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Veinte números, diez años: cierre de una etapa y comienzo de un nuevo ciclo

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Hace diez números quienes formamos parte de la revista Cine Documental elaboramos un editorial conjunto que revisaba el camino recorrido y los retos por venir: hoy, cuando cumplimos una década ininterrumpida de trabajo volvemos a escribir juntas/os celebrando que, en buena medida, pudimos responder a aquellos desafíos, contribuimos a la consolidación de un campo de estudios sobre cine, nos doctoramos y expandimos nuestra red de interlocutoras/es y colaboradores/as. Con la satisfacción de haber aportado a la cultura del cine documental nuevas perspectivas teóricas, analíticas e históricas y habiendo dejado esfuerzo y jirones de juventud en el trayecto, después de veinte números, Cine Documental finaliza un ciclo de trabajo.

Realizada desde la Argentina con referato académico (peer review), nuestra revista ha publicado autoras y autores latinoamericanos y de distintas latitudes alrededor del globo, constituyéndose en una publicación de referencia por su especificidad temática en idioma castellano. Obtuvo reconocimientos científicos e institucionales. Fue indexada en Latindex, Emerging Sources Citation Index y pertenece al Núcleo Básico de Revistas Científicas Argentinas; a la vez que fue considerada por el CONICET como perteneciente al Grupo 1. Además, Cine Documental fue declarada de interés cultural por el Consejo de Promoción Cultural del Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires (Res. nº 202); y fue distinguida con una beca para Proyectos Grupales del Fondo Nacional de las Artes, asimismo recibiendo el tercer premio en el Concurso Nacional para Promoción de Revistas Culturales Independientes de la misma institución.

Nuestro balance respecto de las propuestas y contenidos de la revista es muy positivo: han sido siete dossiers específicos coordinados por colegas de excelencia, 106 artículos de calidad, 32 notas entre las que se incluyen entrevistas a importantes cineastas y profesionales, 20 traducciones de textos teóricos e historiográficos que, siendo insoslayables en nuestro campo de estudios, habían tenido una circulación restringida, 82 críticas de films, en atención al pulso de la producción contemporánea, y 74 reseñas de libros especializados que dan cuenta de la vitalidad del campo y la heterogeneidad de enfoques. Hemos tenido entre 7.000 y 10.000 visitas por mes (en mayo pasado ingresaron 9.899 personas al sitio, por ejemplo).

Para nuestro equipo fue prioritario, además, el compromiso con la generación de espacios de reflexión, intercambio y producción de conocimiento de relevancia internacional en materia de cine documental: por eso en 2017 organizamos en Buenos Aires la conferencia Visible Evidence, que se constituyó en uno de los eventos académicos más importantes de la agenda de la región.

En este número presentamos el dossier “Justicia y ley en el cine documental y de no ficción en América Latina”, editado por María Guadalupe Arenillas y Gustavo Procopio Furtado.

Decíamos en nuestra primera editorial: “los textos y reflexiones que se publican en Cine Documental se proponen fomentar el diálogo con los diversos agentes implicados en el campo: académicos e investigadores, aficionados y seguidores, productores y realizadores. Privilegiamos una mirada esencialmente latinoamericana, que aborde fenómenos de distintas latitudes pero sin deslindarse de sus determinantes políticas, ideológicas y geográficas. Porque consideramos que, aunque nos encontremos en un extremo –no solo geográfico– del mundo, estamos habilitados a discutir sobre la historia y las tendencias del cine documental en su conjunto”. Ese interés personal por el cine documental se transformó muy felizmente en un proyecto colectivo que involucró a muchísimas personas, desde los demás miembros del equipo hasta los colaboradores eventuales de cada número, llegando a cada uno de los lectores/as.

Veinte números y diez años después de este enunciado de intenciones, creemos haber cumplido con esos objetivos. Agradecemos en esta editorial a todas/os aquellas/os que colaboraron con la revista durante estos años a través de sus artículos, críticas, reseñas y entrevistas, especialmente a las compañeras y compañeros que formaron parte del equipo de redacción y a los miembros del comité asesor. Cerramos así el trayecto de esta primera época de la revista.

En adelante, un nuevo equipo continuará con la labor iniciada para ampliar, profundizar e inventar nuevas miradas sobre el universo del cine documental e internacionalizar todavía más el alcance de la revista. Informaremos de las novedades en los próximos meses.

Directores: Javier Campo y Pablo Piedras
Jefe de redacción: Lior Zylberman
Equipo editorial: María Aimaretti, Pablo Lanza, Soledad Pardo y María Emilia Zarini
Secretario de redacción: Hernán Farías Dopazo
Diseño: Débora Galun

Cine documental y cine didáctico

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Umberto Barbaro

Traducción de Pablo Piedras

Quien, consciente de las limitaciones de los conceptos de “arte autónomo” y de técnica artística, examine –así sea grosso modo– los medios expresivos del cine, su denominada “técnica”, comprende inmediatamente el hecho de que esta descansa en la conocimiento de los instrumentos necesarios para la producción del film y de los resultados que un empleo a consciencia de estos puede brindarle.[1]

Todos hemos oído muchas veces, con aires de constatación profunda y misteriosa, que “¡frecuentemente la cámara nos toma desprevenidos!” y se ha disertado muy a menudo en Europa y en los Estados Unidos sobre el accionar milagroso de esta. “¡Yo soy el ojo de la cámara! ¡Yo, el ojo mecánico! ¡Yo, máquina, les muestro el mundo como solo yo puedo verlo! (Dziga Vertov, Kinoki, Perevorot, en Lef, 1923, n° 3). Estas son las frases lapidarias de la teoría, que gozaron de enorme difusión bajo el nombre de Cámara-ojo, y a las cuales se refieren asiduamente todavía hoy algunos cineastas, en especial, los documentalistas.

Se trata de una suerte de misticismo de la cámara, que tiende a dotarla de autonomía y de impulsos maravillosos que la harían apta para capturar aspectos ignotos e imprevistos de la realidad, y tal vez de revelar la esencia profunda y oculta de las cosas.

Sin embargo, debería ser evidente que la cámara puede tomar desprevenidos solo a aquellos que desconocen su funcionamiento, que no saben dominarla, y que no están a la altura de predecir sus efectos. El milagrismo místico de la cámara no es otra cosa que la obvia coartada de la prosaica incapacidad de aquellos que ignorando sus características la operan al azar. Del mismo modo que los niños dicen: “se me ha roto el tintero” o “se me ha secado la lapicera”; y del mismo modo en que los malos actores dicen: “no me sale” en relación con las expresiones que para ellos son difíciles de recrear o de apropiarse. Pero, así como no existe en el tintero la autonomía que lo haga caerse y romperse por sí mismo, tampoco existe en la cámara un efecto fotográfico proporcional al uso que se ha hecho de ella; efecto que para ser buen director es necesario saber prever y deliberadamente provocar de acuerdo a las exigencias artísticas de la propia película.

Es claro que usando un filtro determinado veré, supongamos, un vestido que es en realidad rojo aparecer blanco en la pantalla; y que, impregnando la cinta de una emulsión específica, aquel mismo vestido me resultará negro. Fabuloso milagro solo para aquellos que ignoran el funcionamiento fotográfico de los colores, el uso de los filtros y el valor de las diversas emulsiones. Del mismo modo es claro que si filmo una planta, registrando cada día ocho fotogramas por el lapso de tres meses y después proyecto los pocos metros que obtuve a velocidad normal, asistiré al espectáculo, nuevo para el ojo humano hasta ayer –y hasta cierto punto, no solo inédito sino agradable– del nacimiento de las hojas y de las flores. Pero todo esto no tiene nada de milagroso ni de artístico en sí. Como no es milagrosa ni artística la captura en ralentí de una saltadora de garrocha o de un clavadista que parecen contender las leyes de la gravedad.

Es a estos milagros a los que una estética fílmica de profunda raigambre literaria le ha entonado ditirambos. Siguiendo con esta lógica terminaremos llamando milagrosa o artística, tarde o temprano, a la imagen –sin dudas inédita para el ojo humano– de una colonia de bacilos vistos a través del microscopio.

De este misticismo renunciatario surge también la teoría, ya refutada en otra parte (Biancho e Nero, AI n°5), de que la cámara, en primerísimo plano, registraría, contra toda evidencia natural, el carácter del individuo, “más allá de la cara que se pone, la cara que se tiene”, por lo que la cámara por sí sola podría leer entre líneas (Béla Balàzs). Pero esto ocurriría con actores no profesionales o con actores inexpertos; no con verdaderos artistas, los cuales, por definición, están en condiciones de dominar la propia materia que, para el caso, no es solo la propia acción y la propia mímica más evidente, sino aquello que Balázs llamó microfisonomía; como resulta de los ejemplos que óptimamente ilustran sus análisis de los primeros planos de Asta Nielsen.

Asta Nielsen

Asta Nielsen en Hamlet (Svend Gade, Heinz Schall, 1921)

Milagros de este tipo asignados a la cámara (es una barbaridad definirlos de esa forma) los ofrecen también los dispositivos de registro sonoro, el proyector y, como se ha dicho, el microscopio e incluso el caleidoscopio, y miles de otros aparatos y juguetes de los cuales la humanidad se sirve cotidianamente. Y no son milagros ni arte si no hay una personalidad artística para provocarlos, previendo exactamente el resultado de los instrumentos que utiliza para el propósito de su creación. O incluso, cuando se trata de materiales ocasionales, lo mismo ocurre si una personalidad artística no interviene para organizarlos, para fusionarlos, y para darles validez y valor estético.

En este último caso la fuerza creadora se vale de un estímulo externo, más que de cualquier otro, así como hacía Leonardo cuando a partir de una mancha de tinta dibujaba una caricatura significante. Pero se trata de un milagro que en vano intentan reproducir, a partir de sus enchastres, todos aquellos que, incapaces de escribir o de diseñar, siembran manchas de tinta sobre el inocente candor de la hoja de papel.

Hombre de Arán

Hombres de Arán (Robert Flaherty, 1934)

Que el film documente una realidad es un hecho que no tiene ninguna importancia, fuera del caso particular. Y todo lo que el film documenta vale solo como precedente o consecuente del arte que se pone en tal acción. Afirmar la posibilidad de esta documentación es afirmar una verdad tan limitada y parcial como cualquier otra que podría sostenerse con los mismos derechos: que el diseño o la pintura documentan la historia. Y será incluso en un cierto sentido admisible, pero buscar valores similares extrínsecos y hacer depender de ellos la calidad de la pintura es como buscar mariposas debajo del Arco de Tito, o como tratar como obras de arte los mapas o los bocetos de moda o los otros trastos que estorban (auténtica prueba de fuego) los salones de estetas pretenciosos de todo el mundo. En cambio, el cine, dada su naturaleza, tiene límites estrechísimos en su capacidad de documentar. Esta es una proposición que no asombra a quien conoce el cine como forma artística y no como juguete, y que debería ser tenida presente constantemente para quien se ocupa del cine documental y del cine didáctico. El documento, de hecho, vale solamente cuando le habla elocuentemente al espectador, cuando es un elemento que se ofrece para su reflexión, como confirmación de un razonamiento o una intuición precedentes. Ciertos valores estilísticos me permiten reconocer un cuadro como perteneciente a una época determinada de un determinado pintor y el encargo que se le hizo, está aquí, ahora, para confirmar mi atribución, fruto de un sutil razonamiento crítico. Pero el cine no es el lenguaje de los razonamientos, su forma no es la del concepto, precisamente porque la película es arte. ¡Prueben explicar por medio del lenguaje musical las consecuencias de la Reforma o las causas de la Revolución Francesa! O prueben ilustrar el funcionamiento de la caldera a vapor o del tren. Podrían reproducir, en el mejor de los casos, la sinfonía Pacific de Honegger [N. del T.: la sinfonía de Honegger reproduce el sonido del tren], la que afortunadamente, sin embargo, nos deja en las sombras los misterios del tender y de sus componentes.

En cuanto arte, el cine, no puede ser el lenguaje de los documentos en bruto ni de los conceptos. Y no se distinguirá nunca en un documental hasta qué punto lo que muestra ha sido falseado, como no se logrará demostrar en un film los principios de razón suficiente y del tercero excluido. Con esto no se quiere desterrar el documental o el film didáctico de la producción cinematográfica: ¡todo lo contrario! Solo se desea que estos géneros no se distingan de los otros ya que efectivamente no pueden diferenciarse. Se quiere sugerir que la eficacia de estos géneros, incluso en cuanto tales, no puede provenir de otra parte que de sus valores reales: de su arte. No se trata de enseñar ofreciéndole al espectador aquellos conocimientos más o menos nuevos para él, sino de enseñar con ese potentísimo instrumento formativo que es el arte. Hombres de Arán [Robert Flaherty, 1934], por citar uno de los mejores documentales de los que se tengan noticias, no vale tanto por la ilustración de las condiciones de vida que este brinda de un colectivo humano, o por el conocimiento que comunica de la estructura geológica de una determinada isla, sino por el valor artístico de esta, digamos, documentación. Así es como estará de acuerdo quien recuerde, en ella, la escena del niño que se acerca a la saliente frente al mar, de cuya profundidad nos advierte indirectamente el grito de la gaviota, o la escena extraordinaria de la fatigosa recolección de un poco de tierra para los futuros pobres cultivos. Esta visión de la isla y de sus habitantes amerita para nosotros calificarla como una lírica y no como un tratado.

Notas

[1] Versión original: Barbaro, Umberto, “Documentario e didattico”, Cinema n°71, Junio de 1939, 366-367. Un especial agradecimiento a mi amigo Juan José Vidal por su revisión de esta traducción.

