Alejandra Torres y Magdalena Inés Pérez Balbi (comps.), Buenos Aires, Universidad Nacional de General Sarmiento, 2016.
Pablo Piedras
El lanzamiento del libro compilado por Alejandra Torres y Magdalena Inés Pérez Balbi, bajo el sello de la Universidad Nacional de General Sarmiento (UNGS) es una noticia sustantiva para la consolidación y enriquecimiento de un área de estudios en constante crecimiento durante la última década en nuestro país: aquella que vincula el arte con las nuevas tecnologías. Sin embargo, la perspectiva de esta investigación es precisa respecto de los objetos abordados y los marcos teóricos utilizados, y así lo sintetizan Torres y Pérez Balbi en la presentación del volumen: “Este libro pretende abordar los cruces discursivos entre arte(s) –literatura, fotografía, cine, pintura, artes experimentales–, medios técnicos y comunicación masiva” (9) centrándose en casos de estudio que han tenido lugar en la Argentina desde la década de los sesenta. La aproximación teórica, siempre según las autoras, es de orden inter y transmedial, ya que considera la imagen como parte de la cultura visual actual y se adopta como eje conceptual la noción de dispositivo técnico y social. El repaso por las diferentes contribuciones que componen el texto permite comprobar que desde el punto de vista epistémico, los autores se aproximan a sus objetos apoyados en herramientas teóricas concentradas en la interdisciplina y en la multidisciplina, de acuerdo con los horizontes y preguntas que los casos de estudio solicitan. Este aspecto es una cualidad relevante si se considera la flexibilidad de marcos y enfoques necesarios para explorar un territorio artístico y medial contemporáneo en permanente transformación e innovación, pero también remite a las particularidades de una publicación en la cual se vuelcan los resultados de un proyecto de investigación financiado por la UNGS y la Agencia Nacional de Promoción Científica y Tecnológica (ANPCyT), con dirección de Alejandra Torres, en el que participaron académicos con diversas formaciones y procedencias.
Existe una serie de nociones y conceptos fuerza que atraviesan transversalmente el libro, aunque con diversas apropiaciones y usos. Nos referimos, principalmente, a la noción de dispositivo(s) –enunciada como central desde el título de la publicación– que se articula solidariamente con nociones como interfaz, visualidad, mediatización y cultura visual. Justamente, la Parte 1 del volumen, “Conceptos y debates sobre visualidad y dispositivo”, se plantea como objetivo establecer el horizonte teórico y las discusiones capitales que se dieron en torno de los conceptos anteriormente mencionados.
La contribución de Mario Carlón es sumaria y cartográfica ya que reconstruye los debates que rodearon a las nociones de la teoría de la mediatización moderna y contemporánea –soporte, dispositivo, lenguaje, medio, interfaz, medios convergentes, etcétera– desde los años sesenta hasta nuestros días. Más allá de señalar cuestiones fundamentales en torno a la discusión sobre el dispositivo –las vertientes semiótica y foucoultiana, que se desarrollan en otros capítulos– Carlón demuestra una preocupación recurrente por aterrizar estos debates (provenientes especialmente de la academia europea) en el campo de los estudios sobre medios de comunicación y semiótica en la Argentina y América Latina. Resulta de particular interés el desarrollo –que generalmente se extiende en las notas al pie de su texto– respecto de la consolidación de esta área de estudios en nuestro país gracias al aporte de figuras señeras como Eliseo Verón, Oscar Steimberg, Oscar Traversa y José Luis Fernández y su particular diálogo con referentes clásicos como Christian Metz y Roland Barthes y posteriormente con Jean-Marie Schaeffer, Philippe Dubois y Henry Jenkings.
Carlón esboza un problema que repercute en los capítulos posteriores y es quizás uno de los mayores desafíos de los análisis vinculados a los medios contemporáneos: el ataque a la indicialidad de los dispositivos visuales desde dos frentes. Aquel que niega a las máquinas la posibilidad de producir sentido, colocando todo el peso en los actos de lectura por parte de los receptores (idea del dispositivo “inerte” de Verón) y aquel que señala la oposición analógico/digital y la supuesta crisis de la indicialidad (confundida esta con analogía, según el autor) que aparecería tras el arribo de lo digital.
