Tagged Emiliano Jelicié

Cine y región. Ensayos, proyectos y películas

Raúl Beceyro. Paraná y Santa Fe, EDUNER – Editorial de la Universidad Nacional de Entre Ríos y EDICIONES UNL – Universidad Nacional del Litoral, 2014.

Descargar texto

Emiliano Jelicié

Reseña - Cine y regiónCompleja tarea la de dar cuenta en una reseña sobre la nueva publicación del cineasta santafesino Raúl Beceyro. En Cine y región confluye una serie heterogénea de escritos concebidos entre 1964 y 2013 que declaradamente no fueron pensados para un mismo destino editorial. Una simple y repetida característica de numerosas compilaciones, si no fuera porque además esa heterogeneidad se traslada al tipo de materiales que en esta ocasión el artefacto-libro reúne: ensayos, críticas, capítulos de libros, diarios de filmación, apuntes, monografías, fragmentos de guiones –algunos finalizados, otros inconclusos–, planes de trabajo, memorias, desgrabaciones. En la selección de estos materiales –una nota lo explica– han sido privilegiados aquellos “que se ocupan más explícitamente de la región del Litoral”. El libro los distribuye con un esquema tripartito: “Ensayos”, “Proyectos”, “Guiones” (más un “Anexo” al final). Y mientras en la primera sección el ordenamiento de los textos obedece a un criterio conceptual, donde se destacan dos textos que condensan el universo teórico del autor como son “El documental hoy” (2008) y el hasta esta publicación inédito “Para terminar de una vez por todas con esta cuestión del documental” (2013), en la segunda y tercera el criterio que se adopta es el de la línea cronológica que, así como la “Filmografía”, “Bibliografía” y “Cronología”, están así dispuestos con el fin de “permitir seguir el desarrollo de una obra”. Pero sin dudas la peculiaridad de esta heterogeneidad no se despliega en su totalidad hasta que vemos anexada a la serie textual el box de tres DVDs con films documentales, de duraciones y formatos diversos, realizados por Beceyro entre los años 1985 y 2012. Aquí ya no sólo se trata del problema del orden ni del criterio de selección o de relevancia impuestos, sino de un factor que le plantea un desafío inusual a la actividad del lector-espectador: indagar acerca del cruce entre la teoría y la práctica cinematográficas. Se trata de un cruce a priori habilitado por el autor desde sus propias reflexiones escriturarias, que extensivamente se ofrece al juego más libre e incontrolado de buscar los puntos de contacto (o de fricción) entre lo que se dijo y lo que se filmó o, dicho de otro modo, de establecer las relaciones entre lo que un autor piensa del cine y lo que luego (¿o será antes?) su propio cine muestra (o no) en relación con ese pensamiento. O, mejor aun, la diferencia entre lo que el realizador piensa del cine y piensa en el cine. En efecto, las cosas se tornan más opacas (y más interesantes) cuando al querer convocarlas a un mismo fin revelan esa cualidad propia que las especifica y las diferencia.

Lo primero que se destaca de los textos reunidos en la sección “Ensayos” es su carácter sintético, en un sentido preciso: la concepción del cine de Beceyro no nace en ellos sino que aparece como producto –como destilación– de reflexiones de más de cinco décadas. Una nota al pie de “El documental hoy” convoca a Beatriz Sarlo para autorizar esta idea: “Es como una especie de resumen e inventario de tus bienes en un número testamentario”. El texto se le había solicitado a Beceyro para publicarse en el que sería el último número de Punto de Vista, la recordada revista en la que fue conspicuo colaborador hasta su cierre. Aquí Beceyro vuelve sobre la cuestión del documental para conducirnos, desde esa vía, a su idea del cine como arte. En apenas dos páginas, la apretada definición del documental como una “confluencia entre el mundo […] y una mirada” consigue bosquejar el mapa del “cine de hoy” en dos grandes continentes, en uno de los cuales están aquellos films que se identifican cabalmente con la premisa planteada, mientras que en el otro están aquellos que carecen por completo de esa mirada (que desde luego se trata de una mirada cinematográfica), lo que conduce a que los materiales del mundo permanezcan en el film en su condición de “caóticos, insignificantes, tal como son cuando uno mira por una ventana y ve lo que pasa en la calle” (5). Este atajo le permite a Beceyro delimitar el terreno rápidamente para dejar en claro quiénes van a jugar de su lado (Raymond Depardon, Frederick Wiseman, Iotar Iosseliani, Abbas Kiarostami) y quiénes no (Michael Moore, Pino Solanas, Al Gore, tildándolos de documentalistas “analfabetos”). Y también le sirve para insertar el problema del documental contemporáneo como un asunto propio del “cine a secas”, como le gusta decir a Beceyro, en el que a la necesariedad de la confluencia antes apuntada se le añade otra que complejiza aun más las cosas: la confluencia –cada vez más “complicada”– entre el estilo del documental y el estilo de la ficción.[1]

