Memoria espacializada y arqueología del presente en el cine de Patricio Guzmán

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Por Isis Sadek

Resumen

Este trabajo examina la construcción fílmica de la memoria en el cine de Patricio Guzmán, trazando continuidades entre Chile, la memoria obstinada (1997), Salvador Allende (2004) y Nostalgia de la luz (2010). Partiendo del posicionamiento de este corpus como contradiscurso, el análisis demuestra cómo la forma del cine documental posibilita una arqueología del presente mediante el uso de prácticas espaciales, la rememoración de cartografías pasadas, el enfoque en la materialidad de la memoria y la intermedialidad. Se rastrea igualmente los modos en que en cada película estos aspectos permiten colectivizar un punto de vista personal sobre un pasado traumático y controvertido. En el caso de Nostalgia de la luz, se analiza como las prácticas espaciales y la preocupación por la materialidad de la memoria culminan en la ampliación de la escala y del alcance de la memoria, constituyendo este documental como museo.

Palabras clave

Memoria, espacio, cine documental, intermedialidad, Patricio Guzmán

Abstract

This article examines the filmic construction of memory in Patricio Guzmán’s documentaries, tracing continuities between Chile, Obstinate Memory (1997), Salvador Allende (2004) and Nostalgia for the Light (2010). Analyzing in each film how documentary film form allows for the inclusion of spatial pratices, past cartographies, the materiality of memory and intermediality, this reading argues that these aspects sustain these films’ archaeology of the present, situating them in opposition to official discourse. These aspects also undergird each film’s collectivization of personal and individual relations to a traumatic and controversial past. Spatial practices and the materiality of memory in Nostalgia for the Light are carefully analyzed, arguing that they culminate in a broadening of the scale and scope of memory, constituting this documentary as a museum.

Keywords

Memory, space, documentary cinema, intermediality, Patricio Guzmán

Datos del autor

Isis Sadek se doctoró de Duke University y se desempeña como Assistant Professor en el Department of Languages, Literatures and Cultures de la University of South Carolina. Ha publicado artículos sobre cine argentino y brasileño. Actualmente prepara un libro sobre óptica desarrollista y cine documental en Argentina, Brasil y Chile. Correo electrónico: sadeki@mailbox.sc.edu

L’histoire peut se représenter comme la mémoi­re universelle du genre humain. Mais il n’y a pas de mémoire universelle.

Maurice Halbwachs, La mémoire collective.

Dos hilos conductores recorren la trayectoria fílmica de Patricio Guzmán en los últimos quince años. Chile, la memoria obstinada (1997), El caso Pinochet (2001) y Salvador Allende (2004) indagan en la memoria del gobierno socialista encabezado por Salvador Allende y en el legado de la dictadura que lo aplastó. Isla de Robinson Crusoe (1999) y Mi Julio Verne (2005) exploran lugares remotos y se centran en actividades de descubrimiento y creación. Su película más reciente, la ampliamente premiada Nostalgia de la luz (2010), filmada y producida a lo largo de cinco años, parece combinar la vertiente historicista plasmada en el cine de memoria con la espacial o geográfica. Este documental se centra en el desierto de Atacama, cuyas características geográficas y climáticas posibilitan la convergencia en él de dos trayectorias: si la transparencia de su aire y su altura lo convierten en puesto de observación astronómico ideal, su ubicación remota hizo que fuera escogido por el estado dictatorial para ubicar ahí uno de múltiples campos de detención clandestinos a lo largo del país, sin anticipar que la aridez de este ambiente permitiría la conservación de los restos de sus víctimas.

Al enfatizar un lugar específico y examinar sus múltiples facetas, Nostalgia de la luz parece contrastar con el cine de Guzmán centrado en la memoria, y alinearse más bien con el corpus dedicado a la exploración de geografías remotas. Queremos proponer aquí que este énfasis en la densidad de un mismo lugar es la culminación más explícita de un gesto que recorre de forma más soterrada el corpus documental de cariz histórico. Posibilitado por la imagen documental, este gesto es doble porque consiste en tomar como punto de partida lugares específicos y prácticas espaciales a partir de los cuales activar la memoria para luego efectuar una arqueología del presente. Si la excepcional aridez del desierto de Atacama es particularmente apta para la práctica arqueológica tan central en Nostalgia de la luz, rastreamos aquí versiones anteriores de este gesto, proponiendo que constituyen uno de los principales modos de politización del cine de Guzmán mediante intervenciones espaciales del presente. Nostalgia de la luz nos alienta, por ende, a releer el corpus documental de Guzmán dedicado a la memoria para examinar las operaciones de índole espacial mediante las cuales este cineasta cava e indaga en la memoria, pues son éstas las que establecen este corpus como contradiscurso.[1]

Como el presente acercamiento se interesa en los métodos formales y temáticos mediante los cuales el cine documental problematiza el estatus y el uso de dinámicas o prácticas espaciales en la producción y la reproducción del poder econónomico y político, sus énfasis analíticos estriban de la vertiente de la teoría crítica volcada hacia une comprensión crítica del carácter mutuamente constitutivo del espacio y de lo político, ejemplificada en parte por los textos de David Harvey, Henri Lefebvre y Doreen Massey. En este sentido, para indagar en la construcción documental de la memoria, el análisis espacial puede ser fructífero en su capacidad de pensar los complejos procesos de construcción y modificación del significado de sitios y prácticas espaciales específicos y la manera en que estos procesos pueden revelar u ocultar las relaciones sociales, económicas y (geo-)políticas que los constituyen y que estos espacios y prácticas generan a su vez.[2] Al poner en diálogo los múltiples y a veces contradictorios significados condensados e inscritos en sitios, prácticas espaciales y cartografías, la arqueología documental llevada a cabo en el cine de Guzmán, su modo de producción de conocimiento, busca hacer visible e inteligibles estas relaciones, modificando su “decibilidad” para usar una categoría del análisis “arqueológico” del discurso que propusiera Michel Foucault.

 

I) El gesto arqueológico como base del contradiscurso

Es en relación con los dos sucesivos silenciamientos impuestos por el régimen militar encabezado por Augusto Pinochet (1973-1990) y por la posterior transición a la democracia que el cine de Guzmán opera como contradiscurso. Filmadas en el período de la Unidad Popular (1970-1973) con el afán de registrar nuevas formas de organización política y social, así como las tensiones que éstas suscitaron, las tres partes de La batalla de Chile (1976-8) adquirieron un papel tan inesperado como clave al documentar una etapa en la vida política del país transandino activamente suprimida y negada por 17 años de dictadura. De manera semejante, los límites políticos y discursivos sobre cuya base fue fraguada la transición a la democracia, calificada de pactada por críticos y observadores, han permitido que los documentales posteriores de Guzmán siguieran posicionándose como contradiscurso al reflexionar sobre el legado de la dictadura.[3] Este posicionamiento estriba fuertemente de la posición que Guzmán construye para sí mismo a lo largo de su obra documental, caracterizada por Macarena Gómez-Barris como la de “un exiliado curtido, testigo, cronista y sobreviviente” desde la cual articula su contradiscurso, “un particular tipo de memoria histórica centrada en el silenciamiento en la nación de la tortura y la desaparición a pesar de las cuantiosas pruebas de su existencia” (2012).[4] Guzmán mismo ha definido la función de su cine relacionándola con la desmemoria que ha cundido en buena parte de la sociedad chilena en su eficaz frase: “un país sin cine documental es como una familia sin álbum de fotografías”. En este sentido, el cine documental de Patricio Guzmán toma el tiempo presente como punto de partida para articular una relación entre tres períodos que la “memoria pública” (Grez y Salazar, 1999: 35) ha insistido en presentar como desconectados el uno del otro.[5] Se puede decir, por ende, que estos documentales construyen su objeto como contradiscurso al proponer una arqueología del presente que redefine este tiempo hurgando en los orígenes de sus conflictos y tensiones, en sus contradicciones y puntos ciegos. Este gesto arqueológico que vincula el presente a los dos períodos históricos anteriores es una de las características definitorias del cine de Guzmán en los últimos quince años.

La arqueología aparece de forma explícita como práctica en Nostalgia de la luz en la medida en que Guzmán es sensible a las huellas de actividad humana en diferentes períodos históricos y acude a arqueólogos para investigar estas huellas. En El caso Pinochet, el equipo forense del juez Guzmán Tapia, guiado por sobrevivientes y acompañado por familiares, cava bajo las arenas de este mismo desierto y abre los pisos de la estructura desierta del campo de detención de Villa Grimaldi en busca de los restos de detenidos-desaparecidos que servirán luego para construir el caso jurídico contra Pinochet e inculparlo de crímenes contra la humanidad. Se examinará aquí la manera en que los documentales de Guzmán usan la imagen fílmica para llevar a cabo otras formas de arqueología. El gesto de Guzmán es arqueológico en un sentido amplio cuando convoca a distintos grupos de testigos y protagonistas de la historia para escarbar en el pasado, abriendo y resaltando a través del documental la posibilidad de colectivizar la memoria. En este sentido, resulta fructífero analizar los medios fílmicos mediante los cuales Guzmán restituye la densidad histórica de lugares específicos y de prácticas espaciales.

 

II) Espacialización de la memoria, intermedialidad y crítica de los monumentos en Chile, la memoria obstinada.

En su afán de medir el legado de la dictadura en una sociedad alentada por el discurso oficial a participar de una “reconciliación” nacional fundada en la imposibilidad de reevaluar el pasado reciente de forma abarcadora, Chile, la memoria obstinada acuña diversos métodos para activar la memoria de este período histórico. El argumento de Gómez-Barris según el cual esta película “hace visible los sitios del ocultamiento de la memoria en las esferas públicas de la posdictadura” (2009: 105) puede servir de pista para indagar en estos métodos, varios de los cuales consisten en crear anclajes para la memoria mediante un diálogo con el significado de lugares emblemáticos del centro cívico de Santiago. El punto de partida principal para estas operaciones de inscripción de la memoria mediante la resemantización del espacio es el Palacio de La Moneda, cuya capacidad de activación de la memoria radica en su densidad histórica: es y ha sido el palacio presidencial, las plazas públicas que lo rodean fueron los epicentros del movimiento popular que floreció durante la Unidad Popular y fue, por ende, el blanco principal del bombardeo que anunció el Golpe de estado del 11 de septiembre de 1973.[6] Como señala Juan Carlos Rodríguez, al volver a La Moneda, Guzmán vuelve a varios sitios de filmación del material que integra La batalla de Chile, convirtiéndose así en “testigo de la transformación de la sociedad chilena posteriormente al trauma del Golpe”, y llega a ser un “viajero en el tiempo” (2007: 15).[7] El trabajo documental de Guzmán devuelve su densidad histórica a este edificio, rechazando su semantización actual basada en una equivalencia entre su inmaculada fachada y su estatus como casa de gobierno, procedimiento que se repite y exacerba en Salvador Allende al filmar la fachada de La Moneda, pintada en el año 2000 en un reluciente blanco invierno, que reproduce su color original.[8] La Moneda que filma Guzmán en el presente no delata ninguna cicatriz de su pasado violento y traumático signado por las acciones ilegítimas del Estado de facto. Al concentrarse en ubicaciones claves del bombardeo, la cámara de Guzmán enfatiza la ausencia en La Moneda de pistas que puedan alentar a reflexionar sobre el legado de la dictadura. Desde la perspectiva benjaminiana de Rodríguez, es por esta misma razón que este lugar le sirve a Guzmán para “exhibir la doble naturaleza de los monumentos culturales en aras de redimir el pasado” (2007: 18).[9] Si para Benjamín, “cada documento de civilización es a la vez un documento de barbarie”, el retorno fílmico al Palacio de la Moneda constituye un “intento de inscribir la memoria del pasado, y es a la vez una meditación sobre las posibilidades de revisar la condición ambivalente de los monumentos culturales como documentos históricos” (Rodríguez, 2007: 18).

El primer método mediante el cual Guzmán inscribe en el palacio presidencial la memoria del Golpe para desafiar las semantizaciones de La Moneda que excluyen su pasado histórico es una puesta en escena en este mismo edificio del acto de recordar ese día y los años que lo antecedieron. El testigo, Juan, fue custodio de Allende y, junto a Guzmán y su equipo de filmación, vuelve a los pasillos de La Moneda para rodar parte del actual documental. La capacidad de recordar que despliega Juan convierte su mirada en un rayo-X que ve más allá de la superficie lisa y de los cambios hechos al interior de la estructura para hacer menos reconocible su configuración antes del Golpe.[10] La especificidad formal del medio fílmico le da densidad a esta puesta en escena de la memoria mediante un montaje intermedial que suplementa visualmente el recuerdo de Juan expresado por su propia voz, restituyendo su densidad histórica a La Moneda y haciendo una arqueología fílmica que devela lo que la refacción del edificio ha ocultado. Mientras Juan recuerda y narra su recuerdo, vemos simultáneamente un plano de punto de vista mirando hacia las calles desde dentro del palacio presidencial. Esta focalización se convierte en una plasmación en el presente de la perspectiva histórica mediante un corte en el montaje a planos de La batalla de Chile filmados desde esta misma perspectiva y luego a fotografías históricas en un cruce de medios que viene a fisurar y cuestionar la lisura del edificio actual, perturbando simultáneamente la homogeneidad estilística y temporal del filme.[11] Este montaje intermedial inscribe múltiples significados en el edificio de La Moneda, tensionando la homogeneidad expresada por su fachada en su forma actual, para así dar cuenta del trauma infligido por el golpe, logrando así, como sugiere Rodríguez “desacralizar la función de estos edificios como monumentos culturales del presente” (2007:19). Guzmán usa repetidas veces esta técnica para crear “momentos de memoria” (Nora, 2010: x) que resemantizan lugares claves inscribiendo en ellos una carga histórica perturbadora que incluye tanto el trauma infligido por el Golpe como lo que este golpe suprimió e hirió, es decir en el caso de La Moneda, “no sólo el edificio sino el estilo público y democrático de hacer política” (Rodríguez, 2007: 19).[12]

Si a través del medio fílmico Guzmán establece y posibilita conexiones intermediales para devolverle su problemática densidad a lugares claves y hacer “vibrar” la memoria en ellos, es mediante la creación de espacios para la memoria, relacionados en buena parte con las esferas institucionales como observa Gómez-Barris (2012), que el cineasta propone la necesidad de que esta memoria sea colectiva. Uno de estos espacios es la sala de proyección en la que Guzmán reúne a varios miembros que integraron el personal de Allende para que vean La batalla de Chile e identifiquen a protagonistas sobrevivientes o desaparecidos. En el caso de los estudiantes universitarios y los colegiales que crecieron en tiempos de dictadura, las proyecciones de La batalla de Chile ponen en evidencia su poco conocimiento del período histórico que hasta entonces había sido casi completamente abolido de la esfera pública, además de sacar a relucir los debates y desacuerdos a los que el legado de este período puede dar lugar –como señala Guzmán con su voz en over, “la batalla de Chile aún no ha terminado”.[13] Otras prácticas espaciales que contribuyen a la construcción de una memoria colectiva por medios fílmicos son los “actos de memoria corporizada” (Rodríguez, 2007: 29) basados en una recreación de rituales que marcaron el cotidiano durante el período de la Unidad Popular. La performance sorpresiva del himno de la Unidad Popular “Venceremos” por una orquesta estudiantil en las calles (peatonales) del centro de Santiago subvierte la cotidianeidad de este lugar de consumo al suscitar todo tipo de reacciones, desde muestras de solidaridad de parte de quienes vuelven a formar sus dedos en “V” mientras miran emocionados el desfile de la banda, miradas perplejas de los jóvenes o la indiferencia de sus oídos tapados por auriculares, a expresiones inquietas de parte de algunos transeúntes. Esta diversidad en las reacciones contrasta con la unidad que el himno lograba suscitar en su contexto original, poniendo en evidencia el carácter problemático e irresuelto del legado de la Unidad Popular en este público que es, en buena medida, capaz de reconocer el himno, registrando (y acogiendo) así las disonancias y divergencias que constituyen esta memoria colectiva, junto con la complejidad afectiva de esta misma.[14]

En El caso Pinochet, Guzmán se basa en prácticas existentes para crear espacios colectivos para el testimonio. Abocado más directamente a las actualidades que Chile, la memoria obstinada, este documental replica la práctica que fue central para construir el caso jurídico contra Pinochet, al incluir entrevistas de Guzmán con los parientes de desaparecidos y ex detenidos que dieron sus deposiciones a puertas cerradas, creando así un registro de versiones de estas deposiciones y supliendo la imposibilidad de registrar lo transcurrido en los tribunales. En un montaje paralelo en el que cada trama evoluciona en dirección opuesta, los testimonios que justifican la causa contra Pinochet alternan con episodios de la trama de los reveses jurídico-legales y diplomáticos al cabo de los cuales el ex dictador termina eximido de enfrentar la justicia internacional. El documental enfatiza dos identidades colectivas forjadas a lo largo de este proceso al componer dos “fotografías de grupo”. La filmación moviliza así una estética intermedial en un procedimiento que subordina el medio fílmico a la forma fotográfica, invirtiendo así el uso de estos  dos medios en Chile, la memoria obstinada. Una de estas “fotografías” incluye a los manifestantes que denuncian la criminalidad de los actos de Pinochet en las calles londinenses y posan en estas mismas calles. La otra reúne a las víctimas, definidas ahora de manera pública por su condición de testigos, en un lugar no especificado, cuyo único significado es generado por la práctica testimonial que transcurre allí. El montaje documental va preparando al espectador para este último retrato de grupo al incluir como transiciones a lo largo de la película tomas mudas de los testigos juntos en una sala, moviéndose para formar un grupo. El que estos retratos de grupo aparezcan al final del montaje después de que fuera sobreseída la causa contra Pinochet por intervención del gobierno de Chile (y no por defectos de la causa), sugiere que el documental sirve para consolidar estos actos individuales de testimonio como parte de una memoria colectiva y pública. El lento paneo que se detiene sobre cada miembro del grupo crea la posibilidad de que surjan disonancias adentro del grupo, a diferencia de la tradicional fotografía fija de grupo que enfatiza la unidad del colectivo.

 

III) Geografías afectivas y arqueología documental: el pulso de la historia y la forma del pasado en Salvador Allende

Salvador Allende se puede situar en una relación de continuidad con las operaciones de semantización espacial anteriores. Sin embargo, aporta novedades al cine de Patricio Guzmán que anteceden varios de los gestos que están en la base de Nostalgia de la luz. Aunque Chile, la memoria obstinada anticipó el método que consiste en hacer irrumpir el pasado en la estructura material de la ciudad, al preocuparse de forma más explícita por la materialidad de los artefactos del pasado, Salvador Allende pone en escena un gesto arqueológico usando la intermedialidad para reflexionar sobre el estatus del recuerdo, la actualidad del pasado y la función del cine en la recuperación de este pasado. Para llevar a cabo esta reflexión, Guzmán define diferentes tipos de geografías y prácticas espaciales identificadas con el pasado y presente. Finalmente, Guzmán usa el movimiento inherente al medio fílmico para restituir la aceleración de la historia que se vivió durante la presidencia de Allende.