Visualidad y dispositivo(s). Arte y técnica desde una perspectiva cultural

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Alejandra Torres y Magdalena Inés Pérez Balbi (comps.), Buenos Aires, Universidad Nacional de General Sarmiento, 2016.

Pablo Piedras

visualidad-y-dispositivos-tapaEl lanzamiento del libro compilado por Alejandra Torres y Magdalena Inés Pérez Balbi, bajo el sello de la Universidad Nacional de General Sarmiento (UNGS) es una noticia sustantiva para la consolidación y enriquecimiento de un área de estudios en constante crecimiento durante la última década en nuestro país: aquella que vincula el arte con las nuevas tecnologías. Sin embargo, la perspectiva de esta investigación es precisa respecto de los objetos abordados y los marcos teóricos utilizados, y así lo sintetizan Torres y Pérez Balbi en la presentación del volumen: “Este libro pretende abordar los cruces discursivos entre arte(s) –literatura, fotografía, cine, pintura, artes experimentales–, medios técnicos y comunicación masiva” (9) centrándose en casos de estudio que han tenido lugar en la Argentina desde la década de los sesenta. La aproximación teórica, siempre según las autoras, es de orden inter y transmedial, ya que considera la imagen como parte de la cultura visual actual y se adopta como eje conceptual la noción de dispositivo técnico y social. El repaso por las diferentes contribuciones que componen el texto permite comprobar que desde el punto de vista epistémico, los autores se aproximan a sus objetos apoyados en herramientas teóricas concentradas en la interdisciplina y en la multidisciplina, de acuerdo con los horizontes y preguntas que los casos de estudio solicitan. Este aspecto es una cualidad relevante si se considera la flexibilidad de marcos y enfoques necesarios para explorar un territorio artístico y medial contemporáneo en permanente transformación e innovación, pero también remite a las particularidades de una publicación en la cual se vuelcan los resultados de un proyecto de investigación financiado por la UNGS y la Agencia Nacional de Promoción Científica y Tecnológica (ANPCyT), con dirección de Alejandra Torres, en el que participaron académicos con diversas formaciones y procedencias.

Existe una serie de nociones y conceptos fuerza que atraviesan transversalmente el libro, aunque con diversas apropiaciones y usos. Nos referimos, principalmente, a la noción de dispositivo(s) –enunciada como central desde el título de la publicación– que se articula solidariamente con nociones como interfaz, visualidad, mediatización y cultura visual. Justamente, la Parte 1 del volumen, “Conceptos y debates sobre visualidad y dispositivo”, se plantea como objetivo establecer el horizonte teórico y las discusiones capitales que se dieron en torno de los conceptos anteriormente mencionados.

La contribución de Mario Carlón es sumaria y cartográfica ya que reconstruye los debates que rodearon a las nociones de la teoría de la mediatización moderna y contemporánea –soporte, dispositivo, lenguaje, medio, interfaz, medios convergentes, etcétera– desde los años sesenta hasta nuestros días. Más allá de señalar cuestiones fundamentales en torno a la discusión sobre el dispositivo –las vertientes semiótica y foucoultiana, que se desarrollan en otros capítulos– Carlón demuestra una preocupación recurrente por aterrizar estos debates (provenientes especialmente de la academia europea) en el campo de los estudios sobre medios de comunicación y semiótica en la Argentina y América Latina. Resulta de particular interés el desarrollo –que generalmente se extiende en las notas al pie de su texto– respecto de la consolidación de esta área de estudios en nuestro país gracias al aporte de figuras señeras como Eliseo Verón, Oscar Steimberg, Oscar Traversa y José Luis Fernández y su particular diálogo con referentes clásicos como Christian Metz y Roland Barthes y posteriormente con Jean-Marie Schaeffer, Philippe Dubois y Henry Jenkings.

Carlón esboza un problema que repercute en los capítulos posteriores y es quizás uno de los mayores desafíos de los análisis vinculados a los medios contemporáneos: el ataque a la indicialidad de los dispositivos visuales desde dos frentes. Aquel que niega a las máquinas la posibilidad de producir sentido, colocando todo el peso en los actos de lectura por parte de los receptores (idea del dispositivo “inerte” de Verón) y aquel que señala la oposición analógico/digital y la supuesta crisis de la indicialidad (confundida esta con analogía, según el autor) que aparecería tras el arribo de lo digital.

La segunda contribución de orden estrictamente teórico es la de María de los Ángeles Rueda, quien desde el comienzo del texto indica que su intención es elaborar “una reseña de los principales itinerarios del desarrollo teórico seguido respecto de la teorías de la imagen, la historia del arte y la cultura visual” (25). Si bien convoca a la atención la ambición de esta propuesta, el interés de Rueda es más bien sintético y se refiere a desmontar los cánones de la historia del arte tradicional en tanto disciplina, cuestionando su genealogía y el modo de construir un relato hegemónico sobre las imágenes. La historia del arte “a contrapelo” como la caracteriza la autora, se compone del detalle y de los indicios, elude generalizaciones (la práctica de la microhistoria de Carlo Guinzburg es una de sus palancas teóricas) e incorpora la cultura de masas, por lo cual hace énfasis en el conocimiento técnico, en la reproductibilidad y en la mediatización. Rueda concluye en que el espacio de conocimiento generado en torno de la denominada “cultura visual” es el más indicado para construir una concepción del arte más inclusiva y múltiple ya que permite “la posibilidad de articular el análisis de la pintura (arte rectora de la modernidad) con diversos medios y dispositivos visuales” y de “encontrar en la industrias culturales[1] […] rasgos estéticos, regímenes de visibilidad, imaginarios culturales, medios expresivos” (28).

La Parte 2 del libro, “Literatura y experimentación en los años sesenta” se compone de los capítulos de Claudia Kozak y Alejandra Torres. Si el aporte de Rueda cuestionaba los cánones de la historia del arte tradicional a través de una necesaria reinscripción de los medios técnicos en el marco de una compleja trama simbólica e imaginaria capaz de ser interpretada a través de los estudios visuales, Kozak efectúa una operación similar respecto de los paradigmas establecidos en la literatura. El título enuncia concisamente el foco de su propuesta: “Experimentación y desafuero (anotaciones sobre algunos conceptos para empezar a leer tecnoliteratura latinoamericana)”. Según la autora la literatura se enfrenta en el siglo XX a un problema de legitimidad ligado al desvanecimiento de sus funciones tradicionales, que radicaría por una parte “en la puesta en crisis del sentido, del lenguaje y de la experiencia y, por la otra, del cruce entre lenguajes, ‘disciplinas’ artísticas, autores y lectores, arte y no arte, en el marco de unas culturas globalizadas de fuerte carácter audiovisual” (35).

Kozak explora una de las formas del desafuero, del “salirse de sí” de la literatura, conectada a la experimentación transmedial que tiene lugar en la producción y lectura de las tecnoliteraturas. Surge aquí nuevamente uno de los ejes que atraviesa todo el libro y que ya describimos en la intervención de Carlón: las máquinas, lo técnico, no son solo medios “inertes” o “neutrales” sino que son modos de pensamiento y conforman proyectos para construir mundos, impactar sobre las consciencias y modelar imaginarios sociales. La autora define con precisión el horizonte desde el cual deberían leerse las tecnoliteraturas basado en una política de las translenguas. Esta política atiende a una serie de parámetros de lectura e interpretación que se han trastocado en los últimos años con la migración del lenguaje en contextos transnacionales dentro del marco de una “cultura digital globalizada”, en la que medios, tecnologías y dispositivos se imbrican y transforman constantemente hasta desestabilizar sus propios espacios de origen.

En este capítulo se percibe una estructura que se replica en los subsiguientes textos del libro: tras el desarrollo teórico (o la contextualización histórico-cultural) de las nociones nodales vinculadas con los objetivos del proyecto de investigación, se prosigue con el análisis de uno o varios casos. Aquí Kozak se aproxima a la experiencia de Omar Gancedo en su obra IBM publicada en la revista Diagonal Cero en el año 1966. Según la autora esta es una las primeras manifestaciones de poesía electrónica a nivel nacional. No pretendemos en esta reseña reproducir el riguroso análisis que se realiza de este poema tecnoexperimental (se trata, en realidad, de tres poemas visuales), pero sí deseamos subrayar que el entrecruzamiento de lo técnico y lo literario está fuertemente marcado por una impronta que, lejos de solazarse en un mero ejercicio de descomposición y recomposición del lenguaje mediante la aplicación de un soporte tecnológico de escritura, involucra en la obra elementos reflexivos que perturban políticamente la percepción e interpretación de los ocasionales lectores/receptores.

Alejandra Torres, por su parte, dedica integralmente su texto a examinar con rigor la colaboración creativa entre el escritor Julio Cortázar y el diseñador Julio Silva. Aunque ambos trabajaron juntos en una serie de obras –que Torres se encarga de consignar–durante las décadas del sesenta y setenta, el objetivo del capítulo es comprender los modos en que fueron pensadas y perfiladas las primeras ediciones de La vuelta al día en ochenta mundos (1967) y Último round (1969). El abordaje de la autora presenta un especial interés toda vez que retoma la obra de un escritor que ha sido profusamente transitada por la crítica y el análisis literario nacional e internacional, pero que tal vez no ha merecido la suficiente atención respecto de su articulación con el diseño, la gráfica y los medios técnicos, con la notoria excepción de El libro de Manuel (1973) y su consabida (y tardía) apropiación de la técnica del pastiche literario.

Evitando caracterizar estas obras abrevando en el conjunto de etiquetas que se les asignaron en su época, Torres considera estas colaboraciones en tanto “dispositivos de visualidad” y retoma así una de las nociones estructurantes del libro optando por la definición de Giorgio Agamben vía Foucault. La idea-fuerza plasmada promediando el texto señala que las dos obras de Cortázar-Silva “dan cuenta muy especialmente de la concepción de los materiales, dado que son formatos que desafían las clasificaciones y proponen revisar las formas de visualidad que despliegan: las cuestiones gráficas y tipográficas; las mutaciones, los diálogos y las confrontaciones entre la palabra y la imagen, tanto fotográfica como pictórica” (50). La poética que Cortázar desarrolla en buena parte de su literatura, sustentada en una particular concepción de lo fantástico y de lo insólito, encuentra puntos de confluencia con sus ideas respecto del dispositivo fotográfico ya que este “posibilita la apertura a una realidad más ampliada” (54). El poder del dispositivo no solo reside en registrar la realidad sino en su capacidad de inscribir en lo real y dar a ver aquello que resulta imperceptible para el ojo humano (una formulación, a nuestro entender, fielmente alineada con los presupuestos de las vanguardias históricas y con los manifiestos de Dziga Vertov).

La Parte 3 del libro se titula “Fotografía más allá de la foto” y dispone de dos ensayos que estudian los usos de la fotografía en entornos artísticos no convencionales como el caso de los denominados “libros de artista”. Lo que podría ser una debilidad de la publicación, dado que ambos capítulos abordan la misma obra, se convierte sin embargo en una fortaleza porque los acercamientos resultan convergentes y complementarios. Humanario (Sara Facio, Alicia D’Amico, Julio Cortázar, 1966-1976), en palabras de Paula Bertúa –autora de uno de los capítulos– es una “serie de fotografías tomadas a los internos de los hospitales psiquiátricos Moyano, Borda y de Open Door […] El desencadenamiento de esas imágenes diseña toda una imaginatio plástica compuesta por sujetos en éxtasis, crucifixiones, actitudes pasionales, todas ellas posturas del delirio” (71).

El texto de la autora mencionada precede al análisis de la obra con un recorrido de orden histórico, artístico y cultural respecto de las trayectorias de Sara Facio y Alicia D’Amico en la fotografía desde los años sesenta y, particularmente, examina su involucramiento en la vertiente del ensayo fotográfico, desde cuyas coordenadas puede leerse Humanario. Bertúa recobra la formulación de Eugene Smith para definir los rasgos del género cuyo elemento dominante es “la búsqueda del otro, una disposición para la alteridad que difumina las fronteras entre el sujeto que fotografía y el objeto fotografiado” (69). La reconstrucción del contexto social, cultural y político y su puesta en relación con Humanario permite comprender, por un lado, la politicidad divergente y alternativa con la que se hallaba comprometida este proyecto en un periodo dictatorial marcado por las persecuciones y la censura, pero también, ilumina el rol catalítico que tuvo esta iniciativa en el contexto de la formación del Consejo Argentino de Fotografía. En esta línea, Bertúa indica que “Humanario puede considerarse inaugural de una línea expresiva que a partir de los años ochenta seguirían artistas como Eduardo Gil, Ariana Lestido o Marcos López” (73). La autora se aboca en la última parte de su capítulo al análisis minucioso del funcionamiento del dispositivo textual y visual, prestando especial atención a las relaciones (casi nunca reconciliadas) entre imágenes y texto, en tanto estrategia estética, ética y política que obtura una “referencialidad directa”, complejiza así la representación de una otredad radical y evita al mismo tiempo la acción de la censura.

El capítulo de María Fernanda Piderit Guzmán se organiza en dos grandes líneas. En primer lugar, define los marcos epistémicos sobre los cuales bascula la fotografía a partir de la segunda mitad del siglo XX. Señala los caracteres eminentemente ideológicos y políticos en relación directa con la experiencia humana –lejanos a cualquier idea de objetividad– de los que está investido el dispositivo (aquí las referencias teóricas obligadas son Walter Benjamin y Susan Sontag) y, en segundo término, se preocupa por delimitar el territorio del llamado “fotolibro”. Después de examinar el origen del concepto vinculado al libro de artista, Piderit Guzmán se detiene en las diversas acepciones que existen sobre el ensayo fotográfico, anclando sobre todo en la propuesta de W. J. T. Mitchell para quien este género es “una conjunción literal de fotografías y textos, normalmente unidos por un propósito documental, a menudo político, o periodístico, en ocasiones científico (sociológico)” (61). No obstante, la autora toma posición y considera más pertinente utilizar el término de fotolibro, toda vez que en América Latina el ensayo es más bien un género literario, por lo tanto se desprende de cualquier carga positivista/objetivista en pos de valorar el énfasis en la subjetividad autoral y en subrayar las potencialidades creativas por sobre la meramente reproductivas.

