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Por María Guadalupe Arenillas
Resumen
Indígenas de la Patagonia austral en el cine documental chileno: De ‘objetos’ a sujetos de derecho” analiza dos documentales recientes, El botón de nácar (Patricio Guzmán, 2015) y Tánana, estar listo para zarpar (Cristóbal Azócar y Alberto Serrano, 2016). Aunque Guzmán incorpore a su emblemática obra sobre la memoria del pasado reciente a los indígenas de la Patagonia austral, lo hace exotizándolos, preterizándolos o situándolos en una atemporalidad que borra sus recientes reemergencias y configuraciones como sujetos de derecho. Tánana, en cambio, se centra en la comunidad yagán de Puerto Williams hoy en día y en la construcción de un barco para recorrer los lugares por los que navegaba Martín González Calderón, su protagonista. De ese modo el documental muestra los legados, continuidades y los cambios de los indígenas junto al trabajo comunitario de recuperación de memorias y lugares. Al hacerlo, se convierte en un espacio de edificación y obtención de derechos, específicamente el de navegar por los maritorios que les pertenecieron.
Palabras clave: justicia; Patricio Guzmán; Patagonia austral; pueblos indígenas; memoria.
Abstract
Indigenous People of Southern Patagonia in Chilean Documentary Film: From ‘Objects’ to Legal Subjects” analyzes two recent documentaries, El botón de nácar (Patricio Guzmán, 2015) and Tánana, estar listo para zarpar (Cristóbal Azócar y Alberto Serrano, 2016). Guzmán incorporates the indigenous people of Southern Patagonia into his emblematic work on memory, but he does so in a way that portrays them as exotic, timeless, or relegated to the past. Consequently, he erases and ignores their resurgence as legal subjects, which is very much part of the current sociopolitical scene in Southern Patagonia. Tánana, on the other hand, revolves around the present of the Yaghan community of Puerto Williams and the construction of a boat to sail to the places where Martín González Calderón, the film’s protagonist, used to live. In this way, the documentary focuses on the legacies, continuities, and changes in the indigenous people and on the community’s work to recover memories and places. The film becomes a space in which to affirm and obtain rights, specifically the right to sail the seas that belonged to them.
Keywords: justice; Patricio Guzmán; Austral Patagonia; indigenous people; memory.
Resumo
Populações indígenas do sul da Patagônia no documentário chileno: De ‘ojectos’ a sujetos da lei” analisa dois documentários recentes, El botón de nácar (Patricio Guzmán, 2015) e Tánana, estar listo para zarpar (Cristóbal Azócar y Alberto Serrano, 2016). Apesar de incorporar as populações indígenas do sul da Patagônia na sua obra emblemática sobre a memória, Guzmán retrata-as como exóticas, atemporais, ou relegadas ao passado. Ao fazê-lo, o diretor ignora uma parte importante do contexto sociopolítico atual do sul da Patagônia, que é o ressurgimento dos povos indígenas como sujeitos legais. Tánana, pelo contrário, trata do presente da comunidade Yaghan em Puerto Williams, acompanhando a construção de um barco que será usado em uma viagem para os lugares onde o protagonista do filme, Martín González Calderón, viveu. Assim, o documentário foca nos legados, continuidades e mudanças experimentados pela população indígena e no trabalho da própria comunidade para recuperar memórias e lugares. O filme se torna um espaço no qual se afirmam e conquistam direitos e, mais especificamente, o direito de navegar pelo mar que um dia os pertenceu.
Palavras-chave: justicia; Patricio Guzmán; Patagônia Austral; pueblos indígenas; memoria.
Datos de la autora
María Guadalupe Arenillas es doctora en Literatura y Cultura Latinoamericanas por la Universidad de Notre Dame. Es profesora asociada en la Universidad de Northern Michigan. Sus temas de investigación son la literatura y el cine latinoamericanos, con énfasis en el documental. Su proyecto actual se centra en documentales sobre la Patagonia austral, la relación entre discursos, imágenes, ciencia, tecnología y pueblos indígenas. Es coeditora junto a Michael J. Lazzara de Latin American Documentary Film in the New Millennium, Palgrave Macmillan, 2016. Correo electrónico: marenill@nmu.edu
Fecha de recepción: 15 de marzo de 2019
Fecha de aprobación: 20 de mayo de 2019
Las últimas películas de Patricio Guzmán, Nostalgia de la luz (2010), El botón de nácar (2015) y La cordillera de los sueños (2019) forman parte de una trilogía sobre la memoria vinculada al cosmos, al agua y a la tierra. A su emblemática trayectoria documental sobre la Unidad Popular, la dictadura chilena y sus repercusiones, Guzmán incorpora en las dos primeras de estas obras a los pueblos originarios del Chile de hoy. En El botón de nácar, yuxtapone el pasado dictatorial de Chile al genocidio indígena en la Patagonia austral. En este sentido, Guzmán nos remite a David Viñas quien desde el exilio en México en 1982 se pregunta si los indios fueron los desaparecidos de 1879, en referencia al año en el que general Julio A. Roca emprendió la avanzada hacia las tierras del sur en la llamada “Conquista del desierto” (Viñas, 1983: 12). Esta equivalencia entre los desaparecidos de la última dictadura cívico-militar argentina y el genocidio indígena de la Patagonia a fines del siglo XIX y principios del XX puede cuestionarse por simplista (Mases, 2002: 15). Sin embargo, es sabido que el crimen y el exterminio de poblaciones fueron fundamentales en la expansión de los estados. Como señala Vezub, las fuerzas armadas usaron las mismas técnicas en la expansión territorial que en la dictadura, diversos libros sobre el “combate irregular indígena” sirvieron para tácticas contras las organizaciones revolucionarias y, en ambos casos, la violencia se justificaba como proceso de (re)organización nacional, mientras que se celebraba y aprendía sobre la “Conquista del desierto” bajo el plan cultural de la dictadura (Vezub, 2011: 2). Además, la campaña de Roca o su equivalente en Chile, la “Pacificación de la Araucanía” y las dictaduras impusieron sus sistemas económicos.
