Fernando Martín Peña, Buenos Aires, Biblos, 2012.
Primera salvedad: el libro se llama Cien años de cine argentino como cuenta aproximada, porque suena mejor que Ciento quince años…, porque las centurias se llevan bien con los títulos. Pero lo cierto es que el último libro de Fernando Martín Peña abarca la historia del cine argentino en su totalidad: desde las primeras exhibiciones y experiencias aisladas de cineastas extranjeros en estas tierras hacia mediados de 1896, o más específicamente las primeras experiencias de Eugenio Py poco más tarde, hasta las producciones realizadas en 2011. Esta voluntad tan ampliamente abarcativa nos conduce a la segunda salvedad, hecha por el propio autor en la primera página del libro: “Ésta no es una nueva historia del cine argentino sino apenas una interrogación de las que ya se han escrito a través de la revisión contemporánea de varios centenares de films importantes, un intento de síntesis destinado más al público general que al especializado” (11). Y, en este sentido, el libro cumple con creces lo que promete. Probablemente pocos intelectuales/críticos/historiadores del momento puedan dar cuenta de tan vasto corpus de films con la consistencia, síntesis, sagacidad y “ligereza” (bien entendida) con que lo hace Peña. Ligereza aquí no significa liviandad, sino todo lo contrario. Peña maneja un pesado bagaje de información histórica, datos duros, títulos, nombres y fechas, a los que suma apreciaciones y lecturas personales, y que dispone con talento en una narración simple (y ser simple es siempre tanto más difícil que ser complicado), ágil y atractiva. Este estilo de escritura es lo que le permite en un número limitado de páginas (302) dar cuenta de toda la historia de nuestra cinematografía combinando datos históricos con anecdóticos, análisis propios con bibliografía ajena, lecturas personales con críticas pertenecientes a cada período.
El libro se divide en siete secciones que periodizan la producción cinematográfica argentina. La primera (1896-1932) encuentra su inicio con las primeras exhibiciones en el país, en julio de 1896, y abarca todo el período mudo. Partiendo de su nacimiento documental con las experimentaciones de Eugenio Py y Eugenio Cardini, pero ya señalando en este último también una iniciación en la ficción a partir de la reconstrucción de “situaciones” (al estilo de El regador regado, Louis Lumière 1895). También es interesante el señalamiento de una hibridación entre documental y ficción, puesta en práctica en films como El soldado Sosa en capilla, de 1902, que entra en la categoría de “actualidad reconstruida”. Nombres como los de Mario Gallo y Max Glücksman (y su Casa Lepage) se suceden hasta el punto de inflexión que en 1915 supuso el estreno de Nobleza gaucha (Humberto Cairo, Ernesto Gunche y Eduardo Martínez de la Pera, 1915). Ésta fue la primera película en tener una relevancia tal que recibió el mote de “mina de oro” (debido a su impresionante éxito de taquilla), se mantuvo en cartel por más de dos décadas y marcó la pauta de producciones posteriores. En un momento en el que entusiastas y promotores del cine como Horacio Quiroga defenestraban al cine nacional frente al extranjero, Peña destaca la labor de José Agustín Ferreyra y Leopoldo Torres Ríos en la constitución de una cinematografía auténticamente nacional. En este período, el documental que empezó bajo el formato de “actualidades” se incorporó prontamente a noticieros semanales (como las Actualidades argentinas de Glücksman o el Film Revista Valle de Federico Valle). Hacia 1920 encuentra el autor una serie de documentales profilácticos sobre temas de salud exhibidos a estudiantes y, acercándose al fin del período, films que se debatían entre el periodismo y la propaganda en la justificación del golpe de José Félix Uriburu. También destaca una impronta documental en los films de Ferreyra, Torres Ríos y Nelo Cosimi, por el tratamiento detallado de los espacios donde se desarrollaba la acción.
El segundo período (1933-1941) se abre con la llegada del sonoro, y los beneficios que ello provocó en la cinematografía nacional, finalmente privilegiada por sobre la norteamericana ante la barrera idiomática. Describe la formación de los primeros estudios (Lumiton, creado por esos adelantados tecnológicos que se habían dado a conocer como “los locos de la azotea” –Guerrico, Susini, Mugica y Carranza-; Argentina Sono Film, de Luis Moglia Barth y Ángel Mentasti; y Baires Films, brazo cinematográfico del diario Crítica) y los melodramas musicales protagonizados por estrellas como Carlos Gardel y Libertad Lamarque. Hacia fines del período reconoce una transformación de temáticas y ambientes, debido al ascenso social de los sectores medios y la consolidación de la industria, con un mercado en expansión y un sistema de estrellas. Esto último fue en detrimento de los proyectos independientes.
