Patrícia Machado
Resumen
Durante los años setenta, un tiempo de intensa represión por parte de la dictadura militar brasileña, los militantes políticos encontraron en el exilio un espacio para denunciar las torturas que sufrieron en las cárceles. Tanto delante de las cámaras como detrás de ellas, el militante Luis Alberto Sanz fue parte de un cine de resistencia que aquí llamamos cine de exilio. En estos documentales, las grabaciones de los testimonios de los refugiados políticos que sufrieron la violencia se transforman en documentos históricos que son reaprovechados por el cine en la batalla contemporánea por la memoria de este periodo sombrío. En este artículo, proponemos un dialogo entre las fuentes audiovisuales y los documentos textuales del periodo con el propósito de analizar estas películas, además de recuperar el sentido de la trayectoria del cineasta y de aquellos a quienes filmó.
Palabras clave
Documental, toma, archivos, dictadura militar.
Abstract
In the 1970s , a period of harsh repression of the Brazilian military dictatorship , is in exile that political activists find space to denounce the torture they suffered in prison . Both front as behind the camera , Luiz Alberto Sanz takes part in a kind of resistance film that we call here exile cinema. In these documentaries, records of political refugees from witnesses who have suffered violence become historical documents that will be taken up by the film in contemporary battle of memories of that dark period. We propose in this article a dialogue between audiovisual sources and textual documents of the period to analyze these films, and recover part of the filmmaker’s career and those who were filmed .
Keywords
Documentary, take, archives, military dictatorship.
Resumo
Nos anos 1970, período de dura repressão da ditadura militar brasileira, é no exílio que militantes políticos encontram espaço para denunciar as torturas que sofreram nas prisões. Tanto diante quanto por trás das câmeras, o militante Luiz Alberto Sanz participa de um cinema de resistência que chamamos aqui de cinema do exílio. Nesses documentários, os registros dos testemunhos de refugiados políticos que sofreram a violência se transformam em documentos históricos que serão retomados pelo cinema na batalha contemporânea das memórias desse período sombrio. Propomos nesse artigo um diálogo entre as fontes audiovisuais e os documentos textuais do período a fim de analisar esses filmes, além de recuperar parte da trajetória do cineasta e daqueles que filmou.
Palavras-chave
Documentário, tomada, arquivos, ditadura militar.
Datos de la autora
Doctora en Comunicación y Cultura de la Universidad Federal de Rio de Janeiro (UFRJ). Realizó un doctorado de intercambio en la Universidad Sorbonne Nouvelle Paris III con una beca de estudios del CNPQ. Ha publicado artículos y capítulos de libros sobre cuestiones relacionadas al documental, imágenes de archivo, memoria y dictadura militar. Email: patricia.furtado.machado@gmail.com.
Fecha de recepción: 15 de abril de 2016
Fecha de aprobación: 15 de mayo de 2016
En la mañana del día 7 de diciembre de 1970, en plena dictadura militar brasileña, el embajador suizo Giovani Enrico Bucher es secuestrado en Río de Janeiro. Los secuestradores exigen el intercambio del embajador por setenta militantes presos en dependencias del Estado. Pasado un mes, el Grupo de los Setenta, como se le conocería luego, embarca hacia Chile. Desde entonces, desterrados del territorio brasileño, se tornan refugiados políticos.
Entre los integrantes del grupo está Luis Alberto Sanz, militante de la Vanguardia Popular Revolucionaria (VPR), capturado en mayo de 1970. Crítico de cine, Sanz encuentra en el exilio el espacio y las condiciones para convertirse en cineasta. En Chile y Suecia, países en los que vivirá a partir de entonces, el cineasta filma testimonios sobre persecuciones, tortura y asesinatos que el gobierno brasileño cometía, al tiempo que trata ciertos efectos de la política autoritaria y las dificultades de supervivencia de los refugiados políticos en el extranjero. De esta forma, Sanz produce un cine de resistencia posible, un cine que busca combatir la dictadura —aunque a la distancia— mediante la denuncia de los horrores vistos, experimentados y conocidos a través de terceros. En la primera de sus películas, el documental No es hora de llorar (Luiz Sanz y Pedro Chaskel, 1971), los compañeros de exilio de Sanz describen en detalle las torturas a las que fueron sometidos en las cárceles brasileñas.
La reelaboración de la experiencia traumática individual y colectiva ocurre tanto cuando Sanz filma como cuando es filmado. Al llegar a Chile, concede una entrevista a los norteamericanos Haskell Wexler y Saul Landau para la película Brazil: a report on torture (Haskell Wexler y Saul Landau, 1971) y cuenta lo que vio y vivió cuando estuvo preso.[1]
En este artículo, pretendemos mostrar que es a través de las cámaras cinematográficas —al frente y detrás de ellas— que Luiz Alberto Sanz busca los caminos para asimilar el sufrimiento vivido y establecer conexiones entre los pedazos de vidas fracturadas, destrozadas por el dolor. ¿De qué forma el cine entra en la vida de este militante y ex-preso político? ¿Cómo lo utiliza para producir testimonios, recoger y remontar los fragmentos de su propia historia y la de sus compañeros de militancia?