La segunda contribución de orden estrictamente teórico es la de María de los Ángeles Rueda, quien desde el comienzo del texto indica que su intención es elaborar “una reseña de los principales itinerarios del desarrollo teórico seguido respecto de la teorías de la imagen, la historia del arte y la cultura visual” (25). Si bien convoca a la atención la ambición de esta propuesta, el interés de Rueda es más bien sintético y se refiere a desmontar los cánones de la historia del arte tradicional en tanto disciplina, cuestionando su genealogía y el modo de construir un relato hegemónico sobre las imágenes. La historia del arte “a contrapelo” como la caracteriza la autora, se compone del detalle y de los indicios, elude generalizaciones (la práctica de la microhistoria de Carlo Guinzburg es una de sus palancas teóricas) e incorpora la cultura de masas, por lo cual hace énfasis en el conocimiento técnico, en la reproductibilidad y en la mediatización. Rueda concluye en que el espacio de conocimiento generado en torno de la denominada “cultura visual” es el más indicado para construir una concepción del arte más inclusiva y múltiple ya que permite “la posibilidad de articular el análisis de la pintura (arte rectora de la modernidad) con diversos medios y dispositivos visuales” y de “encontrar en la industrias culturales[1] […] rasgos estéticos, regímenes de visibilidad, imaginarios culturales, medios expresivos” (28).
La Parte 2 del libro, “Literatura y experimentación en los años sesenta” se compone de los capítulos de Claudia Kozak y Alejandra Torres. Si el aporte de Rueda cuestionaba los cánones de la historia del arte tradicional a través de una necesaria reinscripción de los medios técnicos en el marco de una compleja trama simbólica e imaginaria capaz de ser interpretada a través de los estudios visuales, Kozak efectúa una operación similar respecto de los paradigmas establecidos en la literatura. El título enuncia concisamente el foco de su propuesta: “Experimentación y desafuero (anotaciones sobre algunos conceptos para empezar a leer tecnoliteratura latinoamericana)”. Según la autora la literatura se enfrenta en el siglo XX a un problema de legitimidad ligado al desvanecimiento de sus funciones tradicionales, que radicaría por una parte “en la puesta en crisis del sentido, del lenguaje y de la experiencia y, por la otra, del cruce entre lenguajes, ‘disciplinas’ artísticas, autores y lectores, arte y no arte, en el marco de unas culturas globalizadas de fuerte carácter audiovisual” (35).
Kozak explora una de las formas del desafuero, del “salirse de sí” de la literatura, conectada a la experimentación transmedial que tiene lugar en la producción y lectura de las tecnoliteraturas. Surge aquí nuevamente uno de los ejes que atraviesa todo el libro y que ya describimos en la intervención de Carlón: las máquinas, lo técnico, no son solo medios “inertes” o “neutrales” sino que son modos de pensamiento y conforman proyectos para construir mundos, impactar sobre las consciencias y modelar imaginarios sociales. La autora define con precisión el horizonte desde el cual deberían leerse las tecnoliteraturas basado en una política de las translenguas. Esta política atiende a una serie de parámetros de lectura e interpretación que se han trastocado en los últimos años con la migración del lenguaje en contextos transnacionales dentro del marco de una “cultura digital globalizada”, en la que medios, tecnologías y dispositivos se imbrican y transforman constantemente hasta desestabilizar sus propios espacios de origen.
En este capítulo se percibe una estructura que se replica en los subsiguientes textos del libro: tras el desarrollo teórico (o la contextualización histórico-cultural) de las nociones nodales vinculadas con los objetivos del proyecto de investigación, se prosigue con el análisis de uno o varios casos. Aquí Kozak se aproxima a la experiencia de Omar Gancedo en su obra IBM publicada en la revista Diagonal Cero en el año 1966. Según la autora esta es una las primeras manifestaciones de poesía electrónica a nivel nacional. No pretendemos en esta reseña reproducir el riguroso análisis que se realiza de este poema tecnoexperimental (se trata, en realidad, de tres poemas visuales), pero sí deseamos subrayar que el entrecruzamiento de lo técnico y lo literario está fuertemente marcado por una impronta que, lejos de solazarse en un mero ejercicio de descomposición y recomposición del lenguaje mediante la aplicación de un soporte tecnológico de escritura, involucra en la obra elementos reflexivos que perturban políticamente la percepción e interpretación de los ocasionales lectores/receptores.
