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El mundo visto. Reflexiones sobre la ontología del film*

Capítulos 2 y 3

Stanley Cavell

Traducción de Soledad Pardo

 

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Capítulo 2. Vistas y sonidos

Los dos teóricos más inteligentes, interesantes y útiles que he leído sobre el tema nos ofrecen el comienzo de una respuesta. Erwin Panofsky lo plantea de este modo: “El medio de las películas es la realidad física como tal”1. André Bazin enfatiza esta idea varias veces y de varias maneras: en un punto sostiene: “El cine se dedica a comunicar solamente a través de lo real”; y luego: “el cine es en esencia una dramaturgia de la naturaleza”2. “La realidad física como tal” no es correcto si lo consideramos literalmente: la frase le queda mejor a los placeres especializados de los tableaux vivants, a los jardines formalistas, o al arte minimalista. Lo que Panofsky y Bazin tienen en mente es que la base del medio cinematográfico es fotográfica, y que una fotografía es de la realidad o la naturaleza. Si a esto le agregamos que el medio es uno en el cual la imagen fotográfica es proyectada y unificada sobre una pantalla, nuestra pregunta se transforma en: ¿qué le pasa a la realidad cuando es proyectada sobre una pantalla?

A propós de Nice
A propós de Nice

La manera en que las películas se recuerdan (o se recuerdan erróneamente) confirma que es la realidad, o algún modo de representarla, aquello con lo que tenemos que lidiar. Es tentador suponer que las películas son difíciles de recordar del modo en que los sueños lo son; y esa no es una mala analogía. Al igual que con los sueños, a veces nos encontramos a nosotros mismosrecordando momentos de un film, y el procedimiento de intentar recordar es para encontrar el camino hacia un estado particular en el que la película nos dejó. Pero, a diferencia de lo que ocurre con los sueños, otras personas pueden ayudarnos a recordar, de hecho generalmente son indispensables en esa tarea. Las películas son difíciles de recordar del modo en el que los sucesos reales de ayer lo son. Y sin embargo, nuevamente como en los sueños, ciertos momentos de films vistos décadas atrás aparecerán tan claros como algunos momentos de la infancia. Es como si tuviéramos que recordar lo que sucedió antes de dormirnos. Lo cual sugiere que el cine despierta tanto como limita.

Puede parecer que este punto de partida –la proyección de la realidad- impone la pregunta sobre el medio del film, porque las películas y la escritura acerca de las mismas también han reconocido desde sus comienzos que el cine puede representar lo fantástico con la misma facilidad con que representa lo natural3. Lo cierto de esa idea no se niega al sostener que las películas “comunican a través de lo real”: el desplazamiento de objetos y personas de su orden natural es en sí mismo un reconocimiento de lo físico de su existencia. Es como si, por toda su insistencia sobre la novedad del medio, los teóricos antirrealistas no pudieran agitar la idea de que era esencialmente una forma de pintura, dado que fue la pintura la que había repudiado visualmente –o prescindido de- la representación de la realidad. Esto los hubiera ayudado a omitir las diferencias entre la representación y la proyección. Pero un hecho inmediato sobre la fotografía (fija o en movimiento) es que no es una pintura. (Un hecho inmediato acerca de la historia de la fotografía es que esto no fue obvio al principio).

Garbo
Garbo

¿Qué significa esto –“no una pintura”? Una fotografía no nos pone frente a algo “parecido” a las cosas, nos presenta las cosas mismas, queremos decir. Pero querer decir eso puede dejarnos ontológicamente inquietos. “Las fotografías nos ponen frente a las cosas mismas” suena, y debería sonar, falso o paradójico. Obviamente una fotografía de un terremoto, o de Garbo, no es un terremoto ocurriendo (afortunadamente) ni Garbo en carne y hueso (desafortunadamente). Pero esto no es muy informativo. Y, además, no es menos paradójico o falso sostener una fotografía de Garbo y decir “esta no es Garbo” si todo lo que queremos decir es que el objeto que estamos sosteniendo no es una criatura humana. Estas dificultades en notar este hecho obvio sugieren que no sabemos qué es una fotografía, no sabemos cómo ubicarla ontológicamente. Podemos decir que no sabemos cómo pensar la conexión entre una fotografía y lo que está fotografiado. La imagen no es un parecido; no es exactamente una réplica, un vestigio, una sombra o un espectro, aunque todos estos candidatos naturales comparten una notable característica con las fotografías –un aura o historia mágica alrededor de ellas.

Uno puede asombrarse de que cuestiones similares no surjan cuando se trata de grabaciones de sonido. Me refiero a que en general no nos parece falso ni paradójico decir, al escuchar una grabación de sonido, “eso es un corno inglés”; no nos tienta decirnos a nosotros mismos: “pero sé que en realidad es solamente una grabación”. ¿Por qué? Un niño podría confundirse mucho con el comentario “eso es un corno inglés” dicho frente a un fonógrafo si anteriormente otra cosa hubiera sido señalada frente a él como un corno inglés. De modo similar, podría confundirse con el comentario “esta es tu abuela” dicho a propósito de una fotografía. Afortunadamente, desde muy temprano los niños ya no se confunden más frente a ese tipo de comentarios. Pero eso no significa que sepamos por qué se habían confundido y por qué ya no se confunden. Y creo que tampoco sabemos ninguna de estas cosas acerca de nosotros.