Antes del plano que indica el título epónimo de la película, Guzmán establece su documental como contradiscurso de una manera que prepara al espectador para un viaje en el tiempo. Vemos una mano –la de Guzmán– que manipula diversos objetos mientras su voz en over explica que estos fueron los objetos encontrados en el cuerpo sin vida de Allende. Estos objetos son: la banda presidencial, el carné de miembro del partido socialista, un estuche de anteojos vacío con las iniciales del presidente y un reloj pulsera. A continuación, vemos la mitad del par de anteojos de Allende exhibidos en el Museo Histórico Nacional y oímos en over que “rastreando en museos y archivos, hoy sólo este fragmento es visible al público”.[15] La voz de Guzmán suplementa los datos que faltan en la somera leyenda del museo explicando quien fue Allende y evocando la dictadura que aplastó su gobierno y cultivó el olvido de su figura.[16] Esta secuencia introductoria constituye una crítica a la historia oficial plasmada en el museo por su casi total exclusión de la figura del Presidente y de su vida, evidente en la inclusión del fragmento del par de anteojos destrozado por el disparó con el que Allende puso fin a su vida y en la omisión de los demás objetos. Modificando el marco institucional en relación con el cual había situado anteriormente su contradiscurso al centrarse en tribunales y en el centro cívico, Guzmán se ataca especialmente al museo en su manera de situar como “pasado” todo lo que en él se encuentra expuesto, sin sugerirle al visitante posibles conexiones con el presente. Frente a esta exposición insuficiente de artefactos del pasado que contribuye a invisibilizar sus tensiones, Guzmán propone una arqueología fílmica que analiza la figura de Allende en relación con Chile y busca reconstruir esta relación mediante diversos artefactos visuales. Al comenzar con imágenes de objetos que testimonian del pasado, especialmente este objeto (los anteojos) que es una extensión del cuerpo, Salvador Allende se diferencia de sus antecesoras por su preocupación por la materialidad del pasado, por la forma que adquiere en las esferas íntima y pública, indagando en su capacidad de activar la memoria.  

La secuencia que sigue al plano del título pone en escena un gesto arqueológico para vincular el afán documental de la película con la recuperación de la memoria, expresada ésta en relación con anclajes espaciales y procesos de semantización del espacio y del territorio. Tras varios planos del muro que bordea una autopista, el montaje corta a un primer plano de una uña que se pone a escarbar y, bajo la neutralidad de la capa de pintura beige, descubre tonos de azul y de amarillo, mientras oímos en over la voz de Guzmán: “la aparición del recuerdo no es cómoda, ni voluntaria. Sacude siempre”. Luego, vemos que esta mano (¿la de Guzmán?) empieza a golpear el muro con una roca para seguir escarbando bajo la capa de pintura beige mientras Guzmán nos dice en over: “El pasado no pasa. Vibra y se mueve con las vueltas de mi propia vida”. Descubrimos que un muro como este es el que despidió a Guzmán de Chile cuando partiera para el exilio después de haber sido detenido y luego liberado. En un encadenamiento que sugiere que el pasado late justo debajo de la superficie, el montaje corta a planos de arte mural de la época de la Unidad Popular seguidas de una entrevista al “Mono” González, el principal artista y diseñador de este arte mural quien describe y evoca esta forma de movilización popular en la campaña de la Unidad Popular que, en 1970, puso el nombre de Allende “en todos los muros de Chile”, esos muros que “eran del pueblo”. Si la voz del Mono recuerda la unidad que se logró a lo largo del país por medio de esta práctica de marcación del espacio público mientras vemos filmaciones de época de estas movilizaciones, la escena siguiente (actual) del Mono pintando un mural dedicado a la memoria de Allende, dando justo las pinceladas en el marco de los anteojos, le permite a Guzmán explicitar el criterio que guiará sus investigaciones y entrevistas: “el Mono (…) nunca olvidó nada, ningún detalle de la época de Allende. Como él, hay mucha gente que no olvidó nada”. Son estas personas las que le ayudarán a Guzmán a reconstruir la figura de Allende en vida como “parte del paisaje humano” del “sueño despierto” que vivieron juntos. El comentario que sigue establece la primacía del recuerdo como contrapartida a la amnesia y da sentido a las tomas iniciales de la uña escarbando en el muro: “El poder cultiva el olvido pero tras la capa de amnesia que cubre el país, el recuerdo emerge, las memorias vibran a flor de piel”. Desde la ubicación lateral de la autopista, Guzmán se propone obrar en contra de la “máquina del olvido” que la dictadura puso en marcha.

El montaje continúa operando para anclar el gesto arqueológico en relación con la creación de geografías alternativas que surgen del trauma del Golpe y de la dictadura. En la secuencia siguiente, Guzmán nos da a conocer la obra de otra artista plástica, Ema Malig, quien se presenta primero como colaboradora en aquella histórica campaña de 1970, cuando tenía 10 años. Antes de ver su rostro, vemos sus manos que abren un marco del que sacan una carta guardada con esmero, escrita y firmada por Allende y dirigida a ella. A continuación, Guzmán nos muestra una obra de Ema: un gigante mapa pintado en una tela colgante que representa una geografía imaginaria resultante del destierro, con tierras y mares llamados “Errancia”, “Destierro”, “Naufragios” y “Vientos del Sur”. Ema explica que para ella el destierro se vive en una geografía muy íntima constituida por islas en las que uno convive con fragmentos de su memoria. La precaria forma material de este mapa es enfatizada en una breve secuencia que muestra como este es descolgado, doblado y preparado para viajar a su siguiente destino. Con su voz en over, Guzmán explica que este mapa íntimo evoca también su propia versión de Chile, una tierra fragmentada más que un territorio unificado, un conjunto de islas que no se encuentran. Esta obra de arte crea una geografía afectiva que surge de la pérdida del país de origen, como nos recuerda Guzmán en la secuencia introductoria, aquél país que “a lo largo de 18 años, día a día, [la dictadura] se dedicó a destruir”. Esta imposibilidad de anclar una topografía afectiva (guardada en la memoria) en el Chile actual da pie a uno de los gestos investigativos claves de esta película y posiblemente explique su perspectiva subjetiva. Además, el énfasis en lo fragmentario constituye un giro en comparación con el afán de Guzmán de “producir” en su cine “un relato universalizador de la experiencia del período de Allende”, advertido por Gómez-Barris en su análisis de Chile, la memoria obstinada (2009: 125).

La secuencia siguiente es la primera en presentar a Salvador Allende al espectador mediante entrevistas e imágenes, poniendo así en escena su propio gesto arqueológico. La intermedialidad establece el estatus del recuerdo (íntimo) como contradiscurso, haciendo culminar un conjunto de secuencias introductorias en las que diversos artefactos precarios son los que luchan contra “la máquina del olvido”.[17] El artefacto que restituye el recuerdo íntimo de Allende es un álbum de fotografías cuyos rincones vemos primero, enfatizando así su antigüedad mediante el enfoque en su materialidad. La cámara baja para detenerse en una foto ajada y carcomida que no podemos descifrar debido al desgaste de la capa superior del papel en la que estaba impresa la imagen. La voz de Guzmán nos informa que este álbum pertenecía a Mamá Rosa, la madre de leche de Allende, y que permaneció escondido bajo la tierra durante 20 años, enterrado por los hijos de Mamá Rosa para que la dictadura no lo destruyera. Vemos fotos de Allende en un festejo de familia, celebrando los 92 años de Mamá Rosa. Al filmar estas fotografías exhumadas, Guzmán las registra para la posteridad y las traslada a la esfera pública. El comentario anterior en over de Guzmán prepara al espectador para esta colectivización del recuerdo íntimo: mientras vemos los rincones de las páginas del álbum, Guzmán explica que son imágenes de “una fiesta de otro tiempo, del Chile de mi infancia, de la dulzura del aire y el rumor del viento entre los árboles”, restituyendo así aquella época como experiencia al aludir a ella en términos sensoriales, suplementando así lo que las fotos retratan o substituyendo lo que estas fotos dejan de mostrar. Es una crítica a la pretensión de legibilidad total de las imágenes del presente, de la ilusión de transparencia tan clave para la “transición”. Al incluir tomas de las fotos gastadas, el montaje llama la atención a la materialidad de los artefactos que nos hablan del pasado, apuntando hacia una doble necesidad, por una parte, de restituir los ritmos y las velocidades de períodos históricos pasados, y, por otra parte, de movilizar el medio fílmico para articular una narrativa sobre estos períodos basándose en estos fragmentos de diferentes medios audio-visuales.

La etapa siguiente de la arqueología fílmica que realiza Guzmán consiste en usar grabaciones fílmicas históricas para reconstruir el lazo forjado entre Allende y el pueblo chileno mediante la práctica espacial que los vinculó: los numerosos recorridos del país en tren que hiciera Allende en sus cuatro sucesivas campañas a la presidencia, además de otras como diputado o senador, que podrían ser la contrapartida histórica de la resquebrajada geografía imaginaria del destierro, con su inscripción de afectos en un territorio fragmentado. Al evocar estas campañas, Guzmán vincula por primera vez a Salvador Allende con una colectividad, el pueblo chileno, explicando que estas giras crearon un lazo de cariño, aprecio y comprensión entre ambos. El comienzo de esta secuencia nos ubica en el período actual mediante una toma diurna de la vía ferroviaria filmada en ángulo picado desde el último vagón de un tren que está en movimiento. El movimiento del tren contemporáneo es el punto de partida para recuperar en el documental la sensación de “aceleración de la historia” que evocará Guzmán más adelante, expresada a continuación mediante las imágenes en movimiento de los sucesivos “trenes de la victoria”. De una foto de Allende posando delante del tren con su equipo, pasamos a un montaje relativamente extenso (5 minutos) de filmaciones de los trenes que llevan a los protagonistas de la gira nacional, incluyendo escenas filmadas por Joris Ivens de la primera de estas campañas que operó en 1952 bajo el lema “a todo vapor con Salvador”. La explicación simultánea en over da cuenta de la intensidad de afectos inscritos en esta práctica espacial llevada a cabo durante 20 años y del significado histórico de estas gira, en la que Allende “recorrió el país pueblo por pueblo, casa por casa, pieza por pieza, entonces conoció a los chilenos de verdad. Le apasionaba enseñar e ir creando conciencia, movimiento aunque sabía que no podía ganar. Con humor, borraba las distancias y hacía amigos por el camino” (énfasis mío). Al igual que los murales mediante los cuales el nombre de Allende figuraba “en todas las calles de Chile”, el recorrido unifica las distintas partes del país mediante la reproducción en cada lugar de este lazo afectivo que, como explica la voz de Guzmán, crea la base que lo llevará a su victoria como jefe de una coalición multipartidaria en las elecciones presidenciales de 1970: “Allende fue enamorando al pueblo y llegó a ser presidente”. El que las filmaciones de escenas del tren estén entrecortadas con entrevistas a dos de las hijas de Allende en la que resaltan “la vitalidad fuera de lo común” de su padre contribuye a retratar el dinamismo de Allende.

El montaje continúa integrando filmaciones históricas –esta vez, realizadas por Guzmán y su equipo– para evocar la implementación de una serie de medidas redistributivas como la reforma agraria posibilitadas por la victoria presidencial. Entrevistas y escenas de las calles de Santiago y de las asambleas a lo largo del país documentan la presidencia de Allende. La aceleración de la historia anticipada por el recorrido en tren y las pintadas de la campaña electoral del ‘70 es ejemplificada en un montaje de breves escenas que muestran a obreros, campesinos, militantes y estudiantes en movimiento. Marchan en las calles de Santiago, se movilizan en carretas y tractores viajando a la capital por las autopistas, constituyendo otro tipo de intermedialidad que bien podemos interpretar como una crítica de Guzmán a la “máquina del olvido”. Este uso de los medios de trabajo agrícola de diversas épocas para trasladarse y así unirse en apoyo a Allende en la construcción conjunta de un proyecto político a lo largo de tres tensos años evidentemente subvierte la función productiva de estos aparatos, además de actuar como contrapartida a los camiones parados por la huelga de los camioneros en crítica a Allende. La voz en over da su significado a estas escenas dentro de este documental. Cuando se refiere a la rapidez con la que se llevó a cabo reforma agraria, Guzmán expresa que “hasta hoy me conmueve esta formidable aceleración de la historia”, añadiendo a continuación que “en cada rincón del país, del campo y de la ciudad, cada hombre, cada mujer y niño participaba en la creación de una vida nueva (…). La energía podía tocarse con las manos”, usando la tactilidad para retratar los dramáticos cambios llevados a cabo durante el primer año del gobierno Allende, incluyendo la nacionalización de múltiples empresas, y la vitalidad de este período. El golpe de estado de 1973 pone fin a la posibilidad de inscribir esta geografía afectiva en el territorio o de hacerla coincidir con la topografía del mapa nacional que la dictadura convertirá en una topografía del terror y de la muerte. Guzmán vincula la aceleración histórica retratada en este montaje con dos elementos en el presente. Filma las conmovedoras ruinas de los autobuses cuyos chóferes fueron leales a Allende durante las huelgas en oposición a su gobierno (leyéndolas como ejemplo de que las fuerzas políticas de la coalición estaban desperdigadas para explicar la relativa desprotección de Allende en el día del golpe).[18] En cambio, los dos entrevistados más jóvenes son obreros ferroviarios (deben tener alrededor de 30 años) que defienden a Allende, analizan su relativa desprotección y señalan la marginación de la clase obrera en el Chile de hoy.

Una transición entre dos secuencias termina de explicitar la pertinencia de la arqueología documental de Guzmán. Mientras vemos cuatro distintos planos panorámicos de Santiago enfocados en sus edificios y rascacielos al pie de los Andes, retratándola como si fuese una ciudad con poca presencia humana, en un sorprendente contraste con las tomas históricas de las calles llenas de gente durante el período de la Unidad Popular, oímos este comentario en over: “Me siento como un extranjero errando por una geografía hostil. No puedo olvidar que la dictadura aplastó la vida, hundió la vivencia democrática, impuso el consumo como único valor. Pero tras la frialdad de esta ciudad, hay personas, sueños, luchas que debo seguir buscando”. Con esta afirmación, la voz de Guzmán, cuya ubicación espacial es escasamente precisada o definida, termina de explicitar su posición lateral y externa al país actual. Las imágenes de la ciudad rutilante, por su parte, contrastan con la multiplicidad de artefactos del pasado integrados en esta película mediante el montaje, que podríamos leer como astillas o fragmentos del resquebrajamiento de aquella geografía afectiva que había constituido Allende.[19] La función específica del cine en su capacidad de reconstruir la vida de Allende queda especificada por el contraste entre la secuencia de apertura y las últimas palabras de Guzmán en la película: partiendo del gesto del museo de recordar a Allende como muerto (y, podríamos añadir, como derrotado), el medio fílmico le permite a Guzmán evocar al líder en vida, a través de un montaje poético. En efecto, después su reconstrucción de las últimas horas de Allende antes de su suicidio –al que él mismo se refirió como sacrificio–, hechas más impactantes aún por el sonido del latido de un corazón que se va lentificando, Guzmán nos dice que “Salvador Allende amó la vida y la vida lo amó. Con esta vida en la cabeza, seguimos construyendo futuros”. 

La interpretación que propone Federico Galende de Salvador Allende es útil para situar el valor de la espacialización de la memoria mediante la puesta en escena del gesto arqueológico en diversos niveles de este documental. Galende analiza sutiles contrastes entre La batalla de Chile y Salvador Allende y argumenta que si la primera propone una “teoría de la soberanía” al producir una “comprensión cinematográfica de la historia” mediante el montaje y la edición de las imágenes que “eternizarían la era de la dignidad del país” en rostros en cuya expresión “se revelaba melancólicamente la constitución del pueblo como sujeto”, la última propone una “teoría de la ruina” que recupera el “sueño” vivido durante los años de la Unidad Popular, privatizando este sueño al canalizarlo por la voz en off de Guzmán que se expresa en primera persona. Si esta teoría de la ruina usa objetos y antiguas fotografías en aras de interrumpir “la decoloración histórica del pasado de Chile”, obra de la “desmemoria” que ha cundido en la “casi totalidad del campo cultural”, ansiosa por “pasar en limpio las fojas negras de su desgracia para dedicarse de lleno al futuro”, tiene también el efecto de producir a Allende no como “la reliquia extraviada que el historiador memorioso suma al jeroglífico del presente”, sino como “el objeto dormido que alguien pugna por enrostrarle personalmente una última vez a un país al que no quiere” (subrayado mío). Estas últimas observaciones de Galende referidas a la posicionamiento de Guzmán se pueden relacionar con el establecimiento a lo largo de Salvador Allende de una posición lateral o externa establecida para anclar la perspectiva en primera persona que hila el documental y la voz que lo narra –un aspecto que en Nostalgia de la luz funciona para replantear la escala y el alcance de la memoria histórica, ampliando la pertinencia de esta categoría más allá de la historia reciente. En tanto tal, resultan claves para poder interpretar el cambio de escala efectuado en Nostalgia de la luz, y para contrastar el enmarcamiento de la perspectiva subjetiva que da pie al gesto arqueológico en cada película.

La privatización del recuerdo advertida por Galende lleva al cineasta a incurrir en varios de los comportamientos que, para el crítico, aquejan a la izquierda chilena contemporánea.[20] En este sentido es revelador que Galende vincule estos gestos con la posición externa de Guzmán respecto de Chile, la cual influye de diferentes modos en su construcción de cada documental como contradiscurso: si bien esta distancia había situado anteriormente al cineasta en una posición privilegiada para “devolverle [a Chile] a través de las imágenes pizcas de su inconsciente óptico”, ahora se ha desdoblado en el trazado de nuevas coordenadas para definir la búsqueda documental, caracterizada esta vez en términos estrictamente personales,[21] y el público hacia el cual el montaje documental apunta. Galende detecta en este documental una tensión entre dos modos específicos de disponer el archivo ante el público, “una tensión entre un uso simbólico y un uso mítico de las imágenes”. Para Galende, la dimensión simbólica de las imágenes, plasmada en el uso de la (manida) imagen de La Moneda en llamas, está dirigida hacia un público internacional más que nacional y hace caso omiso de la publicación de recientes biografías de Allende y de testimonios que proveen nuevas imágenes para documentar la barbarie de los militares. La relectura mítica de la historia mediante la cual el cineasta buscaría “protegerse de la crueldad de la historia” y “resistir la insoportable adultez del país” consistiría en congelar el período de la Unidad Popular en la forma de “una onírica privada”, de un sueño de infancia en lugar de restituirlo en toda la complejidad de su dimensión colectiva.

Además de este gesto de reinscripción individual, los giros que señala Galende son relevantes para abordar Nostalgia de la luz. Galende señala que la construcción de la historia como sueño de infancia y su consiguiente inscripción en una temporalidad mítica va de la mano con una “extinción pública del archivo que del Museo, la Biblioteca o la Universidad ha pasado velozmente a la casa del coleccionista, el experto o el curador, como si tras la devastación tácitamente aceptada, algunos hubieran alcanzado a escapar de las ruinas con huellas de historia en sus mochilas”. Si esta extinción del carácter público (y estatal) del archivo se puede considerar como productiva, es porque abre otras posibilidades para disponer el archivo, para darlo a ver, y tampoco clausura la posibilidad de dialogar con la forma del archivo, aspecto que se retomará abajo en el análisis de Nostalgia de la luz. La centralidad de la pregunta por los orígenes de la vida (y los orígenes del Chile contemporáneo) en el documental más reciente de Guzmán es un modo de reaccionar frente a esta extinción del carácter público del archivo. Al enhebrar la arqueología y la astronomía como vías a la vez íntimas y científicas para acercarse a la historia, Nostalgia de la luz reditúa en una escala a la vez planetaria y nacional la vinculación entre origen y autoridad efectuada por el archivo, que el documentalista convierte en materialización de la memoria.

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1a. El gesto arqueológico en Salvador Allende.

 

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1b. El plano siguiente a 1a: arqueología documental e intermedialidad en Salvador Allende.