Alejandra Torres, por su parte, dedica integralmente su texto a examinar con rigor la colaboración creativa entre el escritor Julio Cortázar y el diseñador Julio Silva. Aunque ambos trabajaron juntos en una serie de obras –que Torres se encarga de consignar–durante las décadas del sesenta y setenta, el objetivo del capítulo es comprender los modos en que fueron pensadas y perfiladas las primeras ediciones de La vuelta al día en ochenta mundos (1967) y Último round (1969). El abordaje de la autora presenta un especial interés toda vez que retoma la obra de un escritor que ha sido profusamente transitada por la crítica y el análisis literario nacional e internacional, pero que tal vez no ha merecido la suficiente atención respecto de su articulación con el diseño, la gráfica y los medios técnicos, con la notoria excepción de El libro de Manuel (1973) y su consabida (y tardía) apropiación de la técnica del pastiche literario.
Evitando caracterizar estas obras abrevando en el conjunto de etiquetas que se les asignaron en su época, Torres considera estas colaboraciones en tanto “dispositivos de visualidad” y retoma así una de las nociones estructurantes del libro optando por la definición de Giorgio Agamben vía Foucault. La idea-fuerza plasmada promediando el texto señala que las dos obras de Cortázar-Silva “dan cuenta muy especialmente de la concepción de los materiales, dado que son formatos que desafían las clasificaciones y proponen revisar las formas de visualidad que despliegan: las cuestiones gráficas y tipográficas; las mutaciones, los diálogos y las confrontaciones entre la palabra y la imagen, tanto fotográfica como pictórica” (50). La poética que Cortázar desarrolla en buena parte de su literatura, sustentada en una particular concepción de lo fantástico y de lo insólito, encuentra puntos de confluencia con sus ideas respecto del dispositivo fotográfico ya que este “posibilita la apertura a una realidad más ampliada” (54). El poder del dispositivo no solo reside en registrar la realidad sino en su capacidad de inscribir en lo real y dar a ver aquello que resulta imperceptible para el ojo humano (una formulación, a nuestro entender, fielmente alineada con los presupuestos de las vanguardias históricas y con los manifiestos de Dziga Vertov).
La Parte 3 del libro se titula “Fotografía más allá de la foto” y dispone de dos ensayos que estudian los usos de la fotografía en entornos artísticos no convencionales como el caso de los denominados “libros de artista”. Lo que podría ser una debilidad de la publicación, dado que ambos capítulos abordan la misma obra, se convierte sin embargo en una fortaleza porque los acercamientos resultan convergentes y complementarios. Humanario (Sara Facio, Alicia D’Amico, Julio Cortázar, 1966-1976), en palabras de Paula Bertúa –autora de uno de los capítulos– es una “serie de fotografías tomadas a los internos de los hospitales psiquiátricos Moyano, Borda y de Open Door […] El desencadenamiento de esas imágenes diseña toda una imaginatio plástica compuesta por sujetos en éxtasis, crucifixiones, actitudes pasionales, todas ellas posturas del delirio” (71).
El texto de la autora mencionada precede al análisis de la obra con un recorrido de orden histórico, artístico y cultural respecto de las trayectorias de Sara Facio y Alicia D’Amico en la fotografía desde los años sesenta y, particularmente, examina su involucramiento en la vertiente del ensayo fotográfico, desde cuyas coordenadas puede leerse Humanario. Bertúa recobra la formulación de Eugene Smith para definir los rasgos del género cuyo elemento dominante es “la búsqueda del otro, una disposición para la alteridad que difumina las fronteras entre el sujeto que fotografía y el objeto fotografiado” (69). La reconstrucción del contexto social, cultural y político y su puesta en relación con Humanario permite comprender, por un lado, la politicidad divergente y alternativa con la que se hallaba comprometida este proyecto en un periodo dictatorial marcado por las persecuciones y la censura, pero también, ilumina el rol catalítico que tuvo esta iniciativa en el contexto de la formación del Consejo Argentino de Fotografía. En esta línea, Bertúa indica que “Humanario puede considerarse inaugural de una línea expresiva que a partir de los años ochenta seguirían artistas como Eduardo Gil, Ariana Lestido o Marcos López” (73). La autora se aboca en la última parte de su capítulo al análisis minucioso del funcionamiento del dispositivo textual y visual, prestando especial atención a las relaciones (casi nunca reconciliadas) entre imágenes y texto, en tanto estrategia estética, ética y política que obtura una “referencialidad directa”, complejiza así la representación de una otredad radical y evita al mismo tiempo la acción de la censura.