En el Cono Sur, las necesarias luchas por la verdad, la memoria y la justicia en las últimas décadas se enfocaron en la justicia transicional, y en una memoria hegemónica alejada o separada de las memorias y las luchas indígenas. Esto es, en parte, el resultado de la supuesta extinción o desaparición de muchos de estos pueblos, en especial en el caso de la Patagonia austral, que analizaré en este trabajo. Allí el colonialismo de asentamiento (o de pioneros) consideró el territorio vacío, terra nullius, a la vez que desplazó a los colonizados. El objetivo del colonialismo de asentamiento no es la mano de obra, si no la desaparición del indígena. (Veracini, 2011: 3). Con la consolidación de la República, además, se extinguió o desapareció discursivamente a los indígenas, se los deportó, o se los asimiló a una ciudadanía indiferenciada (Rodríguez, 2019)[1]. Por eso resulta interesante que Guzmán, el cineasta que dedicó su carrera a dar testimonio y crear uno de los más importantes archivos fílmicos de una época, ensamble discursos e imágenes sobre revolución y dictadura con los pueblos originarios, algo inusual en el cine documental contemporáneo sobre los derechos humanos y la memoria del pasado reciente.
La inclinación de Guzmán resultaría difícil sin la paulatina visibilidad que alcanzaron los indígenas a partir de sus demandas que se plasmaron en el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT). El convenio, escrito en 1991, reconoce la preexistencia de los indígenas a los estados nacionales y les otorga, de esa manera, derechos colectivos, además de los individuales que les corresponden como a cualquier ciudadano. Asimismo, el convenio reemplaza la idea de “población” por la de “pueblo”, de modo que transforma una noción demográfica o biológica por una que enfatiza los derechos colectivos de las comunidades indígenas. (Convenio). En ese momento, por ejemplo, las luchas zapatistas en Chiapas, al lograr cobertura y apoyo internacional cristalizaron las demandas y posibilidades de las comunidades indígenas y pusieron de manifiesto que las exigencias y cambios en los marcos jurídico-normativos provenían de los propios protagonistas. Asimismo, los contra-festejos por los 500 años de la llegada de Colón a América movilizaron a los colectivos indígenas destacando sus intervenciones, exigencias y dificultades. A fines de la década siguiente, la Organización de las Naciones Unidas terminó la Declaración de los pueblos indígenas, mientras que en el ámbito latinoamericano surgieron nuevas constituciones, entre ellas la de Bolivia (2009). En la constitución boliviana se reconocen la diversidad y los derechos comunitarios. Argentina y Chile, naciones que comparten la Patagonia, ratificaron finalmente el Convenio 169 en los años 2000 y 2008, respectivamente, lo que coincide con la paulatina emergencia de un cine documental sobre los pueblos indígenas de la región austral a principios de esa década.
Teniendo en cuenta estos cambios legales y constitucionales en que los indígenas pasan de ser vistos, según afirman Rodríguez y Lorenzetti, como “objetos” (“mercantilizados, de las políticas públicas, de estudio, del asistencialismo o ‘ayuda’, de conversión religiosa, de exhibición, etc.”) a ser “sujetos de derecho” (Rodríguez y Lorenzetti, 2018)[2], me pregunto, ¿cómo dialogan los documentales sobre indígenas de la Patagonia austral con esta transformación? ¿Consiguen abandonar la tradicional tendencia a la reificación y el exotismo? La preocupación por los derechos humanos, ¿se traduce en un cine documental que al hablar de pueblos indígenas apoya o, al menos visibiliza, sus derechos y sus luchas en el presente? Nostalgia de luz, en particular, pero también El botón de nácar recibieron numerosa atención crítica. Sin embargo, la relación que Guzmán establece entre memoria, derechos humanos y pueblos originarios, pasó prácticamente desapercibida. Plantear estas preguntas, entonces, es al mismo tiempo indagar en la ética, las intenciones y el alcance del cine documental.