 

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1c. El gesto arqueológico en la ruina del campo de concentración de Chacabuco (Nostalgia de la luz)

 

IV) Nostalgia de la luz, el documental como museo y la colectivización de la “prehistoria acusatoria” de Chile

En contraste con la ciudad cuyos monumentos, torres y autopistas acallan las voces del pasado, haciendo de ella un terreno hostil para la memoria, en Nostalgia de la luz, Guzmán define el desierto de Atacama como un “gran libro abierto de la memoria” al enfocarse en las huellas históricas conservadas en este lugar, yendo de las civilizaciones autóctonas precolombinas, pasando por los mineros itinerantes cuyos rastros han permanecido en sus camposantos, a los campos de detención clandestinos de la dictadura de Pinochet, entrelazando estas huellas constantemente con la práctica astronómica posibilitada por este ambiente. Si en la ciudad neoliberal, la transparencia es ilusoria en la medida en que invisibiliza las huellas del pasado, la transparencia del aire desértico devela continuamente los orígenes del “frágil” presente de Chile en sus arenas y rocas, y los de la vida misma en las estrellas, galaxias y planetas cuya energía se puede medir desde este lugar que está a varios miles de kilómetros de altura. La densidad histórica de este desierto desmiente la semantización más común del sustantivo “desierto”. Como señala la voz en off de Guzmán, no “hay nada, no hay insectos, no hay animales, no hay pájaros. Sin embargo, está lleno de historia” (subrayado mío). Su naturaleza poco cambiante no es amena al olvido y asegura la omnipresencia y la permanencia en él del pasado, constituyéndolo en una especie de archivo. Esta particularidad implica modificaciones respecto de las operaciones de arqueología fílmica rastreadas en este trabajo. Si en su lenguaje formal, este documental se basa en un montaje poético desencadenado por una perspectiva subjetiva, su uso de prácticas de arqueología fílmica para abordar temáticamente las prácticas espaciales y epistemológicas inscritas en este desierto amplían el alcance de la memoria, resituándola entre historia y archivo y colectivizando su alcance al relacionar entre sí estas prácticas.

Aun cuando Guzmán presenta diversos capítulos de este “libro abierto de la memoria”, selecciona dos modos de leerlo, la astronomía y la arqueología, para profundizar en las respectivas trayectorias de estas ciencias y hacerlas converger, inscribiendo así en este desierto la maravilla y el horror.[22] Este documental es construido como contradiscurso mediante su énfasis en las ciencias que sondean el pasado. En una entrevista dos años anterior al estreno de la película, Guzmán se refiere al proyecto como “una película centrada en el Chile actual, ese país moderno que cree que está en el mejor lugar de América Latina, que tiene un nivel de crecimiento muy alto, pero en el que las desigualdades son también enormes”. Esta “visión” de Chile se centrará según Guzmán en tres grupos, cada uno de los cuales opera en una escala específica para articular una relación entre espacio y tiempo: los astrónomos “buscan en el pasado del universo el futuro de la humanidad” y entienden el presente como “una línea delgada entre el futuro y el pasado”, los familiares de detenidos-desaparecidos aún escarban en las arenas del desierto guiados por la esperanza de encontrar los restos de sus familiares y, finalmente, en Santiago, “el gobierno y los poderes económicos niegan el pasado y sólo buscan la riqueza del presente”. Aún cuando este tercer grupo no esté explícitamente presente en el producto final, la película ofrece un contrarelato al exitismo de éstos sectores sociales mediante la tematización de la explotación minera como base del Chile moderno y la centralidad que el filme le da la arqueología en relación con la cartografía de la muerte y del terror que posibilitó la aplicación del modelo neoliberal. El que en esta misma entrevista Guzmán se haya referido a su proyecto como “una visión actual de Chile” le da centralidad al debate sobre el pasado en la definición de la nación. De este modo, dialogando con la interpretación de Gómez-Barris, según la cual “la dimensión espacial” aquí “amplía la percepción que los espectadores tienen del desierto, ampliando también su significado político y social como sitio de memoria y testimonio” (2012),proponemos que, al vincular las esferas económicas y políticas mediante las distintas prácticas productoras de conocimientos posibilitadas por la especificidad ambiental del desierto, Nostalgia de la luz amplía el alcance temporal y temático de la memoria relacionándola con la explotación capitalista de las épocas extractivas en base a la cual se echaron los cimientos del Chile moderno.

Las secuencias introductorias sientan el tono poético del documental y establecen la perspectiva subjetiva que lo organiza, sensible a la materialidad del pasado. Son fuertemente evocativas y anticipan los encadenamientos entre secuencias en su capacidad de sugerir conexiones al espectador. Los primeros planos y planos medios de la escena inicial muestran un telescopio en un observatorio enfatizando sus formas y la infraestructura que lo rodea, subvirtiendo su función de instrumento para convertirlo en objeto de contemplación. Aunque Guzmán no lo especifica, este telescopio fue instalado en 1910. Guzmán sí aclara en off que el telescopio todavía funciona, convirtiéndolo en ejemplo de la persistencia de la fascinación con el universo, de las tecnologías de la visión y de los objetos. Dándonos a ver sus múltiples ruedas y engranajes, lo distingue de los gigantescos telescopios contemporáneos que vemos a intervalos regulares a lo largo de la película, asemejándolo a una cámara o un proyector. Tal como nos revela su narración en off después de esa secuencia inicial, es en este telescopio alemán instalado en Santiago que, de niño, Guzmán miraba las estrellas. Este objeto, junto con otros que en algún distante futuro podrían servir para hacer una arqueología de aquella época, hace vibrar en Guzmán la memoria de los comienzos de la astronomía en Chile y de la “aventura noble” que vivió (los años de la Unidad Popular). Las imágenes de la antigua casa, cual museo íntimo, que acompañan visualmente la evocación de esta “aventura” por la voz en off parecieran haber sido anticipadas en la lectura de Galende. Guzmán carga el recuerdo de una tonalidad afectiva al explicar a continuación que la “ilusi[ó]n quedó grabada para siempre en [su] alma” aunque haya sido aplastada por la dictadura. Aunque la dictadura barrió con “la democracia, los sueños y la ciencia”, la astronomía, “una pasión de muchos”, se mantuvo en Chile gracias a colaboradores internacionales y constituye, por ende, un hilo de continuidad entre tres períodos diferenciados en términos políticos.

Posteriormente a este punto de partida subjetivo, Guzmán introduce elementos audiovisuales que funcionan como transiciones entre las secuencias y están en la base del montaje poético. Estos elementos ameritan un análisis detenido porque, durante la primera media hora, van enhebrando las trayectorias de dos ciencias volcadas hacia la reconstrucción del pasado, aunque preocupadas con objetos distintos, alentando así al espectador a crear conexiones entre las esferas científicas y experienciales.[23] En esta primera media hora, aprendemos que los arqueólogos buscan en el desierto los rastros de civilizaciones anteriores y terminan trabajando a menudo con lo que, según nos dice el arqueólogo Lautaro Núñez, serían elementos o pruebas para hacer una “prehistoria acusatoria” de Chile, que incluye sus épocas extractivas vinculadas al salitre y al cobre, especialmente en el siglo XIX en el que, como nos informa Guzmán en off, “la minería era como la esclavitud”. Dentro de esta serie, el montaje incluye los campos de concentración que la dictadura sentó en las abandonadas estructuras de las residencias mineras y a lo largo del país. Los astrónomos, por su parte, sondean al cielo estrellado en busca de los orígenes de la humanidad en aras de anticipar su futuro, midiendo los rastros de energía emitida hace millones de millones de años.

Nostalgia de la luz incluye cuatro modos de transición: polvo de estrella (una nube de polvo de estrella que “envuelve” las figuras y objetos centrales del cuadro), planos panorámicos del desierto, planos de los observatorios y telescopios y fotografías magnificadas de estrellas. Poéticas en sí, estas transiciones nos preparan para la revelación que llega poco después de los dos tercios de la película: la identidad molecular entre los huesos y las estrellas, ambos hechos de calcio.[24] Con esta revelación, culmina la preocupación del cineasta por la materialidad del pasado, por su forma y su substancia, como bases de la interacción de la cámara y del cine con ese pasado. Al señalar esta identidad molecular, el cineasta opera en contra del olvido que, para muchos, sustenta la identidad nacional actual y, como sugiere Jens Andermann, propone que “cuando (…) la dictadura de Pinochet eligió el desierto de Atacama para instalar ahí sus campos más infames de tortura y exterminio y enterrar los cuerpos de sus víctimas pensando que la lejanía y esterilidad de su geografía equivalían al más absoluto olvido, ignoraba que estaba confiando sus crímenes nada menos que a la memoria planetaria” (2012: 165).[25] Al alentarnos a inscribir a los muertos enterrados en el desierto en una escala planetaria y no sólo en la historia de la humanidad (es decir, según un prisma más espacial que exclusivamente temporal), Guzmán sugiere la persistencia y la omnipresencia del pasado para quienes tienen el deseo y la capacidad de leerlo. 

 

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2. Puesta de sol sobre la ruina del campo de concentración de Chacabuco (Nostalgia de la luz).

Las transiciones recalcan constantemente la escala planetaria que vincula a los hombres, mujeres y objetos que vemos ahí y los problemas con los que nos familiarizamos. Quizás su logro más eficaz sea dotar de poder estético el lugar en el que transcurrieron los más graves pasajes de la “prehistoria acusatoria de Chile”. En efecto, varias transiciones enfatizan la belleza del paisaje desértico. La ruina de lo que parece ser una casa de contratación de obreros es filmada de manera que produce una experiencia estética, deteniéndose en la metálica música del murmullo del viento entre cucharones de cobre colgados. Posibilitada por la luz del desierto, la fotografía cristalina de estas escenas contribuye a este efecto. Los frecuentes planos panorámicos de sobrecogedoras puestas de sol en el desierto, especialmente sobre la ruina del campo de concentración de Chacabuco –el más grande de todos–, evocan el gesto desmistificador de la memorable secuencia inicial del clásico Nuit et brouillard de Alain Resnais (1955).[26] En esta secuencia, mientras vemos lo que parece ser una aldea rural, la voz en over anticipa el horror del campo de concentración nazi que estuvo ubicado en este lugar hace poco más de una década y que el documental  reconstruye luego de manera escalofriante, cuando anuncia que incluso “un paisaje apacible, una pradera sembrada (…), una ruta por la que transitan coches, campesinos, parejas, o una aldea de veraneo con una feria y un campanario, pueden conducir simplemente a un campo de concentración” antes de pasar a enumerarlos.[27] Sin embargo, aunque el gesto contradiscursivo es afín en ambas películas y si bien la secuencia introductoria de Resnais anticipa el tipo de arqueología fílmica que practica Guzmán en Chile, la memoria obstinada, el valor estético de estas imágenes tiene otra función en su película más reciente. Al usar los planos de puestas de sol para enhebrar las etapas de la “prehistoria acusatoria” de Chile, Guzmán reconstruye un ritmo cotidiano, reinscribiendo estas etapas dentro de la esfera de la cotidianeidad nacional y les resta su estatus de excepción. Es más, si en el documental de Resnais los planos del presente apuntaban hacia la necesidad de reconstruir una lógica y un orden que un espectador no informado no podría vislumbrar en el sitio desierto, las tomas del desierto de Guzmán construyen este lugar como testigo de la historia humana y planetaria y como archivo o repositorio de los restos materiales de esta historia. Además, como fue construido sobre la ruina de una mina, Chacabuco le permite a Guzmán recuperar la densidad histórica del desierto pues, como especifica con su voz en off, el campo de concentración fue establecido en la dictadura de Pinochet sobre la ruina de una mina.

Los planos de los telescopios que sirven de transición dan otra indicación sobre como considerar estas estetizaciones que sin duda, al igual que las poderosas imágenes magnificadas de las estrellas, provocan una sensación de encontrarse ante lo sublime. Si bien sabemos que estos aparatos son altamente potentes y, a través de primeros planos y planos medios, vemos que son enormes, Guzmán los asocia con la lentitud. Al incluir filmaciones breves mostrándolos en lento movimiento, los retrata como frágiles, enfatizando que estos aparatos requieren conocimiento técnico y mantenimiento. Este ritmo más lento y detenido podría ser un eco de la temporalidad cósmica que subsume los ritmos y las temporalidades humanas, un ritmo que contrasta con la aceleración evocada en Salvador Allende y con la parálisis del Chile actual que, para Guzmán, vive “entrampado en un golpe de estado que lo tiene inmovilizado”.[28] Al mismo tiempo, si el tamaño de estos telescopios ultra-modernos permitiría inscribir en ellos una muestra del exitismo chileno, ya que, como nos indica Guzmán, uno de ellos es el más grande del mundo, estos aparatos, tecnologías de la visión y la medición, son también testigos e instrumentos de la voluntad de mirada y enfatizan la paradoja que señala Núñez al responder a una de las preguntas del cineasta: el que teniendo tan cerca este “territorio” que funciona como “una puerta al pasado”, Chile tenga encapsulado su pasado histórico, “sus historias más cercanas” y que no trabaje con ello, en suma, que no quiera mirar hacia ese pasado.

Los aspectos formales analizados arriba sitúan la arqueología fílmica en su capacidad de recuperar prácticas espaciales capaces de activar la memoria y construirla como herramienta de resistencia a la lógica dictatorial y al olvido que sustentó la transición política, tematizándolas y suplementando así los acercamientos científicos al pasado posibilitados por el desierto. Luis Henríquez, un ex detenido del campo de concentración clandestino de Chacabuco, vuelve al campo abandonado con Guzmán. Su recorrido por Chacabuco es una práctica espacial que activa la memoria. Luis “recuerda las huellas que se han borrado, los cables electrificados y las torres de vigilancia”. Recuerda los cursos de astronomía que impartía un preso a los demás y muestra las constelaciones que veían, evocando la libertad que sentían al mirarlas. Al reconocer los nombres que los internados (él mismo incluido) grabaron en un muro, Luis responde a una ansiedad por definir este lugar como lugar de detención, ansiedad que la dictadura anticipó al desmantelar estos campos. Para Guzmán, Luis es “un transmisor de la historia”, su “nobleza descansa en su memoria”, en su capacidad de “conservar su libertad interior” mediante la comunicación con las estrellas, prohibida por la dictadura por temor a que guiara a los presos en su fuga. Inmediatamente a continuación, Miguel Lawner, ex preso de cinco campos de detención al que Guzmán caracteriza “arquitecto de la memoria” y “un amante de las estrellas”, también desafía la aspiración de la dictadura de no dejar huella de sus campos de detención. En un acto de memoria corporizada, Lawner camina por los bordes de una habitación de su actual residencia contando los pasos que da para medir sus dimensiones, demostrando cómo memorizó la configuración exacta de los campos de detención, dibujándolos cada noche y rompiendo a pedazos los esquemas cada mañana, en aras de dejar constancia de “lo que significaba un campo de concentración construido en Chile” en caso de que saliera vivo, anclando con estas palabras precisas el desierto en la nación. Si el enfoque en estas instituciones clandestinas situadas en el desierto que fueron funcionales a la violencia política llevada a cabo desde el Estado de facto constituye una línea de continuidad respecto del corpus anterior de Guzmán, las prácticas espaciales que registra –la astronomía y el registro gráfico y mental de la configuración espacial–  innovan en la medida en que retratan los modos de resistencia y libertad elaborados dentro de éstas.

Las mujeres de Calama, familiares de detenidos-desaparecidos, también hurgan en el desierto, usando prácticas espaciales para resistir su marginación de la nación. Continuando con una labor de 28 años, “escarban [el desierto] y siguen trabajando” en busca de huesos o astillas que puedan informarles del paradero de sus seres queridos. Las vemos en una primera secuencia en la que la cámara las sigue mientras levantan con palas pequeñas pedazos del suelo sedimentado. A continuación, el astrónomo opina sobre la búsqueda de estas mujeres presentándola como ardua y angustiante (por la inmensidad del desierto), como válida y necesaria para ellas y expresando su preocupación por la incomprensión que les reserva la sociedad. El montaje corta a una entrevista a Núñez quien, gracias a su entrenamiento como arqueólogo, reconstruye el accionar clandestino del estado totalitario y nos explica que las astillas de hueso encontradas en las arenas indican que los cuerpos fueron enterrados y trasladados posteriormente para encubrir las huellas de los campos de concentración. Guzmán despliega aquí un procedimiento que usa a lo largo de la película, al hacer que un entrevistado se pronuncie sobre las demás esferas científicas o experienciales inscritas en el desierto, colectivizando así las preocupaciones de estas esferas aparentemente aisladas. Este procedimiento integra a estas mujeres y su búsqueda dentro de una esfera de preocupación colectiva, planteando de este modo la pertinencia mutua de estas diversas formas de interactuar con el pasado.

Tras esta secuencia, oímos por fin las voces de estas mujeres. Vicky Saavedra explica como pudo leer en los huesos de su hermano la manera en que lo asesinaron y describe la ambivalencia emotiva que sintió al encontrarse con los restos de su hermano como una de reencuentro y de desilusión a la vez porque perdía la posibilidad de que su hermano retornara. Conocemos después a Violeta Berríos quien aún no ha encontrado a su esposo y justifica su búsqueda cuestionando la hipótesis según la cual los cuerpos de los detenidos fueron tirados al mar. Aún cuando expresa que su esperanza suple la disminución de su fuerza física y que, a sus 70 años de edad, no se quiere morir sin encontrar el cuerpo de su esposo, formula dos deseos de cumplimiento prácticamente imposible: el de encontrar el cadáver –el de su esposo y los de los demás– entero (en el mismo estado en que se lo llevaron, añade ella) y su “sueño” de que “los telescopios pudieran traspasar la tierra, barrer la pampa para poder ubicar” a su esposo. Tras expresar este último deseo, Vicky amaga una sonrisa al imaginarse como los telescopios buscarían bajo la tierra y después dice que en este caso habría que “darles las gracias a las estrellas” que permitieron encontrar los cuerpos, anticipando así la equivalencia molecular entre huesos y estrellas que un astrónomo extranjero nos revela poco después. Estos deseos recalcan la paradoja que señala Núñez y, al ser de difícil cumplimiento en una sociedad tan fuertemente entregada al olvido, postergan la justicia a un futuro perpetuo.

Más que el retrato de grupo que filma Guzmán, el aval que Núñez y el astrónomo Gaspar Galaz dan a la búsqueda de estas mujeres es lo que desafía la marginación de estas mujeres, quienes, nos recuerda Violeta, tienen estatus de “lepra de Chile”, y, según Gómez-Barris, están retratadas como habitantes de “una temporalidad continua, no normativa, signada por la violencia política cuyos efectos perduran” y suspendida “hasta la recuperación de la materialidad del cuerpo desaparecido y torturado” (2012). Núñez ve en su manera de “vivir en estado de búsqueda”, la necesidad de que, por una parte, las fuerzas armadas digan la verdad sobre lo que han hecho con los cuerpos (para que esta confesión de parte de los involucrados supla lo que la ciencia no puede determinar), y, por otra parte, la “obligación ética de recoger [la] memoria de los muertos” a manos de la dictadura, independientemente del trabajo de la justicia, de los organismos de derechos humanos o de los intentos de defensa de los involucrados. En un gesto de arqueología fílmica basado en la intermedialidad, Guzmán encadena fotografías en blanco y negro rastreando las décadas de búsqueda de estas mujeres, cuya actitud adquiere un valor militante, reforzado por una música de piano cuyo ritmo recuerda el de las canciones comprometidas folklóricas de estilo andino del período de la Unidad Popular. El enmarcamiento de esta secuencia con dos puestas del sol reitera la dimensión cotidiana de su lucha. Al nombrar las localizaciones de estos grupos de mujeres a lo largo de país, Guzmán crea una cartografía unida por esta actitud militante que pide respuestas a todos los que edificaron la topografía del terror. Esta cartografía opera en contra del presente perpetuo en el que Guzmán filma la búsqueda de las mujeres, pues restituye la trayectoria militante de estas mujeres, un relato que, como observa agudamente Gómez-Barris, había sido excluido y silenciado en el retrato de las mujeres víctimas de la violencia de Estado en el cine anterior de Guzmán (2009: 117-8). A la vez, su registro fílmico de las prácticas espaciales relacionadas con de los ex detenidos se suma al registro fotográfico existente centrado en la búsqueda de las mujeres, en aras de constituir un archivo audiovisual capaz de combinar distintos tipos de documentos.

