Por Catalina Donoso
Resumen
Valeria Sarmiento es una de las realizadoras chilenas más importantes, cuya obra en el exilio no ha tenido el suficiente reconocimiento y circulación. Este trabajo es un intento por poner en relieve una de sus obras menos conocidas: El planeta de los niños, dirigida en Cuba en el año 1992. El análisis se lleva a cabo desde una lectura crítica de la idea moderna de infancia, destacando el modo en que la directora logra desmantelar el discurso social adulto a través de la mirada infantil. El trabajo con el montaje es una de las herramientas fundamentales para lograr su objetivo.
Palabras clave
Infancia; cine latinoamericano; montaje; Valeria Sarmiento; cine chileno del exilio; Escuela de Pioneros.
Abstract
Valeria Sarmiento is one of the most relevant Chilean filmmakers. Her early works, produced during exile in Germany and France, have not received the attention they deserve and have not circulated widely. This paper is an attempt to highlight one of her less known films: El planeta de los niños, made in Cuba in 1992. This documentary is examined through a critical approach to childhood as a modern concept. The analysis explores how the director, using montage as her main narrative tool, dismantles adult social discourse by emphasizing the child’s gaze.
Keywords
Childhood; Latin American Cinema; montage; Valeria Sarmiento; Chilean exile cinema; Pioneros’ school.
Resumo
Valeria Sarmiento é uma das cineastas chilenas mais importantes, cuja obra no exilio não teve o suficiente reconhecimento e circulação. Este trabalho é uma tentativa de trazer à luz uma de suas obras menos conhecidas: El planeta de los niños, filme dirigido em Cuba no ano 1992. A análise é realizada a partir de uma leitura crítica da ideia moderna de infância, destacando como a diretora consegue desmantelar o discurso social adulto através do olhar infantil. O trabalho com a montagem é uma das ferramentas fundamentais para conseguir seu objetivo.
Palavras-chave
Infância, cinema latino-americano, montagem, Valeria Sarmiento, cinema chileno do exilio, Escola de Pioneros.
Datos de la autora
Catalina Donoso Pinto es académica del Instituto de la Comunicación e Imagen (ICEI) de la Universidad de Chile. Es autora del libro Películas que escuchan: reconstrucción de la identidad en once filmes chilenos y argentinos y co-autora de (Des)montando fábulas. El documental político de Pedro Chaskel (Uqbar, 2013) y El cine de Ignacio Agüero. El documental como la lectura de un espacio (Cuarto Propio, 2015).
Fecha de recepción: 15 de abril de 2017.
Fecha de aprobación: 16 de mayo de 2017
La obra fílmica de Valeria Sarmiento no ha sido debidamente difundida en su propio país ni en Latinoamérica, e incluso algunos de sus primeros trabajos ni siquiera han podido ser localizados[1]. El amplio desconocimiento y los problemas de circulación que afectan no sólo a la labor crítica sino que también a la llegada fundamental de los films a una posible audiencia, son inconvenientes no poco usuales para la creación cinematográfica del exilio en general. Sin embargo, en este caso se suma además la condición de género de la directora, en un circuito y una cultura que todavía dificultan el camino para cineastas que da la casualidad son mujeres[2], y el caso particular de una directora que ha pasado demasiado tiempo bajo la sombra de la figura del que fuera su marido, el cineasta Raúl Ruiz. Para muchos, Sarmiento es la montajista de las películas de Ruiz y se la conoce más por las colaboraciones con él que por su trabajo independiente.
Es necesario señalar, eso sí, que en los últimos años ha despertado en la crítica chilena un interés creciente por el trabajo de autores que fueron productivos durante el exilio y particularmente el de las mujeres que siguieron activas luego de sufrir el destierro y se las arreglaron para continuar con su carrera como directoras en los países que las acogieron[3]. Valeria es una de ellas y a sus trabajos más conocidos, se está sumando hace poco tiempo el reconocimiento y divulgación de obras menos difundidas[4].
Creo que es importante destacar estos antecedentes por dos razones: la primera tiene que ver con la importancia de valorar su obra no solo como un producto estético en diálogo con una tradición fílmica, sino poner atención también en las condiciones de circulación y difusión de las mismas. En segundo lugar, me interesa poner su obra en diálogo no solo con la de Raúl Ruiz, cuestión relevante también, sino con la de estas otras realizadoras, que, como ya señalé, por su condición de género y por las dificultades que muchas piezas fílmicas realizadas en el exilio han encontrado para circular, no han tenido el sitial que les corresponde y ni siquiera el mínimo conocimiento de parte de la crítica y la audiencia en general.