¿La diferencia entre la transcripción auditiva y la visual es una función del hecho de que estamos completamente acostumbrados a escuchar cosas que son invisibles, que no están presentes para nosotros, con nosotros? Estaríamos en problemas si no estuviéramos tan acostumbrados, porque en la naturaleza de la audición está el hecho de que lo oído viene de algún lugar; mientras que lo visible es algo a lo que podemos mirar. Es por eso que los sonidos son alarmas o llamados; es por eso que nuestro acceso a otro mundo es normalmente a través de voces del mismo; y es por eso que a un hombre le puede hablar Dios y sobrevivirá, pero no si ve a Dios, en cuyo caso ya no está en este mundo. No estamos acostumbrados a ver cosas invisibles, o no presentes para nosotros, con nosotros; o no estamos acostumbrados a admitir que lo hacemos (excepto en el caso de los sueños). Y sin embargo esto parece ser, ontológicamente, lo que ocurre cuando vemos una fotografía: vemos cosas que no están presentes.

Alguien podría objetar: “Eso es jugar con las palabras. No estamos viendo algo no presente, estamos viendo algo perfectamente presente, una fotografía”. Pero eso es afirmar algo que yo no he negado. Por el contrario, precisamente estoy describiendo, o queriendo describir, lo que significa decir que aquí hay una fotografía. Puede parecer que estoy haciendo muy misteriosos a estos objetos. Mi sensación es más bien que hemos olvidado cuan misteriosos son estos objetos, y en general cuan diferentes son los objetos diferentes entre sí, como si hubiéramos olvidado cómo evaluarlos. Esto es, de hecho, algo sobre lo cual las películas nos enseñan.

Supongamos que uno quisiera explicar la familiaridad de las grabaciones diciendo “Cuando estoy escuchando una grabación y digo ‘eso es un corno inglés’ lo que quiero decir realmente es ‘eso es el sonido de un corno inglés’; es más, cuando estoy en presencia de un corno inglés sonando, tampoco escucho literalmente al corno, escucho el sonido del corno. Por ende no me preocupa escuchar al corno cuando no está presente, porque lo que escucho es exactamente lo mismo (ontológicamente lo mismo, y si mi equipo es lo suficientemente bueno, empíricamente lo mismo) esté o no esté presente el objeto”.

Este embrollo llama la atención sobre el hecho de que los sonidos pueden ser perfectamente copiados y que tenemos mucho interés en copiarlos (si no pudieran copiarse la gente nunca aprendería a hablar, por ejemplo). Es interesante que no haya un embrollo comparable con las transcripciones visuales. El problema no es que las fotografías no son copias visuales de objetos, o que los objetos no puedan ser copiados visualmente. El problema es que, incluso si la fotografía fuera una copia del objeto, no tendría con su objeto la misma relación que tiene una grabación de audio con el sonido que está copiando. Dijimos que un disco reproduce su sonido, pero no podemos decir que una fotografía reproduce una vista (o una apariencia). Parece que, en este punto, al lenguaje le falta una palabra. Bueno, siempre se puede inventar una palabra. Pero aquí uno no sabe a qué asociar la palabra. No es que no hay vistas para ver, ni siquiera tiene que valer la pena ver una vista por definición (por ende no podría ser la clase de cosa que vemos siempre), mientras que los sonidos se consideran de aquí, no inverosímilmente, como lo que siempre escuchamos. Una vista es un objeto (generalmente un objeto muy grande, como el Gran Cañón o Versailles, aunque los niños pequeños del sur son frecuentemente sostenidos por la persona que está a su cargo para que sean vistos) o un suceso extraordinario, como la aurora boreal, y lo que uno ve cuando ve algo es un objeto –en fin, no la vista de un objeto. Tampoco los “datos sensibles” o las “superficies” del epistemólogo nos van a brindar descripciones correctas aquí. Porque no vamos a decir que las fotografías nos proveen de datos sensibles de los objetos que contienen, pues si los datos sensibles de las fotografías fueran lo mismo que los datos sensibles de los objetos que contienen, no podríamos distinguir una fotografía de un objeto del objeto mismo. Decir que una fotografía es de las superficies de los objetos sugiere que la misma enfatiza la textura. Lo que falta no es una palabra sino, por así decirlo, algo en la naturaleza –el hecho de que los objetos no hacen ni tienen vistas. Lo que quiero decir es: los objetos están demasiado cerca de sus vistas para entregarlos a la reproducción; para reproducir las vistas que crean debemos reproducirlos a ellos– hacer un molde o tomar una impresión. ¿Es eso lo que hace una fotografía? Podemos probar, como lo hace Bazin en una ocasión, pensar en una fotografía como un molde visual o una impresión visual. Mi insatisfacción con esa idea es, creo, que los moldes y las impresiones físicas tienen procedimientos claros para deshacerse de sus originales, mientras que, en una fotografía, el original está tan presente como siempre. No presente como alguna vez lo estuvo frente a la cámara; pero esa es solo una máquina-molde, no el molde mismo.