Para explicar esto, el “hoy” anunciado en el título le va a ceder el lugar al pasado. Beceyro va a elaborar una historia del documental para constatar estas primeras definiciones. Los cortes son nuevamente incisivos: en un primer momento, el documental se constituye como lenguaje en virtud de que, como cualquier ficción, aprende a narrar (años 20: Flaherty, Vertov, Ruttmann); en un segundo momento, este lenguaje adopta nuevos procedimientos de la narrativa ficcional como propios (1936: Correo Nocturno y la “Escuela inglesa”); el tercer y “decisivo” momento es el nacimiento del documental moderno, en el que la integración de los usos formales y temáticos de la ficción amplían el campo de “lo decible” al punto de que el documental se libera definitivamente de sus obligaciones y ataduras estilísticas (1959: Días previos a Navidad; 1960: Primarias; 1961: La lucha; 1963: Crisis). El enfoque de Beceyro comienza a tomar forma precisamente aquí, cuando los elementos a tomar en cuenta proceden de la práctica fílmica y de sus aspectos procedimentales. En efecto, las nuevas libertades (y dificultades) del documental consisten en tomar de la ficción dos procedimientos privilegiados: el “empalme en movimiento” y el “montaje paralelo”.[2] Son libertades justamente porque estos procedimientos hacen lo contrario de lo que se espera del documental, cuya primera naturaleza es operar con la discontinuidad del montaje (descansando, por ejemplo, en el amalgama artificioso de la banda de sonido) y constreñirse a la homogénea e irreversible linealidad del tiempo; son dificultades porque el documental madura como obra de arte cuando logra domesticar las “bestias salvajes” de la realidad mediante el tour de force de lo ficticio: los “verdaderos documentales –citando a Chris Hegedus– borran las huellas del estilo documental y tratan de conseguir el ‘estilo del film de ficción’” (10).

El arte del cine documental para Beceyro es eminentemente narrativo, al igual que el del “cine a secas”, y aquí resuena un texto temprano suyo titulado “Cine y narración” (Punto de Vista, no. 6), que asevera que en “el cine la descripción no existe; sólo hay narración”. Si bien este punto de vista puede resultar cruento puesto que implica un recorte que deja afuera toda una vertiente contemporánea del documental que precisamente trabaja sobre los restos prenarrativos de la imagen (véase, si no, la extensa saga contemplativa de James Benning, el Thomas Arslan “fotográfico” de Desde lejos o el observacionismo poético de Cao Guimarães en Accidente, por nombrar unos pocos ejemplos), pone palmariamente al descubierto cuáles son las preferencias cinéfilas de Beceyro y, sobre todo, cómo éstas han gravitado en su forma de encarar la dirección de cine. En efecto, la perspectiva desde la cual habla Beceyro es la de un cineasta inclinado a llevar al papel los problemas recolectados en el terreno de su propia labor fílmica. Por eso, en esta suerte de practología que se desprende de la interconexión entre sus escritos y sus películas, las crónicas de rodaje son elevadas al estatuto de ensayo (“Filmar a Alfonsín”, “Palo y hueso. Diario de filmación”), los proyectos, sinopsis y guiones –conclusos o inconclusos, filmados o no filmados– sugieren contener in nuce sus formulaciones sobre el cine (en este punto se destacan las adaptaciones de Responso y de Nadie nada nunca, en colaboración con Juan José Saer), y hasta un trabajo práctico presentado en una cátedra en los años de estudio (“Teoría del documental”) “testamenta” lo que en definitiva el libro persigue al reunir todo ese material disperso: ilustrar la coherencia con que Beceyro se ha manejado, en sus diferentes facetas de cineasta, a lo largo de más de cinco décadas. Por eso también –volviendo a “El documental hoy”– el canon contemporáneo propuesto por Beceyro se cierra con un puñado de directores que representan la estela tardomodernista de una ruptura experimentada a fines de los años cincuenta, cuando se “produce entonces la misma transformación que […] se produjo en los cuarenta (Welles, La regla del juego, el neorrealismo): se despliegan los problemas, los enfoques, las posibilidades de ‘decir’ las cosas, tal como siguen desplegadas aún hoy. No ha habido mutación posterior” (9). En este punto, a Beceyro no le interesa el presente más que para volver a habitar ese pasado en el que, como buen modernista, se siente más cómodo, y con el que consigue hacer dialogar a su cine con el cine que admira. Pero escaparle al presente también produce sus riesgos. Viéndolo de este modo, entonces, el título del texto debería corregir, ahora sí, lo que escamotea. “El documental hoy” debería llamarse “El documental (según lo entiendo) hoy”.