Proponemos recuperar parte de la trayectoria del cineasta para mostrar cómo el cine que realiza, un cine de exilio, contribuye a conectar los testimonios, los fragmentos y las experiencias de los brasileños desterrados de su país. Tendremos en cuenta sus decisiones respecto a las formas de filmar, el encuadre de los cuerpos durante la toma y la aproximación al entrevistado durante el testimonio. Creemos que este método contribuye con la reflexión sobre de las formas de producción de un cine testimonial acerca de un episodio catastrófico, así como sobre los medios para describir actos de brutalidad como la tortura.
Como señala la historiadora francesa Annette Wieviorka en el libro La era del testimonio, publicado en 2013, la comprensión del concepto de testimonio cambia con el tiempo y el contexto histórico y político en el que se inscribe. Según Wieviorka, el registro de los testimonios de los judíos en la Segunda Guerra Mundial se estableció como una “necesidad vital de guardar los vestigios de los acontecimientos que desafiaban la imaginación” (1998: 34); de describir lo que ocurría para que la historia fuese asentada, para que las propias víctimas pudieran escribir las páginas de una historia que, para los nazis, tenía que ser borrada del mapa. Los esfuerzos para hacer emerger esa memoria se originaban en la necesidad de “reconocer, por las palabras, a un universo borrado” (1998: 47).
Estas son cuestiones que irrumpen con fuerza en este artículo, porque creemos que este cine —producido en el exilio y sobre el exilio—, nos invita a un cuestionarnos sobre la reelaboración del trauma y la necesidad de narrar las difíciles experiencias sufridas durante las persecuciones y encarcelamientos llevados a cabo por la dictadura militar brasileña. Nuestro propósito es tornar estas experiencias visibles y confrontarlas con la versión histórica oficial que se cuenta en Brasil. Hacemos referencia a lo que ocurría en los calabozos de la dictadura, a lo que oficialmente se mantenía en secreto, a aquello que cuando aparecía era negado o tratado como una particularidad. Es importante tener en cuenta que, debido a la amnistía de 1979, los torturadores no fueron juzgados y gran parte de los crímenes de tortura, asesinatos y desapariciones todavía permanecen sin resolver. Se trata de una gran deuda que tiene el Estado brasileño con las víctimas y la memoria del país.
Creemos que las películas dirigidas por Sanz —así como aquella en la que solo participa— parten de esa necesidad inmediata de producir testimonios que ayuden a poner fin a la dictadura, pero terminan por convertirse en una fuente importante de las marcas de la violencia y en materia prima para la elaboración de la memoria sobre el nefasto periodo dictatorial. Filmadas en exilio y montadas con la urgencia de ser mostradas rápidamente, las películas terminaron olvidadas, abandonadas en archivos extranjeros. Sin embargo, gracias a su contenido testimonial inédito y a un interés reanudado sobre el tema en Brasil, fueron recuperadas y sobreviven casi cuatro décadas después, al ser reutilizadas por el cine contemporáneo.[2]
Una particularidad de lo que llamamos cine de exilio es que el cineasta se encuentra en un territorio donde le es posible expresarse, producir imágenes y montar películas. Antes de analizar los documentales de Luiz Sanz con el propósito de conocer mejor su trayectoria y su compromiso político a través del cine, buscamos pistas dejadas por él en entrevistas, en películas archivadas por años en el exterior —y que recién fueron mostradas en Brasil— y en documentos que reposan en los archivos de la policía política brasileña acerca de quienes filmaron o fueron filmados. Así, proponemos un diálogo entre las fuentes audiovisuales y los documentos textuales para develar historias olvidadas, para analizar el contexto de la producción de imágenes, el gesto de quien filma, los detalles del material filmado y, de esta forma, recoger los indicios y vestigios que nos permitan descifrar otras vidas a partir de las imágenes.
Clandestinidad, cárcel y exilio
A comienzos de la década de 1960, en Río de Janeiro, Luiz Alberto Sanz trabajaba como crítico de cine en el diario Jornal do Commércio; como técnico cinematográfico en la Universidad Federal Fluminense (UFF) y, en paralelo, participaba en la militancia política clandestina contra la dictadura militar. Sanz había cambiado el partido comunista brasileño por grupos clandestinos de resistencia armada como el Comando de Liberación Nacional (COLINA), la Vanguardia Armada Popular Revolucionaria Palmares (VAR-PALMARES) y la Vanguardia Popular Revolucionaria (VPR).