El capítulo de María Fernanda Piderit Guzmán se organiza en dos grandes líneas. En primer lugar, define los marcos epistémicos sobre los cuales bascula la fotografía a partir de la segunda mitad del siglo XX. Señala los caracteres eminentemente ideológicos y políticos en relación directa con la experiencia humana –lejanos a cualquier idea de objetividad– de los que está investido el dispositivo (aquí las referencias teóricas obligadas son Walter Benjamin y Susan Sontag) y, en segundo término, se preocupa por delimitar el territorio del llamado “fotolibro”. Después de examinar el origen del concepto vinculado al libro de artista, Piderit Guzmán se detiene en las diversas acepciones que existen sobre el ensayo fotográfico, anclando sobre todo en la propuesta de W. J. T. Mitchell para quien este género es “una conjunción literal de fotografías y textos, normalmente unidos por un propósito documental, a menudo político, o periodístico, en ocasiones científico (sociológico)” (61). No obstante, la autora toma posición y considera más pertinente utilizar el término de fotolibro, toda vez que en América Latina el ensayo es más bien un género literario, por lo tanto se desprende de cualquier carga positivista/objetivista en pos de valorar el énfasis en la subjetividad autoral y en subrayar las potencialidades creativas por sobre la meramente reproductivas.
En segundo término, la autora emprende un análisis de la obra que, ilustrado con fotografías y con fragmentos del texto de Cortázar, coloca el eje en el desbroce del problema de la “fisionógmica”, concepto del positivismo cientificista que remite “a la clasificación de diferentes tipos de seres humanos a partir de los rasgos externos de la apariencia física” (64). En sintonía con la conclusión a la que arriba Bertúa, la intervención de Facio, D’Amico y Cortázar –en la cual el dispositivo es puesto al servicio de la deconstrucción de los saberes clínicos y de las instituciones que disciplinan los cuerpos– efectúa combinaciones que acentúan las tensiones entre el lenguaje verbal y el visual y, en el acto de desplazarse de la mera documentación, la obra se convierte “en un testimonio de resistencia y de lucha política […] y en una metáfora que alude a la situación política de nuestras sociedades en los años que fueron alienados por las dictaduras de las décadas de 1970 y 1980” (67).
La Parte 4, “Cine y experimentación” reúne las colaboraciones de Mario Alberto Guzmán Cerdio y Brenda Salama, ambas abocadas a examinar aspectos ligados al cine experimental vernáculo. No obstante, como sucede de manera saludable a lo largo de todo el libro (lo cual demuestra la claridad de las prerrogativas por parte de las compiladoras), la propia noción de cine experimental y otras aledañas están puestas en entredicho y en discusión.
En “Diálogos entre literatura y cine experimental: Capricho, de Silvestre Byrón”, Guzmán Cerdio plantea inicialmente los elementos distintivos del cine experimental en relación con otras formas fílmicas, como, por ejemplo, el cine narrativo industrial. Se percibe en el texto del autor una llamativa necesidad de defender la legitimidad del campo, una tendencia común en otros textos críticos y académicos sobre este tipo de cine en la Argentina. Cierto es que el cine experimental ha adquirido tradicionalmente un lugar periférico tanto en el marco de los estudios sobre audiovisual como en los circuitos de distribución, exhibición y legitimación de obras audiovisuales de nuestro país, pero creemos que sería interesante interrogarse –en la segunda década del siglo XXI– hasta qué punto lxs realizadoras y realizadores de dicho cine han construido una identidad alternativa no solo en términos de divergencias expresivas estético-narrativas, sino a partir del repliegue de la difusión en un círculo más bien restringido de conocedores de la materia.
