoque etnobiográfico, el collage político y la profusa veta del documental de denuncia, destacando de ésta última aquellas películas que ostentan “un propósito investigador agudo y riguroso (…) de mirada inquisitiva e irónica que supera los tópicos [denunciantes, propagandísticos o impugnadores] de esta modalidad” (299) con propuestas formalmente innovadoras. Rescata el estilo que cimientan obras como Araya (Margot Benacerraf, 1958), Tire Dié (Fernando Birri, 1959), Carlos, cine retrato de un “caminante” en Montevideo (Mario Handler, 1965); las series de documentales contenidos en La condición brasileña (Thomas Farkas, 1964-1970); y los documentales de Jorge Prelorán: Ocurrido en Hualfín (1967), Hermógenes Cayo (Imaginero) (1969) y Cochengo Miranda (1975), porque se erigen como “filmes-faro” que ameritan ser destacados como puntos de inflexión que conectan tradición con apertura.
Frías se detiene también en el metadocumental, constituido por aquellas películas donde la propuesta de reflexividad –característica de toda la modernidad fílmica–: “expresa de forma más acentuada (…) los mecanismos del cine, de la creación audiovisual, del propio género” (318). El autor postula, finalmente, La Hora de los hornos como aquella obra que “marca el cénit de un procesos en alza” (322), mientras que La Batalla de Chile (Patricio Guzmán, 1975) representa, aún sin la intención explícita, el balance simbólico de una época, el responso del movimiento del NCL que, además, no tuvo –afirma Frías- una continuación en el exilio a pesar de que varios realizadores prosiguieron su obra fuera de sus países natales (Littín, Solanas o Sanjinés). Para Frías éstas son “realizaciones de latinoamericanos exiliados más o menos incorporadas a la industria (o a la periferia de la industria) de otras partes” (323).
“Antes que un cineasta, soy un agitador político”
En la segunda parte del libro –“Posiciones y raíces de los nuevos cines”– Frías se propone constatar la existencia de un marco teórico precedente que haya posibilitado las tendencias cinematográficas en ebullición hacia finales de los sesenta. Queda claro que la definición y elaboración conceptual de estas corrientes emergentes se hallaba ligada de forma insoslayable al contexto histórico (aunque no necesariamente en un sentido partidario o militante). En consecuencia, la dimensión estética se vio desplazada por la coyuntura y: “más que asuntos ligados al lenguaje o a la pertinencia de determinadas operaciones expresivas, es el sentido (el porqué y el para qué) de lo que se hace, es la función social del cine y la utilidad que puede tener en los procesos de cambio, lo que se pone en cuestión” (153). “Antes que un cineasta, soy un agitador político”, se pronunciaba elocuentemente Santiago Álvarez hacia 1969 en el Festival de Viña del Mar.
El autor se detiene en cuatro países en los que se produjo una elaboración teórica relevante que reverbera hasta hoy día: en Argentina, hace hincapié en Fernando Birri, en la herencia de este sobre las formulaciones de Solanas y Getino, y en las proposiciones del grupo Cine de la Base. En Bolivia, se centra en las reflexiones que Jorge Sanjinés realiza respecto de un cine revolucionario en un país con mayorías indígenas. En Brasil, toma los trabajos de Paulo Emílio Sales Gomes, Alex Viany y Glauber Rocha que son quienes trazan las columnas conceptuales del Cinema Novo. Y por último, se detiene en Cuba, donde la experiencia teórica se distingue de las antes mencionadas por su carácter prolífico pero inorgánico; cuyos mayores aportes vinieron de Santiago Álvarez, Tomás Gutiérrez Alea, Alfredo Guevara y Julio García Espinosa.
Frías concluye:
Por cierto, ni antes ni después de los años sesenta y comienzos de la década siguiente se hicieron elaboraciones teóricas o manifiestos como los de esos años (…) Es cierto que lo que parecía propugnar una cierta permanencia no llegó a tener sino una vida muy corta, aunque algunas de esas ideas se “exportaron” a otras tierras o fueron utilizadas por académicos de otras latitudes, entre otras cosas para contribuir al mito de esa revolución en trance que supuestamente se vivía en la región (188).
Posiblemente las sensibles diferencias en las formulaciones y en las prácticas que las respaldaban explican esa perecedera vida a la que hace mención Frías: diferencias que se ocultan tras una imagen de unidad y que la investigación del crítico viene a poner de manifiesto, sospechando que quizás la “unidad” estuvo dada por la escasa circulación que alcanzaron las producciones de dichas prácticas. Al explorar los márgenes de las teorías nos adentramos en cuestiones irresueltas que hacen a esta compleja y heterogénea “unidad”, tales como: el problema del autor y la industria, la creación grupal y colectiva, la elaboración crítica (que ponía sobre el tapete la idea de que el pueblo podía narrarse a sí mismo), la presencia de ideas como nacionalismo popular, Tercer Mundo y Revolución que gravitaban en las tendencias emergentes, y los no pocos equívocos en materia de teoría política que impregnaban el NCL.
