“Busco filmar ficciones como documentales y documentales como ficciones”
(Jean-Luc Godard)
El etnógrafo, último documental del cineasta Ulises Rosell, ha sido una de las obras más aclamadas en lo que va del año 2012, tanto por el público como por la crítica local. Tras ser distinguido con los premios DocBsAs 2011 y BAFICI BAL 2011, el documental recorrió desde una primera función especial en el 14° BAFICI hasta diversos festivales internacionales. Además, su exhibición en las salas de cine no comerciales de Buenos Aires y otras ciudades del interior del país contó con una permanencia de más de un mes en cartel.
El interés por retratar el mundo cotidiano de ciertos individuos cuyas peculiaridades hacen que se destaquen del resto, parece ser un tema recurrente en la filmografía de Ulises Rosell. En su última obra, el director de Bonanza nos traslada a la historia de John Palmer, un antropólogo de origen inglés que –gracias a las prácticas de su tesis doctoral en la Universidad de Oxford– se adentró en la vida de la comunidad wichí Hoktek T´oi (“Lapacho Mocho” en castellano), en la región del Chaco. Pero su relación con los wichí no se limitó solamente a las exigencias académicas: pasados más de treinta años desde su llegada a la comunidad, Palmer siguió colaborando como su representante legal ante la justicia y se instaló en la ciudad de Tartagal. Allí lleva una vida sin lujos con su esposa Tojweya (una joven wichí proveniente de Lapacho Mocho) y sus cinco pequeños hijos, que hablan mezclando el idioma inglés, el wichí y el castellano.
El espacio –que se alterna entre las visitas de John junto con su familia a la comunidad y la intimidad de su hogar en Tartagal– pone de manifiesto la tensión (e incluso la contradicción) entre dos tradiciones y configuraciones de mundo opuestas: la cultura aborigen originaria versus la cultura hegemónica del Estado Nación. La lucha por la posesión de tierras frente al avance de la agricultura intensiva y a la explotación minera en manos de empresas multinacionales son algunos de los conflictos con los que debe lidiar la comunidad de Lapacho Mocho. Pero además, está la historia de José Fabián Ruiz –mejor conocido entre los wichí como Qa’tu– que permanece en prisión acusado de haber violado y dejado embarazada a su hijastra Estela, siendo esta menor de edad. La dicotomía surge, justamente, en el hecho de que para la comunidad wichí, una niña pasa a la adultez a partir de su primera menstruación. En consonancia con una tradición que permite los casamientos dobles, luego de que Estela manifestase su interés por Qa´tu, tanto la madre de la joven como el resto de la comunidad dieron el visto bueno para que se establezca la relación entre ambos. Así y todo, Qa´tu permanece encarcelado desde hace más de cinco años sin haber recibido condena alguna.
Pero si hay un punto clave que distingue a El etnógrafo del resto de los documentales de su tiempo es aquella lograda capacidad de hacernos transitar, casi imperceptiblemente, el fino límite que bordea el documental y la ficción. Tal es la intención buscada por el propio Ulises Rosell, quien destaca que cuanto más se va borrando ese límite entre ambos territorios, mayor es su interés por instalar una narración.
Desde los primeros planos del film podemos ingresar en la plena expresividad de los rostros de los personajes, sobre los que se surcan tanto las historias de vida como las marcas de un clima acechado por el calor del sol, el viento y las sequías. En contraste con esto, los planos abiertos y generales –que remarcan la grandiosidad del monte de Lapacho Mocho– se abren a nuevos sentidos remitiéndonos a otra concepción sensorio-perceptual de contacto entre hombre y naturaleza que la colonización europea intentó eliminar. Sin embargo, la configuración espacio-temporal del monte chaqueño que se plasma en el film queda problematizada ante el límite territorial impuesto por las rutas, los alambrados y las tierras al otro lado del río.
El lente de la cámara de Ulises Rosell permanece cerca de sus protagonistas, casi sin apartarse de ellos. La cámara, que parecería estar en algún punto invisible en el espacio (mucho antes de que sea instalada la narración) parecería no estar allí. Desde un lugar aparentemente oculto para los personajes, la cámara es testigo de conversaciones íntimas, donde tanto los adultos como los niños se mueven en su entorno con total naturalidad sin mirarla.
Lejos de buscar un documentalismo militante que caiga en la explícita denuncia social, el punto más interesante es que en El etnógrafo la tensión entre arte y política se resuelve a través del gran atractivo e impacto visual de las imágenes que, sin caer en un esteticismo, tienen una fuerte impronta pictórica. Esa misma pregnancia de sentido no verbal hace que nos sintamos capturados por el film. Y es allí donde se abre un nuevo mundo: no necesariamente en las palabras de las conversaciones casi susurradas en wichí, sino en los silencios que se cuelan entre medio, en los gestos casi imperceptibles, en la espera de la vida en el monte y en los pequeños detalles que hacen bella a la vida cotidiana (ya sea en un paseo de compras en familia o en un baño en el río por la tarde).
Sin caer en un exceso de dramatismo ni en el golpe bajo, en la casi hora y media que dura El etnógrafo, el final nos deja un mensaje esperanzador: el futuro de la comunidad de Lapacho Mocho está en manos de los niños. En aquellos pequeños seres despreocupados y sin preconceptos que, llenando de felicidad la pantalla, corren hacia un fuera de campo mientras a sus espaldas la cámara sigue sus pasos.
Luciana Caresani
Ficha técnica
Dirección y guión: Ulises Rosell. Producción: Fortunato Films. Fotografía: Guido de Paula. Edición: Andrés Tambornino. Sonido: Francisco Seoane. Música: James Blackshaw. Intérpretes: John Palmer, Basilia Pérez “Tojweya”, José Fabián Ruiz “Qa’tu” y vecinos de Tartagal. Duración: 86 minutos. Origen: Argentina. Año: 2012.