Las distancias del cine

Jacques Rancière. Buenos Aires, Manantial, 2012.

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Jacques Rancière y Las distancias de cine  Metafísica del movimiento en Gramscimanía

 

Jacques Rancière es un pensador del siglo XX, pero no me refiero simplemente a que haya nacido y se haya formado durante esos años, sino a que dedicó su vida a pensar las relaciones entre política y estética en el contexto del mundo contemporáneo. En Las distancias del cine se arroja nuevamente a ese pensamiento y lo hace asumiendo el riesgo de pensar después. Una tesis imprescindible para la lectura de este libro es la idea de un “después de la literatura”: ¿puede ser el cine un después de la literatura? ¿Es el cine una forma literaria con predominancia de las imágenes? ¿Tiene imagen la literatura?

Todas estas preguntas son útiles para reflexionar en torno a los vínculos entre política y estética que siempre expone Rancière y que nunca dejan de estar marcados por una intención concreta que es el abordaje de la problemática de la representación. De ahí la idea de distancias: ¿qué está proponiendo nuestro pensador cuando introduce esta noción –en su forma plural– para pensar las derivas de las imágenes en movimiento?

El libro está conformado por tres partes que equivalen al recorrido de tres distancias: la primera parte se titula “Después de la literatura” y es donde se introduce la labor que realizaron Hitchcock y Vertov con la idea de “trama” y de “historia”, y el trabajo con la palabra como imagen que realiza Robert Bresson. En la segunda parte, denominada “Las fronteras del arte”, las lógicas del cuerpo y del espectáculo, de la diversión y de cómo documentar la vida y las ideas se analizan tomando como eje la poética de Vincente Minelli y los filmes filosóficos de Roberto Rossellini. Finalmente, en la tercera parte del libro, “Políticas de los filmes”, Rancière introduce el problema moral y el ético para comprender el texto político que emerge en las películas de Straub y Pedro Costa.

“Encuentros y distancias” es la fórmula que elige el autor para definir su relación con el cine. Enuncia tres tipos de distancias: cine y arte; cine y política; cine y teoría. El análisis es de carácter filosófico, entendiendo la filosofía como encuentro del pensamiento. Rancière reconoce su deuda con Gilles Deleuze vislumbrándose una herencia respecto del autor de “Imagen-movimiento” (1984) y de “Imagen-tiempo” (1987), pues es el propio cine el que conduce a consignar una filosofía y un pensamiento que lo aborde, vale decir: encuentros y distancias. El cine puede ser “una teoría del movimiento mismo de las cosas y el pensamiento” (14), dice Rancière. Y si el cine vale como eso, es porque puede presentarse como una crítica ideológica y un aparato ideológico; ser además una utopía y, en lenguaje ranceriano, una interrupción de lo sensible.

Rancière interviene sobre el problema de la representación en el arte para comprender las imágenes propias del cine y para revisar desde ese lugar la aparición (y no apariencia) de lo sensible. Esto se realiza, en los artículos que conforman el libro, mediante relaciones o, específicamente, distancias: entre literatura y cine, entre cuerpos y filosofía, y entre la política y lo político. Porque en definitiva, lo que importa y lo que prevalece sobre esas ideas es la conformación de una experiencia del cine.

En libros como El malestar en la estética (2011), La palabra muda (2009), La fábula cinematográfica (2005) y otros textos que conjugan la perspectiva estética y política, el autor aludió a la diferenciación entre régimen representativo y régimen estético. El primero se define, en términos de Platón, en el orden de la mímesis y conforma una dimensión del arte por largo tiempo no cuestionada, proyectándose en la idea de “trama” propuesta por Aristóteles. El segundo es propio de la ruptura con la representación, donde poiesis y aisthesis tienen una relación inmediata, inmanente. Esta clasificación es reasumida como marco para pensar el cine, puesto que el séptimo arte trabaja constantemente con la imposibilidad de la representación y en ese punto es que se conforman sus distancias. Las hasta el aburrimiento anunciadas muerte del arte, muerte del cine son, en verdad, un indicio de que el pensamiento no se detiene lo suficiente en pensar lo imposible de la representación. Según Rancière cuando se reduce el cine a una sucesión de planos, los análisis olvidan que el cine es un arte en la medida que es un mundo. Una visión que nos vuelve visible una mirada del mundo: es entonces una reflexión sobre la mirada. Esta es la primera de las distancias: cine y literatura o cine y arte.