Ocurre algo parecido en “Para terminar de una vez por todas con esta cuestión del documental”, que cierra la sección “Ensayos” [Nótese que este último texto, dispuesto a una distancia de 58 páginas de “El documental hoy”, comparte con éste los mismos preceptos, y esto se evidencia por el uso de la paráfrasis o la glosa, a veces incluso por el recurso de la repetición casi perfecta de las frases. Revisando otros textos de diferentes épocas que tratan el tema del documental, vemos que esta es una práctica consecuente en al menos cinco artículos: “Sobre cine documental” (1993), “El estilo documental” (2007), “El documental. Algunas cuestiones sobre el género cinematográfico” (2007), y los dos ya mencionados]. Decíamos que en “Para terminar…” está el mismo tipo de reflexión que en “El documental hoy”, donde se plantean las mismas diferencias entre ficción y documental, se realiza la misma reseña histórica y se ejemplifica con las mismas películas. Pero el texto tiene su excedente hacia el final, en un apartado titulado “Cuestión de principios”, donde Beceyro reflexiona de modo autocrítico sobre su experiencia como realizador de Rafaela, su último film. Como ya vimos, la concepción del documental (o del cine) de Beceyro opera con restricciones. En este caso se aportan tres: 1) el film no debe ser más largo de lo que debe; 2) el film no debe hablar en primera persona; 3) el film no debe contener entrevistas. La paradoja aquí consiste en que estas características que Beceyro “detesta” para el cine forman parte sin embargo de las elecciones estéticas que hizo para Rafaela. Al avanzar en la lectura vemos, no obstante, que son excepciones que no hacen más que reforzar la regla, y que, como ocurre en toda paradoja, sólo se trata de una contradicción en apariencia: si Rafaela es un film “largo”, lo es únicamente en función de la comparación con sus otras películas; si el film utiliza la primera persona (en este caso, Beceyro mismo) es por que “no sólo aporta imágenes, sino que es capaz de plantear problemas dramáticos […], haciendo así funcionar el relato”; si recurre a entrevistas, es porque esa es “la única manera de saber” qué es lo que vivieron y piensan sus protagonistas. En efecto, esta menuda defensa de sus entrevistas luego, hacia los párrafos finales, arranca las mejores reflexiones del texto. Dice Beceyro:

Finalmente, la entrevista plantea en el documental una situación enigmática. Si lo que definía al material de ficción era que sólo existía para ser filmado, que sólo existía en el film, para el film, entonces la entrevista es un material de ficción. Una entrevista sólo existe porque se filma (84).