El propósito central de este trabajo es desarrollar una aproximación preliminar a uno de sus documentales menos difundidos, El planeta de los niños (Sarmiento, 1992), cruzándolo con algunos hallazgos provenientes de una investigación sobre la representación de la infancia en el cine y la literatura chilenos contemporáneos a la que me dediqué en los últimos años. Este no pretende ser un análisis exhaustivo de la cinta, ni agotar sus alcances en cuanto a la perspectiva que adopto para hacerlo, sino que se propone como una primera aproximación a este material, de la mano de algunas reflexiones en torno a la mirada de y desde la infancia que el cine ha desarrollado.
Es lamentable que tantos trabajos de la primera etapa de Valeria hayan estado o bien inencontrables o difícilmente rastreables. Para el análisis de El planeta de los niños en particular, podría recurrir a un antecedente de otra aproximación a la infancia dentro de la filmografía de Sarmiento, en una obra comisionada por Naciones Unidas que se hacía cargo de la experiencia de niños exiliados (La nostalgia, de 1979), a la que no podemos tener acceso[5]. De algún modo, esta ausencia da cuenta también de esa problemática que he mencionado antes, donde la obra no es nunca un objeto aislado, sino que se halla en relación con un contexto al que alude, pero también con uno que la alberga. Así, es preciso comenzar este trabajo reconociendo que hay elementos relevantes de los que no podemos hablar, y por eso cualquier aproximación a este documental es uno falible e incompleto. Georges Didi-Huberman hace referencia a la porosidad de todo archivo, a través de la metáfora de una imagen en llamas, cuyo fuego encarna el contacto que surge con la “realidad”, pero también su referencia a otras imágenes, otros fuegos extinguidos o silenciados:
Porque la imagen es otra cosa que un simple corte practicado en el mundo de los aspectos visibles. Es una huella, un rastro, una traza visual del tiempo que quiso tocar, pero también de otros tiempos suplementarios –fatalmente anacrónicos, heterogéneos entre ellos- que no puede, como arte de la memoria, aglutinar. Es ceniza mezclada de varios braseros, más o menos caliente. (Didi-Huberman, 2013: 35).
En ese sentido, una imagen presente es también la huella de una ausencia, de manera que aun cuando este discurso que construimos para indagar en lo conocido da cuenta de lo que no puede ser dicho, al mismo tiempo dialoga de manera activa con lo que se encuentra desaparecido. De algún modo, las películas que sí hemos podido rescatar se hacen cargo de rescatar del olvido a aquellas que siguen inhallables.
Institucionalizando a la infancia
Antes de entrar propiamente al análisis del documental que aquí me ocupa, me gustaría hacer algunos alcances en torno a la idea de infancia y de su normativización a través de la escuela como institución, objeto principal de la mirada de Sarmiento en esta pieza audiovisual.
Uno de los principales problemas con que se encuentra el estudio de la infancia es que su abordaje parte siempre de la construcción que se hace de ella desde una perspectiva adulta. Así, tanto su observación como su resguardo e incluso las estrategias de visibilización del sujeto infantil, están organizados, definidos y puestos en práctica desde una lógica adultocéntrica. Esto funciona también a un nivel simbólico al examinar lo que distintos autores dedicados al estudio de la problemática infantil han señalado a través de la noción de human becoming –individuo en construcción- en lugar del human being o sujeto de pleno derecho en el que debe llegar a convertirse. Desde esta perspectiva, el niño y la niña no tienen un valor en sí mismos, sino como procesos destinados a cumplir un fin que está puesto fuera o más allá de ellos.
Claudia Castañeda es una de las autoras que analiza críticamente este fenómeno, indagando distintas figuraciones que se construyen en torno a la infancia, y que se fundan en su carácter de potencialidad, más que en el de un sujeto efectivo. Ese sujeto de pleno derecho es siempre un adulto, en el que el niño o niña debe convertirse. La infancia, en ese sentido, es pura transformación, pura incompletud (Castañeda, 2012: 2), un estado intermedio en busca de su definición. Para Castañeda, incluso las teorías contra-hegemónicas que cuestionan un modelo de sujeto estable e independiente no se han interesado en construir una teoría de la infancia que se haga cargo de esta desigualdad y que emplace la visión universalista de la misma, casi siempre abordada desde la perspectiva adulta. En el último capítulo de Figurations. Child, Bodies, Worlds, la autora disecciona escritos de la teoría crítica posestructuralista (Foucault, Deleuze, Guattari, Lyotard, entre otros) para encontrar en ellos una definición de infancia que encarna la posibilidad de cambio y transformación, pero siempre al servicio de una necesidad adulta, donde esa energía transformadora no se alimenta a sí misma, sino que se instituye como promesa para el universo de los mayores. Si bien en el caso de Deleuze podría intentarse un paralelo entre su proposición del “devenir niño” y el human becoming comentado por Castañeda, el principal cuestionamiento de la autora, es que aunque una aproximación como esta pone en relieve la figura infantil, su valorización está al servicio de un modo de ser adulto, que se beneficia de ese “devenir niño” en la comprensión o construcción del sí mismo adulto.