Fuimos por pistas de esa historia de militancia a los archivos de la policía política de Río de Janeiro y São Paulo, ciudades donde vivió, para intentar comprender cómo Luiz Sanz fue perseguido, apresado e incluido en el grupo de los setenta presos políticos intercambiados por el embajador suizo. En el Fondo de las Policías Políticas de Río de Janeiro (APERJ) encontramos un registro de Sanz (número 49.708): una página con una lista extensa de documentos que hacen mención a su nombre y que se encuentran subdivididos entre los diferentes departamentos que lo investigaron y clasificaron, como el DOPS (Departamento de Orden Política y Social), el “Terrorismo” y el “Comunismo”.
Registro 49.708/DGIE/ División de Archivos. Fuente: APERJ
Solo algunos de los documentos mencionados se encuentran disponibles en el archivo. Entre ellos, un informe confidencial (numero 0418), elaborado por el Centro de Informaciones de la Marina el 22 de agosto de 1969, señala que las actitudes sospechosas que llamaron la atención de los policías estaban relacionadas con la participación de Sanz en congresos organizados por la UNE (Unión Nacional Estudiantil) y la firma de manifiestos contra la dictadura militar.
Informe confidencial 0418/ CENIMAR/DOPS-RJ. Fuente: APERJ
Aunque formara parte de un grupo que predicaba la lucha armada, la participación de Sanz en la militancia del momento era muy discreta. En principio, su tarea era la de dar abrigo a militantes clandestinos en el departamento donde vivía. Sin embargo, más adelante entró en la clandestinidad y comenzó a falsificar documentos para militantes que tenían que disfrazarse, circular o huir el país. En mayo de 1970 fue aprehendido y llevado a la 36ª Estación de Policía, en la calle Tutoia, la temida central de la OBAN (Operación Bandeirantes), donde fue torturado. Los detalles de la tortura fueron develados públicamente en una entrevista de 2015:
Cuando llegamos a la estación, fui inmediatamente llevado al ‘palo de arara’ (un palo metido entre los brazos atados y las piernas envueltas por los mismos brazos del torturado). Me quitaron toda la ropa, me colgaron y comenzaron a torturarme con electricidad. No emplearon ningún otro método antes. En general, torturaban bastante con golpes, pero no quisieron hacerlo para no perder tiempo porque luego le tocaría a otro prisionero. Entonces me dieron descargas eléctricas. Me dieron, me dieron, me dieron. Me dieron shocks esencialmente en los testículos. Era un dolor tan fuerte que se irrigaba por todo el cuerpo. Me ataron una de las puntas del cable al dedo pequeño del pie izquierdo. La cicatriz la tengo hasta hoy. El otro extremo me lo pusieron en los testículos, aumentando la velocidad en la manivela de un teléfono de giro, una especie de magneto. Me acuerdo que solamente comencé a hablar cuando me sentí completamente desmoralizado. Yo lo confieso, no soy ningún héroe. Una de las reacciones que los shocks eléctricos provocan es el descontrol del organismo. En la tortura, algunos compañeros mantenían el autocontrol. Yo lograba pensar, pero no pude controlar las reacciones de mi cuerpo. Y como no había ido al baño antes de salir de casa, porque estaba atrasado, defequé en el cuarto de tortura. Eso me dejó muy desmoralizado. Es algo psicológico, algo doloroso. Me sacaron del palo-de-arara para que me limpiara, para que me bañara (Sanz en Vasconcelos, 2015: 34, 35).
Tras ocho meses de encarcelamiento, Sanz fue uno de los nombres escogidos para la lista de aquellos que serían intercambiados por el embajador suizo. El centro de informaciones de la Policía Federal, subordinado al Ministerio del Ejército, publicó para la ocasión un álbum de fotos y un sucinto informe de los militantes que fueron desterrados del país a cambio del embajador. En las fotos que figuran en el álbum, guardado en los archivos del Departamento del Estado de Orden Política de São Paulo, el DEOPS, se encuentra registrada la expresión de seriedad de la mirada de Sanz, que se confronta con la cámara del opresor, la cámara de la policía.
Lista y álbum de los detenidos. Fuente: colección de las policías políticas de Río de Janeiro (APERJ) y São Paulo (DEOPS).