Las fotografías no están hechas a mano, están manufacturadas. Y lo que se manufactura es una imagen del mundo. El hecho inevitable de la mecanización o automatización en la creación de estas imágenes es el rasgo al que Bazin se refiere como “[satisfactorio], de una vez y para siempre, y en su misma esencia, nuestra obsesión con el realismo”4.

Manet
Manet

Es esencial llegar a la auténtica profundidad de este hecho del automatismo. Por ejemplo, es engañoso decir, como lo hace Bazin, que “la fotografía liberó a las artes plásticas de su obsesión con la similitud”5, porque esto hace que parezca (y que a veces se vea) como si la fotografía y la pintura compitieran, o como si la pintura hubiera querido algo que la fotografía hizo irrumpir y satisfizo. Hasta donde la fotografía satisfizo un deseo, satisfizo un deseo no limitado a los pintores; sino el deseo humano, intensificado en Occidente desde la Reforma, de escapar a la subjetividad y al aislamiento metafísico, el deseo de que el poder alcance este mundo, habiendo intentado durante tanto tiempo, al final ya sin esperanza, manifestar fidelidad a otro. Y la pintura no fue “liberada” –y tampoco por la fotografía- de su obsesión con la similitud. La pintura en Manet fue forzada a renunciar a la similitud debido a su propia obsesión con la realidad, porque las ilusiones que había aprendido a crear no proveyeron la convicción en la realidad, la conexión con la realidad, que ella ansiaba6. Uno podría incluso decir que al abandonar la similitud la pintura liberó a la fotografía para que fuera inventada.

Y si lo que se quiere decir es que la fotografía liberó a la pintura de la idea de que una pintura tenía que ser un retrato (es decir, de o sobre alguna otra cosa), eso tampoco es cierto. La pintura no se liberó a sí misma, no se forzó a mantenerse separada, de toda referencia objetiva hasta mucho después del establecimiento de la fotografía; y entonces no porque finalmente se les haya ocurrido a los pintores que las pinturas no eran retratos, sino porque esa era la manera de mantener conexión con (la historia de) el arte de la pintura, de mantener la creencia en sus poderes para crear pinturas, objetos significativos en pintura.

¿Y estamos seguros de que la negación final de la referencia objetiva equivale a una completa rendición de la conexión con la realidad- esto es, una vez que hemos desechado la idea de que “conexión con la realidad” debe entenderse como “suministro de similitud”7? Podemos estar seguros de que la vista de una pintura como muerta sin realidad y la vista de una pintura como muerta con ella necesitan desarrollarse en las vistas que cada una toma de la realidad y de la pintura. Podemos decir: la pintura y la realidad ya no se garantizan una a la otra.

Más aún, se podría decir que lo que quería la pintura, al buscar una conexión con la realidad, era un sentido de la presentidad8– no exactamente la convicción de la presencia del mundo frente a nosotros, sino de nuestra presencia frente a él. En cierto punto el trastorno de nuestra conciencia del mundo interpuso nuestra subjetividad entre nosotros y nuestra presencia frente al mundo. Luego nuestra subjetividad se transformó en lo que está presente para nosotros, la individualidad se transformó en aislamiento. El camino hacia la creencia en la realidad fue a través del reconocimiento de esa presencia infinita del yo. Lo que se conoce como expresionismo es una posibilidad de representación de ese reconocimiento. Pero sería más correcto, creo, pensar en el expresionismo como una representación de nuestra respuesta a este nuevo hecho de nuestra condición –nuestro terror de estar aislados- más que como una representación del mundo desde el interior de la condición de aislamiento misma. No sería, hasta ese punto, una nueva habilidad del destino por la creación de la individualidad contra no importa qué extraños; sería el cierre del destino del yo a través de su teatralización. Aparte del deseo de individualización (y por ende la siempre simultánea concesión de otredad también), no entiendo el valor del arte. Aparte de este deseo y de su consecución, el arte es exhibición.

Hablar de nuestra subjetividad como el camino hacia nuestra creencia en la realidad es hablar de romanticismo. Tal vez el romanticismo pueda entenderse como la batalla natural entre la representación y el reconocimiento de nuestra subjetividad (entre nuestra representación y nuestra confrontación, como dirían más o menos los psicoanalistas). De allí Kant y Hegel, de allí Blake ocultando el mundo en el que cree; de allí Wordsworth compitiendo con la historia de la poesía escribiéndose a sí mismo, escribiéndose a sí mismo nuevamente en el mundo. Un siglo después Heidegger investiga el Ser investigando el Dasein (porque es en el Dasein donde el Ser aparece mejor, específicamente como cuestionable), y Wittgenstein investiga el mundo (“las posibilidades de los fenómenos”) investigando lo que decimos, lo que estamos inclinados a decir, lo que son nuestras imágenes de fenómenos, para arrancar el mundo de nuestras posesiones a fin de que podamos poseerlo de nuevo. Luego, la reciente gran pintura que Fried describe como objetos de presentidad sería el esfuerzo más reciente de la pintura por mantener su creencia en su propio poder para establecer una conexión con la realidad- permitiéndonos la presentidad hacia nosotros mismos, fuera de la cual no hay esperanza de un mundo.