Algo similar propone la socióloga española Lourdes Gaitán en su Sociología de la infancia, Nuevas perspectivas: «Puesto que la infancia es entendida principalmente como “aún no ser” adulto, su definición se obtiene por sustracción, deviniendo en una categoría residual cuya verdadera importancia está en función de su potencial futuro, no de su ser presente» (Gaitán, 2006: 22).
Siguiendo esta reflexión, Gaitán desarrolla un pensamiento en torno a la “invisibilidad” de la infancia, que permanece confiscada por la vida familiar a menos que algo inusual rompa esta lógica de funcionamiento y la vuelva manifiesta ante la mirada pública. La familia aparece, entonces, como una entidad fundamental para entender la construcción cultural del universo infantil, pero no la única. Diversas instituciones, creadas y consolidadas desde la lógica adulta, se proponen facilitar y promover que ese proceso de convertirse en otra cosa se desarrolle de la mejor manera posible y llegue a su término con éxito, produciendo un adulto acorde con la sociedad en que se inserta, y aquello llamado infancia quede por fin atrás. Así, junto con la familia, la escuela se erige como espacio social y cultural donde el infante encuentra un hábitat diseñado especialmente para su desarrollo, de acuerdo a lo que se espera de él. Esta inscripción institucional está por cierto llena de conflictos, de exclusiones y normativizaciones que niños y niñas viven y padecen. Ya en su famoso estudio “El niño y la vida familiar en el Antiguo Régimen”, Phillipe Ariés, desde una óptica muy foucaultiana, advertía sobre cómo la creciente preocupación en torno a la infancia y la creación de instancias que cimentaran dicha preocupación han traído aparejadas también la pérdida de libertades y restricción de la autonomía de los infantes, a través de la vigilancia y el control.
La escuela, según la entienden y definen Narodowski y Brailovsky, encarna tradicionalmente una utopía. Su búsqueda es «la promesa de arribar, por medio de la escuela, a un mundo mejor» (Narodowsky y Barilovsky, 2006: 23). Por medio de espacios bien definidos y jerarquías bien delimitadas a través de «una asimetría fundante que constituye un “lugar de docente” y un lugar –infantil o infantilizado- que se define en oposición y reciprocidad al primero» (Narodowsky y Barilovsky, 2006: 22). Para velar por el respeto irrestricto a esta estructura, durante el siglo XIX, el Estado se compromete a organizar, coordinar y fiscalizar las escuelas, además de asegurar el derecho a la educación de manera universal. En su trabajo acerca de la “estatalización de la educación”, Mariela A. Carassai, da cuenta de este proceso, describiendo cómo desde inicios del siglo XIX, las burguesías nacientes quieren detener la influencia de las órdenes religiosas en la formación de niños y jóvenes, delegando en los gobiernos la labor educacional. Así, «el Estado se posiciona como garante de aquella utopía que los educadores venían predicando pero que no habían podido conseguir» (Carassai, 2006: 50). Ya que los recursos para llevar a cabo esta empresa son públicos, al Estado le interesa resguardar que se haga de la manera considerada correcta. Lo que se busca es la “simultaneidad sistémica”, esto es, «la capacidad de reproducir efectos educativos homogéneos en un conjunto amplio y diverso de instituciones escolares comportándose en forma uniforme, todas al mismo tiempo, simultáneamente, del mismo modo» (Carassai, 2006: 52). Este esfuerzo uniformador vuelve además obligatoria a la escolaridad, saca a los niños marginales de las calles, y organiza a niños y niñas de modo casi militar dentro del espacio de enseñanza. Fundada en el supuesto de igualdad entre los seres humanos, la importancia de una enseñanza idéntica para todos da cuenta de las bases ideológicas de esta utopía, para la que cualquier desviación podía catalogarse como acto reaccionario o incluso oscurantista (Carassai, 2006: 52).
Este vínculo entre escuela, utopía y Estado es especialmente relevante para el análisis de la cinta que me ocupa, en cuanto la escuela en la que indaga el documental es una creada en Cuba en el período postrevolucionario de consolidación de un Estado comunista[6].
Pioneros: una utopía situada
El planeta de los niños se sitúa en una especie de escuela. Pero no cualquier escuela. Una donde los niños y niñas juegan a ser grandes. Pero a ser grandes no en cualquier sociedad, sino en una que se define a sí misma desde el ideario comunista. “Pioneros por el comunismo, seremos como el Che”, repiten los integrantes de la escuela. Ya en esta frase se evidencian dos de las cuestiones que he querido poner en relevancia acerca de la niñez y su institucionalización. La primera tiene que ver con una concepción de niños y niñas que los formula en tanto proyectos de otra cosa. Ser como el Che es el objetivo, el camino que los pioneros deben recorrer. El Che es el modelo, del adulto y del revolucionario, que presenta una guía para el desarrollo del human becoming.