En lo que sigue, voy a detenerme en El botón de nácar y la mirada sobre los pueblos originarios de la Patagonia austral y poner esta película en conversación con el documental Tánana, estar listo para zarpar (Cristóbal Azócar y Alberto Serrano, 2016). Poole afirma que las imágenes son parte de una organización que integra personas, ideas y objetos, que constituye una “economía visual”. Esta organización se corresponde a relaciones sociales, de desigualdad, de poder, a significados compartidos y la noción de comunidad (Poole, 1997: X). Así, mientras que Tánana sitúa a los protagonistas yaganes en el presente, como sujetos de derecho, y traza desde ese presente la conexión con el pasado, el documental de Guzmán, hace la operación inversa, lamenta la pérdida del pasado y de esa manera distancia (aunque cuente con testimonios de kawésqar y yaganes) a los indios patagónicos. Pese a la intensión de visibilizar a los pueblos originarios de la región, la indiferenciación entre los distintos pueblos, la ignorancia de sus reclamos en el presente y de sus modos de vida, y la mezcla confusa e indiscriminada de imágenes de archivo, los vuelve en cierta forma “objetos” del relato nostálgico de Guzmán. La actual resurgencia y remergencia indígena en la Patagonia austral se enfrenta a menudo a la violación de los derechos adquiridos, ya sea porque atentan a los intereses económicos dominantes, o por el desconocimiento de los mismos. También está constantemente bajo la sospecha de la falsedad, el oportunismo o la acusación contra “el indio trucho”, como demuestran los que abogan por el cumplimiento de estos derechos.[3] La mirada del cine documental puede ser un acto de justicia como rescate frente al olvido. Sin embargo, en algunos casos, todavía hace falta acercarse a una “economía visual”, a formas de hablar, de cambiar el punto de vista y a una reinvención de las maneras de decir que no continúen replicando la desaparición, la apropiación o el distanciamiento de los indígenas sureños.
“En las velas el viento de la historia”: La simplificación poética y la política del navegar
En su ensayo “Tierra del Fuego-New York”, Jean Baudrillard explica la Tierra del Fuego como una construcción. Si New York se vende como el “centro del universo”, Ushuaia, la capital de la isla, lo hace mediante la fantasía del “fin del mundo”. La visión deprimente del autor sobre el lugar se une a la noción de “una modernidad completamente anacrónica – una modernidad caótica, incoherente, de película del oeste: cemento, polvo, impuestos libres, transiciones, petróleo, computadoras y el ronroneo del tráfico inútil – como si el silencio del fin del mundo debiera ser obliterado” (Baudrillard, 2002: 128, mi traducción). El paisaje es “sublime en su desolación natural”, mientras que lo humano es “sórdido: los desperdicios de la civilización” (2002: 128). El autor aclara que con la misma sordidez y como material desechable fueron tratados los indios. Sobre la fantasía del confín del mundo y sus habitantes, expresa:
Los alakaluf [kawésqar] no sabían que vivían en el fin del mundo. Estaban donde estaban y en ningún otro lugar –algo que nosotros nunca lograremos. Para los marineros, aventureros y misioneros, tampoco era el final: descubrieron un mundo distinto al suyo, pero uno frente al cual podían medirse a sí mismos: una nueva frontera. Llegamos aquí hoy sólo con la noción imaginaria del fin del mundo (a la que los viajes al espacio ya eliminaron). Y aunque los fueguinos nunca se alejaron de sus fuegos (los llevaban a todos lados, hasta en sus canoas en forma de brazas ardientes), nosotros nos tomamos el trabajo de llevar nuestra frialdad artificial a todas partes, incluso a las latitudes glaciares (Baudrillard, 2002: 130).
A pesar de intentar desmantelar la obsesión con el fin del mundo, Baudrillard termina apelando a ella. Hacia la conclusión del artículo, se refiere a estar “allí abajo” y sitúa a Ushuaia en los bordes de la tierra y el solitario océano. Prácticamente durante todo el ensayo, el autor cede a las mismas construcciones que quiere criticar y cae en las expresiones comunes de la imaginación y la re-creación de la Patagonia austral por parte de los europeos. Si bien Baudrillard habita de sonidos y tecnología a la Patagonia, y la vuelve “anacrónica en su modernidad”, no deja de adjetivarla con los estereotipos del vacío, la nada, las catástrofes y el silencio. Además, se desprende un sentimiento melancólico por una existencia pre-tecnológica, donde el ardor de los fuegos que los kawésqar llevaban en sus canoas es la contracara del frío simulacro tecnológico de nuestros días.
Este ensayo ilustra el desafío de desarmar los clichés que han definido a este territorio. En este sentido, El botón de nácar no es una excepción. Si bien Guzmán concede una importancia especial a los pueblos originarios de la Patagonia austral y a las ontologías animistas, varios aspectos de la película terminan por borrar a los indígenas como sujetos de derecho, para situarlos en una melancolía apolítica, que los separa de sus luchas en el presente. En su trabajo sobre los pueblos originarios de Tierra del Fuego, el antropólogo Hernán Vidal explica que ha sido muy común en la región concebir la práctica antropológica como limitada a la etnografía, lo que “ha conducido a una nueva esencialización de la etnografía, reduciendo su política a su poética” (Vidal, 1993), algo que ocurre en la película de Guzmán. Hay una secuencia reveladora: para conocer el significado de los dibujos corporales de los selkn’am y sus ritos de iniciación en la ceremonia llamada Hain, el director acude al poeta Raúl Zurita y no a la comunidad selk’nam (ausente en la filmación). Las respuestas de Zurita son líricas, un poco new age, y aportan un conocimiento que concluye con la idea de que todo avance tecnológico es un acto de nostalgia.