Es al llegar al exterior que la apatía por la cárcel y la desesperanza de Sanz comenzaron a suscitar un cierto optimismo recuperado. En Chile, encontró otra arma para luchar por las creencias e ideales que lo alimentaron en los últimos tiempos: el cine. En Brasil, Sanz tuvo una corta experiencia en el medio cinematográfico. Fue segundo asistente de dirección y continuista en Luba: a morte em três tempos (Fernando Coni Campos, 1964). En 1968, produjo algunos pequeños films publicitarios para la Cinemateca del Museo de Arte Moderno de Río de Janeiro (MAM), dirigida por su padre, el crítico cinematográfico José Sanz, entre 1959 y 1964. Pero es en el exilio, en Chile, que se lanzó a la carrera profesional y pasó a vivir exclusivamente del oficio.
Las primeras películas que dirigió, cuando trabajaba para el Instituto de Capacitación e Investigación de la Reforma Agraria (ICIRA), son los cortos Un solo Color (1970) y Esto se hace, esto hacemos (1970). Invitado a integrar el equipo del Centro de Cine Experimental de la Universidad de Chile, Sanz participó en la producción de ocho películas, entre ellas Primero de Mayo (1971), El extraño caso de los repuestos (1973) y la inconclusa Obreras en Construcción (1973). El primero de estos films fue No es hora de llorar (1971), realizado a cuatro manos junto a Pedro Chaskel. En el documental, cinco de sus compañeros del Grupo de los Setenta hablan sobre sus experiencias de tortura y de la resistencia contra la dictadura militar brasileña. Antes de dirigirlo, sin embargo, Sanz ofreció su testimonio a las cámaras de los estadounidenses directores de Brazil: a report on torture, un documental en el cual el futuro cineasta cuenta lo que estaba ocurriendo en Brasil.
Delante de la cámara
En el aeropuerto de Pudahuel, en Santiago de Chile, la noche del 14 de enero de 1971, una legión de reporteros y simpatizantes de los movimientos de izquierda esperan con carteles de bienvenida y cámaras fotográficas y televisivas a los presos brasileños liberados a cambio del embajador suizo. Durante los siguientes días, además de los reportajes sobre la cálida recepción del grupo, los periódicos chilenos publican informaciones sobre las torturas aplicadas en las cárceles de Brasil. Los norteamericanos Haskell Wexler y Saul Landau, que se encontraban en Chile para realizar una entrevista al entonces presidente Salvador Allende, se impresionan con las noticias, postergan la realización de An Interview with President Allende (1971) y deciden hacer un documental con los presos políticos. “Al ser contactados, varios de los miembros del grupo aceptaron reproducir, sin herirse, las torturas a las que recién habían sido sometidos”, recuerda Haskell en una correspondencia por correo electrónico dirigida al cineasta y productor Tom Job Azulay en 2012, cuando la película Brazil: a report on torture fue mostrada por primera vez al público brasileño, 41 años después de su realización.[3]
Solo seis días después de la llegada del Grupo de los Setenta a Chile, algunos de sus integrantes se reúnen en el parque Cousiño y cuentan a las cámaras los detalles de lo que sufrieron en las cárceles. En las grabaciones, ellos explican los objetivos políticos que los movían, describen el escenario de pobreza y desigualdad que los llevó a la lucha política y denuncian las atrocidades cometidas por el régimen autoritario. Algunos testimonios llaman bastante la atención por los niveles de crueldad y sufrimiento provocados por los represores. Es el caso de Maria Auxiliadora Lara Barcellos, conocida como Dora, que cuenta los detalles de la violencia sexual sufrida durante la tortura; el de Jovelina Tonello do Nascimento, que relata con dificultad el drama vivido por Ernesto, un niño que presenció la tortura de sus padres; y el de Frei Tito, quien confiesa que intentó matarse en la prisión porque sufrió una pérdida irremediable de su propia dignidad.[4]
Los duros relatos, entrecortados con risas nerviosas y silencios, constituyen una parte de los testimonios que los estadounidenses grabaron para utilizar en la película que se transmitiría en la televisión norteamericana con el propósito de denunciar los crímenes cometidos por los representantes de la dictadura militar.[5] A tales efectos, Haskell y Landau no se contentaron con los relatos de las víctimas. En busca de más elementos importantes para aumentar la veracidad de lo contado, logran convencer a algunos de aquellos hombres y mujeres para prestar la imagen de sus propios cuerpos —que todavía mantenían frescas las marcas de las torturas— y repetir las posiciones en las cuales fueron sometidos a torturas como el palo-de-arara y el shock eléctrico.
