Javier Campo, Buenos Aires, Imago Mundi, 2012.
En este trabajo, el investigador Javier Campo aborda dos temas relevantes del cine documental: su vínculo con lo real y el devenir de su historia en la Argentina en el último medio siglo. Escritos con fluidez, cada uno de sus capítulos indagan en momentos particulares del documental argentino, siempre a la búsqueda de nuevos enfoques sobre diversos períodos y problemas. Desde el rigor informativo, desteje el entramado de múltiples textos que constituyen el variopinto panorama de la producción documental argentina. Nos alerta sobre la necesidad de “atender a lo temático, lo formal y lo contextual como un todo orgánico para escapar de los laberintos en que los estudios de cine se ha perdido con frecuencia” (211). Cada uno de los trece artículos trata un tema distinto, lo presenta, lo analiza pero no lo agota. En cada caso, deja puertas abiertas a nuevas indagaciones sobre cada cuestión.
Los artículos que abren y cierran el libro están referidos a lo real. En el primero, a lo real en las teorías del cine y en el segundo, a su persistencia en el cine documental. En este punto -más allá de cualquier manipulación, enfoque o recorte que pueda hacerse al realizar un documental- el autor encuentra que en toda película aún aparecen las evidencias de lo real. “La naturaleza está siempre allí siguiendo su rumbo cíclico perceptible e imperturbable: las olas chocan contra las rocas, e sol se ve o las nubes lo ocultan, los seres humanos tienen una anatomía común que se refrenda con cada nacimiento. Y todo esto está más allá de nuestra voluntad. No todo es artificio ni todo es ficción (ni siquiera en el cine de ficción)…” (224).
Los otros capítulos siguen la línea marcada por el subtítulo del libro: Entre el arte, la cultura y la política. Revisa los vínculos entre vanguardias y documental, con énfasis en lo realizado por la Generación del 60. Recupera los cortos sobre artes de los sesenta y los setenta y la olvidada figura de Nicolás Rubió, que como bien define el autor era “el artista que filmaba artistas”. Analiza los fundamentos y las realizaciones del cine etnográfico argentino, desde sus diversas manifestaciones. Un capítulo que –desde el punto de vista político- bien podría conectarse con otro referido a la representación del espacio social en la pantalla. Varios de los trabajos están referidos al cine documental de intervención política, al de los exiliados, al de la restauración democrática hasta llegar a nuestros días. Hay también una detallada reseña sobre la inclusión del video en el documental que también se torna en una reflexión acerca de la importancia de considerar la técnica en todo estudio sobre el arte cinematográfico.
Cada uno de estos trabajos amerita un comentario, algo que excedería los alcances de este artículo. Por esta razón, se abordará uno de los capítulos referidos a los documentales sobre arte y se tratarán algunos de los vinculados con el cine de intervención política, a fin de destacar sus hallazgos y comentar algunas de las implicancias de los estudios realizados por el autor.
Es muy revelador, por ejemplo, el capítulo dedicado a los cortos producidos con el apoyo del Fondo Nacional de las Artes (FNA) entre los años sesenta y setenta, hoy películas casi olvidadas. Se trata de documentales que abordaron el mundo de la música, la danza, el teatro, las artes plásticas, el cine y la literatura, con algunos espacios para la experimentación. Campo reseña muchos de los cortos y cuenta el origen y destino de varios de sus realizadores, con lo que se trazan interesantes vínculos entre éstos y el desarrollo posterior del cine argentino. También rescata del olvido varias obras que merecen una revisión, como Quinteto (1971), de Mauricio Berú, que registra los ensayos del conjunto de Astor Piazzolla en la época del histórico concierto del Teatro Regina de mayo de 1970. Pero además, como bien destaca el autor del libro, este corto es –a contramano de polémicas de la época- un intento de aunar tango clásico y de vanguardia, y de vincular a éste con el ritmo de vida de la Buenos Aires de entonces. Poco estudiados hasta ahora, Campo entiende que estas películas forman parte de la historia del cine documental argentino porque “ensayaron innovaciones estéticas y temáticas, divulgaron capítulos importantes de la historia cultural de la Argentina y fueron parte de la formación de numerosos técnicos y cineastas” (63).
El autor nos introduce así en un corpus de filmes que permiten nuevos y reveladores estudios porque expresan, además, el pensamiento de cierta intelectualidad preeminente entonces. Esto puede apreciarse en la selección de los escritores reseñados en aquellos cortos, como Jorge Luis Borges o Ernesto Sábato en desmedro de otros como Leopoldo Marechal, quien por entonces solía autodenominarse como “el Poeta Depuesto”, en obvia alusión a su identidad peronista. Surgen así nuevas preguntas a partir de lo planteado en el mencionado subtítulo del libro. ¿Algunos de estos cortos contribuyeron, a través de los artistas elegidos, a configurar un mapa cultural de una parte de la intelectualidad argentina? ¿Qué nos dicen y qué no acerca del panorama de las artes en el país? Artes marcadas, muchas veces, por la conflictiva coyuntura política de esos años, que será el tema principal en otros capítulos del libro, los dedicados al cine de intervención política.