El botón de nácar es un ensayo fílmico en que Guzmán entrelaza diferentes voces y temporalidades con su historia personal. La Patagonia se conecta desde la subjetividad del director y la desaparición: de un amigo de su infancia que murió ahogado, de parte de su generación en los 70s con el golpe de estado de Pinochet, y de los pueblos originarios del sur. Para enlazar estas ideas, Guzmán usa el agua como fuente de conexión y lugar de muerte. La Patagonia se muestra al principio desde lejos, en planos aéreos y se corresponde a un paisaje sin gente. También se filma desde un velero, pero con distancia, enfatizando lo inaccesible. Sobre estas imágenes del paisaje, la voz en off del director narra: “El agua, la frontera más larga de Chile forma un estuario que se llama Patagonia occidental, aquí la Cordillera de los Andes se hunde y reaparece en miles de islas. Es un lugar sin tiempo, un archipiélago de lluvia”. Mapeada desde la lejanía, la cartografía de la Patagonia es remota y satelital. No está claro a qué se refiere el director con “un lugar sin tiempo”, pero pareciera adscribirle al espacio categorías que tienen que ver con la lógica del desarrollo capitalista. La suspensión temporal no respondería tanto a una condición –imposible– de la región, sino a la lógica de la modernidad capitalista y al modelo occidental vinculado al progreso. A esta idea retornará Guzmán más tarde cuando acerca de una de sus entrevistadas, Gabriela Paterito, diga “entre Gabriela y yo había varios siglos de distancia”. La distancia espacial se percibe como temporal, pensando en los modos de habitar indígenas como pretéritos, contrarios a las nociones lineales de progreso, y por ello, en una región suspendida en el tiempo.
Guzmán describe la vida de los pueblos originarios antes de la llegada de los colonos: “Vivieron en comunión con el cosmos, fabricaban piedras para asegurar su futuro. Viajaban por el agua, vivían sumergidos en el agua. Comían lo que el agua traía”. A estas palabras se incorporan objetos de los indígenas, piedras, puntas de flecha, como una colección de vitrina elegida para ilustrar sus vidas. Así, aunque se intenta acercarnos a ellos, en este caso se lo hace mediante procesos de “arqueologización” (Vidal, 1993) que los retrata o rescata como material de museo, en fragmentos, objetos y sin continuidad con el ahora. En consecuencia, el material de archivo fotográfico de los pueblos originarios, fuera de su contexto y sin explicación, con excepción de los créditos finales, como es común que aparezcan estas fotos, produce un efecto de collage que no diferencia unas etnias de otras, y un ver que “[e]sto ha sido” (Barthes, 1990: 136), que es el mundo que añora Guzmán. Para los que conocemos algunas de las fotografías es evidente, sin embargo, que la unión con el universo que describe Guzmán y los modos de vida tradicionales habían sido modificados hace tiempo y que la propia cámara fotográfica fue parte de ese cambio. Hay un grupo de yaganes que posa en cuclillas, con miradas entre serias, indescifrables y desafiantes, y primeros planos de algunos miembros del grupo en las siguientes secuencias. Después aparece una de las características fotos del antropólogo y sacerdote de la Congregación del Verbo Divino, Martín Gusinde, quien hizo cuatro viajes a la Tierra del Fuego entre 1918 y 1924 y convivió con los yaganes, kawésqar y selkn’am. Es la fotografía de un conjunto de mujeres selkn’am de diversas edades y una niña. Las mujeres están envueltas en sus pieles de guanaco y posan al aire libre junto a dos perros blancos, uno desenfocado. La foto es de 1919 y fue publicada por Gusinde. Para ese entonces, la ganadería ovina que impusieron los ingleses desde 1880 había desplazado a los selkn’am de sus tierras. Estos fueron perseguidos, deportados y asesinados, mientras que algunos se refugiaron en las misiones, como en La Candelaria de Tierra del Fuego.[4] De la misma manera en que Gusinde borra las marcas de la opresión occidental en estos retratos y el papel de las misiones, Guzmán también ilustra sus propios deseos de rescate nostálgico.
El botón de nácar, foto de Martín Gusinde, 1919
Al elegir esta foto sin cuestionarla y ponerla en el contexto de la narración de la desaparición, se evidencia una existencia exótica y lejana. La mujer selkn’am se presenta como un símbolo de vida tradicional y belleza diferente y algo congelado en el pasado. Como Gusinde, que elige no mostrar aquí la pobreza de los selk´nam como resultado de la enajenación del territorio y las huellas del colonialismo de los pioneros, Guzmán ignora la continuidad de la violencia de ese colonialismo al no leer estas imágenes a contrapelo y ponerlas en relación con el momento presente.[5]
Además, sobre el material fílmico de la boscosa Patagonia de cataratas y cascadas, se imponen las palabras: “Llegaron hace 10.000 años, eran nómades del agua. Vivían en clanes que se movían por los fiordos. Viajaban de isla en isla. Cada familia tenía un fuego que ardía en el centro de la canoa. Existían cinco grupos: los kawesqár, los selkn’am, los aonikenk, los haush, y los yámanas. Todos caminaban sobre el mar”. Aquí nuevamente se da una definición estereotipada y confusa de los grupos. Los kawesqár y yámanas (yagán) sí vivían en las islas y se movían por los canales más al sur, sin embargo, los aonikenk (tehuelche), selkn’am y haush vivían en los bosques y estepas. Es una narración que una vez más exotiza, folkloriza, quita de contexto y rememora al indio casi como una figura religiosa o mística, caminando milagrosamente sobre el agua. A la vez, las tres últimas fotos que se muestran en esta parte del relato son las de una canoa en la que apenas se vislumbran las cabezas de los indígenas (remitiendo a la desaparición), seguida por una de los canoeros ya vestidos, con ropas raídas, remando hacia el espectador, y la iconográfica foto de Charles Wellington Furlong del grupo de cazadores selkn’am a orillas del agua, que se ha convertido en una especie de postal y objeto de consumo de cierta estética selkn’am y el indio ideal patagónico.