En segundo término, la autora emprende un análisis de la obra que, ilustrado con fotografías y con fragmentos del texto de Cortázar, coloca el eje en el desbroce del problema de la “fisionógmica”, concepto del positivismo cientificista que remite “a la clasificación de diferentes tipos de seres humanos a partir de los rasgos externos de la apariencia física” (64). En sintonía con la conclusión a la que arriba Bertúa, la intervención de Facio, D’Amico y Cortázar –en la cual el dispositivo es puesto al servicio de la deconstrucción de los saberes clínicos y de las instituciones que disciplinan los cuerpos– efectúa combinaciones que acentúan las tensiones entre el lenguaje verbal y el visual y, en el acto de desplazarse de la mera documentación, la obra se convierte “en un testimonio de resistencia y de lucha política […] y en una metáfora que alude a la situación política de nuestras sociedades en los años que fueron alienados por las dictaduras de las décadas de 1970 y 1980” (67).

La Parte 4, “Cine y experimentación” reúne las colaboraciones de Mario Alberto Guzmán Cerdio y Brenda Salama, ambas abocadas a examinar aspectos ligados al cine experimental vernáculo. No obstante, como sucede de manera saludable a lo largo de todo el libro (lo cual demuestra la claridad de las prerrogativas por parte de las compiladoras), la propia noción de cine experimental y otras aledañas están puestas en entredicho y en discusión.

En “Diálogos entre literatura y cine experimental: Capricho, de Silvestre Byrón”, Guzmán Cerdio plantea inicialmente los elementos distintivos del cine experimental en relación con otras formas fílmicas, como, por ejemplo, el cine narrativo industrial. Se percibe en el texto del autor una llamativa necesidad de defender la legitimidad del campo, una tendencia común en otros textos críticos y académicos sobre este tipo de cine en la Argentina. Cierto es que el cine experimental ha adquirido tradicionalmente un lugar periférico tanto en el marco de los estudios sobre audiovisual como en los circuitos de distribución, exhibición y legitimación de obras audiovisuales de nuestro país, pero creemos que sería interesante interrogarse –en la segunda década del siglo XXI– hasta qué punto lxs realizadoras y realizadores de dicho cine han construido una identidad alternativa no solo en términos de divergencias expresivas estético-narrativas, sino a partir del repliegue de la difusión en un círculo más bien restringido de conocedores de la materia.

Por otra parte, destacamos los pasajes del texto de Guzmán Cerdio en los que evita definir el cine experimental sobre la base de su contraposición con el modelo narrativo hegemónico clásico-industrial, e intenta focalizar su argumentación en las cualidades propias del objeto de estudio. En palabras del autor “al matizar las rígidas dicotomías que caracterizan al cine experimental, es posible distinguir que sus operaciones no se constituyen en contra de una posible narración, sino que más bien aparecen actuando sobre el ámbito de la percepción y los bordes entre prácticas artísticas para incidir sobre diferentes posibilidades narrativas” (80).

Antes de analizar el cortometraje Capricho (Silvestre Byrón, 1991) Guzmán Cerdio recompone el contexto cinematográfico y cultural en el cual produce Byrón y puntualiza una noción teórica que será su recurso fundamental a la hora de abordar la obra citada. De acuerdo con Irina O. Rajewsky, una referencia intermedial “es una estrategia de construcción de sentido que utiliza las estrategias propias de un medio […] para evocar, tematizar o imitar elementos y estructuras de otro medio” (citado en pág. 83). En esta línea –la relación entre medios no es reproductiva sino creativa y dialógica– el autor coloca las diferentes experiencias fílmicas de Byrón que se han nutrido de la literatura para focalizarse, finalmente, en Capricho. Esta obra recupera el cuento El Horla (1887) de Maupassant no con el fin de trasponerlo de un medio a otro, sino con el objetivo de hacerlo operar en la descomposición y reflexión sobre el propio dispositivo cinematográfico que sostiene la producción de sentido del cortometraje.

La órbita sobre la cual se mueven los intereses de Brenda Salama es la del formato super-8 y, particularmente, la de aquellos artistas, denominados “superochistas” –la autora señala con precisión cómo el uso del término ha basculado entre lo eminentemente técnico y lo estético– que acudieron a ese paso reducido para realizar sus obras, posando su mirada especialmente en realizadores que iniciaron sus carreras en la década de los sesenta (Claudio Caldini, Narcisa Hirsch y Marie Louise Alemann, entre otros) y arribando a las producciones de figuras actuales como Ernesto Baca, Sergio Subero y Andrés Denegri.

El texto de Salama se destaca por realizar un paneo histórico informado sobre los “formatos de cine subestándar” que resulta instructivo y didáctico por la vocación que demuestra la autora en explicar con detalles técnicos las especificidades de cada uno de los formatos, como así también el funcionamiento de las cámaras, los proyectores y las características del revelado. Tratándose de un libro que tiene al dispositivo como una de las principales zonas de indagación, resulta por demás enriquecedor un capítulo en el que se esboza una suerte de historia técnica sintética de los artefactos y sus insumos. Tras la recuperación de ciertos hitos vinculados al desarrollo de los formatos de cine no estandarizados, la autora efectúa un cuestionamiento a cierta propensión de la crítica “especializada” para aglutinar bajo el rótulo “superochista” una serie de expresiones fílmicas que difieren –radicalmente en algunos casos– en sus búsquedas e ideas estéticas. Después de efectuar el análisis de un conjunto de obras heterogéneas en el que demuestra sus objeciones, Salama plantea algunos interrogantes que en sí mismos exponen la complejidad inherente al abordaje del cine experimental: “¿Un film puede ser considerado como perteneciente a la tradición experimental por el simple hecho de estar realizado en super-8? ¿Es la materialidad, el formato, el aspecto tecnológico lo que define al cine experimental? ¿Por qué se relaciona el formato fílmico con el pasado?” (98).

En la Parte 5, “Archivos: cine documental y museo” se examinan los diferentes valores y funciones que han tenido las imágenes del pasado para la construcción de la historia y la memoria tanto en el territorio de los documentales audiovisuales (capítulo a cargo de Juan Pablo Cremonte), como en la institución/dispositivo Museo (capítulo de Flavia Costa).

El texto del Cremonte revisa, en sus primeras páginas, las diferentes acepciones a ideas sobre la noción de dispositivo (Aumont, Foucault, Fernández, Traversa, entre otros), algunas de las cuales ya habían sido abordadas en los capítulos precedentes. La conexión con el cine documental la efectúa vía Christian Metz[2] y sus transitadas formulaciones sobre la “escopofilia” que se produce en el espectador cinematográfico debido a la exacerbación de su capacidad de visión a la que lo somete el dispositivo fílmico. El “amor por la visión” que supone la escopofilia, según Cremonte podría situarse en paralelo al “amor por el conocimiento”, o “epistefilia”, cualidad que caracteriza el nexo entre la obra y el espectador en las películas documentales según lo expresado en el clásico libro de Bill Nichols (1997).[3] La reflexión sobre las funciones de las imágenes en el cine documental lleva al autor a sostener, en línea con Gustavo Aprea, que “los dispositivos funcionan como transmisores de un saber del emisor al receptor en el contexto de una escena enunciativa asimétrica” (107). Posteriormente, en el ensayo se distinguen tres estatutos de la imagen con funciones diversas en los discursos del cine documental: la “imagen analógica”, la “imagen-registro” y las “imágenes icónicas”. Así, el autor pone a prueba esta clasificación para analizar los modos en que se construyen argumentaciones sobre el mundo histórico en documentales realizados durante los últimos quince años cuya temática es el peronismo. Como corolario de su exploración Cremonte comprueba que el cine documental cada vez precisa menos de los valores testimoniales de las imágenes analógicas tradicionales para sostener un conocimiento con intenciones de veracidad sobre el referente y puede incluso recurrir a imágenes creadas digitalmente sin por esto perder su fiabilidad.

En “Dispositivo-museo y agencia cultural”, Flavia Costa retoma la hipótesis de Giorgio Agamben según la cual “el mundo está siendo convertido en un museo recorrido por espectadores-turistas. El museo aparece aquí como un dispositivo privilegiado del capitalismo espectacular, cuya principal función consiste en crear un espacio separado donde se captura la posibilidad de usar libremente las cosas” (citado en pág. 118). Siguiendo la estela teórica del filósofo italiano, Costa se refiere a la mutación que el dispositivo-museo ha sufrido en las últimas décadas en las sociedades occidentales y su impacto en las formas de experiencia individual y colectiva. Siempre con la autora, la “museofobia” de los primeros tres cuartos del siglo XX se ha convertido, en la última etapa, en una “museofilia”, un hecho que se comprueba cuantitativamente en el crecimiento del número de museos en la Argentina entre los años 2008 y 2009 y que interpreta, nuevamente con Agamben, como una acelerada “museificación del mundo”. Este aspecto, por otro lado, se alinearía con el devenir imagen de la sociedad del espectáculo teorizada por Guy Debord.[4] Así es como Costa afirma que “espectáculo y museo son las dos caras de un dispositivo común, las dos caras de una misma imposibilidad de usar. Lo que ya no puede ser usado es consignado al consumo o a la exhibición espectacular-museística. El dispositivo museo captura el valor de uso y lo convierte no solo en valor de cambio, sino en valor de exhibición” (122).

A través de su capítulo Costa desanda el árido camino de comprender cuál es la función, el propósito cultural y el valor diferencial del dispositivo-museo en tiempos de mundialización y transnacionalización de la cultura y cuáles son sus posibilidades de articularse en el entramado mediático, social y tecnológico que caracteriza al mundo contemporáneo. En este marco, la autora define con suma perspicacia la encrucijada de esta institución:

El museo se enfrenta a la aceleración tecnológica, social, cultural y perceptiva provocada por las tecnologías audiovisuales e informáticas, y tiene que responder a ella con estrategias dobles, de asimilación y rechazo: por un lado, debe volverse “amigable” para las nuevas audiencias globales de estudiantes, turistas, internautas, consumidores de cultura just-in-time; por otro, debe ofrecerles algo diferente, singular, que permita –tanto al museo como a sus visitantes– mantener su estatuto de “otra cosa”, diferente de un simple espectáculo televisado (123).

Lamentablemente el capítulo de Costa, por las limitaciones propias de su extensión, no aborda experiencias museísticas concretas para examinar las tensiones anteriormente esbozadas en contextos institucionales, políticos y sociales múltiples.

La Parte 6, “Otra videodanza: mediatización y transmedialidad” se compone del análisis de dos casos muy disímiles vinculados con la videodanza. En primer lugar, Mariel Leibovich concentra su atención en el uso de los elementos propios de este lenguaje en la última obra de Leonardo Favio (Aniceto, 2008). La autora adopta una definición elástica, un canon inclusivo, considerando dentro de esta categoría a todas aquellas manifestaciones que son “danza para la pantalla”, lo cual incluye obras en fílmico (como la de Favio) y obras grabadas por distintos dispositivos electrónicos como webcams, celulares, tablets y, obviamente, cámaras digitales. Tras historiar la etapa de nacimiento de la videodanza en la Argentina, Leibovich justifica la elección de Aniceto dada su condición excepcional: se trata de la última película de un director proveniente del sistema del cine convencional, considerado una de las figuras más importantes dentro del campo del cine argentino, pero sin una experiencia previa en el terreno de la “danza para la pantalla”. Esta afirmación requiere ser relativizada si tenemos en cuenta que, además de que el enamoramiento del Aniceto y la Francisca (en la primera versión del film) “se baila y no se cuenta” –la autora revisa las ideas del clásico ensayo de Oubiña y Aguilar–, Favio había demostrado su pericia para la representación coreográfica de los cuerpos en Nazareno Cruz y el lobo (1975) y Gatica (1993).

Leibovich acertadamente señala la coherencia de esta obra con el sistema poético y representacional de Favio, indicando, entre otros elementos, el modo en que Aniceto entrecruza caracteres de la cultura popular (su gusto por lo kitsch sintetizado en la canción interpretada por su hijo Nico Favio) y de la cultura de elite (la danza clásica, la música de Chopin y las composiciones originales de Iván Wyszogrod para la película). Sin embargo creemos que la simbiosis entre lo popular y lo culto adopta otra tónica en este film, toda vez que el sistema de la danza clásica es el que domina la narrativa de la obra y esto, tal vez, explique el escaso número de espectadores que la película recibió en su corto paso por las salas comerciales.

“Dispositivo e interfaz: incidencias en la performance visual del mundo contemporáneo” se titula el extenso y riguroso capítulo de Alejandra Ceriani. En su introducción se exponen los dos ejes del texto. En primer lugar, indagar las transformaciones en las corporalidades y las miradas que se generan con el impacto de la expansión de los nuevos dispositivos e interfaces. En segundo lugar, colocar en diálogo el enfoque teórico precedente con el análisis de una experiencia práctica denominada Webcamdanza, en la que se ponen en juego interacciones entre intérpretes con dispositivos e interfaces de registro del movimiento.