Aunque es un tema muy tratado en diversos estudios, Campo logra interesantes variantes de enfoque en su tratamiento de este cine, quizás la expresión más relevante y significativa del documental argentino. Se trata de puntos de vista que abren nuevas discusiones de las que este texto no escapará.
El capítulo “Frantz Fanon, instigador de La hora de los hornos” es un muy puntual tratamiento de la película de Solanas y Getino, desde su génesis ideológica y a partir de sus conexiones con la obra del intelectual martinicano. Campo no cae en el facilismo de remitirse a las meras citas de “Los condenados de la tierra” que aparecen en La hora de los hornos (Fernando Solanas y Octavio Getino, 1968), ni de repetir lo que otros autores han referido sobre este tema.[1] Nos invita, en cambio, a recorrer las implicancias del hilo “fanonista” que atraviesa toda la película y que vincula ideas e imágenes a partir de un eje estructurador: la idea de la liberación. Así entendido, Solanas y Getino encuentran en Fanon una puerta de entrada al peronismo.[2] Pero ¿a cuál? Si bien la película destaca lo hecho por Perón en sus dos primeros gobiernos, critica sus limitaciones, en la misma línea en que Fanon lo hace con el reformismo de los partidos nacionalistas. El peronismo hacia el que van los realizadores es el de los sesenta, el de la heroica Resistencia, al que pueden vincular con la Revolución Cubana, entendidos ambos como movimientos de liberación.
Desde esta visión, el filme mismo permite articular la heterogeneidad del peronismo desde una perspectiva revolucionaria, tercermundista e independentista. Los recelos de la derecha peronista hacia el marxismo –expresados por la versión más conservadora de Perón y sus seguidores- parecen ser superados por la recurrencia a Fanon. Visto aquí en su condición de pensador revolucionario del Tercer Mundo, pero sin soslayar ni demonizar su impronta marxista. Se establece así –a través del unificador y crucial eje de idea de la liberación- un nexo que vincula al autor de “Los condenados de la tierra” con el Perón de los sesenta y a éste con Fidel Castro. El autor da cuenta del orden exacto en que son incluidas las citas en el comienzo de la película: las de Perón, Fidel y Fanon son contiguas.[3]
En este capítulo, el autor también destaca que tanto en “Los condenados de la tierra” como en La hora… hay una identificación clara del enemigo interior en la lucha por la liberación. La burguesía nacional de los países colonizados o neocolonizados es cómplice y copartícipe de la dependencia. A esta clase pertenecen también los intelectuales que adoptan y legitiman la cultura y los valores del imperio.[4] Son los enemigos que habrá que vencer para llegar a la liberación. ¿No hay aquí otro punto de contacto con el Perón del exilio? ¿No coincide esta oligarquía/burguesía nacional -“que abre las puertas del país a la penetración neocolonial”, como señala la película y cita Campo- con el llamado “gorilaje” antiperonista? Podría concluirse que esa misma clase que se asocia al imperialismo es la que impide el regreso del líder. Visto desde esta perspectiva, Solanas y Getino adoptan en su discurso un tópico propio de la construcción de poder por parte del peronismo: la búsqueda de unidad frente a enemigos comunes. Un concepto clave para entender la vocación “movimientista” del peronismo, a fin de superar las rigideces de las estructuras partidarias, se transforma también en una forma de definirse frente al problema de la dependencia y la lucha por la Patria liberada. Aquí podría establecerse, entonces, otro jalón en el camino que los cineastas hicieron hacia el peronismo. Travesía que también tuvo sus diferencias, en particular en la lectura que los seguidores de Perón pudieron hacer de algunas propuestas de la película.