La fotografía venció a la subjetividad de un modo jamás soñado por la pintura, un modo que no podía satisfacer a la pintura, uno que no derrota tanto el acto de la pintura como escapa de él completamente: por automatismo, quitando al agente humano de la tarea de reproducción.

Por lo tanto, uno podría decir que la fotografía nunca compitió con la pintura. Lo que ocurrió fue que, en cierto punto, la búsqueda de la realidad visual, o la “memoria del presente”, como lo planteó Baudelaire, se separó. Para mantener la creencia en nuestra conexión con la realidad, para mantener nuestra presentidad, la pintura acepta el retroceso del mundo. La fotografía mantiene la presentidad del mundo aceptando nuestra ausencia de él. La realidad en una fotografía está presente para mí, mientras que yo no estoy presente para ella; y un mundo que conozco y veo pero para el cual, sin embargo, no estoy presente, es un mundo pasado.

 

Capítulo 3. Fotografía y pantalla

Permítasenos notar el sentido específico en el cual las fotografías lo son del mundo, de la realidad como un todo. Siempre podemos preguntar, apuntando a un objeto en una fotografía –un edificio, por ejemplo- qué hay detrás de él, completamente oculto por él. Esto solo tiene sentido de modo accidental cuando se pregunta sobre un objeto en una pintura. Siempre podemos preguntar, acerca de un área fotografiada, qué hay adyacente a esa área, más allá del marco. Esto por lo general no tiene sentido si se pregunta sobre una pintura. Podemos hacer estas preguntas sobre objetos en fotografías porque tienen respuestas en la realidad. El mundo de una pintura no es continuo con el mundo de su marco; en su marco ese mundo encuentra sus límites. Podemos decir: una pintura es un mundo, una fotografía es del mundo. Lo que sucede es que éste llega a su fin. Una fotografía está recortada, no necesariamente por un cortapapeles o por ocultamiento, sino por la cámara misma. La cámara la recorta a través de la predeterminación de la cantidad de vista que va a aceptar; el corte, el ocultamiento, el agrandamiento, predeterminan la cantidad después del hecho. (Algo parecido a este fenómeno aparece en la pintura reciente. Al respecto, estas pinturas han encontrado, en la negación más extrema de lo fotográfico, medios que alcanzan la condición de fotografías). La cámara, siendo finita, corta una porción de un campo indefinidamente mayor; porciones continuas de ese campo podrían incluirse en la fotografía efectivamente tomada, en principio, todo podría ser fotografiado. De ahí que los objetos que en las fotografías se salen del marco no se sientan cortados; se apunta a ellos, se les dispara, se los congela. Cuando una fotografía es recortada, el resto del mundo queda eliminado. La presencia implícita del resto del mundo, y su exclusión explícita, son tan esenciales en la experiencia de la fotografía como lo que ella presenta explícitamente. Una cámara es una abertura en una caja: ese es el mejor emblema del hecho de que una cámara, al enfocar un objeto, está dejando al resto del mundo afuera. La cámara ha sido elogiada por extender los sentidos, puede que merezca más elogios por limitarlos, dejando espacio para el pensamiento.

El mundo de una película es proyectado. La pantalla no es un soporte, no es como un lienzo; no hay nada que soportar. Contiene una proyección, liviana como la luz. Una pantalla es una barrera. ¿Qué muestra la pantalla? Me excluye del mundo que contiene –es decir, me hace invisible. Y muestra ese mundo desde mí –es decir, muestra su existencia desde mí. Que el mundo proyectado no exista (ahora) es su única diferencia con la realidad (no hay característica, o conjunto de características, en las cuales difiera. La existencia no es un predicado). Porque es el campo de la fotografía, la pantalla no tiene marco; es decir, no tiene borde. Sus límites no son tanto los bordes de una forma determinada como lo son las limitaciones, o la capacidad, de un contenedor. La pantalla es un cuadro; el cuadro es el campo completo de la pantalla –como un cuadro de film es el campo completo de una fotografía, como el cuadro de un telar o una casa. En este sentido, el cuadro de la pantalla es un molde o una forma9.