El carioca Luiz Alberto Sanz es uno de los entrevistados del documental y ensaya algunos intentos de narración para hacer emerger una memoria de acontecimientos recientes y traumáticos. Por primera vez, Sanz se pone delante de una cámara de cine. En la película, aparece en dos momentos. En el primero, cuenta la historia de Marcos, un amigo de infancia, geólogo graduado y “uno de los más brillantes del grupo”, quien había abandonado su carrera profesional por un trabajo de obrero, a causa de su ideología política. De pie, con el cuerpo inclinado hacia bajo como si llevara un enorme peso a cuestas, Sanz cuenta a cámara que Marcos había sido torturado a pesar de sus convulsiones epilépticas y describe en detalle las consecuencias de este acto despiadado: “hoy, su pierna izquierda está inmovilizada, la derecha semiinmovilizada, el brazo inmovilizado, el ojo derecho está semicerrado, el izquierdo completamente cerrado y no logra decir una palabra completa; cada vez que habla es un esfuerzo inmenso”.
Cuando Sanz describe estos efectos de la tortura en el cuerpo de la víctima, transmite la imposibilidad del testimonio de quien la sufrió y un deseo de salvarlo del olvido. La participación de Sanz pone en escena los fragmentos, lo que sobra del cuerpo y del testimonio de quien ya no puede hablar. Esta es una estrategia contraria a la puesta en escena de los métodos de tortura en la película, la cual, en busca de verosimilitud, más bien provoca una gran incomodidad que puede apartar la mirada del espectador. Entendemos esta narración descriptiva como aquello que el investigador Marc Nichanan llama poética de restos, “una poética de capaz de leer, por supuesto, el testimonio como resto, pero, sobre todo, capaz de leer lo que resta del testimonio cuando todo fue destruido, cuando el propio testimonio fue destruido en su posibilidad” (2012: 47). Es como si describir lo que restó de aquel cuerpo, de aquella vida, fuera el único camino posible para transmitir lo que resta de la experiencia provocada por los horrores sufridos.
En un segundo momento en el que aparece en el documental, Sanz opta nuevamente por el relato de lo ocurrido a otros presos políticos en lugar del testimonio personal, asumiendo una vez más la posición de transmisor. Sanz describe entonces uno de los métodos más crueles ejecutados por los opresores, conocido como “pau de estrada”, o palo de carretera. En la película —y siempre en virtud del realismo del relato— esta práctica es puesta en escena en un campo abierto, mientras que en una gradería, a una distancia considerable, Sanz explica que la técnica, antes aplicada por la policía a criminales comunes, pasó a ser empleada contra presos políticos. Inspirada en un suplicio de la época medieval, el “palo de carretera” consiste en atar el cuerpo de la víctima a dos autos que se ponen en marcha en direcciones contrarias: “Los intestinos se rompen, el hígado se rompe, por último la piel de la persona comienza a rasgarse, hasta que se revienta, los ligamientos se sueltan y (la víctima) se torna una persona inútil”. Sanz denuncia que el “palo de carretera” también fue aplicado a una periodista de São Paulo y a un compañero en Minas Gerais.
Durante la narración a cámara, el militante produce un relato casi técnico que algunas veces es interrumpido por lágrimas que le llenan los ojos y sofocan las palabras en su garganta. El dolor es expresado entre la constante tensión de denunciar una metódica fría y calculada por parte de los torturadores y las emociones del recuerdo de un sufrimiento vivido. Cuando Sanz resulta afectado por estos recuerdos, contiene el llanto. La prioridad del testimonio es demostrar que la práctica de la tortura de los militares y policías brasileños era organizada, tenía un método y creaba formas de producir la violencia y el sufrimiento. El deseo de denunciar la sistematización de la tortura, las consecuencias directas de la violencia en los cuerpos de las víctimas y los traumas colectivos provocados por la dictadura militar es más grande que la necesidad de realizar un relato de las experiencias personales. Como testigo, Sanz escoge narrar historias que en aquel momento considera más dolorosas que la suya (si es que cabe la comparación entre ésta y las otras). Quizás no consideraba su experiencia lo suficientemente fuerte en relación a otras narrativas más urgentes que continuaban en silencio en aquel entonces.
Este es el mismo camino que Sanz escoge al realizar su propia película, la cual incluye testimonios de las torturas. No es hora de llorar es producida el mismo año que Brazil: a report on torture. Detrás de las cámaras esta vez, Sanz entrevista miembros del Grupo de los Setenta y busca suscitar nuevos detalles y formas de decir lo que ocurrió. Para soportar las semejanzas y diferencias de los relatos de sufrimiento que provocan su propio dolor, el cineasta recurre a un tiempo distendido para el testimonio y acentúa la idea según la cual “la fractura formada por el dolor también es un lazo social, y los individuos lo administran de múltiples maneras” (Farge, 2001:17).