Por otra parte, destacamos los pasajes del texto de Guzmán Cerdio en los que evita definir el cine experimental sobre la base de su contraposición con el modelo narrativo hegemónico clásico-industrial, e intenta focalizar su argumentación en las cualidades propias del objeto de estudio. En palabras del autor “al matizar las rígidas dicotomías que caracterizan al cine experimental, es posible distinguir que sus operaciones no se constituyen en contra de una posible narración, sino que más bien aparecen actuando sobre el ámbito de la percepción y los bordes entre prácticas artísticas para incidir sobre diferentes posibilidades narrativas” (80).
Antes de analizar el cortometraje Capricho (Silvestre Byrón, 1991) Guzmán Cerdio recompone el contexto cinematográfico y cultural en el cual produce Byrón y puntualiza una noción teórica que será su recurso fundamental a la hora de abordar la obra citada. De acuerdo con Irina O. Rajewsky, una referencia intermedial “es una estrategia de construcción de sentido que utiliza las estrategias propias de un medio […] para evocar, tematizar o imitar elementos y estructuras de otro medio” (citado en pág. 83). En esta línea –la relación entre medios no es reproductiva sino creativa y dialógica– el autor coloca las diferentes experiencias fílmicas de Byrón que se han nutrido de la literatura para focalizarse, finalmente, en Capricho. Esta obra recupera el cuento El Horla (1887) de Maupassant no con el fin de trasponerlo de un medio a otro, sino con el objetivo de hacerlo operar en la descomposición y reflexión sobre el propio dispositivo cinematográfico que sostiene la producción de sentido del cortometraje.
La órbita sobre la cual se mueven los intereses de Brenda Salama es la del formato super-8 y, particularmente, la de aquellos artistas, denominados “superochistas” –la autora señala con precisión cómo el uso del término ha basculado entre lo eminentemente técnico y lo estético– que acudieron a ese paso reducido para realizar sus obras, posando su mirada especialmente en realizadores que iniciaron sus carreras en la década de los sesenta (Claudio Caldini, Narcisa Hirsch y Marie Louise Alemann, entre otros) y arribando a las producciones de figuras actuales como Ernesto Baca, Sergio Subero y Andrés Denegri.
El texto de Salama se destaca por realizar un paneo histórico informado sobre los “formatos de cine subestándar” que resulta instructivo y didáctico por la vocación que demuestra la autora en explicar con detalles técnicos las especificidades de cada uno de los formatos, como así también el funcionamiento de las cámaras, los proyectores y las características del revelado. Tratándose de un libro que tiene al dispositivo como una de las principales zonas de indagación, resulta por demás enriquecedor un capítulo en el que se esboza una suerte de historia técnica sintética de los artefactos y sus insumos. Tras la recuperación de ciertos hitos vinculados al desarrollo de los formatos de cine no estandarizados, la autora efectúa un cuestionamiento a cierta propensión de la crítica “especializada” para aglutinar bajo el rótulo “superochista” una serie de expresiones fílmicas que difieren –radicalmente en algunos casos– en sus búsquedas e ideas estéticas. Después de efectuar el análisis de un conjunto de obras heterogéneas en el que demuestra sus objeciones, Salama plantea algunos interrogantes que en sí mismos exponen la complejidad inherente al abordaje del cine experimental: “¿Un film puede ser considerado como perteneciente a la tradición experimental por el simple hecho de estar realizado en super-8? ¿Es la materialidad, el formato, el aspecto tecnológico lo que define al cine experimental? ¿Por qué se relaciona el formato fílmico con el pasado?” (98).
En la Parte 5, “Archivos: cine documental y museo” se examinan los diferentes valores y funciones que han tenido las imágenes del pasado para la construcción de la historia y la memoria tanto en el territorio de los documentales audiovisuales (capítulo a cargo de Juan Pablo Cremonte), como en la institución/dispositivo Museo (capítulo de Flavia Costa).