El hecho de que, en una película, sucesivos fotogramas se alinean en el marco fijo tiene como resultado un cuadro fenomenológico que es indefinidamente extensible y contraíble, limitable en la pequeñez del objeto que puede captar solo a través del estado de su tecnología y en la grandeza solo por el alcance del mundo. Hacer retroceder la cámara y hacer un paneo son dos formas de extender el cuadro; un primer plano es de una parte del cuerpo, o de un objeto o pequeño conjunto de objetos, respaldados en, y reverberando, el cuadro completo de la naturaleza. El cuadro cambiante es la imagen de la atención perfecta. El cine descubrió tempranamente la posibilidad de llamar la atención sobre personas y partes de personas y objetos; pero es igualmente una posibilidad para el medio de no llamar la atención sobre ellos sino, más bien, dejar que el mundo suceda, dejar que sus partes llamen la atención sobre sí mismas según su peso natural. Esta posibilidad es menos explorada que su opuesta. Dreyer, Flaherty, Vigo, Renoir y Antonioni son maestros de la misma.

 

Notas

* Los textos aquí presentados corresponden a los capítulos 2 y 3 de: Stanley Cavell. (1979). The world viewed. Reflections on the ontology of film. Cambridge, Massachusetts y Londres: Harvard University Press.

[1]Erwin Panofsky, «Style and Medium in the Moving Pictures», en Daniel Talbot (ed.), Film (New York: Simon y Schuster, 1959), p. 31.1 Erwin Panofsky, «Style and Medium in the Moving Pictures», en Daniel Talbot (ed.), Film (New York: Simon y Schuster, 1959), p. 31.
2 Andre Bazin, What Is Cinema?, trad. Hugh Gray (Berkeley: University of California Press, 1967), p. 110.
[Trad. Esp. ¿Qué es el cine? Madrid: Ediciones RIALP, 2008. Traducción de José Luis López Muñoz].
3 Desde luego no estoy preocupado por negar que pueda haber, en las películas, lo que Paul Rotha en su The film till now (publicado por primera vez en 1930) llama «posibilidades … abiertas para el gran cine sonoro y visual [por ejemplo, el sonido que no corresponde a diálogos, y quizás no fotográficamente visual] del futuro». Pero mientras tanto las películas han sido lo que han sido.
4 Bazin, op. cit., p. 12.
5 Loc. cit.
6 Véase Michael Fried, Three American Painters (Cambridge: Fogg Art Museum, Harvard University, 1965), n. 3; y «Manet’s Sources», Artforum, Marzo 1969, pp. 28-79.
7 Vésae Michael Fried, «Art and Objecthood”, Artforum, Junio 1967; republicado en: Gregory Battcock (ed.), Minimal Art (New York: E. P. Dutton, 1968), pp. 116-47.
8 Cuando la pintura descubrió cómo reconocer el hecho de que las cuadros tenían formas, las formas se transformaron en figuras, no en el sentido de patrones, sino en el sentido de contenedores o recipientes. Una figura, entonces, podía darle su forma a lo que contenía. Y el contenido podía transferir su significado como pintura a lo que lo contenía. Luego la forma se disemina, como la gravedad, la energía o el aire. (Véase Michael Fried, «Shape as Form,» Artforum, Noviembre 1966; republicado en el catálogo de Henry Geldzahler New York Painting and Sculpture: 1940-1970 [New York: E. P. Dutton, 1969].)
9 Esto no es, hasta donde sabemos, una posibilidad del film o del marco –que solamente repite el hecho de que un film no es una pintura. La característica más importante del formato de la pantalla sigue siendo lo que era desde el comienzo del cine –su escala, su grandeza absoluta. La variación del formato –el CinemaScope, por ejemplo- es una cuestión determinada, hasta donde puedo decir, por asuntos de conveniencia e inconveniencia, y por la moda. Aunque tal vez, como en la pintura, la declaración del color como tal requirió o se benefició de la expansión aún mayor de las pantallas más grandes.
La idea de que la diferencia ontológica esencial entre el mundo tal como es y el mundo tal como es proyectado es que el mundo proyectado no existe, puede parecer obviamente falsa o tonta; porque pasa por alto -o quizás enuncia vagamente- la diferencia completamente obvia entre ellos: que el mundo proyectado es bidimensional. No rechazo la vaguedad, pero es mejor una vaguedad real que una claridad falsa. ¿Por qué es bidimensional? El mundo proyectado no lo es; sus objetos y movimientos son tan tridimensionales como los nuestros. ¿La pantalla misma, entonces? ¿O las imágenes en ella? Parece que entendemos lo que significa decir que una pintura es bidimensional. Pero eso depende de nuestra comprensión de que el soporte en el que se ubica la pintura es un objeto tridimensional, y que la descripción de ese objeto no será la descripción de una pintura (salvo en sentido excepcional o vacuo). De un modo más significativo, depende de nuestra concepción del soporte como limitador de la extensión de la pintura en dos dimensiones. Esto no es la relación entre la pantalla y las imágenes proyectadas en ella. Parece correcto decir que la pantalla es bidimensional, pero no se deduce de allí que lo que vemos ahí tiene la misma dimensionalidad -más que en el caso de pintura, su soporte, y el cuadro. Las sombras son bidimensionales pero son producidas por objetos tridimensionales -trazos de opacidad, no gradaciones de ella. Esto sugiere que fenomenológicamente la idea de bidimensionalidad es una idea de transparencia o de contorno. Las imágenes proyectadas no son sombras; más bien uno podría decir que son espacios de sombra.