Reescenificación y testimonio en No es hora de llorar
A pesar de la utilización de reportajes y fotografías periodísticas y publicitarias de periódicos, revistas y televisión para producir y finalizar No es hora de llorar, el montaje de estos archivos textuales y visuales no es el principal procedimiento adoptado por Luiz Sanz y Pedro Chaskel para producir una película con el objetivo de elaborar simbólicamente el trauma y producir el testimonio de “algo que no podía ni debería ser borrado de la memoria y de la consciencia de la humanidad” (Gagnebin, 2006: 99). Intentar decir lo impronunciable, lo doloroso, la experiencia de haber sufrido la tortura y la humillación fue la tarea adoptada en la película para denunciar las barbaridades cometidas por el Estado brasileño.
El mediometraje de 36 minutos apuesta al registro del testimonio y a la reescenificación para producir lo que el teórico francés François Niney (2002: 248) llama archivos inmediatos, o sea, imágenes de cine y video que traen los relatos, cuerpos y reconstituciones de actos con el propósito de interpretar y reinterpretar la historia. Niney propone que “las imágenes de archivos, los testimonios y las reconstituciones son tres elementos básicos disponibles al documental de memoria” (2002: 251). Para escribir y reescribir la historia sería necesario reconocer las marcas dejadas en las voces, los gestos, los objetos, las imágenes del pasado y las recordaciones de los sobrevivientes en una conjugación entre la historia personal “con sus cuestionamientos y dudas” (2002: 251) y la historia de una época.
Si en Brazil: a report on torture las reescenificaciones son realizadas al aire libre, al improviso, con una urgencia que hace temblar la cámara y afecta el encuadre, en No es hora de llorar éstas son filmadas con mucho rigor en un pequeño espacio: la sala de proyección del Departamento de Cine de la Universidad de Chile. Los colores de la primera película dan lugar al austero blanco y negro de la segunda. La escenificación de los actos de tortura, esta vez, no sigue las orientaciones desarticuladas de los entrevistados ante la cámara. Al contrario, son planeadas y dirigidas. El gesto de golpear el cuerpo de la víctima con grandes pedazos de madera y de efectuar shocks eléctricos utilizando cables al descubierto es interrumpido a propósito antes de que estos objetos toquen cuerpo de la víctima. Esa distancia en la escenificación se evidencia en el gesto de interrupción; en el corte del movimiento que llevaría a la consumación del acto.
De la misma forma, en No es hora de llorar la cámara escoge milimétricamente qué encuadrar, develando fragmentos de los cuerpos de la víctima. En plongée, la cámara está encima del cuerpo filmado. La perspectiva escapa de la mirada del torturador y registra las piernas y los pies de las víctimas atados por la cuerda, así como el cuello que se extiende cuando levantan el cuerpo en el “palo de arara”. Se ofrece, así, al espectador una imagen inédita y fuera de lo común. Una mirada desde arriba que encuadra partes del cuerpo que parecen no sobrepasar la altura del piso. Cuando el cuerpo es apresado por los pies, levantado y colgado de un palo como un pedazo de carne en una carnicería, los cineastas rechazan su grabación completa y prefieren el recorte, evidenciando así la imposibilidad de completar el deseo de desarraigo del torturador.
En secuencia, los objetos de tortura son filmados separadamente para evocar la imagen de sufrimiento que producían. A pesar de tener el mismo formato de los utilizados por los torturadores en las cárceles policiales y militares, en la película las superficies son asépticas, limpias, sin marcas, sin restos de sangre, pelos y vestigios de los cuerpos que golpeaban duramente las manos de quienes cometían el suplicio. En un determinado momento, la silla rodeada de cables con la que se aplicaba los shocks ocupa la escena. Ésta es filmada vacía, encuadrada de frente y al centro de la pantalla: una perspectiva que hace que el espectador la enfrente y experimente así la terrible posibilidad de ocuparla con los cables encendidos.
Escenificación de la tortura. Cuadros: No es hora de llorar.