Pero además de las diferencias y los matices, el autor propone advertir en los andamios conceptuales del NCL una serie de filiaciones o precedentes significativos, entre los que destaca: el neorrealismo italiano (de fuerte influencia en la ficción realista); la tradición documental estadounidense y europea, en lo que refiere al uso de la cámara libre o el sonido directo (Robert Flaherty, Joris Ivens y John Grierson y la escuela documentalista británica son señalados como influencias poco exploradas pero igualmente presentes); el montaje soviético de Eisenstein y Vertov (con herencia sobre Sanjinés, Solanas y Getino, Álvarez y Rocha, entre otros); y una serie de matrices de origen literario que apuntalan las corrientes fílmicas emergentes como el indigenismo, el modernismo brasileño, el realismo social y el teatro brechtiano.
Hacia nuevos cines latinoamericanos
Los años sesenta vieron surgir, en América Latina y otras partes del mundo, actitudes de ruptura y contestación para con la institucionalidad imperante y la tradición oficial u hegemónica –sea en lo artístico, sea en lo político. En el campo cinematográfico, estas posiciones devinieron en tendencias, grupales o individuales, que apuntaban a detonar estructuras y estilos de producción audiovisual en busca de nuevos modos y tratamientos visuales, y para ello se abrevó en las ya mencionadas fuentes teóricas y experiencias prácticas previas. Pero además corría un aire de responsabilidad social que direccionaba la proa hacia concepciones estético-políticas que no podían esquivar la coyuntura y debían dar lugar a opciones innovadoras.
Los nuevos cines bullían aquí y allá porque ponderar un cine donde la subjetividad del creador y el compromiso social se antepusieran a los imperativos económicos era, también, la preocupación y la necesidad del otro lado del océano: el neorrealismo italiano, el free cinema británico, la Nouvelle Vague francesa, el Cinéma verité de Jean Rouch y Edgar Morin, Satyajit Ray en la India, Nagisa Ôshima, Shôhei Imamura e Hiroshi Teshigahara en Japón y los modernos Antonioni, Fellini, Bresson y Bergman sirvieron de sustrato para las insurgentes actitudes en América Latina.
Es evidente que el clima que atravesaba el campo cinematográfico tenía su correlato en la serie sociopolítica regional e internacional. América Latina, con algunas excepciones, se debatía entre gobiernos civiles y gobiernos militares, y el año 1968 fue un punto de inflexión para el mundo occidental con los asesinatos del líder Martin Luther King y de Robert Kennedy; el Mayo Francés; la matanza de Tlatelolco en México; el golpe militar a Belaunde Terry en Perú, y la Conferencia Episcopal de Medellín –de donde surge la Teología de la Liberación. En relación a lo artístico es ineludible –aunque para el autor es coincidente y no vinculante con el NCL– el boom de la narración literaria o la renovación que experimentó el teatro y la música popular.
En semejante marco Frías subraya la presencia de un “sentimiento latinoamericanista” en las nuevas incursiones, reformulaciones o creaciones, y la urgencia por practicar de forma artística una comunicación “concientizadora”. Y aunque descarta aunar a todas estas nuevas olas bajo una misma mística de mayorías, afirma que “de este fermento se nutre la mayor parte de los que constituyen la punta de lanza de los cambios que surgen en los años sesenta” (57) y que no podría haber sido encontrado antes. Así:
(…) los anhelos latinoamericanistas fermentan en sectores minoritarios y, casi siempre, con un nivel educativo relativamente alto. Por oposición, los sentimientos nacionalistas arraigados, las aversiones a los ciudadanos de países fronterizos u otros, el repliegue en las tradiciones locales, la sobrevaloración de lo propio, etcétera, siguieron teniendo fuerza, y esos serán algunos de los escollos con lo que tropieza la idea y la posibilidad de un nuevo cine a escala regional (82).
Para completar su evaluación Frías avanza hacia un análisis de la industria como territorio susceptible a redefinición y como plataforma de despegue para las nuevas miradas de los sesenta, es decir, reseña los antecedentes en el interior de las industrias latinoamericanas o en sus márgenes (sobre todo para los casos de México, Argentina y Brasil que ya contaban con ese tipo de estructura). Hace mención, también, al aporte que significó la aparición de una generación de cineastas jóvenes que se formaron en escuelas de Europa, lo que explica la posterior filiación a ciertos estilos mencionados párrafos arriba. Así, desde fines de los cincuenta, el ocaso de la industria forjó a estos jóvenes al calor de la crítica y del cineclubismo, y por lo tanto la relación que se fraguo en los sesenta con la industria fue distinta: “No es el caso de la totalidad, por supuesto, sino de los que promovían la vida y la práctica de un cine diferente, que acentúa la función social, la libertad de expresión creativa o las banderas de la autoría” (57).