Lo enigmático de la entrevista –según Beceyro– es que siendo “síntoma de documental”, de “prueba de lo real”, sea también un material asimilable a la ficción. El enredo teórico (pero también su sinceramiento) es evidente, y en parte se debe a aquella definición restrictiva y tajante mediante la cual el documental y la ficción son discriminados por el índice de realidad de los materiales con los que trabaja uno y otro, así como por la preexistencia o no de éstos a la realización del film. Si tomásemos tan en serio esta definición, entonces descartaríamos por ficcional todo lo que históricamente el documental ha creado por y para sí mismo, todo lo que en su puesta en escena se constituye como una realidad nueva, todo lo que no estaba ahí antes de su propia existencia. La inteligencia de Beceyro admite ese reconocimiento cuando confiesa que las entrevistas en Rafaela provocaron situaciones nuevas que no habían sido previstas antes –ni afuera– del film: “Nunca tuve con mis compañeros de escuela conversaciones tan completas, tan íntimas como las que aparecen en el film” (84); sin embargo, se vuelve mezquina a la hora de aportar ejemplos de colegas cuyo trabajo con la entrevista ha sido tan virtuoso como generativo (pienso especialmente en el Carlos Echeverría de Pacto de silencio, aunque la diversidad de inflexiones de la entrevista en los directores actuales, desde Néstor Frenkel hasta Ignacio Masllorens, señala que allí sigue habiendo un terreno por explorar): simplemente, no menciona a ninguno. Los nombres de directores argentinos sí son solicitados, en cambio, para marcar errores (Andrés Di Tella y su “inocente” y “digresiva” Fotografías; Iván Fund y sus “hechos insignificantes” [3] en AB; Enrique Piñeyro y su “analfabeta” Fuerza Aérea Sociedad Anónima). No es el lugar aquí para hacer justicia nombrando todos aquellos documentales –argentinos o extranjeros– que han sacado provecho estético tanto del recurso de la entrevista como del de la narración en primera persona (recurso éste último sobre el que, por otra parte, existen estudios recientes, como el de Pablo Piedras en El cine documental en primera persona, que plantean la emergencia de un “giro subjetivo” en el ámbito documental argentino de los años noventa). Pero sí vale recordar que los recursos no son los procedimientos, así como los procedimientos no son la forma: el arte del cine se beneficiaría si evitáramos, respecto de ellos, todo tipo de apriorismos o preconceptos. En otro orden de cosas, ¿cómo juzgar el film Shoah, ese fundamental encadenamiento de entrevistas de más de nueve horas que, si bien Beceyro elogia, contradice toda su elaborada preceptiva? Dilemas de un temperamento sentencioso: ¿cómo hacer encajar lo dicho (crítico) con lo visto (espectador), o lo visto (espectador) con lo hecho (realizador)? Resulta también curioso que los mejores documentales de Beceyro –entre los diez que han sido seleccionados en esta publicación– sean los que incorporan entrevistas y/o la primera persona en sus narraciones: La casa de al lado, Reverendo, Domingo 24 de octubre, Rafaela; mientras que en documentos más estrictamente observacionales como Guadalupe o Jazz, nos resulta difícil identificar esa confluencia entre estilos o esa construcción de la mirada antes apuntada.

Párrafo aparte merece el texto “Filmar a Alfonsín”, nuevamente incluido en una compilación de Ediciones UNL (la otra vez había sido en el libro anterior de Beceyro, 5 Ensayos). O al menos lo que de él nos interesa: la definición de lo político. En este punto Beceyro retoma una idea que está muy presente en su libro Cine y política y se plasma en varios de sus films (Candidato, 2007, Raúl Alfonsín en Santa Fe o La Convención, este último no incluido en el box), que consiste en pensar la política a contrapelo de la opinión dominante que se observa en los estudios de cine argentino contemporáneos. Básicamente, consiste en advertir que lo importante de lo político en el cine nada tiene que ver con una elección temática (“no hay temas mejores que otros” ni “que aseguren nada”), y mucho menos con la intención de que “se haga evidente lo que piensa el cineasta” a través del film. Por el contrario, se trata de disponer y seleccionar los materiales específicos para hacer entrar en la escena cinematográfica la propia escena de la política. En esto radica la “revolución” que le adjudica a Primarias, el film de Robert Drew, que por un lado tiene un aspecto procedimental novedoso (capturar en forma directa y simultánea las elecciones que llevaron a Kennedy a la presidencia), pero por el otro –o en virtud de esto mismo– incorpora un nuevo objeto hasta entonces ausente en el cine documental, que impone nuevos problemas y configuraciones a la representación fílmica. Esto demuestra que introducir acontecimientos políticos, cuyos personajes son políticos y muestran el mundo de la política, es una operación que va mucho más allá y mucho más acá de la simple constricción “tematicista”. En efecto, representar la escena de la política en buena medida es ir más allá porque implica tratar con las imágenes del poder (por eso el poder sabe elegir bien cuándo exponerse a las cámaras, así como el cine sabe bien de qué manera elidirlo, sobre todo aquél que depende del fomento del poder estatal). Pero también la representación de la escena política puede devolver una imagen invertida de sí misma, como ocurre en 2007 del propio Beceyro: en el periplo proselitista de la candidata a vicegobernadora por Santa Fe, la política –como tema, como discusión, como asunto– casi siempre brilla por su ausencia. La imagen de la política, lo sabemos de sobra, puede estar a años luz de la política.