El interés de Ceriani es comprender el complejo campo de experiencias que se abren para el cuerpo humano en los entornos informatizados, mediante las relaciones con interfaces y dispositivos. Así, los dispositivos cumplen un rol central en los procesos de subjetivación. La autora adhiere a las ideas de Vilém Flusser (el soporte teórico fundamental da la primera parte del texto) para dar cuenta de cierta sospecha que desde el paradigma moderno ha existido respecto de la tecnología, en palabras del ensayista y filósofo checo se trata de “la desconfianza del viejo hombre, subjetivo, que piensa en forma lineal y tiene conciencia histórica, frente al nuevo, el que se expresa en los mundos alternativos y que no puede ser comprendido con categorías tradicionales” (citado en pág. 139).

El análisis de Webcamdanza profundiza en los vínculos que surgen entre el cuerpo real, el cuerpo virtual y las interacciones de la mirada gracias a la intervención de un dispositivo y de una interfaz que la autora describe con precisión, incorporando incluso un gráfico ilustrativo en el que se percibe el uso de espejos pero también la convivencia espacial y temporal de los equipos de registro y exhibición. La percepción del cuerpo de la performer y, por lo tanto, la concepción misma de sujeto se colocan en crisis a partir de esta experiencia, así como también se ponen en juego otras competencias y regímenes de visibilidad desde el punto de vista del espectador y la frontera misma entre intérpretes y receptores.

Para finalizar, la Parte 7, “Activismo y dispositivo”, también cuenta con dos contribuciones. Marina Féliz efectúa una reconstrucción histórica de la apropiación de las nuevas tecnologías para la denuncia y activismo político del Movimiento de Trabajadores Desocupados (MTD) de la denominada “Masacre de Avellaneda” (2002), en la que fueron asesinados por el gobierno de Eduardo Duhalde los militantes piqueteros Darío Santillán y Maximiliano Kosteki. La propuesta del texto de Féliz es estudiar la formación de un “poder popular medial” (155) consistente en activar artísticamente mediante diversas plataformas un conjunto de acciones de testimonio, denuncia y memoria en relación con la violencia política estatal que significó la masacre. En este sentido la apropiación tecnológica le permitió al MTD (un movimiento social estrechamente vinculado con lo territorial) expandir el espacio público y su arco de operaciones hacia la esfera virtual. Así, después de 2002, “la estrategia territorial local se modifica y se vuelve global” (157). En dicho proceso, sitios de contrainformación como Indymedia Argentina tuvieron un papel decisivo y Féliz examina justamente el funcionamiento no solo de las estrategias de producción participativa de contenidos, sino aquellas ligadas con la circulación y recepción de estos. Sobresale la intercomunicación constante entre los espacios territoriales y virtuales, ya que la expansión desplegada por parte de la militancia en internet del MTD retorna al espacio público en formas artísticas que tienen lugar en diversas manifestaciones y actos callejeros.

El último capítulo del libro “Reenvíos. Cruces entre activismo artístico e Internet en la Argentina (2005-2011)”, a cargo de Magdalena Inés Pérez Balbi, profundiza aún más en los alcances artísticos y políticos de las estrategias de intervención que se apropian de las nuevas tecnologías para llevar adelante sus acciones. Su texto se organiza en torno de dos ejes que se exponen en las primeras páginas: activismo artístico e internet y activismo artístico y cultura visual. Aquí es relevante destacar el enfoque crítico de la autora que da por tierra con los abordajes ingenuos y celebratorios que no atienen a las relaciones de poder asimétricas inherentes a los medios y el control que sobre estos imponen las corporaciones del rubro.

En sintonía con el primero de los ejes señalados, Pérez Balbi marca su interés por un uso particular de la web: “aquel que no la utiliza como mero medio de difusión de producciones realizadas en otro espacio […] sino aquellas que buscan el blanqueamiento de la caja negra (para tomar la metáfora flusseriana de la imagen técnica), como ‘anticipación (poética) de lo posible que subyace aún latente en el poder constituyente de la multitud’” (173). Respecto de la relación entre activismo artístico y cultura visual, la autora toma distancia de las dos críticas más frecuentes que suelen citarse sobre la profusión de imágenes y los efectos ideológicamente nocivos y alienantes que estas tendrían para los sujetos –se refiere a la idea de “espectacularización de la cultura” de Guy Debord y a la noción de la imagen como simulacro de Jean Baudrillard– dado que se asientan en una concepción especular-reproductiva de la imagen y no la consideran “como forma del pensamiento y la expresividad, como elemento constitutivo de la división de lo sensible” (174). Recuperando las formulaciones de Jacques Rancière y Maurizio Lazzarato, la autora sostiene que “el mal de las imágenes no reside en una proliferación anestésica […] sino en la selección de un discurso dominante […] que lleva a un ‘monolingüismo’” (174).

Sin embargo, estos reparos críticos no invalidan –en todo caso, llaman la atención sobre el territorio complejo en el cual se inscriben los fenómenos analizados– las posibilidades expresivas y los alcances políticos que el uso de los nuevos medios habilita para el activismo artístico. Así lo demuestra la autora en su examen de diversas experiencias de colectivos artísticos y militantes para reinscribir en el debate público los casos de Maxi y Darío y de la desaparición de Jorge Julio López; y los trabajos de intervención del espacio público a través de la web Posturbano y Rastrogero.

Para concluir, Visualidad y dispositivo(s). Arte y técnica desde una perspectiva cultural se destaca por ofrecer un panorama teórico y analítico actualizado sobre una problemática que, por el momento, cuenta con escasas publicaciones en el campo editorial argentino. En relación con la labor de las compiladoras, merece la pena señalarse que la estructura del libro refleja un equilibro notable (siempre complejo en un volumen de varios autores) para exponer desarrollos conceptuales cohesionados con los análisis de casos provenientes de diversas manifestaciones artísticas y culturales.

Notas

[1] Todas las itálicas dentro de las citas textuales pertenecen al original.

[2] Metz, C. (1975). “El decir y lo dicho: ¿hacia la decadencia de un cierto verosímil?”, en AA. VV, Lo verosímil, pp. 17-30. Tiempo Contemporáneo: Buenos Aires.

[3] Nichols, B. (1997). La representación de la realidad. Paidós: Barcelona.

[4] Debord, G. (1995). La sociedad del espectáculo. La Marca Editora: Buenos Aires.

Female to What the Fuck (FTWTF) (Katharina Lampert y Cordula Thym, 2015)

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Female

El documental, presentado en la edición 2016 del BAFICI, fue una de las escasas obras que pudieron observarse en dicho evento sobre temáticas específicamente vinculadas al género y a las sexualidades.

Sin embargo, la película de Katharina Lampert y Cordula Thym, apenas exhibida en otras vidrieras internacionales, es un disparador estimulante para reflexionar sobre las identidades trans masculinas y, sobre esta base, acercarse a una serie de problemas que se ramifican en el transcurso del documental: la incomodidad con el binarismo establecido de los géneros normados, la identidad como un fenómeno inestable y en constante transformación, la difícil misión de encontrar grupos de pertenencia para las personas que se desplazan del cisgénero, entre otros.

De acuerdo con el principio constructivo del documental participativo (combinación de entrevistas y registros “directos”), el film retrata las experiencias de seis hombres trans en la ciudad de Viena (Nick, Mani, Dorian, Hans, Gin, Persson) de diferentes edades y profesiones pero con dos aspectos en común: todos son de clase media, todos son blancos. Este es un elemento relevante si comparamos FTWTF con otras obras (y otras realidades) de América Latina y demás países subdesarrollados. La marginalización social, la violencia de género, la persecución policiaco-cultural son tópicos que aquí aparecen muy débilmente dado que existen una cierta posición de clase y una estructura social que permiten un desarrollo de los protagonistas diferente al de sus semejantes en los países periféricos del sistema mundial. Por otro lado, debemos mencionar que la película tampoco alude a la articulación con el contexto político de estos países ni a las políticas públicas del Estado conectadas con los derechos de las personas trans.

El enfoque del film tracciona los interrogantes, las reflexiones y las opiniones de los protagonistas hacia un territorio filosófico en el que la pregunta por la identidad (y las múltiples e insatisfactorias respuestas) es un eje transversal que vertebra la totalidad de la narración.

Las directoras enhebran en el relato las heterogéneas disquisiciones identitarias a través de seis personajes que se hallan en momentos diferentes en relación con su “estar en el mundo” trans. En este sentido, Nick y Dorian, los más jóvenes, son quienes acaparan la atención de la trama y en esta decisión podría leerse un posicionamiento autoral que rehúye constantemente de las conclusiones. No es casual, entonces, que ellos ocupen las instancias de apertura y clausura del documental respectivamente. En el primer caso, Nick ingresa en un Centro de Cirugía de San Francisco para averiguar sobre una intervención. En el segundo, Dorian, tras haberse realizado una mastectomía descubre frente a una cámara su nueva fisonomía (mostrando sus cicatrices), y finaliza su alocución (y el film todo) con la frase “you never arrive”. Dorian y Nick son los personajes que exhiben mayores dudas en relación con sus procesos sexogenéricos, se hallan en tránsito. Esto se construye no solo a partir de los testimonios, sino sobre todo desde la puesta en escena, que los muestra constantemente desplazándose en skate (Nick) y en bicicleta (Dorian), mientras los otros cuatro protagonistas suelen adoptar posiciones estáticas en el cuadro.

El tratamiento del espacio acompaña estos desplazamientos. Cuando Mani relata las preguntas que muchas veces le hacen sobre qué género encuentra más cercano a su identidad, sobre una mesa, con sus manos y dos encendedores, grafica un campo, situando dos árboles enfrentados, representantes del binarismo sexogenérico. No obstante, él los arranca de raíz e imagina un campo sin árboles, desterrando así la dicotomía masculino/femenino.

Posteriormente se nos presenta una imagen abierta de un río visto desde una playa de piedras y el plano siguiente se sitúa en la otra orilla. Allí, junto a un grupo de amigxs, Nick y su compañera Denice discurren sobre la mastectomía del primero y sobre la primera inmersión en el río después de la intervención. A continuación vemos al grupo jugando y nadando en el agua. El contacto con lxs otrxs, el hacer públicas las cicatrices y moverse con un cuerpo diferente, acontecen en el fluir del río como zona de transición. Por otro lado, esta es una de las pocas imágenes de la película que aparece completamente despojada de elementos urbanos y nos remite a un espacio liberado como el que describía Mani anteriormente.

Al comienzo del documental, Dorian reconstruye el escondite de su infancia como trabajo autoral para la escuela de arte de Viena en la cual realiza sus estudios. Su recorrido involucra además a su hermano mellizo, Chrissi (fallecido años atrás), junto con quien había iniciado el proceso de transición. En palabras de Dorian: “compartíamos la transexualidad”. El protagonista relata que generalmente estos cambios ocurren en soledad, mientras que con su hermano ambos estaban acompañados.

La metáfora del campo de Mani puede ser homologada a la zona industrial en la que se encuentra Dorian cuando alude a Chrissi y a su constante sondeo entre los dos géneros. En el medio de un descampado de cemento se encuentra el protagonista asediado por edificios. La pregunta por el qué ven los demás de él y el “pasar” o no “pasar por” hombre es un tópico recurrente en su discurso, así como también lo es la incertidumbre por afrontar los cambios en soledad. En ese momento se intercalan planos en contrapicado de las torres que lo rodean.

La pregunta por el “passing” también se manifiesta en Persson, el lingüista, quien remite al término como “lo que es socialmente aceptable” y señala que su mayor privilegio en la actualidad es pasar por uno de los dos géneros aceptados. De un modo similar, esta idea aparece en Denice, la compañera de Nick, al manifestar que la vestimenta que ella porta lo define a él también, oscilando entre la representación de “madre e hijo” –cuando ella opta por prendas “híper femeninas”– o “pasar por dos mega lesbianas” -cuando elige ropa suelta y deportiva.

A medida que transcurre la película, los protagonistas relatan el modo en que van incorporando las miradas de lxs demás, en un proceso de elaboración de esas interpretaciones que confronta e interactúa con otrxs sujetxs. De esta manera la categoría de identidad estalla y se torna molecular.

En ese contacto con lxs otrxs en el cual somos nombradxs y atravesadxs por el lenguaje, el cual define qué modos de existencia son posibles y cuáles no, Persson remite a los diferentes idiomas en los que las marcas genéricas son nulas, como en el alemán donde la palabra “nin” no indica ni “él”, ni “ella”.

La bifurcación “she/he” también aparece enunciada por Gin, otro de los protagonistas, quien relata que en diferentes contextos es nombrado de una manera u otra, y por Mani, cuando en un momento de su vida prefirió ser llamado “it” pero a muchxs les resultó irrespetuoso referirse a él de ese modo. En ese sentido Mani afirma que ignorar su deseo es la verdadera falta de respeto.

El trayecto de cada uno de los protagonistas es distinto y no hay puntos de llegada específicos. Sobre el final Dorian manifiesta el placer y a su vez la incertidumbre de seguir redescubriéndose, expresando que no hay un “después de la transición” y que contrariamente se trata de un camino que nunca termina. Para personas como Gin, el “seguir en proceso” puede resultar angustiante, y en el caso de Persson, explicita que él no quiere ser un hombre sino que esa es su forma más cómoda de estar en el mundo en la actualidad.

Agostina Invernizzi y Pablo Piedras

Ficha técnica

Dirección: Katharina Lampert, Cordula Thym. Producción: Thomas Benski, JasonBick, Dan Bowen, Marisa Clifford. Dirección de fotografía: Judith Benedikt. Edición: Niki Mossböck. Testimonios: Denice Bourbon, Mani Tukano, Dorian Bonelli, Nick Prokesch, Hans Scheirl, entre otros. Origen: Suiza. Duración: 92´. Año: 2015.