Una suerte de Kidzania[7] pero marxista, extendida y financiada con recursos públicos, la Escuela de Pioneros consta de una serie de sedes, también denominadas palacios, 105 en total, “regalo de Fidel Castro para los niños de Cuba”, según reza en los créditos finales del documental. Cada palacio tiene además una serie de círculos, casas o espacios destinados a los distintos oficios y ocupaciones: escuelas, hospitales, laboratorios, industrias. La escuela de pioneros es una verdadera sociedad en miniatura. Su impronta marcó la infancia de miles de niños cubanos durante las décadas de los sesenta, setenta y ochenta, como da cuenta la exposición creada por María Antonia Cabrera y Meyken Barreto, Pioneros: Building Cuba’s Socialist Childhood que es parte de un proyecto mayor denominado Cuba Material[8], en su intento por rescatar una memoria y principalmente una cultura material de la infancia cubana de ese período. En una entrevista, Cabrera destaca la importancia que el régimen político cubano otorgó a la infancia, «entendida como cantera del futuro “hombre nuevo” socialista», reforzando así este vínculo entre la utopía social y la infancia como promesa de cambio y transformación. En la misma entrevista, la curadora señala que la cultura material de la infancia durante esas décadas está marcada por la politización del espacio doméstico y por la consiguiente intervención del Estado en la esfera privada, en tanto parte de un proceso masivo de socialización política del que no está exenta la niñez. Se trata de una cultura material que, al igual que la Campaña de Alfabetización o la Escuela “Ana Betancourt”, permitió la intromisión del Estado en la vida doméstica, que por este motivo perdió privacidad. En consecuencia, la familia perdió parte de su autoridad e influencia en la educación de las generaciones más jóvenes.
Según lo que Cabrera plantea, la institución principal –la familia- cede y da paso a la escuela como lugar de adoctrinamiento y domesticación cultural, social y política. El proyecto que aquí menciono entra en diálogo directo con la mirada de Sarmiento, revelando no tanto la cultura material, que es lo específico de la exhibición y del sitio web, sino una dinámica de relaciones que funda y moldea el universo infantil.
Valeria Sarmiento propuso al gobierno cubano la realización del documental sobre las escuelas de pioneros y tuvo una excelente acogida. Se le brindaron todas las facilidades para filmar dentro de los recintos y entrevistar a niños y niñas. Sin embargo, como ella misma ha dejado claro en distintas instancias[9], el resultado no fue para nada del gusto de las autoridades que le habían abierto las puertas con tan buena disposición, seguramente esperando un producto que alabara los esfuerzos del régimen por construir este “hombre nuevo” desde las etapas más tempranas. Sin embargo, la representación que el film hace de este espacio institucional, a pesar de que se sitúa en gran parte dentro de lo que se conoce como “documental observacional”, según la categorización de Bill Nichols, y por lo tanto es un territorio aparentemente neutral, la crítica aflora incluso desde esa distancia del observador y se hace más evidente hacia el final de la obra.
Lo que quiero destacar aquí es fundamentalmente la mirada oblicua que el documental desarrolla respecto de su objeto. La cámara se instala en el espacio de la escuela, sigue a los niños, los interroga, los observa. Sin embargo, no es a ellos a quienes terminamos viendo, sino a todo un sistema social puesto en cuestión, a la revelación falible de la estructura adulta que sostiene la lógica de la escuela. Si el cine nos ofrece siempre un pequeño recorte del mundo, y por ello se funda en la elección de un punto de vista, es interesante cómo El planeta de los niños, posa su mirada sobre esta infancia institucionalizada, pero para recoger el reflejo que esos ojos infantiles proyectan sobre el universo que los moldea.
El planeta de los niños o quién vigila a los vigilantes
En términos de estrategias documentales, propongo un cruce entre este trabajo y El hombre cuando es hombre (Sarmiento, 1982), película que aborda el machismo en Latinoamérica, cuya lectura intencionada del problema que trata se va deslizando poco a poco, desde la aparente neutralidad y distancia, para terminar instalando un juicio o una denuncia, que hacia el final de ambas cintas se hace evidente. En una entrevista a Valeria Sarmiento publicada por lafuga.cl el año pasado, ella misma reconoce que El planeta de los niños no fue bien recibido en Cuba, «Porque es una película bastante crítica con el régimen cubano». Algo similar ocurrió con El hombre cuando es hombre en el país donde fue realizada, Costa Rica, donde incluso fue negada su exhibición.