La foto de Furlong se publicó por primera vez en una revista de difusión masiva, Harper´s Magazine en 1910 junto al texto del autor, “The Vanishing People of the Land of Fire”. En el artículo, explica: “Si uno quiere ver a los Onas [selkn’am] y su más alta majestuosidad pintoresca de su primitiva forma de vida, basta con verlos en la marcha. Primero van los perros olfateando en la avanzada, después los poderosos guerreros con sus armas en mano listas para ser usadas, y más atrás las mujeres. Algunas de ellas llevan a los niños en sus espaldas, otras la carga de su campamento (Furlong, 1910: 227, citado en Maturana Díaz, 2004: 121). Es claro que esta es una foto posada y construida, lo que era normal en la época, cuando misioneros, fotógrafos y antropólogos con sus lógicas de las buenas intenciones se ocupaban en archivar lo que contribuían en destruir. Guzmán usa estos archivos indiscriminadamente para enaltecer a algunos pueblos sin diferenciarlos de otros, para hablar de la desaparición como una experiencia universal y para su proceso personal de duelo. En las capas que conforman el relato de estas vidas y sus imágenes fotográficas por parte de misioneros, exploradores, naturalistas, etc., aparece la nostalgia y exaltación del pasado, el porvenir de los canoeros como los restos de la historia benjaminiana, el enaltecimiento de los cazadores y la libertad, y una reificación de la memoria. Estos procedimientos son paralelos a los que lleva a cabo la película de Guzmán y nos hablan “no tanto de los archivos de los cuerpos indígenas, sino de los estados afectivos de directores y exploradores –sus sentimientos conflictivos, encrucijadas, y hasta de su incapacidad de acción” (Furtado, 2019: 25, mi traducción).
El botón de nácar. Foto de Charles Wellington Furlong
En cuanto a los testimonios de los indígenas, El botón de nácar añade entrevistas breves con los miembros de la comunidad yagán en la Isla Navarino, Martín G. Calderón (también protagonista de Tánana) y Cristina Calderón, y de la comunidad kawésqar, Gabriela Paterito. En las “Notas del autor”, bajo el subtítulo “los personajes”, se describe a las mujeres como “la última nativa de la etnia yagán y reconocida como ‘tesoro humano vivo” por el Consejo Nacional de la Cultura de Chile” y “la última descendiente de la etnia kawésqar que recuerda la vida de su pueblo con entera lucidez y precisión”, respectivamente. Martín G. Calderón habla de las prohibiciones de la Armada en cuanto a la navegación y recuerda sus viajes por el Cabo Hornos desde Punta Arenas. No hay mucha información de él, sólo se nos presenta en cuanto a su relación con el agua y la navegación. Lo vemos pasando el trapo a una canoa y lijando los remos de unas pequeñas canoas, las artesanías que construye. No se observa prácticamente su entorno, no aprendemos sobre su cotidianidad, o sobre sus luchas. Todo se reduce a una selección efímera que tiene que ver con las canoas y las vicisitudes en el mar que encajan con la visión del indio canoero y el agua propuesta por Guzmán.
Por otro lado, Gabriela Paterito, de Puerto Edén, responde con énfasis a la pregunta de no sentirse chilena. La vemos, pese a la distancia geográfica que la separa de Calderón, en casi el mismo decorado que a él, un primer plano sin información contextual. Ella habla de remar, de la fuerza necesaria, de aprender a bucear y sacar cholgas de niña. “Para Gabriela el agua forma parte de su familia. Ella acepta tanto los peligros, como la comida que el mar le ofrece. En cambio, yo que me siento chileno, no convivo con el mar”. Más tarde Gabriela cuenta en kawésqar un magnífico viaje de 1.000 kilómetros por mar. Se nos presenta como “la india hiperreal”, según la definición que tomo de Alcida Ramos de su trabajo sobre el movimiento indigenista de Brasil. Ramos explica que las políticas indigenistas brasileñas actúan de tal modo que ostentan un “indio hiperreal” diferente del “indio de carne y hueso” (Ramos, 1994: 164).
Ramos reflexiona sobre la burocratización del indigenismo, el modelo idealizado de indígena y el papel que desempeña la antropología en este contexto. Estos eliminan divergencias locales entre grupos para elaborar un “indígena domesticado” y favorecen a aquellos que se adecuan a los estereotipos, el “[i]ndio perfecto cuyas virtudes, sufrimientos e inalcanzable estoicismo le han otorgado el derecho a ser defendido por los profesionales de los derechos indígenas” (Ramos, 1994: 166). Gabriela, con su anhelo por la vida marítima, resulta la imagen y semejanza de lo que la mujer indígena debería ser de acuerdo a la edición de Guzmán. Siguiendo con este argumento idealizado, Guzmán resalta que “Los indígenas de la Patagonia fueron el primer y único pueblo marítimo de Chile. Nosotros los chilenos de hoy hemos perdido esta intimidad con el mar”. Sin embargo, aquí ignora, por ejemplo, la función de la Armada chilena, los barcos que recorren los estrechos e islas, el papel que desempeña el comercio en el país, los balnearios turísticos, las mineras en las costas y los problemas que los indígenas australes enfrentan con las salmoneras extranjeras.