La propuesta general es hablar del “después de la literatura”, es decir, el momento en que la representación se rompe y se arroja en lo visible, lo que nos enfrenta a una paradoja: mientras la literatura se desprende de su modelo lineal y descubre formas de narración extrañas a la tradición; el cine parece asumir su modernidad con Hitchcock consagrando “los prestigios visuales de la imagen al servicio de intrigas construidas con el modelo aristotélico de la acción” (26). En este aspecto, se indica la relación entre visión, movimiento y verdad. Esa paradoja que referimos atraviesa el problema mismo de la verdad, pues el cine tiene una desventaja que es su capacidad de mostrarlo todo, de mostrar todo lo que las palabras dicen. Como sugiere el propio Rancière: en el cine la suma es suma, pero la literatura tiene la capacidad de restar sumando. Ese es el poder de la palabra, o de la “palabra muda”. En el cine esa relación con la verdad de lo sensible está en las intrigas de Hitchcock, pero también en el registro omnipresente de la realidad que realiza Vertov: el ojo máquina es la verdad de un mundo y rechaza la ficción, rechaza contar historias. En el cine de Dziga Vertov se enuncia un fundamental principio político: no existe diferencia entre la realidad y la apariencia, más bien “existe la comunicación universal de los movimientos que no deja lugar alguno para una verdad oculta detrás de las apariencias, ni tiempo alguno para las fascinaciones mortíferas de la mirada” (36). Ahora el automatismo del ojo máquina destituye al imperialismo de la mirada y se convierte en transmisor de movimiento. Una uniformidad de movimientos cumple la utopía comunista del cinematógrafo: “la verdad de la máquina de movimiento es la igualdad de todos los movimientos” (37). La percepción no está en el ojo de la cámara, sino en las propias cosas. Pero bien dice Rancière, El hombre de la cámara (Dziga Vertov, 1929) nos permite una doble interpretación: adjudicar la percepción a las cosas y, simultáneamente, suscribir a la idea de un ojo panóptico capaz de verlo todo. El equilibrio entre esas posiciones antagónicas introduce la segunda de las distancias del cine y que es con la política. Godard, por su parte, anuda la paradoja política e introduce la fragmentación como redención frente al imperio de las historias. El montaje es una cuestión de ética, y la tarea de un cine moderno es retomar su utopía histórica, que es la disyunción de la mirada y del movimiento.

Justamente si aparece la verdad como problema, el dilema de la representación es lo que persiste y aquí la literatura y el cinematógrafo indican sus relaciones posibles. No se trata únicamente del antiguo problema de la adaptación, sino de una concepción de las imágenes y de las palabras. El cine que simplemente reproduce las palabras como imágenes es teatro filmado, pero el cine tiene un discurso autónomo, conlleva su propia verdad y tiene una relación directa con la literatura: “aparece después de la literatura” (47). Robert Bresson es aquí el indicado para referir esta distancia, pues él hace del cinematógrafo “una escritura con imágenes y sonidos” (52). La fragmentación vuelve a asomar aquí como principio de antirrepresentación y esto hace posible la diferencia con el teatro, envuelve un compromiso entre poéticas divergentes, pues esa fragmentación posibilita el entrelazamiento entre la expresión hablada y el encadenamiento narrativo de las imágenes. Por eso el cine después de la literatura es una “fabula contrariada”: los procedimientos de puesta en escena deben incidir para que el hecho literario no prevalezca entre las imágenes, pero tampoco desaparezca, sino que esté por delante y por detrás a la vez. Por eso, y ahí es donde Rancière introduce el análisis de la poética de Vincente Minelli, la cuestión no es lo que el arte viene a mostrar en términos de identidad o identificación, sino las fronteras que se introducen: la diferencia en Minelli es ambigua y está referida en el afecto de lo que se ve. El arte y la diversión pueden ser la misma cosa, o, al menos, pertenecer al mismo lugar.