Me interesa destacar, de esta estrategia de develación sutil de un punto de vista, el lugar crucial que tienen las intervenciones de la entrevistadora (¿la misma Sarmiento, supongo?). El equipo de realización prácticamente no aparece en el documental, a excepción de estas intrusiones de una voz femenina que escasamente interroga a los niños. Son pocas ocasiones en las que esto ocurre, y cada una de ellas es además mínima, cauta. Pero son suficientes para desestabilizar el discurso aprendido e instalar la duda en el observador. “¿Y tú crees que ese conejito va a sobrevivir?”, a una niña que acaba de intervenir quirúrgicamente al animal, “¿por qué no hay mujeres en este círculo?”, a los niños que trabajan en el taller mecánico, “¿quién de ustedes tiene auto en su casa?”, a los mismos niños. Son diminutas entradas de un ojo ajeno, que se sitúan en la candidez de la mirada extranjera, pero al mismo tiempo encarnan la posibilidad de una fisura en el edificio pionero. El edificio pionero que no solo se representa a sí mismo, sino que funciona como maqueta de una estructura mucho mayor.
No puedo dejar de mencionar que al espectador lo embarga, durante todo lo que dura el visionado, una especie de incomodidad. Hay en este remedo de sociedad adulta y en las imágenes que se escogen para mostrarlo, una potencia perturbadora. En algún sentido, y volviendo a lo señalado antes acerca de la infancia como construcción, el documental nos entrega no solo la develación de esta sociedad en particular y su proyecto de adoctrinamiento, sino también el desenmascaramiento, en una versión extrema, de este proceso de modelación que se ejerce sobre la infancia en general. La pantalla nos enfrenta a intervenciones quirúrgicas en vivo (que nos preguntamos si son efectivamente llevadas a cabo por los niños), junto a performances de danza, canto y poesía de una anacrónica estética televisiva, programas de televisión (Canal Telepioneros que transmite desde versiones en español de canciones anglo pop de moda una década atrás, hasta la “entrevista pioneril”, con el internacionalismo proletario como tema), descripción de ocupaciones y argumentos en favor de un sistema.
Respecto de esto último, es interesante comparar cómo el formato del discurso adoptado por los niños y niñas es idéntico al describir el funcionamiento de una maquinaria, por ejemplo, a aquél que enarbola evidencias retóricas en defensa del proyecto social. Todos ellos se sitúan en la candidez convencida a la vez que falible del alumno que quiere mostrar que ha estudiado y conoce la lección. En esta dinámica se evidencia lo que Jorge Larrosa denomina “infantilización”, como opuesto conceptual para “infancia”: «El niño es portador de una mirada libre, indisciplinada, quizás salvaje, una forma de mirar que aún es capaz de sorprender a los ojos. El adulto, por su parte, es el propietario de una mirada no infantil, sino infantilizada, es decir, de una mirada disciplinada y normalizada desde la que no hay nada que ver que no haya sido visto antes» (Larrrosa, 2007: 23). Bajo esta lógica, los niños presentados en el documental son en verdad moldes de adultos infantilizados, programados por una mirada normativizada.
Casi todas las escenas que nos presenta el documental muestran a los niños dedicados a sus oficios y labores. Solo se reconocen un par de secuencias, intercaladas en esta lógica dominante, que los presentan jugando, abocados al ejercicio lúdico como fin en sí mismo. Esto mismo sucede en los planos iniciales del filme, antes de la presentación del título.
Me detengo aquí porque es imposible escapar de la lectura simbólica que sugiere la primera escena, la de los niños literalmente “naciendo” de las entrañas de un árbol añoso y lleno de rugosidades y pliegues. Las lecturas que han querido encasillar a la infancia como espacio primordial vinculado a un estado de pureza que la sociedad corrompe (cuya contraparte es la del salvaje que debe ser domesticado), y que por ende lo sitúan en el ámbito de la naturaleza, previo a su entrada a la cultura, han sido también criticadas por su intento de constreñir la infancia en categorías que no pueden hacerse cargo de su complejidad, y funcionan desde una óptica binaria y totalizante, en que la infancia se modela como lugar de la otredad. Como construcción cultural moderna, la infancia albergaría, y así es como lo he desarrollado en trabajos anteriores, una serie de contradicciones, por ejemplo: el pasado versus el presente (o en algunos casos el futuro), el control versus la autonomía, la perversidad versus la pureza. En su libro Theorizing Childhood, Alison James, Chris Jenck y Alan Prout proponen dos categorías básicas de modelos que pueden describir las concepciones vinculadas a la infancia a lo largo de la historia: los modelos pre-sociológicos y los modelos sociológicos. Es en estos últimos donde se enmarcan nuestras nociones más actuales de infancia, pero lo más interesante, siguiendo a los mismos autores, es que ambas categorías de modelos pueden convivir, en cuanto algunas ideas delimitadas por los modelos pre-sociológicos impregnan todavía nuestro imaginario cultural respecto de lo que es y debe ser un niño o una niña. Todos ellos suelen promover una aproximación binaria a la idea de infancia, en la que se encasilla a niñas y niños en alguno de los dos polos. Me niego entonces a proponer que estas escenas puedan interpretarse únicamente desde esta apreciación.