Cuando es el turno de Cristina Calderón, aparece un primer plano de sus manos hilando y ella traduciendo del yagán, vocablos relacionados a la navegación y la familia. En Tánana, en cambio, narrará su disgusto por la navegación, las épocas en que la alimentación era escasa y comían pájaros. Y cómo desde joven tuvo claro que quería algo diferente y que no se casaría con un yagán, porque siempre andan obsesionados cazando nutrias. Gabriela traduce otras palabras que le indica el cineasta: “botón”, “camisa”, “lluvia”, “hombre bueno”, “hombre malo”. Sobre la palabra “dios” contesta, “nosotros no tenemos eso” y lo mismo con “policía”. Hay algo incómodo en la obviedad de estas respuestas y de la necesidad de poner en evidencia que en la región la policía es una institución que nació a partir del colonialismo de asentamiento. Esta incomodidad se une a que Guzmán, como nos hace saber, conoció a Gabriela y a “todos los sobrevivientes de la Patagonia” por las fotografías de Paz Errázuriz. Estas fotos de Errázuriz pertenecientes a Los nómadas del mar (1995), son retratos de la precariedad y vulnerabilidad bajo el motivo de “los últimos kawésqar”. En la introducción a la exhibición, Oscar Aguilera dice que de los tres grupos fueguinos sólo los kawésqar “subsisten, más llevan consigo la dramática condición del grupo étnico en extinción” (Aguilera, 1996: 5). Si bien puede resultar contraproducente juzgar estas imágenes desde el presente, con el conocimiento de que los grupos indígenas de la Patagonia austral son protagonistas de distintas resurgencias y reemergencias, al incorporarse estas fotos a las entrevistas, las mismas duplican la noción racializada del “último indio” y del retrato de rescate, a la vez que eliminan las agendas políticas de los procesos de reemergencia. Guzmán finaliza las entrevistas con tres imágenes sucesivas de los entrevistados que se fijan y dan lugar a nuevos archivos. Estas imágenes fijas, de frente, remiten a lo antropométrico, a las racializaciones, al naturalismo, y a todo aquello que el documental necesitaría desmantelar.
Entonces, esos archivos visuales, que podrían ser contextualizados y ensamblados para enseñar comunidades activas, junto a los discursos de “los últimos” se terminan filtrando en El botón de nácar, a pesar de contar con la valiosa presencia y palabras de tres miembros de comunidades indígenas en el documental. Guzmán expresa su tristeza por la forma en que “los últimos grupos se hundieron en la miseria y el alcoholismo” y un deseo: “Me gustaría que estos pueblos del agua no hubieran desaparecido”. Es indudable que la devastación de estos pueblos fue enorme, así como las pérdidas culturales, pero también fueron destacables sus resistencias y las actuales batallas por sus derechos.
Sobre los enunciados de “los últimos”, Alberto Harambour, afirma con ironía: “La última selknam, Lola Kiepja murió en 1966. La última selknam, Ángela Loij, murió en 1974. La última selknam, Virginia Choinquetel, murió en 1999. La última selknam, Enriqueta Gastelemundi murió en 2004. Los onas eran salvajes, primitivos, bárbaros y se extinguieron al contacto con la civilización” (Harambour, 2017: 39). Es por eso que el valioso viaje personal de Patricio Guzmán por la Patagonia austral contiene un entramado que hay que cuestionar, como cuando explica: “[h]oy quedan veinte descendientes directos. Adentro de ellos el idioma resistió cientos o tal vez miles de años”. A mediados de la década de los ‘40s, Joseph Emperaire, un etnólogo francés, se instaló por dos años con los kawésqar, una minoría “aislada, miserable y condenada”, cuyos miembros “contrariamente a sus hábitos nómadas, tienden a agruparse de una manera estable, y hallando más fácil pedir que buscar, se degradan progresivamente a la condición de mendigos” (Emperaire, 1963: 7,10). Según Harambour, “[e]n el libro más influyente que se haya escrito sobre estos ‘nómades del mar’, el antropólogo declaraba que se precipitaban ‘por los caminos rápidos y paralelos de la asimilación y de la desaparición’. Seis décadas después, y muchas veces anunciada la muerte del último o la última kawésqar, los censos indican que estaba equivocado: 2.622 personas se reconocieron como tales en 2002; y en el Censo 2017, 3.500” (Harambour, 2019: 45). Hoy hay muchos descendientes o indígenas que se autoadscriben como tales en pugna por sus derechos. Contrariamente a El botón de nácar, Tánana, estar listo para zarpar afirma lo que existe, restituye prácticas ancestrales y hace a los protagonistas partícipes de su propia historia, memoria y posibilidades, lejos del archivo fijo del “último indio”, del desaparecido, extinto o el ideal.