Es probable que la cuestión en la que más se aprecien estas divergencias sea en el tema de la violencia, central en Fanon y en el filme: su ejercicio y su representación. Campo afirma que “el “movimiento peronista” no estaba representado por las propuestas revolucionarias de La hora de los hornos” (117). Tampoco por las declaraciones del Grupo Cine Liberación cuando anunciaban que ya no había “espacio para la expectación y la inocencia”, afirmación que contrasta con el recordado y aquietante “de casa al trabajo y del trabajo a casa” del “ideario peronista clásico”. Pero el problema es mucho más complejo aún. A diferencia de lo que sostiene Campo, es probable que Solanas y Getino buscaran remitirse -con su película y sus textos- al peronismo del Luche y vuelve, de la combativa CGT de los Argentinos, que ya había dejado atrás cualquier actitud contemplativa o conservadora y que es finalmente al que van a adscribir. Habría que considerar entonces que con su discurso los realizadores intentaban acelerar las contradicciones del momento y encauzar la lucha en una senda revolucionaria, que –de alguna manera- el propio Perón alentaba desde el exilio.[5] Es cierto que las masas peronistas que protagonizaron el fenómeno insurreccional contra la dictadura de Onganía no acompañaron luego en forma masiva y activa a las organizaciones armadas, como esperaban los cineastas. Pero esto tiene más que ver con cuestiones estratégicas. El objetivo de la gran mayoría de los peronistas era el regreso de Perón. Los sectores más combativos del movimiento que no se habían sumado a las acciones armadas creían que la vuelta del líder garantizaría por sí sola la ansiada liberación nacional.
De todas maneras, es interesante seguir el planteo esencial de Campo sobre la película debido a que nos permite “entender La hora… como ubicada en una primera parte del sendero que recorrieron sus realizadores partiendo de la izquierda marxista (con simpatías foquistas) para la que Fanon y Guevara fueron faros, y llegando hasta el amplio movimiento peronista en el que convivieron con otros militantes que no habían partido de las mismas bases” (116 y 117).
El cine documental argentino del exilio (1976-1983) es tratado en otro de los capítulos del libro. Tema poco transitado en los estudios sobre cine argentino, fue condenado a anotaciones marginales. Campo entiende que este período debe ser mejor considerado, ya que los realizadores, desde el exterior, continuaron con su obra acerca del país, en algunos casos como si nunca hubieran partido.[6] Al reseñar la obra en el exterior de directores como Jorge Cedrón, Gerardo Vallejo, Rodolfo Kuhn, Jorge Denti y los miembros del grupo Cine de la Base, encuentra continuidades y rupturas con el cine de intervención política realizado en la Argentina hasta el golpe de 1976. Identifica tres etapas en este cine del exilio, que van “de las narrativas militantes, pasando por las reflexiones históricas que dieron cuenta de la cruda realidad del destierro, hasta llegar al discurso templado y humanitario de los filmes del último período del exilio” (154). Se trata de una segmentación muy útil para entender los cambios de época, pero –como veremos y como ocurre con toda producción artística- no se pueden considerar divisiones rígidas. Son muy sugerentes las coincidencias que Campo encuentra en el cine de la primera etapa del destierro. Persistir es vencer (Álvaro Melián y Jorge Giannoni, 1978) y Resistir (Jorge Cedrón, 1978), producidas respectivamente por el Grupo Cine de la Base [7]y por Montoneros, además de la obvia similitud de títulos, tienen en particular que entrevistan a dirigentes de cada organización. En la primera película son reporteados Enrique Gorriarán Merlo y Luis Mattini. Resistir se centra en un extenso reportaje al líder montonero Mario Firmenich. La investigación también detecta en estas películas ciertas tensiones entre los directores y las estructuras de las organizaciones armadas en las que militaban.
Campo llama la atención sobre la importancia de este cine que –liberado de las ataduras que la censura colocaba a la pantalla local- supo reflexionar sobre el país desde el exterior, con pocos recursos materiales pero con mucho por decir.
En continuidad con este artículo se halla el dedicado al giro discursivo que experimentaron los documentales políticos hacia el final de la última dictadura militar y en los primeros tiempos de la restauración democrática. Campo observa que la perspectiva revolucionaria que caracterizó a estas producciones en los setenta cede su lugar a un enfoque humanitario de la situación política. Se pasa “de la fundamentación de la violencia revolucionaria contra un Estado burgués a la defensa de la Constitución, la democracia y los derechos humanos” (173). Un cambio que se sitúa en la última etapa de la dictadura, cuando el fin del exilio estaba próximo, y que se consolidará durante los primeros años del gobierno democrático.
Como plantea el autor este fenómeno abarcó todo el panorama político de los exiliados y no solo el de los cineastas. Las posiciones y discursos de las organizaciones de derechos humanos que durante mucho tiempo fueron criticados por los intelectuales militantes, fueron adoptados luego para denunciar los crímenes de la dictadura. En realidad, en este punto, habría que considerar que no fue un proceso lineal. En Resistir, por ejemplo, Firmenich hace un llamamiento al respeto por los derechos humanos de los detenidos, sin renunciar a la lucha contra la dictadura. Filmada en 1978, se ubica en las vísperas de la contraofensiva montonera de 1979-80. No hay aquí renuncia al discurso militante. Un documental de la primera época del exilio que ya tiene temáticas que estarán muy presentes hacia finales de ese período.