Tras salir del árbol, los niños entran a un territorio todavía salvaje, selvático y juegan, colgándose de unas lianas. Poco después ingresan a un espacio donde las marcas de la cultura se empiezan a manifestar. En medio del gran jardín hay una enorme y extraña estructura llena de colgantes, aparentemente de metal (por el sonido que hacen), en el que los niños entran. Se trata de un ingenio azucarero. De alguna manera este espacio de juego, construido alrededor de un objeto particular que encarna la producción industrial, funciona como lugar de tránsito, desde el “juego natural”, sin propósito, hacia uno que explora una maquinaria construida con un fin de explotación económica, desde el juego, pero para dar paso, en unos segundos más, a las actividades que más concretamente imitan y duplican una versión del mundo adulto.
Para analizar esta escena, no puedo evitar hacer una analogía con las lianas de los árboles, de las que hace segundos pendían. Esta estructura me parece una clave para leer lo que finalmente el documental hace. Revelar el intento por naturalizar modos de construir lo social, por tratar de evidenciar sus estructuras. En ese sentido, El planeta de los niños escapa magistralmente de la óptica adultocéntrica, porque no se propone definir la infancia, sino que escudriñándola, se asoma a su perspectiva para percibir el reflejo deformado y deformante de la sociedad adulta. Ese ojo tecnológico se abre para vigilar al vigilante. Lo que hace es restituirle al infante, con la ortopedia cinematográfica como puente, su derecho a devolver la mirada y transformar al adulto que lo define, en su otro.
Historias de guerra: el montaje como lugar de enunciación
Me gustaría terminar el análisis, entrando más detenidamente en las escenas finales de la obra, verdadero micro relato de la violencia, donde la desaparición absoluta de interacción con el equipo de realización y el trabajo de montaje la transforman en una pequeña ficción dentro del documental. Como ya señalé anteriormente, llama la atención la aparición de esta suerte de relato fabulado dentro de un trabajo que ha confrontado a su objeto desde la distancia pero también desde la evidencia de la mirada documental. En esta sección, la posición narrativa cambia y va construyendo una historia sólo desde la destreza del montaje. Hay que recordar que Valeria es reconocida por su labor como montajista, no sólo en sus propias películas, sino también en las de Raúl Ruiz. La directora ha relatado que estas secuencias de la guerra no fueron escenificadas, sino que se presentaron ante los ojos del equipo con su potencialidad de ficción, y así fueron aprovechadas en el corte final. Este final me hace recordar también el cierre de El hombre cuando es hombre, cuya aproximación al discurso machista ha ido filtrándose lentamente para terminar develando un caso de femicidio. En ambos filmes, el corolario visual se presenta como una declaración aguda e impetuosa acerca de lo que quiere develar.
Son algo así como 10 minutos completos dedicados a mostrar a los niños y niñas formando parte de un escenario bélico. Me interesa indagar un poco más en su tratamiento, por el contraste con todo el metraje anterior y también por su concordancia con éste, en cuanto a una posición crítica respecto de la institucionalización de la infancia.
Tal como el film, la sección final se inicia también en un contexto lúdico donde el juego es fin en sí mismo (instancias que, como ya señalé, escasean). La particularidad es que el grupo de niñas juega junto a varios misiles que apuntan al cielo. Su actividad es interrumpida por la sirena de alarma que anuncia el inicio del enfrentamiento, y que llama la atención por el contraste entre las connotaciones de una acción propia de la niñez, cargada de las asociaciones que ya hemos mencionado y descrito, y el espacio eminentemente adulto de la guerra y la violencia. No es raro que las imágenes de niños y niñas se utilicen en distintas instancias (campañas políticas, publicidad), vinculadas con este tipo de espacios extremos, para resaltar su intensidad y llamar la atención de quien observa. Lo que ocurre en este caso, es que el componente contrastante está también en manos de menores de edad, y son ellos lo que protagonizan la administración, producción y puesta en ejercicio del escenario de guerra. Esta situación es la que disloca lo esperado y sitúa a la infancia en un lugar problemático y cuestionador.
Señalaba antes que este segmento se caracteriza por utilizar recursos de la ficción, por tratarse, en verdad, de una fábula miniaturizada, sin protagonistas específicos, pero que por varios momentos recuerda la estética de filmes bélicos de la tradición más clásica. En este sentido, ocurre lo que Christian Metz señala respecto de la instalación de un verosímil, cuando un filme se parece menos a la realidad que a una tradición que lo antecede.