Si estas prácticas espaciales ancladas en la historicidad del desierto le permiten a Guzmán definir este lugar como un territorio de memoria, es a través del contacto con las estrellas que el cineasta vincula la memoria a una temporalidad futura. Guzmán nos presenta en distintas instancias a personas jóvenes que encuentran solaz en el desierto. Uno es Víctor, un ingeniero de 29 años que trabaja con uno de los radiotelescopios más grandes del mundo cuyas 60 antenas permiten sondear (“escuchar”) cuerpos cuya luz no llega a la tierra. Víctor acepta la caracterización que le sugiere Guzmán que él es hijo del exilio, matizándola para definirse como “hijo de ninguna parte”, ni chileno ni oriundo del país en el que nació. Cuando Guzmán le pregunta en seguida si se siente bien “aquí” (en la zona de los observatorios, a 5 000 metros de altura), Víctor responde que sí, que se siente chileno y añade que es chileno. Encuentra su punto de pertenencia en este lugar que está conectado con el mundo (el radio-telescopio fue instalado gracias a la colaboración entre varios países), con el universo y con el pasado. El que los casos de Víctor y de otra joven astrónoma enmarquen las secuencias de las mujeres de Calama definen la práctica de la astronomía como lugar terapéutico. La antepenúltima secuencia de la película confirma este poder. Envueltas en polvo de estrella, vemos a las mujeres de Calama en un observatorio, preparándose para mirar las estrellas, maravilladas y dialogando alegremente con el astrónomo, posiblemente viendo en la luz de las estrellas (ellas mismas, seres en trance de muerte) la luz extinguida de sus seres queridos.

¿Cómo relacionar estas prácticas espaciales con la preocupación preponderante de Guzmán por la materialidad del pasado? En los últimos veinte minutos de Nostalgia de la luz, Guzmán vuelve a enseñarnos distintos huesos. Vemos una momia de 10 000 años conservada “como si fuera un tesoro” con su antigua manta de lana color naranja, vemos cajas de cartón almacenadas en estantes móviles que contienen “otros huesos que no están en ningún museo”. Guzmán especifica que estos huesos “son de calcio, el mismo calcio que tienen las estrellas” pero que, a diferencia de estas últimas, no tienen nombre ya que son restos de detenidos-desaparecidos, “restos de restos”, reiterando la identidad molecular entre ambos materiales y sugiriendo que estos restos deberían estar clasificados y catalogados al igual que las estrellas. El cineasta nos pregunta si los restos que acaba de mostrar tendrán algún día derecho a un museo, si tendrán sepultura o si serán depositados en algún monumento. Entre planos de estos dos tipos de restos, nos adentramos en un museo en el que vemos el esqueleto de una ballena que visitaba Guzmán de niño, filmado de tal manera que aparece imponente y frágil a la vez. En un eco del interior de la casa infantil con la que comienza el documental, mientras Guzmán nos explica que su imaginación de niño lo veía como un gran techo bajo el cual podían vivir muchas ballenas, vemos un plano largo de este esqueleto, enfatizando la manera en que la estructura del museo alberga las estructuras óseas. Aún cuando la pregunta de Guzmán sobre los restos parece estar lanzada como una pregunta retórica para sugerir que las condiciones de posibilidad para este museo no están dadas en el Chile actual, podríamos entender Nostalgia de la luz como un museo fílmico que, a través de la permanencia de las imágenes que registra,[29] organiza y archiva los distintos modos de la memoria en una escala nacional y planetaria a la vez, superando así la inscripción infantil en clave mítica para darle a la memoria la forma del museo, resituándola entre la historia y el archivo.[30] Al enfocarse en la raíz común de estos restos, evidenciada hoy en su identidad material, el montaje que presenta y une los distintos restos está organizado precisamente según la lógica que, como observa Andermann, caracteriza los museos modernos, “centrados en las relaciones estructurales entre especies que comparten una raíz ancestral” (2007: 6).[31] La luz del desierto permite registrar los elementos que integran este museo y el montaje pone en relación estos materiales, objetos e imágenes del pasado, volviendo a plantear así su actualidad y su relevancia, organizándolos según la lógica del museo, un espacio público y emblemático de la vida cívica en la ciudad. Si los telescopios captan la energía del pasado cósmico, por muy remoto que sea, logrando también producir imágenes de este, la cámara capta y comunica la energía del pasado nacional –la identidad molecular entre ambas formas del pasado es reiterada en la identidad formal de estas imágenes dialécticas que contienen las raíces del presente al mismo tiempo que nos hablan de nuestros orígenes más remotos. La movilidad de la cámara, la posibilidad que tiene de encuadrar de diversas maneras los restos del pasado, le permite dar coherencia a este museo, como, por ejemplo, cuando filma lo que parece ser la extremidad de un hueso largo, con un primerísimo plano, sugiriendo su identidad con planos de la superficie lunar cercanos en el montaje fílmico.

 

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3a. Fotografía de la luna en Nostalgia de la luz.

 

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3b. El plano siguiente de la extremidad de un hueso.

Nostalgia de la luz toma como punto de partida los acercamientos instrumentales al espacio que sustentaron el accionar respectivo del estado dictatorial y de las explotadoras mineras para luego anclar en el desierto su contradiscurso y enhebrarlo con las prácticas productoras de conocimiento posibilitadas (y exigidas) por este lugar, usando, por ejemplo, el montaje intermedial para devolverle su carga traumática al desierto. Mediante estas operaciones, la película convierte este desierto en museo que recupera el pasado, obrando en contra de su invisibilización y construyendo este lugar en archivo de la memoria que reúne los rastros de la experiencia de este lugar en distintas épocas históricas. La opinión publicada por Guzmán tras la inauguración del Museo de la Memoria en Santiago de Chile, en la que el cineasta critica la práctica del Museo de aceptar donaciones de documentales en lugar de pagar a cineastas por sus producciones (2008) nos permite deducir que Nostalgia de la luz busca influir en la práctica, la forma y la experiencia del museo. Tal como la usa Guzmán, la forma del museo vendría a contrarrestar lo que Andermann caracteriza como la “destrucción anarquivadora” llevada a cabo por las más recientes dictaduras del Cono Sur, preocupadas por “hacer desaparecer de la vista todo lo que amenazaba con cambiar”, a diferencia del museo que había buscado detener el cambio al ofrecer objetos para la vista disponiéndolos para este fin (2007: 17).

Si este documental responde especialmente a una preocupación, tendría que ser la de crear un lugar para la memoria, además de ampliar las caracterizaciones previas de ésta en relación con la dictadura para abarcar también la “prehistoria acusatoria” de la nación. Probablemente esto explique que aquí Guzmán prescinda de las imágenes traumáticas del pasado, constantes de su cine anterior cuya carga simbólica debía de hacer irrumpir la memoria para reinscribirla en lugares emblemáticos. En lugar de plasmar la memoria en imágenes de acontecimientos específicos cuya carga simbólica los asocia con un pasado traumático, la cámara inscribe la memoria en objetos que resistieron a estos procesos, registrando una materialidad resistente y desafiando la aseveración de Halbwachs citada aquí en epígrafe sobre la inexistencia de una memoria universal. La centralidad de los portadores materiales de la memoria constituye una línea de continuidad con las performances espaciales de la memoria en Chile, la memoria obstinada y a la vez lleva a cabo una ruptura con este cine anterior, ya que disminuye el papel de las imágenes del pasado, reemplazándolas con las (cristalinas) imágenes actuales de estas estrellas/huesos, corporizaciones del pasado en el museo que es esta película. Esta creciente preocupación por registrar la materialidad del pasado y por inscribirla espacialmente se puede vincular con la extinción cada vez más próxima de estos portadores de la memoria, haciendo eco de la manera en que Halbwachs preconizara esta extinción en su forma de pensar la transición (aún cuando la vea más bien como una diferencia) entre la “memoria colectiva” que depende de la existencia de los testigos de una experiencia dada, y el registro historiográfico de dicha experiencia que la convierte en hecho histórico, aplanando su vitalidad.[32] Ante esta inminente transición, Guzmán vuelca la arqueología fílmica hacia el fin de registrar para la posteridad los restos materiales del pasado y las prácticas espaciales de la memoria elaboradas en torno a estos restos, reuniendo y disponiéndolos según la lógica del museo, convirtiendo la película misma en lugar, en un lugar de memoria.[33]

 

Bibliografía

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Patricio Guzmán recibe apoyo de Sundance para su próximo documental”, accedido el 14 de abril 2013 en http://www.emol.com/noticias/magazine/2008/11/27/332711/patricio-guzman-recibe-apoyo-de-sundance-para-su-proximo-documental.html

 

Notas


[1] En su reciente artículo (2012), Macarena Gómez-Barris lleva a cabo un análisis de la constitución mutua de lo político y lo espacial en Nostalgia de la luz, contrastándola con Mi vida con Carlos de Pablo Berger (2010) para centrarse en la condición de posmemoria expresada en ésta última mediante su enfoque en el desierto de Atacama. Si en su libro anterior Gómez-Barris sugiere la importancia de lugares y sitios específicos en relación con la construcción de la memoria como base del contradiscurso llevada a cabo mediante el registro documental en el cine de Guzmán (2008: 103), canaliza estas premisas hacia un lúcido análisis de las dimensiones y efectos del silenciamiento en dos otras películas contemporáneas, Chile, la memoria obstinada y Fernando ha vuelto de Silvio Caiozzi (1998). Aún cuando dialogue con estos análisis, el acercamiento desarrollado aquí se distingue de ellos en la medida en que busca desentrañar las genealogías del espacio y de las prácticas espaciales en los documentales anteriores de Guzmán, las cuales posibilitan el replanteamiento del alcance de la memoria llevado a cabo en su filme más reciente.  

[2] Las conexiones que esta perspectiva crítica y teórica permite trazar están ejemplificadas con fuerza en el análisis que lleva a cabo David Harvey del proceso de diseñar el sitio que serviría de memorial para el ataque sobre las torres gemelas del World Trade Center el 11 de septiembre del 2001. Planteando preguntas sobre la operatividad de distintas conceptualizaciones del espacio en su dimensión material y como producto de relaciones específicas, Harvey demuestra como cada conceptualización devela u oscurece dichas relaciones (2006: 284-292).

[3] La transición a la democracia es calificada de pactada porque en ella se mantuvo vigente la constitución promulgada por Pinochet en 1980 que estipulaba una autoamnistía para los crímenes de la dictadura. Buena parte de la institucionalidad política y los poderes fácticos han evitado reconocer o enfrentar los crímenes de la dictadura, confiando en la lógica del “informe de verdad”, en el que se nombran a las víctimas pero no a los culpables. En su Chile actual: anatomía de un mito, Tomás Moulián ofrece la interpretación más clásica de esta transición pactada.

[4] Todas las traducciones de citas de los textos de Gómez-Barris son de la autora.

[5] La categoría de memoria pública surgió dentro del marco del debate sobre la historiografía chilena suscitado por las cartas autojustificatorias que Pinochet publicara durante su detención en 1999. Un amplio grupo de historiadores criticó públicamente la versión de la historia desarrollada en estas cartas, avalada por varios otros historiadores. Los historiadores comprometidos situaron su labor historiográfica en contra de la amnesia de la “memoria oficial” y la “memoria pública” e historiográfica generada en los medios de comunicación masivos que tergiversa y relativiza la historia en función de intereses particulares (Grez y Salazar, 1999: 34-35). A éstas, opusieron la “memoria social, (…) privada pero colectiva” de “las grandes mayorías ciudadanas que han estado sujetas por décadas y aún siglos, a la exclusión, la pobreza, el empleo precario y la represión” y “no olvidan (…) la tortura, la muerte y el dolor” (Grez y Salazar, 1999: 35).

[6] La Moneda dejó de funcionar como palacio presidencial después de que fuera bombardeada en el Golpe de estado. Volvió a ser sede de gobierno en 1981 después de haber sido restaurada ese mismo año.

[7] Todas las traducciones de citas del texto de Rodríguez son de la autora.

[8] En el año 2000 poco después de su investidura como presidente, Ricardo Lagos dispuso de modificaciones al edificio que revirtieron en parte este borramiento de su pasado histórico. Volvió a abrir la puerta de la calle Morandé por la cual fue sacado el cuerpo sin vida de Allende y abrió los patios del palacio al público. Ese mismo año se instaló una estatua en homenaje a Allende cerca de la ubicación de aquella puerta. En El caso Pinochet, Guzmán filma esta estatua mientras es llevada en camión a La Moneda e instalada. Su ausencia en Salvador Allende expresa la desconfianza de Guzmán respecto de los monumentos.

[9] Rodríguez adopta una perspectiva benjaminiana al leer este documental como ejemplar del materialismo histórico de parte de un cineasta que se hace heredero de la memoria al resistirse al peligro de olvidar los crímenes del pasado (2007: 17-8). Guzmán dota así a su cine de lo que Benjamín llamó “el débil poder mesiánico”.

[10] En Salvador Allende, cuando Guzmán reconstruye las últimas horas de Allende, la periodista Verónica Ahumada le muestra el lugar donde se suicidó Allende y explica que el cambio en la disposición de muebles y muros en el edificio “obedece a un cálculo”.

[11] Al centrarse en la presencia militar en las escenas de ambas épocas, este montaje “denuncia la continuidad del protagonismo militar en el gobierno de la transición” (Rodríguez, 2007: 20-2).

[12] Los momentos de memoria son para Pierre Nora, “momentos claves en los que una revisión total de la conexión con el pasado se cristaliza en una obra individual o colectiva” (2010: x). Las citas de los textos de Nora son traducidas por la autora.

[13] Rodríguez ofrece una muy sugerente interpretación de la manera en que estas escenas de proyección construyen al cine como acto social. Al analizar la diferencia entre el medio en el que cada público ve la película (los estudiantes ven los rollos mientras que los testigos históricos ven una cinta video que pueden hacer avanzar y retroceder con facilidad), Rodríguez interpela este proceso como uno que involucra no sólo el viaje en el tiempo sino también una travesía por diversos “ambientes tecnológicos” (2007: 62-3).

[14] Estos actos evocan dos aspectos específicos de aquel período: la cohesión entre los militantes y la necesidad de que éstos se plegaran a los medios pacíficos elegidos por su líder. Este último aspecto es evocado en un performance hecho para ser filmado más que presenciado, en el que los 4 ex guardias de Salvador Allende (Juan incluido) desfilan, cada uno con una mano reposada en un automóvil que avanza a paso de hombre, al que vigilan con actitud de procesión, como si aún estuvieran cuidando al presidente. La coincidencia en la actitud corporal de los guardias y su coincidencia política en realizar este acto de memoria suplementa al testimonio individual de Juan, expresando la necesidad de que la memoria sea colectiva.

[15] La leyenda que figura adentro de la caja de plástico en la que están exhibidos los anteojos explica que son los “anteojos ópticos del Presidente Salvador Allende, encontrados en el Palacio de La Moneda tras el bombardeo”.

[16] La ausencia en esta película de la estatua que fue instalada en homenaje a Allende en 2000 (ver nota 5) se podría interpretar como una crítica a este monumento por los pocos datos que da sobre la vida de Allende y que Guzmán aspira a recuperar a través del medio fílmico.

[17] Estos artefactos están filmados de una manera que enfatiza su precariedad. Pensamos en los esbozos de Roberto Matta, apenas legibles y hechos en grandes hojas que aún guarda el Mono González, en la carta de Allende a Ema Malig y en la fragilidad de su mapa que parece estar pintado sobre un patchwork de telas y hojas.

[18] Aunque no tendría lugar en esta arqueología fílmica, el metro de Santiago, obra y orgullo de la dictadura, sería la contrapartida de estos usos de los medios de transporte asociados a Allende. La crónica de Pedro Lemebel, “El metro de Santiago (o esa azul radiante rapidez)” propone una crítica lapidaria de este símbolo.

[19] En las secuencias introductorias de la película, Guzmán y Malig se valen de los dos significados de la palabra “utopía” para describir respectivamente el Chile de Allende y la experiencia del destierro. Guzmán se refiere a “la utopía de un mundo más justo y más libre que recorría mi país en aquellos tiempos” mientras Ema vive su destierro “en una utopía”, en ninguna parte.

[20] Tras detallarlos, Galende sintetiza estos comportamientos, enumerándolos como sigue: “la vana emisión de obras que conforman nuestro presente, la deliberada afición por el tiempo mítico y el espectador extranjero, la recurrencia al archivo privado”.  

[21] Para Galende, la “lucha [de Guzmán en esta película] es en este sentido estrictamente personal, acaso un capítulo más de la guerra del buen archivista contra el baño de barniz al que su país trata de someter la memoria”.

[22] Este recorte diferencia el filme de Guzmán de acercamientos literarios al desierto chileno, como el de Ariel Dorfman que sitúa en el desierto las condiciones de posibilidad del Chile moderno, combinando en su recuento las actividades que rastrea Guzmán con un enfoque en las actividades u olas extractivas vinculadas al salitre o al cobre.

[23] Las transiciones también pueden servir para crear tiempo de reflexión para el espectador. Sin embargo, la carga poética de estas transiciones apunta hacia funciones y efectos adicionales.

[24] A lo largo de la película, Guzmán nos va preparando para esta equivalencia. En la primera secuencia filmada en el desierto, Guzmán explica que lo que tiene bajo sus pies probablemente sea lo más parecido al distante planeta Marte. Al comienzo de otra secuencia, explica que “como otros desiertos del planeta”, este tiene en su suelo “un océano de minerales”.

[25] Traducción hecha por el autor del texto original.

[26] Gómez-Barris interpreta la alternancia entre planos panorámicos del desierto y planos de la ruina del campo de concentración de tal manera que podemos inscribir esta técnica en relación con operaciones de arqueología fílmica, pues considera que estas secuencias “posibilitan una narrativa sobre el lugar, tejiendo un relato que elude a la linealiad para reunir y retratar restos arquitecturales” (2012).

[27] De hecho, en El caso Pinochet, Carlos Castresana uno de los abogados que formuló las denuncias internacionales contra Pinochet, nos revela que la lógica de las desapariciones durante la dictadura estaba calcada de los operativos “Nacht und Nebel” que preconizaban la desaparición absoluta para que las víctimas impresionaran a los demás por su suerte.

[28] Cuando muestra a gente caminando en el desierto, Guzmán usa la magnitud del paisaje desértico para componer imágenes que sugieren esta subsunción de la escala humana. Las figuras humanas parecen pequeñas, rodeadas de la extensión cobriza de la arena del desierto que se encuentra directamente con el cielo azul.

[29] En su artículo sobre este mismo documental, Adrián Cangi señala la capacidad de las imágenes para perdurar, recordando las observaciones de Didi-Huberman (2011: 160).

[30] Gómez-Barris ya había atribuido al cine documental en Chile la función de constituir un “archivo visual y sonoro de memorias” que, “mediante proyecciones públicas, podían crear espacios que posibiliten la experiencia de las formas de la memoria pública de la violencia política” (2008:106).

[31] Las traducciones de este texto son de la autora.

[32] Este documental incluye varias referencias a la precarización de las voces y la futura extinción de los cuerpos de estos portadores de la memoria y la historia. Varios testigos entrevistados tienen alrededor de 70 años. Victoria Berríos especifica que las mujeres de Calama se van haciendo menos numerosas. Guzmán incluye algunas referencias a la precarización de las formas materiales en las que se plasma la memoria, por ejemplo, las fotografías gastadas de detenidos-desaparecidos reproducidas numerosas veces en su función militante y cuya antigüedad contrasta con la fotografía clara y de alto contraste de las tomas del desierto. Al filmarlas, Guzmán registra estas instancias de la memoria colectiva, en un intento de contrarrestar su desgaste.