 

Historias (extra)ordinarias. Entrevista a Néstor Frenkel

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Pablo Piedras y Lior Zylberman

Después de haber publicado reseñas críticas de más de una de sus obras, los redactores de la revista Cine Documental decidimos que ya era hora de realizar una entrevista en profundidad con Néstor Frenkel, a nuestro entender, uno de los directores más creativos y singulares de la escena documental vernácula.

¿Nos querés contar sobre tu formación y cómo llegaste al cine documental? ¿Te formaste en alguna institución?

Mi relación con el cine documental no estaba clara desde el comienzo. Yo empecé haciendo sonido. Era un joven diletante sin rumbo en esta vida, a los 26 años dije “algo tengo que hacer con esto que me toca, que es vivir”. Me interesaba el cine, la música, la escritura, había tenido una pequeña experiencia con radio, y a partir de eso había empezado a trabajar con audio digital. Tenía diversos intereses, me sentía viejo como para ponerme a estudiar y a partir del contacto con un amigo me imaginé que el sonido podía ser una vía de entrada al campo laboral y al mundo del cine. Empecé con lo más básico: sonido directo en publicidades.

En aquel comienzo diletante, ¿tenías alguna pasión cinéfila al estilo Jorge Mario (protagonista de Amateur, 2011)?

Frenkelvlcsnap-2015-12-02-17h11m18s64No, nunca fui fanático de nada. No soy muy fanático de las cosas, más bien, diletante; pero me interesaba el cine, la música. Tenía cierta sensibilidad para las artes, había escrito cosas, pero muy desperdigadas, mi interés estaba en la vida misma. Pero en un momento empecé a asumirme como un adulto y así llegué al sonido. Ahí empecé a trabajar, a ganar unos pesos, y empezar a conocer el cine desde el sonido, que era algo que me interesaba. Nunca terminé de creerme a mí mismo como técnico. Empecé con sonido directo, después con un amigo que era muy capo de computadoras nos empezamos a equipar con los primeros programas de posproducción de sonido. Nadie tenía una computadora en esos momentos, años 90, entonces empezamos a aparecer haciendo muchos cortos de amigos. Ahí entré en la posproducción, que es más creativa y uno se mete más con el lenguaje, se empieza a trabajar plano por plano una película y a pensarla con el director. De ahí mismo, por el simple hecho de tener una computadora, y por tener amigos que hacían cosas, solo quedó cargarle otro programa al equipo y empezar a montar. La publicidad me enseñó a odiar el cine, porque ahí estaba toda la obscenidad, toda la militarización del rodaje, y al mismo tiempo empecé a trabajar en producciones independientes, con gente de mi edad, con intereses afines.

¿En qué largometrajes trabajaste?

En Invierno, mala vida (Gregorio Cramer, 1997), una película hecha en la Patagonia, y en Silvia Prieto (Martín Rejtman, 1998), que se filmó en mi casa: la casa de Silvia Prieto es mi casa. Estaba muy metido en la producción, pero esa película se cocinaba entre amigos.

¿Tu núcleo de amigos con los que trabajabas siguen haciendo cine todavía?

Martín Rejtman ya venía haciendo cine desde antes, ya había hecho Rapado (1992), en la cual lo ayudé. Incluso se me ve en un plano. Me refiero también a gente como Alejandro Hartmann, Albertina Carri, que la ayudé con sus primeros cortos, así que esa fue mi formación, muy a los tumbos, porque en esa época no había tanta gente que hiciera cine. Fui como un espía, porque nunca me sentía sonidista de verdad, era una forma de jugar a hacer películas y en la publicidad espiaba todo lo que no me gustaba, cómo llegar a gastar un montón de plata para filmar treinta segundos de un frasco de mayonesa.

A partir de entonces, con cierta afinidad con amigos, salió por otro lado con Alejandro Hartmann un protodocumental que no se pudo hacer, se avanzó un poco pero no se pudo desarrollar. Con él también nos estimulábamos, él es más chico que yo pero estaba terminando la ENERC, era la esperanza blanca… y él veía en mi… no sé… me estimulaba de alguna manera y escribí algunas cosas, y después en paralelo, por otro lado, con un amigo que venía por fuera del cine, se apareció un día con un rollo super 8 y una cámara, y muñequitos de la selección, y empezamos a jugar, y empezamos a hacer los cortos de animación con los muñequitos. Por ese lado arranqué un camino independiente de lo independiente que en un momento se Frenkelvlcsnap-2015-12-02-16h56m16s247empezó a volver más profesional, porque después aparecíamos en el BAFICI, yo venía escribiendo boludeces y de repente se me armó Vida en Marte (2004), un largometraje que finalmente pude hacer. Durante un año di clases de sonido en el CIEVYC, con algunos profesores y alumnos armamos un equipito un verano, clásico modelo de producción: un verano no nos vamos de vacaciones y hacemos una película. Y ahí salió Vida en Marte. De golpe se me apareció Reynols, que se me configuró como un documental y así empezó todo esto.

¿Cómo se dio esa aparición?

Yo a Reynols lo conocía. Un día un amigo me dice “hoy toca Reynols” y ahí fue toda una experiencia fuerte. Durante varios días hablé de eso y me olvidé. Como seis meses después me cayó la ficha, tenía que hacer algo, podía ser un videoarte, un videoclip, una ópera musical, no sé, quería ver qué pasaba. Quería romper esa barrera, meterme. Eso terminó siendo Buscando a Reynols (2004) y a partir de eso me sentí cómodo con el lenguaje, con la forma de producción, con el resultado, sentí haber encontrado una forma de laburo afín a mí. Me gustó dirigir Vida en Marte, pero yo no me terminé de sentir cómodo. Soy una persona medio fóbica y ya de base proponerme rodearme de cuarenta personas para hacer algo no me resulta cómodo.

¿El documental entonces te interesó porque podés trabajar con un equipo pequeño más que por una fuerte vinculación con ese tipo de cine?

Sí, son cosas que van de la mano. Pero gran parte tiene que ver con eso. No estar cortando una calle y pegando gritos sino acomodándome en un rincón con una cámara y mirando. Me siento Frenkelvlcsnap-2015-12-02-16h52m47s198más yo haciendo eso, espiando, mirando, que dando órdenes. Entiendo el costado feliz y creativo de la ficción pero hay un punto que parece un nene caprichoso teniendo un ejército, ¿pero qué es eso? Un laburo de locos. Está bien, en el momento que voy a un rodaje lo comprendo, lográs cosas que no lográs con un documental, la perfección de un encuadre, la luz, yo quiero que esto se vea así y que el actor diga esto de determinada forma. Y también me pasó algo así con la escritura, si en algún momento me divertía inventar, crear un personaje, después me empezó a gustar más montar, recortar la realidad, mirar a alguien y crear el personaje desde algo que existe.

Lo estás diciendo puede llevar a pensar lo disruptivo que fue en su momento Buscando a Reynols

Puede ser. La verdad es que yo no tengo una formación documental, tampoco soy un gran consumidor de documentales, con los años quizás un poco más, porque se me va despertando el interés pero tampoco es que quiero ver todo, seguir la obra de tal o cual director o lo último que se está produciendo. Hay algo que me llamó la atención en su momento, tenía una forma propia. Y veo lo que se hace ahora y tampoco me siento adscripto a alguna corriente, a alguna moda o al estilo imperante.

¿Cuando empezaste a hacer documental no tenías ningún referente fuerte?

No, para nada. Empecé haciendo un documental sin saber que iba a hacer un documental. Me acerqué al grupo musical Reynols porque me interesaban ellos. Son gente muy difícil, siempre manejaron cierta distancia porque fueron agredidos, aparte su juego es manejar el misterio. Yo me acerqué tímidamente y tuve la suerte de que justo en ese momento les estaban pidiendo de Australia, para un especial de la música del milenio, no sé qué, para que ellos manden diez minutos de algo. Bueno, yo los ayudé y con eso armé diez minutos de algo más institucional si se quiere. En seguida supe que eso no era mi película, pero bueno el primer paso fue ese; y después, en un momento, fue claro, que fue lo que hice. Pero no venía con un modelo, quiero que se parezca a, o al documental de música le falta un mirada así. No sabía ni me ubico demasiado en relación a otras obras, sé que siempre me voy a parecer a algo y no me preocupa

En su momento Buscando a Reynols gustó mucho, incluso a personas que no es adepta al cine documental

Sí, tenía varios elementos. Quedó linda, la película estaba lograda, trajo alegrías, se acercó mucha gente. Si algo sé por dónde voy es que quizá hago documentales más entretenidos, para la media, más abiertos, no son para la gente que solo miran cine documental sino para gente que tiene un lenguaje más fácil.

Para Construcción de una ciudad ya fue otro proceso.

Yo pensaba seguir escribiendo ficción, estaba en el BAFICI itinerante de Buscando a Reynols y había unos días que yo me podía volver a Buenos Aires, en esa época yo vivía solo, muy tranquilo sin que nada me requiera, y me dijeron que vaya a Federación, que había unas termas que están buenísimas. Yo no sabía a donde iba, me fui solo con un cuadernito a escribir. Estuve cinco o seis días, los primeros cuatro estaba ahí en el hotel, tomando café, mirando, y ya de aburrido que estaba, un día antes de irme me tomé el barquito y ahí me enteré la historia del lugar donde estaba y dije paren las rotativas esta es la película. Todo lo que escribí lo descarté ahí mismo a la basura, en el último día hice preproducción y después tardé más de dos años en ir a filmar. Primero porque era un proyecto grande, el tema, la historia era grande, era lejos. Cada paso a dar era viajar 600 kilómetros, tenía que tener confianza, no sabía bien, me costó, pero estuvieron buenísimos esos casi dos años y medio que tardé en filmar. Me sirvieron mucho para que decanten las ideas, para escribir también y presentarlo en el Instituto, tener los fondos, y después fueron viajes de ir conociendo gente, entendiendo más la problemática.

¿Cuántas veces viajaste?

Unas cuatro veces…

¿Mientras tanto seguís trabajando en publicidad o dejaste?

Nunca dejé, o sFrenkelvlcsnap-2015-12-02-16h55m03s26ea nunca hubo un día que dije no trabajo más. De a poco se fue dando. Yo seguía laburando, para Buscando a Reynols me había comprado una cámara, la alquilaba, hacía alguna edición. Estaba ahí abriendo el juego a algo más integral, sonido, edición, cámara MiniDV, y en paralelo quería seguir haciendo películas. Había roto el tabú del INCAA, según el cual supuestamente solo los acomodados, los amigos del poder, los que ponen la coima, son los subsidiados. Pero la verdad es que fui con mi proyecto y sabía que este nuevo proyecto tenía una temática potente, que si la escribía bien podía funcionar. Entonces me concentré bien y en el último viaje me terminó un poco de caer la ficha. Lo que me pasaba era que todo era muy grande, muy serio, muy dramático, nostálgico, y me iba medio por ahí. De hecho en el guión que fue presentado en el Instituto el personaje de los árboles iba a ser el gran protagónico, como una gran metáfora, en tono melancólico, no estaba mal pero era una película para Sorín. Y ese último viaje me terminó de caer la ficha, esto es un despelote nacional, es un absurdo, todo una locura lo que les pasó, lo que les hicieron, lo que se ve hoy, la gente en bata por la calle, el hecho de que ellos no quieran recordar, que está todo bien, todo era como un gran nivel de absurdo. Pero si eso si yo lo hubiera hecho un año antes hubiera hecho una película melancólica sobre un tema melancólico. No hubiera estado mal, porque sabía que contando la historia ya tenía algo potente, tenía un piso alto y a la vez una responsabilidad de no desperdiciar la historia. Después de todo ese proceso, llegué mucho mejor parado que en Buscando a Reynols.

Analizando la cuestión en perspectiva, y ahora que mencionás a ese personaje nostálgico, metafórico, también la mirada sobre el evento político iba a quedar enfatizada. Y quizá, no obstante, Construcción de una ciudad es tu película más política. Algunos críticos habían escrito que el director había decidido transitar por la comedia como para no exponer lo político en primerísimo primer plano, por así decirlo. Todo eso marcó las películas que vinieron después.

Puede ser. Yo veo Construcción de una ciudad y es una película política. Lo es fuertemente y está bastante en primer plano. No quise hacer una película sobre el Proceso, tampoco quise usar el recurso clásico de mientras Menem subía… está ahí, no hace falta ponerle mucho para que se note. No me interesa contar las grandes historias, que aparezca lo que puede aparecer. Todo tiene un costado político pero esta no es pornográficamente política.

Justamente por eso, el documental argentino siempre fue en general severo y sobrio y el humor no era una veta lo suficientemente explotada.

Bueno, el documental tiene una larga historia, y ustedes lo saben más que yo. Hay algo de lenguaje y tecnología que limita mucho, menos chance de filmar de más, de jugar, con el fílmico todo estaba muy pensado, muy organizado, eso le quita toda espontaneidad y toda chance… podían aparecer elementos de comedia si estaban escritos. Cualquier cosa que interrumpía el rodaje se paraba, no se tenía plata para tirar rollos. Hace poco vi El Charles Bronson chileno (Carlos Flores del Pino, 1974-1984) y ahí encontré mi influencia desconocida. Y eso es un milagro, alguien que hizo eso en fílmico.

Construcción de una ciudad marca varios cambios en tu carrera, como por ejemplo el rodaje en video y la cuestión del humor, no tanto el humor en sí sino de desatar al documental del cine social y por lo tanto, de un cine con pretensiones de seriedad.