El cine documental en primera persona

Pablo Piedras. Buenos Aires, Paidós, 2014.

 

Marcelo Cerdá

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El cine documental en primera personaEl señalamiento de una tensión entre el surgimiento y desarrollo de narrativas que expresan la subjetividad del cineasta merced al uso de la primera persona, y una práctica documental que se ha definido históricamente por su proximidad con los «discursos de sobriedad», más allá de los matices particulares, es un lugar frecuente en los estudios sobre cine. No obstante, había que esperar la llegada del libro de Pablo Piedras El cine documental en primera persona, para que esta evidencia incontrovertible, visibilizara los fundamentos que la avalan y que parten de las certezas con que el autor reconoce notorias diferencias entre los imperativos de autoexpresión, la asunción consecuente del sujeto como fuente de conocimiento y mediación ante el pasado, la prioridad concedida a los derechos del realizador por sobre los de los sujetos representados, por una parte; y los imperativos del referente y de la esfera pública, los deberes que –en virtud de una autoridad epistémica y de una ética documental cimentada en la tradición– comprometen la representación fidedigna de la historia y de la otredad social, por otra.

Si la adscripción a las vertientes renovadoras en el campo internacional de la teoría del cine documental (Bill Nichols, Michael Renov, Carl Plantinga, María L. Ortega, Stella Bruzzi, entre otros) le facilita a Piedras la oportunidad de apropiarse de manera productiva de una red de ideas y de conceptos, es porque deposita en ello el empeño forjador de una perspectiva teórica nueva y ajustadamente válida a las características del campo cinematográfico local. El cine documental argentino es un caso de doble desfase respecto de las rupturas producidas por la modernidad cinematográfica en la ficción local y en el documental internacional, y en el que el deber con el referente – de generar representaciones veristas que testificaran (y en ocasiones intervinieran) sobre la realidad y el contexto socio-político– no resulta un mandamiento menor, sino más bien un precepto configurador de una idiosincrasia de rasgos particulares. Frente a esa limitación de encuadre de la teoría canónica, Piedras opta por dar preeminencia a la continuidad frente a la ruptura, en la medida que aquella le ofrece un marco de referencia estable, una secuencia histórica inferible pero no del todo evidente más que ante el impacto de la aparición recurrente de documentales en primera persona a partir del año 2000: la vía retrospectiva de la detección de “una subjetividad latente” en el cine argentino, cuyos avatares fueran en paralelo a las proyecciones e interrupciones características de nuestro proyecto modernizador a partir de los años ‘601. En el abordaje de carácter tensional efectuado por el autor, en cuyas polaridades se identifican las fuerzas de atracción del referente y del sujeto, y en cuyo juego se dirimen y establecen proximidades, equilibrios y lejanías, entre las esferas de lo público y lo privado, las pretensiones de objetividad y las demandas de experimentación formal, la exposición corporal del cineasta en tanto persona o personaje, las explicaciones del pasado bajo las formas reificantes de la historia o mediante el filtro subjetivo de la memoria, la representación de la alteridad –y la asimetría de autoridad concomitante– subordinada a la demanda verista o a los derechos autorales de expresión; Piedras efectúa una estrategia a la vez teórica y político-cultural. Pues, si bien de la conjugación de las polaridades obtiene una taxonomía de modalidades de largo aliento en los estudios del cine de no ficción, también expresa una renuencia a la dialéctica de vocación jerarquizante en favor de un deseo de horizontalidad de los contrarios a partir de la dialógica convivencia de los mismos, de modo que el documental de primera persona posibilite “una ética del contacto intersubjetivo por sobre las certezas que brindaran los sistemas explicativos del mundo totalizantes” (234).

La Introducción y los dos primeros capítulos del libro delimitan el objeto de estudio, sus antecedentes y modalidades. De la primera, además de las declaraciones de intención y del posicionamiento teórico antedicho, se destaca la puesta en evidencia de que la irrupción de la primera persona en el documental argentino contemporáneo, pese a su número y multiformidad de usos, acontece en un contexto sociopolítico común de post-crisis estallado a principios de siglo. Efectivamente, la fractura de los grandes relatos –ideológicos, sociales, económicos y políticos– fuerza a la reconfiguración del campo artístico “a partir de la emergencia de la experiencia y de la subjetividad como ejes necesarios para sostener un discurso sobre el mundo” (29), siendo uno de sus factores explicativos la dificultad para vehiculizar una mirada crítica sobre los hechos traumáticos del pasado reciente, más susceptibles de ser enunciados por proposiciones parciales y provisorias como las del documental en primera persona que por las aspiraciones discursivas acabadas y totalizantes manifiestas por parte de otras modalidades del documental (expositivo, incluso participativo, observacional –según la clásica taxonomía de Nichols).