Porque el contenido de las obras nunca se decide directamente, en el acto creador, por la observación de la vida real (obras realistas) ni directamente por la exploración de la imaginación real (obras irrealistas) sino siempre, en gran medida, en relación con las obras anteriores del mismo arte: incluso quien intenta filmar la vida o sus propios fantasmas, lo hace siempre, más de lo que piensa, en relación a otras películas. (Metz, 2002: 259).
Y es esa relación la que instaura nuestro pacto con la historia que relata. La aparición de este particular modo de articular los hechos que representa, crea una serie de tensiones en relación a la posición y la presencia de una mirada crítica dentro del documental. Ya vimos que la predominancia del documental de observación como estrategia discursiva se ve interrumpida en ocasiones por la aparición de una voz que delata la presencia del equipo, y que las preguntas que formula desmantelan la aparente neutralidad para situar la incomodidad dentro del universo aparentemente equilibrado de la escuela de pioneros. En esta última sección esa presencia desparece por completo y sólo se posiciona en la mirada de la cámara y la composición del relato a través del montaje. Es interesante que la parte que debería ser aquella más distanciada, es por el contrario la que deja aparecer un punto de vista, una opinión y, de hecho, una historia, dentro de la lógica documental observacional en la que aparentemente se había anclado. Andrés Di Tella destaca cómo el surgimiento de cines que se suponen más desapegados de su objeto -como el free cinema o el cinéma vérité-, justamente por la desaparición de una voz over y por ende de una intencionalidad evidente que estructurara el relato, tuvieron que recurrir a estrategias de narración propias de la ficción para guiar una manera de leer aquello que ponían en escena. «La ausencia de entrevistas y la reducción o eliminación de la narración en off también obligó a los cineastas a narrar con secuencias de imágenes, con el mismo lenguaje del cine de ficción, y a armar en el montaje situaciones dramáticas de acciones y reacciones a base de planos y contraplanos que no siempre correspondían estrictamente a la misma situación real» (Di Tella, 2011: 59). Algo así es lo que ocurre en esta serie de secuencias finales de El planeta de los niños, donde se deja ver la postura crítica que el documental sostiene.
En términos del trabajo con la ficción me parece interesante el doble juego que aparece en esta parte del film. En buenas cuentas, todo juego es también un pacto de ficción, y lo que los pioneros hacen diariamente en los “palacios” es jugar a ser grandes. De este modo, el documental retrata fundamentalmente una ficcionalización radical, en casi todo momento, a excepción de aquellas instancias en las que conversa de modo directo con niños y niñas. La fábula que crea hacia el final es entonces una ficción doble, articulada desde el montaje y desde el juego de planos. Valeria Sarmiento es reconocida por su trabajo como montajista y por eso no es de extrañar que su habilidad para poner a dialogar imágenes sea la que ponga en evidencia el lugar de enunciación en el que se sitúa para construir su relato acerca de la escuela de pioneros. Que no es sino una sinécdoque para el proceso de institucionalización de la infancia, y así es como lo he querido leer. En un texto acerca del plano secuencia, que es más bien una apología del montaje, Pier Paolo Pasolini describe en qué sentido el montaje permite crear sentido en el film. Según su argumento, es este recurso narrativo fundamental para el audiovisual el que transforma el cine (como concepto general) en un film: es una declaración. Al final de su análisis, destaca las implicancias políticas de ese “decir algo” que el montaje evidencia. Al proponer una analogía entre montaje y muerte, que postula como aquél gesto que le otorga un sentido, o una manera de leer la vida, caracteriza esta herramienta narrativa audiovisual de la siguiente manera: «Por lo tanto, el montaje realiza sobre el material del film (que está constituido por fragmentos, larguísimos o infinitesimales, de tantos planos-secuencia como posibles tomas subjetivas infinitas) lo que la muerte realiza sobre la vida» (Pasolini, 1971: 68). Podríamos decir que es eso lo que ocurre en el documental de Sarmiento, la creación de esta “doble ficción” en la parte final de El planeta de los niños, a través de un papel preponderante del montaje, es la que termina por develar, de manera radical, lo que las intervenciones anteriores habían estado sugiriendo. Lo que me parece más valioso de esta mirada crítica a la construcción social y cultural de la infancia, es el modo cómo Sarmiento subvierte la mirada adultocéntrica, reconociéndola. No utilizando a los niños o pretendiendo que les da voz, sino desmantelando lo que se supone naturalizado, a través de su mirada.
Mi propósito era el de analizar una obra poco conocida de la realizadora chilena Valeria Sarmiento, desde una lectura crítica de la noción moderna de infancia, pero procurando poner este trabajo específico en diálogo con una producción mayor y un interés creciente por rescatar la obra de directoras y directoras que sufrieron el exilio, poniendo atención en los materiales que sí podemos recuperar y que establecen un diálogo solidario con las porosidades del archivo, muchas veces violentado desde la dominación social y política. De alguna manera este examen del documental de Sarmiento sirve como analogía para un gesto que desenmascara los juegos del poder y otorga espacio a voces que son constantemente subordinadas.