El autor se dedica luego a problematizar el mapa de los nuevos cines en función de si las novedades se produjeron en el interior de cinematografías con industria propia, o en países con escasa o incipiente actividad fílmica. En el primer caso incluye a Argentina, México y Brasil, donde no imperaba la premisa de enterrar la industria, sino de modificarla, redefinirla, hacer uso de sus recursos para poder gestionar otros términos creativos. En el segundo, se circunscribe a las experiencias de Cuba, Chile, Colombia, Bolivia, Perú, Uruguay y Venezuela. Con las particularidades de cada caso, el autor avanza en el diseño cartográfico del NCL con el foco de atención siempre puesto en los procesos, en las ideas y en las obras, destacando los insoslayables pesos autorales.
Si hay un procedimiento que le permite a Frías elaborar un panorama regional, es el de tender nexos a partir de aquello que las nuevas corrientes negaron más que por lo que afirmaron. De este modo reconsidera y rescata rasgos o experiencias que suelen quedar fuera de los horizontes de los estudios del NCL –como por ejemplo, el caso de Perú– para encontrar consonancias con las novedosas formulaciones de esos años. El aporte sustancial de la investigación son las coordenadas de mapeo, las claves de lectura y de interrogación que formula para el abordaje de un panorama realmente fragmentado a fin de esbozar una respuesta a la crucial pregunta: “(…) ¿hubo un nuevo cine en América Latina en los años sesenta y primera mitad de la década siguiente?” (431). La búsqueda de una visión de totalidad da con un territorio heterogéneo en el que no cuajaría la idea de una corriente uniforme: la complejidad de la propuesta que nos acerca el libro radica, justamente, en poder ver unidad donde no la hay en un sentido estricto. De tal paradoja surgen nexos, puentes, relaciones, conexiones que ameritan el estudio porque a partir de este podremos apreciar la búsqueda de estilos, el reencuentro con las raíces nacionales y culturales, el enfrentamiento de la actualidad de cada país:
(…) si no un movimiento regional, hubo sí, y mal que bien, corrientes nacionales, o al menos intentos de formarlas, y hubo también en ellas, y fuera de ellas, obras valiosas y novedosas que aportaron a una apertura del cine hecho en América Latina a las tendencias expresivas más avanzadas del cine mundial. Y ese aporte no se hizo desde la mímesis o la reproducción, sino desde la creación a partir de las propias circunstancias (147).
Ciertamente hubo un Nuevo Cine en los años sesenta latinoamericanos. Lo que el autor cuestiona, con rigor en los argumentos que despliega a lo largo del libro, es si esa novedad logró constituirse o no como movimiento. En este sentido, hace una distinción particular para el caso del Cinema Novo brasileño como la única experiencia susceptible de ser considerada como movimiento, y la excepción también en cuanto a repercusión internacional lograda. Al caracterizar y especificar las experiencias estéticas “extremas”, Frías busca desembarazarlas del manto “místico” que las reduce a objetos de culto ante los cuales no cabría revisión crítica alguna.
Es posible concluir que la noción de NCL se forja como actitud radical frente a la necesidad de presentarse “unidos” ante el oligopolio industrial estadounidense que estaba devastando las industrias regionales. Pero poder abordar los procesos desde la perspectiva de la sociología de la cultura –disciplina a la que pertenece Frías– permite una visión comprehensiva y minuciosa que no alimenta la idealización del mito a través de una generalización indebida. Quizá es este y no cuando la experiencia de lo “nuevo” se estaba jugando, el tiempo histórico propicio para una revisión madura como la que propone el libro que nos ha ocupado.
Ahora es posible ver los Nuevos Cines de América Latina.
Notas
[1] Frías aclara que en rigor no existe una “trilogía del sertón”, sino que en realidad son tres películas de “lanzamiento” del Cinema Novo realizadas entre 1963-1964 que tienen por escenario territorios del nordeste brasileño.
[2] El grupo central lo constituían David José Kohon, Rodolfo Kuhn, Simón Feldman, José Martínez Suárez, Manuel Antín y Lautaro Murúa. Fernando Birri es un caso único y aislado, por cuanto ni era realizador porteño, ni formado en Bs. As., ni residente de dicha ciudad, por lo que su ubicación en este periodo resulta excéntrica. Lo que lo vincula, según Frías, son los “anhelos de independencia (…) y los deseos de renovación de las estructuras del cine argentino” (338). Por este motivo el autor hace una excepción y analiza, en este mismo apartado, Los inundados (Fernando Birri, 1961).
[3] La componen Crónica de un niño solo (1965), El romance del Aniceto y la Francisca (1967) y El dependiente (1968).
[4] El Grupo de los Cinco lo constituían: Alberto Fischerman, Ricardo Becher, Néstor Paternostro, Raúl de la Torre y Juan José Stagnaro.