Si hay un efecto que define al documental de Joshua Oppenheimer es el de provocar una radical incomodidad en la experiencia del espectador, obturando de esta manera su capacidad de tomar una posición definida ante lo que la imagen le devuelve. Paradójicamente esta atributo no proviene (o no únicamente) del horror del referente real, del mundo histórico representado, de lo que entendemos convencionalmente como «imágenes documentales»; sino que la raíz de esa experiencia desestabilizadora que vivencia el espectador se produce a partir de la intervención de la ficción. Sin embargo, antes de estimular el juicio de aquellos que señalan fantasmas posmodernos toda vez que aparecen con intensidad términos como «ficción» o «relato» en acontecimientos que dejaron fuertes cicatrices en la historia, The act of killing se encarga de afirmar el piso histórico sobre el que se asienta la narración del delirio de unos pocos. En definitiva, es la afirmación de las elaboraciones ficcionales que hacen unos sujetos (los que vencieron) a partir de la experiencia del mundo, no solo para representársela sino también para accionar sobre ella.
Tal como señala una placa al inicio, en 1965 el gobierno democrático de Indonesia sufre un golpe militar y en menos de un año más de un millón de «comunistas» (categoría bajo la cual entraba todo aquel sospechoso de serlo para el régimen) son asesinados. En la actualidad la democracia de derecho no se corresponde con las formas de la dictadura que perviven como continuidad de aquellos años, donde la existencia de grupos paramilitares mantiene su accionar y neutraliza todo tipo de resistencia.
Partiendo de este genocidio y de la cita de Voltaire que prologa la película (“Está prohibido matar. Por lo tanto, todos los asesinatos son castigados salvo aquellos que se practican en gran número, y acompañados por el sonar de las trompetas”), Oppenheimer se enfoca en el torturador Anwar Congo y sus amigos, quienes orgullosamente se jactan de haber asesinado a diez mil personas. En este caso, el sonar de las trompetas del que habla Voltaire no es otro que el genocidio distorsionado en, por lo menos dos, sentidos: primero bajo la forma de justicia necesaria (cuya necesidad se sustentaría en la reorganización el orden social, político y moral) materializada en el discurso oficial del Estado; y segundo, como espectáculo (perverso) encarnado en los agentes que detentan la violencia y la viven como si fuese un género de Hollywood.
La audacia de la película reside en que la representación que se hace Anwar Congo y demás colegas de sus acciones de tortura se va develando como mecanismo de defensa individual que les permite convivir con el terror cometido. Cuando Oppenheimer advierte que los integrantes del escuadrón de la muerte recuerdan y se representan los asesinatos bajo un imaginario cinematográfico (sus ideas surgen de el cine de gangsters, musicales, westerns) les propone realizar una película sobre sus propios crímenes. En este punto es el espectador quien debe acompañar el proceso bajo la incertidumbre de un juicio moral hacia el director y hacia los actores sociales, juicio que se ve obligado a dejar en suspenso o a mutar abruptamente de una secuencia a otra. Así pasamos de pequeñas ficciones como la que lleva a Anwar Congo a afirmar con pleno convencimiento que «gangster» significa «hombre libre», a la recreación de escenas de tortura donde los integrantes de los grupos paramilitares (re)interpretan el acto de matar. En el medio dos momentos claves: primero cuando Anwar Congo sentado en el living de su casa reflexiona -preocupado y con absoluta conciencia narrativa- sobre lo filmado y los efectos que tendrán en el espectador la disposición de las escenas en la temporalidad de la película. Luego, la escena en el programa de entretenimiento televisivo al que es invitado parar presentar su película y contar las motivaciones que lo llevaron a realizar esta obra inspirada en las películas de gangsters hollywoodenses. Mientras, detrás de escena, Oppenheimer no olvida registrar a los operadores técnicos del programa preguntándose cómo es posible que este hombre conviva con tantas muertes sobre su cuerpo. Estas dos oportunidades en las que la reflexión sobre los procesos de formación de un relato se hace explícita, dibujan la unión entre el delirio personal y el delirio colectivo que permite la aceptación y celebración espectacular de la masacre de millones de «comunistas» en connivencia con un Estado violento que se sirve de grupos paramilitares.