Juan Salazar parte de la conocida definición de John Grierson del documental como “tratamiento creativo de la realidad”, y agrega que el documental debería practicarse no sólo de esa manera, sino también como posibilidad y potencialidad, como los “recursos de la esperanza” de los que habla Raymond Williams (Salazar, 2015: 44, mi traducción). Así, Tánana se basa en el presente de Martín González Calderón, quien según mencioné, pertenece a la comunidad yagán de la Isla Navarino. La construcción de un barco es el eje del documental. Una vez terminado el barco, Calderón y distintos miembros de la comunidad emprenderán un viaje por los antiguos maritorios yaganes, islas, bahías y cabos, deteniéndose en algunos de ellos. Construir se constituye en un “recurso de la esperanza”, en disciplina y memoria performática, que si bien es atravesada indudablemente por las pérdidas históricas y comunitarias, se niega a capitular ante ellas. Para lograr esto, el documental se filma en una Patagonia íntima, de todos los días, con sus sonidos, recorridos, personas y clima. Se pasa de un acto de dar voz, a mirar desde dentro, junto a los protagonistas.
El documental carece casi de material archivo o narraciones sobre la histórica, con excepción de las breves aclaraciones iniciales sobre el pueblo yagán. Su director vive en Puerto Williams, de hecho, Alberto Serrano es el director del Museo Antropológico Martín Gusinde donde trabaja en forma colaborativa y comprometida con la comunidad. En el año 2012, por ejemplo, “inició un estudio exploratorio y participativo con enfoque de género para la identificación de hombres y mujeres yaganes presentes en las fotografías de la exhibición permanente y el archivo fotográfico del museo” (Museo). Un grupo de mujeres, lideradas por Cristina Calderón (tía de Martín), e investigadores trabajaron en la revisión del archivo de Martín Gusinde y produjeron a partir del mismo un álbum fotográfico para cada grupo familiar de la comunidad indígena yagán. Analizaron además las relaciones de parentesco y las historias de vida y agregaron los nombres a las fotografías de Gusinde. Esta revisión acercó “a quienes descienden directamente de las mujeres y hombres fotografiados”, algo que “no se había efectuado con anterioridad”. Incluso “gran parte de la comunidad no había tenido acceso a esta colección ni a su documentación”. Esta iniciativa “ha significado lograr una precisión en la información biográfica de sus antepasados, democratizando, por lo tanto, el conocimiento acerca de este patrimonio fotográfico” (Museo). Si hablo aquí del proyecto es porque tiene una relación clara con la forma de concebir este documental.
En Tánana el espectador es transportado a una cercanía que es imprescindible para la resistencia y construcción. Una de las secuencias iniciales muestra a González Calderón cargando leña, caminando pausadamente hacia una carretilla donde deposita la madera. La carretilla se inclina por el peso y produce un efecto de inmediatez. Junto al agua, la pequeña vivienda de chapa, material típico de construcción en el sur, con su estufa a leña, materializa la fuerza de lo íntimo. Sus recuerdos del pasado, en una cocina verde mientras se ceba unos mates, nos remiten a la reverberación de esas historias y al deseo de volver a lugares abandonados con violencia, hace más de cuarenta años. Lo que se necesita es un buen bote. El conocimiento, la cultura y lo indígena, lejos de apreciarse como categorías fijas, en proceso de desaparición, o en “patrimonios inmateriales” rescatados en la figura de unas pocas personas, en general quienes hablan con fluidez la lengua, adquiere un sentido comunal, familiar y de “repertorio”. Elegir árboles sanos, talar con la sierra eléctrica, oír el ruido intrépido del árbol al caer y transportar el árbol al hombro, son partes de ese “repertorio”, de creatividad táctica y artesanal.
Tánana, estar listo para zarpar, Martín González Calderón y el “Pepe”
Como el “Pepe”, el viejo bote en ruinas, que construyó el padre de Calderón, y que según él va a seguir vivo para siempre, la memoria existe en el entramado de una herencia colectiva. Allí las enseñanzas del padre, navegar, orientarse, ver el tiempo, distinguir las maderas, y saber en qué época cortar, se comparten con los amigos, parientes y niños, quienes se asoman a la orilla a jugar con un bote. Calderón instruye a sus ayudantes, su yerno y su primo, valorando lo ancestral en la construcción del barco, “Pepe II”. Sin embargo, el “Pepe II”, homenaje al padre, no es una canoa de corteza, no tiene un nombre yagán, como le hubiese gustado a Calderón, ni un fuego en el centro como anhela Guzmán. Es un barco hecho con técnicas chilotas, y que por eso mismo es una mezcla de los cruces, violencias y transformaciones de la zona.
Tánana, estar listo para zarpar. “Pepe II” y comunidad
La violencia también está clara en las restricciones de navegación impuestas por la Armada en el maritorio que los yaganes ocupaban. La soberanía de los mares dificulta el derecho de los pueblos originarios a navegar, existen exigencias de carnets de pesca o permisos de la gobernación, a las mujeres no se les permite transitar por el agua como antes. Cuando Calderón cuenta que nació en Ushuaia, en Harberton, como al pasar, uno se pregunta por la vida en esa estancia del ex misionero anglicano Bridges, pero él no dice nada más. El documental no se estanca en sentimientos de tristeza. Las andanzas marítimas del pasado, al ser recreadas funcionan como un “horizonte de expectativas”, pese a las consecuencias trágicas de los asentamientos forzados. Un viaje a la Isla Mascart, donde Calderón creció, se transforma en una aventura para recuperar una pesada cocina de hierro entre la maleza. Mientras la desentierran, explican que pertenecía a la Misión inglesa. En otras islas abandonadas, de casas de listones de madera carcomidos por el tiempo, Calderón y sus parientes visitan el cementerio, con su división por familias, y comen frambuesas. La justicia de estas imágenes radica en la presencia del pasado, en las ruinas que se habitan, a la vez que se ejercen los derechos, en este caso el de navegar.