Bibliografía
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Notas
[1] Su primera película, Un sueño como de colores, realizada cuando era estudiante, durante el gobierno de la Unidad Popular, se encuentra perdida. El documental Gente de todas partes, gente de ninguna parte, que dirigió durante los primeros años de su exilio en Francia, se consideró perdido durante muchos años. Sólo el año 2016, la investigadora chilena Elizabeth Ramírez pudo confirmar que una copia de la cinta se encuentra en la Cinemateca Francesa.
[2] Sobre este tema, Sarmiento se explaya en las entrevistas publicadas por la revista virtual laFuga en 2013 y la Revista Araucaria de Chile en 1985.
[3] En 2012 tuve la suerte de integrar un colectivo de investigadores de distintas filiaciones académicas que organizó un ciclo de cine dedicado a las tres realizadoras chilenas que se encontraban activas antes del golpe militar y que siguieron haciendo películas en el exilio: Marilú Mallet en Canadá, Angelina Vázquez en Finlandia y Valeria Sarmiento en Alemania y Francia. El ciclo, titulado “Nomadías: directoras chilenas en el exilio” formó parte de la programación del FIC Valdivia en su versión número veintiuno. En ese sentido, rastrear la creación de Valeria Sarmiento de ese periodo fue una tarea ardua y finalmente solo pudimos exhibir tres de sus trabajos: La dueña de casa (1976), El hombre cuando es hombre (1982), y El planeta de los niños (1992).
[4] En septiembre de 2014 se inauguró el archivo Ruiz/Sarmiento de la Universidad Católica de Valparaíso, y se realizó paralelamente un coloquio en torno a la obra de ambos realizadores (en conjunto con el Magíster en Estudios de la Imagen de la Universidad Alberto Hurtado. En dicha ocasión presenté una versión muy preliminar de este trabajo. El año anterior, Carla Ulloa Inostroza, publicó “El cine de Valeria Sarmiento” (Revista Occidente n. 434, noviembre 2013, páginas 55-60) que puede considerarse un ejemplo relevante del renovado interés en su obra. Por otra parte, junto a Elizabeth Ramírez editamos en 2016 el volumen Nomadías. El cine de Marilú Mallet, Valeria Sarmiento y Angelina Vázquez (Metales Pesados), donde se abordan algunos de sus trabajos junto a los de otras dos documentalistas chilenas también exiliadas tras el golpe militar de 1973.
[5] Junto a otras películas tempranas de Sarmiento, La nostalgia se consideró perdida durante muchos años. Sólo en 2016, la investigadora Elizabeth Ramírez confirmó que se encuentra en la Cinemateca Francesa, al igual que Gente de todas partes, Gente de ninguna parte. Hasta la fecha, ninguno de estos documentales ha sido exhibido en Chile.
[6] En 2010 se estrenó el documental El edificio de los chilenos, de Macarena Aguiló, film que reflexiona en torno a la experiencia de exilio de la directora, buena parte de la cual aconteció como parte de un experimento social de familias sustitutas (o “padres sociales”) para hijos e hijas de militantes del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), y que a ella le tocó vivir principalmente en Francia y Cuba. Por sus referencias a la escuela de pioneros, el documental de Sarmiento podría leerse como una referencia interesante para el trabajo de Aguiló y sus modos de representar esta institución postrevolucionaria. Quizás sería provechoso también establecer vínculos con otras producciones latinoamericanas que desde Shunko (Lautaro Murúa, 1960) y Crónica de un niño solo (Leonardo Favio, 1965) a Escuela Normal (Celina Murga, 2012), por poner tres ejemplos relevantes, han abordado la infancia desde el espacio de la escuela.
[7] Kidzania es un centro de entretenimiento original de México que fue inaugurado en Santiago de Chile en 2012, donde los niños juegan a vivir en un mundo de adultos. Ha recibido fuertes críticas por promover el consumo a través de una promoción abierta de ciertas marcas y presentarse como una apología velada del sistema capitalista.
[8] Cuba Material es un proyecto artístico y una página web que pretende rescatar la vida social y cultural del período socialistas cubanos a partir de sus objetos. Como la misma página explica: “Es un archivo sobre el consumo, la vida cotidiana, los espacios domésticos, la arquitectura, el diseño y la tecnología. Es un archivo sobre la ciudad y el interior de las casas, las gavetas o las maletas de viaje. Es, sobre todo, un archivo de la materialidad del socialismo cubano, aunque no se reduce sólo a ese período”.
[9] Así lo señaló la autora en la entrevista para laFuga antes mencionada y en el coloquio organizado por la Universidad Católica de Valparaíso en 2014.