Tenía que ser triste… Sí, quizá sí. Puedo hacer una paralelo con la mirada sobre la discapacidad de Buscando a Reynols, no había la posibilidad de reírse sobre ello. Era fuerte lo que pasaba en las proyecciones, era resbaloso. En Construcción de una ciudad también, siempre hubo alguna crítica, debate, y algunos resbalan para el lado equivocado o creían que yo resbalé para el lado equivocado…

Imagino que la presentaste en Federación, ¿cómo fue la recepción?

Fue intensa… toda una historia. Dije yo creo en esto y allá voy. No hay cine en Federación, así que armamos algo en la biblioteca, antes de ampliarla inclusive, pero con el DVD y el corte final. Fui, casa por casa, a devolver rollos super 8, fotos, cosas que debía, y se hizo la proyección, ciento y pico de personas, a la salida se hizo como un cóctel y estaba todo como frío.

¿Creían que iban a ver algo celebratorio?

Y, lo obvio. Lo que se cree la gente de un pueblo sin cine, donde obviamente esperaban que íbamos a llorar un poco por la vieja ciudad y después a festejar la nueva y todo esto era medio a contrFrenkelvlcsnap-2015-12-02-17h13m47s20apelo. Yo al otro día me iba, después me enteré que durante una semana, todos hablaban con todos, fue muy catártico para ellos verlo. Durante las proyecciones la gente se reía, pero a la salida estaban todos con los cables cruzados. Después me enteré que esa semana había uno que había tomado la posta de ser mi enemigo, casualmente era uno que yo había entrevistado y no quedó en la película, así que…

Esa fue la razón…

Obviamente. Igual, después que se editó en DVD, me fui a Federación casa por casa a ver a todos los que habían aparecido o ayudado, fui a regalar DVD’s, y el film terminó siendo el institucional de Federación. Hoy se pasa en los hoteles para los turistas, se vende en los kioscos. Me terminaron llamando dos años después e hicieron una proyección en el anfiteatro abierta para todo el pueblo. Se institucionalizó, fue fuerte lo que pasó. Lograron verse a través de mi mirada y me parece que ayudé de alguna manera a hacer una catarsis. Como experiencia fue tremenda.

Es interesante pensar qué proceso tiene que hacer un pueblo para que un documental como Construcción de una ciudad se vuelva institucional.

A mí también me llamó la atención, cine social, cine político… ¿o no? De las películas que hice, es la que más se sigue mostrando, moviendo… pero la verdad que todas siguen dando vueltas.

Hay una cuestión en tus películas que reaparece y es la relación entre historia y mito. Porque en Reynols hay algo de mítico en esa banda, y vos la presentás así, lo de Federación no es tan lejano pero hay una construcción mítica, lo que queda hundido, también en el documental sobre el Abasto, existe proyectada una dimensión mítica, y en Amateur también sucede con el western, el super 8. Este pareciese ser como un elemento recursivo en tu cine.

La verdad que uno se va poniendo más grande, tiene que trabajar, hay una antena que está buscando qué contar. Las historias de los documentales que realicé llegaron a mí, no es que las busqué. Son todas cosas que por algún lado me llegan, me tocan. Ahora estoy más perdido que nunca, no sé qué estoy haciendo. Después veré… pero no es algo que lo tengo muy claro o pensado de antemano. Mi forma de ser es tirando a melancólico y me defiendo de la melancolía con el humor. En ese juego está mi impronta, lo que sale de mi más naturalmente.

Porque incluso una película como El mercado, que fue un encargo, también está esa impronta.

Sí, lo de El mercado fue un encargo pero lo hice propio. Estaba la chance de hacer una película propia dentro de ciertos parámetros de tiempo y dinero. No iba a hacer una película contra el shopping pero tampoco iba a realizar un institucional. Si uno se quita ciertos prejuicios la gente no es boba, con el solo hecho de mostrar podés lograr que cada espectador se conecte con la historia desde su lugar.

¿Cómo se te ocurrió empezar Amateur con esa voz over?

Me parecía que de otro modo no iba a alcanzar. Es un personaje gigante pero me parecía que la película tiene una capa más, había que introducirlo. El afiche no es la cara del tipo, es una cámara. La película es sobre la cámara. Él es quien encarna al hombre común que agarró una cámara, pero no es el prototipo del amateur que agarró una cámara sino aquel que agarró todo lo que le pasó cerca. Me parecía que tenía que quedar en esa capa de vamos a ver un personaje increíble, y ahí me pareció una historia increíble que no está en ninguna enciclopedia, qué pasó ahí, hubo un cambio en la historia de la humanidad, el hombre por primera vez se puede registrar asimismo, en la calle. Entonces por eso un amigo que había hecho las animaciones para Amateur al salir de verla me dijo “sos vos”. Mario ya estaba en Construcción de una ciudad y, en el rodaje de esa película, cuando apenas entramos con Sofía [Mora] a su casa, nos dimos cuenta que allí había un universo por narrar.

¿Cómo fue el pacto con él? Porque es una película que está al borde de muchas cosas, y es también como un gran juego ¿Todo eso fue parte de algún pacto?

El pacto era implícito. Yo lo que sabía es que el tipo es un entusiasta total y todo lo que yo le iba a decir, él iba a querer hacerlo, y todo lo que yo le propusiera, él me iba a proponer todavía algo más. Todas las apuestas me las subía, más que pactar era manejar. Yo sentía que él era como Tyson.

Él es una suerte de gran emprendedor serial

El tipo es una máquina, una topadora humana. Es inaguantable estar con él, de tanta energía que le sobra y que te la tira encima y que de todo se agarra. Prefería no contarle demasiado lo que teníamos que hacer porque sabía que de tanta energía que le iba a poner se iba a memorizar todo como para recitar. No le dije que íbamos a filmar en el cine porqueFrenkelvlcsnap-2015-12-02-17h14m57s209 si no se aparecía con cien extras. Me interesaba eso, ver el cine gigante con solo ocho personas. El pacto, el laburo, fue ese, manejar esa energía arrolladora, manejar la información con cuidado y es un gran juego. Es la cámara y él del otro lado. Cosas que en Construcción de una ciudad están muy controladas, en Amateur no, pasa alguien y saluda a cámara y eso lo dejé especialmente. Es eso, la cámara como polo de atracción y él como director de cine indicándome a mí lo que tengo que hacer. Al mismo tiempo dado que él es actor de cine también podía actuar.

Es interesante también que él cuente cómo fue aprendiendo

Sí, por eso él es el paradigma. Filmar su luna de miel hasta cuidar el pulso y logra planos muy cuidados. No es un talentoso, pero pudo meterse en ese lenguaje, editó, musicalizó, le puso títulos.

Lo interesante es que supuestamente lo que diferencia a un amateur de un profesional es el dominio de la técnica, pero en el fondo habría que ver si lo que hace que el cine sea amateur o sea profesional es solo una cuestión de pericia técnica.

Sí, totalmente de acuerdo. El arte es el alma humana expresándose y me parece que él eso lo cumple a fondo, él está expresándose con toda su verdad. Uno puede evaluar su pericia técnica o narrativa, pero él está ahí dándolo todo.

Con El gran simulador sucede casi lo opuesto a Amateur, en el sentido de que se trata de una propuesta mucho más sobria. Incluso dijiste en una oportunidad que El gran simulador era sobre todo una película que alguien tenía que hacer.

Sí, a la vez yo la sentía propia porque tengo el recuerdo de niño de alucinar con René Lavand. Alguien la tenía que hacer. También fue de casualidad, yo estaba en Tandil, me crucé con René Lavand, y me dio cierto escozor. Me fui, al rato lo volví a buscar. Pero no era solamente que había que hacerla sino que la sentía mía. Después sí surgieron todos los problemas de qué hacer con este personaje. Era un poco como con Federación, la situación de encontrarse frente a algo grande. De nuevo se plantea un piso muy alto, ya sé que si pongo una cámara delante de Lavand van a pasar cosas pero a la vez tengo la responsabilidad de estar a la altura, de que valga la pena lo que se ha hecho.

¿Él te puso algún tipo de prerrogativa?

Plata. “Vos querés que hable, el tiempo no es lo importante. Vos querés que saque las barajas…”. Es como una función, un espectáculo. De hecho las primeras veces que él estaba haciendo su truco yo quería charlarle… y no no no, vos no me podés interrumpir. Esto es esto, él está haciendo cuentas, mientras hace que te charla él está pensando. Ahí hay un pacto muy claro, vos no me interrumpís mientras yo hago esto, me pagás por hacer esto, no podés pasar de tal ángulo, trabajó con cámaras, trabajó en la televisión y en el teatro con cámaras. Era muy consciente de la cámara. Básicamente era eso, él es como un artista de los de antes. Con límites muy precisos porque lo que él está haciendo es un engaño, una ilusión. Hay que lograr un efecto. Tuve que respetar eso. Si quería trucos tenía que pensar cómo los iba a filmar. Muchos críticos hubieran festejado que no hubiera filmado los trucos, esas decisiones geniales de grandes directores, pero no es mi caso, no soy genial ni gran director. Ni tomo esas decisiones tajantes que suelen ser muy festejadas. Haciendo eso es lo que lo llevó a ser quien es. Y se filmó en su casa, en su intimidad, en esa especie de laboratorio, como él lo llamaba, con un valor extra porque no es una actuación ante el público, no está en frac ni con música. Después me gané su confianza.

¿Le interesó conocer con anticipación cuáles eran tus planes de rodaje?

La verdad es que no le importaba. Estaba grande, casi retirado, tiempo tenía. Lo que quería era ser tratado con respeto.

¿Estaba interesado en que se hiciera la película?

Era un tipo grande, ya lo habían filmado miles de veces pero lo cierto es que no había una película sobre él.

Lavand dice en un momento que le molesta que la gente cuando lo reconoce le pida autógrafos pero le molesta aún más que cuando lo reconocen no le pidan autógrafos.

Exactamente. Era un obsesivo, un neurótico. Él me decía a mí que era un neurótico. Me llamaba “El alambique”, el que aprieta la fruta para sacarle la última gota. Era una forma de frenar, se exigía mucho a sí mismo. Aunque su edad era muy avanzada tenía mucha chispa, respuestas rápidas y tiraba algún chiste.

¿Se conectaba con los momentos más ficcionalizados?

En la película no hay híbridos. No hay ficción pura. Creo que debe haber un plano híbrido que es cuando fuimos al médico y que necesitaba hacer un contraplano, pero después no es que estaba tomando un café y la cámara lo tomaba sino que le pedí que se siente a tomar un café, que es lo que hace todos los días. Iba a ese café, en el mismo horario, pero no hubo hibrido. Fue a comprar licor y el tipo que vino al auto fue así yo no dije nada. Ahí vio que estaba filmando. Lo único híbrido, más a espaldas de él, son los llamados telefónicos. Los llamados sucedían, algunos los tomaba con la cámara y otros no, entonces yo los empecé a provocar. Tenía la cámara prendida y mandaba a alguien afuera para que llamara a su casa y pidiese por la remisería, pero era un dato de su realidad, algo que le sucedía todos los días. Esto fue una intervención, quizá maléfica, pero no algo híbrido. Era en pos de la película, pero no estaba pasando ningún límite.

Pero vos no te arrepentís

No, para nada.

Estabas molestando a un anciano.

Un anciano que sabe molestar bastante y que, ahora que está muerto, no sé si no estaba un paso más allá que yo y me daba lo que yo quería sin que yo lo supiera. Es el gran simulador. No había híbrido, pero después estaba la ficción.

Los espectáculos de magia siempre fueron refractarios al cine porque en el fondo el cine es un hecho mágico en sí. En un acto de magia es fundamental la copresencia, por lo cual al hacer un documental sobre un ilusionista ponés en cuestión todo esto en diversas capas.

Cuando escribí el proyecto decía que este personaje es el ideal para un documental. Hacer cine es mentir, hacer cine documental es poner en tensión cuánto de verdad y cuánto mentira hay. Cuando tenés adelante un mentiroso profesional que está mintiendo para la cámara se arma algo interesante.

El cine se había dado cuenta desde antes de que era un personaje interesante para una película en Un oso rojo (Adrián Caetano, 2002), en la que está brillante.

Es que él era un actor. En sus presentaciones, en la última época, había un montón de ratos que era él hablando, sin cartas. La ilusión era él parado ahí y llegó al punto de jugar con la ceremonia ante el público y estirar el momento de los aplausos. La gente se iba emocionando más. Él jugaba a cronometrar los aplausos, decía “hoy tengo a la gente quince minutos aplaudiendo”.

Después de trabajar siempre de forma independiente, si bien El Mercado no fue un film industrial, sí se trató de una película por encargo, de una productora con cierta trayectoria en el cine documental. Contanos cómo fue el proceso…

El proceso no sale de Magoya Films sino de un independiente. Un arquitecto que trabajó en la reconversión del mercado en shopping, y que pasados 15 años de ese momento quería hacer algo conmemorativo. Él quería tener una excusa para convocar gente, reunirse, hacer una gran fiesta, pasar la película. Esa fue su idea. Un tipo muy interesante, muy inteligente, muy ávido de toFrenkelvlcsnap-2015-12-02-17h11m59s224das cuestiones culturales y artísticas. Él vio El rascacielos latino (2012), el documental de Schindel, entonces se les acercó y les dijo que quería hacer algo así. En ese momento Schindel y Molnar, los dos socios de Magoya, estaban cada uno con sus películas y empezaron a buscar directores. Varios dijeron que no, que no podían, o sea que yo fui una octava opción. Creo que fue Alejandro Hartmann quien les dijo. Como yo no voy a estrenos, no voy a reuniones, no participo en agrupaciones, nadie me tiene en cuenta. A mí me gustó la idea, tener la chance de no producir.

Además te saca el peso del armado del proyecto, te convertís en un director de cine, trabajás con una estructura.