En el capítulo 1, Piedras evalúa los antecedentes del documental de primera persona, la identificación de una línea de ascendencia a priori no visibilizada en el marco de una tradición documental argentina históricamente interrogada desde su cercanía a los discursos de sobriedad y bajo la preeminencia de la modalidad expositiva, su habitual vehículo solidario. En tal sentido, la reflexión sobre el lenguaje y el privilegio concedido a una mirada subjetiva por parte del autor cinematográfico, aspectos reconocibles en el cine de no ficción en primera persona, pueden ser rastreados hasta las películas de ficción de la Generación del ‘60; del mismo modo que las marcas de subjetividad y de reflexividad –en lo atinente al testimonio de una experiencia personal extrapolable a lo colectivo, las ocasionales incursiones de la subjetividad a través de la exhibición de las condiciones de producción o de la circunstancial presencia física del realizador al adoptar el rol de cronista, etc.2– dejan entrever fisuras en el cuerpo del documental expositivo desde fines de la década del sesenta en adelante. Pero es en las esporádicas y singulares expresiones que, desde principios de los ochenta, revisaran la historia personal en el marco de situaciones de desarraigo y en las que la identidad se volviese un tema de indagación y de reflexión, elaboradas por realizadores radicados en el extranjero o recientemente retornados al país (Reflexiones de un salvaje, de Gerardo Vallejo, de 1976, se constituye en un seguro antecedente), donde Piedras rastrea e identifica los primeros y más firmes indicios de las líneas expresivas y de los modelos de representación que culminaran dando forma al cine de no ficción en primera persona contemporáneo3.

En el capítulo 2, y a partir de la consideración, por lo demás minuciosa y penetrante, de una amplia muestra de la más reciente e interesante producción de documentales en primera persona –entre otros: Los rubios (Albertina Carri, 2003), Yo no sé qué me han hecho tus ojos (Lorena Muñoz y Sergio Wolf, 2003), Cándido López. Los campos de batalla (José L. García, 2005), La televisión y yo y Fotografías (ambas de Andrés Di Tella, 2002 y 2006, respectivamente), M (Nicolás Prividera, 2006)–, el autor propone una taxonomía cuyo criterio de distinción se funda en las distancias resultantes de las atracciones que irradian los polos del objeto y del sujeto del discurso, y que arrojan como consecuencia, tres modalidades: autobiográfica, de experiencia y alteridad, y epidérmica. Lejos de fenecer en posiciones cristalizadas, las modalidades obtenidas recuperan la viva dinámica de interacción por la cual sujeto y objeto del relato se acercan hasta coincidir en la exposición revisionista –no desprovista de critica– de la vida íntima y de la historia personal («un sujeto que habla sobre sí mismo»), o se alejan al punto que al yo no lo une a la historia que refiere más que un lazo superficial, en ocasiones artificioso (“un sujeto que habla sobre él/los otros”), o asumen situaciones intermedias, de retroalimentación y de enriquecimiento recíproco entre la experiencia personal del realizador y el objeto de su discurso (“un sujeto que habla con él/los otros”). En todo caso, la herramienta teórica pergeñada y ofertada por Piedras resulta virtuosa no sólo porque atiende a la especificidad propia de la textualidad de no ficción en primera persona, de modo que sea ésta el escenario en que se inscriben y se ponen en movimiento las habituales tensiones que atravesaran la historia del cine documental, sino porque además recupera el carácter polifónico por el cual esta dinámica puede devenir en sincretismos de un renovado monolingüismo, ahora al nivel de la discursividad de primera persona, o por el contrario, alentar expectativas sobre la base del diálogo intersubjetivo entre alteridades.

Los restantes capítulos del libro retoman las modalidades propuestas en tanto desplegadas a los ámbitos colindantes de las discursividades del yo, y las nuevas perspectivas disciplinares (en historiografía y etnografía) en torno a la elaboración del pasado y la representación de los sujetos filmados, sin que ello devenga necesariamente en emparejamientos forzados, puesto que, por ejemplo, en el relajamiento de las obligaciones hacia los derechos de los otros sociales y en favor de la vocación autoexpresiva coinciden tanto un documental autobiográfico como Los rubios y otro epidérmico como Yo no sé qué me han hecho tus ojos, del mismo modo que la coincidencia en la reproducción de la asimetría de jerarquía entre realizador y otredad representada enmarca los diálogos propuestos en Por la vuelta (Cristian Pauls, 2002) y Cándido López. Los campos de batalla, cuyas distancias entre sujeto y objeto del discurso son disímiles.

El capítulo 3, particularmente, ubica a la producción del cine de no ficción en primera persona dentro del entramado cultural más amplio de las “escrituras del yo”, dando aliento al estudio comparativo del cine y de la literatura contemporáneos. Un abordaje cuyo mérito es el de posibilitar la identificación de una serie de rasgos comunes: una dinámica de enfrentamientos –generalmente familiares o generacionales– y de deudas de reparación ante identidades lastimadas, la alternancia de estrategias de mostración y de ocultamiento de la identidad que redundan en el empleo de máscaras y de pactos de comunicación entre obra y receptor, y por último, la exposición de saberes y de conocimientos “menores” a fin de expresar cosmovisiones y subjetividades ubicadas al margen de la discursividad social hegemónica.

