Cine documental y cine didáctico

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Umberto Barbaro

Traducción de Pablo Piedras

Quien, consciente de las limitaciones de los conceptos de “arte autónomo” y de técnica artística, examine –así sea grosso modo– los medios expresivos del cine, su denominada “técnica”, comprende inmediatamente el hecho de que esta descansa en la conocimiento de los instrumentos necesarios para la producción del film y de los resultados que un empleo a consciencia de estos puede brindarle.[1]

Todos hemos oído muchas veces, con aires de constatación profunda y misteriosa, que “¡frecuentemente la cámara nos toma desprevenidos!” y se ha disertado muy a menudo en Europa y en los Estados Unidos sobre el accionar milagroso de esta. “¡Yo soy el ojo de la cámara! ¡Yo, el ojo mecánico! ¡Yo, máquina, les muestro el mundo como solo yo puedo verlo! (Dziga Vertov, Kinoki, Perevorot, en Lef, 1923, n° 3). Estas son las frases lapidarias de la teoría, que gozaron de enorme difusión bajo el nombre de Cámara-ojo, y a las cuales se refieren asiduamente todavía hoy algunos cineastas, en especial, los documentalistas.

Se trata de una suerte de misticismo de la cámara, que tiende a dotarla de autonomía y de impulsos maravillosos que la harían apta para capturar aspectos ignotos e imprevistos de la realidad, y tal vez de revelar la esencia profunda y oculta de las cosas.

Sin embargo, debería ser evidente que la cámara puede tomar desprevenidos solo a aquellos que desconocen su funcionamiento, que no saben dominarla, y que no están a la altura de predecir sus efectos. El milagrismo místico de la cámara no es otra cosa que la obvia coartada de la prosaica incapacidad de aquellos que ignorando sus características la operan al azar. Del mismo modo que los niños dicen: “se me ha roto el tintero” o “se me ha secado la lapicera”; y del mismo modo en que los malos actores dicen: “no me sale” en relación con las expresiones que para ellos son difíciles de recrear o de apropiarse. Pero, así como no existe en el tintero la autonomía que lo haga caerse y romperse por sí mismo, tampoco existe en la cámara un efecto fotográfico proporcional al uso que se ha hecho de ella; efecto que para ser buen director es necesario saber prever y deliberadamente provocar de acuerdo a las exigencias artísticas de la propia película.

Es claro que usando un filtro determinado veré, supongamos, un vestido que es en realidad rojo aparecer blanco en la pantalla; y que, impregnando la cinta de una emulsión específica, aquel mismo vestido me resultará negro. Fabuloso milagro solo para aquellos que ignoran el funcionamiento fotográfico de los colores, el uso de los filtros y el valor de las diversas emulsiones. Del mismo modo es claro que si filmo una planta, registrando cada día ocho fotogramas por el lapso de tres meses y después proyecto los pocos metros que obtuve a velocidad normal, asistiré al espectáculo, nuevo para el ojo humano hasta ayer –y hasta cierto punto, no solo inédito sino agradable– del nacimiento de las hojas y de las flores. Pero todo esto no tiene nada de milagroso ni de artístico en sí. Como no es milagrosa ni artística la captura en ralentí de una saltadora de garrocha o de un clavadista que parecen contender las leyes de la gravedad.

Es a estos milagros a los que una estética fílmica de profunda raigambre literaria le ha entonado ditirambos. Siguiendo con esta lógica terminaremos llamando milagrosa o artística, tarde o temprano, a la imagen –sin dudas inédita para el ojo humano– de una colonia de bacilos vistos a través del microscopio.

De este misticismo renunciatario surge también la teoría, ya refutada en otra parte (Biancho e Nero, AI n°5), de que la cámara, en primerísimo plano, registraría, contra toda evidencia natural, el carácter del individuo, “más allá de la cara que se pone, la cara que se tiene”, por lo que la cámara por sí sola podría leer entre líneas (Béla Balàzs). Pero esto ocurriría con actores no profesionales o con actores inexpertos; no con verdaderos artistas, los cuales, por definición, están en condiciones de dominar la propia materia que, para el caso, no es solo la propia acción y la propia mímica más evidente, sino aquello que Balázs llamó microfisonomía; como resulta de los ejemplos que óptimamente ilustran sus análisis de los primeros planos de Asta Nielsen.