A mí me encantaba. Yo venía de hacer una película en Federación, otra en Concordia, otra en Tandil, y ahora lo que quería era permanecer a 15 minutos de mi casa. Se me cumplió un deseo. Primero tenía miedo de que hubiese mucha bajada de línea, muy formal, muy institucional, de que en la mitad del proceso me caiga toda el área de marketing de IRSA a decirme cosas, no sabía bien cómo lidiar con eso. Hice dos cosas. En la primera reunión que tuve con este arquitecto le pasé mis otras películas, “miralas porque yo más o menos voy a hacer algo por ese estilo, ni mejor ni peor ni distinto”. Y por otro lado, me cubrí mucho, mi nombre no valdrá mucho pero es lo único que tengo, así que puse una cláusula en el contrato por la firma. Me pagás mi trabajo, yo lo hago, después si lo firmo o no lo decido al final. La verdad es que a este hombre le gustaron los documentales. Me dijo “andá con tu humor, con lo que vos hacés, la ironía, todo me gusta”. Me dio libertad total.

¿El material de archivo te lo dio él?

No. Se armó todo un equipo de laburo y de casualidad mientras estábamos investigando vimos que un ex empleado había filmado las obras y lo subió en YouTube, lo contactamos. Era un pibe que en su momento lo había hecho como laburo, en S-VHS, y había subido unos fragmentos. Lo llamamos y terminamos consiguiendo todo eso. En realidad la propiedad intelectual era de IRSA porque ellos se lo habían encargado, pagado, no había copias. Yo hice un trabajo de campo… fue raro para mi tener una reunión en marzo sabiendo que en diciembre tenía que estar en la pantalla. Eran seis meses, un tiempo prudencial pero justo. Un mes de investigación, un mes de rodaje, dos meses de montaje, dos de sonido. Más allá de que estoy contento con la película, sé que un poco más de tiempo le hubiera venido bien. La veo y le encuentro cosas… algunas cosas de rodaje. No hubo decantación como en las otras

¿No tuvo estreno comercial?

No. En un momento se habló con el Hoyts mismo, algo interno, pero no sé. Tuvo su proyecciones en encuentros, festivales, fue a Cuba, Uruguay, Perú, un poco por el interior.

Fue como un regalo empresarial…

Sí, se hizo una tirada para eso. Fue más que nada eso, un deseo de este señor, con el que mañana me reúno para otro proyecto.

Es interesante cómo se van hilando las películas, salvo El mercado.

Sí, salvo El mercado. Pero qué podría engancharme con otra película. Tal cual. Reynols me llevó a Federación, Jorge Mario a René Lavand y ahora la que estoy haciendo es hija de Jorge Mario.

Frenkelvlcsnap-2015-12-02-17h08m40s25Otra continuidad que aparece también en El Mercado es que hay dos líneas. Una es el registro de lo real, donde puede existir cierta cosa azarosa, espontánea, que permitir este tipo acercamiento. Por otro lado, está el archivo que es más controlado. Son como dos dimensiones del documental, la parte del directo y la parte del archivo. En tus trabajos se van encastrando y acá en esta película me parece bastante interesante la igualación entre los archivos ficcionales y los documentales que finalmente se contaminan, terminan siendo más documentales Mercado de Abasto (Lucas Demare, 1955) y Prisioneros de una noche (Manuel Antín, 1962), que algunos fragmentos de los noticiarios.

La verdad que sí. No lo tengo muy pensado. La verdad que el trabajo de archivo siempre me atrajo, siempre me gustó, desde los VHS de la televisión que tenía de Reynols. El archivo no es solo lo que muestra sino cómo lo muestra, la intención en esa mirada siempre suele ser muy potente. En Reynols era muy claro cómo la televisión los miró a ellos, en Federación era muy claro esos amateurs filmando alucinados la nueva ciudad, en Amateur claramente se trata de eso. En El mercado también aparecieron cosas, como los drops del VHS, también cuenta mucho la época, la textura, me gusta usarlos como distintos niveles de lectura.

Es una película sobre presidentes. Porque en el palco…

En el palco están los tres, De la Rúa, Menem, el presidente de IRSA y ahí atrás Scioli.

El mercado también plantea la posibilidad servida de haber criticada al Shopping en tanto espacio de consumismo que ha perdido su identidad barrial. Pero vos te corrés de ese lugar. Estás más cerca de la mitificación del pasado que de la crítica del presente.

En general trato de no ser muy evidente. No me gusta la bajada de línea, y me acerco en forma sutil con la ironía. A su vez a mí me hubiera gustado que en ese lugar hubieran hecho otra cosa, pero también siempre fue un mercado y hoy los mercados son eso. El mercado de frutas y verduras en el medio de la capital ya no es posible o sea que los lugares son esos. Fuimos al BAFICI… a mí no me gustan los shoppings, yo no los disfruto, no me atraen. Pero a la vez caerle al shopping con eso… pero se le dedica un espacio a los proyectos, a lo que se quiso hacer, lo que se pudo hacer y no se hizo. Ahí está. Ese mega centro cultural, lleno de cines, no sé si hubiera podido sostenerse o en qué se hubiera convertido, es un lindo proyecto… Era una primavera utópica, el Hogar Obrero se nos cayó encima y eso quedó juntando ratas.

En el documental también surgen las transformaciones acaecidas en el barrio.

Traté de correrme de ese lugar. También estaba mi propio prejuicio, que está en todos los proyectos, que son los límites. Que tampoco podía hacer una crítica despiadada del shopping para que la vea la gente de ahí. También había eso. No por una cuestión de censura o chupar medias, pero el documental tenía una función concreta antes de ser una película mía. Un día en un lugar para una gente. Tampoco sentí que me estaba traicionando porque la sentí totalmente mía.

Aunque la película fuese un encargo es coherente con las otras. Por ejemplo aparece la cuestión de la melancolía. En tus películas irrumpe un debate entre duelo y melancolía. Por ejemplo Yo no sé qué me han hecho tus ojos (Sergio Wolf y Lorena Muñoz, 2002) es un documental melancólico. El pasado fue mejor. Tus películas tienen esta melancolía, vuelven al pasado, pero nunca se quedan en eso. Y en El mercado esto también se confirma.

Frenkelvlcsnap-2015-12-02-17h08m51s135Ahí antes se vendían frutas y ahora celulares y no deja de ser un juntadero de bichos, de locos, un lugar que es como los mercados, los puertos del mundo, un lugar donde la gente se junta a comerciar y todo lo que se genera alrededor de esto. Y la película termina con otro nuevo proyecto, el hostel, algo pensado hacia el futuro.

Con el tiempo desarrollaste tu propia productora, Vamos Viendo Cine, ¿en la actualidad producís para otros?

Es una tarea pendiente. Tampoco es una productora tipo oficina con empleados. Somos nosotros, en nuestra casa, con nuestras computadoras y nuestras ideas. Pero sí tenemos una experiencia, hemos hecho varias cosas, tenemos gente alrededor, conocida, hay un sistema que funciona, que se lo puede hacer funcionar. Todavía no apareció como un proyecto… estamos teniendo hijos, que ese es un proyecto paralelo a las películas… pero está la fantasía de encontrar proyectos afines de otros.

En comparación con otros realizadores en lapso de tiempo relativamente breve vos pudiste llevar adelante una obra extensa.

Sí, cinco documentales en diez años es un buen ritmo.

¿Cómo hiciste para evadirte de la primera persona, del yo?

Porque soy tímido, porque tengo una mujer brava… y a la vez tampoco tengo un prejuicio, tampoco me apareció un proyecto que me lo pida. En un punto siento que tengo una manera personal de contar lo que voy haciendo, pero tampoco es que son reglas como un decálogo, yo trato de que la película aparezca con el tema, cómo me puedo relacionar con ese tema es la película. Trato que el lenguaje tenga que ver con ese tema. Todavía no me apareció un tema o una idea donde yo esté ahí.

Desde un punto de vista historiográfico tus películas se desarrollaron en un período donde este tipo de documentales (en primera persona) florecieron. No hay realizador en todos estos diez años que no haya caído en la tentación del yo.

Lo más cercano fue la voz en off, que ni siquiera la leí yo, en Amateur. Es más una voz en off clásica. A mí lo que me pasa es que noto que muchos lo hacen porque queda bien –entre muchas comillas–, a veces lo siento orgánico, justificado para la película, a veces lo siento como pose, la onda es hacer así y muchas veces siento que el conflicto de hacer la película puede ser interesante. Pero a mí me parece más interesante el resultado que cómo la hicieron. O a dónde llegué más que mi elucubración, todavía no encontré un proyecto que justifique que mi elucubración sea la protagonista. Lo mismo me pasa con los documentales de observación. Me estás mostrando los brutos de cámara. Pero eso son mis problemas, ahí es donde choco con ciertas tendencias. Puede ser que algunas reuniones de preproducción sea interesantes, las mías no la son.

Cuando arreglabas la guita con Lavand podría haber sido interesante.

Sí, pero yo lo veía como un documental elegante. Y por la elegancia de Lavand había cosas que sentía que no iban. Tampoco me voy a emborrachar para filmar a un borracho, pero trato de amoldarme y jugar con eso. Por ahora tiendo más a eso, a armar algo más estricto, adaptarme al tema.

¿Cuál será tu siguiente documental, en qué estás trabajando?

Salió el proyecto que se llama Los ganadores, un título buenísimo. Es sobre premios y premiaciones.

¿Está conectada con Jorge Mario?

Sí, la película es hija de Jorge Mario. Nace hace un par de años, que me llamó. Con Mario nos escribimos mucho, me hace unas tarjetas con imágenes de Word, divinas. En un mail me escribe que el fin de semana va a Buenos Aires a recibir un premio, que lo acompañe, bueno, me da la dirección, fui y bueno, vi un lugar donde Mario recibía un premio y a partir de ahí me pareció que podía hacer algo. Me puse fuerte, lo escribí, lo presenté, y ya. Hace dos años volví a esa misma entrega de premios, la filmé, empecé a hacer un seguimiento con el organizador, que a su vez gana muchos otros premios. Estoy como navegando esas aguas. Tiene mucho que ver con Facebook, el reconocimiento, de exhibirse, mostrar una imagen positiva, que nunca la creemos, pero que creemos la del otro.

Es interesante como Jorge Mario empieza siendo un pequeño personaje en Construcción, en Amateur es el protagonista y en esta última película retorna a escena.

Sí. Mario vuelve a hacer un personaje, pero también podría estar toda la vida filmándolo.

De la formación a la institución. El documental audiovisual en la transición democrática (1982-1990)

Paola Margulis, Buenos Aires, Imago Mundi, 2014.

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Pablo Piedras

 

De la formación a la institución_fotoLa editorial Imago Mundi se ha convertido en los últimos años en uno de los sellos que más atención ha prestado a los estudios sobre cine y audiovisual. La publicación del exhaustivo trabajo de Paola Margulis que, como lo indica la propia autora, es una  reelaboración de su tesis doctoral, así lo confirma.

Comenzaré por el final o, mejor dicho, por el presente. Marcelo Céspedes es, además de un documentalista con extensa trayectoria, uno de los responsables de la empresa productora y distribuidora especializada en cine documental Cine Ojo, seguramente, la más importante en su especialidad del país. Dirige también MC Producciones con la cual encara otro tipo de proyectos dentro del campo de la no ficción. Es fundador y director general del festival DOC Buenos Aires (este año se celebrará su 15º edición). Carmen Guarini, también de vasta carrera cinematográfica, comparte con Céspedes la dirección de Cine Ojo, es fundadora y programadora del DOC Buenos Aires. Ambos suelen integrar los comités de evaluación del INCAA, en relación con los subsidios a la producción documental. Alejandro Fernández Mouján es desde hace años una figura imprescindible del panorama documental latinoamericano, autor de films notables como Espejo para cuando me pruebe el smoking (2005), Pulqui, un instante en la patria de la felicidad (2007) y, de reciente estreno, Damiana Kryygi (2015). Desde 2006 es uno de los responsables del área de cine de la Televisión Pública. Tristán Bauer es, desde hace años, el titular del Sistema de Medios Públicos de la Nación, su último documental, Che, un hombre nuevo (2009) es seguramente una de las producciones de mayor volumen y visibilidad del cine no ficcional argentino de la pasada década. Andrés Di Tella, desde Montoneros, una historia (1994) se ha convertido en el referente del llamado “documental de autor” argentino para un amplio sector de la crítica y de la academia internacional (participa frecuentemente en calidad de profesor invitado en universidades extranjeras).

Estos son algunos de los “protagonistas” de la investigación que la autora presenta en su libro De la formación a la institución. Claro que hay muchos otros y otras que corrieron una suerte diversa, pero si evaluamos la actualidad de estos cineastas, que comenzaron sus carreras en el cine independiente durante el canto de cisne de la dictadura militar, la postulación del título de la publicación se confirma con absoluta contundencia: el documental argentino ha atravesado un proceso de formación, especialización e institucionalización cuyos orígenes pueden remontarse al año 1982 y el momento de estabilización hacia mediados de la década de los noventa. Margulis identifica la singularidad de este periodo del cine documental nacional y desentraña, a lo largo de más doscientas páginas, sus múltiples derroteros, sus momentos de resistencia y de desarrollo, sus relaciones siempre complejas con las instituciones existentes (la televisión, el Instituto de Cine, el Fondo Nacional de las Artes, etc.), sus instancias de legitimación (nacional e internacional), sus vínculos con los circuitos de distribución y exhibición, y sus modos de organización en diferentes asociaciones, grupos, fundaciones y, también, empresas.