El texto del Cremonte revisa, en sus primeras páginas, las diferentes acepciones a ideas sobre la noción de dispositivo (Aumont, Foucault, Fernández, Traversa, entre otros), algunas de las cuales ya habían sido abordadas en los capítulos precedentes. La conexión con el cine documental la efectúa vía Christian Metz[2] y sus transitadas formulaciones sobre la “escopofilia” que se produce en el espectador cinematográfico debido a la exacerbación de su capacidad de visión a la que lo somete el dispositivo fílmico. El “amor por la visión” que supone la escopofilia, según Cremonte podría situarse en paralelo al “amor por el conocimiento”, o “epistefilia”, cualidad que caracteriza el nexo entre la obra y el espectador en las películas documentales según lo expresado en el clásico libro de Bill Nichols (1997).[3] La reflexión sobre las funciones de las imágenes en el cine documental lleva al autor a sostener, en línea con Gustavo Aprea, que “los dispositivos funcionan como transmisores de un saber del emisor al receptor en el contexto de una escena enunciativa asimétrica” (107). Posteriormente, en el ensayo se distinguen tres estatutos de la imagen con funciones diversas en los discursos del cine documental: la “imagen analógica”, la “imagen-registro” y las “imágenes icónicas”. Así, el autor pone a prueba esta clasificación para analizar los modos en que se construyen argumentaciones sobre el mundo histórico en documentales realizados durante los últimos quince años cuya temática es el peronismo. Como corolario de su exploración Cremonte comprueba que el cine documental cada vez precisa menos de los valores testimoniales de las imágenes analógicas tradicionales para sostener un conocimiento con intenciones de veracidad sobre el referente y puede incluso recurrir a imágenes creadas digitalmente sin por esto perder su fiabilidad.
En “Dispositivo-museo y agencia cultural”, Flavia Costa retoma la hipótesis de Giorgio Agamben según la cual “el mundo está siendo convertido en un museo recorrido por espectadores-turistas. El museo aparece aquí como un dispositivo privilegiado del capitalismo espectacular, cuya principal función consiste en crear un espacio separado donde se captura la posibilidad de usar libremente las cosas” (citado en pág. 118). Siguiendo la estela teórica del filósofo italiano, Costa se refiere a la mutación que el dispositivo-museo ha sufrido en las últimas décadas en las sociedades occidentales y su impacto en las formas de experiencia individual y colectiva. Siempre con la autora, la “museofobia” de los primeros tres cuartos del siglo XX se ha convertido, en la última etapa, en una “museofilia”, un hecho que se comprueba cuantitativamente en el crecimiento del número de museos en la Argentina entre los años 2008 y 2009 y que interpreta, nuevamente con Agamben, como una acelerada “museificación del mundo”. Este aspecto, por otro lado, se alinearía con el devenir imagen de la sociedad del espectáculo teorizada por Guy Debord.[4] Así es como Costa afirma que “espectáculo y museo son las dos caras de un dispositivo común, las dos caras de una misma imposibilidad de usar. Lo que ya no puede ser usado es consignado al consumo o a la exhibición espectacular-museística. El dispositivo museo captura el valor de uso y lo convierte no solo en valor de cambio, sino en valor de exhibición” (122).
A través de su capítulo Costa desanda el árido camino de comprender cuál es la función, el propósito cultural y el valor diferencial del dispositivo-museo en tiempos de mundialización y transnacionalización de la cultura y cuáles son sus posibilidades de articularse en el entramado mediático, social y tecnológico que caracteriza al mundo contemporáneo. En este marco, la autora define con suma perspicacia la encrucijada de esta institución:
El museo se enfrenta a la aceleración tecnológica, social, cultural y perceptiva provocada por las tecnologías audiovisuales e informáticas, y tiene que responder a ella con estrategias dobles, de asimilación y rechazo: por un lado, debe volverse “amigable” para las nuevas audiencias globales de estudiantes, turistas, internautas, consumidores de cultura just-in-time; por otro, debe ofrecerles algo diferente, singular, que permita –tanto al museo como a sus visitantes– mantener su estatuto de “otra cosa”, diferente de un simple espectáculo televisado (123).
Lamentablemente el capítulo de Costa, por las limitaciones propias de su extensión, no aborda experiencias museísticas concretas para examinar las tensiones anteriormente esbozadas en contextos institucionales, políticos y sociales múltiples.