[33] La categoría de Pierre Nora es más útil en su capacidad de teorizar un conjunto de gestos específicos vis-à-vis de la memoria que para circunscribir un corpus según criterios estrictos. Para Nora, los “lieux de mémoire” son “restos, son las últimas corporizaciones de la conciencia memorial que apenas ha sobrevivido en una edad histórica que clama por la memoria porque la ha dejado en abandono” y se materializan en ritos remanentes de otras edades, “ilusiones de eternidad”, como son “los museos, los archivos, los cementerios, los festivales, los aniversarios, los tratados, (…), los monumentos y los santuarios” que, partiendo de la premisa según la cual “no existe la memoria espontánea”, intentan asegurar la continuidad de prácticas desfasadas con las transformaciones a las que toda sociedad se entrega”. La siguiente evocativa caracterización de los lieux de mémoire es ideal para caracterizar el estatus que Nostalgia les da a los restos del pasado: son “momentos de historia arrancados al movimiento de la historia y después devueltos al mismo; ya no son vida exactamente pero tampoco muerte, como conchas en la orilla en que golpea el mar de la memoria viva” (2007:149).

 

 

 

 

 

L’histoire peut se représenter comme la mémoi­re universelle du genre humain. Mais il n’y a pas de mémoire universelle.

Maurice Halbwachs, La mémoire collective.

 

Dos hilos conductores recorren la trayectoria fílmica de Patricio Guzmán en los últimos quince años. Chile, la memoria obstinada (1997), El caso Pinochet (2001) y Salvador Allende (2004) indagan en la memoria del gobierno socialista encabezado por Salvador Allende y en el legado de la dictadura que lo aplastó. Isla de Robinson Crusoe (1999) y Mi Julio Verne (2005) exploran lugares remotos y se centran en actividades de descubrimiento y creación. Su película más reciente, la ampliamente premiada Nostalgia de la luz (2010), filmada y producida a lo largo de cinco años, parece combinar la vertiente historicista plasmada en el cine de memoria con la espacial o geográfica. Este documental se centra en el desierto de Atacama, cuyas características geográficas y climáticas posibilitan la convergencia en él de dos trayectorias: si la transparencia de su aire y su altura lo convierten en puesto de observación astronómico ideal, su ubicación remota hizo que fuera escogido por el estado dictatorial para ubicar ahí uno de múltiples campos de detención clandestinos a lo largo del país, sin anticipar que la aridez de este ambiente permitiría la conservación de los restos de sus víctimas.

Al enfatizar un lugar específico y examinar sus múltiples facetas, Nostalgia de la luz parece contrastar con el cine de Guzmán centrado en la memoria, y alinearse más bien con el corpus dedicado a la exploración de geografías remotas. Queremos proponer aquí que este énfasis en la densidad de un mismo lugar es la culminación más explícita de un gesto que recorre de forma más soterrada el corpus documental de cariz histórico. Posibilitado por la imagen documental, este gesto es doble porque consiste en tomar como punto de partida lugares específicos y prácticas espaciales a partir de los cuales activar la memoria para luego efectuar una arqueología del presente. Si la excepcional aridez del desierto de Atacama es particularmente apta para la práctica arqueológica tan central en Nostalgia de la luz, rastreamos aquí versiones anteriores de este gesto, proponiendo que constituyen uno de los principales modos de politización del cine de Guzmán mediante intervenciones espaciales del presente. Nostalgia de la luz nos alienta, por ende, a releer el corpus documental de Guzmán dedicado a la memoria para examinar las operaciones de índole espacial mediante las cuales este cineasta cava e indaga en la memoria, pues son éstas las que establecen este corpus como contradiscurso.[1]

Como el presente acercamiento se interesa en los métodos formales y temáticos mediante los cuales el cine documental problematiza el estatus y el uso de dinámicas o prácticas espaciales en la producción y la reproducción del poder econónomico y político, sus énfasis analíticos estriban de la vertiente de la teoría crítica volcada hacia une comprensión crítica del carácter mutuamente constitutivo del espacio y de lo político, ejemplificada en parte por los textos de David Harvey, Henri Lefebvre y Doreen Massey. En este sentido, para indagar en la construcción documental de la memoria, el análisis espacial puede ser fructífero en su capacidad de pensar los complejos procesos de construcción y modificación del significado de sitios y prácticas espaciales específicos y la manera en que estos procesos pueden revelar u ocultar las relaciones sociales, económicas y (geo-)políticas que los constituyen y que estos espacios y prácticas generan a su vez.[2] Al poner en diálogo los múltiples y a veces contradictorios significados condensados e inscritos en sitios, prácticas espaciales y cartografías, la arqueología documental llevada a cabo en el cine de Guzmán, su modo de producción de conocimiento, busca hacer visible e inteligibles estas relaciones, modificando su “decibilidad” para usar una categoría del análisis “arqueológico” del discurso que propusiera Michel Foucault.

 

I) El gesto arqueológico como base del contradiscurso

 

Es en relación con los dos sucesivos silenciamientos impuestos por el régimen militar encabezado por Augusto Pinochet (1973-1990) y por la posterior transición a la democracia que el cine de Guzmán opera como contradiscurso. Filmadas en el período de la Unidad Popular (1970-1973) con el afán de registrar nuevas formas de organización política y social, así como las tensiones que éstas suscitaron, las tres partes de La batalla de Chile (1976-8) adquirieron un papel tan inesperado como clave al documentar una etapa en la vida política del país transandino activamente suprimida y negada por 17 años de dictadura. De manera semejante, los límites políticos y discursivos sobre cuya base fue fraguada la transición a la democracia, calificada de pactada por críticos y observadores, han permitido que los documentales posteriores de Guzmán siguieran posicionándose como contradiscurso al reflexionar sobre el legado de la dictadura.[3] Este posicionamiento estriba fuertemente de la posición que Guzmán construye para sí mismo a lo largo de su obra documental, caracterizada por Macarena Gómez-Barris como la de “un exiliado curtido, testigo, cronista y sobreviviente” desde la cual articula su contradiscurso, “un particular tipo de memoria histórica centrada en el silenciamiento en la nación de la tortura y la desaparición a pesar de las cuantiosas pruebas de su existencia” (2012).[4] Guzmán mismo ha definido la función de su cine relacionándola con la desmemoria que ha cundido en buena parte de la sociedad chilena en su eficaz frase: “un país sin cine documental es como una familia sin álbum de fotografías”. En este sentido, el cine documental de Patricio Guzmán toma el tiempo presente como punto de partida para articular una relación entre tres períodos que la “memoria pública” (Grez y Salazar, 1999: 35) ha insistido en presentar como desconectados el uno del otro.[5] Se puede decir, por ende, que estos documentales construyen su objeto como contradiscurso al proponer una arqueología del presente que redefine este tiempo hurgando en los orígenes de sus conflictos y tensiones, en sus contradicciones y puntos ciegos. Este gesto arqueológico que vincula el presente a los dos períodos históricos anteriores es una de las características definitorias del cine de Guzmán en los últimos quince años.

La arqueología aparece de forma explícita como práctica en Nostalgia de la luz en la medida en que Guzmán es sensible a las huellas de actividad humana en diferentes períodos históricos y acude a arqueólogos para investigar estas huellas. En El caso Pinochet, el equipo forense del juez Guzmán Tapia, guiado por sobrevivientes y acompañado por familiares, cava bajo las arenas de este mismo desierto y abre los pisos de la estructura desierta del campo de detención de Villa Grimaldi en busca de los restos de detenidos-desaparecidos que servirán luego para construir el caso jurídico contra Pinochet e inculparlo de crímenes contra la humanidad. Se examinará aquí la manera en que los documentales de Guzmán usan la imagen fílmica para llevar a cabo otras formas de arqueología. El gesto de Guzmán es arqueológico en un sentido amplio cuando convoca a distintos grupos de testigos y protagonistas de la historia para escarbar en el pasado, abriendo y resaltando a través del documental la posibilidad de colectivizar la memoria. En este sentido, resulta fructífero analizar los medios fílmicos mediante los cuales Guzmán restituye la densidad histórica de lugares específicos y de prácticas espaciales.

 

II) Espacialización de la memoria, intermedialidad y crítica de los monumentos en Chile, la memoria obstinada.

 

En su afán de medir el legado de la dictadura en una sociedad alentada por el discurso oficial a participar de una “reconciliación” nacional fundada en la imposibilidad de reevaluar el pasado reciente de forma abarcadora, Chile, la memoria obstinada acuña diversos métodos para activar la memoria de este período histórico. El argumento de Gómez-Barris según el cual esta película “hace visible los sitios del ocultamiento de la memoria en las esferas públicas de la posdictadura” (2009: 105) puede servir de pista para indagar en estos métodos, varios de los cuales consisten en crear anclajes para la memoria mediante un diálogo con el significado de lugares emblemáticos del centro cívico de Santiago. El punto de partida principal para estas operaciones de inscripción de la memoria mediante la resemantización del espacio es el Palacio de La Moneda, cuya capacidad de activación de la memoria radica en su densidad histórica: es y ha sido el palacio presidencial, las plazas públicas que lo rodean fueron los epicentros del movimiento popular que floreció durante la Unidad Popular y fue, por ende, el blanco principal del bombardeo que anunció el Golpe de estado del 11 de septiembre de 1973.[6] Como señala Juan Carlos Rodríguez, al volver a La Moneda, Guzmán vuelve a varios sitios de filmación del material que integra La batalla de Chile, convirtiéndose así en “testigo de la transformación de la sociedad chilena posteriormente al trauma del Golpe”, y llega a ser un “viajero en el tiempo” (2007: 15).[7] El trabajo documental de Guzmán devuelve su densidad histórica a este edificio, rechazando su semantización actual basada en una equivalencia entre su inmaculada fachada y su estatus como casa de gobierno, procedimiento que se repite y exacerba en Salvador Allende al filmar la fachada de La Moneda, pintada en el año 2000 en un reluciente blanco invierno, que reproduce su color original.[8] La Moneda que filma Guzmán en el presente no delata ninguna cicatriz de su pasado violento y traumático signado por las acciones ilegítimas del Estado de facto. Al concentrarse en ubicaciones claves del bombardeo, la cámara de Guzmán enfatiza la ausencia en La Moneda de pistas que puedan alentar a reflexionar sobre el legado de la dictadura. Desde la perspectiva benjaminiana de Rodríguez, es por esta misma razón que este lugar le sirve a Guzmán para “exhibir la doble naturaleza de los monumentos culturales en aras de redimir el pasado” (2007: 18).[9] Si para Benjamín, “cada documento de civilización es a la vez un documento de barbarie”, el retorno fílmico al Palacio de la Moneda constituye un “intento de inscribir la memoria del pasado, y es a la vez una meditación sobre las posibilidades de revisar la condición ambivalente de los monumentos culturales como documentos históricos” (Rodríguez, 2007: 18).

El primer método mediante el cual Guzmán inscribe en el palacio presidencial la memoria del Golpe para desafiar las semantizaciones de La Moneda que excluyen su pasado histórico es una puesta en escena en este mismo edificio del acto de recordar ese día y los años que lo antecedieron. El testigo, Juan, fue custodio de Allende y, junto a Guzmán y su equipo de filmación, vuelve a los pasillos de La Moneda para rodar parte del actual documental. La capacidad de recordar que despliega Juan convierte su mirada en un rayo-X que ve más allá de la superficie lisa y de los cambios hechos al interior de la estructura para hacer menos reconocible su configuración antes del Golpe.[10] La especificidad formal del medio fílmico le da densidad a esta puesta en escena de la memoria mediante un montaje intermedial que suplementa visualmente el recuerdo de Juan expresado por su propia voz, restituyendo su densidad histórica a La Moneda y haciendo una arqueología fílmica que devela lo que la refacción del edificio ha ocultado. Mientras Juan recuerda y narra su recuerdo, vemos simultáneamente un plano de punto de vista mirando hacia las calles desde dentro del palacio presidencial. Esta focalización se convierte en una plasmación en el presente de la perspectiva histórica mediante un corte en el montaje a planos de La batalla de Chile filmados desde esta misma perspectiva y luego a fotografías históricas en un cruce de medios que viene a fisurar y cuestionar la lisura del edificio actual, perturbando simultáneamente la homogeneidad estilística y temporal del filme.[11] Este montaje intermedial inscribe múltiples significados en el edificio de La Moneda, tensionando la homogeneidad expresada por su fachada en su forma actual, para así dar cuenta del trauma infligido por el golpe, logrando así, como sugiere Rodríguez “desacralizar la función de estos edificios como monumentos culturales del presente” (2007:19). Guzmán usa repetidas veces esta técnica para crear “momentos de memoria” (Nora, 2010: x) que resemantizan lugares claves inscribiendo en ellos una carga histórica perturbadora que incluye tanto el trauma infligido por el Golpe como lo que este golpe suprimió e hirió, es decir en el caso de La Moneda, “no sólo el edificio sino el estilo público y democrático de hacer política” (Rodríguez, 2007: 19).[12]

Si a través del medio fílmico Guzmán establece y posibilita conexiones intermediales para devolverle su problemática densidad a lugares claves y hacer “vibrar” la memoria en ellos, es mediante la creación de espacios para la memoria, relacionados en buena parte con las esferas institucionales como observa Gómez-Barris (2012), que el cineasta propone la necesidad de que esta memoria sea colectiva. Uno de estos espacios es la sala de proyección en la que Guzmán reúne a varios miembros que integraron el personal de Allende para que vean La batalla de Chile e identifiquen a protagonistas sobrevivientes o desaparecidos. En el caso de los estudiantes universitarios y los colegiales que crecieron en tiempos de dictadura, las proyecciones de La batalla de Chile ponen en evidencia su poco conocimiento del período histórico que hasta entonces había sido casi completamente abolido de la esfera pública, además de sacar a relucir los debates y desacuerdos a los que el legado de este período puede dar lugar –como señala Guzmán con su voz en over, “la batalla de Chile aún no ha terminado”.[13] Otras prácticas espaciales que contribuyen a la construcción de una memoria colectiva por medios fílmicos son los “actos de memoria corporizada” (Rodríguez, 2007: 29) basados en una recreación de rituales que marcaron el cotidiano durante el período de la Unidad Popular. La performance sorpresiva del himno de la Unidad Popular “Venceremos” por una orquesta estudiantil en las calles (peatonales) del centro de Santiago subvierte la cotidianeidad de este lugar de consumo al suscitar todo tipo de reacciones, desde muestras de solidaridad de parte de quienes vuelven a formar sus dedos en “V” mientras miran emocionados el desfile de la banda, miradas perplejas de los jóvenes o la indiferencia de sus oídos tapados por auriculares, a expresiones inquietas de parte de algunos transeúntes. Esta diversidad en las reacciones contrasta con la unidad que el himno lograba suscitar en su contexto original, poniendo en evidencia el carácter problemático e irresuelto del legado de la Unidad Popular en este público que es, en buena medida, capaz de reconocer el himno, registrando (y acogiendo) así las disonancias y divergencias que constituyen esta memoria colectiva, junto con la complejidad afectiva de esta misma.[14]

En El caso Pinochet, Guzmán se basa en prácticas existentes para crear espacios colectivos para el testimonio. Abocado más directamente a las actualidades que Chile, la memoria obstinada, este documental replica la práctica que fue central para construir el caso jurídico contra Pinochet, al incluir entrevistas de Guzmán con los parientes de desaparecidos y ex detenidos que dieron sus deposiciones a puertas cerradas, creando así un registro de versiones de estas deposiciones y supliendo la imposibilidad de registrar lo transcurrido en los tribunales. En un montaje paralelo en el que cada trama evoluciona en dirección opuesta, los testimonios que justifican la causa contra Pinochet alternan con episodios de la trama de los reveses jurídico-legales y diplomáticos al cabo de los cuales el ex dictador termina eximido de enfrentar la justicia internacional. El documental enfatiza dos identidades colectivas forjadas a lo largo de este proceso al componer dos “fotografías de grupo”. La filmación moviliza así una estética intermedial en un procedimiento que subordina el medio fílmico a la forma fotográfica, invirtiendo así el uso de estos  dos medios en Chile, la memoria obstinada. Una de estas “fotografías” incluye a los manifestantes que denuncian la criminalidad de los actos de Pinochet en las calles londinenses y posan en estas mismas calles. La otra reúne a las víctimas, definidas ahora de manera pública por su condición de testigos, en un lugar no especificado, cuyo único significado es generado por la práctica testimonial que transcurre allí. El montaje documental va preparando al espectador para este último retrato de grupo al incluir como transiciones a lo largo de la película tomas mudas de los testigos juntos en una sala, moviéndose para formar un grupo. El que estos retratos de grupo aparezcan al final del montaje después de que fuera sobreseída la causa contra Pinochet por intervención del gobierno de Chile (y no por defectos de la causa), sugiere que el documental sirve para consolidar estos actos individuales de testimonio como parte de una memoria colectiva y pública. El lento paneo que se detiene sobre cada miembro del grupo crea la posibilidad de que surjan disonancias adentro del grupo, a diferencia de la tradicional fotografía fija de grupo que enfatiza la unidad del colectivo.

 

 

III) Geografías afectivas y arqueología documental: el pulso de la historia y la forma del pasado en Salvador Allende

 

Salvador Allende se puede situar en una relación de continuidad con las operaciones de semantización espacial anteriores. Sin embargo, aporta novedades al cine de Patricio Guzmán que anteceden varios de los gestos que están en la base de Nostalgia de la luz. Aunque Chile, la memoria obstinada anticipó el método que consiste en hacer irrumpir el pasado en la estructura material de la ciudad, al preocuparse de forma más explícita por la materialidad de los artefactos del pasado, Salvador Allende pone en escena un gesto arqueológico usando la intermedialidad para reflexionar sobre el estatus del recuerdo, la actualidad del pasado y la función del cine en la recuperación de este pasado. Para llevar a cabo esta reflexión, Guzmán define diferentes tipos de geografías y prácticas espaciales identificadas con el pasado y presente. Finalmente, Guzmán usa el movimiento inherente al medio fílmico para restituir la aceleración de la historia que se vivió durante la presidencia de Allende.

Antes del plano que indica el título epónimo de la película, Guzmán establece su documental como contradiscurso de una manera que prepara al espectador para un viaje en el tiempo. Vemos una mano –la de Guzmán– que manipula diversos objetos mientras su voz en over explica que estos fueron los objetos encontrados en el cuerpo sin vida de Allende. Estos objetos son: la banda presidencial, el carné de miembro del partido socialista, un estuche de anteojos vacío con las iniciales del presidente y un reloj pulsera. A continuación, vemos la mitad del par de anteojos de Allende exhibidos en el Museo Histórico Nacional y oímos en over que “rastreando en museos y archivos, hoy sólo este fragmento es visible al público”.[15] La voz de Guzmán suplementa los datos que faltan en la somera leyenda del museo explicando quien fue Allende y evocando la dictadura que aplastó su gobierno y cultivó el olvido de su figura.[16] Esta secuencia introductoria constituye una crítica a la historia oficial plasmada en el museo por su casi total exclusión de la figura del Presidente y de su vida, evidente en la inclusión del fragmento del par de anteojos destrozado por el disparó con el que Allende puso fin a su vida y en la omisión de los demás objetos. Modificando el marco institucional en relación con el cual había situado anteriormente su contradiscurso al centrarse en tribunales y en el centro cívico, Guzmán se ataca especialmente al museo en su manera de situar como “pasado” todo lo que en él se encuentra expuesto, sin sugerirle al visitante posibles conexiones con el presente. Frente a esta exposición insuficiente de artefactos del pasado que contribuye a invisibilizar sus tensiones, Guzmán propone una arqueología fílmica que analiza la figura de Allende en relación con Chile y busca reconstruir esta relación mediante diversos artefactos visuales. Al comenzar con imágenes de objetos que testimonian del pasado, especialmente este objeto (los anteojos) que es una extensión del cuerpo, Salvador Allende se diferencia de sus antecesoras por su preocupación por la materialidad del pasado, por la forma que adquiere en las esferas íntima y pública, indagando en su capacidad de activar la memoria.  