Otro proceso adoptado en la película lo constituye la entrevista de cinco militantes brasileños que estaban en el vuelo de los setenta: el estudiante Jaime Cardoso, la estudiante de medicina y funcionaria pública Maria Auxiliadora Lara Barcellos, el periodista y profesor Wellington Moreira Diniz, la funcionaria pública Carmela Pezzuti y el obrero metalúrgico Roque Aparecido da Silva. Los cineastas realizan las entrevistas mediante el mismo método riguroso puesto en práctica en las escenificaciones, en las que la posición y encuadre de cámara disminuyen las chances de improvisaciones y sorpresas. “La emoción se puede manifestar en el espectador sin explicitarse en la pantalla”, señala Sanz en un texto escrito sobre la película, en 2007, para la Revista Letra Livre.[6]
Las mismas preguntas guían los relatos de los cinco entrevistados y las respuestas se organizan en bloques en el montaje: “¿Cómo saliste de la cárcel?”, “¿Cómo te apresaron?”, “¿Fuiste torturado?”. Todos los entrevistados están dispuestos de una misma forma: sentados en una silla delante una pared donde está colgado un cartel con la imagen del guerrillero Carlos Lamarca, el mismo escenario antes ocupado por objetos de tortura. Al hablar, miran a la cámara y responden a las preguntas de Sanz. El espectador no tiene acceso al antecampo, es decir, al espacio que ocupa el cineasta que los acompañó en aquel vuelo a Chile y que comparte con ellos parte de aquella historia: “para grabar las entrevistas solo teníamos una cámara y un grabador, ambos pesados y difíciles de transportar… Me agaché por debajo de la lente, para que los entrevistados mirasen a cámara cuando me respondían. En verdad, formamos una unidad: el equipo hablaba por medio de la cámara”, dice el cineasta.[7]
La intención de Sanz y Chaskel con el método adoptado es que las grabaciones de los testimonios se hagan solamente en dos posiciones de zoom, un primer plano y un close-up, y que las manifestaciones de emoción no sean captadas para no influenciar al espectador. Las preguntas son precisas para que el contenido de los testimonios también siga la proposición de un relato práctico y casi mecánico. La idea es evitar que el sufrimiento sea explotado para repugnar o para seducir y que se atribuya al espectador la tarea de comprender y sentir lo transmitido.
De esta forma, surgen relatos de violaciones de derechos humanos que van a constituir un documento producido en una época en la cual el silencio todavía imperaba en Brasil y en la que una película de esta naturaleza solo podría realizarse fuera del país. En primer plano, el rostro de Carmela Pezzuti ocupa la pantalla al contar, con un tono de voz que se mantiene en un mismo ritmo y cadencia, cómo dos de sus hijos, también revolucionarios, fueron torturados. Carmela no llora ni titubea en su relato a cámara cuando cuenta que ambos fueron utilizados como cobayas en experimentos de tortura que hicieron que los propios militares apartaran la mirada y se sintieran mal por lo que veían. Maria Auxiliadora también contiene la emoción cuando recuerda que los torturadores, tijera en mano, amenazaron con cortarle las puntas de los senos. Wellington tampoco vacila cuando describe cómo le apagaron cigarrillos en la espalda, provocando dolorosas quemaduras.
¿Ocultar el sufrimiento individual sería una manera de tolerar el dolor? ¿Excluir de las imágenes los sentimientos y dolores vividos sería una decisión estética y ética ante lo intolerable? La historiadora Arlette Farge sugiere que la manera como la sociedad captura o rechaza el dolor es extremadamente importante porque el dolor es “una forma de ser en un mundo que varía de acuerdo a los tiempos y circunstancias y que, por esta razón, puede expresarse o, al contrario, reprimirse, expulsarse o gritarse, negarse o arrastrar a otros hacia él” (2011: 19).
El contenido de los testimonios en la película evidencia que, más allá de las técnicas utilizadas por los directores para apartar los sentimientos de compasión de lo que es dicho, la escogencia de este tipo de relato viene de una creencia interior del testigo según la cual la vida de los militantes no les pertenece a ellos mismos, sino a una causa colectiva. Una creencia que en aquel momento ayudó a que enfrentaran el suplicio, la prisión y el exilio.
El obrero Roque muestra orgullo cuando cuenta que llegó a incitar a los torturadores para que lo mataran y señala que no podría disponer de su propia vida como quisiera, que debería continuar vivo para recuperar la libertad y entregarse a la lucha. Así como los otros entrevistados, el hecho de no entregar a sus compañeros (o por lo menos de afirmarlo en la película) y de soportar la tortura es una cuestión de honor y moral que lo afirma como integrante de aquel grupo al cual entrega la vida. Entre los relatos, sin embargo, hay algo que escapa a este tipo de creencia incuestionable. Ocurre cuando Dora señala que, más allá de la revolución, lo que estaba en juego era el deseo de preservar la vida de los que convivían con ella y a quienes aprendió a amar. Al contrario de los otros entrevistados, ella mira pocas veces a cámara. La mirada de la militante se escapa siempre por la tangente y sigue en busca de un horizonte, como si evocara lo que está reprimido, como si buscase los detalles de lo que gustaría olvidar, pero no lo logra.
Miradas que escapan. Cuadros de No es hora de llorar.
En este sencillo desplazamiento de la mirada se formula un relato singular de las emociones impresas en las marcas dejadas por la experiencia de ser violentamente torturada. Es una forma de expresión que escapa a los códigos del relato del militante que no titubea, no fracasa y aguanta el martirio como un héroe. Dora asume la tarea de narrar el sufrimiento experimentado, acusa al enemigo de cometer barbaridades y clama por la necesidad de que se haga justicia cuando elabora sus propias memorias ante la cámara, pero no deja de evidenciar con sus gestos nerviosos las propias fragilidades que la tornan aún más humana.