La Parte 6, “Otra videodanza: mediatización y transmedialidad” se compone del análisis de dos casos muy disímiles vinculados con la videodanza. En primer lugar, Mariel Leibovich concentra su atención en el uso de los elementos propios de este lenguaje en la última obra de Leonardo Favio (Aniceto, 2008). La autora adopta una definición elástica, un canon inclusivo, considerando dentro de esta categoría a todas aquellas manifestaciones que son “danza para la pantalla”, lo cual incluye obras en fílmico (como la de Favio) y obras grabadas por distintos dispositivos electrónicos como webcams, celulares, tablets y, obviamente, cámaras digitales. Tras historiar la etapa de nacimiento de la videodanza en la Argentina, Leibovich justifica la elección de Aniceto dada su condición excepcional: se trata de la última película de un director proveniente del sistema del cine convencional, considerado una de las figuras más importantes dentro del campo del cine argentino, pero sin una experiencia previa en el terreno de la “danza para la pantalla”. Esta afirmación requiere ser relativizada si tenemos en cuenta que, además de que el enamoramiento del Aniceto y la Francisca (en la primera versión del film) “se baila y no se cuenta” –la autora revisa las ideas del clásico ensayo de Oubiña y Aguilar–, Favio había demostrado su pericia para la representación coreográfica de los cuerpos en Nazareno Cruz y el lobo (1975) y Gatica (1993).
Leibovich acertadamente señala la coherencia de esta obra con el sistema poético y representacional de Favio, indicando, entre otros elementos, el modo en que Aniceto entrecruza caracteres de la cultura popular (su gusto por lo kitsch sintetizado en la canción interpretada por su hijo Nico Favio) y de la cultura de elite (la danza clásica, la música de Chopin y las composiciones originales de Iván Wyszogrod para la película). Sin embargo creemos que la simbiosis entre lo popular y lo culto adopta otra tónica en este film, toda vez que el sistema de la danza clásica es el que domina la narrativa de la obra y esto, tal vez, explique el escaso número de espectadores que la película recibió en su corto paso por las salas comerciales.
“Dispositivo e interfaz: incidencias en la performance visual del mundo contemporáneo” se titula el extenso y riguroso capítulo de Alejandra Ceriani. En su introducción se exponen los dos ejes del texto. En primer lugar, indagar las transformaciones en las corporalidades y las miradas que se generan con el impacto de la expansión de los nuevos dispositivos e interfaces. En segundo lugar, colocar en diálogo el enfoque teórico precedente con el análisis de una experiencia práctica denominada Webcamdanza, en la que se ponen en juego interacciones entre intérpretes con dispositivos e interfaces de registro del movimiento.
El interés de Ceriani es comprender el complejo campo de experiencias que se abren para el cuerpo humano en los entornos informatizados, mediante las relaciones con interfaces y dispositivos. Así, los dispositivos cumplen un rol central en los procesos de subjetivación. La autora adhiere a las ideas de Vilém Flusser (el soporte teórico fundamental da la primera parte del texto) para dar cuenta de cierta sospecha que desde el paradigma moderno ha existido respecto de la tecnología, en palabras del ensayista y filósofo checo se trata de “la desconfianza del viejo hombre, subjetivo, que piensa en forma lineal y tiene conciencia histórica, frente al nuevo, el que se expresa en los mundos alternativos y que no puede ser comprendido con categorías tradicionales” (citado en pág. 139).
El análisis de Webcamdanza profundiza en los vínculos que surgen entre el cuerpo real, el cuerpo virtual y las interacciones de la mirada gracias a la intervención de un dispositivo y de una interfaz que la autora describe con precisión, incorporando incluso un gráfico ilustrativo en el que se percibe el uso de espejos pero también la convivencia espacial y temporal de los equipos de registro y exhibición. La percepción del cuerpo de la performer y, por lo tanto, la concepción misma de sujeto se colocan en crisis a partir de esta experiencia, así como también se ponen en juego otras competencias y regímenes de visibilidad desde el punto de vista del espectador y la frontera misma entre intérpretes y receptores.