Por lo demás, insistir en la crítica palmo a palmo de cada planteo teórico sería algo tan sencillo como errado; sería no aceptar que cuando Beceyro emprende la tarea del teórico, el que emerge a la superficie es en verdad el realizador o el esteta. El rodeo teórico, con su ademán universalista, funciona en Beceyro como un catalizador de gustos y preferencias particulares. Y como el frac en la función de gala, a veces la teoría pareciera ser el traje más adecuado para ocupar ciertos espacios. Esto quizá explique mejor por qué Beceyro se enoja tanto con Bill Nichols, o más bien con el éxito que éste ha tenido en las instituciones académicas centrales. El enfoque de Nichols exige un vasto trabajo de campo en el que se teoriza con más de 250 films de diversas épocas y latitudes; el de Beceyro, por su parte, implica una colección selecta de “grandes cineastas” (“no son muchos, unos veinte o treinta”, 9) para que quepan en su pequeña y fortificada región. Típica diferencia entre el estudioso y el esteta: uno incorpora y analiza; el otro valoriza y desecha.

Por último, el libroabre con una introducción a cargo de su curador, David Oubiña, que apunta a ciertas coordenadas de lectura para brindar un mejor acceso a la “región‑Beceyro”, concepto derivado de la noción saeriana de “zona” que explica aspectos de la obra de Beceyro que, por razones de espacio, no son tratados aquí. Sin embargo –y a diferencia de la visión de Oubiña–, todo lo antedicho nos permite pensar que hay una dimensión material, tangible, “real”, en la regionalidad[4]de Beceyro que cobra un peso decisivo en sus producciones y nada tiene que ver en lo fundamental con la que ha construido Saer a través de sus ficciones. No nos referimos en este punto a los “materiales” que el cineasta (con sus documentos reales) y el escritor (con sus imaginaciones ficcionales) priorizan en sus respectivos trabajos. Tampoco al consecuente hecho de que la región en Beceyro adquiere, por la indicialidad propia de la imagen cinematográfica (máxime si se trata de cine documental), mayores rasgos de “fidelidad” con los referentes locales[5] que en la literatura de Saer, cuya imaginación, tal vez desde el hecho mismo de ser literaria, parte de la cuestión local para expandirse y proyectarse casi infinitamente. Se trata más bien de invertir los roles y pensar la región ya no como un efecto de la representación sino como su causa. ¿Qué resortes de lo regional se ponen en juego para que una obra sea lanzada? ¿Qué espacios institucionales condicionan su existencia? ¿Cuál es la relación de pertenencia de Beceyro a dichos espacios? Hay en efecto una región real que es más fácil de circunscribir y reconocer que la región figurada y que habilita a preguntarnos acerca de las bases materiales de los objetos culturales que a Beceyro –como a cualquier autor– le permiten producir lo que produce y publicar lo que publica. Poco importa para el caso si la manera de trabajar es periférica o central, si es pobre o rica, si es convencional o atípica: se trata de saber en qué medida se adecua esa estética a una base productiva, y extensivamente de qué manera una obra incorpora (o no) en su seno una reflexión sobre los mecanismos que le dan existencia y legitimidad. De hecho, la forma de delimitar el espacio de pertenencia también configura ese “cómo es aquí”. Entre esos objetos culturales legitimados por la región está indudablemente este libro, editado conjuntamente por las editoriales de la Universidad Nacional de Entre Ríos y de la Universidad Nacional del Litoral, organismo este último donde además Beceyro dirige desde 1985 el Taller de Cine, y desde el cual financia y produce sus películas. Para que un conservador conserve su visión de las cosas, nada mejor que la fidelidad en el tiempo de las mismas instituciones, por definición conservadoras, y la de aquellos que pertenecen a esas instituciones y que en definitiva son los que las sostienen. Se puede describir la conservación de un sistema de producción y de una concepción del arte sostenida a través de los años como una manifestación de coherencia, como señala Oubiña; o se puede también pensar esa conservación como una forma de persistencia (que en todo caso logra ser coherente sólo consigo misma). “Coherencia” y “persistencia” entonces no deberían confundirse. ¿O acaso exhibe coherencia la conservación a través del tiempo de los mismos gustos y preceptos, en un campo por definición variable como el del cine? Y tomando el eje de la integración en una misma obra de la reflexión ensayística con la realización fílmica, ¿acaso es coherente esa integración con el carácter redundante, repetido, fragmentario, inconcluso o insignificante de los textos publicados? ¿Resiste la obra a los severos criterios por ella misma impuestos? Puede concluirse, entonces, que el modo en que Beceyro selecciona y opera en Cine y región no difiere demasiado del modo en que sus agentes e instituciones culturales seleccionan y operan con el presente, promoviendo así la misma especie de olvido sobre sus transformaciones y necesidades.