Como dijimos, en Las distancias del cine persiste el problema de la representación para dar cuenta de lo sensible. La tercera distancia es la de cine y teoría: ¿qué puede un cuerpo? era la pregunta de Spinoza. ¿Cómo producir un cuerpo? la de Deleuze. ¿Cómo representar un cuerpo? es la pregunta que plantea Rancière. Aquí se recurre a los telefilmes que Rossellini realizó sobre la vida de filósofos. Cuando la pregunta es por el cuerpo hay una búsqueda de lo sensible, una problematización de la representación a partir de lo sensible y, en definitiva, la emergencia otra vez de la cuestión de la verdad, porque lo que aparece aquí es la idea del documental. Se distinguen tres maneras de hacer sensible la filosofía: por ilustración, documentación y subjetivación. La documentación no tiene riesgos y consiste en mostrar a la filosofía en su propio medio, en cambio, la ilustración y la subjetivación tienen sus riesgos. La ilustración permite la comprensión del relato, sin embargo tiene el riesgo de volver indistinguible el pensamiento racional de la imaginería; puede interpretarse que es el riesgo de los estereotipos, las ideas que nos hacemos de algunos personajes, mensajes o personas y que no necesariamente tienen que ver con una realidad. El riesgo más temible es el de la subjetivación, pues se encuentra entre la palabra y el cuerpo: poner en el sujeto la palabra y la credibilidad del personaje “se manifiesta en desmedro de lo que éste debe transmitirnos” (90).

Lo que resulta interesante del análisis propuesto es que la presentación de la vida de los filósofos necesita de la articulación de estas tres formas. Esa articulación es el documental tal como podemos asumirlo en la actualidad: inscribir materialmente los enunciados, las ideas, los pensamientos, las imágenes. Inscribirlo en lo sensible como manera de interpretarlo y actuar en él. De esta manera, la pregunta es: ¿el documental debe representar? Más aún: ¿debe representar la verdad? ¿El documental implica una pedagogía? Preguntas que nos introducen en medio de paradojas y, por ello mismo, en una relación política; relaciones de la política con el arte y también con el cine, en sí: distancias.

La tercera parte del libro “Política de los filmes” comienza con una contundente afirmación: “No hay política del cine” (105). Rancière muestra que en el cine la palabra política responde a dos significaciones, una ligada al contenido del relato y otra a su forma: “una cuestión de justicia y una práctica de justeza” (105). Elige para avanzar en este punto los filmes de los hermanos Straub y pretende hallar ahí la lógica de una política vinculada con el arte en términos generales y con el cine en lo particular. Pero además, dice Rancière, en los filmes de los Straub se condensa una práctica postbrechtiana, pues no se trata de un movimiento dialéctico, de un trabajo sobre la resolución de contrarios, sino de una tensión sin resolución. Eso es el “hacer política” del cine en la actualidad, es decir: no revelar los mecanismos de la dominación, sino examinar las aporías de la emancipación. Por eso el filme De la nube a la resistencia (Danièlle Huillet, Jean-Marie Straub, 1979) puede ser pensado como referencia de una transformación de la relación entre política y cine.

Al asumir la tensión política como irresoluble, el cine se desprende de prejuicios morales o valorativos, ya no debe indicar qué es lo justo y qué no lo es, no recurre a estereotipos. El cine pone resistencia a asumir una valoración moral y compone la narrativa de un conflicto, en eso se vuelve singularmente político; en términos del pensamiento de Rancière, obtenemos así una nueva división de lo sensible.

En el caso del cine de Pedro Costa, afirma Rancière, la política se ejerce en un nivel más radical. Se trata de otras distribuciones, de otras elecciones de los individuos, de transformaciones de los espacios. Así, la política del cine se juega en la relación entre el principio “documental” de observación de cuerpos autónomos y el principio ficcional de recomposición de los espacios. Entonces no se tiene ahora un arte reducido a fines políticos, sino la concreción de “formas políticas” para la cinematografía.

Porque la descripción de una situación social evidentemente injusta no alcanza para constituir un cine político. El cine se trata de una experiencia y por ello su forma política debe insistir sobre la experiencia de esos sujetos en sus desplazamientos, sobre los lugares que ocupan y de los cuales son desplazados. En definitiva, un cine político debe trabajar tanto sobre lo posible como sobre lo imposible, y eso es un ejercicio de representación. La incidencia documental del cine político, entonces, no se detiene en el registro de un acontecimiento político ni en el juicio de valor, sino en la concreción de una forma política. ¿Cómo documentar el límite ficcional de una narrativa política? es, en cierta manera, la pregunta. Y eso equivale a repreguntar: ¿cómo hacer del cine una experiencia política? O, sencillamente: ¿cómo pensar la experiencia cinematográfica, que no es otra cosa que la experiencia de nuestro mundo y de nuestras distancias con él?

por Esteban Dipaola