En el período 1942-1955 Peña analiza la crisis del sistema de estudios, la relación cine-peronismo y la aparición de nuevos cineastas que desarrollaban su producción por fuera del sistema industrial. Figuras destacadas son: Homero Manzi, a quien considera un revolucionario por su sofisticación formal y el trabajo sobre próceres con rasgos antimperialistas; Carlos Schlieper, por la subversión de caracteres de las estrellas en relación a las expectativas del público; y Armando Bó, no sólo por su propia producción, interesada en representar personajes de la clase obrera y trabajar el interior del país, sino por el impulso que profirió a la carrera de Leopoldo Torre Nilsson. A nivel político analiza el sistema de protección estatal, con subsidios y créditos, que favoreció la producción, y discute las ideas de Susana Gómez Rial en torno a los estudios de Kurt Löwe y su relación con el peronismo. En 1946 Löwe compró los estudios Pampa Films, a los que rebautizó Emelco, y en los que empezó a producir largometrajes. De todos modos, los cortos publicitarios seguían siendo la principal fuente de ingresos de Löwe, por lo cual su situación financiera se vio perjudicada por una medida que prohibía la publicidad en los cines. Peña discute las ideas de Gómez Rial respecto a lo que la autora considera una maliciosa utilización de dicha medida para quedarse con Emelco, así como también la dicotomía que plantea entre una producción destacada en el período Löwe y una deplorable en el posterior.
Entre 1956 y 1972 surgen tres cuestiones fundamentales e íntimamente relacionadas: la fundación de la Escuela Documental de Santa Fe, perteneciente a la Universidad Nacional del Litoral, y de la Escuela de Cine de la Facultad de Bellas Artes de la Universidad Nacional de La Plata, las cuales promueven una renovación que toma dos rumbos: el surgimiento del cine militante y de la llamada “generación del 60”. En torno al primero analiza especialmente la producción de Raymundo Gleyzer y Jorge Cedrón (cinematografías que ya había trabajado en los dos tomos esenciales de El cine quema, 2000 y 2003 respectivamente), pero también la de Cine Liberación, Enrique y Nemesio Juárez y Pablo Szir. Plantea también que la producción documental, con la que había nacido el cine mudo pero que había ocupado un espacio marginal durante el período sonoro con una producción reducida a noticieros y cortos turísticos habitualmente financiados por el Estado, dio un salto cualitativo a partir de las producciones de Fernando Birri y la Escuela Documental de Santa Fe, en un camino que se inició con Tire Dié (Fernando Birri, 1960). Se destaca también, en este mismo movimiento, la cinematografía de Jorge Prelorán.
El quinto período (1973-1981) aborda el cine durante la dictadura, entre los avatares de la censura, la clandestinidad, los exilios, secuestros y desapariciones. Desarrolla un itinerario que se inicia positivamente con la primavera camporista pero pronto se ve empañado con el devenir de la política nacional, la creación de la Triple A y el posterior golpe militar. Respecto a la última dictadura sostiene Peña que no hubo un “cine del régimen”: “a la dictadura argentina le alcanzó con la férrea aplicación de la censura y la obsecuencia de Palito Ortega, Enrique Carreras y Atilio Mentasti, que reprodujeron en su cine todo el catálogo de valores reaccionarios de ese gobierno, como ya lo venían haciendo desde años antes” (195). Señala, de todos modos, a la lamentable La fiesta de todos (Sergio Renán, 1979) como “la mejor operación cinematográfica de la propaganda oficial” (201).
Podríamos clasificar como de transición democrática al período que comprende los años 1982-1989. Peña analiza tanto el cine en el exilio como las primeras producciones que se permitían volver sobre el pasado reciente. El gobierno democrático abolió la censura y el Ente de Calificación, pero el cine que se produjo, si bien permitió el conocimiento de lo que había sucedido, apuntaba a la promoción de una reconciliación más que el abordaje consciente del pasado. En el terreno documental aparecieron el grupo Cine Testimonio Mujer y, más importante aún por la magnitud de su obra y su perduración en el tiempo, Cine Ojo. Peña analiza pormenorizadamente el documental Juan: como si nada hubiera sucedido (Carlos Echeverría, 1987) como fundante tanto del cine documental por venir como de una nueva modalidad de abordaje y representación del pasado reciente. En Echeverría y en Alejandro Agresti ve el germen de una renovación que tendría lugar en el período posterior.
El último período analizado va desde 1990 a 2011. La nueva ley de cine de 1994, la creación del INCAA, la patética gestión del menemista Julio Mahárbiz, el regreso de Pino Solanas al documental luego de su paso por la ficción son algunas de las cuestiones analizadas en esta sección. Pero también, y sobre todo, la renovación fundamental de la cinematografía argentina en las últimas décadas, a la que el autor ve como resultado de la proliferación de las carreras de cine, la revolución digital y la falta de representación de toda una generación en el cine argentino hasta el momento. Posicionando a Raúl Perrone y Alejandro Agresti como los máximos referentes y principales promotores de esta renovación, Peña analiza a casi todos los cineastas del período, desde Martín Rejtman a Mariano Llinás. Trabaja a su vez la magnífica expansión del documental, fuertemente empujada por las nuevas tecnologías. Señala a la crisis de 2001 como momento fundamental en que la producción de temática política adquirió particular relevancia en el registro y análisis de los hechos que ofrecía una interpretación alternativa a la de los medios masivos, configurando lo que califica como “una versión actualizada de la producción militante” (246). Peña reconoce una circularidad entre los orígenes del cine argentino y su momento actual: la fortaleza de la producción documental, el carácter original, imprevisible y heterogéneo de las películas y la producción atomizada e independiente.
Cien años de cine argentino es un libro sólido y bien escrito que permite un acercamiento al tema por parte de un público amplio. Exigirle que sea lo que no es (una investigación académica con profusión de conceptualizaciones y detallado registro de fuentes) sería hacer caso omiso a la declaración de objetivos que hace el autor en la introducción y quitarle el mérito de haber logrado esos objetivos con creces.
Por Anabella Castro Avelleyra