17 monumentos (Jonathan Perel, 2012)

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En el rigor del encuadre planificado, de la lente balanceada, de la luz regulada y de la duración sopesada (son, en definitiva, diecisiete planos fijos de exacta duración), 17 monumentos interroga al espectador sobre aquello que escapa a tanta inflexibilidad de la puesta: la omnipresencia nunca medible, jamás planificada, de ningún modo controlable de la memoria como territorio que invoca y actualiza la muerte. No hay música, ni diálogo… Simplemente el viento… A veces, el chicotazo estruendoso acusa la presencia de autos, camiones, motos… Otras, el viento oscila entre la cosquilla del rumor entre árboles o la aterradora vociferación del eco patagónico.

El espectador busca, entonces, asirse a algo que lo separe, irremediablemente, del deíctico de hormigón tajante que crucifica en el paisaje la certeza del espacio donde habitó lo ignominioso, lo obsceno, lo inmoral. Busca, afanoso, atrapar algo de un movimiento que lo ancle a la vida… una minúscula avecilla, un latir de hojas, un rápido circular de automotores. El ahogo crece, aupado en la repetición de lo mismo que atraviesa la geografía de un país herido. No hay lugar donde respirar cuando la tierra señala y se incrusta en la pupila como evidencia flagrante de lo que ha sucedido y sigue sucediendo:

Memoria: pasado, presente y futuro aunados, expandidos en una zona de intermitencia ritmada por la sangre de los que ya no están.

Verdad: la de la tierra teñida con la recóndita humanidad de los que aún tensan el inabarcable espacio de una deuda jamás saldada.

Justicia: la que se espera del espectador atento, atrapado entre la revisión del monumento como una instancia vívida de replanteo del compromiso ético.

¿Qué hacer cuando un film increpa, tranquila, casi dulcemente, al espectador, su blanda mirada acostumbrada al monumento como piedra y a la geografía como paisaje?

¿Dónde resguardarse cuando la calma del plano general se convierte en imposibilidad de huída?

¿Cómo respirar, cuando tamaña amplitud de la tierra ahoga?

En vez de cerrazón y secreto, la brutalidad serena de los plano generales. En vez de registro documental, documentación cartográfica de la dictadura. En vez de palabras que expliquen, el sonido ambiente como proposición irrefutable sobre la asfixia de nuestra historia.

Un monumento es, lo sabemos, una obra pública para rememorar algo. O una construcción con valor artístico, histórico, arqueológico. O un objeto o documento de utilidad para la historia. O una obra donde se sepulta un cadáver. Así lo define nuestra academia de la lengua.

Pues bien, 17 monumentos evita hacer del monumento una rememoración. En todo caso, se yergue como una fuente donde mana, in aeternum, una herida. Su construcción, como obra fílmica (al fin y al cabo, de eso hablamos), excede el valor artístico, histórico o arqueológico: es un llamamiento a la reflexión y al compromiso. Como obra, da cuenta del osario, de los muertos, del despojo… y los exhibe, los hace extensibles a la vista.

No se trata de un film político. Ni partidario. Ni partidista. Sombrío en la luz grisácea del día, calmo en el sosiego del plano ajustado, 17 monumentos es un film ético. Incluso hasta respetuoso para con el espectador que, inmerso en su butaca, busca por un momento evadirse de la realidad de su tiempo presente. Tranquila pero impíamente 17 monumentos le arroja un guante: no hay posibilidad de escape de la historia. Somos nuestra historia. Le cabe al espectador, entonces, aceptar el desafío, recoger el guante y entender que aún –y ese aún es eterno-, los monumentos sangran.

María Valdez

Ficha técnica:

Dirección, Fotografía, Edición y Producción: Jonathan Perel. Duración: 60 minutos. Origen: Argentina. Año: 2012.