Los vínculos del cine de no ficción de primera persona con la irrupción de los discursos de la memoria en el marco de la historiografía, ocupan el capítulo 4, y posibilitan la identificación de un reposicionamiento del sujeto en un lugar de centralidad en relación a los modos con que se construía tradicionalmente el pasado histórico, sin que ello signifique, obligadamente, una ruptura plena con dichos modos. En esa brecha abierta entre historia y memoria, el autor reconoce una serie de tendencias que van desde la organicidad formal a la hora de construir su mirada sobre el mundo histórico (“la historia orgánica”), a una opacidad o enrarecimiento logrado por el filtro de la experiencia personal –incluso mediante la acentuación de la dimensión estética– al momento de representarlo (“la memoria laberíntica”), pasando por situaciones intermedias y heterogéneas en las que memoria personal e historia pública se modulan y tensionan (“los bordes de la historia”).

Finalmente es en el capítulo de cierre, centrado en las implicaciones éticas que devienen ante la irrupción del documental en primera persona y en relación a la representación de los otros sociales, donde el libro de Piedras trasciende los logros ya alcanzados, puesto que no sólo abre su texto al ámbito de la controversia (cuya necesidad para el avance del conocimiento no está de más recordar), sino porque lo hace fundadamente, incorporando nuevos matices interpretativos a filmes densamente visitados por el análisis y la crítica cinematográficos. De ese modo, las prerrogativas concedidas a la autoexpresión por cineastas que se vuelcan al documental contemporáneo en primera persona, trastocan pautas éticas y culturales en las relaciones que mantienen con los sujetos filmados y los espectadores, largamente arraigadas en la tradición documental. Desde esta evaluación hecha por el autor –acaso exhortación–, Los rubios deja a la luz su carácter contradictorio, el de “una película que aborda el problema de la identidad (y que a la vez) organiza parte de su contacto con lo real a partir del ocultamiento y/o falseamiento de la verdadera identidad” (211)4, mientras que Yo no sé qué me han hecho tus ojos trasluce la desmesura del poder del documentalista –incluso su prepotencia– al punto de “franquear los límites del terreno del otro sobre la base de sus necesidades dramático-narrativas” (220).

Vuelo de pájaro sobre este libro recientemente editado de Pablo Piedras, de cara al tembladeral que supone para el campo documental la destronización de la concepción corriente de objetividad entendida como eliminación del sujeto; la centralización del cineasta –de su mundo íntimo, de su sueño privativo, de su originalidad– instala a la nueva concepción de objetividad en la coincidencia con el máximo de actividad subjetiva, y deja abierto los desafíos para nuevos abordajes de lo real en su complejidad, en los que la asimetría volcada en favor del sujeto y de sus deseos de autoexpresión deberán comprometerse al menos en un esfuerzo atencional hacia la palabra y los derechos del otro.

 

Notas

1 No obstante, el acento puesto en la continuidad del desarrollo dentro del ámbito de la cinematografía nacional, no le hace perder de vista al autor,las influencias y apropiaciones del documental internacional (prioritariamente europeo), la incidencia que en los cineastas locales tuviera la circulación de ciertas películas, o bien las demandas que, desde el exterior, por la vía de los festivales internacionales y las posibilidades de ubicación en el mercado, orientan la producción hacia las discursividades en primera persona.
2 Dichas marcas de subjetividad y reflexividad son advertidas por Piedras en los relatos en primera persona realizados por militantes peronistas, en las 2da. y 3ra. partes de La hora de los hornos (Grupo Cine Liberación, 1966-1968); en las módicas apariciones de la voz en primera persona del cineasta para referirse a ciertas situaciones de las condiciones de producción, en Damacio Caitruz (Jorge Prelorán, 1969); o bien en el papel de cronista que asume Raymundo Gleyzer en su Nota sobre Cuba (1969) al introducirse como personaje-guía que organiza narrativamente su informe sobre Cuba tras la revolución.
3 En este caso el corpus fílmico examinado, además de la película de Vallejo, incluye Susana (Susana Blaustein Muñoz, 1980), Juan, como si nada hubiera sucedido (Carlos Echeverría, 1987), Boulevard del crepúsculo (Edgardo Cozarinzky, 1992), Imágenes de la ausencia (Germán Kral, 1998), entre otros.
4 La referencia concierne a las tácticas de ocultamiento de identidad y de intenciones llevadas a cabo por el equipo de realización del filme a la hora de interpelar a los otros (vecinos y testigos de la desaparición de la familia de la realizadora), que al entender de Piedras, más que manifestar una disponibilidad al diálogo se realizan con vistas a la confirmación de los propios preconceptos.