Conclusión
La trayectoria de esta personaje tan compleja e intensa es retomada por Sanz en Cuando llegue el momento (Dora) (1978), que filma en Suecia algunos años después. Esta vez, Sanz hace frente al desafío de narrar la historia de la militante que, refugiada en Alemania, se lanzó frente a un tren en 1976 por no aguantar el exilio, la condición de inmigrante ilegal y las memorias de la violencia que la atormentaban.
No es hora de llorar también es reutilizada por dos películas del cine documental brasileño contemporáneo: 70 (Emília Silveira, 2013) y Retratos de identificação (Anita Leandro, 2014). Con la apertura de parte de los archivos de la policía política brasileña, las autoras van a investigar historias olvidadas en las últimas décadas en el país. Son memorias personales que, de diferentes formas, constituyen y serán constituidas por memorias públicas, políticas y colectivas.
La recuperación de ese material en épocas diferentes acentúa la propuesta trabajada en este artículo, que es la de reflexionar sobre estas imágenes y relatos producidos al calor de los acontecimientos como potentes archivos audiovisuales que guardan las líneas de acontecimientos violentos que pueden ser montados, remontados y reorganizados para producir nuevas narrativas sobre la dictadura militar. Producido en el exilio, el cine de Luis Sanz establece lazos entre vidas fracturadas por el dolor y guarda la potencia de los gestos, miradas y relatos de quien tuvo la vida directamente afectada por la represión. Imágenes y sonidos que, en la contemporaneidad, son utilizados en la batalla de la memoria de ese periodo sombrío de la historia brasileña.
Bibliografía
Blank, Thais y Machado, Patrícia (2015). “A outra vida das imagens: elaborando memórias de um Brasil invisível”, Revista Devires, en impresión, Belo Horizonte.
Farge, Arlette (2011), Lugares para a história, Autêntica Editora, Belo Horizonte.
Gagnebin, Jeanne Marie (2006), Lembrar, escrever, esquecer, Ed, 34, São Paulo
Leandro, Anita (2015), “Cinema do exílio: Entrevista con Luiz Alberto Sanz y Lars Säfström” en Aniki, Revista Portuguesa da Imagem em Movimento, V.2, n.2, Lisboa.
Nichanian, Marc (2012), “A morte da testemunha”. Para uma poética do “resto” (reliquat). en Mácio Seigmann-Silva, Jaime Ginzburg, Francisco Foot hardman (orgs), Escritas da violência. vol. 1: o testemunho, 7Letras, Rio de Janeiro.
Niney, François (2002), L’ épreuve du réel à l’écran. Essai sur le príncipe de réalité documentaire, Éditions du Boeck Université, Paris.
Sanz, Luiz. Entrevista en Vasconcelos, Gabriel (2015). Subversivo: Fragmentos da vida de Luiz Alberto Sanz. Proyecto Experimental en periodismo, Universidad Federal Fluminense, Niterói.
Wieviorka, Annette (1998). L’ère du témoin, Plon, Paris.
Notas
[1] Haskell Wexler era cineasta y ganó dos veces el Oscar a mejor fotografía. Saul Landau murió en 2013 y era profesor de cine en la Universidad de California.
[2] Documentales como Setenta (Emília Silveira, 2013) y Retratos de Identificação (Anita Leandro, 2014) buscan reelaborar las memorias del período dictatorial a partir de la retomada de estos y otros archivos audiovisuales.
[3] La exhibición ocurrió en el Instituto Moreira Salles y el video del debate está disponible en: https://www.youtube.com/watch?v=-OubnEK69X8. Acceso en diciembre 2015. Tom Job Azulay era cónsul adjunto de Brasil en Los Ángeles en 1971 y mostró la película en proyecciones a puerta cerrada para brasileños y extranjeros.
[4] Frei Tito se suicida en 1977. Es importante señalar que denuncias contenidas en estos relatos, como la violencia sexual contra mujeres, la violencia contra niños y adolescentes que fueron torturados o vieron a sus padres siendo violentados, y el reconocimiento de los efectos posteriores de la tortura, que habrían llevado algunas personas a suicidarse años más tarde, fueron destacados en capítulos especiales del parecer de la Comisión Nacional de la Verdad, finalizado en 2014.
[5] La película fue transmitida en la televisión americana y, a pesar de la gravedad de las denuncias, no tuvo gran repercusión, como explica Tom Job Azulay en una entrevista después de su exhibición en el Instituto Moreira Salles.
[6] Sanz, en el texto que escribió sobre la película en 2007 para la Revista Letra Livre. No tuvimos acceso a la revista, pero una copia integral del artículo de Luiz Sanz se encuentra en una página de su perfil en Facebook.
[7] Ídem.