En otras secuencias, aparecen los restos de una ballena en una de las islas. La ballena conecta diferentes temporalidades. Remite a los cronistas que escribieron acerca de los indios comiendo las que quedaban varadas en la playa. Como eran muy difíciles de cazar, la aparición de ballenas constituía un momento de celebración que se compartía. También nos lleva a los balleneros y loberos y a los estragos que produjeron. Pero además el esqueleto de esta ballena se asemeja al del barco, hay algo en esos huesos grandes y curvos que remite a los tablones curvados del armazón del barco en el momento de su construcción. Hacia el final del documental, Calderón y su yerno se dirigen a unas pinturas rupestres, que hicieron “los antiguos”, como los llama. Van a tientas, guiándose por el recuerdo de Calderón de haber visto las pinturas de niño. Cuando las encuentran, somos una vez más partícipes de la continuidad con “los antiguos” como praxis.
Si bien El botón de nácar visibiliza a los indígenas de la Patagonia austral, al basarse en discursos e imágenes de lo exótico, la extinción, y la desaparición, sin cuestionarlos, elimina la potencialidad de los indígenas como sujetos de derecho. Tánana en cambio, nos muestra el presente y las huellas del pasado en la actualidad, y un viaje fílmico en el que se edifica sobre el derecho a navegar. En las últimas imágenes del documental se izan las velas hacia el Cabo Punta Goleta (Falso Cabo de Hornos), entre pájaros y lobos marinos y nos quedamos con el sigilio de la vela que duplica la geografía de la punta del cabo. Walter Benjamin señala que lo que el dialéctico necesita es tener en sus velas el viento de la historia. Para él, pensar significa izar las velas. Si las palabras son sus velas y la manera en que las iza son conceptos, las palabras e imágenes de este documental, son también el viento en las velas de la historia. Tánana es una historia no lineal, donde relumbran las tachaduras y donde se construye el derecho a zarpar.
Bibliografía
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Notas
[1] Ver, de la misma autora, Rodríguez, Mariela Eva (2010), De la “extinción” a la autoafirmación: procesos de visibilización de la Comunidad Tehuelche Camusu Aike (provincia de Santa Cruz, Argentina). Georgetown University, Washington DC, en
http://repository.library.georgetown.edu/bitstream/handle/10822/553246/rodriguezMariela.pdf?sequence=1 – https://repository.library.georgetown.edu/handle/10822/553246
[2] Ver, Rodríguez, Mariela Eva y Marcela Alaniz (2018). “Política indígena, gestión participativa y etnografía colaborativa en la provincia de Santa Cruz”, en Campos de interlocución y políticas de reconocimiento indígena en Argentina, Morita Carrasco, ed., Antropofagia, Ciudad de Buenos Aires.
[3] Ver, por ejemplo, “Los medios contra los indígenas: El verso del indio trucho”, Noelia Enriz (2017, septiembre 1), Anfibia, en http://revistaanfibia.com/ensayo/verso-del-indio-trucho-2. En esta nota, Enriz analiza la representación de los indígenas en los medios a partir de sus reclamos territoriales y la ley de emergencia 26160.
[4] Sobre la fotografía de Martín Gusinde, consultar, Chapman, Ann, Dominique Legoupil y Marisol Palma Belkme; Christine Barthe y Xavier Barral (eds., 2015), The Lost Tribes of Tierra del Fuego: Selk’nam, Yamana, Kawésqar, Thames & Hudson, Londres.
[5] Ana Cecilia Gerrard, quien trabaja con las comunidades selkn’am y yagán de Tierra del Fuego, explica: “Frente a la existencia material de un grupo de descendientes reconocidos oficialmente con la personería jurídica del INAI, la tendencia ha sido a ignorar esta presencia y continuar realizando estudios históricos que versan una y otra vez sobre los mismos temas, reformulaciones interpretativas sobre la vida de los cazadores y recolectores, la ceremonia del hain, los hábitos alimenticios, estudios epidemiológicos o incluso la brutalidad del genocidio perpetuado en el primer período de la colonización –tema más que recurrente por ser una fuente de capital simbólico para el que “denuncia”, quienes suelen erigirse como “portavoces oficiales de los desprotegidos”. A pesar de tomar contacto con la gente de la comunidad, algunos académicos continúan poniendo el foco de interés en el pasado. Incluso llegan en su celo revisionista a poner en duda la “autenticidad” del etnónimo Selknam, a través del establecimiento de dudosas relaciones con un supuesto origen etimológico, que no es más que otro modo de poner en duda la autoidentificación adoptada por los miembros actuales del grupo”. Gerrard, Ana Cecilia (2014), “El sigilo en las metáforas del viento: los Selknam y la retórica de la desaparición”, XI Congreso Argentino de Antropología Social, Rosario.