Campo advierte que a partir de la adopción del discurso humanitario, en los documentales referidos a la dictadura adquieren preeminencia solo los testimonios de las víctimas de la represión, de las que se obvia cualquier referencia a su militancia política. En este punto, además de la revisión de los debates generados entre los exiliados habría que considerar también otras circunstancias. En un país que había vivido varios regímenes militares, el golpe de 1976 instauró una dictadura tan brutal y genocida que excedió cualquier previsión que pudieran haber hecho las organizaciones revolucionarias, al punto que en toda la sociedad hubo lo que podríamos denominar una “internalización del horror”[8], a través del asesinato, la tortura, la desaparición y la amenaza represiva. “Para comprender la pacificación debemos entender primero el terror que la funda” dirá el filósofo León Rozitchner (2003: 26)[9]. Algo que fue bien entendido por los cineastas que intentaron concientizar a la sociedad argentina acerca de los alcances del terror vivido. Las referencias a la militancia poco aportaban cuando lo más importante era conocer la vejación de los cuerpos, las degradaciones de los seres humanos que había cometido la dictadura. He aquí, quizás, una de las causas principales del giro discursivo que apunta Campo en su trabajo. Es interesante, luego, seguirlo en sus consideraciones acerca de los sucesivos cambios que ha tenido la representación de lo ocurrido durante el último régimen militar. Podría plantearse así cómo las diversas coyunturas delimitan lo decible.
Este libro nos permite, a través de sus variados artículos, pensar y debatir la historia del cine documental. Rehúye de superficialidades y de visiones ascéticas así como de la simple enumeración de hechos y películas. A través de sus consideraciones, instala en el lector la necesidad de revisar las películas citadas, indagar su discurso, contexto, estética y hasta en su técnica. El cine documental aparece así como un relato social, como anotaciones al margen en el cuaderno de la historia.
Por C. Adrián Muoyo
[1] El autor reseña los principales estudios sobre la película y, entre otros, cita trabajos de Mariano Mestman y Robert Stam que tratan el vínculo de la obra de Fanon con la de Getino y Solanas. Ver, por ejemplo, el artículo de Mestman “Entre Argel y Buenos Aires: El comité de Cine del Tercer Mundo (1973-1974)” en Gerardo Yoel, comp. Imagen, política y memoria, Libros del Rojas, 2002 y el de Stam “The Two Avant-gardes. Solanas and Getino´s The hour of the furnaces” en Barry Keith Grant y Jeannette Sloniowski (comps.) Documenting the Documentary. Close readings of Documentary Film and Video, Wayne State University Press, 1998.
[2] Campo destaca, con justeza, que la adscripción orgánica de los cineastas al movimiento peronista se dará en forma posterior.
[3] Otra coincidencia es que tanto la Revolución Cubana como el peronismo se han considerado continuidades de las luchas independentistas del siglo XIX, con lo que se dan a sí mismos una raigambre nacionalista de la que carecían las izquierdas en América Latina, más asociadas con la tradición política europea. Más allá de sus diferencias (el peronismo careció de voluntad de cambiar la matriz propietaria en el país), estos dos movimientos se entroncan así -desde su consideración como parte de un proceso histórico de larga data- con otros de la actualidad, como la Revolución Bolivariana en Venezuela. De todas maneras, esto no excluye que en Cuba se hayan apoyado gestas internacionalistas como la de Angola. En este punto, debemos entender la Revolución Cubana tiene un cariz nacionalista como movimiento de liberación y una vocación internacionalista como revolución socialista.
[4] En este punto, Campo destaca la secuencia de La hora… donde se hace referencia al escritor Manuel Mujica Lainez, a la que considera “un estudio de caso del prototipo de intelectual colonizado” (109).
[5] En otra parte del libro que nos ocupa, su autor nos recuerda que “Hasta Juan Domingo Perón, en un extremo de su movimiento pendular, dirá por entonces “la violencia en manos del pueblo no es violencia, es justicia” (101).
[6] Así sucede con Persistir es vencer, filmada en 1978 por miembros del Grupo Cine de la Base. La película, filmada en Italia, es presentada como rodada en la Argentina.
[7] Grupo cinematográfico perteneciente al Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP).
[8] La hora de los hornos, por ejemplo, se hizo en la clandestinidad durante el régimen de Onganía. Hubiera sido impensada una película similar realizada en la Argentina durante la última dictadura.
[9] Ver Rozitchner, León. El terror y la gracia, Norma, Buenos Aires, 2003.