Se puede entender ahora por qué esta reseña, aunque involuntariamente, fue escrita a contrapelo de la introducción del libro. Nada extraño ni sorprendente: se trata –o debería tratarse– de dos géneros distintos, con obligaciones distintas, escritos en contextos distintos. Sabrá el lector apreciar las diferencias una vez que termine de leer estas páginas y se dirija a buscar un volumen, con sus respectivos DVDs, de Cine y región.

Notas

[1] A pesar de esta “complejización moderna”, por decirlo así, del objeto documental, Beceyro evita en todo momento plantear, a la manera posmoderna, un estadio de indeferenciación absoluto entre documental y ficción, ya que si bien es reconocible la tendencia a una fusión de ambos en tanto estilos, no obstante subsiste en uno y otro una especificidad verificable a través del tiempo que permite reconducirlos siempre al lugar del que partieron, esto es, el tipo de materiales con los que trabajan respectivamente: “El otro tipo de material es inventado, imaginado por el cineasta y sólo existe para ser filmado, sólo existe en el film, para el film. En este caso, la película se llama ficción”. Más allá de la claridad expositiva, el materialismo ingenuo de esta definición revela insuficiencias a la hora de abordar el problema del documental en su dimensión institucional (una comunidad de practicantes moldea y transforma el documental bajo el auspicio de diferentes formaciones sociales) y espectatorial (una serie de supuestos y expectativas regulan el carácter documental de los textos fílmicos). Tomamos estas definiciones del teórico norteamericano Bill Nichols, La representación de la realidad, Paidós, 1997, pp.42‑63, a quien Beceyro discute encendidamente en un artículo que puede leerse aquí: http://bibliotecavirtual.unl.edu.ar/ojs/index.php/CuadernosDeCine/article/view/3332/4963.

[2] De larga trayectoria docente, Beceyro procede aquí, como en otros pasajes del libro, en calidad de pedagogo: “El montaje (en movimiento) es así: en la toma 1 el personaje realiza una acción, como sentarse, por ejemplo, y en el momento en que está sentándose, se pasa a la toma 2, en la que termina de sentarse” (11). La voluntad de dirigirse al lego es una constante que se traslada a otros tipos discursivos, como los comentarios que anteceden a la proyección de los films (“La casa de al lado” y “Guadalupe”, a cargo de Beceyro; “La Convención”, a cargo de Rafael Filippelli) o la elaboración de proyectos para ser leídos por organismos de financiamiento (entre los que sobresale la sumaria propuesta de “Jazz en Santa Fe”).

[3] En oposición a los films que muestran “hechos insignificantes”, la mirada de los grandes documentales para Beceyro es “precisa, intensa, concentrada [porque]; no se distraen” (82).

[4] En reemplazo del término “regionalismo” que, como bien señala Oubiña, se vincula más con la idea de “pintoresquismo” o “color local”.

[5] Pienso que esta insistente voluntad de referencialidad en la representación beceyrana está vinculada con la idea del “cómo es aquí” que propone Oubiña en su introducción: “La palabra clave es aquí. Me atrevería a sostener –aunque suene a provocación– que todo el cine de Beceyro se despliega a partir de esa simple consigna inaugural. Si los otros no entienden es porque no saben; todo consiste, entonces, en traerlos y mostrarles para que vean cómo es aquí. Eso es el cine” (xiv).