No obstante ciertas fisuras se hacen presentes cuando lo real pisa tan fuerte que las ficciones se quiebran. El nivel de perversión llega a un punto en que los hijos de las víctimas actúan en la película de los torturadores, hasta que la representación encuentra su límite y la escena concluye en llanto. En un segundo paso de acercamiento a este punto límite Anwar Congo relata su experiencia de actuación en el rol del torturado y dice haber sentido lo mismo que sintieron sus víctimas, a lo cual Joshua Oppenheimer (única vez que escuchamos su voz detrás de camara) lo interpela: «(…) pero vos sabías que era solo una película. Ellos sabían que estaban siendo asesinados». En ese momento Anwar Congo se quiebra, se pregunta si pecó, si ahora sus acciones del pasado le están siendo devueltas. En la última escena este instante de arrepentimiento puesto en palabras (que sin embargo nunca es tal porque siempre retorna al espacio de la represión y roza lo cómico al entrar en contradicción con lo antes mostrado), se hace carne cuando Anwar Congo regresa al patio del inicio de la película donde enseñaba con orgullo y alegría los métodos de tortura. Aunque ahora sus memorias no están atravesadas por la iconografía del cine genérico (el musical, el western, el policial) sino que decantan en las arcadas del personaje frente a cámara, como si exteriorizara un vómito vacío que no es más que el horror cometido, jamás asumido más que como un tímido esbozo de arrepentimiento.
Cabe preguntarse si este último acto es más de lo que podía esperarse en ese delirio en el que Joshua Oppenheimer pone entre cuerdas a un espectador que nunca puede terminar de tomar posición: entre la indignación ante los crímenes vigentes y festejados, la risa provocada por las representaciones bizarras en clave cinematográfica «clase B», y, principalmente, la autoevaluación constante que hace sobre su propio lugar en la experiencia cinematográfica a la que lo somete la película. Así el espectador se debate su relación con una película que le otorga la voz a los victimarios oscilando entre el espacio de la ficción y el espacio de lo real. Es decir, la misma encrucijada que ya está cifrada en los primeros tres espacios que aparecen en las tres primeras secuencias del relato: la imagen surrealista que abre la película, espacio idílico, musical, imaginado por Anwar Congo, donde los asesinados se habrían reconciliado con los asesinos; luego la imagen de una Indonesia invadida por el cinismo del capitalismo más feroz, materializada en un shopping que aparece sobre las ruinas de un país devastado (allí donde luego vemos caminar plácidamente a un torturador con su familia); y finalmente, los barrios pobres, la Indonesia de los olvidados, de los hijos de las víctimas, de los que no hablan pero la película no deja de mostrar. De la configuración de estos tres ámbitos puestos en relación surge la tesis de la película: a partir de la violencia histórica sobre un pueblo, se constituye bajo el status de realidad no solo la elaboración perversa del espectáculo sino también esa otra ficción pacificadora que es el capitalismo.
Iván Morales
Ficha técnica:
Dirección: Joshua Oppenheimer. Co-Dirección: Christine Cynn, Anonymous. Fotografía: Carlos Mariano Arango de Montis, Lars Skree. Edición: Niels Pagh Andersen, Janus Billeskov Jansen, Mariko Montpetit, Charlotte Munch Bengtsen, Ariadna Fatjó-Vilas Mestre. Sonido: Gunn Tove Grønsberg, Henrik Gugge Garnov. Producción: Signe Byrge Sørensen. Producción Ejecutiva: Errol Morris, Werner Herzog, André Singer, Joram ten Brink, Torstein Grude, Bjarte Mørne Tveit. Compañía Productora: Final Cut for Real, DK. Duración: 159′. Origen: Dinamarca, Noruega, Reino Unido. Año: 2012.