Con herramientas teóricas procedentes de los estudios sobre comunicación, de la sociología de la cultura, de la historia y de la teoría del audiovisual, De la formación…detenta, entre otros méritos, el de enfocar su mirada en la década de los ochenta, una especie de etapa maldita de nuestra cinematografía, descuidada por los estudios sobre cine (con excepciones, claro),[1] la del cine de la democracia (o de la transición democrática, para hacer honor a Margulis), convertido en puching ball sobre el que han descargado oportunamente sus golpes la “nueva” crítica cinematográfica representada por la revista El Amante, el ex “nuevo” cine argentino de los años noventa y buena parte de los estudios académicos producidos en el país. El cine de la década de los ochenta, sobre todo la ficción de corte comercial, fue ese “otro” (declarativo, políticamente explícito, dialogado en exceso, alegórico, maximalista, de espíritu totalizante) sobre cuyos escombrosla nueva generación fundó su propia identidad. Sin embargo, el documental realizado durante aquellos años (tal vez por su escasa visibilidad) apenas entró en la contienda y en la discusión, salvo un acotado conjunto de films: La República perdida (Miguel Pérez, 1983), Evita, quien quiera oír que oiga (Eduardo Mignogna, 1984), Juan, como si nada hubiera sucedido (Carlos Echeverría, 1987), entre otros.

En la Introducción, Margulis inmediatamente plantea su objetivo: “reconstruir las principales modalidades de producción del documental argentino en el período 1982-1990” etapa en la cual “el documental se fue constituyendo en una actividad específica y diferenciada dentro del campo audiovisual, en miras a su institucionalización” (XIX).  Posteriormente, a modo de hipótesis indica que será desde mediados de los ochenta cuando se empiecen a consolidar “los resortes necesarios para la especialización e institucionalización” (XXIII). Este proceso, siempre según la autora, que muestra sus primeros destellos en la mencionada década recién “tomará un rumbo firme hacia la institucionalización, promediando la década del noventa” (ídem). El “boom” del cine documental en la Argentina, la enorme riqueza cuantitativa y cualitativa que este territorio, cada vez más amplio y con límites más difusos, ha adquirido en el último quinquenio puede explicarse y comprenderse en su multiplicidad de facetas volviendo la vista sobre los ochenta. Para decirlo de otra forma, considero que el libro de Margulis, en términos historiográficos, se ocupa de un período que resultó una polea de transmisión entre el documental de intervención política de los sesenta y setenta y el documental “del giro subjetivo” contemporáneo, en el que lo político se expresa por otros medios. Se salda así el hiato de la simétrica fórmula 60/90, según la cual, la modernidad del cine argentino contemporáneo vendría a finiquitar el proceso inconcluso de los sesenta. Lo que dicha lectura histórica deja a un lado es todo el andamiaje de instituciones, agrupaciones y luchas por la legitimación del campo que brindó las condiciones de posibilidad para que el cine documental contemporáneo explore otros modos de representación y exponga otro tipo de discursos sociopolíticos.

La autora dispone de una estructura de cuatro capítulos bien definidos para rearmar el mapa de este proceso de formación, especialización e institucionalización. Estos cuatro capítulos, si bien no poseen una cronología rígida dado que existen fenómenos que se solapan y dialogan en el tiempo, dan cuenta de una maduración del sector que culmina, de algún modo, en un alto grado de especialización y legitimación, más aun teniendo en cuenta la tierra arrasada que los años de dictadura dejaron en el seno de cualquier obra audiovisual de no ficción que no fuera de abierta propaganda del régimen.

El primer capítulo se titula “El montaje institucional de la transición: archivo y testimonio”. Aquí Margulis se dedica principalmente a examinar las dinámicas existentes entre los partidos políticos, las organizaciones sociales, diversos sectores intelectuales y su relación con el cine documental, en el marco de las pujas por las interpretaciones del pasado reciente (y no tan reciente). Aborda entonces películas “comerciales”, teniendo en cuenta los presupuestos con los que estas contaron, el estreno en salas convencionales, la filmación (mayoritaria) en 35 milímetros y su posterior utilización como insumo de “educación cívica” en diversos ámbitos escolares y académicos. Las dos claves narrativas y estéticas del documental de la época fueron justamente, la insistente utilización de los archivos y de los testimonios (también podría agregarse la voz over) para la construcción de discursos con un alto nivel de autoridad epistémica respecto del referente sociohistórico. Si antes de la retirada, la dictadura se había consagrado a destruir una profusa cantidad de archivos y documentos, y durante su ejercicio acalló la manifestación pública de la palabra, estos dos vectores son precisamente los que retornan necesariamente en estas obras, siempre dentro del marco del llamado “modo de representación expositivo”. Margulis reconstruye en este capítulo los avatares de la producción de películas que ya he mencionado (La República…, Evita…) y de otros como Malvinas, historia de traiciones (Jorge Denti, 1984) y DNI (caminar desde la memoria) (Luis Brunati, 1989). Tras el análisis de los films y, sobre todo, de sus circunstancias, Margulis concluye que en un país en el que la incertidumbre marcó la transición democrática, el discurso de sobriedad de estas obras se encargó de imprimir “una sensación de orden” (45) a la revisión del pasado.

El segundo capítulo revisa especial interés y es, a mi entender, uno de los grandes aportes del libro, dado que se aboca al documental televisivo, una modalidad de la no ficción que, aun con sus interrupciones y carencias, tuvo una difusión bastante considerable. En este capítulo (y en el siguiente) sobresale un aspecto metodológico que vuelve este libro indispensable tanto por sus propios contenidos como por las investigaciones que podría impulsar: el uso sistemático y orgánico de numerosas fuentes de archivos (diarios, revistas, libros, audiovisuales y documentos) de la época, como así también de entrevistas personales que la autora realizó no solo a los directores consagrados, sino a una serie de técnicos, productores y realizadores que formaron parte de manera silenciosa pero ineludible de la consolidación del campo documental. De este capítulo tan rico en datos y en revelaciones acerca de los intercambios entre la televisión y el documental cinematográfico del periodo, quisiera detenerme en una de las propuestas centrales: la televisión funcionó como espacio de formación y de ensayo gracias a la práctica semanal que su producción y exhibición requería, a la tecnología con la cual contaba el medio (vale la pena resaltar el valor del “directo”) y, también, como fuente de financiamiento, aunque con una serie importante de limitaciones respecto de las posibilidades de expresión y de experimentación con los formatos.  Es por eso que en este capítulo la autora instala el concepto de “audiovisual” que permite unir en un espacio común al cine, la televisión y al video.[2] Aunque las referencias que maneja Margulis para contextualizar los proyectos mediante los cuales el documental se inscribió en el campo de la televisión son múltiples, su corpus de análisis se focaliza en tres recordados programas de aquellos años: Historias de la Argentina secreta (Otelo Borroni y Roberto Vacca); La otra tierra (Clara Zappettini) y Misiones, su tierra y su gente (Eduardo Mignogna). De acuerdo con la autora esta selección permite abarcar diversas modalidades de producción (externa/independiente, dentro de la estructura de los canales) como así también diferentes concepciones del documental televisivo teniendo en cuenta la formación de sus realizadores: el realizador periodista (Borroni-Vacca), el realizador formado a partir de estudios universitarios de cine y televisión (Zappettini), y el realizador cinematográfico “de oficio” (Mignogna) (61). Si bien el texto permitiría profundizar mucho en su contenido, no lo haré en este caso –al fin y al cabo para eso está el libro– pero no puedo dejar de llamar la atención sobre las citas que la autora incluye de las entrevistas personales realizadas a Roberto Vacca, Clara Zappettini y Marta Prada, en las que se vuelcan algunas anécdotas en las que no falta el humor y dan cuenta de la aventura que significaba, en esos tiempos, la realización de no ficción en la televisión.

El tercer capítulo se titula “El documental cinematográfico”. Aquí se observan los procesos agrupación, crecimiento y consolidación de un conjunto de cineastas, independientes en sus comienzos, que actualmente ya consideramos parte de la “tradición” del documental de autor en la Argentina. Es particularmente interesante cómo la autora contextualiza este fenómeno en el marco latinoamericano y también examina las referencias del documental social y político de los sesenta y setenta que resultaron centrales para la constitución de grupos como Cine Testimonio. Sin embargo, quisiera hacer mención a dos cuestiones de particular valor en un capítulo en el que se puntualiza la creación del grupo Cine Ojo, un mojón ineludible para pensar el documental argentino desde la recuperación de la democracia hasta nuestros días. En primero lugar, Margulis se concentra en el impacto que las diversas tecnologías circulantes tuvieron en la producción de la época: Super-8, 16 mm., y video. En estos formatos existió una copiosa producción independiente (sobre todo de cortometrajes) que la autora revisa a partir de una fuente nutritiva y que expresa cabalmente el clima de época como la revista Cine Boletín. Dicha publicación, desde una posición que no dudaría en llamar militante, difundía, promulgaba, exigía y analizaba los principales hechos y prácticas vinculadas con el cine independiente a nivel federal pero igualmente, haciendo gala de una veta latinoamericanista. En la formación de un cine independiente conectado con el documentalismo se aborda en el libro la labor de divulgación, enseñanza y distribución alternativa de un conjunto de asociaciones, festivales e instituciones, alguna de las cuales no son suficientemente recordadas dada la interrupción de sus actividades: la Unión de Cineístas de Paso Reducido (UNCIPAR), la Escuela de Avellaneda (dirigida por Rodolfo Hermida, la cual tuvo un rol protagónico en el uso del, por aquel entonces, resistido video), la Sociedad Argentina de Videastas (SAVI), la Asociación de Realizadores de Corto Metraje (ARCM) y la Federación Argentina de Cine Independiente (FACI), entre  otras. Hacia el final del capítulo Margulis señala algo que será por demás relevante para la articulación con el siguiente capítulo y el corolario del libro: “el camino recorrido volvería fértil el terreno para el surgimiento del productor especializado”, figura que “resulta clave para considerar el proceso de institucionalización y profesionalización del documental”. En este contexto surgiría la fundación de “la primera casa productora argentina dedicada al documental, Cine Ojo” (164).

Me aboco al cuarto capítulo “Las excepciones: profesionales antes de la profesionalización” en conjunto con las conclusiones del libro, dado que el primero funciona claramente como una síntesis del proceso iniciado a comienzos de los años ochenta y en las conclusiones se sintetizan los argumentos nodales de cada uno de los capítulos anteriores. Apoyándose fuertemente en las entrevistas personales, Margulis se dedica a analizar tres trayectorias particulares y especialmente trascendentes: las de Marcelo Céspedes, Carmen Guarini y Carlos Echeverría. En los dos primeros, cabe destacar el poder de irradiación que su obra, como su labor desde la producción, ha tenido en una extensa gama de documentalistas argentinos. Margulis coloca el énfasis en una cuestión que considero fundamental para comprender las tendencias estéticas, poéticas y estilísticas del documental de creación argentino de las últimas dos décadas: la influencia de lo que podríamos denominar “la escuela francesa” habría tenido en Guarini y Céspedes principalmente en términos estéticos, “para mirar las cosas a partir de un referente diferente” (179): desde la obra de Jean Rouch (con quien Guarini estudió) hasta la de Raymundo Depardon, mediante el Festival de Cinéma du Réel, en el que se exhibió el film Los Totos(Marcelo Céspedes, 1982).

En este capítulo la autora profundiza en el análisis fílmico de tres obras que considera  relevantes, algo que, dado los objetivos de la investigación, no había efectuado con otros documentales. Tras examinar en detalle la propuesta de Cine Ojo y la figura del “productor especializado”, el estudio recae sobre Hospital Borda: un llamado a la razón (Marcelo Céspedes, 1986), como uno de los escasos representantes “puros” del cine directo en la Argentina de la época.[3] En segundo lugar, en el que para mí es el análisis fílmico más contundente del libro, Margulis se detiene sobre el (ya mítico) documental de Carlos Echeverría, Juan, como si nada hubiera sucedido. Se trata de un film que la autora considera “un punto de inflexión” (208) en el documental de la época, ya que se adelanta a varias estrategias discursivas reflexivas, performativas y participativas que recuperará (en ocasiones demasiado…)[4] el documental argentino del siglo XXI.

A pesar de todo lo dicho y aun a riesgo de ser redundante, creo que De la formación a la institución es un libro de consulta imprescindible sobre documental argentino para los investigadores, aficionados, cineastas, curiosos y otras especies. Como si fuera un manifiesto en relación con su perspectiva de estudios (y con el objeto del libro en sí), la autora clausura el libro con unas “Notas finales: una comunidad de documentalistas debate”. Allí Paola Margulis afirma que mucho de lo que se discutió en el libro había sido debatido en “Medios del Norte-Imágenes del Sur. Primer Encuentro Argentino-Alemán sobre Producción, Distribución, Coproducción y Fomento del Cine Documental”, un evento organizado por Céspedes y Guarini en el año 1989. Problemáticas como los vínculos transnacionales del cine documental, y otras tantas abordadas son una vez más recuperadas y sirven para encontrar un punto de cierre y de cohesión para su libro.

Notas

[1] Uno de los libros pioneros sobre el período y aun absolutamente vigente, en mi opinión, sigue siendo el compilado por Claudio España, Cine argentino en democracia 1983 – 1993, Buenos Aires, Fondo Nacional de las Artes, 1994.

[2] Octavio Getino fue uno de los principales impulsores del concepto de “Espacio Audiovisual”, que terminó absorbiéndose cuando en el año 1995, tras la promulgación de la nueva ley, el Instituto Nacional de Cine (INC) cambió su denominación por Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales (INCAA).

[3] Esto última caracterización también corre por cuenta del autor de la reseña.

[4] Ídem nota al pie anterior.