Para finalizar, la Parte 7, “Activismo y dispositivo”, también cuenta con dos contribuciones. Marina Féliz efectúa una reconstrucción histórica de la apropiación de las nuevas tecnologías para la denuncia y activismo político del Movimiento de Trabajadores Desocupados (MTD) de la denominada “Masacre de Avellaneda” (2002), en la que fueron asesinados por el gobierno de Eduardo Duhalde los militantes piqueteros Darío Santillán y Maximiliano Kosteki. La propuesta del texto de Féliz es estudiar la formación de un “poder popular medial” (155) consistente en activar artísticamente mediante diversas plataformas un conjunto de acciones de testimonio, denuncia y memoria en relación con la violencia política estatal que significó la masacre. En este sentido la apropiación tecnológica le permitió al MTD (un movimiento social estrechamente vinculado con lo territorial) expandir el espacio público y su arco de operaciones hacia la esfera virtual. Así, después de 2002, “la estrategia territorial local se modifica y se vuelve global” (157). En dicho proceso, sitios de contrainformación como Indymedia Argentina tuvieron un papel decisivo y Féliz examina justamente el funcionamiento no solo de las estrategias de producción participativa de contenidos, sino aquellas ligadas con la circulación y recepción de estos. Sobresale la intercomunicación constante entre los espacios territoriales y virtuales, ya que la expansión desplegada por parte de la militancia en internet del MTD retorna al espacio público en formas artísticas que tienen lugar en diversas manifestaciones y actos callejeros.
El último capítulo del libro “Reenvíos. Cruces entre activismo artístico e Internet en la Argentina (2005-2011)”, a cargo de Magdalena Inés Pérez Balbi, profundiza aún más en los alcances artísticos y políticos de las estrategias de intervención que se apropian de las nuevas tecnologías para llevar adelante sus acciones. Su texto se organiza en torno de dos ejes que se exponen en las primeras páginas: activismo artístico e internet y activismo artístico y cultura visual. Aquí es relevante destacar el enfoque crítico de la autora que da por tierra con los abordajes ingenuos y celebratorios que no atienen a las relaciones de poder asimétricas inherentes a los medios y el control que sobre estos imponen las corporaciones del rubro.
En sintonía con el primero de los ejes señalados, Pérez Balbi marca su interés por un uso particular de la web: “aquel que no la utiliza como mero medio de difusión de producciones realizadas en otro espacio […] sino aquellas que buscan el blanqueamiento de la caja negra (para tomar la metáfora flusseriana de la imagen técnica), como ‘anticipación (poética) de lo posible que subyace aún latente en el poder constituyente de la multitud’” (173). Respecto de la relación entre activismo artístico y cultura visual, la autora toma distancia de las dos críticas más frecuentes que suelen citarse sobre la profusión de imágenes y los efectos ideológicamente nocivos y alienantes que estas tendrían para los sujetos –se refiere a la idea de “espectacularización de la cultura” de Guy Debord y a la noción de la imagen como simulacro de Jean Baudrillard– dado que se asientan en una concepción especular-reproductiva de la imagen y no la consideran “como forma del pensamiento y la expresividad, como elemento constitutivo de la división de lo sensible” (174). Recuperando las formulaciones de Jacques Rancière y Maurizio Lazzarato, la autora sostiene que “el mal de las imágenes no reside en una proliferación anestésica […] sino en la selección de un discurso dominante […] que lleva a un ‘monolingüismo’” (174).
Sin embargo, estos reparos críticos no invalidan –en todo caso, llaman la atención sobre el territorio complejo en el cual se inscriben los fenómenos analizados– las posibilidades expresivas y los alcances políticos que el uso de los nuevos medios habilita para el activismo artístico. Así lo demuestra la autora en su examen de diversas experiencias de colectivos artísticos y militantes para reinscribir en el debate público los casos de Maxi y Darío y de la desaparición de Jorge Julio López; y los trabajos de intervención del espacio público a través de la web Posturbano y Rastrogero.
Para concluir, Visualidad y dispositivo(s). Arte y técnica desde una perspectiva cultural se destaca por ofrecer un panorama teórico y analítico actualizado sobre una problemática que, por el momento, cuenta con escasas publicaciones en el campo editorial argentino. En relación con la labor de las compiladoras, merece la pena señalarse que la estructura del libro refleja un equilibro notable (siempre complejo en un volumen de varios autores) para exponer desarrollos conceptuales cohesionados con los análisis de casos provenientes de diversas manifestaciones artísticas y culturales.
Notas
[1] Todas las itálicas dentro de las citas textuales pertenecen al original.
[2] Metz, C. (1975). “El decir y lo dicho: ¿hacia la decadencia de un cierto verosímil?”, en AA. VV, Lo verosímil, pp. 17-30. Tiempo Contemporáneo: Buenos Aires.
[3] Nichols, B. (1997). La representación de la realidad. Paidós: Barcelona.
[4] Debord, G. (1995). La sociedad del espectáculo. La Marca Editora: Buenos Aires.