La secuencia que sigue al plano del título pone en escena un gesto arqueológico para vincular el afán documental de la película con la recuperación de la memoria, expresada ésta en relación con anclajes espaciales y procesos de semantización del espacio y del territorio. Tras varios planos del muro que bordea una autopista, el montaje corta a un primer plano de una uña que se pone a escarbar y, bajo la neutralidad de la capa de pintura beige, descubre tonos de azul y de amarillo, mientras oímos en over la voz de Guzmán: “la aparición del recuerdo no es cómoda, ni voluntaria. Sacude siempre”. Luego, vemos que esta mano (¿la de Guzmán?) empieza a golpear el muro con una roca para seguir escarbando bajo la capa de pintura beige mientras Guzmán nos dice en over: “El pasado no pasa. Vibra y se mueve con las vueltas de mi propia vida”. Descubrimos que un muro como este es el que despidió a Guzmán de Chile cuando partiera para el exilio después de haber sido detenido y luego liberado. En un encadenamiento que sugiere que el pasado late justo debajo de la superficie, el montaje corta a planos de arte mural de la época de la Unidad Popular seguidas de una entrevista al “Mono” González, el principal artista y diseñador de este arte mural quien describe y evoca esta forma de movilización popular en la campaña de la Unidad Popular que, en 1970, puso el nombre de Allende “en todos los muros de Chile”, esos muros que “eran del pueblo”. Si la voz del Mono recuerda la unidad que se logró a lo largo del país por medio de esta práctica de marcación del espacio público mientras vemos filmaciones de época de estas movilizaciones, la escena siguiente (actual) del Mono pintando un mural dedicado a la memoria de Allende, dando justo las pinceladas en el marco de los anteojos, le permite a Guzmán explicitar el criterio que guiará sus investigaciones y entrevistas: “el Mono (…) nunca olvidó nada, ningún detalle de la época de Allende. Como él, hay mucha gente que no olvidó nada”. Son estas personas las que le ayudarán a Guzmán a reconstruir la figura de Allende en vida como “parte del paisaje humano” del “sueño despierto” que vivieron juntos. El comentario que sigue establece la primacía del recuerdo como contrapartida a la amnesia y da sentido a las tomas iniciales de la uña escarbando en el muro: “El poder cultiva el olvido pero tras la capa de amnesia que cubre el país, el recuerdo emerge, las memorias vibran a flor de piel”. Desde la ubicación lateral de la autopista, Guzmán se propone obrar en contra de la “máquina del olvido” que la dictadura puso en marcha.

El montaje continúa operando para anclar el gesto arqueológico en relación con la creación de geografías alternativas que surgen del trauma del Golpe y de la dictadura. En la secuencia siguiente, Guzmán nos da a conocer la obra de otra artista plástica, Ema Malig, quien se presenta primero como colaboradora en aquella histórica campaña de 1970, cuando tenía 10 años. Antes de ver su rostro, vemos sus manos que abren un marco del que sacan una carta guardada con esmero, escrita y firmada por Allende y dirigida a ella. A continuación, Guzmán nos muestra una obra de Ema: un gigante mapa pintado en una tela colgante que representa una geografía imaginaria resultante del destierro, con tierras y mares llamados “Errancia”, “Destierro”, “Naufragios” y “Vientos del Sur”. Ema explica que para ella el destierro se vive en una geografía muy íntima constituida por islas en las que uno convive con fragmentos de su memoria. La precaria forma material de este mapa es enfatizada en una breve secuencia que muestra como este es descolgado, doblado y preparado para viajar a su siguiente destino. Con su voz en over, Guzmán explica que este mapa íntimo evoca también su propia versión de Chile, una tierra fragmentada más que un territorio unificado, un conjunto de islas que no se encuentran. Esta obra de arte crea una geografía afectiva que surge de la pérdida del país de origen, como nos recuerda Guzmán en la secuencia introductoria, aquél país que “a lo largo de 18 años, día a día, [la dictadura] se dedicó a destruir”. Esta imposibilidad de anclar una topografía afectiva (guardada en la memoria) en el Chile actual da pie a uno de los gestos investigativos claves de esta película y posiblemente explique su perspectiva subjetiva. Además, el énfasis en lo fragmentario constituye un giro en comparación con el afán de Guzmán de “producir” en su cine “un relato universalizador de la experiencia del período de Allende”, advertido por Gómez-Barris en su análisis de Chile, la memoria obstinada (2009: 125).

La secuencia siguiente es la primera en presentar a Salvador Allende al espectador mediante entrevistas e imágenes, poniendo así en escena su propio gesto arqueológico. La intermedialidad establece el estatus del recuerdo (íntimo) como contradiscurso, haciendo culminar un conjunto de secuencias introductorias en las que diversos artefactos precarios son los que luchan contra “la máquina del olvido”.[17] El artefacto que restituye el recuerdo íntimo de Allende es un álbum de fotografías cuyos rincones vemos primero, enfatizando así su antigüedad mediante el enfoque en su materialidad. La cámara baja para detenerse en una foto ajada y carcomida que no podemos descifrar debido al desgaste de la capa superior del papel en la que estaba impresa la imagen. La voz de Guzmán nos informa que este álbum pertenecía a Mamá Rosa, la madre de leche de Allende, y que permaneció escondido bajo la tierra durante 20 años, enterrado por los hijos de Mamá Rosa para que la dictadura no lo destruyera. Vemos fotos de Allende en un festejo de familia, celebrando los 92 años de Mamá Rosa. Al filmar estas fotografías exhumadas, Guzmán las registra para la posteridad y las traslada a la esfera pública. El comentario anterior en over de Guzmán prepara al espectador para esta colectivización del recuerdo íntimo: mientras vemos los rincones de las páginas del álbum, Guzmán explica que son imágenes de “una fiesta de otro tiempo, del Chile de mi infancia, de la dulzura del aire y el rumor del viento entre los árboles”, restituyendo así aquella época como experiencia al aludir a ella en términos sensoriales, suplementando así lo que las fotos retratan o substituyendo lo que estas fotos dejan de mostrar. Es una crítica a la pretensión de legibilidad total de las imágenes del presente, de la ilusión de transparencia tan clave para la “transición”. Al incluir tomas de las fotos gastadas, el montaje llama la atención a la materialidad de los artefactos que nos hablan del pasado, apuntando hacia una doble necesidad, por una parte, de restituir los ritmos y las velocidades de períodos históricos pasados, y, por otra parte, de movilizar el medio fílmico para articular una narrativa sobre estos períodos basándose en estos fragmentos de diferentes medios audio-visuales.

La etapa siguiente de la arqueología fílmica que realiza Guzmán consiste en usar grabaciones fílmicas históricas para reconstruir el lazo forjado entre Allende y el pueblo chileno mediante la práctica espacial que los vinculó: los numerosos recorridos del país en tren que hiciera Allende en sus cuatro sucesivas campañas a la presidencia, además de otras como diputado o senador, que podrían ser la contrapartida histórica de la resquebrajada geografía imaginaria del destierro, con su inscripción de afectos en un territorio fragmentado. Al evocar estas campañas, Guzmán vincula por primera vez a Salvador Allende con una colectividad, el pueblo chileno, explicando que estas giras crearon un lazo de cariño, aprecio y comprensión entre ambos. El comienzo de esta secuencia nos ubica en el período actual mediante una toma diurna de la vía ferroviaria filmada en ángulo picado desde el último vagón de un tren que está en movimiento. El movimiento del tren contemporáneo es el punto de partida para recuperar en el documental la sensación de “aceleración de la historia” que evocará Guzmán más adelante, expresada a continuación mediante las imágenes en movimiento de los sucesivos “trenes de la victoria”. De una foto de Allende posando delante del tren con su equipo, pasamos a un montaje relativamente extenso (5 minutos) de filmaciones de los trenes que llevan a los protagonistas de la gira nacional, incluyendo escenas filmadas por Joris Ivens de la primera de estas campañas que operó en 1952 bajo el lema “a todo vapor con Salvador”. La explicación simultánea en over da cuenta de la intensidad de afectos inscritos en esta práctica espacial llevada a cabo durante 20 años y del significado histórico de estas gira, en la que Allende “recorrió el país pueblo por pueblo, casa por casa, pieza por pieza, entonces conoció a los chilenos de verdad. Le apasionaba enseñar e ir creando conciencia, movimiento aunque sabía que no podía ganar. Con humor, borraba las distancias y hacía amigos por el camino” (énfasis mío). Al igual que los murales mediante los cuales el nombre de Allende figuraba “en todas las calles de Chile”, el recorrido unifica las distintas partes del país mediante la reproducción en cada lugar de este lazo afectivo que, como explica la voz de Guzmán, crea la base que lo llevará a su victoria como jefe de una coalición multipartidaria en las elecciones presidenciales de 1970: “Allende fue enamorando al pueblo y llegó a ser presidente”. El que las filmaciones de escenas del tren estén entrecortadas con entrevistas a dos de las hijas de Allende en la que resaltan “la vitalidad fuera de lo común” de su padre contribuye a retratar el dinamismo de Allende.

El montaje continúa integrando filmaciones históricas –esta vez, realizadas por Guzmán y su equipo– para evocar la implementación de una serie de medidas redistributivas como la reforma agraria posibilitadas por la victoria presidencial. Entrevistas y escenas de las calles de Santiago y de las asambleas a lo largo del país documentan la presidencia de Allende. La aceleración de la historia anticipada por el recorrido en tren y las pintadas de la campaña electoral del ‘70 es ejemplificada en un montaje de breves escenas que muestran a obreros, campesinos, militantes y estudiantes en movimiento. Marchan en las calles de Santiago, se movilizan en carretas y tractores viajando a la capital por las autopistas, constituyendo otro tipo de intermedialidad que bien podemos interpretar como una crítica de Guzmán a la “máquina del olvido”. Este uso de los medios de trabajo agrícola de diversas épocas para trasladarse y así unirse en apoyo a Allende en la construcción conjunta de un proyecto político a lo largo de tres tensos años evidentemente subvierte la función productiva de estos aparatos, además de actuar como contrapartida a los camiones parados por la huelga de los camioneros en crítica a Allende. La voz en over da su significado a estas escenas dentro de este documental. Cuando se refiere a la rapidez con la que se llevó a cabo reforma agraria, Guzmán expresa que “hasta hoy me conmueve esta formidable aceleración de la historia”, añadiendo a continuación que “en cada rincón del país, del campo y de la ciudad, cada hombre, cada mujer y niño participaba en la creación de una vida nueva (…). La energía podía tocarse con las manos”, usando la tactilidad para retratar los dramáticos cambios llevados a cabo durante el primer año del gobierno Allende, incluyendo la nacionalización de múltiples empresas, y la vitalidad de este período. El golpe de estado de 1973 pone fin a la posibilidad de inscribir esta geografía afectiva en el territorio o de hacerla coincidir con la topografía del mapa nacional que la dictadura convertirá en una topografía del terror y de la muerte. Guzmán vincula la aceleración histórica retratada en este montaje con dos elementos en el presente. Filma las conmovedoras ruinas de los autobuses cuyos chóferes fueron leales a Allende durante las huelgas en oposición a su gobierno (leyéndolas como ejemplo de que las fuerzas políticas de la coalición estaban desperdigadas para explicar la relativa desprotección de Allende en el día del golpe).[18] En cambio, los dos entrevistados más jóvenes son obreros ferroviarios (deben tener alrededor de 30 años) que defienden a Allende, analizan su relativa desprotección y señalan la marginación de la clase obrera en el Chile de hoy.

Una transición entre dos secuencias termina de explicitar la pertinencia de la arqueología documental de Guzmán. Mientras vemos cuatro distintos planos panorámicos de Santiago enfocados en sus edificios y rascacielos al pie de los Andes, retratándola como si fuese una ciudad con poca presencia humana, en un sorprendente contraste con las tomas históricas de las calles llenas de gente durante el período de la Unidad Popular, oímos este comentario en over: “Me siento como un extranjero errando por una geografía hostil. No puedo olvidar que la dictadura aplastó la vida, hundió la vivencia democrática, impuso el consumo como único valor. Pero tras la frialdad de esta ciudad, hay personas, sueños, luchas que debo seguir buscando”. Con esta afirmación, la voz de Guzmán, cuya ubicación espacial es escasamente precisada o definida, termina de explicitar su posición lateral y externa al país actual. Las imágenes de la ciudad rutilante, por su parte, contrastan con la multiplicidad de artefactos del pasado integrados en esta película mediante el montaje, que podríamos leer como astillas o fragmentos del resquebrajamiento de aquella geografía afectiva que había constituido Allende.[19] La función específica del cine en su capacidad de reconstruir la vida de Allende queda especificada por el contraste entre la secuencia de apertura y las últimas palabras de Guzmán en la película: partiendo del gesto del museo de recordar a Allende como muerto (y, podríamos añadir, como derrotado), el medio fílmico le permite a Guzmán evocar al líder en vida, a través de un montaje poético. En efecto, después su reconstrucción de las últimas horas de Allende antes de su suicidio –al que él mismo se refirió como sacrificio–, hechas más impactantes aún por el sonido del latido de un corazón que se va lentificando, Guzmán nos dice que “Salvador Allende amó la vida y la vida lo amó. Con esta vida en la cabeza, seguimos construyendo futuros”.

           

            La interpretación que propone Federico Galende de Salvador Allende es útil para situar el valor de la espacialización de la memoria mediante la puesta en escena del gesto arqueológico en diversos niveles de este documental. Galende analiza sutiles contrastes entre La batalla de Chile y Salvador Allende y argumenta que si la primera propone una “teoría de la soberanía” al producir una “comprensión cinematográfica de la historia” mediante el montaje y la edición de las imágenes que “eternizarían la era de la dignidad del país” en rostros en cuya expresión “se revelaba melancólicamente la constitución del pueblo como sujeto”, la última propone una “teoría de la ruina” que recupera el “sueño” vivido durante los años de la Unidad Popular, privatizando este sueño al canalizarlo por la voz en off de Guzmán que se expresa en primera persona. Si esta teoría de la ruina usa objetos y antiguas fotografías en aras de interrumpir “la decoloración histórica del pasado de Chile”, obra de la “desmemoria” que ha cundido en la “casi totalidad del campo cultural”, ansiosa por “pasar en limpio las fojas negras de su desgracia para dedicarse de lleno al futuro”, tiene también el efecto de producir a Allende no como “la reliquia extraviada que el historiador memorioso suma al jeroglífico del presente”, sino como “el objeto dormido que alguien pugna por enrostrarle personalmente una última vez a un país al que no quiere” (subrayado mío). Estas últimas observaciones de Galende referidas a la posicionamiento de Guzmán se pueden relacionar con el establecimiento a lo largo de Salvador Allende de una posición lateral o externa establecida para anclar la perspectiva en primera persona que hila el documental y la voz que lo narra –un aspecto que en Nostalgia de la luz funciona para replantear la escala y el alcance de la memoria histórica, ampliando la pertinencia de esta categoría más allá de la historia reciente. En tanto tal, resultan claves para poder interpretar el cambio de escala efectuado en Nostalgia de la luz, y para contrastar el enmarcamiento de la perspectiva subjetiva que da pie al gesto arqueológico en cada película.

            La privatización del recuerdo advertida por Galende lleva al cineasta a incurrir en varios de los comportamientos que, para el crítico, aquejan a la izquierda chilena contemporánea.[20] En este sentido es revelador que Galende vincule estos gestos con la posición externa de Guzmán respecto de Chile, la cual influye de diferentes modos en su construcción de cada documental como contradiscurso: si bien esta distancia había situado anteriormente al cineasta en una posición privilegiada para “devolverle [a Chile] a través de las imágenes pizcas de su inconsciente óptico”, ahora se ha desdoblado en el trazado de nuevas coordenadas para definir la búsqueda documental, caracterizada esta vez en términos estrictamente personales,[21] y el público hacia el cual el montaje documental apunta. Galende detecta en este documental una tensión entre dos modos específicos de disponer el archivo ante el público, “una tensión entre un uso simbólico y un uso mítico de las imágenes”. Para Galende, la dimensión simbólica de las imágenes, plasmada en el uso de la (manida) imagen de La Moneda en llamas, está dirigida hacia un público internacional más que nacional y hace caso omiso de la publicación de recientes biografías de Allende y de testimonios que proveen nuevas imágenes para documentar la barbarie de los militares. La relectura mítica de la historia mediante la cual el cineasta buscaría “protegerse de la crueldad de la historia” y “resistir la insoportable adultez del país” consistiría en congelar el período de la Unidad Popular en la forma de “una onírica privada”, de un sueño de infancia en lugar de restituirlo en toda la complejidad de su dimensión colectiva.

            Además de este gesto de reinscripción individual, los giros que señala Galende son relevantes para abordar Nostalgia de la luz. Galende señala que la construcción de la historia como sueño de infancia y su consiguiente inscripción en una temporalidad mítica va de la mano con una “extinción pública del archivo que del Museo, la Biblioteca o la Universidad ha pasado velozmente a la casa del coleccionista, el experto o el curador, como si tras la devastación tácitamente aceptada, algunos hubieran alcanzado a escapar de las ruinas con huellas de historia en sus mochilas”. Si esta extinción del carácter público (y estatal) del archivo se puede considerar como productiva, es porque abre otras posibilidades para disponer el archivo, para darlo a ver, y tampoco clausura la posibilidad de dialogar con la forma del archivo, aspecto que se retomará abajo en el análisis de Nostalgia de la luz. La centralidad de la pregunta por los orígenes de la vida (y los orígenes del Chile contemporáneo) en el documental más reciente de Guzmán es un modo de reaccionar frente a esta extinción del carácter público del archivo. Al enhebrar la arqueología y la astronomía como vías a la vez íntimas y científicas para acercarse a la historia, Nostalgia de la luz reditúa en una escala a la vez planetaria y nacional la vinculación entre origen y autoridad efectuada por el archivo, que el documentalista convierte en materialización de la memoria.

1a. El gesto arqueológico en Salvador Allende.

 

1b. El plano siguiente a 1a: arqueología documental e intermedialidad en Salvador Allende.

1c. El gesto arqueológico en la ruina del campo de concentración de Chacabuco (Nostalgia de la luz)

 

IV) Nostalgia de la luz, el documental como museo y la colectivización de la “prehistoria acusatoria” de Chile

 

En contraste con la ciudad cuyos monumentos, torres y autopistas acallan las voces del pasado, haciendo de ella un terreno hostil para la memoria, en Nostalgia de la luz, Guzmán define el desierto de Atacama como un “gran libro abierto de la memoria” al enfocarse en las huellas históricas conservadas en este lugar, yendo de las civilizaciones autóctonas precolombinas, pasando por los mineros itinerantes cuyos rastros han permanecido en sus camposantos, a los campos de detención clandestinos de la dictadura de Pinochet, entrelazando estas huellas constantemente con la práctica astronómica posibilitada por este ambiente. Si en la ciudad neoliberal, la transparencia es ilusoria en la medida en que invisibiliza las huellas del pasado, la transparencia del aire desértico devela continuamente los orígenes del “frágil” presente de Chile en sus arenas y rocas, y los de la vida misma en las estrellas, galaxias y planetas cuya energía se puede medir desde este lugar que está a varios miles de kilómetros de altura. La densidad histórica de este desierto desmiente la semantización más común del sustantivo “desierto”. Como señala la voz en off de Guzmán, no “hay nada, no hay insectos, no hay animales, no hay pájaros. Sin embargo, está lleno de historia” (subrayado mío). Su naturaleza poco cambiante no es amena al olvido y asegura la omnipresencia y la permanencia en él del pasado, constituyéndolo en una especie de archivo. Esta particularidad implica modificaciones respecto de las operaciones de arqueología fílmica rastreadas en este trabajo. Si en su lenguaje formal, este documental se basa en un montaje poético desencadenado por una perspectiva subjetiva, su uso de prácticas de arqueología fílmica para abordar temáticamente las prácticas espaciales y epistemológicas inscritas en este desierto amplían el alcance de la memoria, resituándola entre historia y archivo y colectivizando su alcance al relacionar entre sí estas prácticas.