Asta Nielsen

Asta Nielsen en Hamlet (Svend Gade, Heinz Schall, 1921)

Milagros de este tipo asignados a la cámara (es una barbaridad definirlos de esa forma) los ofrecen también los dispositivos de registro sonoro, el proyector y, como se ha dicho, el microscopio e incluso el caleidoscopio, y miles de otros aparatos y juguetes de los cuales la humanidad se sirve cotidianamente. Y no son milagros ni arte si no hay una personalidad artística para provocarlos, previendo exactamente el resultado de los instrumentos que utiliza para el propósito de su creación. O incluso, cuando se trata de materiales ocasionales, lo mismo ocurre si una personalidad artística no interviene para organizarlos, para fusionarlos, y para darles validez y valor estético.

En este último caso la fuerza creadora se vale de un estímulo externo, más que de cualquier otro, así como hacía Leonardo cuando a partir de una mancha de tinta dibujaba una caricatura significante. Pero se trata de un milagro que en vano intentan reproducir, a partir de sus enchastres, todos aquellos que, incapaces de escribir o de diseñar, siembran manchas de tinta sobre el inocente candor de la hoja de papel.

Hombre de Arán

Hombres de Arán (Robert Flaherty, 1934)

Que el film documente una realidad es un hecho que no tiene ninguna importancia, fuera del caso particular. Y todo lo que el film documenta vale solo como precedente o consecuente del arte que se pone en tal acción. Afirmar la posibilidad de esta documentación es afirmar una verdad tan limitada y parcial como cualquier otra que podría sostenerse con los mismos derechos: que el diseño o la pintura documentan la historia. Y será incluso en un cierto sentido admisible, pero buscar valores similares extrínsecos y hacer depender de ellos la calidad de la pintura es como buscar mariposas debajo del Arco de Tito, o como tratar como obras de arte los mapas o los bocetos de moda o los otros trastos que estorban (auténtica prueba de fuego) los salones de estetas pretenciosos de todo el mundo. En cambio, el cine, dada su naturaleza, tiene límites estrechísimos en su capacidad de documentar. Esta es una proposición que no asombra a quien conoce el cine como forma artística y no como juguete, y que debería ser tenida presente constantemente para quien se ocupa del cine documental y del cine didáctico. El documento, de hecho, vale solamente cuando le habla elocuentemente al espectador, cuando es un elemento que se ofrece para su reflexión, como confirmación de un razonamiento o una intuición precedentes. Ciertos valores estilísticos me permiten reconocer un cuadro como perteneciente a una época determinada de un determinado pintor y el encargo que se le hizo, está aquí, ahora, para confirmar mi atribución, fruto de un sutil razonamiento crítico. Pero el cine no es el lenguaje de los razonamientos, su forma no es la del concepto, precisamente porque la película es arte. ¡Prueben explicar por medio del lenguaje musical las consecuencias de la Reforma o las causas de la Revolución Francesa! O prueben ilustrar el funcionamiento de la caldera a vapor o del tren. Podrían reproducir, en el mejor de los casos, la sinfonía Pacific de Honegger [N. del T.: la sinfonía de Honegger reproduce el sonido del tren], la que afortunadamente, sin embargo, nos deja en las sombras los misterios del tender y de sus componentes.

En cuanto arte, el cine, no puede ser el lenguaje de los documentos en bruto ni de los conceptos. Y no se distinguirá nunca en un documental hasta qué punto lo que muestra ha sido falseado, como no se logrará demostrar en un film los principios de razón suficiente y del tercero excluido. Con esto no se quiere desterrar el documental o el film didáctico de la producción cinematográfica: ¡todo lo contrario! Solo se desea que estos géneros no se distingan de los otros ya que efectivamente no pueden diferenciarse. Se quiere sugerir que la eficacia de estos géneros, incluso en cuanto tales, no puede provenir de otra parte que de sus valores reales: de su arte. No se trata de enseñar ofreciéndole al espectador aquellos conocimientos más o menos nuevos para él, sino de enseñar con ese potentísimo instrumento formativo que es el arte. Hombres de Arán [Robert Flaherty, 1934], por citar uno de los mejores documentales de los que se tengan noticias, no vale tanto por la ilustración de las condiciones de vida que este brinda de un colectivo humano, o por el conocimiento que comunica de la estructura geológica de una determinada isla, sino por el valor artístico de esta, digamos, documentación. Así es como estará de acuerdo quien recuerde, en ella, la escena del niño que se acerca a la saliente frente al mar, de cuya profundidad nos advierte indirectamente el grito de la gaviota, o la escena extraordinaria de la fatigosa recolección de un poco de tierra para los futuros pobres cultivos. Esta visión de la isla y de sus habitantes amerita para nosotros calificarla como una lírica y no como un tratado.

Notas

[1] Versión original: Barbaro, Umberto, “Documentario e didattico”, Cinema n°71, Junio de 1939, 366-367. Un especial agradecimiento a mi amigo Juan José Vidal por su revisión de esta traducción.