Aun cuando Guzmán presenta diversos capítulos de este “libro abierto de la memoria”, selecciona dos modos de leerlo, la astronomía y la arqueología, para profundizar en las respectivas trayectorias de estas ciencias y hacerlas converger, inscribiendo así en este desierto la maravilla y el horror.[22] Este documental es construido como contradiscurso mediante su énfasis en las ciencias que sondean el pasado. En una entrevista dos años anterior al estreno de la película, Guzmán se refiere al proyecto como “una película centrada en el Chile actual, ese país moderno que cree que está en el mejor lugar de América Latina, que tiene un nivel de crecimiento muy alto, pero en el que las desigualdades son también enormes”. Esta “visión” de Chile se centrará según Guzmán en tres grupos, cada uno de los cuales opera en una escala específica para articular una relación entre espacio y tiempo: los astrónomos “buscan en el pasado del universo el futuro de la humanidad” y entienden el presente como “una línea delgada entre el futuro y el pasado”, los familiares de detenidos-desaparecidos aún escarban en las arenas del desierto guiados por la esperanza de encontrar los restos de sus familiares y, finalmente, en Santiago, “el gobierno y los poderes económicos niegan el pasado y sólo buscan la riqueza del presente”. Aún cuando este tercer grupo no esté explícitamente presente en el producto final, la película ofrece un contrarelato al exitismo de éstos sectores sociales mediante la tematización de la explotación minera como base del Chile moderno y la centralidad que el filme le da la arqueología en relación con la cartografía de la muerte y del terror que posibilitó la aplicación del modelo neoliberal. El que en esta misma entrevista Guzmán se haya referido a su proyecto como “una visión actual de Chile” le da centralidad al debate sobre el pasado en la definición de la nación. De este modo, dialogando con la interpretación de Gómez-Barris, según la cual “la dimensión espacial” aquí “amplía la percepción que los espectadores tienen del desierto, ampliando también su significado político y social como sitio de memoria y testimonio” (2012), proponemos que, al vincular las esferas económicas y políticas mediante las distintas prácticas productoras de conocimientos posibilitadas por la especificidad ambiental del desierto, Nostalgia de la luz amplía el alcance temporal y temático de la memoria relacionándola con la explotación capitalista de las épocas extractivas en base a la cual se echaron los cimientos del Chile moderno.

 

 

Las secuencias introductorias sientan el tono poético del documental y establecen la perspectiva subjetiva que lo organiza, sensible a la materialidad del pasado. Son fuertemente evocativas y anticipan los encadenamientos entre secuencias en su capacidad de sugerir conexiones al espectador. Los primeros planos y planos medios de la escena inicial muestran un telescopio en un observatorio enfatizando sus formas y la infraestructura que lo rodea, subvirtiendo su función de instrumento para convertirlo en objeto de contemplación. Aunque Guzmán no lo especifica, este telescopio fue instalado en 1910. Guzmán sí aclara en off que el telescopio todavía funciona, convirtiéndolo en ejemplo de la persistencia de la fascinación con el universo, de las tecnologías de la visión y de los objetos. Dándonos a ver sus múltiples ruedas y engranajes, lo distingue de los gigantescos telescopios contemporáneos que vemos a intervalos regulares a lo largo de la película, asemejándolo a una cámara o un proyector. Tal como nos revela su narración en off después de esa secuencia inicial, es en este telescopio alemán instalado en Santiago que, de niño, Guzmán miraba las estrellas. Este objeto, junto con otros que en algún distante futuro podrían servir para hacer una arqueología de aquella época, hace vibrar en Guzmán la memoria de los comienzos de la astronomía en Chile y de la “aventura noble” que vivió (los años de la Unidad Popular). Las imágenes de la antigua casa, cual museo íntimo, que acompañan visualmente la evocación de esta “aventura” por la voz en off parecieran haber sido anticipadas en la lectura de Galende. Guzmán carga el recuerdo de una tonalidad afectiva al explicar a continuación que la “ilusi[ó]n quedó grabada para siempre en [su] alma” aunque haya sido aplastada por la dictadura. Aunque la dictadura barrió con “la democracia, los sueños y la ciencia”, la astronomía, “una pasión de muchos”, se mantuvo en Chile gracias a colaboradores internacionales y constituye, por ende, un hilo de continuidad entre tres períodos diferenciados en términos políticos.

Posteriormente a este punto de partida subjetivo, Guzmán introduce elementos audiovisuales que funcionan como transiciones entre las secuencias y están en la base del montaje poético. Estos elementos ameritan un análisis detenido porque, durante la primera media hora, van enhebrando las trayectorias de dos ciencias volcadas hacia la reconstrucción del pasado, aunque preocupadas con objetos distintos, alentando así al espectador a crear conexiones entre las esferas científicas y experienciales.[23] En esta primera media hora, aprendemos que los arqueólogos buscan en el desierto los rastros de civilizaciones anteriores y terminan trabajando a menudo con lo que, según nos dice el arqueólogo Lautaro Núñez, serían elementos o pruebas para hacer una “prehistoria acusatoria” de Chile, que incluye sus épocas extractivas vinculadas al salitre y al cobre, especialmente en el siglo XIX en el que, como nos informa Guzmán en off, “la minería era como la esclavitud”. Dentro de esta serie, el montaje incluye los campos de concentración que la dictadura sentó en las abandonadas estructuras de las residencias mineras y a lo largo del país. Los astrónomos, por su parte, sondean al cielo estrellado en busca de los orígenes de la humanidad en aras de anticipar su futuro, midiendo los rastros de energía emitida hace millones de millones de años.

 

Nostalgia de la luz incluye cuatro modos de transición: polvo de estrella (una nube de polvo de estrella que “envuelve” las figuras y objetos centrales del cuadro), planos panorámicos del desierto, planos de los observatorios y telescopios y fotografías magnificadas de estrellas. Poéticas en sí, estas transiciones nos preparan para la revelación que llega poco después de los dos tercios de la película: la identidad molecular entre los huesos y las estrellas, ambos hechos de calcio.[24] Con esta revelación, culmina la preocupación del cineasta por la materialidad del pasado, por su forma y su substancia, como bases de la interacción de la cámara y del cine con ese pasado. Al señalar esta identidad molecular, el cineasta opera en contra del olvido que, para muchos, sustenta la identidad nacional actual y, como sugiere Jens Andermann, propone que “cuando (…) la dictadura de Pinochet eligió el desierto de Atacama para instalar ahí sus campos más infames de tortura y exterminio y enterrar los cuerpos de sus víctimas pensando que la lejanía y esterilidad de su geografía equivalían al más absoluto olvido, ignoraba que estaba confiando sus crímenes nada menos que a la memoria planetaria” (2012: 165).[25] Al alentarnos a inscribir a los muertos enterrados en el desierto en una escala planetaria y no sólo en la historia de la humanidad (es decir, según un prisma más espacial que exclusivamente temporal), Guzmán sugiere la persistencia y la omnipresencia del pasado para quienes tienen el deseo y la capacidad de leerlo. 

2. Puesta de sol sobre la ruina del campo de concentración de Chacabuco (Nostalgia de la luz).

Las transiciones recalcan constantemente la escala planetaria que vincula a los hombres, mujeres y objetos que vemos ahí y los problemas con los que nos familiarizamos. Quizás su logro más eficaz sea dotar de poder estético el lugar en el que transcurrieron los más graves pasajes de la “prehistoria acusatoria de Chile”. En efecto, varias transiciones enfatizan la belleza del paisaje desértico. La ruina de lo que parece ser una casa de contratación de obreros es filmada de manera que produce una experiencia estética, deteniéndose en la metálica música del murmullo del viento entre cucharones de cobre colgados. Posibilitada por la luz del desierto, la fotografía cristalina de estas escenas contribuye a este efecto. Los frecuentes planos panorámicos de sobrecogedoras puestas de sol en el desierto, especialmente sobre la ruina del campo de concentración de Chacabuco –el más grande de todos–, evocan el gesto desmistificador de la memorable secuencia inicial del clásico Nuit et brouillard de Alain Resnais (1955).[26] En esta secuencia, mientras vemos lo que parece ser una aldea rural, la voz en over anticipa el horror del campo de concentración nazi que estuvo ubicado en este lugar hace poco más de una década y que el documental  reconstruye luego de manera escalofriante, cuando anuncia que incluso “un paisaje apacible, una pradera sembrada (…), una ruta por la que transitan coches, campesinos, parejas, o una aldea de veraneo con una feria y un campanario, pueden conducir simplemente a un campo de concentración” antes de pasar a enumerarlos.[27] Sin embargo, aunque el gesto contradiscursivo es afín en ambas películas y si bien la secuencia introductoria de Resnais anticipa el tipo de arqueología fílmica que practica Guzmán en Chile, la memoria obstinada, el valor estético de estas imágenes tiene otra función en su película más reciente. Al usar los planos de puestas de sol para enhebrar las etapas de la “prehistoria acusatoria” de Chile, Guzmán reconstruye un ritmo cotidiano, reinscribiendo estas etapas dentro de la esfera de la cotidianeidad nacional y les resta su estatus de excepción. Es más, si en el documental de Resnais los planos del presente apuntaban hacia la necesidad de reconstruir una lógica y un orden que un espectador no informado no podría vislumbrar en el sitio desierto, las tomas del desierto de Guzmán construyen este lugar como testigo de la historia humana y planetaria y como archivo o repositorio de los restos materiales de esta historia. Además, como fue construido sobre la ruina de una mina, Chacabuco le permite a Guzmán recuperar la densidad histórica del desierto pues, como especifica con su voz en off, el campo de concentración fue establecido en la dictadura de Pinochet sobre la ruina de una mina.

Los planos de los telescopios que sirven de transición dan otra indicación sobre como considerar estas estetizaciones que sin duda, al igual que las poderosas imágenes magnificadas de las estrellas, provocan una sensación de encontrarse ante lo sublime. Si bien sabemos que estos aparatos son altamente potentes y, a través de primeros planos y planos medios, vemos que son enormes, Guzmán los asocia con la lentitud. Al incluir filmaciones breves mostrándolos en lento movimiento, los retrata como frágiles, enfatizando que estos aparatos requieren conocimiento técnico y mantenimiento. Este ritmo más lento y detenido podría ser un eco de la temporalidad cósmica que subsume los ritmos y las temporalidades humanas, un ritmo que contrasta con la aceleración evocada en Salvador Allende y con la parálisis del Chile actual que, para Guzmán, vive “entrampado en un golpe de estado que lo tiene inmovilizado”.[28] Al mismo tiempo, si el tamaño de estos telescopios ultra-modernos permitiría inscribir en ellos una muestra del exitismo chileno, ya que, como nos indica Guzmán, uno de ellos es el más grande del mundo, estos aparatos, tecnologías de la visión y la medición, son también testigos e instrumentos de la voluntad de mirada y enfatizan la paradoja que señala Núñez al responder a una de las preguntas del cineasta: el que teniendo tan cerca este “territorio” que funciona como “una puerta al pasado”, Chile tenga encapsulado su pasado histórico, “sus historias más cercanas” y que no trabaje con ello, en suma, que no quiera mirar hacia ese pasado.

 

Los aspectos formales analizados arriba sitúan la arqueología fílmica en su capacidad de recuperar prácticas espaciales capaces de activar la memoria y construirla como herramienta de resistencia a la lógica dictatorial y al olvido que sustentó la transición política, tematizándolas y suplementando así los acercamientos científicos al pasado posibilitados por el desierto. Luis Henríquez, un ex detenido del campo de concentración clandestino de Chacabuco, vuelve al campo abandonado con Guzmán. Su recorrido por Chacabuco es una práctica espacial que activa la memoria. Luis “recuerda las huellas que se han borrado, los cables electrificados y las torres de vigilancia”. Recuerda los cursos de astronomía que impartía un preso a los demás y muestra las constelaciones que veían, evocando la libertad que sentían al mirarlas. Al reconocer los nombres que los internados (él mismo incluido) grabaron en un muro, Luis responde a una ansiedad por definir este lugar como lugar de detención, ansiedad que la dictadura anticipó al desmantelar estos campos. Para Guzmán, Luis es “un transmisor de la historia”, su “nobleza descansa en su memoria”, en su capacidad de “conservar su libertad interior” mediante la comunicación con las estrellas, prohibida por la dictadura por temor a que guiara a los presos en su fuga. Inmediatamente a continuación, Miguel Lawner, ex preso de cinco campos de detención al que Guzmán caracteriza “arquitecto de la memoria” y “un amante de las estrellas”, también desafía la aspiración de la dictadura de no dejar huella de sus campos de detención. En un acto de memoria corporizada, Lawner camina por los bordes de una habitación de su actual residencia contando los pasos que da para medir sus dimensiones, demostrando cómo memorizó la configuración exacta de los campos de detención, dibujándolos cada noche y rompiendo a pedazos los esquemas cada mañana, en aras de dejar constancia de “lo que significaba un campo de concentración construido en Chile” en caso de que saliera vivo, anclando con estas palabras precisas el desierto en la nación. Si el enfoque en estas instituciones clandestinas situadas en el desierto que fueron funcionales a la violencia política llevada a cabo desde el Estado de facto constituye una línea de continuidad respecto del corpus anterior de Guzmán, las prácticas espaciales que registra –la astronomía y el registro gráfico y mental de la configuración espacial–  innovan en la medida en que retratan los modos de resistencia y libertad elaborados dentro de éstas.

Las mujeres de Calama, familiares de detenidos-desaparecidos, también hurgan en el desierto, usando prácticas espaciales para resistir su marginación de la nación. Continuando con una labor de 28 años, “escarban [el desierto] y siguen trabajando” en busca de huesos o astillas que puedan informarles del paradero de sus seres queridos. Las vemos en una primera secuencia en la que la cámara las sigue mientras levantan con palas pequeñas pedazos del suelo sedimentado. A continuación, el astrónomo opina sobre la búsqueda de estas mujeres presentándola como ardua y angustiante (por la inmensidad del desierto), como válida y necesaria para ellas y expresando su preocupación por la incomprensión que les reserva la sociedad. El montaje corta a una entrevista a Núñez quien, gracias a su entrenamiento como arqueólogo, reconstruye el accionar clandestino del estado totalitario y nos explica que las astillas de hueso encontradas en las arenas indican que los cuerpos fueron enterrados y trasladados posteriormente para encubrir las huellas de los campos de concentración. Guzmán despliega aquí un procedimiento que usa a lo largo de la película, al hacer que un entrevistado se pronuncie sobre las demás esferas científicas o experienciales inscritas en el desierto, colectivizando así las preocupaciones de estas esferas aparentemente aisladas. Este procedimiento integra a estas mujeres y su búsqueda dentro de una esfera de preocupación colectiva, planteando de este modo la pertinencia mutua de estas diversas formas de interactuar con el pasado.

Tras esta secuencia, oímos por fin las voces de estas mujeres. Vicky Saavedra explica como pudo leer en los huesos de su hermano la manera en que lo asesinaron y describe la ambivalencia emotiva que sintió al encontrarse con los restos de su hermano como una de reencuentro y de desilusión a la vez porque perdía la posibilidad de que su hermano retornara. Conocemos después a Violeta Berríos quien aún no ha encontrado a su esposo y justifica su búsqueda cuestionando la hipótesis según la cual los cuerpos de los detenidos fueron tirados al mar. Aún cuando expresa que su esperanza suple la disminución de su fuerza física y que, a sus 70 años de edad, no se quiere morir sin encontrar el cuerpo de su esposo, formula dos deseos de cumplimiento prácticamente imposible: el de encontrar el cadáver –el de su esposo y los de los demás– entero (en el mismo estado en que se lo llevaron, añade ella) y su “sueño” de que “los telescopios pudieran traspasar la tierra, barrer la pampa para poder ubicar” a su esposo. Tras expresar este último deseo, Vicky amaga una sonrisa al imaginarse como los telescopios buscarían bajo la tierra y después dice que en este caso habría que “darles las gracias a las estrellas” que permitieron encontrar los cuerpos, anticipando así la equivalencia molecular entre huesos y estrellas que un astrónomo extranjero nos revela poco después. Estos deseos recalcan la paradoja que señala Núñez y, al ser de difícil cumplimiento en una sociedad tan fuertemente entregada al olvido, postergan la justicia a un futuro perpetuo.

Más que el retrato de grupo que filma Guzmán, el aval que Núñez y el astrónomo Gaspar Galaz dan a la búsqueda de estas mujeres es lo que desafía la marginación de estas mujeres, quienes, nos recuerda Violeta, tienen estatus de “lepra de Chile”, y, según Gómez-Barris, están retratadas como habitantes de “una temporalidad continua, no normativa, signada por la violencia política cuyos efectos perduran” y suspendida “hasta la recuperación de la materialidad del cuerpo desaparecido y torturado” (2012). Núñez ve en su manera de “vivir en estado de búsqueda”, la necesidad de que, por una parte, las fuerzas armadas digan la verdad sobre lo que han hecho con los cuerpos (para que esta confesión de parte de los involucrados supla lo que la ciencia no puede determinar), y, por otra parte, la “obligación ética de recoger [la] memoria de los muertos” a manos de la dictadura, independientemente del trabajo de la justicia, de los organismos de derechos humanos o de los intentos de defensa de los involucrados. En un gesto de arqueología fílmica basado en la intermedialidad, Guzmán encadena fotografías en blanco y negro rastreando las décadas de búsqueda de estas mujeres, cuya actitud adquiere un valor militante, reforzado por una música de piano cuyo ritmo recuerda el de las canciones comprometidas folklóricas de estilo andino del período de la Unidad Popular. El enmarcamiento de esta secuencia con dos puestas del sol reitera la dimensión cotidiana de su lucha. Al nombrar las localizaciones de estos grupos de mujeres a lo largo de país, Guzmán crea una cartografía unida por esta actitud militante que pide respuestas a todos los que edificaron la topografía del terror. Esta cartografía opera en contra del presente perpetuo en el que Guzmán filma la búsqueda de las mujeres, pues restituye la trayectoria militante de estas mujeres, un relato que, como observa agudamente Gómez-Barris, había sido excluido y silenciado en el retrato de las mujeres víctimas de la violencia de Estado en el cine anterior de Guzmán (2009: 117-8). A la vez, su registro fílmico de las prácticas espaciales relacionadas con de los ex detenidos se suma al registro fotográfico existente centrado en la búsqueda de las mujeres, en aras de constituir un archivo audiovisual capaz de combinar distintos tipos de documentos.

Si estas prácticas espaciales ancladas en la historicidad del desierto le permiten a Guzmán definir este lugar como un territorio de memoria, es a través del contacto con las estrellas que el cineasta vincula la memoria a una temporalidad futura. Guzmán nos presenta en distintas instancias a personas jóvenes que encuentran solaz en el desierto. Uno es Víctor, un ingeniero de 29 años que trabaja con uno de los radiotelescopios más grandes del mundo cuyas 60 antenas permiten sondear (“escuchar”) cuerpos cuya luz no llega a la tierra. Víctor acepta la caracterización que le sugiere Guzmán que él es hijo del exilio, matizándola para definirse como “hijo de ninguna parte”, ni chileno ni oriundo del país en el que nació. Cuando Guzmán le pregunta en seguida si se siente bien “aquí” (en la zona de los observatorios, a 5 000 metros de altura), Víctor responde que sí, que se siente chileno y añade que es chileno. Encuentra su punto de pertenencia en este lugar que está conectado con el mundo (el radio-telescopio fue instalado gracias a la colaboración entre varios países), con el universo y con el pasado. El que los casos de Víctor y de otra joven astrónoma enmarquen las secuencias de las mujeres de Calama definen la práctica de la astronomía como lugar terapéutico. La antepenúltima secuencia de la película confirma este poder. Envueltas en polvo de estrella, vemos a las mujeres de Calama en un observatorio, preparándose para mirar las estrellas, maravilladas y dialogando alegremente con el astrónomo, posiblemente viendo en la luz de las estrellas (ellas mismas, seres en trance de muerte) la luz extinguida de sus seres queridos.

 

¿Cómo relacionar estas prácticas espaciales con la preocupación preponderante de Guzmán por la materialidad del pasado? En los últimos veinte minutos de Nostalgia de la luz, Guzmán vuelve a enseñarnos distintos huesos. Vemos una momia de 10 000 años conservada “como si fuera un tesoro” con su antigua manta de lana color naranja, vemos cajas de cartón almacenadas en estantes móviles que contienen “otros huesos que no están en ningún museo”. Guzmán especifica que estos huesos “son de calcio, el mismo calcio que tienen las estrellas” pero que, a diferencia de estas últimas, no tienen nombre ya que son restos de detenidos-desaparecidos, “restos de restos”, reiterando la identidad molecular entre ambos materiales y sugiriendo que estos restos deberían estar clasificados y catalogados al igual que las estrellas. El cineasta nos pregunta si los restos que acaba de mostrar tendrán algún día derecho a un museo, si tendrán sepultura o si serán depositados en algún monumento. Entre planos de estos dos tipos de restos, nos adentramos en un museo en el que vemos el esqueleto de una ballena que visitaba Guzmán de niño, filmado de tal manera que aparece imponente y frágil a la vez. En un eco del interior de la casa infantil con la que comienza el documental, mientras Guzmán nos explica que su imaginación de niño lo veía como un gran techo bajo el cual podían vivir muchas ballenas, vemos un plano largo de este esqueleto, enfatizando la manera en que la estructura del museo alberga las estructuras óseas. Aún cuando la pregunta de Guzmán sobre los restos parece estar lanzada como una pregunta retórica para sugerir que las condiciones de posibilidad para este museo no están dadas en el Chile actual, podríamos entender Nostalgia de la luz como un museo fílmico que, a través de la permanencia de las imágenes que registra,[29] organiza y archiva los distintos modos de la memoria en una escala nacional y planetaria a la vez, superando así la inscripción infantil en clave mítica para darle a la memoria la forma del museo, resituándola entre la historia y el archivo.[30] Al enfocarse en la raíz común de estos restos, evidenciada hoy en su identidad material, el montaje que presenta y une los distintos restos está organizado precisamente según la lógica que, como observa Andermann, caracteriza los museos modernos, “centrados en las relaciones estructurales entre especies que comparten una raíz ancestral” (2007: 6).[31] La luz del desierto permite registrar los elementos que integran este museo y el montaje pone en relación estos materiales, objetos e imágenes del pasado, volviendo a plantear así su actualidad y su relevancia, organizándolos según la lógica del museo, un espacio público y emblemático de la vida cívica en la ciudad. Si los telescopios captan la energía del pasado cósmico, por muy remoto que sea, logrando también producir imágenes de este, la cámara capta y comunica la energía del pasado nacional –la identidad molecular entre ambas formas del pasado es reiterada en la identidad formal de estas imágenes dialécticas que contienen las raíces del presente al mismo tiempo que nos hablan de nuestros orígenes más remotos. La movilidad de la cámara, la posibilidad que tiene de encuadrar de diversas maneras los restos del pasado, le permite dar coherencia a este museo, como, por ejemplo, cuando filma lo que parece ser la extremidad de un hueso largo, con un primerísimo plano, sugiriendo su identidad con planos de la superficie lunar cercanos en el montaje fílmico.

 

3a. Fotografía de la luna en Nostalgia de la luz.

3b. El plano siguiente de la extremidad de un hueso.

Nostalgia de la luz toma como punto de partida los acercamientos instrumentales al espacio que sustentaron el accionar respectivo del estado dictatorial y de las explotadoras mineras para luego anclar en el desierto su contradiscurso y enhebrarlo con las prácticas productoras de conocimiento posibilitadas (y exigidas) por este lugar, usando, por ejemplo, el montaje intermedial para devolverle su carga traumática al desierto. Mediante estas operaciones, la película convierte este desierto en museo que recupera el pasado, obrando en contra de su invisibilización y construyendo este lugar en archivo de la memoria que reúne los rastros de la experiencia de este lugar en distintas épocas históricas. La opinión publicada por Guzmán tras la inauguración del Museo de la Memoria en Santiago de Chile, en la que el cineasta critica la práctica del Museo de aceptar donaciones de documentales en lugar de pagar a cineastas por sus producciones (2008) nos permite deducir que Nostalgia de la luz busca influir en la práctica, la forma y la experiencia del museo. Tal como la usa Guzmán, la forma del museo vendría a contrarrestar lo que Andermann caracteriza como la “destrucción anarquivadora” llevada a cabo por las más recientes dictaduras del Cono Sur, preocupadas por “hacer desaparecer de la vista todo lo que amenazaba con cambiar”, a diferencia del museo que había buscado detener el cambio al ofrecer objetos para la vista disponiéndolos para este fin (2007: 17).

Si este documental responde especialmente a una preocupación, tendría que ser la de crear un lugar para la memoria, además de ampliar las caracterizaciones previas de ésta en relación con la dictadura para abarcar también la “prehistoria acusatoria” de la nación. Probablemente esto explique que aquí Guzmán prescinda de las imágenes traumáticas del pasado, constantes de su cine anterior cuya carga simbólica debía de hacer irrumpir la memoria para reinscribirla en lugares emblemáticos. En lugar de plasmar la memoria en imágenes de acontecimientos específicos cuya carga simbólica los asocia con un pasado traumático, la cámara inscribe la memoria en objetos que resistieron a estos procesos, registrando una materialidad resistente y desafiando la aseveración de Halbwachs citada aquí en epígrafe sobre la inexistencia de una memoria universal. La centralidad de los portadores materiales de la memoria constituye una línea de continuidad con las performances espaciales de la memoria en Chile, la memoria obstinada y a la vez lleva a cabo una ruptura con este cine anterior, ya que disminuye el papel de las imágenes del pasado, reemplazándolas con las (cristalinas) imágenes actuales de estas estrellas/huesos, corporizaciones del pasado en el museo que es esta película. Esta creciente preocupación por registrar la materialidad del pasado y por inscribirla espacialmente se puede vincular con la extinción cada vez más próxima de estos portadores de la memoria, haciendo eco de la manera en que Halbwachs preconizara esta extinción en su forma de pensar la transición (aún cuando la vea más bien como una diferencia) entre la “memoria colectiva” que depende de la existencia de los testigos de una experiencia dada, y el registro historiográfico de dicha experiencia que la convierte en hecho histórico, aplanando su vitalidad.[32] Ante esta inminente transición, Guzmán vuelca la arqueología fílmica hacia el fin de registrar para la posteridad los restos materiales del pasado y las prácticas espaciales de la memoria elaboradas en torno a estos restos, reuniendo y disponiéndolos según la lógica del museo, convirtiendo la película misma en lugar, en un lugar de memoria.[33]

 

Bibliografía

 

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Patricio Guzmán recibe apoyo de Sundance para su próximo documental”, accedido el 14 de abril 2013 en http://www.emol.com/noticias/magazine/2008/11/27/332711/patricio-guzman-recibe-apoyo-de-sundance-para-su-proximo-documental.html



[1] En su reciente artículo (2012), Macarena Gómez-Barris lleva a cabo un análisis de la constitución mutua de lo político y lo espacial en Nostalgia de la luz, contrastándola con Mi vida con Carlos de Pablo Berger (2010) para centrarse en la condición de posmemoria expresada en ésta última mediante su enfoque en el desierto de Atacama. Si en su libro anterior Gómez-Barris sugiere la importancia de lugares y sitios específicos en relación con la construcción de la memoria como base del contradiscurso llevada a cabo mediante el registro documental en el cine de Guzmán (2008: 103), canaliza estas premisas hacia un lúcido análisis de las dimensiones y efectos del silenciamiento en dos otras películas contemporáneas, Chile, la memoria obstinada y Fernando ha vuelto de Silvio Caiozzi (1998). Aún cuando dialogue con estos análisis, el acercamiento desarrollado aquí se distingue de ellos en la medida en que busca desentrañar las genealogías del espacio y de las prácticas espaciales en los documentales anteriores de Guzmán, las cuales posibilitan el replanteamiento del alcance de la memoria llevado a cabo en su filme más reciente.  

[2] Las conexiones que esta perspectiva crítica y teórica permite trazar están ejemplificadas con fuerza en el análisis que lleva a cabo David Harvey del proceso de diseñar el sitio que serviría de memorial para el ataque sobre las torres gemelas del World Trade Center el 11 de septiembre del 2001. Planteando preguntas sobre la operatividad de distintas conceptualizaciones del espacio en su dimensión material y como producto de relaciones específicas, Harvey demuestra como cada conceptualización devela u oscurece dichas relaciones (2006: 284-292).

[3] La transición a la democracia es calificada de pactada porque en ella se mantuvo vigente la constitución promulgada por Pinochet en 1980 que estipulaba una autoamnistía para los crímenes de la dictadura. Buena parte de la institucionalidad política y los poderes fácticos han evitado reconocer o enfrentar los crímenes de la dictadura, confiando en la lógica del “informe de verdad”, en el que se nombran a las víctimas pero no a los culpables. En su Chile actual: anatomía de un mito, Tomás Moulián ofrece la interpretación más clásica de esta transición pactada.

[4] Todas las traducciones de citas de los textos de Gómez-Barris son de la autora.

[5] La categoría de memoria pública surgió dentro del marco del debate sobre la historiografía chilena suscitado por las cartas autojustificatorias que Pinochet publicara durante su detención en 1999. Un amplio grupo de historiadores criticó públicamente la versión de la historia desarrollada en estas cartas, avalada por varios otros historiadores. Los historiadores comprometidos situaron su labor historiográfica en contra de la amnesia de la “memoria oficial” y la “memoria pública” e historiográfica generada en los medios de comunicación masivos que tergiversa y relativiza la historia en función de intereses particulares (Grez y Salazar, 1999: 34-35). A éstas, opusieron la “memoria social, (…) privada pero colectiva” de “las grandes mayorías ciudadanas que han estado sujetas por décadas y aún siglos, a la exclusión, la pobreza, el empleo precario y la represión” y “no olvidan (…) la tortura, la muerte y el dolor” (Grez y Salazar, 1999: 35).

[6] La Moneda dejó de funcionar como palacio presidencial después de que fuera bombardeada en el Golpe de estado. Volvió a ser sede de gobierno en 1981 después de haber sido restaurada ese mismo año.

[7] Todas las traducciones de citas del texto de Rodríguez son de la autora.

[8] En el año 2000 poco después de su investidura como presidente, Ricardo Lagos dispuso de modificaciones al edificio que revirtieron en parte este borramiento de su pasado histórico. Volvió a abrir la puerta de la calle Morandé por la cual fue sacado el cuerpo sin vida de Allende y abrió los patios del palacio al público. Ese mismo año se instaló una estatua en homenaje a Allende cerca de la ubicación de aquella puerta. En El caso Pinochet, Guzmán filma esta estatua mientras es llevada en camión a La Moneda e instalada. Su ausencia en Salvador Allende expresa la desconfianza de Guzmán respecto de los monumentos.

[9] Rodríguez adopta una perspectiva benjaminiana al leer este documental como ejemplar del materialismo histórico de parte de un cineasta que se hace heredero de la memoria al resistirse al peligro de olvidar los crímenes del pasado (2007: 17-8). Guzmán dota así a su cine de lo que Benjamín llamó “el débil poder mesiánico”.

[10] En Salvador Allende, cuando Guzmán reconstruye las últimas horas de Allende, la periodista Verónica Ahumada le muestra el lugar donde se suicidó Allende y explica que el cambio en la disposición de muebles y muros en el edificio “obedece a un cálculo”.

[11] Al centrarse en la presencia militar en las escenas de ambas épocas, este montaje “denuncia la continuidad del protagonismo militar en el gobierno de la transición” (Rodríguez, 2007: 20-2).

[12] Los momentos de memoria son para Pierre Nora, “momentos claves en los que una revisión total de la conexión con el pasado se cristaliza en una obra individual o colectiva” (2010: x). Las citas de los textos de Nora son traducidas por la autora.

[13] Rodríguez ofrece una muy sugerente interpretación de la manera en que estas escenas de proyección construyen al cine como acto social. Al analizar la diferencia entre el medio en el que cada público ve la película (los estudiantes ven los rollos mientras que los testigos históricos ven una cinta video que pueden hacer avanzar y retroceder con facilidad), Rodríguez interpela este proceso como uno que involucra no sólo el viaje en el tiempo sino también una travesía por diversos “ambientes tecnológicos” (2007: 62-3).

[14] Estos actos evocan dos aspectos específicos de aquel período: la cohesión entre los militantes y la necesidad de que éstos se plegaran a los medios pacíficos elegidos por su líder. Este último aspecto es evocado en un performance hecho para ser filmado más que presenciado, en el que los 4 ex guardias de Salvador Allende (Juan incluido) desfilan, cada uno con una mano reposada en un automóvil que avanza a paso de hombre, al que vigilan con actitud de procesión, como si aún estuvieran cuidando al presidente. La coincidencia en la actitud corporal de los guardias y su coincidencia política en realizar este acto de memoria suplementa al testimonio individual de Juan, expresando la necesidad de que la memoria sea colectiva.

[15] La leyenda que figura adentro de la caja de plástico en la que están exhibidos los anteojos explica que son los “anteojos ópticos del Presidente Salvador Allende, encontrados en el Palacio de La Moneda tras el bombardeo”.

[16] La ausencia en esta película de la estatua que fue instalada en homenaje a Allende en el 2000 (ver nota 5) se podría interpretar como una crítica a este monumento por los pocos datos que da sobre la vida de Allende y que Guzmán aspira a recuperar a través del medio fílmico.

[17] Estos artefactos están filmados de una manera que enfatiza su precariedad. Pensamos en los esbozos de Roberto Matta, apenas legibles y hechos en grandes hojas que aún guarda el Mono González, en la carta de Allende a Ema Malig y en la fragilidad de su mapa que parece estar pintado sobre un patchwork de telas y hojas.

[18] Aunque no tendría lugar en esta arqueología fílmica, el metro de Santiago, obra y orgullo de la dictadura, sería la contrapartida de estos usos de los medios de transporte asociados a Allende. La crónica de Pedro Lemebel, “El metro de Santiago (o esa azul radiante rapidez)” propone una crítica lapidaria de este símbolo.

[19] En las secuencias introductorias de la película, Guzmán y Malig se valen de los dos significados de la palabra “utopía” para describir respectivamente el Chile de Allende y la experiencia del destierro. Guzmán se refiere a “la utopía de un mundo más justo y más libre que recorría mi país en aquellos tiempos” mientras Ema vive su destierro “en una utopía”, en ninguna parte.

[20] Tras detallarlos, Galende sintetiza estos comportamientos, enumerándolos como sigue: “la vana emisión de obras que conforman nuestro presente, la deliberada afición por el tiempo mítico y el espectador extranjero, la recurrencia al archivo privado”.  

[21] Para Galende, la “lucha [de Guzmán en esta película] es en este sentido estrictamente personal, acaso un capítulo más de la guerra del buen archivista contra el baño de barniz al que su país trata de someter la memoria”.

[22] Este recorte diferencia el filme de Guzmán de acercamientos literarios al desierto chileno, como el de Ariel Dorfman que sitúa en el desierto las condiciones de posibilidad del Chile moderno, combinando en su recuento las actividades que rastrea Guzmán con un enfoque en las actividades u olas extractivas vinculadas al salitre o al cobre.

[23] Las transiciones también pueden servir para crear tiempo de reflexión para el espectador. Sin embargo, la carga poética de estas transiciones apunta hacia funciones y efectos adicionales.

[24] A lo largo de la película, Guzmán nos va preparando para esta equivalencia. En la primera secuencia filmada en el desierto, Guzmán explica que lo que tiene bajo sus pies probablemente sea lo más parecido al distante planeta Marte. Al comienzo de otra secuencia, explica que “como otros desiertos del planeta”, este tiene en su suelo “un océano de minerales”.

[25] Traducción hecha por el autor del texto original.

[26] Gómez-Barris interpreta la alternancia entre planos panorámicos del desierto y planos de la ruina del campo de concentración de tal manera que podemos inscribir esta técnica en relación con operaciones de arqueología fílmica, pues considera que estas secuencias “posibilitan una narrativa sobre el lugar, tejiendo un relato que elude a la linealiad para reunir y retratar restos arquitecturales” (2012).

[27] De hecho, en El caso Pinochet, Carlos Castresana uno de los abogados que formuló las denuncias internacionales contra Pinochet, nos revela que la lógica de las desapariciones durante la dictadura estaba calcada de los operativos “Nacht und Nebel” que preconizaban la desaparición absoluta para que las víctimas impresionaran a los demás por su suerte.

[28] Cuando muestra a gente caminando en el desierto, Guzmán usa la magnitud del paisaje desértico para componer imágenes que sugieren esta subsunción de la escala humana. Las figuras humanas parecen pequeñas, rodeadas de la extensión cobriza de la arena del desierto que se encuentra directamente con el cielo azul.

[29] En su artículo sobre este mismo documental, Adrián Cangi señala la capacidad de las imágenes para perdurar, recordando las observaciones de Didi-Huberman (2011: 160).

[30] Gómez-Barris ya había atribuido al cine documental en Chile la función de constituir un “archivo visual y sonoro de memorias” que, “mediante proyecciones públicas, podían crear espacios que posibiliten la experiencia de las formas de la memoria pública de la violencia política” (2008:106).

[31] Las traducciones de este texto son de la autora.

[32] Este documental incluye varias referencias a la precarización de las voces y la futura extinción de los cuerpos de estos portadores de la memoria y la historia. Varios testigos entrevistados tienen alrededor de 70 años. Victoria Berríos especifica que las mujeres de Calama se van haciendo menos numerosas. Guzmán incluye algunas referencias a la precarización de las formas materiales en las que se plasma la memoria, por ejemplo, las fotografías gastadas de detenidos-desaparecidos reproducidas numerosas veces en su función militante y cuya antigüedad contrasta con la fotografía clara y de alto contraste de las tomas del desierto. Al filmarlas, Guzmán registra estas instancias de la memoria colectiva, en un intento de contrarrestar su desgaste.

[33] La categoría de Pierre Nora es más útil en su capacidad de teorizar un conjunto de gestos específicos vis-à-vis de la memoria que para circunscribir un corpus según criterios estrictos. Para Nora, los “lieux de mémoire” son “restos, son las últimas corporizaciones de la conciencia memorial que apenas ha sobrevivido en una edad histórica que clama por la memoria porque la ha dejado en abandono” y se materializan en ritos remanentes de otras edades, “ilusiones de eternidad”, como son “los museos, los archivos, los cementerios, los festivales, los aniversarios, los tratados, (…), los monumentos y los santuarios” que, partiendo de la premisa según la cual “no existe la memoria espontánea”, intentan asegurar la continuidad de prácticas desfasadas con las transformaciones a las que toda sociedad se entrega”. La siguiente evocativa caracterización de los lieux de mémoire es ideal para caracterizar el estatus que Nostalgia les da a los restos del pasado: son “momentos de historia arrancados al movimiento de la historia y después devueltos al mismo; ya no son vida exactamente pero tampoco muerte, como conchas en la orilla en que golpea el mar de la memoria viva” (2007:149).